MARTES
«Por eso, regocijaos,
cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar!
porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo
que le queda poco tiempo».
Apocalipsis 12,
12
Encendí el reproductor de cd, y por todo el
dormitorio se escuchó el «Docti Sacri» de
Mendelssohn. Subí el volumen de la música y cogí la botella de agua
que empleaba para despertar a los más perezosos.
Abiertas las contraventanas del dormitorio
para que entrara la luz, comprobé que el nuevo día no sería muy
distinto al anterior. La niebla vagaba por los alrededores,
ocultando la gran cruz en su densidad. Al otro lado de las ventanas
se dejaban ver algunos de los efectos de la tormenta: un gigantesco
charco que ocupaba casi la mitad del patio y los restos de hojas y
ramas dañadas por la violencia del viento.
Algunos de los niños parecían no haber
dormido lo suficiente, a juzgar por sus gestos cansados y apagados.
Algo parecido me sucedía a mí. Sentía que el transcurso de la noche
no había logrado reponerme de un día fuera de lo común. Traté de no
detener mi mente en los acontecimientos previos al sueño. El nuevo
día se presentaba con nuevas incertidumbres y tareas que requerían
toda mi atención.
Estaba haciendo mi cama, cuando sonó el
teléfono. Lo descolgué rápidamente, pensando que sería el Padre
Lucas, para contarme si había sucedido algo más durante el
transcurso de la noche. La voz que escuché al otro lado era otra
bien distinta, aunque su tono tampoco resultaba precisamente
alegre.
—Ángelo, ¿ya están los chicos en la
capilla?
—No, Padre Lorenzo. Aún quedan cinco
minutos...
—Está bien. Ven a verme después de desayunar,
a eso de las nueve y media. Es importante.
Ni siquiera me dio tiempo a contestar. El
Padre Lorenzo era un hombre que no se andaba con circunloquios.
Decía aquello que creía conveniente y, en ocasiones, no había nada
más que añadir.
Apagué la música, y me aseguré de que los
niños salieran del dormitorio peinados y con el uniforme bien
puesto, con el cuello de la camisa por dentro, y los zapatos
atados. Al echar un vistazo a las camas de los críos, me di cuenta
de que me había distraído demasiado en mis pensamientos, lo
suficiente como para que Juanma se escapara del dormitorio con la
cama a medio hacer, y Luis dejara un montón de ropa sobre la
almohada.
En la capilla, el Padre Lucas se encargaría
de dirigir la oración de la mañana, un momento breve antes del
desayuno, tras el cual los escolanos tendrían el primer ensayo de
cara a las celebraciones de Semana Santa. Yo, por mi parte,
esperaba que el Padre Lorenzo no me entretuviera demasiado, para no
llegar tarde a la clase de Conti.
Cuando bajé al claustro, los escolanos ya
estaban situados en filas, a punto de dirigirse al comedor. El
Padre Lucas, al frente, llamó a los encargados de servir las mesas,
que salieron corriendo para llegar antes que los demás. Su rostro
era serio, imperturbable. Durante el desayuno le vi comer en
silencio, pensativo. Seguramente aún seguía dándole vueltas a lo
sucedido en la noche anterior. A su alrededor, los escolanos
mayores también se encontraban más callados de lo acostumbrado. Por
el contrario, en la mesa de los más pequeños la algarabía era
creciente. Tuve que llamar la atención a varios de ellos, cuyo tono
de voz iba en aumento, casi en la misma proporción que sus bromas
se convertían en la primera discusión del día. Por suerte, no fue a
más y los chicos fueron abandonando el comedor a medida que
terminaban de desayunar.
Me hubiera gustado quedarme a solas con el
Padre Lucas para hablar con calma, pero quería finalizar lo antes
posible mi encuentro con el director del coro para poder dirigirme
a la hospedería.
Al entrar en el claustro del monasterio,
observé que él ya me estaba esperando. Parecía impaciente aunque, a
decir verdad, el Padre Lorenzo era un hombre a quien las prisas
parecían acompañarle allí donde fuera.
—Ángelo, ven —me dijo antes de que llegara
hasta él.
Le seguí al otro lado de la puerta de
clausura, al interior de uno de los locutorios. Para mi sorpresa,
había más gente. En concreto, estaban Cintia, Octavio y el Padre
Dámaso, todos ellos con una expresión seria.
—¿Qué ocurre? —pregunté extrañado.
—Verás, Ángelo —habló Octavio—. Se trata de
la partitura que íbamos a mostraros el último día del curso... La
han robado.
—¿Qué?
—Anoche... —la voz de Cintia se escuchaba
entrecortada—. Llegué a mi casa, y vi que habían forzado la
cerradura de la entrada. Y luego, cuando vi aquello... las sillas y
cajones por los suelos, el salón, mi habitación... Alguien había
entrado, y había buscado en todas partes hasta dar con el
manuscrito. Se lo han llevado.
—¿Y no han robado nada más? —pregunté,
incrédulo.
—No. Y es extraño, porque incluso el dinero
que guardo en mi dormitorio aún está allí, tirado sobre la cama.
Sólo buscaban el manuscrito.
—Ya hemos avisado a la policía —habló
Octavio—. Supongo que aún continúan allí, buscando alguna pista que
pueda ofrecerles una línea de investigación.
—No me lo puedo creer —Cintia tenía los ojos
llorosos—. ¿Quién iba a entrar en una casa para llevarse únicamente
una partitura?
—¿Había mucha gente que tuviera constancia de
su hallazgo? —preguntó el Padre Dámaso.
—Por desgracia sí. La noticia fue publicada
en varios periódicos, que lo hicieron público pocos días después de
la muerte de mi padre. Incluso hubo varias instituciones que
quisieron entrevistarme, o acceder al documento para poder verlo de
cerca. Únicamente les mandamos una fotografía. A través del acto de
clausura del curso pretendíamos mostrarlo por primera vez en
público. Hasta ahora, tan solo unos arqueólogos, amigos de mi
padre, han podido acceder al manuscrito para echarle un vistazo
detenidamente.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el Padre
Lorenzo—. Me refiero a... ¿qué les decimos a los participantes del
curso, o al maestro Conti?
—De momento, nada —se apresuró a contestar
Cintia—. No hasta que la policía nos desvele los primeros
resultados de la investigación, a ver si con un poco de suerte
pudieran encontrar al responsable.
—Hay algo más —el Padre Lorenzo extrajo un
papel que guardaba en su interior—. El guardia civil de la entrada
me ha entregado un listado con las matrículas de los vehículos que
han entrado o salido en las últimas horas del recinto. No sé si
podría servir de algo...
—¿Insinúa que alguien de aquí podría estar
relacionado con el robo? —preguntó Octavio.
—No sé. Pero este año el curso ha tenido una
mayor aceptación que en años anteriores. Y creo que puede deberse a
la expectación que ha generado el descubrimiento de ese manuscrito.
No quiero pensar que alguien de aquí pudiera estar relacionado
pero, por el momento, tenemos que ayudar en todo lo posible a
esclarecer los hechos, colaborando en lo que podamos. En la puerta
de entrada se han quedado con una copia de este listado. Van a
cotejar las matrículas de los vehículos con las de aquellos
pertenecientes a los participantes en el curso. La mayoría de ellos
han reservado una habitación para estos días por lo que, al menos,
podemos asegurarnos de los que realmente no han tenido nada que
ver. Sé que no es gran cosa —el Padre Lorenzo miró a Cintia, que se
sentía abatida— pero me temo que, desde aquí, no podemos hacer
mucho más.
—Lo sé —la joven esbozó una frágil sonrisa—.
Gracias por su ayuda.
—Ángelo, ve a buscar a Fray Daniel y dirigíos
al curso. No hables de esto a nadie.
Asentí y me fui de allí, consciente de que no
muy pronto los medios se harían eco de lo sucedido en casa de
Cintia.
Encontré a Fray Daniel en la capilla. Ni
siquiera hizo falta que entrara a buscarle. Nada más verme, el
novicio supo que había llegado el momento de ir al curso.
Durante el trayecto que nos separaba de la
hospedería, Fray Daniel se mostró silencioso, como siempre. No
quise iniciar una conversación relacionada con lo vivido el
domingo, en casa de Adrián, en lo que tal vez habría supuesto para
el novicio un alivio, más que una decepción. La experiencia de un
exorcismo puede resultar enriquecedora en la Fe, pero aterradora en
el preciso instante en que uno se siente observado por Satanás,
aunque sea a través de los ojos de un niño. Pensé que, ante algo
así, mi reacción habría resultado similar a la de nuestro hermano
más joven. Además, estaba convencido de que el Padre Dámaso ya se
habría encargado de hablar con él, amortiguando el efecto negativo
que había supuesto la visita, según el maestro de novicios.
De camino a la hospedería, me limité a
preguntar a Fray Daniel acerca del curso. Me dijo que no lo llevaba
mal, aunque yo sabía que, con lo inteligente que era aquel
muchacho, estaría resultando uno de los alumnos más ávidos de
conocimiento en una materia que para un monje benedictino resulta
de vital importancia. No en vano, el gregoriano es un cántico que,
de forma diaria, se escucha en la basílica. Y cuando los chicos
están de vacaciones son los monjes los que se encargan de elevar
sus voces para dar una mayor solemnidad a la liturgia.
Además, son precisamente los novicios los que, en ausencia de los
escolanos, se encargan de entonar el salmo dominical que, aunque no
es en latín, requiere de unas dotes adecuadas por parte del cantor.
Los demás miembros de la comunidad ya habíamos podido comprobar
que, en ese aspecto, la voz de Fray Daniel no tenía nada que
envidiar a las de los niños cantores.
Conti ya estaba de pie junto a la mesa del
profesor, mirando una última vez las anotaciones de sus hojas antes
de iniciar la clase. En la pizarra tenía escrito el tema en torno
al cual giraría la primera clase del día: los «tropos». El profesor levantó la vista de sus
apuntes y la paseó por el aula para asegurarse de que ya estábamos
todos.
—Buenos días a todos. Hoy vamos a iniciar la
clase hablando de los tropos, que podríamos definir como
manipulaciones, tanto literarias como rítmicas, del repertorio
original. Su importancia es tal que, en muchos casos, a partir de
ellos se compusieron nuevos fragmentos de texto y música que se
fundieron con el canto original. Suponen una alteración del esquema
inicial en virtud de la cual podemos afirmar que constituyen los
inicios de la polifonía. En ocasiones precedían las partes más
importantes de la Misa, dotando a la celebración de una mayor
solemnidad alargando y embelleciendo el canto. Su uso fue fuente de
inspiración para muchos músicos que, de este modo, veían potenciada
su creatividad más allá de las limitaciones impuestas por las
reglas del canto original.
»El uso de tropos cobró especial relevancia
en los siglos X y XI, fundamentalmente, de forma especial en la
Orden de Cluny. En el siglo XII se inicia su decadencia, hasta que
finalmente fueron prohibidos en el Concilio de Trento, con el
objetivo de simplificar y estandarizar el canto litúrgico. Esta
figura se creó para ser interpretada sobre una única sílaba, que
como os decía no tiene por qué ser la primera, ni la última del
canto, sino que en ocasiones era intercalada dentro de una
composición. Uno de los ejemplos de tropo más habituales era el que
se creaba en la última sílaba del Alleluia. Nunca formaron parte de la liturgia en su
sentido más estricto, sino que ocuparon un lugar secundario en el
repertorio del canto gregoriano.
»Uno de los aspectos fundamentales de los
tropos y su evolución es que constituyeron en muchos casos los
deseos de los músicos medievales de embellecer la música hasta
llevarla a otra dimensión, que más adelante se vería perfeccionada
a través del desarrollo de la polifonía.
Conti se puso en pie y añadió otra palabra en
la pizarra: «secuencias».
—Las secuencias son el fruto del desarrollo y
evolución de los tropos, ya que éstos se constituían sobre una
única sílaba. Podríamos decir que la secuencia fue el uso de la
melodía del tropo sobre un número de sílabas de forma que cada una
de ellas correspondía a una nota. Si el fin principal de la
creación de los tropos era adornar los antiguos cantos
melismáticos, los cantores tenían dificultades en recordar toda la
melodía del tropo soportada por una única sílaba. El uso de una
sílaba para cada nota podía suponer una adecuada regla de
memorización para una entonación adecuada, así como la transmisión
oral del canto. Esta práctica se extendió con rapidez entre los
monasterios, de forma que la liturgia tradicional pronto se vio
influenciada por estas nuevas figuras, nuevas melodías que servían
de base a la creación de nuevos textos. La popularidad de estas
secuencias fue tal que algunas de ellas terminaron confundiéndose
con la propia liturgia de la Misa. A lo largo del día iremos viendo
varios ejemplos que sin duda todos vosotros habréis escuchado en
numerosas ocasiones.
»Y ahora, tomad el gradual y abridlo por la
página trescientos sesenta y cinco, correspondiente a un canto de
comunión que dice así: «Dominus regit me et
nihil mihi deerit; in loco pascuae ibi me collocavit. Super aquam
refectionis educavit me». Son palabras tomadas del salmo 22,
cuyo texto que todos conocemos es: «El Señor
es mi pastor y nada me falta, el Señor me conduce hacia fuentes
tranquilas y repara mis fuerzas».
Finalizamos la clase con el estudio de
aquella pieza escrita en el modo protus
plagal. A lo largo de su entonación, Conti se fue deteniendo
en aquellas palabras de especial relevancia para el texto y la
melodía. Siguiendo los consejos y enseñanzas del profesor, al final
pudimos cantar la pieza de una forma más que aceptable.
Una vez más, Conti miró su reloj cuando éste
ya había superado en unos minutos el límite horario impuesto por el
programa.
Nada más abandonar el aula, me crucé con el
profesor Nicanor en el claustro de la hospedería.
—Buenos días Fray Ángelo.
—Buenos días, Nicanor. ¿Qué tal la clase con
la Hermana Dolores?
—Muy bien —respondió con una alegre sonrisa—.
Lo cierto es que estoy disfrutando estos días más de lo que suelo
hacerlo en cualquiera de mis otros periodos vacacionales. Para mí
está siendo todo un descubrimiento. Las clases, la tranquilidad que
se respira en este entorno... Ahora comprendo un poco mejor la
calma que muchos de ustedes irradian. Viven en paz.
Me gustaría haber podido confirmar su
afirmación. Pero lo cierto era que, al menos en los últimos días,
mi vida en el monasterio estaba lejos de caracterizarse por esa paz
de la que hablaba Nicanor. El corpulento profesor parecía radiante,
más alegre de lo habitual en él. Pensé que llevaría tiempo sin
encontrarse con Jean Marie, a pesar de que ambos compartían pasillo
en la hospedería interna. Nicanor siempre procuraba evitar al
francés, a quien consideraba una persona demasiado arrogante.
—Imagino que, a pesar de estar en primer
curso, usted ya tiene cierta ventaja sobre otros alumnos, como
profesor de latín.
—En ese sentido, creo que los conocimientos
musicales de la mayor parte de los demás anula mi posible ventaja
—se echó a reír—. Sin embargo, he de admitir que el solfeo nunca se
me dio mal, por lo que, afortunadamente, me entero bastante bien de
todo cuanto nos explica la hermana.
—Un hombre como usted, acostumbrado a dedicar
horas y horas al estudio, no debería tener ningún problema en ir
avanzando en esta materia. Lo único que hace falta es que, de
verdad, se sienta atraído por el canto, y por lo que
significa.
—Siempre me ha gustado la música. Pero estoy
descubriendo que el canto gregoriano es mucho más que eso. Esa
unión entre la letra y la melodía… Uno no logra comprenderlo, a
pesar de la belleza de los cantos, hasta que se adentra en su
estudio, aunque sea de un modo introductorio, como es mi
caso.
—El año que viene, podría apuntarse al
segundo curso.
—Por supuesto. Son pocos días, pero me están
resultando de lo más provechosos. No se imagina cuánto necesitaba
dejar por un momento el ajetreo de la universidad, las correcciones
de trabajos, exámenes… Sólo hay una cosa que interrumpe la plena
calma que me invade en este lugar.
Imaginé de qué se trataba, pero tampoco quise
inquirir el motivo. No hizo falta, puesto que el profesor ya estaba
decidido a continuar hablando de aquel hombre que, por algún
motivo, se había cruzado en su camino.
—¿Alguno de ustedes sabe quién es ese Jean
Marie? Al principio pensé que se trataba de algún amigo de uno de
los monjes, o de uno de esos músicos extravagantes, como alguno de
los participantes en el curso que —miró a uno y otro lado—, entre
usted y yo, están un poco pasados de vuelta.
—Todos tenemos nuestras particularidades
—traté de corregirle.
—Sí, por supuesto. Y hay que respetar a cada
uno por quién es, sin tener en cuenta aquellos aspectos que
resulten más extravagantes. Sin embargo, en lo que se refiere al
francés, no se trata únicamente de su arrogancia al hablar, sino
también de su forma de moverse por el monasterio. Me parece un
hombre desconfiado, vigila constantemente todo aquello que le
rodea. En una de las ocasiones en las que he compartido mesa con
él, en el refectorio, me ha dado la sensación de que se concentraba
más en cuantos tenía alrededor que en la propia comida. A veces
incluso tengo la sensación de que me vigila.
—¿No cree que está exagerando,
profesor?
—Quizá un poco. Lamento si de algún modo le
he ofendido. Tal vez usted le ve con otros ojos y… En fin,
procuraré no entrar en ninguna discusión con él. Me limitaré a
evitarle. Disculpe mi actitud, pero soy de esas personas que
procuran esquivar a quienes, de algún modo, transmiten cierta
negatividad.
—¿Se dirige a la basílica? —le pregunté al
ver que continuaba caminando junto a mí, en dirección al túnel que
comunicaba la abadía y la basílica.
—Por supuesto. Por nada del mundo dejaría de
escuchar las angelicales voces de los niños. Y más ahora, que
empiezo a comprender el sentido de tan hermoso canto.
A nuestro paso por la escolanía, nos cruzamos
con el Padre Lorenzo y los escolanos que, distribuidos en
silenciosas filas, se disponían a bajar al coro para el comienzo de
la Eucaristía.
Nada más alcanzar el hall que comunica la
abadía y la escolanía, vimos uno de los monjes que pasaba a nuestro
lado, con el rostro cubierto por la capucha de su hábito. A juzgar
por sus apresurados pasos, deduje que se trataba del Padre Alberto,
uno de los monjes que siempre iba con prisas a todas partes.
Descendimos por el ascensor y, una vez en la
capilla, Nicanor se encaminó directamente a una de las naves
laterales de la basílica, para ocupar su sitio particular. El
profesor era una persona de costumbres fijas, muy dado a mantener
ciertas rutinas que le hacían sentirse más cómodo y tal vez
seguro.
Me dirigí a la sacristía de la basílica,
donde los sacerdotes y monaguillos ya se disponían a iniciar la
procesión de entrada. El Padre Dámaso sería el encargado de oficiar
la Eucaristía.
Abrí mi gradual por la página correspondiente
al canto de entrada, el «Introito» del
Martes Santo.
En unísona voz, escolanos y monjes recorrimos
el trayecto que nos separaba del coro, elevando nuestras oraciones
sin separar la vista del gradual. Al pasar junto al altar contemplé
a Nicanor que, situado su banco, seguía con la mirada la hoja que
le había sido entregada para poder unirse en el canto. El profesor
se encontraba en un rincón solitario, alejado del resto de fieles
como si temiera que alguno de ellos pudiera distraer su
atención.
Durante la Eucaristía, mis pensamientos se
perdieron en algún lugar, fuera de la basílica. Los recuerdos de la
noche anterior tenían mi mente abstraída. Me resultaba difícil
encontrar una explicación que nadie sería capaz de darme. Eso me
mantenía obsesionado con ideas que iban de lo real a lo
difícilmente imaginable. Pasé más de media hora buscando un motivo
lógico para dar sentido a tan extraño suceso. Terminé dándome por
vencido y, encomendándome a Dios cuando las luces de la Basílica se
apagaron en el momento de la consagración, me prometí a mí mismo no
dar más importancia a algo que no parecía tener sentido.
No me percaté de la presencia de Jean Marie
hasta que la ceremonia estaba a punto de concluir. Observé a lo
lejos la mirada que el profesor le dirigía. Contuve la risa al
pensar que la obsesión de Nicanor resultaba aún mayor que la mía,
ya que al menos, mis dudas e incertidumbres tenían cierta lógica.
La imagen del profesor, de pie, con la mirada fija en su
«adversario» volvió a recordarme a una estatua del dios griego
Poseidón. Mi reacción ante aquel pensamiento debió de resultar un
tanto exagerada, pues no fue un único monje el que dejó escapar
sobre mí una severa mirada.
Al finalizar la Eucaristía, tal y como era
costumbre, el oficiante entonó la oración a San Miguel Arcángel.
Pronuncié aquellas palabras más convencido que nunca del contenido
de aquella plegaria al vencedor del diablo:
«San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad
y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes. Y
tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el
divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan
dispersos por el mundo para la perdición de las almas».
Al contemplar la expresión dibujada en el
rostro del Padre Dámaso, supe que, al igual que yo, su plegaria
tenía presente, ante todo, a Adrián y su familia. Sentí y sufrí
como propio el dolor y la impotencia de no poder hacer frente al
mal que afligía al muchacho, ni descubrir el origen de su
sufrimiento. En aquel momento me reafirmé en no perder más tiempo
buscando una explicación al suceso de la noche anterior, pues había
situaciones mucho más importantes en las que concentrar la
atención. Debía estar más atento a los pasos del Padre Dámaso,
quien estaría pasando por un mal momento. Sentí que necesitaba
devolver a quien fuera mi maestro algo de todo aquello que él me
había enseñado. Y puesto que había confiado en mí para seguir de
cerca la evolución de Adrián y su familia, era mi obligación
ayudarle en todo cuanto pudiera. Desgraciadamente, eran días en los
que tenía obligaciones que me impedirían ofrecer una mayor
dedicación a las atenciones que pudiera demandar el Padre Dámaso:
el cuidado de los niños, el curso... obligaciones que requerían
demasiado tiempo.
Los sacerdotes fueron abandonando el altar en
el mismo orden en que habían partido desde la capilla en la
procesión de entrada.
—¿Tenemos bocadillos? —me preguntó uno de los
monaguillos, nada más cruzarme con él en la sacristía.
Tardé en darme cuenta del motivo de una
pregunta tan inesperada. Para aquel día tenía prevista una pequeña
excursión con los mayores. Trazaríamos parte del recorrido del
Via Crucis, cuyas estaciones se repartían
por el valle, atravesando sus pinares.
—Sí, vamos a llevar dos bocadillos para cada
uno —contesté a Manuel, que aquella semana ejercía como turiferario
en las celebraciones de la basílica. El aroma a incienso lo
acompañaría durante el resto de la mañana.
El chico abandonó la sacristía con prisas por
cambiarse y salir en una excursión que a los críos menos activos no
les hacía demasiada gracia. Serían muchos los escalones que
tendrían que subir hasta alcanzar la pequeña construcción
denominada como «altar mayor», levantada
en la cima de uno de los riscos cercanos que se alzaban en el
entorno.
A pesar de que, en aquel momento lo que más
me apetecía era estar con el Padre Dámaso, esperando una nueva
ocasión para regresar a la casa de Adrián, vi en la excursión con
los muchachos una oportunidad para que mi mente se tomara un
necesario descanso. El cuidado de los escolanos resultaba agotador
en aquellas situaciones en las que se debía imponer la obligada
disciplina. Pero en momentos como las excursiones, ya fuera por los
alrededores de la escolanía o en los viajes de los conciertos, el
trato con los niños resultaba más relajante y tranquilo para
reponer las fuerzas perdidas en otras actividades de mayor carga
intelectual.
Llegué a la escolanía para recoger a los
mayores.
A menudo, los alumnos más veteranos tenían
que abandonar el coro al comienzo de su último año de estancia
entre sus compañeros. Puesto que ya les había cambiado la voz, el
Padre Lorenzo les solía encomendar otras actividades que resultaban
menos gratas que el canto, aunque también importantes para el
adecuado desarrollo de las clases y el aprendizaje diario. La
organización y mantenimiento del archivo, así como la
digitalización de partituras no eran cometidos que resultaran
especialmente divertidos, pero eran útiles.
La excursión al «altar
mayor» supondría aquel día una hora menos de clase, por lo que
no me extrañé al ver a los chicos junto a la puerta de la
escolanía, ya abrigados y con las mochilas repletas de comida,
botellas de agua y fruta.
El último curso estaba compuesto por cinco
escolanos que, afortunadamente, estaban lejos de poder ser contados
entre los más traviesos o rebeldes.
—¿Vais bien abrigados? —pregunté cuando
llegué junto a ellos.
—Sí —Mario miraba a uno y otro lado del
claustro, temiendo la presencia del Padre Lorenzo—. Rápido,
vámonos. Como venga el Padre Loren seguro que nos encarga ordenar
las carpetas con las partituras para el concierto.
—No os preocupéis. Ya sabe que hoy tocaba
excursión —salimos de la escolanía en dirección al recorrido del
Vía Crucis.
—Seguro que se le ha olvidado y quiere que le
ayudemos —insistió Manuel.
—Deberíais ayudar más al Padre Lorenzo
—aproveché que, por primera vez en unos cuantos días, podía reunir
a los cinco—. Ahora que ya no formáis parte del coro tenéis más
tiempo para colaborar realizando otras tareas.
—Es que siempre tenemos que ordenar las
partituras —protestó Carlos.
—Y son muchas —habló Juan, defendiendo a sus
compañeros.
—Si queréis, podéis ayudarme a mí a limpiar
la porquería que hay en el salón de actos, al otro lado del
escenario. Pero tendríais que traer la carretilla del Padre
Ezequiel.
—No, que allí hay demasiada mierda —repuso
Mario.
—¿Tú qué opinas, David? —pregunté a uno de
los que más se escabullía en las tareas encomendadas por el Padre
Lorenzo.
—Prefiero mil veces las partituras. Al menos
allí no hay ratas.
—También podríais aprovechar para ayudar al
Padre Ezequiel con las piedras y plantas del jardín...
—Eso es trabajo para Carlos —David se echó a
reír—. Como siempre dice que es el más fuerte, podría mover todas
las piedras del bosquecillo, arrancar unos cuantos árboles y
plantarlos otra vez.
—A lo mejor te planto a ti, a ver si así
creces un poco —se apresuró a responder el aludido.
—Podríamos ayudar al Padre Dámaso con sus
hogueras.
—Creo que no sería una buena idea —traté de
quitarles aquella ocurrencia de la cabeza antes de que fuera a
más—. Ya hubo un año en el que uno de los escolanos nos dio un buen
susto, tratando de «ayudar» al Padre
Dámaso. El fuego no es un buen amigo con el que jugar.
—Pero si nosotros tenemos mucho
cuidado...
—Precisamente lo dice el que menos cuidado
tiene de los cinco —David esquivó mi mano, a punto de darle una
colleja.
—Bueno, pues entonces, ¿qué podemos hacer
para no tener que pasarnos el día colocando partituras? —inquirió
Carlos.
—En primer lugar, lo que debéis hacer es
dejar de quejaros. Si dedicarais todo el tiempo que os da el Padre
Lorenzo a colocar el archivo, en vez de enredar, ya habríais
terminado de ordenarlo todo hace meses.
—Ni de coña —respondió Mario, uno de los más
activos en las labores de digitalización de partituras—. En el
almacén del Padre Loren hay más música que en todo Youtube.
Es imposible ordenar todo eso.
No pudimos evitar estallar en sonoras
carcajadas.
—Es verdad —insistió el chico—. Algunas
partituras ya casi ni se ven. Llevan aquí más años que algunos
libros de la biblioteca.
—Pues hablando de los libros de la
biblioteca, tal vez deberíais dedicar un poco más de tiempo a la
lectura de algunos de ellos. Tanto ordenador os va a volver
tontos... A algunos más aún —en esta ocasión, David sí se llevó una
pequeña colleja.
—Yo sí que leo —el chico se echó a reír— los
libros que nos mandan en clase.
—He visto algunos de los que leéis... Y
cogéis esos porque no encontráis otros con menos páginas,
¿verdad?
—Yo no, pregúntale a Marisa.
En ese sentido, Mario tenía razón. A
diferencia de otros, él se preocupaba más por la temática de los
libros que por su número de páginas. Las obligadas lecturas
impuestas por la profesora de lengua solían resultarle
amenas.
Los chicos sugirieron nuevas ocupaciones que
pudieran sustituir a sus obligaciones como guardianes del archivo
de música. Algunas de ellas resultaban tan divertidas como
ocurrentes y, por supuesto, imposibles. Llegamos así al último
recodo de nuestro recorrido por el bosque.
Una larga escalinata de piedra nos separaba
de nuestro destino. Era un paraje que a algunos de los escolanos
les sugería una escena de las películas de «El
Señor de los Anillos». Incluso en alguna ocasión varios de los
muchachos habían emulado una batalla con invisibles orcos que
salían a su encuentro; criaturas imaginarias que abatían mientras
subían por los escalones. Las hojas y el musgo que se agarraba a la
piedra los hacían parecer las ruinas de alguna construcción
ancestral.
A pesar de los numerosos peldaños, el
silencio estuvo ausente también en el instante de abordar la cima.
El único momento de absoluta calma se produjo cuando las mochilas
fueron abiertas y su contenido fue desapareciendo.
—¿Quieres un bocata? —peguntó Mario—. Yo
tengo dos.
—No te preocupes —contesté mientras perdía la
mirada en el horizonte que se extendía a nuestro alrededor. Desde
allí las vistas del Valle, así como del embalse y de los montes más
próximos constituían una reconfortante recompensa tras el ascenso;
todo un regalo para la vista. De no ser por las grisáceas nubes que
amenazaban en lo alto, habríamos permanecido allí más tiempo. Pero
la cima de aquel risco no era el lugar más apropiado para
encontrarse una tormenta como la de la noche anterior.
Durante el viaje de vuelta, la celebración
del día del «Obispillo» centró la mayor
parte de la conversación. Para ese día, el uno de mayo, una de las
actividades programadas era la obra de teatro protagonizada por los
alumnos del último curso. Después de una interpretación que los
chicos demostraron saberse de memoria, tendría lugar la entrega de
diplomas de esfuerzo, orden y comportamiento. También obtendrían su
recompensa, en forma de copas y medallas, los ganadores de diversos
torneos llevados a cabo en las horas libres. Por último, todos los
escolanos recibirían otros regalos, obsequios de algunos
colaboradores de la escolanía. Esta ceremonia de entrega de premios
era organizada y dirigida en todo momento por los mayores, en un
alarde de responsabilidad que contribuía a que aquel día familiar
transcurriera de un modo sencillo pero grato.
Los chicos me describieron algunos de los
regalos dispuestos para la entrega, así como un reloj que sería el
premio de la rifa. «Creo que no funciona, pero
está muy chulo», había confesado Mario.
Llegamos a la escolanía poco después de que
las primeras gotas de agua presagiaran una tarde lluviosa. Los
chicos tuvieron tiempo suficiente como para darse una ducha antes
del tiempo de estudio.
Aunque apenas tenía hambre, decidí pasarme
por la cocina y servirme una sobria ración de queso, acompañada de
un buen vaso de vino tinto. De camino a mi celda me crucé con el
Padre Lorenzo, que miró su reloj antes de hablarme.
—¿Tienes algo que hacer hasta la siguiente
clase? —me preguntó.
—Una ducha, y quién sabe si una buena
siesta.
—Olvídate de la siesta. Nos vamos al
monasterio de El Escorial... si te apetece, claro. Nos esperan a la
entrada.
—¿Nos esperan?
—Octavio creyó conveniente que sería una
buena idea, sobre todo para Cintia. Necesita olvidarse, por un
momento, de todo el tema este del robo. ¿Bueno qué? —me preguntó al
ver que no contestaba—. ¿Vienes o no?
—Sí... De acuerdo —me apetecía, a pesar del
cansancio—. Pero necesito una ducha.
—Diez minutos... En diez minutos te espero en
la cochera.
Una vez más, sentí que cualquier plan que
pudiera hacer se desvanecía a mi alrededor. Me hubiera resultado
sencillo decir que no, pero sentía la necesidad de continuar dando
un respiro a mi mente, a pesar de que el cuerpo ya empezaba a
pedirme un descanso.
La ducha fue reparadora, más reconfortante de
lo que habría imaginado. Me dio nuevas energías para continuar
distrayendo mi atención hasta la siguiente lección del inagotable
Conti.
La lluvia había cesado, y el color azul del
cielo intentaba abrirse paso entre unas nubes que trataban de
frenarlo. Puntual como siempre, el Padre Lorenzo ya estaba en el
interior del coche, esperando mi llegada.
A diferencia del Padre Dámaso, el director de
coro era considerado por algunos monjes como un peligro en la
conducción, no sólo por su circulación a una velocidad en ocasiones
desmedida, sino por su costumbre de soltar las manos del volante en
algunas de sus inagotables conversaciones. Sus grandilocuentes
gestos y miradas parecían hacerle olvidar, a menudo, mantener
la atención debida a la carretera.
La historia de la música, los próximos
conciertos, la evolución de los escolanos que formaban parte del
coro... El Padre Lorenzo tenía una inagotable temática en la que
enfocar sus interminables conversaciones. Y si se trataba de canto
gregoriano, su interlocutor podía verse inmerso en el monólogo de
un hombre apasionado de todo cuanto girara en torno a esa materia.
En ese aspecto, se asemejaba mucho a Conti.
El viaje hacia el monasterio resultó ameno.
El Padre Lorenzo me habló del comportamiento de los escolanos en la
clase de música. De cara a próximos conciertos, algunos iban a
tener un mayor protagonismo dado su creciente interés y mayor
dominio de los cantos que estaban ensayando durante la
semana.
—Cintia debe de estar atravesando una
temporada muy complicada —el semblante del Padre Lorenzo se
oscureció por la tristeza—. La muerte de su padre, y ahora esta
violación de su intimidad... La chica lo está pasando mal. Menos
mal que Octavio está muy pendiente de ella. Siempre lo ha estado,
como un segundo padre. Él y Romero eran íntimos amigos. Han
compartido proyectos en diferentes lugares, también fuera de
nuestro país. Conocí a ambos el mismo día, en una ocasión en la que
vinieron aquí para visitar la basílica. El Padre Lucas había
quedado con ellos para enseñarles también el monasterio. Pero como
al final él no pudo ir, me tocó a mí hacer de guía y mostrarles
algunos de los más recónditos rincones del recinto. Romero disfrutó
con la visita. Me pareció un hombre alegre y apasionado de su
trabajo, un buscador de tesoros.
—¿Le habló de sus proyectos?
—Oh, sí. En su mayoría, eran trabajos basados
en el origen de la escritura. Disfrutamos hablando de los
descubrimientos de Arthur Evans en Creta y el mito del laberinto
del minotauro, cuya parte más real había quedado plasmada en
el palacio de Cnosos. Romero sentía una verdadera pasión por la
simbología, las culturas clásicas... Era un hombre con muchos
conocimientos acumulados tras su dilatada experiencia, un verdadero
apasionado de la búsqueda de la verdad escondida tras las leyendas
y los mitos clásicos. Octavio era el complemento perfecto para
algunos de esos proyectos. Sus amplios conocimientos de historia
permitieron realizar con éxito numerosas excavaciones.
—Y Cintia…
—Creo que a Romero le habría gustado que su
hija continuara su mismo camino. Al parecer, la chica no ha
heredado el espíritu aventurero de su padre y disfruta más con su
labor de docente en la universidad. A ella la conocí un par de
semanas después, en la siguiente ocasión en la que vinieron aquí.
Desde el primer momento se mostró como una joven encantadora, y tan
inteligente como su padre.
—Parece una chica fuerte...
—Lo es. La vida le ha dado golpes demasiado
duros, demasiadas oportunidades para consolidar un carácter firme.
Perdió a su madre cuando era tan solo una niña. Sí, Cintia es de
las que no se rinden con facilidad. Por eso estoy convencido de que
no va a tener ningún problema para salir adelante. No obstante,
todos nos sentiríamos más tranquilos si la policía diera con los
responsables del robo. Tenía tantas ganas de poder ver ese
manuscrito… Pero lo principal es que no le haya ocurrido nada a
Cintia —el Padre Lorenzo miró su reloj—. Si es tan puntual como lo
era su padre, ya estará a punto de llegar. Por cierto, ¿has entrado
alguna vez en el monasterio del Escorial?
—La verdad es que no.
—¿No has ido con los chicos a ninguno de los
conciertos que hemos dado allí?
—No.
—Entonces, Cintia no será la única que
agradecerá esta visita. Y según tengo entendido, Octavio tiene la
suficiente influencia como para que nos muestren algunos rincones
que no son accesibles a las visitas diarias. En ese sentido, tal
vez puedan devolvernos el favor que les hicimos en su día.
El Padre Lorenzo esbozó una media sonrisa.
Aquella visita era un regalo que no podía desaprovechar, una
oportunidad para poder contemplar los escritos de la biblioteca del
monasterio así como algunas de sus estancias que permanecían ajenas
al paso de los numerosos turistas que, de forma diaria, visitaban
el monumento.
Dejamos el coche en el aparcamiento lateral
del monasterio. La construcción, imponente, dominaba de forma
majestuosa todo el paisaje a su alrededor.
—Un paraje increíble, ¿verdad? —el Padre
Lorenzo se detuvo un instante para contemplar la visión de una de
las fachadas exteriores—. Una obra magnífica, emplazada en un lugar
cuidadosamente elegido por Felipe II. Para comprender el simbolismo
de esta construcción es necesario primero adentrarse en la
mentalidad del siglo XVI. El Escorial rompe con muchas de las
construcciones propias del Renacimiento para adentrarse en los
misterios de los tiempos del rey Salomón.
A medida que nos acercábamos al palacio, la
visión del mismo eclipsaba todo cuanto pudiera encontrarse
alrededor. A mi lado, el Padre Lorenzo caminaba con aire
despreocupado, necesitado quizá de un paseo tranquilo que le
permitiera reponer las energías necesarias para afrontar los días
posteriores. Todos los monjes conocíamos una de las costumbres
favoritas del director de coro: abandonarse a la soledad en los
momentos previos a cada concierto, como si de ese modo tratara de
reunir la concentración y las fuerzas necesarias para afrontar uno
de aquellos recitales, más numerosos en las épocas navideñas o en
Semana Santa.
Pronto descubrí la pasión que aquella
grandiosa construcción despertaba en un monje que sentía verdadera
predilección por todo lo relacionado con la mística y el
simbolismo, en este caso reflejado en una arquitectura que parecía
poner en contacto lo humano con lo divino. Tras aquellas primeras
palabras descubrí que el Padre Lorenzo tenía un amplio conocimiento
del lugar que nos disponíamos a visitar.
—La primera vez que vine aquí fue para
visitar a un amigo mío, que había decidido incorporarse a la
comunidad de frailes agustinos que habitan en el monasterio. Fue
una primera visita que me cautivó, por lo que desde entonces he
vuelto a este lugar en numerosas ocasiones. No me canso de pasear
entre estos muros y jardines. Sus símbolos, su geometría
perfecta... Esto es lo más parecido a una puerta al paraíso...
Aunque, según las leyendas, antes de su construcción este lugar
tuvo una consideración muy distinta.
—¿En qué sentido?
—El monte Abantos es un lugar que, ya en la
antigüedad, se consideró como tierra sagrada. No tanto la cima,
como muchos creen, sino los alrededores, en los que ya habitaban
ermitaños y podían contemplarse asentamientos prehistóricos de
posible carácter adoratorio. Felipe II podría haberse fijado en
cualquiera de las grandes ciudades de su reino o en sus numerosas
propiedades para levantar la construcción. Sin embargo, eligió este
lugar apartado y de difícil acceso en aquella época. Y lo hizo
aconsejado por una comisión de astrólogos, arquitectos y filósofos,
que recomendaron este emplazamiento, tierras que no poseía el rey y
que compró para hacer realidad su sueño.
—Desde luego, vivir en una construcción así
sería el sueño de muchos...
—No te dejes llevar por la mentalidad actual
de nuestro siglo, que nos limita a ver estas construcciones como
todo un derroche de lujo y riquezas. Este lugar no fue levantado
con tal propósito, ya que su arquitectura más bien responde a una
motivación más trascendental. Respecto a su origen, existen
determinadas leyendas que confieren a este lugar la condición de
baluarte, de protección frente a los espíritus malignos. Tales
historias, tal vez mitos, identifican este lugar como una de
las puertas del infierno, que el monarca trataría de mantener
cerradas levantando un recinto sagrado que impidiera la entrada de
los malignos moradores de las profundidades.
—¿Usted lo cree así? —conociendo las
creencias místicas del Padre Lorenzo y su particular visión del
Apocalipsis no me extrañaría que creyera en algunas de aquellas
leyendas.
—En mi opinión, es exagerado. Pero lo que sí
es cierto, es que hay determinados lugares repartidos por el
planeta que concentran una mayor energía. Podríamos decir que la
Tierra libera parte de la energía que genera en su interior,
radiaciones que fluyen verticalmente hasta alcanzar las capas más
elevadas de la bóveda celeste. En algunas ocasiones su nivel de
vibraciones es más bajo que el nivel energético del ser humano. De
igual modo, existen los denominados vórtices energéticos, puntos de
los que emana una energía superior, con un nivel vibracional
igualmente mensurable mediante las denominadas Unidades
Bovis.
—Una teoría un tanto compleja...
—Difícil de demostrar, ¿verdad? Es posible. Y
más difícil resultaría aún en el Siglo XVI. No obstante, algo
debieron ver los consejeros de Felipe II para que finalmente la
construcción del palacio se realizara aquí, en un lugar que
aparentemente carecía de las comodidades de las que hubiera podido
gozar en la cercanía de una ciudad. Como te he dicho antes, el
Escorial no puede entenderse sin la complejidad mística que
caracterizó a Felipe II, un rey aparentemente obsesionado con el
viaje trascendental que se esconde tras la existencia humana. Para
que te hagas una idea, su culto hacia los santos era tal que le
llevó a una auténtica obsesión por las reliquias, hasta el punto de
reunir varios millares de ellas que serían colocadas en los
pináculos de las torres. Esta obsesión es una de las que
seguramente han alimentado la leyenda del Escorial como lugar
sagrado de contención frente a una de las puertas del infierno.
Creo que incluso llegó a tener uno de los pies de mi querido santo,
San Lorenzo, entre una colección que hizo colocar en torno a él
cuando la muerte ya parecía estar llamando a sus puertas.
El Padre Lorenzo no separaba la vista de la
construcción, a la que nos encontrábamos a punto de acceder.
—La fachada oeste es la única que rompe con
la monotonía arquitectónica que rodea el edificio. Sin embargo, ni
mucho menos nos encontramos frente a la entrada principal que
antaño empleara el rey o su familia para acceder al recinto. Dicha
entrada se encuentra en la fachada norte, donde podemos ver,
de forma discreta, las diferentes puertas de acceso, ya fuera por
parte de la familia real o la entrada de los servidores, actual
acceso de todos aquellos que quieren visitar el recinto.
—Allí están Cintia y Octavio —reparé en su
presencia al doblar la esquina para acceder al extremo norte del
palacio.
—La orientación del monasterio da la espalda
al valle, mirando hacia el monte. Esto es algo que rompe con la
lógica de la época Renacentista, en la que predominan elementos
majestuosos como embellecidas escalinatas, soberbios balcones y
regias puertas que se abren paso en lustrosas fachadas, dando
la bienvenida al visitante. En este caso, nos encontramos con un
muro de piedra carente de cualquiera de estos elementos. La
orientación del monasterio se mueve en un eje oeste-este, ya
existente en la orientación sagrada pagana pero totalmente opuesta
a la corriente renacentista, más preocupada por la ostentación y la
grandiosidad de unas fachadas principales que, lejos de orientarse
hacia un monte, se ubicaban allí donde pudieran verse ya antes de
su acceso, a través de la lejanía. Pero, ¿por qué esta arquitectura
tan inusual en la época?
El Padre Lorenzo no me dio tiempo a
contestar. Estaba tan ensimismado en sus explicaciones que la
visión de Cintia y Octavio provocó una aceleración de las mismas,
como si quisiera culminar su exposición antes de que llegáramos a
la entrada.
—La orientación oeste-este corresponde al
simbolismo del ocaso o la muerte representada por el oeste, que da
paso a la luz de la resurrección, la vida que nace con la luz del
este.
Llegamos a la entrada, donde Cintia y Octavio
aguardaban nuestra llegada. El rostro de la joven reflejaba la
necesidad de evadirse, al menos durante un tiempo, de una realidad
que quería dejar atrás. Imaginé que un lugar como aquel sería capaz
de lograrlo.
—Supongo que tú, Octavio, conoces bien este
lugar —dijo el Padre Lorenzo, nada más saludarles.
—No crea, Padre. Cuando trabajaba aquí estaba
demasiado ocupado como para escuchar las explicaciones de los
guías. Creo que usted lo conoce mejor que yo.
—En realidad he leído bastante. Me apasiona
este sitio y el tenerlo tan cerca de mi hogar supone un buen motivo
para visitarlo de vez en cuando y disfrutar de la calma que aquí se
respira.
—Cualquiera diría que vive usted en un lugar
bullicioso —Cintia dejó escapar una sonrisa.
—Lo sé, no puedo quejarme. Pero la historia
de este monasterio y su simbolismo me resultan tan apasionantes que
no dejo de sorprenderme cuando cruzo al otro lado de sus
muros.
—Entonces, nos gustaría que compartiera con
nosotros parte de esa historia.
—Por supuesto —las palabras de la joven
supusieron un gran entusiasmo para el director del coro, que ya
unos momentos antes parecía incansable en sus explicaciones acerca
del Escorial. De no ser monje, el Padre Lorenzo no habría tenido
problema en trabajar como guía.
El rostro del sacerdote se iluminó nada más
cruzar la puerta que nos conduciría a un viaje místico por las
entrañas del palacio, en dirección oeste-este, trazando una línea
que, en boca del Padre Lorenzo, se iniciaba ya en la propia puerta
de la fachada principal.
—Fijaos bien en esta puerta de entrada,
inicialmente cuadrada en su acceso desde el exterior; y
posteriormente semirredonda ya una vez que se ha accedido al
monasterio. Este detalle que, a priori, parece nimio, ya nos inicia
en este tránsito de lo humano a lo divino. El visitante cruza el
umbral que separa el mundo material, representado por la geometría
del cuadrado, y así logra acceder a un eje de puertas semirredondas
que le servirán de guía para llegar a la geometría perfecta del
círculo, representada por el sagrario en el extremo oeste.
—La expresión del Neoplatonismo —añadió
Octavio.
—Exacto —el Padre Lorenzo no parecía
dispuesto a convertir la visita en un monólogo—. ¿Y cuál es esa
visión?
—El eje oeste-este representa una progresión
neoplatónica. Nada más entrar en el monasterio, el visitante se
encuentra con la biblioteca, que no por casualidad se ubica en un
lugar poco habitual, separado del claustro en torno al cual se
desarrollaba la vida en común de los monjes. Representa un concepto
reflejado en el neoplatonismo: la búsqueda científica de la
naturaleza, un mundo repleto de ciencia humana que finalmente
conduce a una desconcertante incertidumbre, oscuridad o desierto,
reflejado aquí en este primer patio: el patio de los Reyes.
—Lo sabes mejor que yo, Octavio —el Padre
Lorenzo miró a Cintia, descubriendo en ella una tímida
sonrisa.
La joven parecía querer abstraerse de la
realidad que había dejado tras la entrada, retroceder por un
momento hasta el pasado y dejar atrás un presente lleno de temor.
Escuchaba atenta las explicaciones que impartían el Padre Lorenzo y
Octavio, apasionados conocedores del recinto que nos acogía en la
majestuosidad de uno de sus patios.
Sobrio en la decoración, imponente en su
perfección, el Patio de los Reyes era, según relató el Padre
Lorenzo, fiel reflejo del mundo terrenal, como así era concebido ya
en la antigüedad egipcia y griega, mediante la forma geométrica del
cuadrado. Templos, pirámides... Sus bases se afianzaban sobre la
cuadratura de esta representación de la tierra. Así fue concebido
el Patio de los Reyes: un desierto al que conduce el vacío
tras las ciencias humanas.
—Es el camino que trasciende toda ciencia
humana, la oscuridad que hay que surcar para llegar a las bases del
conocimiento de Dios —el Padre Lorenzo señalaba las estructuras que
se alzaban a nuestro alrededor mientras dirigíamos nuestros pasos a
la basílica.
—¿Quiénes son? —señalé las imponentes
imágenes que presidían la entrada desde lo alto.
—Reyes hebreos —contestó Octavio—. Los reyes
bíblicos: David y Salomón, situados en el centro; a la izquierda,
Josafat y Ezequías; y a la derecha, Josías y Manasés. Todos ellos
relacionados con el templo de Jerusalén.
Tras cruzar el patio nos adentramos en una
antesala que precedía a la basílica, el «sotacoro». Éste era un espacio incomprensiblemente
lúgubre, carente de la solemnidad con la que debería anunciarse la
entrada al recinto más sagrado de la construcción. El único atisbo
de luz no artificial procedía de una ventana situada en el oeste.
El simbolismo era el conocimiento de lo divino que apenas puede
adivinarse desde la oscuridad del conocimiento humano. El sotacoro
era como una cueva, fiel reflejo del mito platónico de la caverna.
Octavio hizo referencia aquí a este segundo momento del
neoplatonismo: la necesaria búsqueda de la verdadera realidad de la
creación, a la luz sobrenatural que emana de la Eucaristía. Una vez
más, la geometría semirredonda nos acercaba al conocimiento de lo
divino, cuya máxima expresión quedaba patente en la cúpula circular
que se extendía por encima de la planta cuadrada que daba forma a
la basílica.
—El perímetro de la basílica queda
perfectamente definido por sus cuatro lados, de cincuenta metros
cada uno —Octavio acompañaba sus palabras con grandilocuentes
gestos—. En este lenguaje simbólico cabe descartar el resto de
capillas y pasillos exteriores a esta figura geométrica. Una vez
más, el cuadrado y, en este caso, la figura cúbica que forma la
basílica, que se funde con el círculo perfecto. La luz que ilumina
la cúpula se derrama sobre la planta cuadrada situada por debajo.
El hombre recibe el reflejo de la luz divina que emana de la
perfección de lo alto. La percepción de la cúpula sólo está a
nuestro alcance una vez que nos hemos adentrado en la figura cúbica
que ilumina.
De entre todas las pinturas que podían
contemplarse en la basílica, había una que reforzaba este
simbolismo geométrico: la composición cúbica formada por los
ángeles y los santos daba paso a la figura circular que envolvía a
la Santísima Trinidad.
Al igual que nosotros, diversos grupos de
visitantes perdían sus miradas en cada rincón de la basílica. El
Padre Lorenzo caminaba distraído contemplando los ornamentos que
poblaban el recinto sagrado. Cintia, por el contrario, caminaba
cabizbaja. Los ojos de la joven se perdían en el suelo, ausentes.
Octavio intercambiaba con ella miradas llenas de ternura que
encontraban como respuesta el esbozo de una sonrisa forzada.
Una vez trazado el recorrido neoplatónico al
que Octavio y el Padre Lorenzo habían hecho referencia, nuestro
siguiente destino fue el panteón real, inacabado a la muerte de
Felipe II. A diferencia de lo que cabría esperar, las tumbas se
encontraban separadas de la basílica, a un nivel inferior. Según
afirmó el Padre Lorenzo, esto se debía al uso privativo de esta
cripta, de un acceso que se antojaba demasiado complicado para una
ceremonia de enterramiento. A diferencia de las tumbas presentes en
la misma iglesia, propios de tantos reyes que buscaban así un mayor
acercamiento de su alma a Dios, en este caso la cripta había sido
excavada en el eje vertical de la basílica, en un lugar privado del
monarca, inaccesible para el pueblo.
En este conjunto, que me pareció
especialmente sombrío, los colores dominantes no estaban exentos de
simbolismo; el rojo-violáceo como símbolo del atardecer y, tal y
como hace referencia la Biblia, la llegada del juicio posterior al
ocaso de la vida.
A pesar de los numerosos visitantes que
recorrían las galerías, el ambiente que se respiraba era tan gélido
como las propias estancias destinadas al eterno descanso de
hombres, mujeres y niños que un día formaron parte de la realeza.
Especialmente estremecedor resultaba el panteón de los infantes,
nueve cámaras sepulcrales rebosantes de dramatismo a la luz de los
nichos que contenían.
Aquella última visión resultó especialmente
incómoda a Cintia, en cuya mirada leí la necesidad de abandonar lo
antes posible aquel lugar habitado de forma perenne por la muerte.
El Padre Lorenzo también debió percatarse del sombrío rostro de la
joven. Aceleró los pasos para salir de allí lo antes posible.
—Podríamos ir a la biblioteca —propuso
Octavio, situándose junto al sacerdote—. He hablado con un
encargado de Patrimonio, en referencia al interés que usted tiene
en la misma. Le he pedido que nos dé un acceso menos limitado que
al de las visitas.
—¿Y qué le ha respondido? —los ojos del Padre
Lorenzo se abrieron aún más, invadidos por la curiosidad.
—La única pega que me ha puesto es que
tendría que ser un lunes, que es cuando el recinto permanece
cerrado a los turistas.
—Qué lástima —el Padre Lorenzo quedó
decepcionado.
—Eso es una buena señal, Padre... Significa
que van a mostrarle escritos que tal vez nadie haya visto en mucho
tiempo. No se preocupe, la espera merecerá la pena. Mientras tanto,
si quiere que hagamos una visita más rápida...
El sonido del teléfono de Cintia interrumpió
las palabras de Octavio. La joven se separó unos metros de nosotros
mientras atendía la llamada. El tono de su voz era apagado, frágil
como lo parecían sus pisadas. Después de una breve conversación
regresó a nuestro lado.
—Me tengo que ir —la realidad acababa de
regresar a ella más pronto de lo que nos hubiera gustado a quienes
la acompañábamos—. La policía quiere hablar conmigo en referencia a
las pertenencias de mi padre.
—En ese caso, será mejor que nos marchemos.
Parece que aquí concluye nuestra visita —Octavio nos estrechó la
mano—. Ha sido un placer compartir con ustedes este recorrido
místico, más breve de lo que nos habría gustado. Uno de nuestros
siguientes destinos era el jardín que rodea el monasterio. En fin,
podríamos venir otro día para completar nuestra visita.
—El lunes, en lo referente a la biblioteca.
¿Verdad?
—Sí, Padre Lorenzo. No se preocupe. Me
ocuparé de que tenga acceso a esos libros antiguos que tanto le
gustan.
—Gracias, Octavio. Cintia —se acercó a la
joven—. Tienes que ser fuerte. Te encomendaré en mis oraciones.
Estoy seguro de que muy pronto todo esto se solucionará y podrás
recuperar tu vida...
—Lo siento, Padre Lorenzo. Pero sin mi padre,
ya nada volverá a ser igual.
—Eres fuerte. No tengo ninguna duda de que
saldrás adelante... —dio un abrazo a la chica— Porque es la única
opción: mirar hacia adelante, aunque de vez en cuando tengamos que
echar la vista atrás para recuperar lo mejor que nos dieron
aquellos que ya no están entre nosotros.
—Sí... —Cintia no pudo contener las lágrimas
que asomaban a su delicado rostro—. Gracias, Padre Lorenzo.
—Ya sabéis que podéis contar con nosotros,
aunque no tengamos mucha ayuda que ofreceros.
—Fray Ángelo... —la llorosa mirada de Cintia
me llenó de compasión—, gracias por compartir con nosotros estos
momentos. Necesitaba algo así, aunque supongo que aún es pronto
para ir dejando atrás parte de lo sucedido.
—Como ha dicho el Padre Lorenzo, si hay algo
que podamos hacer por vosotros, no lo dudéis.
—Rezar, que no es poco —respondió la joven,
antes de girarse para caminar en sentido contrario al
nuestro.
—Espero que muy pronto tengamos buenas
noticias en torno a todo este asunto —dijo el Padre Lorenzo cuando
iniciamos nuestro camino de regreso al coche.
En esta ocasión, el silencio apenas fue
interrumpido por el sacerdote cuando ya casi nos encontrábamos
junto a nuestro vehículo.
—Debe de resultar estremecedor el pensar que
alguien haya podido entrar a robar en tu casa con semejante
facilidad... Que pueden invadir tu propiedad en cualquier momento,
es un pensamiento terrible.
—Cuesta creer que alguien sea capaz de hacer
algo así. Y únicamente para robar un manuscrito antiguo. ¿Tanto
puede valer esa partitura?
—Resulta extraño… Que su valor sea tan alto
como para arriesgarse a ser detenido por algo así... Pero imagino
que no todos piensan como nosotros, y hay mucha gente que logra
sacar un gran provecho de actos que a priori nos puedan resultar,
cuando menos, difíciles de comprender. Como ha dicho Cintia, me
temo que no podemos hacer mucho, salvo rezar.
Durante el viaje de vuelta, la conversación
con el Padre Lorenzo no tuvo la misma fluidez que en la ida. El
sacerdote parecía ausente, concentrado en pensamientos relacionados
con Cintia y el manuscrito. Una de sus preocupaciones era el modo
de compartir aquel suceso con Conti y el resto de participantes del
curso. Sabía las ganas que tenía el profesor de poder admirar un
manuscrito que resultaba particular en su estructura melódica,
único en su forma.
Cuando llegamos a la abadía, nuestros caminos
se separaron. Habíamos regresado antes de lo previsto, por lo que
dispuse de tiempo suficiente para ir a la escolanía y asegurarme de
que allí todo transcurría con normalidad.
Los chicos jugaban en el patio con un balón
que, a juzgar por su aspecto, no duraría más de una semana. El
esférico, descosido y agrietado, iba de lado a lado, perseguido por
los jugadores de uno y otro equipo que se concentraban en un
espacio demasiado pequeño para el número de participantes en el
partido. En uno de los bancos cercanos, el Padre Lucas perdía su
mirada en las páginas de un libro.
Pasé de largo y me dirigí directamente a mi
habitación. Tenía tiempo para tumbarme en la cama y cerrar los ojos
durante un tiempo. Mi cuerpo necesitaba una breve pausa antes de
asistir a una nueva clase de Conti.
Fue un descanso breve, pero reparador,
suficiente para reponer fuerzas y recuperar energías. Tomé la
carpeta y salí de la escolanía. A lo lejos pude ver la
inconfundible silueta del Padre Dámaso, a punto de acceder al ala
este de la hospedería, donde se encontraba su clase. Llegué un par
de minutos después que él, pero a tiempo para entrar en mi aula
antes de que el profesor comenzara sus explicaciones.
Alessandro Conti era un hombre que
acostumbraba a ser más que puntual. Rara era la ocasión en la que
no acudía a un acto o cita unos cinco o diez minutos antes de la
hora señalada. En lo referente a las clases de música que impartía
en la universidad, aprovechaba aquellos momentos previos para
aclarar las dudas de algunos alumnos o, simplemente, repasar de
forma breve las principales líneas y argumentos que trazaría
durante su magistral enseñanza.
Aquella tarde no resultó una excepción a su
obsesiva costumbre de empezar justo en el momento en el que su
reloj marcaba la hora señalada. Tras comprobar que los libros
repartidos por la mesa que presidía el aula estaban abiertos por
las páginas que consultaría durante el desarrollo de la clase, su
mirada se fue repartiendo entre los asistentes que, ya en silencio,
ocupábamos nuestros lugares frente a él.
—Durante esta clase, vamos a hablar del
primero de los cantos de la Misa que, debido precisamente a su
carácter introductorio a la misma, podríamos considerar como
especial y con unas características estéticas que lo diferencian
del resto del repertorio de canto gregoriano. Sin duda, se trata
del «introito». Como sabéis, el
«introito» tiene una primera función,
independiente de sus cualidades musicales. Es la introducción a la
Misa. Por lo tanto, debemos mencionar inicialmente su carácter
funcional. Este canto supone el inicio de la ceremonia, en el que
el celebrante y sus acompañantes llevan a cabo la procesión de
entrada que constituye el punto de partida de toda celebración. Su
composición actual corresponde a una fisonomía establecida por la
«Schola Cantorum». En las primitivas
celebraciones, el inicio de la Eucaristía lo constituía el canto de
un salmo, ya fuera de manera parcial o total. Posteriormente se
adoptó una nueva forma, la de un canto de introducción que
podríamos considerar como estandarizado, estructurado de forma que
se iniciaba con una antífona, seguida del versículo de un salmo y
del «Gloria Patri», para después repetir
la antífona. Constituye la fórmula por excelencia en la
reproducción de los salmos que podemos encontrar en la Liturgia de
las Horas. Ya hablamos de las variaciones que sufrieron diversas
estructuras en algunos manuscritos, con el fin de ser adaptadas a
las procesiones de entrada en las que la antífona era demasiado
breve.
»Para hablar de las características
fundamentales de los «introitos» cabe
destacar lo que Daniel Saulnier ha denominado «la importancia del elemento vocal en la celebración: la
unidad de voces promueve la unión de los fieles que tiende a
interiorizarse progresivamente en el curso de la
celebración».
Conti cerró uno de sus libros de consulta y
tomó un montón de hojas ordenadas, que repartió entre los alumnos
mientras continuaba su lección.
—Si os fijáis en el estilo de composición de
los «introitos», podríamos decir que su
estructura es homogénea: son cantos de estilo neumático o
semiadornado que poseen una longitud variable, dependiendo
lógicamente del texto al que hacen referencia.
Cuando el profesor me entregó una de las
hojas, sentí que por un instante su mirada se detenía en mí. Supuse
que se había percatado de que, en aquel momento, únicamente me
encontraba allí presente de cuerpo, ya que mi mente se perdía en
las inquietudes que, al salir de las clases, se sucedían de un modo
que podría definir como preocupante y casi aterrador: el posible
caso de posesión, los golpes en la noche, el robo del manuscrito...
Las tres situaciones suponían sucesos que indudablemente podían ir
a peor, no exentas de un peligro que en aquel instante mantenía mi
atención fuera de la clase. Imaginé que Conti se había percatado de
mi «ausencia mental». Los gestos de mi
cuerpo habían sido incapaces de engañarle.
—El texto —Conti continuó su explicación—
procede, tal vez en sus dos terceras partes, del Libro de los
Salmos, seleccionado cuidadosamente. La unanimidad que propugnan
sus voces incita a la auténtica entrada al misterio de la
celebración Eucarística; una entrada que, como refleja la unión en
el canto, no se realiza de forma individual, sino colectiva. Sea
como fuere, la primera palabra o frase suele ser lo suficientemente
reveladora del contenido del canto, o del tiempo litúrgico que
representa. «Resurréxi», «Puer natus est nobis» nos revelan una parte
fundamental del momento bíblico que recoge el canto. En ocasiones,
la elaboración del texto no se corresponde de manera literal con lo
escrito en la Biblia, por lo que no siempre se toma al pie de la
letra lo reflejado en las Sagradas Escrituras. Muchos de los salmos
que acompañan a los introitos están tomados de un versículo
anterior al de la antífona, de modo que adquieren su significado en
el momento en que ésta se repite.
»Se trata, por tanto de un canto creado no
para el solista, sino para el coro; adquiere su significado y su
mayor relevancia a través de la «Schola».
Algunos podrían pecar de simplicidad, a pesar de estar destinados
al inicio de ceremonias propias de importantes solemnidades.
»Detengámonos, por un instante, en la hoja
que os he entregado: el introito de Pascua denominado «Resurrexi». Éste parece haber sido adornado más de
lo que suele ser habitual en otros cantos de inicio. Tal vez por la
importancia de la celebración de la Pascua, sentido último de la
venida de Cristo. Podríamos considerar este «introito» como el corazón del año litúrgico y tal
vez el canto introductorio más importante del repertorio
gregoriano. Aun así, si nos fijamos con detenimiento, podemos
observar que, al menos a primera vista, hay algo que no encaja.
¿Alguno me podría decir cuál es la aparente contradicción
manifiesta de este canto?
Desde que se iniciara la clase, aquella fue
la primera vez que Conti concedía un respiro a una lección que
acostumbraba a seguir un esquema similar en cada una de sus
intervenciones. En primer lugar, una introducción al tema a tratar
que, tras las pertinentes definiciones que ponían al alumno en
situación, constituía el tránsito de la teoría a la práctica, a
través de una enseñanza que en muchos casos bien podría inspirarse
en el «método socrático»: la dialéctica
como forma de indagación necesaria en la búsqueda del conocimiento.
En estas ocasiones, Conti no facilitaba la respuesta a sus
interrogantes, sino que mostraba al alumno el camino para que éste
la hallara, por sí mismo.
—El modo al que pertenece —contestó Carmelo,
uno de los asistentes habituales al curso—. No se corresponde a la
solemnidad que caracteriza al contenido del canto.
—Exacto —Conti esbozó una amplia sonrisa—. El
canto de la Resurrección debería elevarse de forma exultante. Sin
embargo, nos encontramos con que el anuncio más importante de las
Escrituras, aquel que da sentido a nuestra Fe, se refleja en este
cuarto modo. Esta modalidad de «deuterus»
se constituye como guía coral de un texto que incluso se nos antoja
insuficiente, parco y decepcionante en relación a lo que cabría
esperar. En una primera lectura de este «introito», la gran pregunta que nos haríamos es por
qué la centralidad litúrgica que constituye la Pascua recoge el
anuncio de la Resurrección de una forma tan pobre y sobria, lejos
de la solemnidad que cabría esperar. Este sería el interrogante que
se nos plantearía si desconociéramos el verdadero sentido litúrgico
del Tiempo Pascual, del triduo que refleja la historia de nuestra
salvación. Llevados por el afán del esquematismo modal, nos
adentraríamos de forma inapropiada en la esencia del canto
gregoriano, que trasciende toda clasificación puramente lógica a la
luz de nuestro frágil conocimiento.
»¿Por qué entonces, a pesar de la aparente
ausencia de gozo en el anuncio de la Resurrección de Cristo,
descubrimos en este canto la esencia de la unión litúrgico-musical
que lo inspira?
Durante los siguientes segundos, Conti
repartió su mirada entre los alumnos. Paseaba de un lado a otro de
la clase, mientras sus brazos se agitaban con movimientos propios
de un director de coro a punto de dar vida a una partitura por boca
de sus cantores. Con una sonrisa de satisfacción dibujada en su
rostro de hombre bondadoso e incluso tímido, Conti pudo comprobar
que todos sus alumnos esperaban, ansiosos, la respuesta al
interrogante planteado.
—Por una sencilla razón. En este caso, lo que
podríamos denominar el recorrido litúrgico, la línea del tiempo que
configura el calendario litúrgico; y su continuidad en lo que al
tiempo cuaresmal se refiere, con esa sobriedad con la que se
aguardan los momentos más importantes en la historia de la
Salvación. El Triduo Pascual supone la continuidad de la Cuaresma,
una continuidad manifestada hasta su culminación. No en vano, así
es como debemos considerar la intencionada formulación dada en el
Credo y el significado de la conjunción «y» que da sentido al
mismo: «padeció y fue sepultado, y resucitó al
tercer día». Esta continuidad nos da la explicación de la
trascendencia presente en el canto gregoriano, una armonía perfecta
entre el texto, la melodía y la liturgia, pilares esenciales de un
modo de alabar a Dios que constituye todo un regalo para nuestros
sentidos, para nuestra alma.
Después de analizar, con mayor profundidad,
el contenido de la partitura, Conti nos entregó otras que, de algún
modo, nos mostraban mayores evidencias de lo que en un principio
cabría esperar de ellas. Fue una clase extraordinaria, a pesar de
que en algunos momentos mi mente parecía intentar abandonar el aula
para perderse en acontecimientos menos gratificantes. En uno de
aquellos pensamientos que ausentaron mi atención por unos
instantes, imaginé al Padre Dámaso que, apesadumbrado por lo que
parecía haber considerado como una derrota, debía de estar
esperando el momento de una nueva oportunidad para hacer
frente a los poderes del maligno. También imaginé al pobre Adrián.
Me pregunté qué pasaría por su cabeza respecto a los extraños
fenómenos que estaba viviendo, si tal vez sería consciente de que
era algo distinto a lo que le habían definido como una enfermedad.
El chico parecía demasiado curioso y avispado como para conformarse
con una explicación tan simple, carente de una mayor
argumentación.
Después de mirar su reloj y darse cuenta de
que el tiempo se le había echado encina, Conti nos emplazó a la
siguiente clase, en la que analizaríamos un «introito» propio de Semana Santa, que en unos días
sería entonado por el coro de escolanos.
Antes de que cualquiera de los asistentes
abandonara la clase, la puerta del aula se abrió de forma brusca.
Al otro lado, el Padre Dámaso me encontró con la mirada y se
decidió a entrar. Ataviado con su gabardina gris, tenía una
expresión seria dibujada en el rostro. Enseguida me di cuenta de
que estaba preocupado.
—Ángelo… —se acercó presuroso—. Nos
vamos.
No necesitó decirme más. Al observar el
maletín que sostenía con su mano derecha comprendí cuál sería
nuestro destino. Me despedí rápidamente de mis compañeros de clase
y salí del aula para alcanzar al maestro, que caminaba con paso
acelerado.
—Imagino que ya sabes adónde nos dirigimos,
¿verdad? —su voz sonó quebrada, más que por el gélido aire que nos
envolvía, por el ánimo que lo dominaba.
—¿No viene Fray Daniel?
—No. En esta ocasión sólo vamos tú y yo.
Aunque la presencia del novicio nos resultaría de lo más
provechosa, sobre todo a la hora de sujetar al chico. Ahora te
cuento lo sucedido.
Llegamos a la cochera, tras recorrer el
trayecto entre la hospedería y la abadía con una celeridad impropia
de otras ocasiones. Las gotas de lluvia y, sobre todo, las prisas
por alcanzar nuestro destino, eran motivos más que suficientes como
para acelerar nuestro caminar, sin detenernos a hablar con algunos
de los huéspedes a quienes apenas pudimos saludar.
—Anoche me llamó Isabel. Estaba, más que
preocupada, aterrorizada. Y no es para menos, teniendo en cuenta lo
sucedido a Adrián.
—¿Qué tal está el chico? —me apresuré a
preguntar, temiendo que algo terrible le hubiera podido
suceder.
—El muchacho se encuentra, físicamente, fuera
de peligro. No obstante, lo acontecido anoche es una prueba más de
que la enfermedad que atribula a ese muchacho no tiene nada que ver
con algo físico, ni tampoco es de carácter mental, tal y como
habían afirmado los psicólogos a los que Isabel ha acudido durante
tanto tiempo. La pena es que no han sido los psicólogos los que han
provocado en la familia una sensación de abandono que desesperaría
a cualquier ser humano, sino la propia Iglesia. Resulta preocupante
la actitud mostrada por algunos sacerdotes y miembros consagrados
que, tratando de dar sentido al lenguaje simbólico de algunos
pasajes de las Sagradas Escrituras, se olvidan de aquellos otros
que son mucho más reveladores, como son los sucesos relacionados
con la expulsión de los demonios que se narran en los Evangelios.
Antes de acudir a mí, Isabel intentó contactar con varios
sacerdotes de la provincia. Todos ellos la dejaron de lado,
argumentando que su hijo debía ser tratado por un psicólogo. Me
resisto a creer que un hombre consagrado a Dios pueda abandonar así
a uno de sus hijos. Pero supongo que, tal vez la ignorancia… o
quizá un miedo a lo que para algunos puede resultar absolutamente
desconocido, son las principales causas por las que muchos de
nuestros sacerdotes no se atreven a estudiar estos casos. Al fin y
al cabo, es un problema de Fe. Los obispos deberían ser los
primeros en dotar a su diócesis de los recursos suficientes con los
que hacer frente al maligno, y no solo en el interior de los
confesionarios. Pero esto es un problema que, por desgracia, la
Iglesia viene arrastrando desde hace mucho tiempo. Y para encontrar
un sacerdote que tenga unas mínimas nociones de exorcismo, las
pobres víctimas de un caso de posesión se ven abocadas a hacer
largos y tortuosos viajes, con los cuantiosos gastos que suponen
las sesiones necesarias para hacer salir a un demonio de un cuerpo
atormentado.
—¿Y cuánto puede durar ese proceso? —pregunté
con la mirada puesta en la carretera que descendía de la abadía
hasta la puerta de entrada al recinto. El Padre Dámaso hacía girar
el volante, trazando cada curva a un ritmo casi vertiginoso.
—Existen casos en los que el exorcismo se ha
prolongado durante ocho o nueve meses, en una o varias sesiones
semanales en las que el sacerdote entraba en diálogo con uno o
varios demonios que entraban y salían de su víctima. Se han dado
casos, aunque no son muy habituales, en los que una vez expulsado
un demonio era otro el que ocupaba su lugar. Recuerdo uno de una
chica que, víctima de un maleficio, sufrió todo un calvario de
continuos ataques por parte de varios demonios. Éstos habían sido
invocados por miembros de una secta satánica que conocían a la
muchacha, que fue atormentada de un modo excesivamente prolongado
en el tiempo. Aquí cerca tenemos, precisamente, un sacerdote cuyos
testimonios resultan muy reveladores en materia demoníaca. El Padre
José Antonio Fortea es un experto en la materia, una eminencia en
nuestro país en cuanto al estudio de casos y experiencias de
posesión diabólica. Uno de sus libros, «Summa
Daemoniaca», supone todo un tratado en Demonología y un
valioso manual para los exorcistas. El diálogo con el demonio es
una de las experiencias más enriquecedoras para un sacerdote en el
conocimiento del mal.
—Imagino que la mayoría de los sacerdotes no
opinan de ese modo…
—Pues no debería ser así —me interrumpió casi
de forma brusca—. A través del exorcismo, el sacerdote experimenta
la verdadera naturaleza y el alcance del poder del mal, así como la
inteligencia del demonio y su verdadero odio a Dios y la propia
Creación. Muchos sacerdotes piensan que en un exorcismo el poseso
se puede volver contra ellos, intentar matarles o provocar
accidentes; o incluso que pueden adentrarse en el interior de los
pensamientos de los presentes.
—Pero en ocasiones se han producido ataques,
u otros fenómenos en los que los demonios mueven objetos.
—Hay muchas clases de demonios. Cada uno con
una serie de pecados, comportamientos y, en definitiva, diferentes
inteligencias de naturaleza maligna. Hay demonios locuaces y otros
mudos; unos son despectivos, otros se muestran desesperados. Y
entre ellos existe una jerarquía, al igual que sucede con el resto
de ángeles. Pues no debemos olvidar que el demonio es un ser
espiritual de naturaleza angélica, cuyo proceso de transformación,
de inclinación al mal, no debió diferir mucho del que empuja al ser
humano a convertirse en un ser vil. Pues al fin y al cabo, nuestra
naturaleza también es espiritual.
—¿Y cuál es la jerarquía de los demonios?
—supuse que, en primer lugar, se encontraría Satanás. Sin embargo,
fuera de él, la Biblia no hacía mención de ninguna forma de
establecer un grado u otro de demonios, si bien es cierto que se
mencionaban varios nombres de algunos de ellos.
—La misma que la de los ángeles. Como te he
dicho, su diferencia respecto a ellos es su inclinación al mal, la
renuncia a Dios y todo cuanto Él representa. Así pues, el
Apocalipsis habla de nueve grandes grupos de naturalezas angélicas:
serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades,
principados, arcángeles y ángeles. Se han dado casos de exorcismos
en los que un demonio quería abandonar el cuerpo del poseso, pero
otro se lo impedía. De todos los demonios, Satanás es el más
poderoso e inteligente. En los exorcismos, el demonio revela su
nombre, así como sus principales debilidades, aquello que más le
tortura.
El Padre Dámaso hablaba de forma acelerada,
llevado por una creciente excitación que en ocasiones se apoderaba
de él, cuando el diálogo desembocaba en alguna materia de la que
poseía amplios conocimientos y experiencia. Sentí que su
conversación con Isabel le había dado importantes motivos para
reafirmarse en su opinión acerca del caso de Adrián.
—¿Qué ha sucedido con Adrián? —le pregunté
para centrar el motivo de nuestro viaje y, sobre todo, ir
preparándome para lo que pudiera esperarme en la casa del niño.
Para alguien como el Padre Dámaso, cualquier suceso que se
manifestara podría ser visto como algo común en un exorcismo. En
cambio, para mí resultaba un mundo desconocido; desconocido y
peligroso, a pesar de los argumentos del maestro que habría de
guiarme en aquel viaje hacia lo trascendental. A pesar del temor
que recorría mi cuerpo, en aquel momento me sentí alguien
privilegiado, a punto de recibir una prueba que pudiera incrementar
mi Fe. Aun así, el miedo se resistía a abandonarme, por mucho que
las palabras del Padre Dámaso ejercieran la fuerza propia de quien
pisa un terreno que conoce bien, y domina la materia de la que está
hablando.
—Es verdad —como si hubiera regresado de un
trance, el maestro recordó el momento en el que la conversación
había derivado en los recuerdos de sus experiencias anteriores—.
Ayer Isabel me llamó, más preocupada que nunca. Su llanto apenas le
permitía hablar con claridad. Al principio me costó entender lo que
quería decirme hasta que, a medida que se tranquilizaba, su voz
alcanzaba un tono que incluso podría definir como esperanzador. Me
contó lo que le había sucedido a Adrián unos momentos antes.
»Isabel y Adrián se encontraban en el salón
de su casa, viendo la televisión. Como tiene por costumbre a
aquella hora de la tarde, Isabel comenzó a rezar el rosario. De
forma repentina, su hijo apartó la vista de la televisión y le
dirigió una mirada de ira, una expresión que irradiaba una maldad
indescriptible. Isabel, aterrada, se sintió como si aquél que
estaba a su lado no fuera su hijo. Aquella visión duró unos
segundos, momentos antes de que Adrián entrara en trance. Los ojos
del chico se cerraron y su cuerpo, como si de un bloque de hielo se
tratara, permaneció rígido sobre la silla. Isabel se puso en pie,
llamando insistentemente a su hijo, pero éste no reaccionaba. A
punto de tocarle para que volviera en sí, contempló como la silla
se separaba del suelo, permaneciendo durante unos segundos
suspendida en el aire.
—¿Es muy habitual esa clase de sucesos en
alguien poseído?
—No suele resultar frecuente, aunque hay
varios casos en los que así ha sido. La levitación es un fenómeno
que se manifiesta en algunas ocasiones. Yo lo he visto con mis
propios ojos. La descripción del suceso me resultó un tanto
desconcertante en cuanto a los dos comportamientos de Adrián.
Existen dos clases de demonios, los denominados «clausi», y los «aperti».
Los primeros hacen que el poseso cierre los ojos al entrar en
trance, aunque bajo sus párpados los ojos están en blanco. Son
mudos, no hablan durante el trance. En cuanto a los «aperti», durante la posesión su víctima permanece
con los ojos abiertos, en una expresión de ira y odio. A diferencia
de los otros, son locuaces. Reflejan su odio hacia todo lo que sea
religioso. Son procaces en su forma de hablar, manifestando su
inteligencia maligna, torciendo el gesto del poseso en una
expresión facial tensionada, casi desfigurada. Como bien decía
Isabel, es como encontrarse junto a otra persona totalmente
diferente.
—¿Estos últimos resultan más peligrosos? —un
escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar que pudiera encontrarse la
mirada del diablo en los ojos de un inocente niño.
—No. Lo importante es que, estos últimos, a
pesar de causar un mayor impacto que los otros, motivan
experiencias reveladoras de la naturaleza de Satanás, así como de
la propia idea del infierno como obra de estos espíritus malignos.
En muchas ocasiones, estos demonios hacen honor a la denominación
de Satanás como «Príncipe de la mentira».
Tratan de embaucar y engañar al sacerdote, sembrar la desconfianza.
Sin embargo, cuando se les obliga a decir la verdad «en el nombre de Dios», son incapaces de
mentir.
El sonido del móvil del Padre Dámaso
interrumpió una conversación que, en mi caso, se antojaba como una
terapia preventiva para lo que podría estar por llegar.
El sacerdote extrajo el teléfono de su
bolsillo y por un segundo apartó la mirada de la carretera para
observar el número que aparecía en la pantalla.
—Es Isabel —me entregó el móvil—. Contesta
tú. Dile que ya estamos de camino, que en diez minutos
llegamos.
«Llegamos en un
momento», iba a responder. Pero lo que escuché al otro lado de
la línea nada más contestar a la llamada me dejó helado.
—¡Verrà! —era una voz gutural, inhumana, que
repetía una y otra vez lo mismo. También pude distinguir los
sollozos de Isabel, que al otro lado del teléfono parecía incapaz
de hablar.
—Isabel… —me repuse del impacto de aquellos
horribles gruñidos y hablé a la madre de Adrián, con la certeza de
que me escuchaba—. En diez minutos estamos allí.
—Por favor, daos prisa… —la mujer consiguió
responder, con la voz rota por el sufrimiento y la desesperación
que la dominaba—. No podemos sujetarle.
Escuché otro grito aterrador antes de que
Isabel colgara el teléfono. Fue una expresión ininteligible, un
alarido impropio, no ya de un niño, sino de cualquier ser
humano.
—¿Qué te ha dicho? —el Padre Dámaso aceleró
aún más.
—Que nos demos prisa. El niño ha entrado en
trance y no consiguen sujetarle.
—Esa es una de las razones por las que quería
que vinieras. A menudo resulta casi imposible sujetar al poseso
para evitar sus convulsiones. He visto algunos que en un intento
por liberarse de sus ataduras destrozaban correas de cuero, y
cualquier otra ligadura que pretendiera amarrarles. Es uno de los
rasgos que resultan más extraordinarios y temibles para aquellos
que presencian un exorcismo por primera vez. Por muy débil que
pueda parecer la víctima, la fuerza descomunal que presenta en
estado de trance resulta espectacular y, en muchos casos,
determinante a la hora de descubrir la presencia de un espíritu
maligno en su interior.
Llegamos a la localidad y aparcamos el coche
junto a la casa. Al bajar sentí una gélida corriente de aire. El
viento golpeaba en forma de continuas ráfagas; la lluvia arremetía
con fuerza. Isabel se encontraba en la entrada de la vivienda.
Tenía el rostro desencajado por el dolor; sus ojos parecían
consumidos tras largas horas de llanto ante el sufrimiento de su
hijo.
—Rápido, se encuentra cada vez peor —se
acercó al Padre Dámaso, que limpió los cristales de sus gafas nada
más entrar en la casa.
—De acuerdo, Isabel —trató de calmarla—. ¿Qué
ha sucedido?
—Seguidme —prefirió que lo comprobáramos
nosotros mismos.
La casa estaba sumida en una inquietante
penumbra. Sus estancias parecían iluminadas de forma tenue, de un
modo que me recordó a la luz del dormitorio común de la escolanía,
la que permanecía encendida durante toda la noche para evitar que
los más pequeños pudieran dejarse llevar por algún temor
irracional. Por un momento, me sentí como uno de aquellos escolanos
que, con la llegada de la noche y su silencio, caían en el miedo
que precedía al trance al mundo de los sueños. Tras la conversación
preparatoria de mi maestro, me di cuenta de que mis temores
compartían con los de los críos una misma naturaleza: un miedo
irracional a lo desconocido. La oscuridad alberga sombras que, ya
sean reales o no, son incapaces de provocar daño alguno.
Recordé la anterior visita a la casa de
Adrián, en la que recorrimos el pasillo que conducía a su
habitación, así como el crucifijo situado al fondo del mismo. En
esta ocasión, el crucifijo no estaba. A diferencia del silencio y
la calma reinante de aquel día, esta vez se escuchaban golpes que
procedían de la habitación del niño. No había gritos. La aterradora
voz del crío escuchada unos momentos antes a través del teléfono
había cesado. A punto de entrar en la habitación de Adrián, lo que
parecían suaves golpes en la pared se transformaron en estruendos
que hicieron temblar la misma. Incluso el suelo pareció moverse
bajo mis pies. Fue una sensación similar a la vivida la noche
anterior en la escolanía, un estrépito que parecía anunciar la
presencia de algo inmaterial entre nosotros. El Padre Dámaso no se
detuvo. Entró en la habitación y colocó su maletín sobre la mesa de
estudio del niño.
Al pie de la cama estaba Alfredo, el padre
del muchacho, cuya mirada no se separó de su hijo ante nuestra
llegada.
—Gracias por venir, Padre —susurró cuando el
Padre Dámaso pasó a su lado.
Convencido de la necesidad de realizar el
exorcismo, el monje extrajo los elementos necesarios. Me situé
junto a él mientras contemplaba a Adrián, postrado en su cama. El
niño permanecía con los ojos cerrados, pero sus constantes
convulsiones provocaban un continuo golpeteo. Por momentos, el
chico se retorcía como si en su interior algo tratara de abandonar
su cuerpo. No decía nada. Lloraba, con el llanto propio de un niño.
A primera vista, parecía como si Adrián estuviera sufriendo una
horrible pesadilla. Exceptuando la violencia de sus movimientos, su
comportamiento no distaba demasiado de aquel que ya había
presenciado en diversas ocasiones, cuando alguno de los críos que
estaban a mi cuidado vivía uno de aquellos sueños que se mostraban
tan reales; un sufrimiento interior que se desvanecía en poco
tiempo.
Isabel entró a la estancia en último lugar.
Dirigió una breve mirada de compasión hacia su hijo y caminó hacia
el Padre Dámaso.
—Hace un momento ha vuelto a pronunciar esas
horribles voces, cuando estaba hablando con Fray Ángelo.
—Es cierto —corroboré—. Se escuchaban
claramente. Decía «verrà», pero la voz no
parecía la de él.
—Está bien —el Padre Dámaso me dio una vela
que acababa de encender—. Sostenla mientras iniciamos el rito. Pase
lo que pase, no te dirijas a él —a continuación extrajo un frasco
repleto de agua bendita—. Puede que en algún momento tengamos que
sujetarle. Yo te iré indicando.
—De acuerdo —sentí que el pulso se me
aceleraba.
La habitación estaba envuelta en una incómoda
penumbra. La lámpara situada en una mesilla junto a la cama
arrojaba una luz pálida y frágil que inundaba la habitación de
sombras.
El Padre Dámaso se puso la estola. El monje
daba así paso al exorcista que había permanecido durante tanto
tiempo oculto a los ojos de cuantos compartíamos con él la
convivencia diaria en el monasterio. Luz, agua, sal, óleo… Las
armas para la batalla contra Satanás estaban dispuestas sobre la
mesa, preparadas para hacer frente al invisible enemigo que,
momentáneamente, se resistía a acudir a un inevitable
enfrentamiento. Al menos así me había parecido mientras contemplaba
al Padre Dámaso que, con el «Rituale
Romanum» entre sus manos, cerraba los ojos y en susurros
pronunciaba la oración preparatoria para hacer frente al maligno.
Tal y como me confesaría posteriormente, ésta era una oración para
buscar la necesaria predisposición de cara al inicio del
ritual.
Los labios del exorcista pronunciaron sin voz
las siguientes palabras mientras sus ojos permanecían
cerrados.
«Señor Jesucristo, Verbo
de Dios Padre, Dios de toda criatura que diste a tus santos
Apóstoles la potestad de someter a los demonios en tu nombre y de
aplastar todo poder del enemigo; Dios santo, que al realizar tus
milagros ordenaste: “huid de los demonios”; Dios fuerte, por cuyo
poder Satanás, derrotado, cayó del cielo como un rayo; ruego
humildemente con temor y temblor a tu santo nombre para que
fortalecido con tu poder, pueda arremeter con seguridad contra el
espíritu maligno que atormenta a esta criatura tuya. Tú que vendrás
a juzgar al mundo por el fuego purificador y en él a los vivos y
los muertos. Amén».
Permanecí a su lado durante aquellos primeros
instantes, contemplando la llama de la vela, que se veía quieta,
inmutable. A mi derecha, Isabel sostenía el crucifijo que
normalmente descansaba en la mesa del pasillo. Su mirada estaba
fija en el exorcista, que se mostraba concentrado en cada una de
las palabras mudas que sus labios dejaban escapar, como si a través
de aquella oración estuviera incitando al maligno a presentarse
ante nosotros.
Si en algún momento dudé de que el mal que
atormentaba a Adrián fuera a resistirse a mostrarse durante esta
segunda visita, mi incertidumbre se desvaneció en cuestión de
segundos.
La llama de la vela se apagó de forma
repentina, mientras que la luz de la lámpara comenzaba a parpadear,
amenazando con huir y dejarnos sumidos en la penumbra. Los golpes y
el llanto de Adrián habían cesado. Cuando separé la mirada de la
vela para fijarla por un momento en el chico, comprendí que el mal
estaba a punto de hacerse presente.
El niño se había incorporado. Estaba inmóvil,
con los ojos abiertos. Pero su mirada no era la propia de un
inocente muchacho. Desprendía un odio extremo, antinatural en un
rostro infantil. En aquel momento todos descubrimos que alguna
criatura maligna nos observaba a través de sus ojos, con una
expresión que incluso parecía desfigurar su rostro. Sentí un
escalofrío aterrador al ver aquella mirada posada sobre mí. Era
como si estuviera escrutando cada uno de mis pensamientos. Me sentí
débil, incapaz de contener el pánico que amenazaba mis
sentidos.
—Pase lo que pase, no te dirijas a él —el
susurro del exorcista me tranquilizó— Veamos qué clase de criatura
tenemos ante nosotros.
El Padre Dámaso dio un paso hacia adelante en
dirección al muchacho.
—¿Cómo te encuentras, Adrián?
El muchacho no respondió. Su respiración
empezó a acelerarse.
—Tu madre me ha dicho que has pasado una mala
noche. ¿Es cierto?
El chico continuó callado. Únicamente movió
la cabeza en una respuesta negativa carente de voz.
—Sabes quién soy, ¿verdad?
En esta ocasión, el niño afirmó con un nuevo
gesto, sin decir palabra alguna, ni abandonar una expresión de odio
que más bien parecía una horrible máscara que cubriera su
rostro.
—Estoy aquí para ayudarte.
Adrián volvió a negar con la cabeza, mientras
el exorcista se acercaba aún más a él, con una envidiable calma de
la que carecíamos el resto de presentes en el dormitorio. El
parpadeo de la bombilla continuaba, dejando la estancia sumida en
la penumbra durante fracciones de segundo. En el exterior, la
lluvia había remitido y, a pesar de las nubes que cubrían el cielo,
la luna irradiaba una luz que impedía a la oscuridad adueñarse del
dormitorio.
—¿Qué quieres de él?—preguntó el exorcista,
pronunciando cada palabra cuidadosamente y con la mirada fija en
los ojos del muchacho.
No hubo ninguna respuesta. El pulso del crío
parecía cada vez más acelerado. Unas gotas de sudor recorrían su
frente. Su mirada de odio continuaba fija en el Padre Dámaso.
—¿Quid vis de illo? —insistió, ahora en
latín.
Adrián continuó mudo. Sin embargo, su boca se
torció en una sonrisa cargada de maldad que no logró impresionar al
Padre Dámaso, a punto de perder la paciencia.
Dejé la vela sobre la mesa en la que
descansaban los demás elementos que esperaban el momento de ser
empleados. Cuando volví a mirar a Adrián, sentí el peso de aquellos
ojos que, dejando a un lado al exorcista, se habían quedado fijos
en mí. La expresión de su desfigurada sonrisa me dejó mudo, incapaz
de reaccionar. Fue entonces cuando su boca se movió, dejando
escapar palabras con un tono gutural.
—Perché non è venuto? —habló en mi lengua
nativa, con perfecto acento italiano.
—¡Responde a mi pregunta! —gritó el
exorcista—. ¿Qué quieres del muchacho?
—No, respondedme vosotros —la criatura, ya
manifiesta, continuó hablando por boca de Adrián—. ¿Por qué no ha
venido él?
Miré a cuantos, al igual que yo, habían
podido escuchar aquella siniestra voz que parecía proceder de
alguna profundidad oculta en el interior del muchacho.
Aterrorizada por el mal que atormentaba a su hijo, Isabel lloraba
desconsoladamente, en brazos de su marido. Alfredo no podía separar
la vista de Adrián. A pesar de mantenerse firme, su expresión era
la de alguien que acaba de perder aquello que más quiere.
A un gesto del Padre Dámaso, aquel hombre
robusto y de expresión afable tomó a su mujer del brazo y, juntos,
abandonaron la habitación.
—No os preocupéis —les dijo el exorcista—.
Esperad fuera, en el pasillo mientras hablo con él. Cuando os
llame, regresad con un rosario y ese crucifijo, ¿de acuerdo?
Supuse que aquella decisión venía motivada
por el abatimiento que se había adueñado de Isabel. La madre
parecía incluso marearse por momentos, derrotada por el sufrimiento
de su hijo.
Quedamos a solas con la criatura, que nos
miraba con una sonrisa burlona.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó de
nuevo.
Tanto mi maestro como yo nos dimos cuenta de
a quién se refería. Ya en nuestra anterior visita la criatura nos
había observado a través de Adrián, sin manifestarse tal y como lo
estábamos percibiendo en aquel instante. El demonio se refería a
Fray Daniel.
—Su Fe es débil. Abandonará —sus palabras
fueron acompañadas por una risa maléfica.
—No…
—¡Abandonará! —gritó el demonio, amenazando
con levantar al muchacho de la cama.
—Tú no lo sabes.
—Lo he visto en sus ojos. Ese joven tiene un
alma frágil.
—¡Cállate!
—Tú no me ordenas nada —la voz sonó
atronadora. Adrián escupía sus palabras.
—En mi nombre no, pero sí en nombre de Dios
—el Padre Dámaso se dirigió a la mesa y tomó el frasco con el agua
bendita, mientras me explicaba lo siguiente que iba a hacer.
—Este frasco me lo entregó el Padre Lorenzo.
Aunque no lo creas, en muchas ocasiones el agua produce un efecto u
otro según el sacerdote que la haya exorcizado. Sujeta el libro
mientras me dirijo a él. Cuando se habla a un demonio, hay que
dirigirse a él con autoridad.
—¡In nomine Iesu, dic nomen tuum! —ordenó el
Padre Dámaso, mientras dejaba caer unas gotas de agua sobre
Adrián.
De forma inmediata, el demonio reaccionó
sacudiendo el cuerpo del crío.
—¡Déjame, no me hagas sufrir! —gritó mientras
se retorcía y agitaba los brazos. Observé que ponía sus manos y
pies como garras, en incesantes alaridos.
—¡In nomine Iesu, dic nomen tuum! —insistió
el exorcista, cerrando el frasco del agua bendita, como si tratara
de ofrecer al demonio una tregua a cambio de la respuesta que le
pedía.
—Mi nombre es «Precursor».
El Padre Dámaso se quedó pensativo. No
recordaba haber escuchado aquel nombre en ningún otro
exorcismo.
—¿Por qué has entrado en el chico? ¿Qué
quieres de él?
—Que sufra.
—¡Déjale! ¡Sal de él!
—¡No!
—En el nombre de Cristo, abandona su
cuerpo.
—No. No puedo… No aún.
—¿Quién te lo impide?
—No. No hasta el tercer día.
La última respuesta del demonio precedió a
una sonora carcajada. El Padre Dámaso continuó dando órdenes que
fueron ignoradas. Adrián cerró los ojos y su cuerpo comenzó a
agitarse bruscamente, tendido en la cama. Los posteriores intentos
del exorcista por ponerse en contacto con el demonio no encontraron
respuesta. Ni siquiera el agua bendita derramada sobre el muchacho
logró arrancar un grito de la horrible voz que habitaba en el
interior del niño.
—Avisa a los padres de Adrián —el Padre
Dámaso desistió ante sus estériles esfuerzos—. Diles que
entren.
Cuando Alfredo e Isabel regresaron al
dormitorio, Adrián permanecía tumbado en la cama. Tenía los ojos
cerrados, y una respiración normalizada, como la de cualquier
persona que se encontrara durmiendo plácidamente. La habitación
había vuelto a la normalidad, sin miradas rebosantes de odio ni
voces que perturbaran la paz o sonidos que estremecieran las
paredes.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Isabel.
—Mejor —el Padre Dámaso impuso las manos
sobre el chico y trazó en su frente la señal de la cruz.
Durante la siguiente hora permanecimos junto
a la cama de Adrián, siguiendo las instrucciones del Padre Dámaso,
en una ceremonia que transcurrió envuelta por una calma que hasta
ese momento no habíamos podido sentir.
Tras la señal inicial de la cruz, el Padre
Dámaso rezó una oración en voz baja mientras tomaba el agua
bendita. Nos pusimos de rodillas. Sentí las gotas que eran
derramadas sobre mí, en un «asperges» que
precedió al rezo de las letanías de los santos. Posteriormente, las
lecturas de varios salmos fueron intercaladas con otras plegarias
que pedían a Dios la liberación del chico. La lectura del Evangelio
fue una de las últimas antes de que la bendición final diera por
concluida la ceremonia.
—Debéis mantener la esperanza —el Padre
Dámaso trató de consolar a los padres.
Sentada en la cama, Isabel acariciaba los
cabellos de Adrián escuchando atentamente las palabras alentadoras
del sacerdote.
—Rezad mucho por vuestro hijo. En dos o tres
días volveremos para ver qué tal se va encontrando. No obstante, si
vuelve a suceder algo parecido a lo de anoche, llamadme. Al menos
ya hemos logrado descubrir la naturaleza maligna que aflige a
Adrián.
—Sigue dentro de él, ¿verdad?
—Sí. Resulta imposible saber en qué momento
el demonio va a dejar el cuerpo que ha ocupado como morada. En
algunos casos han sido necesarios varios meses de sesiones
semanales para poder expulsar a un demonio. En otros casos, ha
bastado un solo exorcismo. Solo Dios sabe cuándo vuestro hijo será
liberado. Mientras tanto, solo se puede hacer una cosa: rezar por
él.
En aquel momento, el muchacho abrió los ojos,
recuperando así la habitual expresión de un inofensivo niño.
—¿Qué tal estás, Adrián? —preguntó Isabel—.
Mira quién ha venido a verte.
—¿Cómo estás, muchacho? —el Padre Dámaso se
acercó y, tal y como había sucedido en nuestra anterior visita,
habló con él con absoluta normalidad acerca de los estudios, su
equipo de fútbol...
El chico no recordaba nada de lo sucedido en
las últimas horas. Dijo que había estado demasiado tiempo
durmiendo, y que tenía hambre. Isabel nos ofreció quedarnos a
cenar, pues ya se había hecho tarde y, según reconoció el Padre
Dámaso, nadie nos esperaba en el refectorio de la abadía para
compartir la mesa. Los monjes ya se habrían retirado a sus celdas
para dar paso al silencio de la noche.
Accedimos a pasar una hora más junto a la
familia. Después del sufrimiento vivido por el chico y sus padres,
agradecimos aquellos instantes repletos de sonrisas y distendida
conversación. Para mí resultó todo un bálsamo que aliviaría los
sentimientos que habían despertado en mí la imagen de un inocente
niño convertido en la morada del maligno.
Llamé por teléfono al Padre Lucas para que se
encargara del dormitorio de los pequeños y velara su descanso
durante la primera hora, hasta mi regreso. Agradecí que no me
preguntara el motivo por el que no iba a llegar a tiempo para
encargarme yo mismo de ellos.
El Padre Lucas era uno de los monjes y
educadores que, sin ser temido como el alcaide de una prisión, era
respetado por todos los escolanos. Resulta complicado mantener un
equilibrio constante entre la disciplina y el cariño con aquellos a
quienes se tiene al cargo, y él sabía cómo llevar a cabo una
dirección que le permitiera tener un control de cuanto sucedía a su
alrededor. Así que, convencido de que no tendría ningún problema
para guardar el orden en toda la escolanía, accedió a realizar mi
trabajo sin poner ninguna objeción.
Nos despedimos de Adrián y sus padres,
seguros de que aquella noche todos ellos podrían descansar en
paz.
Nada más entrar en el coche, el Padre Dámaso
trató de recapitular los aspectos más importantes acontecidos en la
casa durante la manifestación diabólica.
—¿Te encuentras bien, Ángelo? —fue lo primero
que me preguntó.
—Sí. Al menos, desde que Adrián ha
despertado.
—Imagino que, esta experiencia novedosa para
ti, supone tal vez un antes y un después en tus creencias acerca
del mal, ¿no es así?
No tuve tiempo para contestar. El Padre
Dámaso tenía prisa por recordar algunos de los elementos más
reveladores de su conversación con el demonio.
—Como has podido comprobar, Satanás y sus
aliados siempre tratan de sembrar la semilla del mal, la
incertidumbre. El demonio siempre trata de causar todo el mal
posible aun sabiendo que, a largo plazo, con su manifestación
visible a los sentidos no hace sino lograr alejar de sí más almas
de las que consigue atraer. He conocido a muchas personas que, tras
asistir a un exorcismo, han acudido al confesionario a limpiar su
alma, llena de manchas tras años de pecados y alejamiento del bien.
¿Te has fijado en lo primero que ha preguntado el demonio cuando le
he interrogado acerca de su presencia?
Lo recordaba muy bien. Aquellas palabras
pronunciadas en un perfecto italiano se quedarían eternamente
grabadas en mi mente.
—Nos ha preguntado por qué no ha venido Fray
Daniel.
—Exacto. La duda que tengo es si él sabe el
motivo real por el que no hemos traído a Fray Daniel con nosotros.
Supongo que, si bien los demonios no pueden adentrarse en nuestra
mente y leer nuestros pensamientos, sí pueden conjeturar lo que, de
un modo u otro, puede suceder en ciertas ocasiones. El domingo, en
nuestra primera visita, mi intención era desenmascarar el demonio
escondido en el interior de Adrián, pero no con el fin único de
poder liberar al muchacho, sino de convertir la obra de Satanás en
una prueba de Fe para nuestro querido novicio. Tal vez el demonio
adivinó mis intenciones, y por ese motivo luchó con todas sus
fuerzas para no manifestarse delante de Fray Daniel. Por eso mismo
decidí que, en esta ocasión, sería conveniente que él no viniera.
Así, nos centraríamos en la cuestión fundamental, que no es otra
que ayudar a esta familia a superar el dramático momento por el que
está pasando. Convivir con una posesión es mucho peor que con
cualquier enfermedad del cuerpo o de la mente, ya que en estos
otros casos, ante el dolor, los familiares tratan de buscar
consuelo en sus más allegados. Sin embargo, los familiares de un
poseso se encuentran solos, no pueden hablar a nadie del mal que
les oprime sin correr el riesgo de, en el mejor de los casos, ser
considerados unos fanáticos o unos enfermos mentales. Incluso se
verían avocados a un rechazo por parte del entorno familiar o los
amigos, que los tacharían de malditos, con la errónea creencia de
que la posesión pueda ser contagiosa.
—¿Por qué se ha interesado tanto por Fray
Daniel?
—El demonio pretendía sembrar la
incertidumbre. Quiere hacer todo el mal posible, tanto físico como
espiritual. Lo que quería era instaurar la duda entre nosotros. Por
eso decía que nuestro joven novicio nos va a abandonar. Quería
hacernos creer que perderíamos un miembro de la comunidad.
—¿A qué se refería con que no podía abandonar
aún el cuerpo del chico?
—Se trata de la jerarquía de la que te hablé;
de modo que, por mucho que un demonio quiera, si otro de rango
superior le ha ordenado permanecer en el cuerpo del poseso,
cumplirá ese mandato a pesar de sufrir los continuos ataques por
parte del exorcista.
—Ha dicho que lo abandonaría al tercer
día…
—Se trata de una muestra más de su burla, de
su mentira. ¿Te has fijado en sus risas tras haber dicho lo del
tercer día? No era más que una burla de las Sagradas Escrituras.
Cristo resucitó al tercer día. El demonio, en su aborrecimiento de
todo lo que representa a Dios aprovecha cualquier diálogo con un
exorcista para manifestar ese odio a todo lo sagrado. Ha dicho que
su nombre era «Precursor». Nunca antes
había escuchado ese nombre en un exorcismo. No creo que se trate de
uno de los demonios más difíciles de vencer, al menos en principio.
Es posible que en una o dos semanas como mucho podamos ver a Adrián
recuperando la vida que tenía antes de verse metido en esta
pesadilla.
—¿Por qué él? —pregunté, movido por la
compasión y el recuerdo de la inocencia manifestada por el
chico.
—Satanás siempre trata de causar el mayor
daño posible, y para ello no siente compasión alguna, ni del más
anciano, ni del más joven. No obstante, al estudiar los fenómenos
de posesión que han llegado hasta mí, así como otros numerosos
casos que he seguido a través de las experiencias de otros
sacerdotes, hay una serie de motivos subyacentes en la mayoría de
estos sucesos; razones por las que termina abriéndose una puerta al
maligno. Aunque, en el caso de Adrián, me cuesta creer que alguna
de esas razones hayan motivado su posesión. Una de ellas es el
pacto con el demonio, que por supuesto es la primera en ser
descartada en este caso; otra posible causa suele ser la asistencia
a sesiones o ritos esotéricos, satánicos o espiritistas, que
descartaríamos con la misma rotundidad; otra que se ha dado en
algunos sucesos es el abominable acto de una madre, que ofrece su
hijo a Satanás.
—Esta es tan descartable como las otras
—contesté.
—Exacto. Así que únicamente nos queda una
que, por el momento, no podamos desechar: el maleficio.
—¿En qué consiste exactamente?
—Es algo tan espantoso que aquellos que lo
practican no tardan mucho tiempo en ser ellos mismos víctimas de
semejante acto. Pues pocas cosas atraen tanto el castigo divino
como esta práctica. Hay quienes realizan maleficios contra la salud
de alguien, o para que una persona quede posesa. Por el momento, me
resultaría un tanto incómodo preguntar a Isabel o Alfredo si creen
que tienen algún enemigo capaz de recurrir a estas prácticas.
—Cuesta creer que esa familia pueda tener
enemigos.
—Lo sé. Pero en ocasiones uno se crea
enemigos sin buscarlos. La envidia, por ejemplo, puede ser para
muchos, causa del deseo de todo mal hacia aquellos que viven a su
alrededor. Por fortuna, la expulsión de un demonio no obedece a las
causas que motivaron la posesión. Incluso en algunas ocasiones no
ha sido posible encontrar dicha causa. Quién sabe si Dios permite
que sucedan casos como éste para mostrarnos su Gloria y que muchos
puedan beneficiarse del poder divino para cambiar el rumbo de sus
vidas. Personalmente, agradezco a Dios que me haya hecho partícipe
de cuantiosas muestras de la existencia del maligno. Cada
manifestación de Satanás supone una ventana abierta a un mundo
repleto de odio y temor. Asomarnos a ese mundo desde el nuestro
supone una fuente de salvación que no todos los hombres saben
aprovechar, de igual modo que, en los tiempos de Cristo fueron
muchos los que, contemplando sus milagros, no creyeron en él.
—Resulta una experiencia estremecedora.
—Lo sé —el Padre Dámaso no pudo contener la
risa—. Me he fijado en el color pálido de tu piel cuando el demonio
se ha manifestado. Sí, la primera experiencia resulta
desconcertante. Recuerdo la primera vez que el demonio me habló a
través de los ojos de un poseso. Me sentí a punto de perder el
conocimiento. Por fortuna, había otros dos sacerdotes a mi lado.
Ese es uno de los motivos por los que te he hecho venir. Es
reconfortante saber que en la lucha contra el demonio tienes a
alguien que puede ayudarte, no solo a sujetar al poseso, sino
también en el momento de orar, de presentar batalla al diablo con
las armas de nuestra Fe. De todas formas, resulta desconcertante la
facilidad con la que se ha presentado ante nosotros. En la mayoría
de las ocasiones hay que provocarles acercándoles un crucifijo, o a
través del agua bendita. En esta ocasión apenas ha bastado una
breve oración para que el chico entrara en trance y Precursor se
diera a conocer.
—Y más aún teniendo en cuenta que en la
anterior ocasión, a pesar de los esfuerzos por obligarle a salir,
no se hizo presente.
—Sí. Lo cual demuestra que, no siendo uno de
los demonios más poderosos, tampoco resulta uno de los más débiles.
El domingo realicé señales sobre el muchacho que habrían hecho
retorcerse de dolor a otros muchos espíritus malignos.
El Padre Dámaso tardó unos segundos en
continuar hablando. Deduje que las últimas palabras le habrían
hecho reflexionar acerca del comportamiento de aquel maléfico
ser.
Llegamos a la puerta de entrada al Valle. A
diferencia del viaje de ida, el de vuelta había resultado más
pausado, inmerso en una calma que me había ayudado a terminar de
digerir lo sucedido en casa de Adrián. Sentía que una vez en mi
celda, sumido en mis pensamientos y en la oscuridad de la noche,
los recuerdos caerían pesadamente sobre mí, quizá en forma de
pesadilla. No podía olvidar los alaridos del muchacho,
retorciéndose de dolor; ni la voz infernal que salía de él con
palabras y carcajadas llenas de ira. A ello había que añadirle el
suceso de la noche anterior en la escolanía. Temí que aquella
mezcla de recuerdos saturara mi mente y me impidiera conciliar el
sueño.
Durante el trayecto que separaba la entrada
al recinto de la puerta de la abadía, el Padre Dámaso se mostró más
cauto al volante. Ya en varias ocasiones, alguno de los salvajes
habitantes de los pinares le había dado un buen susto al cruzarse
en la carretera tras ver las luces del coche. Ciervos, jabalíes o
zorros eran animales propensos a aparecer en medio de la
noche.
Al llegar a la abadía, acompañé al maestro
hasta la capilla para tener unos minutos de oración antes de cruzar
la habitación de los niños y entrar en mi dormitorio. Sentado en
uno de los sitiales, reflexioné una última vez acerca de todo
cuanto había acontecido durante el día. Di gracias a Dios por el
don que me había otorgado al presenciar el poder de Satanás entre
los hombres. Miré la imagen de San Benito que, situada en un
pedestal por encima del altar, me recordó la oración cuyas
iniciales bien recoge la medalla que en ocasiones se emplea para
repeler la acción maligna del demonio. Como si el Padre Dámaso, de
rodillas a mi lado, hubiera pensado lo mismo, me enseñó la medalla
que, en una cadena plateada, colgaba de su cuello.
—Nuestro Padre San Benito nos obsequió con el
extraordinario don de no olvidar la presencia de Satanás —dijo
mientras me enseñaba la cara que contenía las iniciales de la
oración, ubicadas dentro y fuera de una cruz—. Todos los días, nada
más levantarme, pronuncio estas palabras rogándole a Dios que no
permita que el maligno me aparte de él. ¿Te parece bien que
recemos, juntos, la oración?
Asentí con la cabeza y nuestras voces
entonaron al unísono la plegaria:
Crux Sancti Patris Benedicti
(Cruz del Santo Padre
Benito)
Crux Sácra Sit Mihi Lux
(Mi luz sea la cruz
santa,)
Non Dráco Sit Mihi Dux
(No sea el demonio mi
guía)
Vade Retro Satána
(¡Apártate,
Satanás!)
Non Suáde Mihi Vána
(No sugieras cosas
vanas.)
Sunt Mála Quae Libas
(Pues maldad es lo que
brindas)
Ipse Venéna Bíbas
(Bebe tú mismo el
veneno.)
Tras aquellas palabras, abandonamos la
capilla y cada uno se dirigió a su habitación; el Padre Dámaso
subió las escaleras que conducían a las celdas de los monjes, y yo
tomé el camino opuesto del claustro, que me conduciría hasta la
escolanía. Me encontraba a punto de alcanzar la entrada al hogar de
los escolanos cuando escuché una voz tras de mí, un susurro que me
dejó paralizado por segundos, hasta que me giré y comprobé, con
alivio, que se trataba del Padre Lorenzo.
—Ángelo, tengo que contarte algo —estaba
preocupado—. Es referente a lo sucedido en casa de Cintia.
—¿El robo de la partitura? —ya casi ni me
acordaba de aquel otro desconcertante suceso.
—Sí. La policía ha estado analizando la lista
de vehículos que a lo largo de la tarde-noche estuvieron entrando o
saliendo del recinto a partir del momento en que sus puertas fueron
cerradas al público. Respecto a los huéspedes y asistentes al curso
de Canto Gregoriano, puesto que la mayoría vienen de lejos, lo
normal es que permanezcan en el recinto, ya que el curso no les
permite demasiado tiempo libre como para abandonar el Valle. No
obstante, de entre estos huéspedes hay uno que vive cerca de aquí.
Es el profesor Nicanor. El otro, en cambio, vive demasiado lejos
como para haberse ausentado un instante para ir a su casa. Se trata
de tu amigo, el francés.
—¿Jean Marie? —repuse incrédulo—. No irá
usted a creer que, por el mero hecho de haber abandonado el recinto
durante un tiempo, ese hombre ya es sospechoso de cometer un robo.
Es una suposición demasiado...
—¿Pobre o falta de pruebas? Lo sé. Y Dios
sabe que no me gusta juzgar a las personas por sus apariencias. Ese
hombre es de lo más extraño. No encaja ni en el grupo de los
asistentes al curso ni en el de los huéspedes que nos visitan para
vivir la Semana Santa a través de una experiencia cercana a nuestra
espiritualidad. Jean Marie no está presente en la mayoría de los
rezos diarios, a diferencia de nuestros huéspedes internos, que nos
acompañan en cada momento del día dedicado a la oración. Y me temo
que no ha aparecido por algunas de las clases del curso. Ese hombre
no parece tener un verdadero interés por el canto gregoriano.
—Hay mucha gente que viene a pasar unos días
con la única intención de desconectar de su rutina.
—En eso estoy de acuerdo. Pero por eso mismo
se alojan en la hospedería externa y no en la de la abadía. En
cambio, Jean Marie pasa demasiado tiempo merodeando el monasterio,
en el claustro, en el salón... El otro día te vi hablando con él y
he pensado que tal vez podrías...
—¿Podría qué? ¿Interrogarle? —no estaba
dispuesto a comportarme como un inspector, persiguiendo a posibles
sospechosos—. Lo siento, Padre Lorenzo. Se me da muy mal tratar de
extraer información de otros. Para eso debería hablar con la
policía, ¿no cree?
—Ya lo he hecho.
—¿Y qué le han respondido?
—No parecen muy dispuestos a colaborar. Creo
que no consideran la posibilidad de que el francés tenga algo que
ver.
—No se preocupe, Padre Lorenzo —le hablé en
un tono más delicado, compadecido de la angustia que reflejaba su
rostro—. Encontrarán al responsable, no lo dude.
—Eso quisiera creer. Pero temo que esa
partitura ya se encuentre lejos de aquí. Lo lamento, sobre todo,
por Cintia. Lo peor, en el caso de un robo, no es las pérdidas
materiales, sino la sensación de inseguridad que uno siente, al ver
que su propiedad privada ha sido allanada.
—Pero Cintia es una mujer adinerada, ¿no? ¿No
tenía instalada alguna alarma, o cámaras de seguridad en la
vivienda?
—A pesar de la herencia que le ha dejado su
padre, ella no es más que una joven que disfruta con su mayor
pasión, la enseñanza. Incluso su casa es una de las más modestas
que pueden verse en la calle donde vive, a las afueras de El
Escorial.
—Espero que encuentren pronto al responsable.
Más que nada, por ella.
—Sí. Le he ofrecido una habitación en la
hospedería externa, pensando que tal vez aquí pueda encontrar la
seguridad que ahora necesita. Pero me ha dicho que no. Quería
volver a su casa, con Octavio.
—Al menos, no estará sola.
—Por fortuna, tiene quien cuide de ella. En
fin...
El Padre Lorenzo hizo ademán de despedirse,
pero antes de hacerlo decidió hablarme una última vez.
—Olvida lo que te he dicho acerca del
francés. Es solo que, desde el instante en que le he conocido me ha
resultado un personaje extraño y un tanto arrogante. Nada más que
eso. Yo soy el primero que piensa que ese hombre no tiene nada que
ver con el robo.
—Me alegro de que haya recapacitado.
—Sí, bueno... Por cierto, lo olvidaba. Cintia
me ha dado un sobre para ti.
—¿Para mí? ¿Qué es?
—Al saber que te encargas de los niños de la
escolanía, me ha dado unos calendarios para que los repartas entre
ellos.
El Padre Lorenzo extrajo el sobre de su
hábito y me lo entregó.
—Creo que son fotos de perros y gatos. Cintia
cree que les gustará a los niños.
—Seguro que sí —el sobre estaba abierto, por
lo que pude echar un rápido vistazo a su contenido mientras daba
las gracias al Padre Lorenzo y me despedía de él.
Al llegar al claustro de la escolanía, el eco
de una voz me hizo descubrir que, una noche más, Fray Lamberto
había esquivado al sueño para aventurarse en la oscuridad que
separaba a monjes y niños. A pesar de su edad, el monje
continuamente hacía alarde de una desbordante energía. Era incapaz
de llevar una vida calmada en el interior de su celda, donde
parecía sentirse como un pájaro enjaulado.
En esta ocasión, no se encontraba solo. Las
carcajadas de Luis retumbaron por todo el claustro, por lo que tuve
que acelerar el paso y llegar hasta ellos antes de que despertaran
a los otros escolanos, que ya estarían durmiendo.
—Hola Ángelo —saludó el monje, nada más
verme—. Le estaba contando a este chico el día que fuimos con los
escolanos hasta la torreta, cuando yo cuidaba el dormitorio.
—Luis, ¿qué haces levantado? ¿No deberías
estar ya durmiendo, al igual que tus compañeros?
—Es que el Padre Lucas me ha castigado. Me ha
dicho que me quedara aquí fuera hasta que llegaras tú.
—Bueno, pues ya estoy aquí, así que ya puedes
entrar en el dormitorio.
—Espera, que Fray Lamberto no ha terminado de
contarme la historia…
—Ya otro día te la cuenta. Vamos, al
dormitorio…
—Vale —a regañadientes, el chico obedeció
ante la distraída mirada de Fray Lamberto, que sin decir nada
comenzó a caminar en dirección opuesta al dormitorio.
«Más que un castigo, ha
sido un recreo para Luis», pensé mientras observaba al otro
monje a punto de entrar en la capilla.
Con la puerta abierta, Fray Lamberto fue
recorriendo a oscuras el interior de la estancia hasta detenerse
junto a uno de los últimos bancos.
—¿No enciende la luz? —le pregunté desde
fuera.
—No. La luz del Santísimo es lo único que me
hace falta —respondió señalando la lámpara situada junto al
sagrario. Sacó su rosario y permaneció quieto, sentado en uno de
los últimos bancos.
Dejé a Fray Lamberto en la capilla.
Convencido de que aquel no sería su último destino antes de
regresar a la abadía, me fui a la habitación. A diferencia de Fray
Lamberto, que parecía tan inagotable como los escolanos, yo
necesitaba abandonarme lo antes posible al descanso de la noche.
Sentía que mis piernas estaban a punto de dejarme caer al suelo,
tras un día en el que la excursión con los niños y la visita al
monasterio de El Escorial habían supuesto un ejercicio físico poco
habitual en mi rutina diaria. Mi mente también estaba agotada. La
visita a la casa de Adrián había supuesto un considerable esfuerzo
por controlar mis emociones. El temor y la confusión se habían
aliado para poblar mi mente de sentimientos contradictorios y tal
vez incomprensibles. El derroche de energías había sido, en este
sentido, más inusual todavía.
Al caminar entre las camas de los niños me
percaté de que Juanma tenía, como de costumbre, la manta tirada por
el suelo. Me acerqué un momento para ponérsela por encima y evitar
que el frío de la noche pudiera despertarle. El niño dormía
plácidamente, tumbado boca abajo y con uno de los brazos por fuera
de la cama. Los otros escolanos también parecían disfrutar del
descanso del sueño. Todos, excepto uno. Luis salía de los
servicios.
—Luis, ven un momento —le hice entrar en mi
habitación para que pudiéramos hablar.
—¿Ya se ha ido Fray Lamberto? —preguntó el
chico tras cerrar la puerta.
—Fray Lamberto no suele tener sueño a estas
horas. A ver, cuéntame por qué te ha castigado el Padre
Lucas.
—Me ha quitado mi armónica.
—¿La armónica?
—Sí. Me la regaló mi abuelo…
—¿La estabas tocando en el dormitorio?
—Sí… Es que tengo que aprender una canción
que me enseñó mi abuelo. Tienes que convencer al Padre Lucas para
que me la devuelva.
—No lo sé. ¿Te dijo cuándo te la iba a
dar?
—No. Hace un mes me quitó una peonza, y
todavía no me la ha devuelto.
—¿También estabas jugando con ella en el
dormitorio?
El chico no respondió. Se encogió de hombros
y dejó escapar una media sonrisa. Comprendí que, efectivamente, así
había sido.
—El dormitorio no es un lugar para jugar.
Para eso están las salas de los futbolines y el patio. Y por la
noche tampoco es hora de tocar la armónica ni jugar a la peonza.
Tienes los recreos.
—Vale… ¿Podrías hablar con el Padre Lucas?
—insistió el niño—. Le prometí a mi abuelo que el próximo domingo
que viniera le tocaría esa canción.
—No sé…
—Por favor.
—Lo intentaré. Pero con una condición: si
consigo que el Padre Lucas me entregue la armónica sólo la
utilizarás en el recreo, no en las clases de música, ni en la hora
de dormir. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Para asegurarnos de que lo haces así, me la
darás todos los días, después del último recreo. La guardaremos en
mi armario de aquí hasta que termine el curso.
—Eso es mucho tiempo.
—¿Prefieres que la guarde el Padre
Lucas?
—No.
—De acuerdo. Y ahora, vete a dormir…
—¿Puedo quedarme un rato haciendo
copias?
—¿También te ha mandado copias el Padre
Lucas?
El niño enmudeció por un momento.
—No… Son del Padre Loren.
—¿Otra vez? Tienes que portarte mejor en
clase de música. Aprovecha los recreos para jugar y tocar la
armónica… Y atiende en clase.
—Vale… Pero, ¿puedo hacer las copias?
—Hazlas mañana, después del desayuno. Ahora,
vete a la cama, que ya es tarde.
—Bueno… Pero pídele la armónica al Padre
Lucas.
Luis salió corriendo y en unos segundos ya
estaba dentro de su cama. Eché un último vistazo al dormitorio de
los chicos. Por fin estaba todo en silencio.
A punto de acostarme, extraje el sobre que me
había entregado el padre Lorenzo y lo dejé sobre la mesa. Fue
entonces cuando me percaté de un detalle que, en la penumbra del
claustro de la abadía, había pasado totalmente inadvertido.
El sobre ya había sido empleado en otra
ocasión. No tenía remitente, pero las letras del destinatario se
leían con claridad. El sobre había sido enviado a Cintia, a su
casa. Leí la dirección y se me heló la sangre al recordar el nombre
de la calle, la misma en la que se ubicaba la casa de Adrián.