JUEVES
«Revestíos de las armas
de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo.
Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra
los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de
este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las
alturas».
Efesios 6,
11-12
La apertura de las contraventanas dio paso a
la primera luz del día. Al otro lado de los cristales, los rayos de
sol incidían cálidos sobre el patio, donde los charcos de agua se
habían ido secando con el transcurso de la noche. A diferencia de
días anteriores, la niebla había huido lejos, y el cielo era un
océano azul vacío de nubes.
Puse la música para despertar a los niños. En
esta ocasión, comprobé con satisfacción que no tendría que emplear
la botella de agua. No hubo ninguno al que se le pegaran las
sábanas.
Sonó el timbre que anunciaba la hora de ir a
la capilla y el dormitorio quedó vacío.
—¿Ya has terminado? —el Padre Lorenzo cruzó
la estancia con paso acelerado, mirando las camas de los
escolanos—. Tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿Adónde?
—No te preocupes. Vamos a la hospedería, a
desayunar.
—¿Desayunar allí?
—Sí —el Padre Lorenzo parecía acelerado—. Así
hacemos tiempo, y cuando Cintia baje a desayunar, ya estamos
nosotros allí para poder hablar con ella. Luego tengo el ensayo con
los chicos y me gustaría poder saber algo más sobre los
manuscritos.
—Está bien, pero antes debería hablar
con...
—Ya me he encargado de hablar con el Padre
Lucas para que él se haga cargo de los chicos. Tú ven
conmigo.
Ni siquiera tuve tiempo para dejar cerradas
las ventanas del dormitorio. Cuando el Padre Lorenzo tenía prisa se
ponía nervioso si sus requerimientos no eran atendidos. Los nervios
afloraban y su piel adquiría un tono rojizo cada vez más intenso.
Era uno de esos hombres que se enfadan de forma gradual, hasta que
al final su enojo era como un volcán en erupción. En esos momentos
convenía no estar cerca de él o intentar apagar su ira.
Cruzamos el claustro de la hospedería,
dejando atrás las mesas y sillas donde eran atendidos los
visitantes del recinto que decidían hacer allí un alto para comer.
En uno de los comedores interiores ya teníamos dispuesta la mesa y
el desayuno: café con leche, tostadas y cereales. También se
encontraban algunos de los huéspedes que estaban pasando allí la
semana. Cintia aún no había bajado.
Durante el desayuno, el Padre Lorenzo no paró
de hablar. Eso sí, lo hacía en voz baja para que no pudieran
escucharnos los huéspedes que, por fortuna, estaban lo
suficientemente distantes como para enterarse de la conversación o,
mejor dicho, del monólogo del director del coro. Mientras yo ya
había terminado de desayunar, el Padre Lorenzo aún estaba untando
la mermelada en una de las tostadas. Sus exagerados gestos hacían
peligrar la blancura del mantel.
—No te olvides de que esta tarde es el
concierto. Hoy Conti va a tener poco trabajo, ya que la conferencia
del Padre Dámaso y el canto de los niños van a restarle demasiado
tiempo.
—En ese caso, no sé si llegaré a tiempo a la
basílica tras la primera clase. Ya de por sí, Conti es más puntual
en el inicio que en el fin de sus clases. Así que, si además tiene
menos tiempo...
—No te preocupes. De todos modos, la Misa es
esta tarde.
—Ya, pero tengo que bajar por la mañana para
terminar los preparativos de la sacristía y ensayar con los
monaguillos.
—Yo aprovecharé para ensayar con los niños.
Este año hemos elegido a Juanma para cantar en el Evangelio de la
Pasión. El chico se lo sabe bien, pero me da miedo que le dé uno de
sus despistes y cometa algún estúpido error.
—No se preocupe. Ese chico puede centrarse
mucho cuando se le da una oportunidad.
—Eso espero. No me gustaría tener que
castigarle otra vez. Aún me debe una buena colección de copias. Por
cierto, recuerda que antes de comer, los niños tienen que ducharse.
Esta tarde el Padre Abad lavará los pies de los más pequeños... y
hay algunos a los que los pies les huelen de lejos y con los
zapatos puestos.
—Después de la clase de canto tenemos
partido...
—Que no griten mucho, no sea que alguno luego
no pueda cantar.
El Padre Lorenzo parecía cada vez más
nervioso. Era algo que le sucedía en ocasiones antes de los
conciertos o de una cita importante del coro. La Semana Santa
estaba plagada de esa clase de citas. El concierto del jueves, la
proclamación de la Pasión que se cantaba el viernes o los numerosos
cantos de la vigilia del sábado suponían, en ocasiones, verdaderos
quebraderos de cabeza para el monje a la hora de organizar los
ensayos.
Como era tradición en la Eucaristía de Jueves
Santo, el Padre Abad rememoraba el gesto de Jesús lavando los pies
a sus discípulos. Todo un sacrificio, según decía el Padre Lorenzo,
quien en una ocasión castigó a uno de los escolanos por
presentarse a la ceremonia con un calcetín agujereado que dejaba a
la vista uno de sus dedos.
A medida que apuraba el cuantioso desayuno
que nos había sido servido, el rostro del Padre Lorenzo iba
recuperando su color. Sin embargo, su impaciencia iba en aumento al
comprobar que entre los huéspedes que acudían al salón no se
encontraba Cintia.
—Te he dejado la película en la sala de
vídeo, para que puedan verla los familiares que lo deseen.
—¿Cuál ha traído?
—Jesús de Nazareth. En mi opinión, es la
mejor y más completa adaptación de la vida de Cristo. También tenía
la de La Pasión, pero creo que resulta demasiado violenta para que
la vean los niños. Si quieres, podemos poner hoy la primera parte,
y mañana la segunda.
Durante los fines de semana, especialmente en
aquellos domingos en los que el tiempo era demasiado frío o
lluvioso, se abría una sala en la que se proyectaba una o varias
películas sobre una pared que hacía de pantalla. Al llegar la
Semana Santa, las películas de humor, aventuras o acción se dejaban
de lado para dar paso a otras más acordes con las celebraciones de
Jueves y Viernes Santo.
Le pregunté al Padre Lorenzo si, por
casualidad, no habría encontrado, entre los numerosos dvd's
dispersos en el armario de la sala, alguna película de terror.
Estaba convencido de que, de quedar alguna, Jorge trataría de
convencer al Padre Lucas para que les permitiera verla.
—El año pasado estuve haciendo limpieza. Me
llevé varias que, por su contenido, no resultaban muy adecuadas
para los críos. Si quieren ver películas sangrientas o de terror y
sus padres se lo permiten, que las vean en casa.
—Estoy de acuerdo. Entonces, ¿no hay ninguna
que no sea apta para ellos?
—No. Regalé unas y directamente tiré
otras.
—Bien —respiré aliviado—. En ese caso, le
diré a uno de los mayores que esta tarde, nada más acabar la Misa,
se encargue de abrir la sala de vídeo y ponga la película.
—Qué raro —el Padre Lorenzo terminó su taza—.
Cintia siempre es puntual. Me extraña que todavía esté durmiendo. A
no ser que...
—¿Que no haya pasado la noche aquí? —adiviné
sus pensamientos.
—Exacto. Pero aceptó nuestro consejo...
—Tal vez ayer estuvo demasiado tiempo en
compañía de la policía. Quizá se le hizo tarde y prefirió dormir en
su casa.
—Pero eso es un error. ¿Y si volvieran a
entrar en su vivienda? No, no puede ser.
El Padre Lorenzo se levantó
bruscamente.
—¿Adónde va? —pregunté, casi sin
tiempo.
—A preguntar en la recepción. No me puedo
creer que Cintia haya cometido la estupidez de regresar a su casa,
sabiendo el peligro que corre.
Me costó alcanzar al Padre Lorenzo antes de
que llegara a la recepción, donde una de las empleadas de la
hospedería miraba la pantalla del ordenador mientras preparaba la
hoja de alojamiento de un huésped.
—Gloria... —el monje, en su afán por
averiguar lo sucedido, no tuvo reparos en interrumpir la
conversación que la joven mantenía con el recién llegado—. Ayer
reservamos una habitación para Cintia, que iba a pasar aquí unos
días. ¿Sabes si ha pasado aquí la noche?
—No ha venido aún —respondió Gloria—. Pensé
que llegaría esta mañana para dejar sus cosas.
—De acuerdo, gracias —el Padre Lorenzo quedó
decepcionado—. Debemos dar con ella lo antes posible —extrajo su
teléfono y buscó el número de Cintia en la agenda. Tras unos
segundos sin obtener respuesta, desistió de intentarlo una vez
más.
—No podemos hacer nada, hasta que ella se
ponga en contacto con nosotros.
—Pero podíamos hablar con la policía —le
aconsejé— para contarles lo referente a esos manuscritos...
—Mejor no... No hasta que hayamos hablado con
ella. En fin, será mejor que regresemos a la abadía. Creo que ambos
tenemos obligaciones que nos van a mantener un tanto ocupados.
Espero que Cintia nos llame pronto.
—No se preocupe. Seguro que todo va
bien.
Nuestros caminos se separaron al llegar a la
abadía. El Padre Lorenzo tenía que ir a su celda a recoger unas
partituras y yo debía estar en la escolanía lo antes posible para
avisar a los monaguillos de que Fray Juan, que ejercía de maestro
de ceremonias, les esperaba en la sacristía de la basílica.
Los pasillos de la escolanía estaban repletos
de vida: niños en patinete recorriendo el claustro, peonzas que
bailaban trazando giros en círculo... Los sonidos propios del
recreo fueron apagados con el chirriante sonido del timbre. El
Padre Lucas reunió a los escolanos junto a la entrada del aula de
coro, para que cuando el director de música apareciera ya
estuvieran todos en la clase. El Padre Lorenzo no tardaría mucho en
llegar.
Avisé a los monaguillos y bajamos a la
basílica. Fray Juan les esperaba en la puerta de la
sacristía.
—Rápido, rápido... —protestó al ver que los
chicos se demoraban.
Mis obligaciones como sacristán me llevaron
más tiempo del que había imaginado, ya que fueron varios los
visitantes que me preguntaron acerca de los elementos de la
basílica así como los horarios de las celebraciones de Semana
Santa.
Salí de la sacristía tras haber colocado sus
armarios y cajones, algunos de los cuales necesitaban una profunda
limpieza de objetos que ya no se empleaban así como de otros que
necesariamente debían encontrarse mejor localizados por el mayor
uso que se hacía de los mismos.
Entre unas cosas y otras, abandoné la
basílica poco después que los monaguillos. Todo estaba dispuesto
para las ceremonias que conmemorarían el Triduo Pascual. Se me pasó
por la cabeza el ir a la charla del Padre Dámaso en la hospedería,
pero al ver la hora que marcaba el reloj comprendí que no tenía
sentido ir allí. Su puntualidad para comenzar era tan estricta como
la del momento de finalizar sus intervenciones, ya fuera en una
charla o en la homilía de las eucaristías que él presidía.
En la escolanía, los chicos ya se habían
puesto la ropa de deporte para ir a los campos y echar un partido.
La tradición futbolera no atravesaba su mejor momento, pero en
ocasiones lograba juntar un nutrido grupo de escolanos para pasar
parte de la tarde dando patadas al balón. Yo me encargaba de hacer
los equipos, distribuyendo a los chicos de modo que estuvieran
igualados en edades y técnica. Y aunque el estado del campo no se
prestaba a grandes lujos, suponía una grata forma de pasar el
tiempo y para mí era, junto con el frontón, uno de los pocos
instantes de la semana que me permitían hacer algo de
deporte.
El Padre Lorenzo nos había dicho una vez que,
tiempo atrás, cuando él era joven, se organizaban partidos de
fútbol donde monjes y profesores jugaban contra los escolanos. Los
chicos creían que aquello no era más que una leyenda, ya que
ninguno de ellos se imaginaba al Padre Lorenzo dando patadas a un
balón.
Resultó más difícil de lo habitual hacer los
dos equipos. A diferencia de los fines de semana, en los que los
alumnos nuevos se marchaban a casa y algunos de los veteranos
tenían clase de apoyo, en esta ocasión se encontraban en el campo
casi todos los escolanos. Conté unos diecisiete jugadores por
equipo, por lo que el partido fue bastante caótico. Al cabo de una
hora, los más pequeños ya se encontraban cansados, así que les
permití que abandonaran el campo y jugaran aparte, en el
riachuelo.
El partido duró más de lo que había
imaginado. El tiempo invitaba a continuar jugando y los mayores
parecían incansables. Apuraron lo máximo que pudieron, hasta que
toqué el silbato para dar por finalizado el partido, así como el
tiempo de recreo. Al igual que a mí, les esperaban las duchas antes
de comer. Insistí a los escolanos nuevos para que se frotaran bien
los pies con jabón, pues en unas horas el Padre Abad se los lavaría
durante la celebración del Jueves Santo.
Cuando todos se hubieron duchado me llegó el
turno. Entré en mi habitación y reprimí el deseo de tumbarme en la
cama durante unos segundos. El tiempo se paró en el momento en que
las primeras gotas de agua cayeron por mi cabeza. En un descuido,
casi llego tarde a la comida.
A punto de abandonar el comedor, el Padre
Lorenzo me llamó desde la cocina.
—¿Ha podido localizar a Cintia? —pregunté
nada más llegar a él.
Respondió negando con la cabeza.
—He hablado con Octavio, pero él tampoco sabe
dónde puede encontrarse. Dice que ayer la ayudó a recoger algunas
cosas. Hizo un par de maletas y le dijo que venía hacia aquí, pero
desde entonces no ha vuelto a saber nada de ella —el Padre Lorenzo
tenía el rostro desencajado—. Esto es muy raro. He llamado a la
policía. Me han puesto con uno de los inspectores que lleva el caso
del robo... Pero nadie ha sido capaz de decirme dónde se encuentra
Cintia.
—Padre Lorenzo... Usted tiene que descansar
—tenía la mirada apagada, un semblante abatido que debía cambiar lo
antes posible—. No olvide que tiene que dirigir un concierto.
Confíe en el trabajo de la policía y concéntrese en la tarde que
nos espera.
—Tienes razón. Le he dicho a Octavio que si
hay alguna novedad que me llame.
—¿Lo sabe el Padre Dámaso? —pregunté nada más
verle, acercándose desde el fondo del pasillo.
—Sí. Ya se lo he contado.
—Fray Ángelo... —el Padre Dámaso extendió la
mano hacia mí. Tenía un sobre—. Me lo ha entregado esta mañana Jean
Marie. Me ha dicho que era la carta que estabas esperando por parte
de la hermana Teresa, que ya sabes de qué se trata.
Me quedé sin respuesta. No conocía a ninguna
hermana Teresa que pudiera enviarme una carta. Cogí el sobre que,
efectivamente, venía a mi nombre. El remitente hacía referencia al
nombre de un convento, en una dirección de algún lugar de Francia
que no pude leer bien, dada la complicada caligrafía empleada.
Tratándose del francés, me esperaba cualquier cosa menos lo que
decía que era, así que decidí guardarla en un bolsillo de mi hábito
para leer su contenido posteriormente, ya en privado.
—Si me disculpáis —el Padre Dámaso no dio
mayor importancia a la misiva del francés—, debo ir al encuentro de
unos huéspedes que reclaman mi atención.
—Sí, yo también tengo que irme —el Padre
Lorenzo me miró y en sus ojos leí que se disponía a cumplir mi
recomendación. Necesitaba descansar y disponía de algún tiempo
antes del comienzo de la Eucaristía.
Aproveché la ausencia de ambos monjes para
poder estar a solas durante un momento y así abrir la enigmática
carta de Jean Marie. Estaba convencido de que tenía que ver algo
con la extraña desaparición de Cintia. Tal vez la carta era de la
joven, explicando los motivos de su repentina ausencia. Pero, ¿por
qué a través de Jean Marie? Si algo tenía claro era que aquel
extraño individuo captaba cualquier detalle que a otra persona le
pudiera pasar por alto. Tenía en su mirada una expresión de estar
siempre alerta, observando cuanto sucedía a su alrededor. Tal vez
por eso a Nicanor le ponía tan nervioso. Quizá el profesor se
sintiera, de algún modo, vigilado por Jean Marie.
Sin tiempo para más cavilaciones, regresé a
la escolanía. Los niños tenían clase de música con uno de los
profesores que ayudaban al Padre Lorenzo, así que dispondría de la
tranquilidad necesaria para poder leer la carta en la soledad
de mi habitación.
Abrí el sobre. Sentía mis manos temblorosas,
en un estado de nervios y ansiedad que me obligó a sentarme junto
al escritorio para poder calmar el cosquilleo que atenazaba mis
piernas. Extraje un papel que, doblado a la mitad, contenía un
escueto texto, escrito con letras irregulares inclinadas hacia la
derecha. El autor no se había tomado muchas molestias en la
claridad de su caligrafía. Más bien al contrario, parecía como si
hubiera trazado cada línea preso de algún pánico o premura
que lo hubiera incitado a una precipitada escritura. A pesar de
ello, no había lugar a dudas acerca del contenido, que decía
así:
«Estimado
Ángelo,
Necesito encontrarme a
solas contigo antes de que caiga la noche. Llama al número que
aparece más abajo y uno de mis hombres pasará a recogerte. No
avises a la policía.
Cintia se encuentra
bien».
La confusión se adueñó de mí. Cintia,
secuestrada por el hombre con quien habíamos compartido mesa en el
refectorio; el mismo que, en amena conversación en el cementerio,
me había parecido una persona agradable y tranquila.
Una de las primeras ideas que acudieron a mi
mente fue avisar al Padre Lorenzo, pero una segunda lectura de la
carta me incitó a guardar silencio, al menos por el momento. Jean
Marie quería verme, a solas. No debía mencionar nada de aquello
hasta que hubiera llamado al número que aparecía reflejado en la
parte inferior del papel. No entendía por qué el francés quería
verme a mí, el que menos tenía que ver con cualquier asunto
relacionado con Cintia o su manuscrito.
Los pensamientos se amontonaban en mi mente
mientras iba de lado a lado del dormitorio común de los niños. Por
más que lo intentaba, no lograba encontrar una explicación lógica a
cuanto estaba sucediendo. Me sentía bloqueado, incapaz de llevar a
cabo alguna iniciativa que pudiera mejorar la situación. No tenía
alternativas posibles, a excepción de llamar a aquel número y
seguir las instrucciones del francés.
Miré el número una y otra vez, hasta
aprendérmelo de memoria. Por un lado, me sentía tentado de llamar y
acceder a la petición de Jean Marie. «Uno de
mis hombres», decía la carta. Tal vez el francés fuera el
autor del robo en la casa de Cintia, ayudado por aquellos a quienes
definía como sus hombres. Recordé la experiencia que me había
contado Jean Marie, su encuentro con los espíritus malignos de
Stull. Una vez más, el diablo parecía constituir el nexo de unión
entre unos sucesos tan fuera de lo común y de la lógica. Adrián y
su posesión, los manuscritos y el 666, Jean Marie y Stull; una
diversidad de enigmas que podrían compartir un mismo secreto
diabólico o tal vez no ser más que meras casualidades de un azar
caprichoso.
Descolgué el teléfono de mi habitación. A
punto de marcar el número del Padre Lorenzo, recordé la expresión
de su rostro unos momentos antes. El contenido de la carta, lejos
de apaciguar su ánimo, haría crecer en él un temor a lo que pudiera
acontecer en las próximas horas. La celebración de los Sagrados
Oficios de Jueves Santo, el concierto... El Padre Lorenzo debía
recuperar la calma para poder infundir a los niños la tranquilidad
necesaria durante su actuación. Me prometí a mí mismo informarle en
cuanto tuviera una mayor certeza de que Cintia no corría peligro.
Para ello, debería marcar lo antes posible el número indicado por
Jean Marie. Desgraciadamente, la proximidad de la ceremonia en la
basílica me impedía ausentarme del monasterio. En apenas una hora
tendría que ir a la sacristía y disponer los últimos preparativos
para el comienzo de la Eucaristía. A lo largo de la misma, debía
estar presente en las proximidades de la capilla para cumplir mis
funciones como sacristán.
«Antes de que caiga la
noche», aparecía reflejado en la carta. El concierto de la
escolanía sería a las siete, por lo que nada más terminar la Misa,
una vez cerradas las puertas de la sacristía, sería el momento
apropiado para coger el teléfono y descubrir los designios de Jean
Marie. Durante el concierto, ninguno de los otros monjes me echaría
en falta. Podría salir del monasterio para descubrir si en realidad
existía una relación en los acontecimientos que no podía alejar de
mi mente.
La precipitada entrada de los escolanos al
dormitorio interrumpió mis pensamientos. Antes de bajar a la
basílica, los niños tenían que coger las cogullas que vestirían en
la celebración. Guardaban aquellas túnicas blancas en las taquillas
situadas junto a la habitación, con el resto de la ropa que era
cuidadosamente colocada por sus padres cada tarde de domingo.
En ese momento, recordé que aún me faltaban
algunas túnicas por llevar a la sacristía de la basílica. Se
trataba de varias albas pertenecientes a monjes que, por su
avanzada edad, no solían bajar a la basílica en las celebraciones
diarias. Sus vestiduras estaban guardadas en un armario de la
sacristía del monasterio.
A mi paso por el claustro, me crucé con el
Padre Ezequiel y algunos de los huéspedes, a quienes estaba
enseñando con gran interés la colección de plantas que, repartidas
por el recorrido de la galería, ornamentaban parte de la clausura
del monasterio. Entre los huéspedes se encontraba Nicanor, que
saludó inclinando levemente la cabeza. Al verle, la imagen de Jean
Marie acudió de nuevo a mi mente, así como la desconfianza que el
profesor sentía hacia él, como si de algún modo hubiera presentido
un esbozo de los planes del francés. El silencio que había de
reinar en el claustro era interrumpido momentáneamente por las
interminables explicaciones del Padre Ezequiel, que se detenía
frente a cada maceta para presentársela a los invitados como si de
una persona se tratara. El monje jardinero conocía cada nombre de
las incontables plantas que él mismo había ido cuidando, tanto
dentro del claustro como fuera en el jardín del cementerio.
La basílica veía llegar a los primeros fieles
que asistirían a la celebración. Ocupaban sus asientos, cerca de
los turistas que, con inquieta mirada, transitaban la nave central
mientras contemplaban extasiados las imágenes de los cuatro
arcángeles y el mosaico de la cúpula. Ya en el coro, uno de los
escolanos ensayaba el canto del salmo junto al organista. Cerca del
altar, Fray Juan repartía unas últimas instrucciones entre los
monaguillos. El Padre Dámaso se dirigía a los confesionarios, donde
pasaría la mayor parte de la celebración para atender a más fieles
de lo acostumbrado en las festividades dominicales.
A punto de comenzar la celebración del Triduo
Pascual, el zenit del misterio de la Salvación, sentía un vacío en
mi interior que me impedía vivir aquel momento con el fervor y la
dedicación de anteriores ocasiones. Ya antes de empezar la
ceremonia tenía la certeza de que no podría concentrar mi atención,
al igual que me había sucedido en los últimos días. En esta
ocasión, el recuerdo de Adrián era sustituido por el de unas líneas
escritas con trazo irregular que, como el incesante goteo de un
reloj de arena, me recordaban que el tiempo se agotaba.
Niños y monjes salieron en procesión desde la
capilla, entonando el «Nos autem»,
introito con el que se iniciaba la Misa vespertina de la Cena del
Señor. Las voces resonaban en la cúpula y se expandían al resto de
una basílica en la que se adivinaban pocos huecos vacíos entre sus
bancos. Cerrando la procesión, el Padre Abad caminaba pausadamente
junto al maestro de ceremonias.
Seguí la Eucaristía desde uno de los bancos
cercanos a la sacristía. Reuní la concentración suficiente para
escuchar la proclamación de las lecturas y el salmo, que uno de los
escolanos de segundo año entonó de forma magistral. A juzgar por el
apaciguado semblante de Fray Juan, toda la ceremonia transcurría
con la prevista normalidad. El maestro de ceremonias era el monje
que más nervioso se mostraba cuando sucedía algo inesperado. Sus
movimientos de cabeza y sus gestos con las manos constituían el
principal indicador de que algo iba mal. Incluso durante el
simbólico rito en el que el Padre Abad lavó los pies a los alumnos
nuevos, el rostro de Fray Juan permaneció imperturbable.
Nada más finalizar la celebración, me
apresuré a dejar todo en orden, recogiendo los ornamentos y
vestiduras que permanecerían convenientemente guardados. La
sacristía quedó vacía. Monjes y niños se dirigieron al centro de la
basílica, donde tendría lugar el concierto.
Aproveché aquel momento de idas y venidas por
parte de escolanos y visitantes para dejar la sacristía cerrada y
dirigirme en solitario al ascensor que me devolvería al edificio
compartido por monasterio y escolanía. A punto de llegar a la
portería, cogí el sobre en cuyo interior se encontraba un número
que ya me sabía de memoria.
Descolgué el teléfono y tranquilicé mis
nervios, respirando pausadamente. Sentí que mi dedo temblaba al
posarse en cada botón, a punto de dar vida a una conversación que
no sabía cómo empezar.
—Diga —la voz tenía un acento extranjero y un
tono grave.
—Soy Fray ángelo. Jean Marie me dijo...
—¿De qué lugar le habló Jean Marie cuando
conversó con usted en el cementerio? —en esta ocasión distinguí el
acento francés de la voz, cuya pregunta me resultó tan inesperada
que tardé en responder.
—Stull.
—De acuerdo, Fray Ángelo. En diez minutos me
pasaré por la cochera del monasterio para recogerle. Como le ha
dicho Jean Marie, acuda solo.
El desconocido dio por finalizada la
conversación, dando paso a diez minutos que me resultaron toda una
eternidad.
Me aseguré de que estaba sólo en los
alrededores de la cochera. Algunos de los monjes tenían la
costumbre de pasear por los alrededores, por lo que escudriñé cada
rincón cercano antes de aproximarme.
Habían transcurrido exactamente diez minutos
desde la llamada cuando un BMW gris hizo su aparición. Aparcó a mi
lado y, desde el interior, uno de sus ocupantes abrió la puerta
trasera de la izquierda.
—Suba, por favor —dijo el único ocupante de
los asientos traseros.
Accedí, no sin temor al ver el aspecto del
conductor, un hombre corpulento y bien vestido que ocultaba su
mirada tras unas gafas de sol. El otro hombre tenía un aspecto y
traje similar, como si se tratara de un clon del primero. Cerré la
puerta y el coche se puso otra vez en movimiento.
—Cálmese, Fray Ángelo. No tiene nada que
temer —habló el que se encontraba a mi lado, en lo que parecía un
discurso ensayado, a juzgar por la monotonía de su voz—. Jean Marie
nos ha ordenado que vengamos en su busca. Necesita hablar con usted
en un lugar apartado, lejos de cualquier intromisión por parte de
quienes le rodean. Nos dirigimos a la localidad de El
Escorial.
—¿Por qué allí?
—No estoy autorizado para responder a ninguna
de sus posibles preguntas, Fray Ángelo. Mi único cometido es
llevarle hasta allí. Así que le voy a pedir que guarde silencio
durante el viaje. Una vez llegados a nuestro destino todas sus
preguntas serán atendidas por Jean Marie.
—De acuerdo —no quise insistir—. Con su
permiso, aprovecharé el trayecto para terminar mis rezos de la
jornada —lentamente, extraje el libro de oraciones que guardaba en
uno de los bolsillos de mi hábito.
—Usted mismo —respondió el enviado de Jean
Marie que se encontraba a mi lado. Tenía un rostro inexpresivo,
carente de emociones: un rostro esculpido en piedra cuyas facciones
permanecían inalterables y una mirada oculta bajo sus gafas de sol.
Resultaba imposible conocer el estado de ánimo de aquel
hombre.
Centré mis ojos en la lectura, consciente de
que el silencio nos acompañaría hasta el final de un viaje que
resultó interminable por una situación tan incómoda como
extraña. A juzgar por aquellos dos individuos con aspecto de
guardaespaldas, Jean Marie no habría tenido ningún problema a la
hora de arrancar la puerta de entrada a la casa de Cintia, si es
que realmente el robo del manuscrito era obra del francés y sus
hombres.
Esperaba que mis silenciosos anfitriones me
llevaran a un lugar recóndito, tal vez una vivienda escondida en
las afueras de la ciudad. Sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula
cuando, por el contrario, el vehículo se detuvo en una de las
calles principales del pueblo, junto a una cafetería que parecía
cerrada.
Nada más entrar, vi a Jean Marie sentado
junto a una de las pocas mesas del local. Tenía una extraña sonrisa
reflejada en la cara, irradiando una tranquilidad propia de quien
parece tener todo controlado. Mis acompañantes se detuvieron,
esperando las instrucciones del francés.
—Aquí podremos conversar con calma, lejos de
cualquier mirada desconfiada o huéspedes que puedan acechar en los
alrededores —a un gesto suyo, los otros hombres nos dejaron a
solas, a excepción del camarero que aún estaba al otro lado de la
barra.
—¿Dónde está Cintia?
—No te preocupes —dijo con una sonrisa—.
Cintia está bien. Perdona si mi carta te ha dado motivos para un
malentendido, pero he tenido que marcharme de la abadía de un modo
un tanto imprevisto. No podía correr el riesgo de dar más detalles
que pudieran ser leídos por otra persona. Incluso tuve que poner
como remitente otro nombre para asegurarme de que la
confidencialidad de la carta era preservada. Imaginé que ninguno de
los otros monjes trataría de leer las palabras de la hermana
Teresa.
—Pero entonces, ¿qué ha sucedido con Cintia y
los manuscritos?
—¿Los manuscritos? —Jean Marie se percató de
mi desliz—. Cintia únicamente poseía uno, pero supongo que tú, y
quién sabe qué otros monjes, conocéis la existencia de otros textos
que completarían el que ha sido robado.
—¿Los robaste? —pregunté precipitadamente,
llevado por el enfado ante el tono de las palabras del francés.
Tenía ante mí la versión arrogante de Jean Marie que tanto odiaba
el profesor Nicanor.
—¿Yo? —el francés se echó a reír.
—Aquí tienen —el camarero dejó dos tazas de
café sobre la mesa que el francés y yo compartíamos. Sin decir una
palabra más, abandonó el local por una puerta interior.
—Perdona que no te haya preguntado si
deseabas otra cosa, Fray Ángelo. Pero me corría bastante prisa que
nos quedáramos solos, tú y yo, para conversar tranquilamente acerca
de lo que está ocurriendo. Y no me refiero únicamente al robo en la
casa de Cintia, sino a otro suceso de distinta naturaleza que, al
parecer, ha tenido lugar cerca de allí.
—¿Has estado vigilándome? —pregunté al saber
que se refería a la casa de Adrián.
—No me quedaba más remedio. Incluso he tenido
que abandonar la abadía antes de lo previsto, con la sensación de
que era yo a quien vigilaban. Por eso te he hecho venir aquí, para
poder hablar a solas contigo. Y te voy a pedir que, al igual que yo
seré sincero, tú también confíes y me digas la verdad.
—Pues entonces será mejor que empieces por
darme una explicación de lo que está pasando, porque desde que leí
esa carta he creído que tú eras el autor del robo, así como del
secuestro de Cintia.
—No hay ningún secuestro. Cintia únicamente
se ha ido fuera de la localidad, a casa de unos familiares. Hablé
con ella y, afortunadamente siguió mi consejo. Se ha marchado sin
avisar a nadie porque en estos momentos le va a resultar difícil
poder confiar en alguien o regresar a su casa sabiendo que aún
corre peligro. Fray Ángelo —dio un sorbo a su taza de café—, has
reconocido que sabes algo más acerca de esos manuscritos. ¿Hasta
qué punto? Cuéntame, por favor.
—No te diré nada si antes no me das una
muestra de que puedo confiar en ti.
—Me temo que va a resultar difícil, porque no
puedo darte tal muestra. Lo que sí puedo decirte es que, en nuestra
conversación en el cementerio, no fui del todo sincero.
—¿Te refiere a tu experiencia en Stull?
—No. Eso es cierto. De hecho, fue uno de los
motivos por los que ahora me encuentro aquí. Pero antes de
aclararlo, tengo que confesarte que te mentí en lo referente a mis
estudios. No hice ninguna carrera relacionada con la economía. Mis
estudios se centraron en la criminología.
—¿Eres policía?
—No. De serlo, mi placa podría ser la prueba
que necesitas para confiar en mí. Digamos que, soy investigador. En
Francia, colaboro con la gendarmería en ciertos asuntos en los que
se desarrolla más mi campo de conocimiento y mi ámbito de
actuación.
—¿Por qué has acudido a mí, y no a la policía
o la guardia civil que vigila el recinto?
—Como te he dicho, no puedo confiar en nadie
de cuantos han estado estos días merodeando por el monasterio o sus
alrededores. Ni siquiera confío en los que llevan más tiempo
trabajando allí, ya sean guardias civiles o maestros de la
escolanía. Incluso no estoy del todo convencido de poder confiar en
ti.
—Si quieres, me voy —le dije en un tono
calmado, arrancando una sonrisa del francés, cuya expresión
denotaba una inquebrantable seguridad en sí mismo.
—No. Quédate, por favor. O no podremos
arrojar algo de luz sobre todo este asunto. Mis hombres han estado
siguiendo tus pasos... Sí, hemos vigilado tus entradas y salidas,
en compañía del Padre Dámaso. Y es verdad que, al principio, al
descubrir que aparcabais vuestro coche en la calle donde vive
Cintia, me he visto tentado a involucraros en el robo. Mis hombres
me han informado de la dirección a la que habéis acudido. Allí solo
vive una familia que, al parecer, nunca ha dado problemas a
nadie.
—Exacto —pensé que Jean Marie no tendría
conocimiento acerca de la verdadera situación de Adrián y su
familia.
—Bien. Por eso mismo me he decidido a hablar
contigo, puesto que aún no hemos avanzado demasiado en este caso y
se nos plantean muchos, quizá demasiados, interrogantes para los
cuales no tenemos una respuesta.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —no pude
contener mi curiosidad—. ¿Por qué estáis tú y la policía francesa
metidos en este caso? ¿No debería ser un asunto de la policía
española?
Jean Marie suspiró, mirando hacia arriba,
como si buscara en su mente la manera de establecer un punto de
partida al caso.
—Ahora te lo explico. No obstante, primero
tengo que pedirte que me hables del manuscrito. Por favor, dime
todo cuanto sepas, cuanto hayas visto o escuchado acerca de ese
canto incompleto. No escatimes en detalles. Me encantan los
detalles, a menudo suponen la diferencia entre el éxito y el
fracaso en una operación.
—Bueno... Lo primero que habría que decir, es
que no se trata de uno, sino de hasta un mínimo de tres, los
manuscritos que dan forma a ese canto.
—Lo sé. Por eso envié a Cintia lejos de su
casa. Tenemos conocimiento de la existencia de dos, y no podíamos
correr el riesgo de que la vivienda fuera de nuevo visitada, con su
propietaria en el interior. Tampoco podríamos mantener una estrecha
vigilancia que alejara a los ladrones si éstos tuvieran la idea de
regresar.
—Cada manuscrito está compuesto por seis
líneas. Cada línea contiene seis palabras, así como seis acentos en
diferentes letras. El Padre Lorenzo fue quien más se detuvo en el
estudio de los dos manuscritos cuyas imágenes nos había
proporcionado Cintia. El Padre Dámaso también tiene conocimiento de
esto. En su opinión, esta estructura puede guardar alguna relación
con... —no estaba muy seguro de continuar explicando aquella
hipótesis.
—El 666 del que habla el Apocalipsis. El
número de la bestia.
—Sí. Pero tal vez no se trate más que de una
casualidad...
—Las casualidades son, a menudo, los detalles
a los que me refería antes. Ciertas casualidades son la clave para
encontrar una solución. Y, sinceramente, no creo que se trate de
una mera casualidad. Pero continúa hablando, quiero saber
más.
—No hay mucho más que decir. Los manuscritos
constituyen la primera y la última parte de ese cántico. Por la
extensión del mismo, podríamos decir que únicamente resta una parte
central. El cántico habla de la muerte de Jesús en la cruz, pero no
sigue ninguno de los esquemas propios del canto gregoriano, por lo
que pensamos que pudiera tratarse de un manuscrito anterior, o tal
vez de una evolución del canto en otro sentido.
—¿Analizasteis la letra o los acentos de esos
manuscritos?
—No. apenas tuvimos una conversación acerca
de los mismos. Cintia nos iba a dar más detalles acerca de todo lo
relacionado con el robo. Esperábamos poder obtener alguna pista
más.
—¿Ni siquiera os dijo el origen, el lugar en
el que halló el manuscrito?
—No. Cintia nos habló de los muchos objetos
valiosos que guardaba su padre; unos, hallados en sus excavaciones
por todo el mundo, y otros comprados en tiendas y mercados de
antigüedades, por lo que resultaba casi imposible conocer el origen
exacto de aquel descubrimiento.
—De acuerdo, Fray Ángelo —Jean Marie se
inclinó hacia adelante y juntó las manos, apoyando en ellas la
barbilla—. Creo que has sido sincero en tu confesión. Así que ahora
me toca a mí exponer una parte de todo cuanto rodea a esos
manuscritos.
—Podrías empezar por contestar a mi anterior
pregunta. ¿A qué se debe la presencia de la policía francesa en
este asunto?
—Porque se trata de un caso que llevamos
siguiendo desde hace bastante tiempo, y que arranca precisamente en
tierras francesas. Pero antes de hablarte del lugar exacto donde
todo comienza, permíteme que te aclare mi experiencia en Stull.
Como bien te dije, mis amigos y yo sentíamos una verdadera
fascinación por los fenómenos sobrenaturales. Cuando a uno le
apasiona la criminología y trata de meterse en la piel de un
asesino, no puede evitar sentirse fuertemente atraído por aquellos
fenómenos que, en principio, carecen de explicación. Pues a menudo,
en muchos casos estudiados no parece estar presente la lógica de lo
explicable. Mi vivencia en Stull fue real. Aquel viaje cambiaría mi
vida, y me ayudaría a centrar una parte de mis estudios, así como
de mi carrera. La policía francesa no me llama en casos de
criminales que pudieran catalogarse como de convencionales.
—¿Eres experto en parasicología?
—Más concretamente, podría decir que mis
estudios se han centrado en la demonología. Me he especializado en
todo lo referente al diablo y las sectas satánicas, sus rituales,
misterios... En fin, el mío es un mundo muy alejado del que vivís
los monjes.
«No tan alejado del mío,
al menos últimamente», me dije. Estuve a punto de hacerle
partícipe de aquel pensamiento, pero creí conveniente, al menos en
un primer momento, obviar todo aquello relacionado con Adrián y su
familia, al menos hasta que pudiera establecer un vínculo con la
búsqueda de los manuscritos.
—Así que... ¿crees que detrás del robo de los
manuscritos puede encontrarse una secta satánica?
—Es una hipótesis, la más valorada en estos
momentos. Como monje, tendrás conocimiento de la existencia de
objetos de gran valor. No me refiero desde el punto de vista
material, sino desde el espiritual. Medallas, reliquias... Existen
instrumentos capaces de concentrar el poder divino: un ejemplo
claro lo tenemos en el agua bendita. Imagina que uno de esos
objetos tuviese el inmenso poder de derrotar al mal, de expulsar de
este mundo al demonio y a todos los espíritus malignos que habitan
entre nosotros...
—Supongo que aquellos que sirven al diablo
tratarían de encontrar ese objeto para destruirlo.
—En efecto. Si algo he podido confirmar estos
días en la abadía es que el canto gregoriano es mucho más que la
unión melódica de unas letras. Para empezar, está escrito en latín,
el idioma empleado por los exorcistas cuando se trata de someter al
demonio que habita en el interior de un cuerpo. Y además, la
melodía está en consonancia con el contenido del cántico, de modo
que ambos se fusionan en lo que podríamos denominar «la plegaria perfecta». Por último, nos encontramos
con un manuscrito en el que se nos recuerda la muerte de Cristo, el
hecho que da sentido a nuestra religión...
—Perdona que discrepe en esta última
interpretación —le interrumpí—, pero creo que el verdadero sentido
del cristianismo no se encuentra en la muerte de Cristo, sino en su
Resurrección. Sin ésta, Cristo no hubiera sido más que un
hombre bondadoso. Sí, un ejemplo para la humanidad, pero preso de
la naturaleza humana. La naturaleza divina de Cristo encuentra uno
de sus principales sentidos en su poder sobre la muerte.
—Está bien —recapacitó Jean Marie—. Pero sin
duda es su muerte la que marca uno de los puntos centrales de la
historia de la Salvación, el momento en el que se manifiesta su
naturaleza humana.
—Podría ser. Pero, según la hipótesis que
acabas de exponerme, ¿no podría darse el caso de que la partitura
hubiera sido robada por un motivo distinto al que movería a los
aliados del diablo? Me refiero a que, tal vez el verdadero objetivo
de su robo fuera preservar este «arma
divina» de aquellos que han ofrecido su alma a
Satanás...
—Es otra opción a considerar... Por el
momento, estamos investigando el entorno próximo a la abadía y a
todos los que de algún modo participan en sus jornadas de estudio
sobre el canto gregoriano. Nos consta que dicho evento no tiene
mucha publicidad, por lo que no resulta sencillo conocer su
existencia.
—Los asistentes de otros años son los
primeros en promoverlo en su entorno.
—Por eso nos hemos fijado de manera especial
en aquellos que acuden por primera vez. No me preocupan los que
llevan años y años asistiendo. Me interesan aquellos que, teniendo
conocimiento del programa previsto para este año, se hayan
interesado por estar lo más cerca posible del manuscrito y su
propietaria.
—Así que, por el momento, ¿no tenéis pruebas
que puedan centrar la atención en alguien en concreto?
—Si lo que buscas es un claro sospechoso
—Jean Marie tornó su expresión más seria aún— lamento comunicarte
que no. No hay pruebas concluyentes que puedan centrar la
investigación en una o varias personas. Estamos tratando de conocer
todo lo posible acerca del entorno de Romero, el padre de Cintia.
Hemos hablado con algunos miembros de su equipo de arqueólogos,
pero ninguno nos ha podido concretar el lugar exacto en el que se
halló el manuscrito, si es que el hallazgo se debe realmente a
Romero, en lugar de haber llegado a él a través de un
intermediario. En cualquier caso, nos encontramos en la pista de un
caso que arranca desde hace mucho tiempo. Permíteme que te lo
explique, dando así respuesta a la pregunta que me has hecho una
segunda vez. ¿Conoces un lugar llamado «Rennes-le-Château»?
—No, no lo conozco.
—Se trata de un pueblo situado al suroeste de
Francia, en la región de Languedoc. Imagina una fortificación en lo
alto de una colina, dominando la comarca, de difícil acceso para
cualquier enemigo que pudiera llamar a sus puertas. Eso debió de
ser Rennes, un lugar habitado desde tiempos ancestrales, elegido
como enclave de numerosos pueblos que, a lo largo de la historia,
han habitado las tierras francesas. Celtas, romanos, godos... Todos
ellos pusieron sus ojos en esta colina que, pese a que ahora
permanece solitaria y casi abandonada en cuanto a población se
refiere, recibe cuantiosas visitas de turistas ávidos de adentrarse
en el enigma que se esconde en su interior.
Jean Marie dio otro sorbo a su taza de café,
como si quisiera dar paso a una pausa en su relato para observar mi
reacción ante aquellas últimas palabras.
—En realidad —prosiguió mientras se echaba la
mano al bolsillo para extraer unos papeles—, son varios los enigmas
que, de algún modo, se relacionan con esta pequeña población.
»Tras la destrucción del Templo de Jerusalén,
en el año 70, su tesoro fue llevado a Roma, donde permaneció
durante tres siglos hasta su saqueo, por parte de Alarico. Dos años
después, los visigodos desembarcaron en las costas meridionales de
las Galias, y se establecieron en la región de Rennes. Aquí nace la
leyenda que sitúa en esta región tesoros como el Arca de la Alianza
o las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés.
—Son muchos los lugares donde se sitúan esos
tesoros, así como otros. Creo que, sólo en España, existen tres o
cuatro posibles enclaves del Santo Grial.
—Tal vez no se trate más que del deseo de
muchos, el de poder mantener viva la esperanza de encontrar uno de
esos objetos sagrados. En este sentido, los nazis sentían una
especial devoción por la búsqueda de artefactos que, en su opinión,
les daría el poder para alzarse con la victoria en su afán de
conquista. Pero eso es otro tema del que podríamos estar hablando
horas y horas.
Jean Marie desdobló las hojas que guardaba en
su bolsillo. Eran imágenes de los manuscritos en las que podían
verse con claridad cada una de las letras, trazos y símbolos que
los dotaban de vida.
—En el siglo VI, los merovingios extendieron
su dominio sobre los visigodos. En Rennes, el matrimonio entre
Dagoberto II con la princesa visigoda Gizelle fue el origen de
nuevas leyendas acerca de las riquezas escondidas en la región;
leyendas que encuentran su realidad gracias a los numerosos
hallazgos arqueológicos: joyas y otras riquezas con las que los
reyes merovingios eran enterrados; nuevos tesoros con los que
alimentar las leyendas de Rennes.
»Precisamente, otra de esas leyendas ubica el
Santo Grial en esta región, que también acogió la presencia judía
durante los primeros años del cristianismo. Esta teoría, leyenda, o
como prefieras denominarlo, supone un punto de desencuentro con la
Iglesia, puesto que menciona, no sólo la presencia del Santo Grial,
sino la de José de Arimatea y María Magdalena, en un relato que
sitúa en esta región la dinastía de Jesús.
—¿No pensarás que...?
—En realidad no es mi intención establecer un
debate acerca de un tema que, pese a estar muy presente en los
enigmas de Rennes, creo que resulta intrascendente en el asunto de
los manuscritos. Simplemente, lo que me interesa es ponerte en
situación, darte a conocer el origen de las investigaciones
referentes a este caso. Y el pueblo del que te estoy hablando es el
punto de partida.
—Aunque supongo que estos manuscritos no
tienen nada que ver con las leyendas que acabas de
mencionar...
—No. más bien están relacionados con otras
leyendas más recientes: del siglo XX. Imagino que, si no conoces
Rennes, tampoco habrás oído hablar de François Berenger Saunière,
¿verdad?
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Bien. Pues escúchame con atención, porque él
es el más que probable origen de estos manuscritos.
—Espera un momento, ¿no has hablado con
alguien más acerca de todo esto?
No pude ocultar mi decepción por no contar,
en aquel momento, con la presencia del Padre Lorenzo. Seguramente
él podría aportar algo más de luz a cualquier relato relacionado
con los manuscritos. Yo poco podría hacer, además de escuchar todo
cuanto Jean Marie quisiera compartir conmigo.
—Si te refieres a alguien ajeno a la
investigación, creo que tú eres la primera persona con la que me
gustaría poner en común algunos puntos que podrían ser
importantes.
—¿Y con Cintia?
—He preferido no involucrarla más de lo que
ya está. En estos momentos le conviene estar distante. Quién sabe
si el responsable del robo necesita una mayor colaboración por
parte de la joven en cuanto a las actividades de su padre u otros
hallazgos que puedan estar vinculados a éstos. No, Cintia ha
quedado fuera de la partida, y tú debes ocupar el lugar que
habíamos previsto para ella.
—¿Por qué yo? —cada vez entendía menos las
intenciones de Jean Marie.
—Fray Ángelo, tú eres nuestro enlace con todo
cuanto tiene lugar en el monasterio y la hospedería, focos de
atención en este momento de cara a buscar uno o varios sospechosos.
En lo concerniente al manuscrito, puedes ponerse en contacto con el
monje capaz de aportarnos mayor información sobre todo lo
relacionado con el canto gregoriano...
—El Padre Lorenzo...
—Exacto. Y por último, respecto a las teorías
que estamos manejando, los conocimientos del Padre Dámaso también
nos pueden resultar de gran utilidad. Tú eres uno de sus
confidentes, por lo que hemos podido comprobar estos días.
—¿A qué conocimientos te refieres?
—A los que él y yo tenemos en común: la
demonología. No descartamos el protagonismo de miembros de alguna
secta satánica en el robo de los manuscritos, por lo que tal vez
necesitemos la colaboración del Padre Dámaso.
—Entonces, ¿puedo compartir con ellos todo lo
que estamos hablando?
Jean Marie suspiró, enmudeciendo durante unos
segundos. Se había tomado muchas molestias en mantener en todo
momento su anonimato, así como en el carácter confidencial de
nuestra conversación.
—Para que veas la confianza que he depositado
en ti, voy a dejarlo a tu criterio. ¿Crees que podrían guardar el
más absoluto silencio acerca de todo este asunto? ¿Piensas que
podrían ayudarnos sin ser descubiertos?
—Sí. Confío plenamente en ellos.
—En ese caso, ya tienes la respuesta. En
primer lugar, diles que Cintia está bien. Imagino que su repentina
desaparición les tiene preocupados.
—Sí. Sobre todo al Padre Lorenzo.
—De acuerdo. Una vez aclarado este asunto,
permite que continúe con la parte que relaciona Rennes con nuestro
caso. Estábamos hablando de Saunière, centro del enigma
contemporáneo que sacude la región, proporcionándola cuantiosos
turistas que acuden a introducirse en el misterio escondido en la
cima de la colina.
»Saunière fue, durante años, el párroco de
Rennes. Era un hombre que, más que austero, podríamos definir como
pobre en cuanto a sus posesiones, así como en su estilo de vida y
su alimentación. Cuando llegó al pueblo, se encontró con una
iglesia casi en ruinas. La parroquia, consagrada a María Magdalena,
había sido restaurada por última vez allá por el siglo XV. Al
parecer, el cura pudo reunir una suma de dinero procedente de
donaciones y otros fondos que su predecesor había guardado para el
mantenimiento de la iglesia. De este modo, comenzó por restaurar el
altar mayor: un bloque de piedra apoyado en uno de sus extremos
sobre una antigua columna de piedra tallada, perteneciente a la
época visigoda. Al levantar el bloque, descubrió que la columna
estaba hueca, y no vacía, precisamente. Según afirmaron algunos
testigos del descubrimiento, obreros que colaboraban en la
restauración, en el interior de la columna había tres tubos de
madera, sellados con cera, que contenían varios pergaminos
manuscritos.
Jean Marie esbozó una sonrisa al pronunciar
aquellas últimas palabras, consciente del creciente interés que
estaba suscitando en mí su historia. No era para menos, ya que me
sentía a punto de descubrir el origen que podría explicar parte de
nuestro particular enigma.
—¿Se trataba de los manuscritos que estamos
investigando? —no pude contenerme tras el silencio dejado por sus
palabras.
—No. Al menos en el caso de cuatro de ellos.
Nos han llegado algunas copias de los mismos. A primera vista de
los dos primeros, se trata de pasajes evangélicos escritos en
latín. Uno narra la visita de Jesús a Lázaro, Marta y María, en
Betania, que recoge el evangelista San Juan. El otro pergamino
habla del relato de los discípulos de Jesús, recogiendo espigas de
trigo, en sábado... Imagino que conoces bien el pasaje del Nuevo
Testamento. Como te he dicho, eso es su contenido, a primera vista.
No obstante, un estudio más pormenorizado de los pergaminos revela
otra serie de rasgos más interesantes desde el punto de vista
criptográfico: señales como letras añadidas, monogramas, puntos o
acentos... que podrían dar a entender un mensaje oculto. Respecto a
los otros dos, su contenido está relacionado con genealogías
pertenecientes a la dinastía merovingia, lo que ha supuesto una
fuente de teorías para aquellos que ven en los merovingios a los
descendientes de Jesús.
»De estos manuscritos se conservan copias
que, actualmente, pueden verse en el museo de Rennes. Los
pergaminos originales fueron llevados por Saunière a su obispo, en
Carcassonne. Allí obtuvo permiso para ir a París, donde conoció a
Émile Hoffet, quien posteriormente sería reconocido como una gran
autoridad en el estudio de manuscritos antiguos y sociedades
secretas. Durante su estancia en París, unas tres semanas, Saunière
compró reproducciones de tres cuadros que, entre sí, no guardan
ninguna relación. De los tres, hay uno de especial interés, una
obra del pintor Nicolas Poussin: «Pastores de
Arcadia». Este cuadro ha sido objeto de incontables estudios y
forma parte de las más conocidas teorías acerca de la muerte y
posterior descendencia de Jesús con la que se ha relacionado a los
templarios, así como varias sociedades secretas presentes en
nuestros días. A modo de curiosidad, si quieres te hablo del
cuadro, aunque no tenga nada que ver con los manuscritos.
—De acuerdo —sentí curiosidad por todo lo
que, de alguna forma, pudiera estar relacionado con el origen de
nuestro encuentro.
Llegados a ese punto de la conversación,
tenía claro que el francés necesitaba, de algún modo, desahogarse.
Debía de llevar demasiado tiempo guardando absoluto silencio en
torno a la investigación. Y una vez desvelada su identidad, imaginé
que no tendría reparos en contarme todo aquello que pudiera estar
relacionado con el caso, o que sin estarlo, pudiera adornar su
relato.
—Bien —Jean Marie sonrió, satisfecho—. No
obstante, si tienes prisa, puedo ir directamente a lo que más nos
interesa.
—No te preocupes —ya me había perdido el
concierto de los escolanos, así que no me importaba regresar al
monasterio un poco más tarde—. No tengo ninguna prisa, hasta la
hora de la cena.
—La escena de la pintura es la siguiente:
varios pastores congregados en torno a una tumba, observados por
una enigmática mujer. En la tumba, una inscripción lateral muestra
la leyenda «Et in Arcadia ego».
Jean Marie hizo un gesto, incitándome a
pronunciar la traducción del texto, que él ya conocía.
—Y en la Arcadia yo.
—Lo más curioso de esa pintura, es que hay
testimonios que sitúan la escena que representa en un lugar cercano
a Rennes. Allí se encontraba una tumba de origen desconocido,
rodeada de una vegetación similar a la que aparece en la pintura.
Por desgracia, sólo nos queda el testimonio de su existencia,
puesto que la tumba fue destruida. Respecto a la inscripción,
muchas teorías la relacionan, más que con la muerte de Cristo, con
su tumba. La Arcadia como signo mitológico de la inmortalidad de
los dioses, y una tumba como signo de la muerte, podrían contener
el mensaje de que incluso la muerte habita en la morada de lo
inmortal. Otros ven en la inscripción un anagrama cuyo mensaje
estaría en latín y significaría «Aquí está la
tumba de Dios». A pesar de toda la literatura que esta pintura
ha dado de sí, en nuestro caso no sería más que otro elemento de
los que, como descubrirás a continuación, forman parte del drástico
cambio manifestado en Saunière tras su hallazgo inicial. El
sacerdote acumuló una extraordinaria fortuna cuyo origen se
desconoce, riquezas que le permitieron llevar a cabo toda una
reforma no sólo en la iglesia, sino también en sus
alrededores.
—Una fortuna que debe de estar relacionada
con ese primer hallazgo, ¿no?
—Sí. Sin duda debía de haber algo más en esos
tubos de madera, pergaminos cuyo contenido no ha sido revelado,
pero que seguramente resultarían de gran valor.
—¿Qué hizo Sauniére con todas esas
riquezas?
—Acrecentar el carácter enigmático de aquella
colina y todo cuanto la rodeaba. Llevó a cabo sus primeras
actuaciones en el interior de la iglesia, dotándola de elementos
marcadamente simbólicos, como si el sacerdote se hubiera empeñado
en dejar allí un mensaje oculto. Decoraciones extravagantes,
grotescas imágenes… Todas ellas parecían constituir parte de un
único todo, un secreto que el sacerdote se llevó a la tumba. Uno de
estos elementos es un tablero de ajedrez, de sesenta y cuatro
cuadrados, orientado hacia los cuatro puntos cardinales. En
realidad, éste es el elemento más normal de cuantos introdujo, pues
también colocó todo un vía crucis cuyas
lápidas, de un tamaño desproporcionado en relación a la dimensión
de la iglesia, muestran en sus escenas detalles nada habituales en
este tipo de representaciones, símbolos que hacen recordar las
obras de enigmáticos personajes como Leonardo Da Vinci. Otra
curiosidad es que las imágenes más importantes de la iglesia están
mirando hacia el suelo. Las estatuas de San José y de La Virgen
situadas a los lados del altar, y con la presencia del niño Jesús
en ambas, han supuesto nuevas interpretaciones acerca de la
existencia de un hijo de Jesús. Y en lo que se refiere a estatuas,
la más enigmática de todas es la figura del demonio Asmodeo situada
a la entrada, bajo la pila que contiene el agua bendita.
—¿Tú tienes alguna interpretación de todos
esos signos?
—No. Pero, por si fueran pocos, el sacerdote
quiso dotar de mayor oscurantismo a su obra añadiendo una
inscripción al dintel de la puerta: «Terribilis est locus iste».
—Este lugar es terrible... Sin duda, un buen
modo de atraer la atención de todos aquellos que quisieran
encontrar algún tesoro oculto.
—Desde luego. Y a eso debemos añadir que
encargó la edificación de una torre, que denominó Torre Magdala,
así como una casa para huéspedes, separada de la iglesia por un
pequeño patio. Por último, también hay que mencionar una
«reforma» del cementerio, donde cambió
varias lápidas de sitio y trató de borrar algunas inscripciones.
Demasiados comportamientos extraños para alguien acostumbrado a una
vida sencilla y austera, ¿no crees?
—Sin duda.
—También se dice que en la reforma realizada
en la iglesia encontró unos medallones, así como restos de huesos.
Como último detalle de este relato, podríamos añadir que su muerte
también oculta algún secreto, pues se dice que un sacerdote
acudió a visitarle en el último momento, ya en su lecho. Tras
permanecer a solas con él salió de la estancia habiéndose negado a
darle la extremaunción.
—Un relato estremecedor. Pero, centrándonos
en lo que a nuestros manuscritos se refiere, ¿hay alguna prueba de
que éstos y Saunière guarden alguna relación?
—Sí, respecto a uno de ellos, que
supuestamente fue comprado a Saunière, a cambio de una gran suma de
dinero. Su nuevo propietario murió de forma repentina poco tiempo
después. El manuscrito fue llevado a un monasterio, donde permaneció durante unos años, escondido
en la biblioteca entre antiguos libros y pergaminos repletos de
ancestrales escritos medievales. Hace apenas unos meses fue robado
y, al igual que sucedió en casa de Cintia, el autor del saqueo no
se tomó la molestia de llevarse nada más. Hay quienes relacionan la
leyenda de Rennes y los actos de Saunière con algún secreto
escondido en las letras de los manuscritos. No se sabe mucho del
hombre que supuestamente se puso en contacto con el sacerdote para
adquirir el, o los pergaminos, si es que tal vez en un primer
momento todos los fragmentos del cántico estuvieron escondidos en
un mismo lugar.
—¿Se han estudiado detenidamente los
manuscritos? —tomé uno de ellos.
—Quédate ambas copias. Supongo que, a falta
del tercero, no podemos dar una interpretación adecuada ni al texto
ni al extraño esquema de representación del mismo. Mis hombres
están haciendo todo lo posible por encontrar al responsable de todo
esto. Estamos vigilando de cerca la actividad de varias personas
que tenemos localizadas como miembros de sociedades secretas
relacionadas con el culto al diablo, muy activas por cierto cuando
se aproximan las fechas de Semana Santa. Por el momento, ninguno de
mis hombres ha sido capaz de establecer una conexión entre estos
grupos y los manuscritos, pero todos ellos permanecen alerta.
—¿Crees que el robo de los manuscritos podría
estar relacionado con algún suceso previsto para esta Semana
Santa?
—Podría ser. Nuestra hipótesis se basa en
que, si bien esos manuscritos podrían contener un poder sagrado
capaz de detener al diablo, algún grupo satánico podría tratar de
hacerse con ellos y profanarlos en una de sus celebraciones de
estos días.
—¿Crees que alguien se arriesgaría de ese
modo a ser capturado por la policía para un mero rito de
profanación? —pregunté, creyendo que aquella hipótesis no resultaba
muy convincente—. ¿Y si no fuera más que un robo por motivaciones
puramente económicas?
—Hay pruebas de que algunos de esos
manuscritos han desaparecido y vuelto a aparecer en extrañas
circunstancias, rodeadas de inexplicables muertes y dantescos
sucesos. Pero toda esa información está guardada en un expediente
que no me está permitido revelar. Por eso mismo vine a este lugar
tan pronto como tuve conocimiento de la aparición de uno de los
textos. Su historia está escrita con sangre y dolor.
Las últimas palabras de Jean Marie me
hicieron temer por Cintia. A pesar de que, según decía el francés,
se encontraba lejos de peligro, tal vez alguien habría seguido sus
pasos.
—Creo que no puedo ayudarte —sentí que poco o
nada podía aportar para esclarecer los hechos.
—En realidad, sí puedes hacer algo. Habla con
el Padre Lorenzo, para que estudie la semiología reflejada en los
manuscritos. Que acuda a quien haga falta para poder esclarecer
parte de su significado. Habla también con el Padre Dámaso.
Pregúntale si en los últimos meses ha tenido lugar algún fenómeno
relacionado con el diablo en los alrededores de la basílica.
—Sí que ha habido un caso —tuve que confesar,
consciente de que mi relato podría suponer una nueva línea de
investigación—. Se trata de un niño, Adrián. Vive en la misma calle
que Cintia.
—¿Te refieres a la familia que tú y el Padre
Dámaso visitásteis?
—Sí. He acompañado al Padre Dámaso en dos
ocasiones, en su visita a Adrián. Se trata de un niño presa de una
posesión. En la primera visita no pudimos detectar nada extraño en
él, pero en la segunda ocasión resultó todo lo contrario. El
espíritu maligno que habitaba en su interior se mostró con una
excesiva facilidad, como si de algún modo nos estuviera
esperando.
—Interesante —Jean Marie extrajo una libreta
y comenzó a tomar notas—. He tenido la fortuna de participar en
casos relacionados con posesiones diabólicas. Muchas de ellas han
resultado estremecedoras experiencias, pero interesantes al fin y
al cabo. Continúa y, recuerda, no olvides los detalles.
—El Padre Dámaso logró que ese demonio nos
dijera su nombre: «Precursor».
Aparte de aquello, reproduje todo cuanto
recordaba acerca del diálogo que el exorcista había mantenido con
aquel demonio. Pedí a Jean Marie que no hablara con nadie acerca de
aquel suceso, puesto que el Padre Dámaso quería mantenerlo en
secreto.
—No tienes nada que temer —el francés
devolvió la libreta al interior de su chaqueta—. Tú guardarás mi
secreto y yo guardaré el tuyo. Como bien has dicho, resulta
inquietante que en la misma calle donde se ha robado un manuscrito
que pudiera contener algún poder contra el diablo, éste se
manifieste de un modo tan notable. Has mencionado que ese demonio
dijo en una ocasión la expresión «verrà».
—Exacto. No hemos podido averiguar qué quería
decir.
—Bien —durante unos segundos, Jean Marie
cerró los ojos y dio forma a una nueva hipótesis—. Imagina que
realmente esos manuscritos tuvieran un poder espiritual que pudiera
alejar la presencia del diablo entre nosotros. Es posible que ese
demonio se refiriera al propio Satanás, que tendría las puertas
abiertas si esos manuscritos fueran de algún modo profanados. Sé
que todo esto puede sonar demasiado exagerado, pero si algo he
aprendido estos últimos años es que los poderes del bien y del mal
se manifiestan más de lo que creemos, y que los objetos sagrados
pueden atraer bienes espirituales, de igual modo que los objetos
malditos pueden acarrear poderosos maleficios.
—Si me lo hubieras dicho la semana pasada,
tal vez pensaría que estás exagerando, pero tras haber visto lo
ocurrido en casa de Adrián... Créeme, comparto la posibilidad de tu
hipótesis aunque, como te he dicho, de primeras me incline más por
un motivo económico.
—Es bueno tener varias hipótesis, mientras
ninguna pueda ser totalmente descartable. La parte más negativa de
mi suposición es que ya nos encontramos en Jueves Santo. Si
efectivamente durante estos días va a realizarse algún ritual
en el que se puedan echar a perder esos manuscritos, no tenemos
mucho tiempo para evitarlo.
Jean Marie volvió a sacar su cuaderno de
notas. Escribió un número y arrancó la hoja.
—Este es mi número de teléfono. Si de aquí en
adelante descubres algún suceso que pueda estar relacionado con
todo esto, no dudes en llamarme. Habla lo que creas conveniente con
tus compañeros para poder avanzar en nuestra investigación. Vigila
de forma especial, en la medida de lo posible, a las personas que
se encuentran hospedadas durante estos días tanto en el monasterio
como en la hospedería externa —se puso en pie y extendió el brazo
para que le estrechara la mano—. Ha sido un placer compartir
contigo lo que llevo sin poder hablar con nadie durante todos estos
días. Hay que permanecer atentos. No dudes en llamar para contarme
cualquier detalle, por nimio que éste te parezca. Ahora, creo que
haré todo lo posible para que la policía efectúe algunas
detenciones entre los sospechosos que estamos siguiendo de cerca.
Tal vez podamos extraer alguna información de aquellos cuya
actividad se desarrolla en un punto más cercano.
Guardé las imágenes de las partituras en mi
hábito y me dispuse a abandonar la cafetería.
—Espera —el francés cogió su móvil—. Me
ocuparé de que mis hombres te lleven de nuevo al monasterio.
En cuestión de segundos, la puerta interior
de la cafetería se abrió, dando paso a los dos corpulentos hombres
que me habían acompañado hasta allí.
—Gracias por tu colaboración, Fray
Ángelo.
Una última mirada al francés me dio a
entender que se encontraba de verdad agradecido por mi confianza. A
pesar de que, tal vez de poco le serviría cuanto yo pudiera
aportar, sentí en la expresión de su rostro un profundo pesar por
no tener muy claro el siguiente paso a dar en la
investigación.
Subí al coche y, con el permiso de los otros
dos hombres, extraje mi libro de oraciones. El viaje de vuelta
resultó tan silencioso como el de ida.
Llegué a la escolanía. El concierto ya había
finalizado, por lo que los niños ya habían regresado de la
basílica. El claustro estaba repleto de padres y madres que
aprovechaban la tarde para estar con sus hijos. Tenía por delante
una hora hasta el momento de llevar a los chicos al comedor, donde
les esperaba la cena. Era tiempo suficiente como para acercarme a
la hospedería, donde tal vez pudiera encontrarme con el Padre
Lorenzo. Debía contarle, en primer lugar, que Cintia se encontraba
bien.
Cuando me aproximaba a la hospedería, a lo
lejos pude ver a Conti y un grupo de alumnos del curso. La tarde
invitaba a estar fuera del edificio y disfrutar de las vistas
exteriores, con una agradable temperatura. Así lo debieron de
pensar quienes, sentados alrededor del invitado principal al curso,
disfrutaban de una improvisaba lección junto a los estanques
situados frente a la entrada. Uno de los asistentes aprovechaba
para dar de comer a la multitud de pececillos que en masa acudían
para disputarse cada migaja de pan que les era servida.
Mientras me acercaba, comprobé que el Padre
Lorenzo era uno de los que estaban a la vera de Conti, escuchando
atentamente cada una de sus explicaciones e interviniendo
activamente en lo que más bien parecía un coloquio. Con mi atención
centrada en aquella escena que cada vez contemplaba más de cerca,
no reparé en la presencia de Nicanor hasta que éste me abordó por
un lado.
—Fray Ángelo, ¿puedo hablar un momento con
usted?
—Por supuesto —disimulé mis verdaderos
sentimientos ante la inoportunidad de su aparición.
—¿Es cierto que la partitura que íbamos a
presenciar el sábado ha sido robada?
—¿Quién le ha dicho eso?
—Bueno, en realidad se lo he oído decir al
Padre Lorenzo en una conversación con el profesor. Yo me encontraba
por allí y, ciertamente, no he podido evitar escucharlo. Eso
explica que la señorita Cintia no haya venido por aquí últimamente.
¿Usted lo sabía?
—Sí. Estaba informado pero, como se desconoce
la autoría del robo así como sus circunstancias me dijeron que
guardara silencio. Y creo que debo pedirle a usted que, por favor,
no mencione nada acerca de esto...
—Por supuesto. No se lo he dicho a nadie.
Únicamente me preguntaba si ustedes, los monjes... Bueno, creía
conveniente que usted lo supiera puesto que, en fin, al igual que
el Padre Lorenzo y el Padre Dámaso, tenía mucho interés en ver esa
joya antigua.
—Sí, me temo que tendremos que clausurar el
curso sin poder contemplar de cerca la partitura.
—Sí, una pena. Personalmente, creo que era un
modo perfecto de finalizar este encuentro. Pero bueno... Por
cierto, ¿sabe si la señorita Cintia se encuentra bien? Creí que
pasaría más tiempo con nosotros pero, en fin, supongo que todo esto
estará resultando complicado para ella.
—Sí, se encuentra bien. Aunque, con lo
sucedido, no ha tenido tiempo para venir.
—Una pena... El primer día del curso hablé
con ella en referencia a unos textos de contenido mitológico que he
recogido en un libro —el profesor me mostró un ejemplar en cuya
portada podía verse a un hombre luchando contra un toro. Imaginé
que representaría la escena de Teseo en el laberinto del
minotauro.
—¿Lo ha escrito usted? —pregunté mientras no
perdía de vista a Conti y, sobre todo, al Padre Lorenzo, a quienes
veía por detrás del profesor Nicanor.
—Sí. Ha sido publicado hace poco tiempo y
quería entregarle un ejemplar a Cintia. Se trata de una selección
de mitos clásicos que pretenden llegar a los chicos con un lenguaje
sencillo y fácil de entender. Están las historias más conocidas de
los dioses y héroes griegos: Hércules, Teseo, Perseo, la guerra de
Troya, Jasón y los Argonautas... Creo que es un buen modo de
iniciar a los chavales en la cultura clásica, ¿no le parece?
—Sí. Desde luego, todo lo que sea incrementar
en los chicos el interés por la lectura es fundamental...
—Exacto. Por eso me gustaría saber si podría
organizar algún día una presentación del libro o charla sobre
mitología, tal vez aquí en uno de los salones de la hospedería, o
quizá en la escolanía, un día en el que se encuentren los
padres...
—Sí, podríamos hablarlo y, con tiempo
suficiente, organizar una presentación.
—Perfecto. La editorial me permite comprar
ejemplares con un generoso descuento, por lo que podría llevarlos
allí. En fin —me enseñó una tarjeta en la que venía la portada del
libro, así como el nombre, apellidos y teléfono del autor—. Tome mi
número de teléfono. Me gustaría poder hablarlo con usted
detenidamente y... Quizá podríamos prepararlo para los últimos días
de curso, antes de que los chicos se vayan a sus casas.
—Está bien.
—Gracias, Fray Ángelo... No quiero
entretenerle más. En realidad, lo que más me interesaba era saber
que Cintia se encuentra bien y no ha sufrido ningún otro percance.
Imagino que estará pasando por momentos difíciles.
—Afortunadamente, se encuentra bien.
—De acuerdo, gracias... Perdone si le he
hecho perder tiempo.
Nicanor continuó su camino, paseando en
dirección al sendero que conducía a la base de la gran cruz. Su
mirada se perdía en un cielo que empezaba a oscurecerse, dejando al
descubierto un infinito manto de estrellas. El profesor caminaba
con las manos en los bolsillos, con aire despreocupado, ausente de
cualquier inquietud. Rara era la ocasión en la que se le pudiera
ver con algún otro participante del curso, como si después de las
clases necesitara regresar a una ansiada soledad.
Al ver que me dirigía hacia él, el Padre
Lorenzo se puso en pie y dejó el grupo para salir a mi
encuentro.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, impaciente. No
te he visto en el concierto, y luego te he buscado por toda la
basílica.
—He estado un tanto... ocupado —no sabía por
dónde empezar a explicarle mi conversación con Jean Marie.
—Me ha llamado Cintia —el Padre Lorenzo tornó
su rostro con una amplia sonrisa—. Se encuentra bien. Me ha hablado
de ese tal Jean Marie. Dice que es un detective o algo así. Vendrá
mañana para hablar con nosotros.
—¿Quién? ¿Cintia?
—Sí.
—Pero Jean Marie le dijo que, por el momento,
no volviera por aquí, que debía permanecer alejada de todo
esto...
—¿Y tú como sabes eso?
—Porque acabo de estar con Jean Marie —le
agarré del brazo para obligarle a caminar en dirección opuesta al
resto de personas que se encontraban dispersas por el patio
frontal—. Eso era precisamente lo que venía a contarle. Por cierto
—señalé con la cabeza a Nicanor, a punto de doblar la esquina—, él
sabe lo del robo.
—¿Nicanor? —pues yo no le he dicho
nada...
—Le escuchó cuando usted lo hablaba con el
profesor Conti.
—Sí, es posible que estuviera un tanto cerca,
en una de las aulas. Conti no paraba de contarme las ganas que
tenía de ver de cerca el manuscrito. Decía que se sentía
entusiasmado por poder estudiarlo detenidamente... Y el sábado es
la clausura del curso... Tenía que decírselo, ¿qué esperabas?
—Sí, pero podía haberlo hecho en
privado.
El Padre Lorenzo tenía fama en el monasterio
de hablar siempre demasiado alto, incluso en los momentos en los
que debía imponerse el silencio. La discreción no era,
precisamente, una de sus virtudes. Y pronto me recordó que
reconocer sus errores tampoco.
—De todos modos, los demás tienen que
saberlo, ¿qué importa que sea un par de días antes? Sería peor que
esperáramos al último momento, a tener el aula repleta de alumnos
deseosos de ver el manuscrito.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie. Solo ese profesor. No sé cómo lo
hace, pero acaba enterándose de todo, se mete en todas las
conversaciones que tienen lugar en el monasterio, en la sala del
café... Me recuerda al pasaje del Evangelio en el que Jesús dijo:
«Donde están dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estaré yo en medio de ellos». A veces pienso que solo
basta pronunciar una palabra en latín o griego para que de repente
aparezca él.
Aquello último me hizo especial gracia. A
pesar de sus numerosos momentos de soledad, Nicanor parecía
omnipresente en cuanto había una conversación entre monjes o
huéspedes. Así lo habían podido comprobar incluso los novicios. En
los momentos de la recreación, el profesor iba de mesa en mesa,
escuchando a unos y otros. Los monjes más ancianos le consideraban
un hombre ávido de conocimientos. Estaba claro que el Padre Lorenzo
no compartía esa opinión.
—Si habla por ahí tanto como escucha, ten por
seguro que esta noche ya todos sabrán que el sábado no van a poder
ver el manuscrito. Así que, en ese sentido, creo que incluso ha
venido bien que nos haya oído...
—Deberíamos reunir esta noche a los alumnos,
al menos a los que están aquí hospedados, y decírselo.
—No te preocupes, ya lo teníamos previsto.
Conti se va a encargar de ello. Pero, cambiando de tema y
aprovechando la llegada del Padre Dámaso —se giró para contemplar
al maestro, que venía directo hacia nosotros—, ¿qué te ha contado
Jean Marie?
Nada más llegar, el Padre Dámaso me hizo la
misma pregunta con la que me había recibido el Padre Lorenzo.
—Ha estado con Jean Marie —se apresuró a
contestar el director musical—. Precisamente ahora íbamos a hablar
sobre ello, ¿verdad Ángelo?
—Entonces, he llegado en el momento más
apropiado —el tono de sus palabras reflejaba cierta decepción por
no haber sido avisado para una conversación que le resultaba de
gran interés.
—Quería hablar de esto con los dos, tal y
como precisé en mi encuentro con Jean Marie. Eso sí, aparte de
nosotros, nadie más debe saberlo —casi de forma inconsciente, mi
mirada se posó en el Padre Lorenzo, que entendió perfectamente
aquel gesto.
—Habla —dijo con humor—. Nicanor está
lejos.
—¿Qué? —el Padre Dámaso frunció el
ceño.
—Hablaremos de ello en la biblioteca de la
hospedería. Así nos aseguramos de que nadie escucha.
La biblioteca era uno de los lugares más
tranquilos de la hospedería. Estaba cerrada al público, por lo que
había muy pocos que conocieran de su existencia y, sobre todo, de
su ubicación. Sentados a una de las mesas, hablamos acerca de mi
encuentro con Jean Marie. Omití los detalles que me había contado
el francés acerca de los misterios de Rennes-le-Chateàu y Saunière,
centrando la conversación en las hipótesis que manejaba el
investigador. El Padre Lorenzo fue el que más impresionado quedó.
Él era un experto en materia musical y en historia del canto
gregoriano, que nada tenía que ver con la especialidad de Jean
Marie. En cambio, el Padre Dámaso compartía con el francés amplios
conocimientos en lo referente al estudio de demonios y ritos
ocultos. El exorcista optó por descartar el motivo puramente
económico como móvil del robo, decantándose más por la hipótesis
expuesta por el francés.
El tiempo se nos echó encima demasiado
pronto, por lo que tuvimos que acordar un nuevo encuentro para
continuar intercambiando opiniones. Sería al día siguiente si, como
había dicho el Padre Lorenzo, Cintia acudía a visitarle a primera
hora de la mañana. Pensé que no era una buena idea por parte de la
joven, aunque comprendía que le resultaría difícil, por no decir
imposible, alejarse y permanecer ajena a cuanto había sucedido o a
las investigaciones que se estaban desarrollando.
Salimos de la biblioteca y, tras llegar a la
abadía, nuestros caminos se separaron. Los otros monjes se
dirigieron a la capilla, mientras yo recorría el claustro del
monasterio para acceder a la escolanía. Era la hora de la cena y
tenía que recoger a los chicos.
Situados en filas, los escolanos recorrieron
el claustro del monasterio, en un silencio que quedó roto nada más
atravesar la puerta que conducía hasta el comedor.
Durante la cena, los recuerdos de mi
conversación con Jean Marie me asaltaban una y otra vez. De forma
especial, aquella última expresión del francés en el momento de la
despedida. Sentía que el tiempo se le estaba agotando. Si de verdad
su hipótesis era cierta, no faltaba mucho para que los ladrones de
los manuscritos llevaran a cabo con ellos algún siniestro ritual.
El francés temía que uno de sus miembros hubiera participado en el
curso. En ese momento, lamenté no haber solicitado al Padre Lorenzo
una copia de la lista de asistentes que pudiéramos ir comprobando.
Él conocía a la mayoría de ellos, mientras que yo apenas había
tenido tiempo de saber los nombres de mis compañeros de clase, con
quienes mantenía una relación casi inexistente. Las prisas por
estar en un lado o en otro, así como los repentinos sucesos que
incluso amenazaban con apartarme de mis obligaciones, me impedían
dar al curso un mayor aprovechamiento. Sin embargo, estaba viviendo
experiencias que dejarían en mí una huella imborrable.
La cena transcurría en un ambiente
excesivamente calmado. Tal vez los escolanos se encontraran
cansados, aunque resultaba extraño que niños como Jorge o Juanma
pudieran llegar a estarlo en alguna ocasión. Sus inquietas mentes
no les daban tregua. En ocasiones casi me resultaban más temibles
cuando se mostraban aparentemente tranquilos. Si se detenían
demasiado tiempo a pensar era para tramar alguna de sus
trastadas.
El Padre Lucas se puso en pie para la acción
de gracias. Los niños imitaron su gesto, aunque el silencio tardó
un tiempo en llegar. El monje responsable de los mayores repartió
una severa mirada entre los que aún no se callaban. Una advertencia
fue suficiente para que se impusiera la calma durante el regreso a
la escolanía para la oración previa al descanso de la noche. Yo me
encargaría de dirigir el rezo, a través de unas breves palabras que
precedían a las últimas plegarias del día.
Recordé a los escolanos el Evangelio
proclamado durante la Eucaristía, la última cena de Jesús con sus
discípulos, en lo que serían sus últimos momentos con quienes
más quería. Ese pasaje me llevó a hablarles de la importancia de la
amistad y el respeto entre ellos, puesto que la escolanía era y
debía ser siempre una gran familia.
La calma continuó, poco después, ya en el
dormitorio común. Exceptuando a un par de niños, no tuve ninguna
dificultad para que se pusieran pronto el pijama y, tras lavarse
los dientes, se fueran a dormir. No faltaban los rostros
tristes y ojos llorosos que en ocasiones podía ver en algunos de
los chicos nada más marcharse sus padres. Sobre todo para los más
pequeños, las noches posteriores a las visitas familiares
transcurrían más lentas de lo habitual. En contraste con sus
compañeros, Jorge aún parecía tener ganas de jugar. Le sorprendí en
el cuarto de baño, moviendo las llaves del agua.
—¿Qué estás haciendo?
—Es que... —una vez más, el niño buscó una
justificación— Alguien había cortado el agua caliente.
—Abre las llaves… y venga, a dormir —yo
también me encontraba cansado, demasiado como para iniciar una
discusión con el crío.
—Jorge —le llamé de nuevo, cuando ya salía—.
Te he dicho que dejes abiertas las llaves... las cuatro.
—Pero si están abiertas...
—Ven —le llevé de nuevo hasta el fondo del
cuarto de baño—. Las llaves del agua caliente —señalé una de las
que tenían en el centro, un punto rojo— se abren hacia la derecha,
mientras que las del agua fría se abren hacia la izquierda. ¿De
acuerdo?
—Sí... De acuerdo.
—Sabes la diferencia entre izquierda y
derecha, ¿verdad?
—Sí —el niño se echó a reír.
—Y ahora, a dormir.
—Pero es que... es muy pronto...
—Sí, y la hora de despertarse también llega
muy pronto. Mañana tenéis dos ensayos con el Padre Lorenzo antes de
los Oficios.
—Yo no... Me toca salir de monaguillo.
—Pues entonces aún peor, tienes ensayo con
Fray Juan. Y ya sabes cómo se pone el maestro de ceremonias cuando
los monaguillos no atienden a sus explicaciones...
—¿Has descubierto si los rosarios estaban
malditos?
En aquel momento, lamenté haber prolongado la
conversación con Jorge. Su pregunta me perseguiría durante muchos
días si no le daba una contestación.
—No, no están malditos. El Padre Lorenzo los
tiene guardados así que ya está todo solucionado.
Evité añadir una última recomendación u orden
referente al lugar en el que los habían encontrado. Estaba
convencido de que una prohibición de abrir de nuevo la trampilla
sería el detonante de que Jorge y sus compañeros hicieran justo lo
contrario. Así que me ahorré hablar más sobre el tema, con la
esperanza de que los juegos de cabañas les hicieran olvidarse de
aquel sitio.
—Vale. Pero, ¿cómo sabe el Padre Loren que
no...?
—¡A dormir! —saqué una pequeña libreta que
guardaba en mi hábito, donde apuntaba a aquellos que se portaban
mal. Para los niños, suponía una «lista de
espera», de cara a cumplir el siguiente castigo que se me
ocurriera.
Jorge supo interpretar lo que significaba la
aparición de aquella libreta con oscura portada. Ninguno quería ser
apuntado en la que algunos denominaban «la
lista negra».
Cuando vi a Jorge meterse en la cama y
cubrirse con las mantas, comprobé aliviado que el silencio se
apoderaba una vez más del dormitorio. Vacié el contenido de los
bolsillos del hábito sobre la mesa de mi habitación. Allí estaban
las dos hojas que me había entregado Jean Marie. Representaban los
dos manuscritos que Cintia nos había mostrado. Empujado por la
curiosidad, quise echarlas un último vistazo antes de dormir.
Las imágenes se veían más nítidas, pero su
contenido era el mismo que ya conocía. Leí las líneas en latín.
Seis líneas, seis palabras por línea, y seis acentos, unos
inclinados hacia la derecha, otros hacia la izquierda, y algunos
perfectamente horizontales. Por un segundo, me acordé de las llaves
de agua del cuarto de baño. Un sonido procedente del dormitorio de
los críos me hizo temer que tal vez Jorge aún no estuviera dormido.
Me asaltó la idea de que pudiera aparecer en mi habitación y
descubrir las partituras. Sería mi condena, en forma de incontables
preguntas que el niño no pararía de hacer hasta que apuntara su
nombre en la lista. Mientras pensaba en ello, mis ojos no se
apartaban del manuscrito. El recuerdo de las llaves de agua me dio
una pequeña idea, de cara a buscar un mensaje escondido, si es que
pudiera existir alguno.
Contemplé con atención el texto que iniciaba
el canto. Me detuve en cada uno de los acentos que lo ornamentaban.
Había en ellos un patrón que se repetía en ambos manuscritos. Las
tildes inclinadas hacia la derecha o la izquierda estaban situadas
entre dos letras, aunque en ocasiones más próximas a una que a
otra. En cambio, los acentos horizontales se veían claramente sobre
una única letra. Busqué un paralelismo entre la estructura de los
manuscritos y la explicación dada a Jorge en el cuarto de baño.
Relacionando las llaves inclinadas hacia la derecha con el agua
caliente y las inclinadas hacia la izquierda con el agua fría,
quise encontrar una significación parecida en la presencia de las
tildes.
Entusiasmado con la idea, saqué la libreta
donde, por primera vez en mucho tiempo, no apuntaría el nombre de
un escolán, sino el resultado de mis interpretaciones, que habría
de realizar sobre el primer manuscrito, en lo que podría constituir
el inicio del mensaje oculto. Para ello, tomé una decisión: si el
acento estaba inclinado hacia la derecha, y puesto que estos
acentos se situaban entre dos letras, tomaría la letra de la
derecha. Si la tilde se inclinaba hacia la izquierda, tomaría la
letra izquierda. Y en el caso de los acentos horizontales, la letra
sobre la que estaban.
Sentí que mi pulso se aceleraba al escribir
la primera letra. Mi mano derecha, temblorosa por la emoción, trazó
una línea casi discontinua: el punto de partida de una hipótesis a
punto de verse comprobada. Cuidadosamente, miré la siguiente tilde
y repetí la operación. Y así hasta completar la primera línea. Mi
entusiasmo se tornó en auténtica euforia al comprobar que el
resultado era una palabra latina de seis letras.
Al final de la línea vi otra diminuta marca,
junto a la última letra. En este caso, no se trataba de un acento,
sino de un punto casi imperceptible. Comprobé, en la siguiente
línea, que había otro. Al ver el primero después de la palabra que
había logrado descifrar, supuse que no estaba relacionado con las
letras a emplear, sino que tal vez pudiera ser la separación entre
una y otra palabra. Me disponía al estudio de la segunda línea
cuando una voz cercana me sobresaltó.
—Fray Ángelo... —era Daniel, el escolán de
menor edad y también de menor estatura. Tenía los ojos llorosos—.
¿Puedo llamar por teléfono a mi casa?
Apenas tuve tiempo de guardar la libreta. Las
partituras no pasaron desapercibidas a la triste mirada del
niño.
—Ya habéis pasado la tarde con vuestros
padres, Dani. Mañana podréis hablar con ellos por teléfono pero hoy
ya no...
—¿Qué es eso? —el niño se acercó a la mesa
donde tenía las copias de los manuscritos.
—Bueno... —busqué una respuesta—. En realidad
estaba... estudiando...
—¿Te lo ha mandado el Padre Loren?
—Sí, me ha dicho que tenía que estudiarlas
—en realidad había mucho de cierto en aquella respuesta—. Ya ves,
el Padre Lorenzo nos manda deberes incluso a los monjes.
—¿Y ya te la sabes?
—Me he aprendido la primera línea...
—Parece muy difícil —el chico tomó la hoja y,
en su interior, trató de tararear las notas según la notación
dispuesta sobre el tetragrama. A pesar de ser uno de los nuevos,
Daniel era, probablemente, el muchacho más inteligente y estudioso
de la escolanía, además de un apasionado de la música,
especialmente del piano. Sus progresos en canto gregoriano habían
sido muy notables, por lo que el Padre Lorenzo ya le había
incorporado al coro.
—Sí. Es bastante difícil, y ya sabes cómo se
pone el Padre Lorenzo cuando no hacéis los deberes.
—Sí. A lo mejor te manda copias si no te la
sabes —el niño se echó a reír.
—Sí —me contagié de su repentina muestra de
alegría. Resultaba sorprendente cómo algunos de aquellos críos
podían pasar del llanto a la risa en cuestión de segundos. Tal vez
se debiera en parte a la soledad de la noche. Había niños que
lloraban nada más verse sin sus padres, pero el llanto les duraba
poco, pues pronto encontraban un compañero con el que jugar o,
simplemente, hablar.
—¿Mañana hay móviles? —preguntó, más
tranquilo.
—Sí. Mañana podréis hablar con vuestros
padres.
—Es que hoy casi no me ha dado tiempo a
despedirme, después del concierto. Mi padre se tenía que ir
pronto.
—Más pronto de lo que hubiera querido,
seguro. Pero claro, vivís lejos y estos días hay mucho tráfico. Tus
padres tienen que salir con tiempo para no llegar demasiado tarde a
casa. No te preocupes, mañana hablas con ellos. Pero ahora, hay que
dormir. Porque si no, mañana vas a tener sueño en el ensayo y el
Padre Lorenzo te va a castigar.
—Y a ti también, si no estudias eso —señaló
los manuscritos.
—Sí.
—Entonces... estudia.
—De acuerdo, y tú vete ya a dormir. Así
mañana no habrá ningún castigo del Padre Lorenzo.
—Vale —el niño se dio la vuelta.
Me aseguré de que no había ningún otro crío
despierto. El dormitorio volvió a quedar sumido en su habitual
monotonía: ronquidos, respiraciones profundas y alguna conversación
que se escapaba de un sueño. Regresé a mi habitación y me senté
frente a las partituras.
En la segunda línea los acentos se veían con
menor claridad, pero igualmente diferenciados. Extraje dos nuevas
letras que dieron forma a otra palabra, según interpreté del
siguiente punto situado al final de uno de los caracteres. Seguí mi
recorrido por el manuscrito, emocionado por encontrar sentido a mis
interpretaciones. Al rescatar la tercera palabra, la emoción dio
paso a otro sentimiento muy distinto. Dejé el bolígrafo sobre la
mesa y comprobé que, efectivamente, la traducción de los signos
según las normas que había definido era correcta. Un sudor frío
recorrió mi cuerpo, mientras detenía mi estudio. La hipótesis de
Jean Marie daba paso a una muy parecida, con los mismos
protagonistas e igualmente aterradora. En aquel momento descarté
cualquier tipo de motivación económica relacionada con el robo de
los manuscritos. Me vino a la mente la imagen de Adrián y el
recuerdo de aquella palabra pronunciada con voz diabólica:
«Vendrá». Deseé fervientemente que
aquella palabra quedara solo en una intención. Si de verdad los
tres pergaminos ya hubieran encontrado un portador común, y el
poder contenido en aquellas letras fuera real, nos encontrábamos
frente al desencadenamiento de terribles sucesos. Una parte de mí
no quería creerlo. La otra se echó de nuevo a temblar al releer las
tres primeras palabras de aquel enigma:
«INVOCO TE,
SATANA».