JUEVES
«Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo.  Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas».
Efesios 6, 11-12
La apertura de las contraventanas dio paso a la primera luz del día. Al otro lado de los cristales, los rayos de sol incidían cálidos sobre el patio, donde los charcos de agua se habían ido secando con el transcurso de la noche. A diferencia de días anteriores, la niebla había huido lejos, y el cielo era un océano azul vacío de nubes.
Puse la música para despertar a los niños. En esta ocasión, comprobé con satisfacción que no tendría que emplear la botella de agua. No hubo ninguno al que se le pegaran las sábanas.
Sonó el timbre que anunciaba la hora de ir a la capilla y el dormitorio quedó vacío.
—¿Ya has terminado? —el Padre Lorenzo cruzó la estancia con paso acelerado, mirando las camas de los escolanos—. Tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿Adónde?
—No te preocupes. Vamos a la hospedería, a desayunar.
—¿Desayunar allí?
—Sí —el Padre Lorenzo parecía acelerado—. Así hacemos tiempo, y cuando Cintia baje a desayunar, ya estamos nosotros allí para poder hablar con ella. Luego tengo el ensayo con los chicos y me gustaría poder saber algo más sobre los manuscritos.
—Está bien, pero antes debería hablar con...
—Ya me he encargado de hablar con el Padre Lucas para que él se haga cargo de los chicos. Tú ven conmigo.
Ni siquiera tuve tiempo para dejar cerradas las ventanas del dormitorio. Cuando el Padre Lorenzo tenía prisa se ponía nervioso si sus requerimientos no eran atendidos. Los nervios afloraban y su piel adquiría un tono rojizo cada vez más intenso. Era uno de esos hombres que se enfadan de forma gradual, hasta que al final su enojo era como un volcán en erupción. En esos momentos convenía  no estar cerca de él o intentar apagar su ira.
Cruzamos el claustro de la hospedería, dejando atrás las mesas y sillas donde eran atendidos los visitantes del recinto que decidían hacer allí un alto para comer. En uno de los comedores interiores ya teníamos dispuesta la mesa y el desayuno: café con leche, tostadas y cereales. También se encontraban algunos de los huéspedes que estaban pasando allí la semana. Cintia aún no había bajado.
Durante el desayuno, el Padre Lorenzo no paró de hablar. Eso sí, lo hacía en voz baja para que no pudieran escucharnos los huéspedes que, por fortuna, estaban lo suficientemente distantes como para enterarse de la conversación o, mejor dicho, del monólogo del director del coro. Mientras yo ya había terminado de desayunar, el Padre Lorenzo aún estaba untando la mermelada en una de las tostadas. Sus exagerados gestos hacían peligrar la blancura del mantel.
—No te olvides de que esta tarde es el concierto. Hoy Conti va a tener poco trabajo, ya que la conferencia del Padre Dámaso y el canto de los niños van a restarle demasiado tiempo.
—En ese caso, no sé si llegaré a tiempo a la basílica tras la primera clase. Ya de por sí, Conti es más puntual en el inicio que en el fin de sus clases. Así que, si además tiene menos tiempo...
—No te preocupes. De todos modos, la Misa es esta tarde.
—Ya, pero tengo que bajar por la mañana para terminar los preparativos de la sacristía y ensayar con los monaguillos.
—Yo aprovecharé para ensayar con los niños. Este año hemos elegido a Juanma para cantar en el Evangelio de la Pasión. El chico se lo sabe bien, pero me da miedo que le dé uno de sus despistes y cometa algún estúpido error.
—No se preocupe. Ese chico puede centrarse mucho cuando se le da una oportunidad.
—Eso espero. No me gustaría tener que castigarle otra vez. Aún me debe una buena colección de copias. Por cierto, recuerda que antes de comer, los niños tienen que ducharse. Esta tarde el Padre Abad lavará los pies de los más pequeños... y hay algunos a los que los pies les huelen de lejos y con los zapatos puestos.
—Después de la clase de canto tenemos partido...
—Que no griten mucho, no sea que alguno luego no pueda cantar.
El Padre Lorenzo parecía cada vez más nervioso. Era algo que le sucedía en ocasiones antes de los conciertos o de una cita importante del coro. La Semana Santa estaba plagada de esa clase de citas. El concierto del jueves, la proclamación de la Pasión que se cantaba el viernes o los numerosos cantos de la vigilia del sábado suponían, en ocasiones, verdaderos quebraderos de cabeza para el monje a la hora de organizar los ensayos.
Como era tradición en la Eucaristía de Jueves Santo, el Padre Abad rememoraba el gesto de Jesús lavando los pies a sus discípulos. Todo un sacrificio, según decía el Padre Lorenzo, quien en una ocasión castigó a uno de los escolanos  por presentarse a la ceremonia con un calcetín agujereado que dejaba a la vista uno de sus dedos.
A medida que apuraba el cuantioso desayuno que nos había sido servido, el rostro del Padre Lorenzo iba recuperando su color. Sin embargo, su impaciencia iba en aumento al comprobar que entre los huéspedes que acudían al salón no se encontraba Cintia.
—Te he dejado la película en la sala de vídeo, para que puedan verla los familiares que lo deseen.
—¿Cuál ha traído?
—Jesús de Nazareth. En mi opinión, es la mejor y más completa adaptación de la vida de Cristo. También tenía la de La Pasión, pero creo que resulta demasiado violenta para que la vean los niños. Si quieres, podemos poner hoy la primera parte, y mañana la segunda.
Durante los fines de semana, especialmente en aquellos domingos en los que el tiempo era demasiado frío o lluvioso, se abría una sala en la que se proyectaba una o varias películas sobre una pared que hacía de pantalla. Al llegar la Semana Santa, las películas de humor, aventuras o acción se dejaban de lado para dar paso a otras más acordes con las celebraciones de Jueves y Viernes Santo.
Le pregunté al Padre Lorenzo si, por casualidad, no habría encontrado, entre los numerosos dvd's dispersos en el armario de la sala, alguna película de terror. Estaba convencido de que, de quedar alguna, Jorge trataría de convencer al Padre Lucas para que les permitiera verla.
—El año pasado estuve haciendo limpieza. Me llevé varias que, por su contenido, no resultaban muy adecuadas para los críos. Si quieren ver películas sangrientas o de terror y sus padres se lo permiten, que las vean en casa.
—Estoy de acuerdo. Entonces, ¿no hay ninguna que no sea apta para ellos?
—No. Regalé unas y directamente tiré otras.
—Bien —respiré aliviado—. En ese caso, le diré a uno de los mayores que esta tarde, nada más acabar la Misa, se encargue de abrir la sala de vídeo y ponga la película.
—Qué raro —el Padre Lorenzo terminó su taza—. Cintia siempre es puntual. Me extraña que todavía esté durmiendo. A no ser que...
—¿Que no haya pasado la noche aquí? —adiviné sus pensamientos.
—Exacto. Pero aceptó nuestro consejo...
—Tal vez ayer estuvo demasiado tiempo en compañía de la policía. Quizá se le hizo tarde y prefirió dormir en su casa.
—Pero eso es un error. ¿Y si volvieran a entrar en su vivienda? No, no puede ser.
El Padre Lorenzo se levantó bruscamente.
—¿Adónde va? —pregunté, casi sin tiempo.
—A preguntar en la recepción. No me puedo creer que Cintia haya cometido la estupidez de regresar a su casa, sabiendo el peligro que corre.
Me costó alcanzar al Padre Lorenzo antes de que llegara a la recepción, donde una de las empleadas de la hospedería miraba la pantalla del ordenador mientras preparaba la hoja de alojamiento de un huésped.
—Gloria... —el monje, en su afán por averiguar lo sucedido, no tuvo reparos en interrumpir la conversación que la joven mantenía con el recién llegado—. Ayer reservamos una habitación para Cintia, que iba a pasar aquí unos días. ¿Sabes si ha pasado aquí la noche?
—No ha venido aún —respondió Gloria—. Pensé que llegaría esta mañana para dejar sus cosas.
—De acuerdo, gracias —el Padre Lorenzo quedó decepcionado—. Debemos dar con ella lo antes posible —extrajo su teléfono y buscó el número de Cintia en la agenda. Tras unos segundos sin obtener respuesta, desistió de intentarlo una vez más.
—No podemos hacer nada, hasta que ella se ponga en contacto con nosotros.
—Pero podíamos hablar con la policía —le aconsejé— para contarles lo referente a esos manuscritos...
—Mejor no... No hasta que hayamos hablado con ella. En fin, será mejor que regresemos a la abadía. Creo que ambos tenemos obligaciones que nos van a mantener un tanto ocupados. Espero que Cintia nos llame pronto.
—No se preocupe. Seguro que todo va bien.
Nuestros caminos se separaron al llegar a la abadía. El Padre Lorenzo tenía que ir a su celda a recoger unas partituras y yo debía estar en la escolanía lo antes posible para avisar a los monaguillos de que Fray Juan, que ejercía de maestro de ceremonias, les esperaba en la sacristía de la basílica.
Los pasillos de la escolanía estaban repletos de vida: niños en patinete recorriendo el claustro, peonzas que bailaban trazando giros en círculo... Los sonidos propios del recreo fueron apagados con el chirriante sonido del timbre. El Padre Lucas reunió a los escolanos junto a la entrada del aula de coro, para que cuando el director de música apareciera ya estuvieran todos en la clase. El Padre Lorenzo no tardaría mucho en llegar.
Avisé a los monaguillos y bajamos a la basílica. Fray Juan les esperaba en la puerta de la sacristía.
—Rápido, rápido... —protestó al ver que los chicos se demoraban.
Mis obligaciones como sacristán me llevaron más tiempo del que había imaginado, ya que fueron varios los visitantes que me preguntaron acerca de los elementos de la basílica así como los horarios de las celebraciones de Semana Santa.
Salí de la sacristía tras haber colocado sus armarios y cajones, algunos de los cuales necesitaban una profunda limpieza de objetos que ya no se empleaban así como de otros que necesariamente debían encontrarse mejor localizados por el mayor uso que se hacía de los mismos.
Entre unas cosas y otras, abandoné la basílica poco después que los monaguillos. Todo estaba dispuesto para las ceremonias que conmemorarían el Triduo Pascual. Se me pasó por la cabeza el ir a la charla del Padre Dámaso en la hospedería, pero al ver la hora que marcaba el reloj comprendí que no tenía sentido ir allí. Su puntualidad para comenzar era tan estricta como la del momento de finalizar sus intervenciones, ya fuera en una charla o en la homilía de las eucaristías que él presidía.
En la escolanía, los chicos ya se habían puesto la ropa de deporte para ir a los campos y echar un partido. La tradición futbolera no atravesaba su mejor momento, pero en ocasiones lograba juntar un nutrido grupo de escolanos para pasar parte de la tarde dando patadas al balón. Yo me encargaba de hacer los equipos, distribuyendo a los chicos de modo que estuvieran igualados en edades y técnica. Y aunque el estado del campo no se prestaba a grandes lujos, suponía una grata forma de pasar el tiempo y para mí era, junto con el frontón, uno de los pocos instantes de la semana que me permitían hacer algo de deporte.
El Padre Lorenzo nos había dicho una vez que, tiempo atrás, cuando él era joven, se organizaban partidos de fútbol donde monjes y profesores jugaban contra los escolanos. Los chicos creían que aquello no era más que una leyenda, ya que ninguno de ellos se imaginaba al Padre Lorenzo dando patadas a un balón.
Resultó más difícil de lo habitual hacer los dos equipos. A diferencia de los fines de semana, en los que los alumnos nuevos se marchaban a casa y algunos de los veteranos tenían clase de apoyo, en esta ocasión se encontraban en el campo casi todos los escolanos. Conté unos diecisiete jugadores por equipo, por lo que el partido fue bastante caótico. Al cabo de una hora, los más pequeños ya se encontraban cansados, así que les permití que abandonaran el campo y jugaran aparte, en el riachuelo.
El partido duró más de lo que había imaginado. El tiempo invitaba a continuar jugando y los mayores parecían incansables. Apuraron lo máximo que pudieron, hasta que toqué el silbato para dar por finalizado el partido, así como el tiempo de recreo. Al igual que a mí, les esperaban las duchas antes de comer. Insistí a los escolanos nuevos para que se frotaran bien los pies con jabón, pues en unas horas el Padre Abad se los lavaría durante la celebración del Jueves Santo.
Cuando todos se hubieron duchado me llegó el turno. Entré en mi habitación y reprimí el deseo de tumbarme en la cama durante unos segundos. El tiempo se paró en el momento en que las primeras gotas de agua cayeron por mi cabeza. En un descuido, casi llego tarde a la comida.
A punto de abandonar el comedor, el Padre Lorenzo me llamó desde la cocina.
—¿Ha podido localizar a Cintia? —pregunté nada más llegar a él.
Respondió negando con la cabeza.
—He hablado con Octavio, pero él tampoco sabe dónde puede encontrarse. Dice que ayer la ayudó a recoger algunas cosas. Hizo un par de maletas y le dijo que venía hacia aquí, pero desde entonces no ha vuelto a saber nada de ella —el Padre Lorenzo tenía el rostro desencajado—. Esto es muy raro. He llamado a la policía. Me han puesto con uno de los inspectores que lleva el caso del robo... Pero nadie ha sido capaz de decirme dónde se encuentra Cintia.
—Padre Lorenzo... Usted tiene que descansar —tenía la mirada apagada, un semblante abatido que debía cambiar lo antes posible—. No olvide que tiene que dirigir un concierto. Confíe en el trabajo de la policía y concéntrese en la tarde que nos espera.
—Tienes razón. Le he dicho a Octavio que si hay alguna novedad que me llame.
—¿Lo sabe el Padre Dámaso? —pregunté nada más verle, acercándose desde el fondo del pasillo.
—Sí. Ya se lo he contado.
—Fray Ángelo... —el Padre Dámaso extendió la mano hacia mí. Tenía un sobre—. Me lo ha entregado esta mañana Jean Marie. Me ha dicho que era la carta que estabas esperando por parte de la hermana Teresa, que ya sabes de qué se trata.
Me quedé sin respuesta. No conocía a ninguna hermana Teresa que pudiera enviarme una carta. Cogí el sobre que, efectivamente, venía a mi nombre. El remitente hacía referencia al nombre de un convento, en una dirección de algún lugar de Francia que no pude leer bien, dada la complicada caligrafía empleada. Tratándose del francés, me esperaba cualquier cosa menos lo que decía que era, así que decidí guardarla en un bolsillo de mi hábito para leer su contenido posteriormente, ya en privado.
—Si me disculpáis —el Padre Dámaso no dio mayor importancia a la misiva del francés—, debo ir al encuentro de unos huéspedes que reclaman mi atención.
—Sí, yo también tengo que irme —el Padre Lorenzo me miró y en sus ojos leí que se disponía a cumplir mi recomendación. Necesitaba descansar y disponía de algún tiempo antes del comienzo de la Eucaristía.
Aproveché la ausencia de ambos monjes para poder estar a solas durante un momento y así abrir la enigmática carta de Jean Marie. Estaba convencido de que tenía que ver algo con la extraña desaparición de Cintia. Tal vez la carta era de la joven, explicando los motivos de su repentina ausencia. Pero, ¿por qué a través de Jean Marie? Si algo tenía claro era que aquel extraño individuo captaba cualquier detalle que a otra persona le pudiera pasar por alto. Tenía en su mirada una expresión de estar siempre alerta, observando cuanto sucedía a su alrededor. Tal vez por eso a Nicanor le ponía tan nervioso. Quizá el profesor se sintiera, de algún modo, vigilado por Jean Marie.
Sin tiempo para más cavilaciones, regresé a la escolanía. Los niños tenían clase de música con uno de los profesores que ayudaban al Padre Lorenzo, así que dispondría de la tranquilidad necesaria para poder leer la  carta en la soledad de mi habitación.
Abrí el sobre. Sentía mis manos temblorosas, en un estado de nervios y ansiedad que me obligó a sentarme junto al escritorio para poder calmar el cosquilleo que atenazaba mis piernas. Extraje un papel que, doblado a la mitad, contenía un escueto texto, escrito con letras irregulares inclinadas hacia la derecha. El autor no se había tomado muchas molestias en la claridad de su caligrafía. Más bien al contrario, parecía como si hubiera trazado cada línea preso de algún pánico o  premura que lo hubiera incitado a una precipitada escritura. A pesar de ello, no había lugar a dudas acerca del contenido, que decía así:
«Estimado Ángelo,
Necesito encontrarme a solas contigo antes de que caiga la noche. Llama al número que aparece más abajo y uno de mis hombres pasará a recogerte. No avises a la policía.
Cintia se encuentra bien».
 
La confusión se adueñó de mí. Cintia, secuestrada por el hombre con quien habíamos compartido mesa en el refectorio; el mismo que, en amena conversación en el cementerio, me había parecido una persona agradable y tranquila.
Una de las primeras ideas que acudieron a mi mente fue avisar al Padre Lorenzo, pero una segunda lectura de la carta me incitó a guardar silencio, al menos por el momento. Jean Marie quería verme, a solas. No debía mencionar nada de aquello hasta que hubiera llamado al número que aparecía reflejado en la parte inferior del papel. No entendía por qué el francés quería verme a mí, el que menos tenía que ver con cualquier asunto relacionado con Cintia o su manuscrito.
Los pensamientos se amontonaban en mi mente mientras iba de lado a lado del dormitorio común de los niños. Por más que lo intentaba, no lograba encontrar una explicación lógica a cuanto estaba sucediendo. Me sentía bloqueado, incapaz de llevar a cabo alguna iniciativa que pudiera mejorar la situación. No tenía alternativas posibles, a excepción de llamar a aquel número y seguir las instrucciones del francés.
Miré el número una y otra vez, hasta aprendérmelo de memoria. Por un lado, me sentía tentado de llamar y acceder a la petición de Jean Marie. «Uno de mis hombres», decía la carta. Tal vez el francés fuera el autor del robo en la casa de Cintia, ayudado por aquellos a quienes definía como sus hombres. Recordé la experiencia que me había contado Jean Marie, su encuentro con los espíritus malignos de Stull. Una vez más, el diablo parecía constituir el nexo de unión entre unos sucesos tan fuera de lo común y de la lógica. Adrián y su posesión, los manuscritos y el 666, Jean Marie y Stull; una diversidad de enigmas que podrían compartir un mismo secreto diabólico o tal vez no ser más que meras casualidades de un azar caprichoso.
Descolgué el teléfono de mi habitación. A punto de marcar el número del Padre Lorenzo, recordé la expresión de su rostro unos momentos antes. El contenido de la carta, lejos de apaciguar su ánimo, haría crecer en él un temor a lo que pudiera acontecer en las próximas horas. La celebración de los Sagrados Oficios de Jueves Santo, el concierto... El Padre Lorenzo debía recuperar la calma para poder infundir a los niños la tranquilidad necesaria durante su actuación. Me prometí a mí mismo informarle en cuanto tuviera una mayor certeza de que Cintia no corría peligro. Para ello, debería marcar lo antes posible el número indicado por Jean Marie. Desgraciadamente, la proximidad de la ceremonia en la basílica me impedía ausentarme del monasterio. En apenas una hora tendría que ir a la sacristía y disponer los últimos preparativos para el comienzo de la Eucaristía. A lo largo de la misma, debía estar presente en las proximidades de la capilla para cumplir mis funciones como sacristán.
«Antes de que caiga la noche», aparecía reflejado en la carta. El concierto de la escolanía sería a las siete, por lo que nada más terminar la Misa, una vez cerradas las puertas de la sacristía, sería el momento apropiado para coger el teléfono y descubrir los designios de Jean Marie. Durante el concierto, ninguno de los otros monjes me echaría en falta. Podría salir del monasterio para descubrir si en realidad existía una relación en los acontecimientos que no podía alejar de mi mente.
La precipitada entrada de los escolanos al dormitorio interrumpió mis pensamientos. Antes de bajar a la basílica, los niños tenían que coger las cogullas que vestirían en la celebración. Guardaban aquellas túnicas blancas en las taquillas situadas junto a la habitación, con el resto de la ropa que era cuidadosamente colocada por sus padres cada tarde de domingo.
En ese momento, recordé que aún me faltaban algunas túnicas por llevar a la sacristía de la basílica. Se trataba de varias albas pertenecientes a monjes que, por su avanzada edad, no solían bajar a la basílica en las celebraciones diarias. Sus vestiduras estaban guardadas en un armario de la sacristía del monasterio.
A mi paso por el claustro, me crucé con el Padre Ezequiel y algunos de los huéspedes, a quienes estaba enseñando con gran interés la colección de plantas que, repartidas por el recorrido de la galería, ornamentaban parte de la clausura del monasterio. Entre los huéspedes se encontraba Nicanor, que saludó inclinando levemente la cabeza. Al verle, la imagen de Jean Marie acudió de nuevo a mi mente, así como la desconfianza que el profesor sentía hacia él, como si de algún modo hubiera presentido un esbozo de los planes del francés. El silencio que había de reinar en el claustro era interrumpido momentáneamente por las interminables explicaciones del Padre Ezequiel, que se detenía frente a cada maceta para presentársela a los invitados como si de una persona se tratara. El monje jardinero conocía cada nombre de las incontables plantas que él mismo había ido cuidando, tanto dentro del claustro como fuera en el jardín del cementerio.
La basílica veía llegar a los primeros fieles que asistirían a la celebración. Ocupaban sus asientos, cerca de los turistas que, con inquieta mirada, transitaban la nave central mientras contemplaban extasiados las imágenes de los cuatro arcángeles y el mosaico de la cúpula. Ya en el coro, uno de los escolanos ensayaba el canto del salmo junto al organista. Cerca del altar, Fray Juan repartía unas últimas instrucciones entre los monaguillos. El Padre Dámaso se dirigía a los confesionarios, donde pasaría la mayor parte de la celebración para atender a más fieles de lo acostumbrado en las festividades dominicales.
A punto de comenzar la celebración del Triduo Pascual, el zenit del misterio de la Salvación, sentía un vacío en mi interior que me impedía vivir aquel momento con el fervor y la dedicación de anteriores ocasiones. Ya antes de empezar la ceremonia tenía la certeza de que no podría concentrar mi atención, al igual que me había sucedido en los últimos días. En esta ocasión, el recuerdo de Adrián era sustituido por el de unas líneas escritas con trazo irregular que, como el incesante goteo de un reloj de arena, me recordaban que el tiempo se agotaba.
Niños y monjes salieron en procesión desde la capilla, entonando el «Nos autem», introito con el que se iniciaba la Misa vespertina de la Cena del Señor. Las voces resonaban en la cúpula y se expandían al resto de una basílica en la que se adivinaban pocos huecos vacíos entre sus bancos. Cerrando la procesión, el Padre Abad caminaba pausadamente junto al maestro de ceremonias.
Seguí la Eucaristía desde uno de los bancos cercanos a la sacristía. Reuní la concentración suficiente para escuchar la proclamación de las lecturas y el salmo, que uno de los escolanos de segundo año entonó de forma magistral. A juzgar por el apaciguado semblante de Fray Juan, toda la ceremonia transcurría con la prevista normalidad. El maestro de ceremonias era el monje que más nervioso se mostraba cuando sucedía algo inesperado. Sus movimientos de cabeza y sus gestos con las manos constituían el principal indicador de que algo iba mal. Incluso durante el simbólico rito en el que el Padre Abad lavó los pies a los alumnos nuevos, el rostro de Fray Juan permaneció imperturbable.
Nada más finalizar la celebración, me apresuré a dejar todo en orden, recogiendo los ornamentos y vestiduras que permanecerían convenientemente guardados. La sacristía quedó vacía. Monjes y niños se dirigieron al centro de la basílica, donde tendría lugar el concierto.
Aproveché aquel momento de idas y venidas por parte de escolanos y visitantes para dejar la sacristía cerrada y dirigirme en solitario al ascensor que me devolvería al edificio compartido por monasterio y escolanía. A punto de llegar a la portería, cogí el sobre en cuyo interior se encontraba un número que ya me sabía de memoria.
Descolgué el teléfono y tranquilicé mis nervios, respirando pausadamente. Sentí que mi dedo temblaba al posarse en cada botón, a punto de dar vida a una conversación que no sabía cómo empezar.
—Diga —la voz tenía un acento extranjero y un tono grave.
—Soy Fray ángelo. Jean Marie me dijo...
—¿De qué lugar le habló Jean Marie cuando conversó con usted en el cementerio? —en esta ocasión distinguí el acento francés de la voz, cuya pregunta me resultó tan inesperada que tardé en responder.
—Stull.
—De acuerdo, Fray Ángelo. En diez minutos me pasaré por la cochera del monasterio para recogerle. Como le ha dicho Jean Marie, acuda solo.
El desconocido dio por finalizada la conversación, dando paso a diez minutos que me resultaron toda una eternidad.
Me aseguré de que estaba sólo en los alrededores de la cochera. Algunos de los monjes tenían la costumbre de pasear por los alrededores, por lo que escudriñé cada rincón cercano antes de aproximarme.
Habían transcurrido exactamente diez minutos desde la llamada cuando un BMW gris hizo su aparición. Aparcó a mi lado y, desde el interior, uno de sus ocupantes abrió la puerta trasera de la izquierda.
—Suba, por favor —dijo el único ocupante de los asientos traseros.
Accedí, no sin temor al ver el aspecto del conductor, un hombre corpulento y bien vestido que ocultaba su mirada tras unas gafas de sol. El otro hombre tenía un aspecto y traje similar, como si se tratara de un clon del primero. Cerré la puerta y el coche se puso otra vez en movimiento.
—Cálmese, Fray Ángelo. No tiene nada que temer —habló el que se encontraba a mi lado, en lo que parecía un discurso ensayado, a juzgar por la monotonía de su voz—. Jean Marie nos ha ordenado que vengamos en su busca. Necesita hablar con usted en un lugar apartado, lejos de cualquier intromisión por parte de quienes le rodean. Nos dirigimos a la localidad de El Escorial.
—¿Por qué allí?
—No estoy autorizado para responder a ninguna de sus posibles preguntas, Fray Ángelo. Mi único cometido es llevarle hasta allí. Así que le voy a pedir que guarde silencio durante el viaje. Una vez llegados a nuestro destino todas sus preguntas serán atendidas por Jean Marie.
—De acuerdo —no quise insistir—. Con su permiso, aprovecharé el trayecto para terminar mis rezos de la jornada —lentamente, extraje el libro de oraciones que guardaba en uno de los bolsillos de mi hábito.
—Usted mismo —respondió el enviado de Jean Marie que se encontraba a mi lado. Tenía un rostro inexpresivo, carente de emociones: un rostro esculpido en piedra cuyas facciones permanecían inalterables y una mirada oculta bajo sus gafas de sol. Resultaba imposible conocer el estado de ánimo de aquel hombre.
Centré mis ojos en la lectura, consciente de que el silencio nos acompañaría hasta el final de un viaje que resultó interminable por una situación tan incómoda como  extraña. A juzgar por aquellos dos individuos con aspecto de guardaespaldas, Jean Marie no habría tenido ningún problema a la hora de arrancar la puerta de entrada a la casa de Cintia, si es que realmente el robo del manuscrito era obra del francés y sus hombres.
Esperaba que mis silenciosos anfitriones me llevaran a un lugar recóndito, tal vez una vivienda escondida en las afueras de la ciudad. Sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula cuando, por el contrario, el vehículo se detuvo en una de las calles principales del pueblo, junto a una cafetería que parecía cerrada.
Nada más entrar, vi a Jean Marie sentado junto a una de las pocas mesas del local. Tenía una extraña sonrisa reflejada en la cara, irradiando una tranquilidad propia de quien parece tener todo controlado. Mis acompañantes se detuvieron, esperando las instrucciones del francés.
—Aquí podremos conversar con calma, lejos de cualquier mirada desconfiada o huéspedes que puedan acechar en los alrededores —a un gesto suyo, los otros hombres nos dejaron a solas, a excepción del camarero que aún estaba al otro lado de la barra.
—¿Dónde está Cintia?
—No te preocupes —dijo con una sonrisa—. Cintia está bien. Perdona si mi carta te ha dado motivos para un malentendido, pero he tenido que marcharme de la abadía de un modo un tanto imprevisto. No podía correr el riesgo de dar más detalles que pudieran ser leídos por otra persona. Incluso tuve que poner como remitente otro nombre para asegurarme de que la confidencialidad de la carta era preservada. Imaginé que ninguno de los otros monjes trataría de leer las palabras de la hermana Teresa.
—Pero entonces, ¿qué ha sucedido con Cintia y los manuscritos?
—¿Los manuscritos? —Jean Marie se percató de mi desliz—. Cintia únicamente poseía uno, pero supongo que tú, y quién sabe qué otros monjes, conocéis la existencia de otros textos que completarían el que ha sido robado.
—¿Los robaste? —pregunté precipitadamente, llevado por el enfado ante el tono de las palabras del francés. Tenía ante mí la versión arrogante de Jean Marie que tanto odiaba el profesor Nicanor.
—¿Yo? —el francés se echó a reír.
—Aquí tienen —el camarero dejó dos tazas de café sobre la mesa que el francés y yo compartíamos. Sin decir una palabra más, abandonó el local por una puerta interior.
—Perdona que no te haya preguntado si deseabas otra cosa, Fray Ángelo. Pero me corría bastante prisa que nos quedáramos solos, tú y yo, para conversar tranquilamente acerca de lo que está ocurriendo. Y no me refiero únicamente al robo en la casa de Cintia, sino a otro suceso de distinta naturaleza que, al parecer, ha tenido lugar cerca de allí.
—¿Has estado vigilándome? —pregunté al saber que se refería a la casa de Adrián.
—No me quedaba más remedio. Incluso he tenido que abandonar la abadía antes de lo previsto, con la sensación de que era yo a quien vigilaban. Por eso te he hecho venir aquí, para poder hablar a solas contigo. Y te voy a pedir que, al igual que yo seré sincero, tú también confíes y me digas la verdad.
—Pues entonces será mejor que empieces por darme una explicación de lo que está pasando, porque desde que leí esa carta he creído que tú eras el autor del robo, así como del secuestro de Cintia.
—No hay ningún secuestro. Cintia únicamente se ha ido fuera de la localidad, a casa de unos familiares. Hablé con ella y, afortunadamente siguió mi consejo. Se ha marchado sin avisar a nadie porque en estos momentos le va a resultar difícil poder confiar en alguien o regresar a su casa sabiendo que aún corre peligro. Fray Ángelo —dio un sorbo a su taza de café—, has reconocido que sabes algo más acerca de esos manuscritos. ¿Hasta qué punto? Cuéntame, por favor.
—No te diré nada si antes no me das una muestra de que puedo confiar en ti.
—Me temo que va a resultar difícil, porque no puedo darte tal muestra. Lo que sí puedo decirte es que, en nuestra conversación en el cementerio, no fui del todo sincero.
—¿Te refiere a tu experiencia en Stull?
—No. Eso es cierto. De hecho, fue uno de los motivos por los que ahora me encuentro aquí. Pero antes de aclararlo, tengo que confesarte que te mentí en lo referente a mis estudios. No hice ninguna carrera relacionada con la economía. Mis estudios se centraron en la criminología.
—¿Eres policía?
—No. De serlo, mi placa podría ser la prueba que necesitas para confiar en mí. Digamos que, soy investigador. En Francia, colaboro con la gendarmería en ciertos asuntos en los que se desarrolla más mi campo de conocimiento y mi ámbito de actuación.
—¿Por qué has acudido a mí, y no a la policía o la guardia civil que vigila el recinto?
—Como te he dicho, no puedo confiar en nadie de cuantos han estado estos días merodeando por el monasterio o sus alrededores. Ni siquiera confío en los que llevan más tiempo trabajando allí, ya sean guardias civiles o maestros de la escolanía. Incluso no estoy del todo convencido de poder confiar en ti.
—Si quieres, me voy —le dije en un tono calmado, arrancando una sonrisa del francés, cuya expresión denotaba una inquebrantable seguridad en sí mismo.
—No. Quédate, por favor. O no podremos arrojar algo de luz sobre todo este asunto. Mis hombres han estado siguiendo tus pasos... Sí, hemos vigilado tus entradas y salidas, en compañía del Padre Dámaso. Y es verdad que, al principio, al descubrir que aparcabais vuestro coche en la calle donde vive Cintia, me he visto tentado a involucraros en el robo. Mis hombres me han informado de la dirección a la que habéis acudido. Allí solo vive una familia que, al parecer, nunca ha dado problemas a nadie.
—Exacto —pensé que Jean Marie no tendría conocimiento acerca de la verdadera situación de Adrián y su familia.
—Bien. Por eso mismo me he decidido a hablar contigo, puesto que aún no hemos avanzado demasiado en este caso y se nos plantean muchos, quizá demasiados, interrogantes para los cuales no tenemos una respuesta.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —no pude contener mi curiosidad—. ¿Por qué estáis tú y la policía francesa metidos en este caso? ¿No debería ser un asunto de la policía española?
Jean Marie suspiró, mirando hacia arriba, como si buscara en su mente la manera de establecer un punto de partida al caso.
—Ahora te lo explico. No obstante, primero tengo que pedirte que me hables del manuscrito. Por favor, dime todo cuanto sepas, cuanto hayas visto o escuchado acerca de ese canto incompleto. No escatimes en detalles. Me encantan los detalles, a menudo suponen la diferencia entre el éxito y el fracaso en una operación.
—Bueno... Lo primero que habría que decir, es que no se trata de uno, sino de hasta un mínimo de tres, los manuscritos que dan forma a ese canto.
—Lo sé. Por eso envié a Cintia lejos de su casa. Tenemos conocimiento de la existencia de dos, y no podíamos correr el riesgo de que la vivienda fuera de nuevo visitada, con su propietaria en el interior. Tampoco podríamos mantener una estrecha vigilancia que alejara a los ladrones si éstos tuvieran la idea de regresar.
—Cada manuscrito está compuesto por seis líneas. Cada línea contiene seis palabras, así como seis acentos en diferentes letras. El Padre Lorenzo fue quien más se detuvo en el estudio de los dos manuscritos cuyas imágenes nos había proporcionado Cintia. El Padre Dámaso también tiene conocimiento de esto. En su opinión, esta estructura puede guardar alguna relación con... —no estaba muy seguro de continuar explicando aquella hipótesis.
—El 666 del que habla el Apocalipsis. El número de la bestia.
—Sí. Pero tal vez no se trate más que de una casualidad...
—Las casualidades son, a menudo, los detalles a los que me refería antes. Ciertas casualidades son la clave para encontrar una solución. Y, sinceramente, no creo que se trate de una mera casualidad. Pero continúa hablando, quiero saber más.
—No hay mucho más que decir. Los manuscritos constituyen la primera y la última parte de ese cántico. Por la extensión del mismo, podríamos decir que únicamente resta una parte central. El cántico habla de la muerte de Jesús en la cruz, pero no sigue ninguno de los esquemas propios del canto gregoriano, por lo que pensamos que pudiera tratarse de un manuscrito anterior, o tal vez de una evolución del canto en otro sentido.
—¿Analizasteis la letra o los acentos de esos manuscritos?
—No. apenas tuvimos una conversación acerca de los mismos. Cintia nos iba a dar más detalles acerca de todo lo relacionado con el robo. Esperábamos poder obtener alguna pista más.
—¿Ni siquiera os dijo el origen, el lugar en el que halló el manuscrito?
—No. Cintia nos habló de los muchos objetos valiosos que guardaba su padre; unos, hallados en sus excavaciones por todo el mundo, y otros comprados en tiendas y mercados de antigüedades, por lo que resultaba casi imposible conocer el origen exacto de aquel descubrimiento.
—De acuerdo, Fray Ángelo —Jean Marie se inclinó hacia adelante y juntó las manos, apoyando en ellas la barbilla—. Creo que has sido sincero en tu confesión. Así que ahora me toca a mí exponer una parte de todo cuanto rodea a esos manuscritos.
—Podrías empezar por contestar a mi anterior pregunta. ¿A qué se debe la presencia de la policía francesa en este asunto?
—Porque se trata de un caso que llevamos siguiendo desde hace bastante tiempo, y que arranca precisamente en tierras francesas. Pero antes de hablarte del lugar exacto donde todo comienza, permíteme que te aclare mi experiencia en Stull. Como bien te dije, mis amigos y yo sentíamos una verdadera fascinación por los fenómenos sobrenaturales. Cuando a uno le apasiona la criminología y trata de meterse en la piel de un asesino, no puede evitar sentirse fuertemente atraído por aquellos fenómenos que, en principio, carecen de explicación. Pues a menudo, en muchos casos estudiados no parece estar presente la lógica de lo explicable. Mi vivencia en Stull fue real. Aquel viaje cambiaría mi vida, y me ayudaría a centrar una parte de mis estudios, así como de mi carrera. La policía francesa no me llama en casos de criminales que pudieran catalogarse como de convencionales.
—¿Eres experto en parasicología?
—Más concretamente, podría decir que mis estudios se han centrado en la demonología. Me he especializado en todo lo referente al diablo y las sectas satánicas, sus rituales, misterios... En fin, el mío es un mundo muy alejado del que vivís los monjes.
«No tan alejado del mío, al menos últimamente», me dije. Estuve a punto de hacerle partícipe de aquel pensamiento, pero creí conveniente, al menos en un primer momento, obviar todo aquello relacionado con Adrián y su familia, al menos hasta que pudiera establecer un vínculo con la búsqueda de los manuscritos.
—Así que... ¿crees que detrás del robo de los manuscritos puede encontrarse una secta satánica?
—Es una hipótesis, la más valorada en estos momentos. Como monje, tendrás conocimiento de la existencia de objetos de gran valor. No me refiero desde el punto de vista material, sino desde el espiritual. Medallas, reliquias... Existen instrumentos capaces de concentrar el poder divino: un ejemplo claro lo tenemos en el agua bendita. Imagina que uno de esos objetos tuviese el inmenso poder de derrotar al mal, de expulsar de este mundo al demonio y a todos los espíritus malignos que habitan entre nosotros...
—Supongo que aquellos que sirven al diablo tratarían de encontrar ese objeto para destruirlo.
—En efecto. Si algo he podido confirmar estos días en la abadía es que el canto gregoriano es mucho más que la unión melódica de unas letras. Para empezar, está escrito en latín, el idioma empleado por los exorcistas cuando se trata de someter al demonio que habita en el interior de un cuerpo. Y además, la melodía está en consonancia con el contenido del cántico, de modo que ambos se fusionan en lo que podríamos denominar «la plegaria perfecta». Por último, nos encontramos con un manuscrito en el que se nos recuerda la muerte de Cristo, el hecho que da sentido a nuestra religión...
—Perdona que discrepe en esta última interpretación —le interrumpí—, pero creo que el verdadero sentido del cristianismo no se encuentra en la muerte de Cristo, sino en su Resurrección.  Sin ésta, Cristo no hubiera sido más que un hombre bondadoso. Sí, un ejemplo para la humanidad, pero preso de la naturaleza humana. La naturaleza divina de Cristo encuentra uno de sus principales sentidos en su poder sobre la muerte.
—Está bien —recapacitó Jean Marie—. Pero sin duda es su muerte la que marca uno de los puntos centrales de la historia de la Salvación, el momento en el que se manifiesta su naturaleza humana.
—Podría ser. Pero, según la hipótesis que acabas de exponerme, ¿no podría darse el caso de que la partitura hubiera sido robada por un motivo distinto al que movería a los aliados del diablo? Me refiero a que, tal vez el verdadero objetivo de su robo fuera preservar este «arma divina» de aquellos que han ofrecido su alma a Satanás...
—Es otra opción a considerar... Por el momento, estamos investigando el entorno próximo a la abadía y a todos los que de algún modo participan en sus jornadas de estudio sobre el canto gregoriano. Nos consta que dicho evento no tiene mucha publicidad, por lo que no resulta sencillo conocer su existencia.
—Los asistentes de otros años son los primeros en promoverlo en su entorno.
—Por eso nos hemos fijado de manera especial en aquellos que acuden por primera vez. No me preocupan los que llevan años y años asistiendo. Me interesan aquellos que, teniendo conocimiento del programa previsto para este año, se hayan interesado por estar lo más cerca posible del manuscrito y su propietaria.
—Así que, por el momento, ¿no tenéis pruebas que puedan centrar la atención en alguien en concreto?
—Si lo que buscas es un claro sospechoso —Jean Marie tornó su expresión más seria aún— lamento comunicarte que no. No hay pruebas concluyentes que puedan centrar la investigación en una o varias personas. Estamos tratando de conocer todo lo posible acerca del entorno de Romero, el padre de Cintia. Hemos hablado con algunos miembros de su equipo de arqueólogos, pero ninguno nos ha podido concretar el lugar exacto en el que se halló el manuscrito, si es que el hallazgo se debe realmente a Romero, en lugar de haber llegado a él a través de un intermediario. En cualquier caso, nos encontramos en la pista de un caso que arranca desde hace mucho tiempo. Permíteme que te lo explique, dando así respuesta a la pregunta que me has hecho una segunda vez. ¿Conoces un lugar llamado «Rennes-le-Château»?
—No, no lo conozco.
—Se trata de un pueblo situado al suroeste de Francia, en la región de Languedoc. Imagina una fortificación en lo alto de una colina, dominando la comarca, de difícil acceso para cualquier enemigo que pudiera llamar a sus puertas. Eso debió de ser Rennes, un lugar habitado desde tiempos ancestrales, elegido como enclave de numerosos pueblos que, a lo largo de la historia, han habitado las tierras francesas. Celtas, romanos, godos... Todos ellos pusieron sus ojos en esta colina que, pese a que ahora permanece solitaria y casi abandonada en cuanto a población se refiere, recibe cuantiosas visitas de turistas ávidos de adentrarse en el enigma que se esconde en su interior.
Jean Marie dio otro sorbo a su taza de café, como si quisiera dar paso a una pausa en su relato para observar mi reacción ante aquellas últimas palabras.
—En realidad —prosiguió mientras se echaba la mano al bolsillo para extraer unos papeles—, son varios los enigmas que, de algún modo, se relacionan con esta pequeña población.
»Tras la destrucción del Templo de Jerusalén, en el año 70, su tesoro fue llevado a Roma, donde permaneció durante tres siglos hasta su saqueo, por parte de Alarico. Dos años después, los visigodos desembarcaron en las costas meridionales de las Galias, y se establecieron en la región de Rennes. Aquí nace la leyenda que sitúa en esta región tesoros como el Arca de la Alianza o las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés.
—Son muchos los lugares donde se sitúan esos tesoros, así como otros. Creo que, sólo en España, existen tres o cuatro posibles enclaves del Santo Grial.
—Tal vez no se trate más que del deseo de muchos, el de poder mantener viva la esperanza de encontrar uno de esos objetos sagrados. En este sentido, los nazis sentían una especial devoción por la búsqueda de artefactos que, en su opinión, les daría el poder para alzarse con la victoria en su afán de conquista. Pero eso es otro tema del que podríamos estar hablando horas y horas.
Jean Marie desdobló las hojas que guardaba en su bolsillo. Eran imágenes de los manuscritos en las que podían verse con claridad cada una de las letras, trazos y símbolos que los dotaban de vida.
—En el siglo VI, los merovingios extendieron su dominio sobre los visigodos. En Rennes, el matrimonio entre Dagoberto II con la princesa visigoda Gizelle fue el origen de nuevas leyendas acerca de las riquezas escondidas en la región; leyendas que encuentran su realidad gracias a los numerosos hallazgos arqueológicos: joyas y otras riquezas con las que los reyes merovingios eran enterrados; nuevos tesoros con los que alimentar las leyendas de Rennes.
»Precisamente, otra de esas leyendas ubica el Santo Grial en esta región, que también acogió la presencia judía durante los primeros años del cristianismo. Esta teoría, leyenda, o como prefieras denominarlo, supone un punto de desencuentro con la Iglesia, puesto que menciona, no sólo la presencia del Santo Grial, sino la de José de Arimatea y María Magdalena, en un relato que sitúa en esta región la dinastía de Jesús.
—¿No pensarás que...?
—En realidad no es mi intención establecer un debate acerca de un tema que, pese a estar muy presente en los enigmas de Rennes, creo que resulta intrascendente en el asunto de los manuscritos. Simplemente, lo que me interesa es ponerte en situación, darte a conocer el origen de las investigaciones referentes a este caso. Y el pueblo del que te estoy hablando es el punto de partida.
—Aunque supongo que estos manuscritos no tienen nada que ver con las leyendas que acabas de mencionar...
—No. más bien están relacionados con otras leyendas más recientes: del siglo XX. Imagino que, si no conoces Rennes, tampoco habrás oído hablar de François Berenger Saunière, ¿verdad?
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Bien. Pues escúchame con atención, porque él es el más que probable origen de estos manuscritos.
—Espera un momento, ¿no has hablado con alguien más acerca de todo esto?
No pude ocultar mi decepción por no contar, en aquel momento, con la presencia del Padre Lorenzo. Seguramente él podría aportar algo más de luz a cualquier relato relacionado con los manuscritos. Yo poco podría hacer, además de escuchar todo cuanto Jean Marie quisiera compartir conmigo.
—Si te refieres a alguien ajeno a la investigación, creo que tú eres la primera persona con la que me gustaría poner en común algunos puntos que podrían ser importantes.
—¿Y con Cintia?
—He preferido no involucrarla más de lo que ya está. En estos momentos le conviene estar distante. Quién sabe si el responsable del robo necesita una mayor colaboración por parte de la joven en cuanto a las actividades de su padre u otros hallazgos que puedan estar vinculados a éstos. No, Cintia ha quedado fuera de la partida, y tú debes ocupar el lugar que habíamos previsto para ella.
—¿Por qué yo? —cada vez entendía menos las intenciones de Jean Marie.
—Fray Ángelo, tú eres nuestro enlace con todo cuanto tiene lugar en el monasterio y la hospedería, focos de atención en este momento de cara a buscar uno o varios sospechosos. En lo concerniente al manuscrito, puedes ponerse en contacto con el monje capaz de aportarnos mayor información sobre todo lo relacionado con el canto gregoriano...
—El Padre Lorenzo...
—Exacto. Y por último, respecto a las teorías que estamos manejando, los conocimientos del Padre Dámaso también nos pueden resultar de gran utilidad. Tú eres uno de sus confidentes, por lo que hemos podido comprobar estos días.
—¿A qué conocimientos te refieres?
—A los que él y yo tenemos en común: la demonología. No descartamos el protagonismo de miembros de alguna secta satánica en el robo de los manuscritos, por lo que tal vez necesitemos la colaboración del Padre Dámaso.
—Entonces, ¿puedo compartir con ellos todo lo que estamos hablando?
Jean Marie suspiró, enmudeciendo durante unos segundos. Se había tomado muchas molestias en mantener en todo momento su anonimato, así como en el carácter confidencial de nuestra conversación.
—Para que veas la confianza que he depositado en ti, voy a dejarlo a tu criterio. ¿Crees que podrían guardar el más absoluto silencio acerca de todo este asunto? ¿Piensas que podrían ayudarnos sin ser descubiertos?
—Sí. Confío plenamente en ellos.
—En ese caso, ya tienes la respuesta. En primer lugar, diles que Cintia está bien. Imagino que su repentina desaparición les tiene preocupados.
—Sí. Sobre todo al Padre Lorenzo.
—De acuerdo. Una vez aclarado este asunto, permite que continúe con la parte que relaciona Rennes con nuestro caso. Estábamos hablando de Saunière, centro del enigma contemporáneo que sacude la región, proporcionándola cuantiosos turistas que acuden a introducirse en el misterio escondido en la cima de la colina.
»Saunière fue, durante años, el párroco de Rennes. Era un hombre que, más que austero, podríamos definir como pobre en cuanto a sus posesiones, así como en su estilo de vida y su alimentación. Cuando llegó al pueblo, se encontró con una iglesia casi en ruinas. La parroquia, consagrada a María Magdalena, había sido restaurada por última vez allá por el siglo XV. Al parecer, el cura pudo reunir una suma de dinero procedente de donaciones y otros fondos que su predecesor había guardado para el mantenimiento de la iglesia. De este modo, comenzó por restaurar el altar mayor: un bloque de piedra apoyado en uno de sus extremos sobre una antigua columna de piedra tallada, perteneciente a la época visigoda. Al levantar el bloque, descubrió que la columna estaba hueca, y no vacía, precisamente. Según afirmaron algunos testigos del descubrimiento, obreros que colaboraban en la restauración, en el interior de la columna había tres tubos de madera, sellados con cera, que contenían varios pergaminos manuscritos.
Jean Marie esbozó una sonrisa al pronunciar aquellas últimas palabras, consciente del creciente interés que estaba suscitando en mí su historia. No era para menos, ya que me sentía a punto de descubrir el origen que podría explicar parte de nuestro particular enigma.
—¿Se trataba de los manuscritos que estamos investigando? —no pude contenerme tras el silencio dejado por sus palabras.
—No. Al menos en el caso de cuatro de ellos. Nos han llegado algunas copias de los mismos. A primera vista de los dos primeros, se trata de pasajes evangélicos escritos en latín. Uno narra la visita de Jesús a Lázaro, Marta y María, en Betania, que recoge el evangelista San Juan. El otro pergamino habla del relato de los discípulos de Jesús, recogiendo espigas de trigo, en sábado... Imagino que conoces bien el pasaje del Nuevo Testamento. Como te he dicho, eso es su contenido, a primera vista. No obstante, un estudio más pormenorizado de los pergaminos revela otra serie de rasgos más interesantes desde el punto de vista criptográfico: señales como letras añadidas, monogramas, puntos o acentos... que podrían dar a entender un mensaje oculto. Respecto a los otros dos, su contenido está relacionado con genealogías pertenecientes a la dinastía merovingia, lo que ha supuesto una fuente de teorías para aquellos que ven en los merovingios a los descendientes de Jesús.
»De estos manuscritos se conservan copias que, actualmente, pueden verse en el museo de Rennes. Los pergaminos originales fueron llevados por Saunière a su obispo, en Carcassonne. Allí obtuvo permiso para ir a París, donde conoció a Émile Hoffet, quien posteriormente sería reconocido como una gran autoridad en el estudio de manuscritos antiguos y sociedades secretas. Durante su estancia en París, unas tres semanas, Saunière compró reproducciones de tres cuadros que, entre sí, no guardan ninguna relación. De los tres, hay uno de especial interés, una obra del pintor Nicolas Poussin: «Pastores de Arcadia». Este cuadro ha sido objeto de incontables estudios y forma parte de las más conocidas teorías acerca de la muerte y posterior descendencia de Jesús con la que se ha relacionado a los templarios, así como varias sociedades secretas presentes en nuestros días. A modo de curiosidad, si quieres te hablo del cuadro, aunque no tenga nada que ver con los manuscritos.
—De acuerdo —sentí curiosidad por todo lo que, de alguna forma, pudiera estar relacionado con el origen de nuestro encuentro.
Llegados a ese punto de la conversación, tenía claro que el francés necesitaba, de algún modo, desahogarse. Debía de llevar demasiado tiempo guardando absoluto silencio en torno a la investigación. Y una vez desvelada su identidad, imaginé que no tendría reparos en contarme todo aquello que pudiera estar relacionado con el caso, o que sin estarlo, pudiera adornar su relato.
—Bien —Jean Marie sonrió, satisfecho—. No obstante, si tienes prisa, puedo ir directamente a lo que más nos interesa.
—No te preocupes —ya me había perdido el concierto de los escolanos, así que no me importaba regresar al monasterio un poco más tarde—. No tengo ninguna prisa, hasta la hora de la cena.
—La escena de la pintura es la siguiente: varios pastores congregados en torno a una tumba, observados por una enigmática mujer. En la tumba, una inscripción lateral muestra la leyenda «Et in Arcadia ego».
Jean Marie hizo un gesto, incitándome a pronunciar la traducción del texto, que él ya conocía.
—Y en la Arcadia yo.
—Lo más curioso de esa pintura, es que hay testimonios que sitúan la escena que representa en un lugar cercano a Rennes. Allí se encontraba una tumba de origen desconocido, rodeada de una vegetación similar a la que aparece en la pintura. Por desgracia, sólo nos queda el testimonio de su existencia, puesto que la tumba fue destruida. Respecto a la inscripción, muchas teorías la relacionan, más que con la muerte de Cristo, con su tumba. La Arcadia como signo mitológico de la inmortalidad de los dioses, y una tumba como signo de la muerte, podrían contener el mensaje de que incluso la muerte habita en la morada de lo inmortal. Otros ven en la inscripción un anagrama cuyo mensaje estaría en latín y significaría «Aquí está la tumba de Dios». A pesar de toda la literatura que esta pintura ha dado de sí, en nuestro caso no sería más que otro elemento de los que, como descubrirás a continuación, forman parte del drástico cambio manifestado en Saunière tras su hallazgo inicial. El sacerdote acumuló una extraordinaria fortuna cuyo origen se desconoce, riquezas que le permitieron llevar a cabo toda una reforma no sólo en la iglesia, sino también en sus alrededores.
—Una fortuna que debe de estar relacionada con ese primer hallazgo, ¿no?
—Sí. Sin duda debía de haber algo más en esos tubos de madera, pergaminos cuyo contenido no ha sido revelado, pero que seguramente resultarían de gran valor.
—¿Qué hizo Sauniére con todas esas riquezas?
—Acrecentar el carácter enigmático de aquella colina y todo cuanto la rodeaba. Llevó a cabo sus primeras actuaciones en el interior de la iglesia, dotándola de elementos marcadamente simbólicos, como si el sacerdote se hubiera empeñado en dejar allí un mensaje oculto. Decoraciones  extravagantes, grotescas imágenes… Todas ellas parecían constituir parte de un único todo, un secreto que el sacerdote se llevó a la tumba. Uno de estos elementos es un tablero de ajedrez, de sesenta y cuatro cuadrados, orientado hacia los cuatro puntos cardinales. En realidad, éste es el elemento más normal de cuantos introdujo, pues también colocó todo un vía crucis cuyas lápidas, de un tamaño desproporcionado en relación a la dimensión de la iglesia, muestran en sus escenas detalles nada habituales en este tipo de representaciones, símbolos que hacen recordar las obras de enigmáticos personajes como Leonardo Da Vinci. Otra curiosidad es que las imágenes más importantes de la iglesia están mirando hacia el suelo. Las estatuas de San José y de La Virgen situadas a los lados del altar, y con la presencia del niño Jesús en ambas, han supuesto nuevas interpretaciones acerca de la existencia de un hijo de Jesús. Y en lo que se refiere a estatuas, la más enigmática de todas es la figura del demonio Asmodeo situada a la entrada, bajo la pila que contiene el agua bendita.
—¿Tú tienes alguna interpretación de todos esos signos?
—No. Pero, por si fueran pocos, el sacerdote quiso dotar de mayor oscurantismo a su obra añadiendo una inscripción al dintel de la puerta: «Terribilis est locus iste».
—Este lugar es terrible... Sin duda, un buen modo de atraer la atención de todos aquellos que quisieran encontrar algún tesoro oculto.
—Desde luego. Y a eso debemos añadir que encargó la edificación de una torre, que denominó Torre Magdala, así como una casa para huéspedes, separada de la iglesia por un pequeño patio. Por último, también hay que mencionar una «reforma» del cementerio, donde cambió varias lápidas de sitio y trató de borrar algunas inscripciones. Demasiados comportamientos extraños para alguien acostumbrado a una vida sencilla y austera, ¿no crees?
—Sin duda.
—También se dice que en la reforma realizada en la iglesia encontró unos medallones, así como restos de huesos. Como último detalle de este relato, podríamos añadir que su muerte también  oculta algún secreto, pues se dice que un sacerdote acudió a visitarle en el último momento, ya en su lecho. Tras permanecer a solas con él salió de la estancia habiéndose negado a darle la extremaunción.
—Un relato estremecedor. Pero, centrándonos en lo que a nuestros manuscritos se refiere, ¿hay alguna prueba de que éstos y Saunière guarden alguna relación?
—Sí, respecto a uno de ellos, que supuestamente fue comprado a Saunière, a cambio de una gran suma de dinero. Su nuevo propietario murió de forma repentina poco tiempo después. El manuscrito fue llevado a un monasterio, donde permaneció durante unos años, escondido en la biblioteca entre antiguos libros y pergaminos repletos de ancestrales escritos medievales. Hace apenas unos meses fue robado y, al igual que sucedió en casa de Cintia, el autor del saqueo no se tomó la molestia de llevarse nada más. Hay quienes relacionan la leyenda de Rennes y los actos de Saunière con algún secreto escondido en las letras de los manuscritos. No se sabe mucho del hombre que supuestamente se puso en contacto con el sacerdote para adquirir el, o los pergaminos, si es que tal vez en un primer momento todos los fragmentos del cántico estuvieron escondidos en un mismo lugar.
—¿Se han estudiado detenidamente los manuscritos? —tomé uno de ellos.
—Quédate ambas copias. Supongo que, a falta del tercero, no podemos dar una interpretación adecuada ni al texto ni al extraño esquema de representación del mismo. Mis hombres están haciendo todo lo posible por encontrar al responsable de todo esto. Estamos vigilando de cerca la actividad de varias personas que tenemos localizadas como miembros de sociedades secretas relacionadas con el culto al diablo, muy activas por cierto cuando se aproximan las fechas de Semana Santa. Por el momento, ninguno de mis hombres ha sido capaz de establecer una conexión entre estos grupos y los manuscritos, pero todos ellos permanecen alerta.
—¿Crees que el robo de los manuscritos podría estar relacionado con algún suceso previsto para esta Semana Santa?
—Podría ser. Nuestra hipótesis se basa en que, si bien esos manuscritos podrían contener un poder sagrado capaz de detener al diablo, algún grupo satánico podría tratar de hacerse con ellos y profanarlos en una de sus celebraciones de estos días.
—¿Crees que alguien se arriesgaría de ese modo a ser capturado por la policía para un mero rito de profanación? —pregunté, creyendo que aquella hipótesis no resultaba muy convincente—. ¿Y si no fuera más que un robo por motivaciones puramente económicas?
—Hay pruebas de que algunos de esos manuscritos han desaparecido y vuelto a aparecer en extrañas circunstancias, rodeadas de inexplicables muertes y dantescos sucesos. Pero toda esa información está guardada en un expediente que no me está permitido revelar. Por eso mismo vine a este lugar tan pronto como tuve conocimiento de la aparición de uno de los textos. Su historia está escrita con sangre y dolor.
Las últimas palabras de Jean Marie me hicieron temer por Cintia. A pesar de que, según decía el francés, se encontraba lejos de peligro, tal vez alguien habría seguido sus pasos.
—Creo que no puedo ayudarte —sentí que poco o nada podía aportar para esclarecer los hechos.
—En realidad, sí puedes hacer algo. Habla con el Padre Lorenzo, para que estudie la semiología reflejada en los manuscritos. Que acuda a quien haga falta para poder esclarecer parte de su significado. Habla también con el Padre Dámaso. Pregúntale si en los últimos meses ha tenido lugar algún fenómeno relacionado con el diablo en los alrededores de la basílica.
—Sí que ha habido un caso —tuve que confesar, consciente de que mi relato podría suponer una nueva línea de investigación—. Se trata de un niño, Adrián. Vive en la misma calle que Cintia.
—¿Te refieres a la familia que tú y el Padre Dámaso visitásteis?
—Sí. He acompañado al Padre Dámaso en dos ocasiones, en su visita a Adrián. Se trata de un niño presa de una posesión. En la primera visita no pudimos detectar nada extraño en él, pero en la segunda ocasión resultó todo lo contrario. El espíritu maligno que habitaba en su interior se mostró con una excesiva facilidad, como si de algún modo nos estuviera esperando.
—Interesante —Jean Marie extrajo una libreta y comenzó a tomar notas—. He tenido la fortuna de participar en casos relacionados con posesiones diabólicas. Muchas de ellas han resultado estremecedoras experiencias, pero interesantes al fin y al cabo. Continúa y, recuerda, no olvides los detalles.
—El Padre Dámaso logró que ese demonio nos dijera su nombre: «Precursor».
Aparte de aquello, reproduje todo cuanto recordaba acerca del diálogo que el exorcista había mantenido con aquel demonio. Pedí a Jean Marie que no hablara con nadie acerca de aquel suceso, puesto que el Padre Dámaso quería mantenerlo en secreto.
—No tienes nada que temer —el francés devolvió la libreta al interior de su chaqueta—. Tú guardarás mi secreto y yo guardaré el tuyo. Como bien has dicho, resulta inquietante que en la misma calle donde se ha robado un manuscrito que pudiera contener algún poder contra el diablo, éste se manifieste de un modo tan notable. Has mencionado que ese demonio dijo en una ocasión la expresión «verrà».
—Exacto. No hemos podido averiguar qué quería decir.
—Bien —durante unos segundos, Jean Marie cerró los ojos y dio forma a una nueva hipótesis—. Imagina que realmente esos manuscritos tuvieran un poder espiritual que pudiera alejar la presencia del diablo entre nosotros. Es posible que ese demonio se refiriera al propio Satanás, que tendría las puertas abiertas si esos manuscritos fueran de algún modo profanados. Sé que todo esto puede sonar demasiado exagerado, pero si algo he aprendido estos últimos años es que los poderes del bien y del mal se manifiestan más de lo que creemos, y que los objetos sagrados pueden atraer bienes espirituales, de igual modo que los objetos malditos pueden acarrear poderosos maleficios.
—Si me lo hubieras dicho la semana pasada, tal vez pensaría que estás exagerando, pero tras haber visto lo ocurrido en casa de Adrián... Créeme, comparto la posibilidad de tu hipótesis aunque, como te he dicho, de primeras me incline más por un motivo económico.
—Es bueno tener varias hipótesis, mientras ninguna pueda ser totalmente descartable. La parte más negativa de mi suposición es que ya nos encontramos en Jueves Santo. Si efectivamente  durante estos días va a realizarse algún ritual en el que se puedan echar a perder esos manuscritos, no tenemos mucho tiempo para evitarlo.
Jean Marie volvió a sacar su cuaderno de notas. Escribió un número y arrancó la hoja.
—Este es mi número de teléfono. Si de aquí en adelante descubres algún suceso que pueda estar relacionado con todo esto, no dudes en llamarme. Habla lo que creas conveniente con tus compañeros para poder avanzar en nuestra investigación. Vigila de forma especial, en la medida de lo posible, a las personas que se encuentran hospedadas durante estos días tanto en el monasterio como en la hospedería externa —se puso en pie y extendió el brazo para que le estrechara la mano—. Ha sido un placer compartir contigo lo que llevo sin poder hablar con nadie durante todos estos días. Hay que permanecer atentos. No dudes en llamar para contarme cualquier detalle, por nimio que éste te parezca. Ahora, creo que haré todo lo posible para que la policía efectúe algunas detenciones entre los sospechosos que estamos siguiendo de cerca. Tal vez podamos extraer alguna información de aquellos cuya actividad se desarrolla en un punto más cercano.
Guardé las imágenes de las partituras en mi hábito y me dispuse a abandonar la cafetería.
—Espera —el francés cogió su móvil—. Me ocuparé de que mis hombres te lleven de nuevo al monasterio.
En cuestión de segundos, la puerta interior de la cafetería se abrió, dando paso a los dos corpulentos hombres que me habían acompañado hasta allí.
—Gracias por tu colaboración, Fray Ángelo.
Una última mirada al francés me dio a entender que se encontraba de verdad agradecido por mi confianza. A pesar de que, tal vez de poco le serviría cuanto yo pudiera aportar, sentí en la expresión de su rostro un profundo pesar por no tener muy claro el siguiente paso a dar en la investigación.
Subí al coche y, con el permiso de los otros dos hombres, extraje mi libro de oraciones. El viaje de vuelta resultó tan silencioso como el de ida.
Llegué a la escolanía. El concierto ya había finalizado, por lo que los niños ya habían regresado de la basílica. El claustro estaba repleto de padres y madres que aprovechaban la tarde para estar con sus hijos. Tenía por delante una hora hasta el momento de llevar a los chicos al comedor, donde les esperaba la cena. Era tiempo suficiente como para acercarme a la hospedería, donde tal vez pudiera encontrarme con el Padre Lorenzo. Debía contarle, en primer lugar, que Cintia se encontraba bien.
Cuando me aproximaba a la hospedería, a lo lejos pude ver a Conti y un grupo de alumnos del curso. La tarde invitaba a estar fuera del edificio y disfrutar de las vistas exteriores, con una agradable temperatura. Así lo debieron de pensar quienes, sentados alrededor del invitado principal al curso, disfrutaban de una improvisaba lección junto a los estanques situados frente a la entrada. Uno de los asistentes aprovechaba para dar de comer a la multitud de pececillos que en masa acudían para disputarse cada migaja de pan que les era servida.
Mientras me acercaba, comprobé que el Padre Lorenzo era uno de los que estaban a la vera de Conti, escuchando atentamente cada una de sus explicaciones e interviniendo activamente en lo que más bien parecía un coloquio. Con mi atención centrada en aquella escena que cada vez contemplaba más de cerca, no reparé en la presencia de Nicanor hasta que éste me abordó por un lado.
—Fray Ángelo, ¿puedo hablar un momento con usted?
—Por supuesto —disimulé mis verdaderos sentimientos ante la inoportunidad de su aparición.
—¿Es cierto que la partitura que íbamos a presenciar el sábado ha sido robada?
—¿Quién le ha dicho eso?
—Bueno, en realidad se lo he oído decir al Padre Lorenzo en una conversación con el profesor. Yo me encontraba por allí y, ciertamente, no he podido evitar escucharlo. Eso explica que la señorita Cintia no haya venido por aquí últimamente. ¿Usted lo sabía?
—Sí. Estaba informado pero, como se desconoce la autoría del robo así como sus circunstancias me dijeron que guardara silencio. Y creo que debo pedirle a usted que, por favor, no mencione nada acerca de esto...
—Por supuesto. No se lo he dicho a nadie. Únicamente me preguntaba si ustedes, los monjes... Bueno, creía conveniente que usted lo supiera puesto que, en fin, al igual que el Padre Lorenzo y el Padre Dámaso, tenía mucho interés en ver esa joya antigua.
—Sí, me temo que tendremos que clausurar el curso sin poder contemplar de cerca la partitura.
—Sí, una pena. Personalmente, creo que era un modo perfecto de finalizar este encuentro. Pero bueno... Por cierto, ¿sabe si la señorita Cintia se encuentra bien? Creí que pasaría más tiempo con nosotros pero, en fin, supongo que todo esto estará resultando complicado para ella.
—Sí, se encuentra bien. Aunque, con lo sucedido, no ha tenido tiempo para venir.
—Una pena... El primer día del curso hablé con ella en referencia a unos textos de contenido mitológico que he recogido en un libro —el profesor me mostró un ejemplar en cuya portada podía verse a un hombre luchando contra un toro. Imaginé que representaría la escena de Teseo en el laberinto del minotauro.
—¿Lo ha escrito usted? —pregunté mientras no perdía de vista a Conti y, sobre todo, al Padre Lorenzo, a quienes veía por detrás del profesor Nicanor.
—Sí. Ha sido publicado hace poco tiempo y quería entregarle un ejemplar a Cintia. Se trata de una selección de mitos clásicos que pretenden llegar a los chicos con un lenguaje sencillo y fácil de entender. Están las historias más conocidas de los dioses y héroes griegos: Hércules, Teseo, Perseo, la guerra de Troya, Jasón y los Argonautas... Creo que es un buen modo de iniciar a los chavales en la cultura clásica, ¿no le parece?
—Sí. Desde luego, todo lo que sea incrementar en los chicos el interés por la lectura es fundamental...
—Exacto. Por eso me gustaría saber si podría organizar algún día una presentación del libro o charla sobre mitología, tal vez aquí en uno de los salones de la hospedería, o quizá en la escolanía, un día en el que se encuentren los padres...
—Sí, podríamos hablarlo y, con tiempo suficiente, organizar una presentación.
—Perfecto. La editorial me permite comprar ejemplares con un generoso descuento, por lo que podría llevarlos allí. En fin —me enseñó una tarjeta en la que venía la portada del libro, así como el nombre, apellidos y teléfono del autor—. Tome mi número de teléfono. Me gustaría poder hablarlo con usted detenidamente y... Quizá podríamos prepararlo para los últimos días de curso, antes de que los chicos se vayan a sus casas.
—Está bien.
—Gracias, Fray Ángelo... No quiero entretenerle más. En realidad, lo que más me interesaba era saber que Cintia se encuentra bien y no ha sufrido ningún otro percance. Imagino que estará pasando por momentos difíciles.
—Afortunadamente, se encuentra bien.
—De acuerdo, gracias... Perdone si le he hecho perder tiempo.
Nicanor continuó su camino, paseando en dirección al sendero que conducía a la base de la gran cruz. Su mirada se perdía en un cielo que empezaba a oscurecerse, dejando al descubierto un infinito manto de estrellas. El profesor caminaba con las manos en los bolsillos, con aire despreocupado, ausente de cualquier inquietud. Rara era la ocasión en la que se le pudiera ver con algún otro participante del curso, como si después de las clases necesitara regresar a una ansiada soledad.
Al ver que me dirigía hacia él, el Padre Lorenzo se puso en pie y dejó el grupo para salir a mi encuentro.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, impaciente. No te he visto en el concierto, y luego te he buscado por toda la basílica.
—He estado un tanto... ocupado —no sabía por dónde empezar a explicarle mi conversación con Jean Marie.
—Me ha llamado Cintia —el Padre Lorenzo tornó su rostro con una amplia sonrisa—. Se encuentra bien. Me ha hablado de ese tal Jean Marie. Dice que es un detective o algo así. Vendrá mañana para hablar con nosotros.
—¿Quién?  ¿Cintia?
—Sí.
—Pero Jean Marie le dijo que, por el momento, no volviera por aquí, que debía permanecer alejada de todo esto...
—¿Y tú como sabes eso?
—Porque acabo de estar con Jean Marie —le agarré del brazo para obligarle a caminar en dirección opuesta al resto de personas que se encontraban dispersas por el patio frontal—. Eso era precisamente lo que venía a contarle. Por cierto —señalé con la cabeza a Nicanor, a punto de doblar la esquina—, él sabe lo del robo.
—¿Nicanor? —pues yo no le he dicho nada...
—Le escuchó cuando usted lo hablaba con el profesor Conti.
—Sí, es posible que estuviera un tanto cerca, en una de las aulas. Conti no paraba de contarme las ganas que tenía de ver de cerca el manuscrito. Decía que se sentía entusiasmado por poder estudiarlo detenidamente... Y el sábado es la clausura del curso... Tenía que decírselo, ¿qué esperabas?
—Sí, pero podía haberlo hecho en privado.
El Padre Lorenzo tenía fama en el monasterio de hablar siempre demasiado alto, incluso en los momentos en los que debía imponerse el silencio. La discreción no era, precisamente, una de sus virtudes. Y pronto me recordó que reconocer sus errores tampoco.
—De todos modos, los demás tienen que saberlo, ¿qué importa que sea un par de días antes? Sería peor que esperáramos al último momento, a tener el aula repleta de alumnos deseosos de ver el manuscrito.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie. Solo ese profesor. No sé cómo lo hace, pero acaba enterándose de todo, se mete en todas las conversaciones que tienen lugar en el monasterio, en la sala del café... Me recuerda al pasaje del Evangelio en el que Jesús dijo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos». A veces pienso que solo basta pronunciar una palabra en latín o griego para que de repente aparezca él.
Aquello último me hizo especial gracia. A pesar de sus numerosos momentos de soledad, Nicanor parecía omnipresente en cuanto había una conversación entre monjes o huéspedes. Así lo habían podido comprobar incluso los novicios. En los momentos de la recreación, el profesor iba de mesa en mesa, escuchando a unos y otros. Los monjes más ancianos le consideraban un hombre ávido de conocimientos. Estaba claro que el Padre Lorenzo no compartía esa opinión.
—Si habla por ahí tanto como escucha, ten por seguro que esta noche ya todos sabrán que el sábado no van a poder ver el manuscrito. Así que, en ese sentido, creo que incluso ha venido bien que nos haya oído...
—Deberíamos reunir esta noche a los alumnos, al menos a los que están aquí hospedados, y decírselo.
—No te preocupes, ya lo teníamos previsto. Conti se va a encargar de ello. Pero, cambiando de tema y aprovechando la llegada del Padre Dámaso —se giró para contemplar al maestro, que venía directo hacia nosotros—, ¿qué te ha contado Jean Marie?
Nada más llegar, el Padre Dámaso me hizo la misma pregunta con la que me había recibido el Padre Lorenzo.
—Ha estado con Jean Marie —se apresuró a contestar el director musical—. Precisamente ahora íbamos a hablar sobre ello, ¿verdad Ángelo?
—Entonces, he llegado en el momento más apropiado —el tono de sus palabras reflejaba cierta decepción por no haber sido avisado para una conversación que le resultaba de gran interés.
—Quería hablar de esto con los dos, tal y como precisé en mi encuentro con Jean Marie. Eso sí, aparte de nosotros, nadie más debe saberlo —casi de forma inconsciente, mi mirada se posó en el Padre Lorenzo, que entendió perfectamente aquel gesto.
—Habla —dijo con humor—. Nicanor está lejos.
—¿Qué? —el Padre Dámaso frunció el ceño.
—Hablaremos de ello en la biblioteca de la hospedería. Así nos aseguramos de que nadie escucha.
La biblioteca era uno de los lugares más tranquilos de la hospedería. Estaba cerrada al público, por lo que había muy pocos que conocieran de su existencia y, sobre todo, de su ubicación. Sentados a una de las mesas, hablamos acerca de mi encuentro con Jean Marie. Omití los detalles que me había contado el francés acerca de los misterios de Rennes-le-Chateàu y Saunière, centrando la conversación en las hipótesis que manejaba el investigador. El Padre Lorenzo fue el que más impresionado quedó. Él era un experto en materia musical y en historia del canto gregoriano, que nada tenía que ver con la especialidad de Jean Marie. En cambio, el Padre Dámaso compartía con el francés amplios conocimientos en lo referente al estudio de demonios y ritos ocultos. El exorcista  optó por descartar el motivo puramente económico como móvil del robo, decantándose más por la hipótesis expuesta por el francés.
El tiempo se nos echó encima demasiado pronto, por lo que tuvimos que acordar un nuevo encuentro para continuar intercambiando opiniones. Sería al día siguiente si, como había dicho el Padre Lorenzo, Cintia acudía a visitarle a primera hora de la mañana. Pensé que no era una buena idea por parte de la joven, aunque comprendía que le resultaría difícil, por no decir imposible, alejarse y permanecer ajena a cuanto había sucedido o a las investigaciones que se estaban desarrollando.
Salimos de la biblioteca y, tras llegar a la abadía, nuestros caminos se separaron. Los otros monjes se dirigieron a la capilla, mientras yo recorría el claustro del monasterio para acceder a la escolanía. Era la hora de la cena y tenía que recoger a los chicos.
Situados en filas, los escolanos recorrieron el claustro del monasterio, en un silencio que quedó roto nada más atravesar la puerta que conducía hasta el comedor.
Durante la cena, los recuerdos de mi conversación con Jean Marie me asaltaban una y otra vez. De forma especial, aquella última expresión del francés en el momento de la despedida. Sentía que el tiempo se le estaba agotando. Si de verdad su hipótesis era cierta, no faltaba mucho para que los ladrones de los manuscritos llevaran a cabo con ellos algún siniestro ritual. El francés temía que uno de sus miembros hubiera participado en el curso. En ese momento, lamenté no haber solicitado al Padre Lorenzo una copia de la lista de asistentes que pudiéramos ir comprobando. Él conocía a la mayoría de ellos, mientras que yo apenas había tenido tiempo de saber los nombres de mis compañeros de clase, con quienes mantenía una relación casi inexistente. Las prisas por estar en un lado o en otro, así como los repentinos sucesos que incluso amenazaban con apartarme de mis obligaciones, me impedían dar al curso un mayor aprovechamiento. Sin embargo, estaba viviendo experiencias que dejarían en mí una huella imborrable.
La cena transcurría en un ambiente excesivamente calmado. Tal vez los escolanos se encontraran cansados, aunque resultaba extraño que niños como Jorge o Juanma pudieran llegar a estarlo en alguna ocasión. Sus inquietas mentes no les daban tregua. En ocasiones casi me resultaban más temibles cuando se mostraban aparentemente tranquilos. Si se detenían demasiado tiempo a pensar era para tramar alguna de sus trastadas.
El Padre Lucas se puso en pie para la acción de gracias. Los niños imitaron su gesto, aunque el silencio tardó un tiempo en llegar. El monje responsable de los mayores repartió una severa mirada entre los que aún no se callaban. Una advertencia fue suficiente para que se impusiera la calma durante el regreso a la escolanía para la oración previa al descanso de la noche. Yo me encargaría de dirigir el rezo, a través de unas breves palabras que precedían a las últimas plegarias del día.
Recordé a los escolanos el Evangelio proclamado durante la Eucaristía, la última cena de Jesús con sus discípulos, en lo que serían sus últimos momentos con  quienes más quería. Ese pasaje me llevó a hablarles de la importancia de la amistad y el respeto entre ellos, puesto que la escolanía era y debía ser siempre una gran familia.
La calma continuó, poco después, ya en el dormitorio común. Exceptuando a un par de niños, no tuve ninguna dificultad para que se pusieran pronto el pijama y, tras lavarse los dientes, se  fueran a dormir. No faltaban los rostros tristes y ojos llorosos que en ocasiones podía ver en algunos de los chicos nada más marcharse sus padres. Sobre todo para los más pequeños, las noches posteriores a las visitas familiares transcurrían más lentas de lo habitual. En contraste con sus compañeros, Jorge aún parecía tener ganas de jugar. Le sorprendí en el cuarto de baño, moviendo las llaves del agua.
—¿Qué estás haciendo?
—Es que... —una vez más, el niño buscó una justificación— Alguien había cortado el agua caliente.
—Abre las llaves… y venga, a dormir —yo también me encontraba cansado, demasiado como para iniciar una discusión con el crío.
—Jorge —le llamé de nuevo, cuando ya salía—. Te he dicho que dejes abiertas las llaves... las cuatro.
—Pero si están abiertas...
—Ven —le llevé de nuevo hasta el fondo del cuarto de baño—. Las llaves del agua caliente —señalé una de las que tenían en el centro, un punto rojo— se abren hacia la derecha, mientras que las del agua fría se abren hacia la izquierda. ¿De acuerdo?
—Sí... De acuerdo.
—Sabes la diferencia entre izquierda y derecha, ¿verdad?
—Sí —el niño se echó a reír.
—Y ahora, a dormir.
—Pero es que... es muy pronto...
—Sí, y la hora de despertarse también llega muy pronto. Mañana tenéis dos ensayos con el Padre Lorenzo antes de los Oficios.
—Yo no... Me toca salir de monaguillo.
—Pues entonces aún peor, tienes ensayo con Fray Juan. Y ya sabes cómo se pone el maestro de ceremonias cuando los monaguillos no atienden a sus explicaciones...
—¿Has descubierto si los rosarios estaban malditos?
En aquel momento, lamenté haber prolongado la conversación con Jorge. Su pregunta me perseguiría durante muchos días si no le daba una contestación.
—No, no están malditos. El Padre Lorenzo los tiene guardados así que ya está todo solucionado.
Evité añadir una última recomendación u orden referente al lugar en el que los habían encontrado. Estaba convencido de que una prohibición de abrir de nuevo la trampilla sería el detonante de que Jorge y sus compañeros hicieran justo lo contrario. Así que me ahorré hablar más sobre el tema, con la esperanza de que los juegos de cabañas les hicieran olvidarse de aquel sitio.
—Vale. Pero, ¿cómo sabe el Padre Loren que no...?
—¡A dormir! —saqué una pequeña libreta que guardaba en mi hábito, donde apuntaba a aquellos que se portaban mal. Para los niños, suponía una «lista de espera», de cara a cumplir el siguiente castigo que se me ocurriera.
Jorge supo interpretar lo que significaba la aparición de aquella libreta con oscura portada. Ninguno quería ser apuntado en la que algunos denominaban «la lista negra».
Cuando vi a Jorge meterse en la cama y cubrirse con las mantas, comprobé aliviado que el silencio se apoderaba una vez más del dormitorio. Vacié el contenido de los bolsillos del hábito sobre la mesa de mi habitación. Allí estaban las dos hojas que me había entregado Jean Marie. Representaban los dos manuscritos que Cintia nos había mostrado. Empujado por la curiosidad, quise echarlas un último vistazo antes de dormir.
Las imágenes se veían más nítidas, pero su contenido era el mismo que ya conocía. Leí las líneas en latín. Seis líneas, seis palabras por línea, y seis acentos, unos inclinados hacia la derecha, otros hacia la izquierda, y algunos perfectamente horizontales. Por un segundo, me acordé de las llaves de agua del cuarto de baño. Un sonido procedente del dormitorio de los críos me hizo temer que tal vez Jorge aún no estuviera dormido. Me asaltó la idea de que pudiera aparecer en mi habitación y descubrir las partituras. Sería mi condena, en forma de incontables preguntas que el niño no pararía de hacer hasta que apuntara su nombre en la lista. Mientras pensaba en ello, mis ojos no se apartaban del manuscrito. El recuerdo de las llaves de agua me dio una pequeña idea, de cara a buscar un mensaje escondido, si es que pudiera existir alguno.
Contemplé con atención el texto que iniciaba el canto. Me detuve en cada uno de los acentos que lo ornamentaban. Había en ellos un patrón que se repetía en ambos manuscritos. Las tildes inclinadas hacia la derecha o la izquierda estaban situadas entre dos letras, aunque en ocasiones más próximas a una que a otra. En cambio, los acentos horizontales se veían claramente sobre una única letra. Busqué un paralelismo entre la estructura de los manuscritos y la explicación dada a Jorge en el cuarto de baño. Relacionando las llaves inclinadas hacia la derecha con el agua caliente y las inclinadas hacia la izquierda con el agua fría, quise encontrar una significación parecida en la presencia de las tildes.
Entusiasmado con la idea, saqué la libreta donde, por primera vez en mucho tiempo, no apuntaría el nombre de un escolán, sino el resultado de mis interpretaciones, que habría de realizar sobre el primer manuscrito, en lo que podría constituir el inicio del mensaje oculto. Para ello, tomé una decisión: si el acento estaba inclinado hacia la derecha, y puesto que estos acentos se situaban entre dos letras, tomaría la letra de la derecha. Si la tilde se inclinaba hacia la izquierda, tomaría la letra izquierda. Y en el caso de los acentos horizontales, la letra sobre la que estaban.
Sentí que mi pulso se aceleraba al escribir la primera letra. Mi mano derecha, temblorosa por la emoción, trazó una línea casi discontinua: el punto de partida de una hipótesis a punto de verse comprobada. Cuidadosamente, miré la siguiente tilde y repetí la operación. Y así hasta completar la primera línea. Mi entusiasmo se tornó en auténtica euforia al comprobar que el resultado era una palabra latina de seis letras.
Al final de la línea vi otra diminuta marca, junto a la última letra. En este caso, no se trataba de un acento, sino de un punto casi imperceptible. Comprobé, en la siguiente línea, que había otro. Al ver el primero después de la palabra que había logrado descifrar, supuse que no estaba relacionado con las letras a emplear, sino que tal vez pudiera ser la separación entre una y otra palabra. Me disponía al estudio de la segunda línea cuando una voz cercana me sobresaltó.
—Fray Ángelo... —era Daniel, el escolán de menor edad y también de menor estatura. Tenía los ojos llorosos—. ¿Puedo llamar por teléfono a mi casa?
Apenas tuve tiempo de guardar la libreta. Las partituras no pasaron desapercibidas a la triste mirada del niño.
—Ya habéis pasado la tarde con vuestros padres, Dani. Mañana podréis hablar con ellos por teléfono pero hoy ya no...
—¿Qué es eso? —el niño se acercó a la mesa donde tenía las copias de los manuscritos.
—Bueno... —busqué una respuesta—. En realidad estaba... estudiando...
—¿Te lo ha mandado el Padre Loren?
—Sí, me ha dicho que tenía que estudiarlas —en realidad había mucho de cierto en aquella respuesta—. Ya ves, el Padre Lorenzo nos manda deberes incluso a los monjes.
—¿Y ya te la sabes?
—Me he aprendido la primera línea...
—Parece muy difícil —el chico tomó la hoja y, en su interior, trató de tararear las notas según la notación dispuesta sobre el tetragrama. A pesar de ser uno de los nuevos, Daniel era, probablemente, el muchacho más inteligente y estudioso de la escolanía, además de un apasionado de la música, especialmente del piano. Sus progresos en canto gregoriano habían sido muy notables, por lo que el Padre Lorenzo ya le había incorporado al coro.
—Sí. Es bastante difícil, y ya sabes cómo se pone el Padre Lorenzo cuando no hacéis los deberes.
—Sí. A lo mejor te manda copias si no te la sabes —el niño se echó a reír.
—Sí —me contagié de su repentina muestra de alegría. Resultaba sorprendente cómo algunos de aquellos críos podían pasar del llanto a la risa en cuestión de segundos. Tal vez se debiera en parte a la soledad de la noche. Había niños que lloraban nada más verse sin sus padres, pero el llanto les duraba poco, pues pronto encontraban un compañero con el que jugar o, simplemente, hablar.
—¿Mañana hay móviles? —preguntó, más tranquilo.
—Sí. Mañana podréis hablar con vuestros padres.
—Es que hoy casi no me ha dado tiempo a despedirme, después del concierto. Mi padre se tenía que ir pronto.
—Más pronto de lo que hubiera querido, seguro. Pero claro, vivís lejos y estos días hay mucho tráfico. Tus padres tienen que salir con tiempo para no llegar demasiado tarde a casa. No te preocupes, mañana hablas con ellos. Pero ahora, hay que dormir. Porque si no, mañana vas a tener sueño en el ensayo y el Padre Lorenzo te va a castigar.
—Y a ti también, si no estudias eso —señaló los manuscritos.
—Sí.
—Entonces... estudia.
—De acuerdo, y tú vete ya a dormir. Así mañana no habrá ningún castigo del Padre Lorenzo.
—Vale —el niño se dio la vuelta.
Me aseguré de que no había ningún otro crío despierto. El dormitorio volvió a quedar sumido en su habitual monotonía: ronquidos, respiraciones profundas y alguna conversación que se escapaba de un sueño. Regresé a mi habitación y me senté frente a las partituras.
En la segunda línea los acentos se veían con menor claridad, pero igualmente diferenciados. Extraje dos nuevas letras que dieron forma a otra palabra, según interpreté del siguiente punto situado al final de uno de los caracteres. Seguí mi recorrido por el manuscrito, emocionado por encontrar sentido a mis interpretaciones. Al rescatar la tercera palabra, la emoción dio paso a otro sentimiento muy distinto. Dejé el bolígrafo sobre la mesa y comprobé que, efectivamente, la traducción de los signos según las normas que había definido era correcta. Un sudor frío recorrió mi cuerpo, mientras detenía mi estudio. La hipótesis de Jean Marie daba paso a una muy parecida, con los mismos protagonistas e igualmente aterradora. En aquel momento descarté cualquier tipo de motivación económica relacionada con el robo de los manuscritos. Me vino a la mente la imagen de Adrián y el recuerdo de aquella palabra pronunciada con voz diabólica: «Vendrá». Deseé fervientemente que aquella palabra quedara solo en una intención. Si de verdad los tres pergaminos ya hubieran encontrado un portador común, y el poder contenido en aquellas letras fuera real, nos encontrábamos frente al desencadenamiento de terribles sucesos. Una parte de mí no quería creerlo. La otra se echó de nuevo a temblar al releer las tres primeras palabras de aquel enigma:
«INVOCO TE, SATANA».