MARTES
 
 
«Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo».
Apocalipsis 12, 12
Encendí el reproductor de cd, y por todo el dormitorio se escuchó el «Docti Sacri» de Mendelssohn. Subí el volumen de la música y cogí la botella de agua que empleaba para despertar a los más perezosos.
Abiertas las contraventanas del dormitorio para que entrara la luz, comprobé que el nuevo día no sería muy distinto al anterior. La niebla vagaba por los alrededores, ocultando la gran cruz en su densidad. Al otro lado de las ventanas se dejaban ver algunos de los efectos de la tormenta: un gigantesco charco que ocupaba casi la mitad del patio y los restos de hojas y ramas dañadas por la violencia del viento.
Algunos de los niños parecían no haber dormido lo suficiente, a juzgar por sus gestos cansados y apagados. Algo parecido me sucedía a mí. Sentía que el transcurso de la noche no había logrado reponerme de un día fuera de lo común. Traté de no detener mi mente en los acontecimientos previos al sueño. El nuevo día se presentaba con nuevas incertidumbres y tareas que requerían toda mi atención.
Estaba haciendo mi cama, cuando sonó el teléfono. Lo descolgué rápidamente, pensando que sería el Padre Lucas, para contarme si había sucedido algo más durante el transcurso de la noche. La voz que escuché al otro lado era otra bien distinta, aunque su tono tampoco resultaba precisamente alegre.
—Ángelo, ¿ya están los chicos en la capilla?
—No, Padre Lorenzo. Aún quedan cinco minutos...
—Está bien. Ven a verme después de desayunar, a eso de las nueve y media. Es importante.
Ni siquiera me dio tiempo a contestar. El Padre Lorenzo era un hombre que no se andaba con circunloquios. Decía aquello que creía conveniente y, en ocasiones, no había nada más que añadir.
Apagué la música, y me aseguré de que los niños salieran del dormitorio peinados y con el uniforme bien puesto, con el cuello de la camisa por dentro, y los zapatos atados. Al echar un vistazo a las camas de los críos, me di cuenta de que me había distraído demasiado en mis pensamientos, lo suficiente como para que Juanma se escapara del dormitorio con la cama a medio hacer, y Luis dejara un montón de ropa sobre la almohada.
En la capilla, el Padre Lucas se encargaría de dirigir la oración de la mañana, un momento breve antes del desayuno, tras el cual los escolanos tendrían el primer ensayo de cara a las celebraciones de Semana Santa. Yo, por mi parte, esperaba que el Padre Lorenzo no me entretuviera demasiado, para no llegar tarde a la clase de Conti.
Cuando bajé al claustro, los escolanos ya estaban situados en filas, a punto de dirigirse al comedor. El Padre Lucas, al frente, llamó a los encargados de servir las mesas, que salieron corriendo para llegar antes que los demás. Su rostro era serio, imperturbable. Durante el desayuno le vi comer en silencio, pensativo. Seguramente aún seguía dándole vueltas a lo sucedido en la noche anterior. A su alrededor, los escolanos mayores también se encontraban más callados de lo acostumbrado. Por el contrario, en la mesa de los más pequeños la algarabía era creciente. Tuve que llamar la atención a varios de ellos, cuyo tono de voz iba en aumento, casi en la misma proporción que sus bromas se convertían en la primera discusión del día. Por suerte, no fue a más y los chicos fueron abandonando el comedor a medida que terminaban de desayunar.
Me hubiera gustado quedarme a solas con el Padre Lucas para hablar con calma, pero quería finalizar lo antes posible mi encuentro con el director del coro para poder dirigirme a la hospedería.
Al entrar en el claustro del monasterio, observé que él ya me estaba esperando. Parecía impaciente aunque, a decir verdad, el Padre Lorenzo era un hombre a quien las prisas parecían acompañarle allí donde fuera.
—Ángelo, ven —me dijo antes de que llegara hasta él.
Le seguí al otro lado de la puerta de clausura, al interior de uno de los locutorios. Para mi sorpresa, había más gente. En concreto, estaban Cintia, Octavio y el Padre Dámaso, todos ellos con una expresión seria.
—¿Qué ocurre? —pregunté extrañado.
—Verás, Ángelo —habló Octavio—. Se trata de la partitura que íbamos a mostraros el último día del curso... La han robado.
—¿Qué?
—Anoche... —la voz de Cintia se escuchaba entrecortada—. Llegué a mi casa, y vi que habían forzado la cerradura de la entrada. Y luego, cuando vi aquello... las sillas y cajones por los suelos, el salón, mi habitación... Alguien había entrado, y había buscado en todas partes hasta dar con el manuscrito. Se lo han llevado.
—¿Y no han robado nada más? —pregunté, incrédulo.
—No. Y es extraño, porque incluso el dinero que guardo en mi dormitorio aún está allí, tirado sobre la cama. Sólo buscaban el manuscrito.
—Ya hemos avisado a la policía —habló Octavio—. Supongo que aún continúan allí, buscando alguna pista que pueda ofrecerles una línea de investigación.
—No me lo puedo creer —Cintia tenía los ojos llorosos—. ¿Quién iba a entrar en una casa para llevarse únicamente una partitura?
—¿Había mucha gente que tuviera constancia de su hallazgo? —preguntó el Padre Dámaso.
—Por desgracia sí. La noticia fue publicada en varios periódicos, que lo hicieron público pocos días después de la muerte de mi padre. Incluso hubo varias instituciones que quisieron entrevistarme, o acceder al documento para poder verlo de cerca. Únicamente les mandamos una fotografía. A través del acto de clausura del curso pretendíamos mostrarlo por primera vez en público. Hasta ahora, tan solo unos arqueólogos, amigos de mi padre, han podido acceder al manuscrito para echarle un vistazo detenidamente.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el Padre Lorenzo—. Me refiero a... ¿qué les decimos a los participantes del curso, o al maestro Conti?
—De momento, nada —se apresuró a contestar Cintia—. No hasta que la policía nos desvele los primeros resultados de la investigación, a ver si con un poco de suerte pudieran encontrar al responsable.
—Hay algo más —el Padre Lorenzo extrajo un papel que guardaba en su interior—. El guardia civil de la entrada me ha entregado un listado con las matrículas de los vehículos que han entrado o salido en las últimas horas del recinto. No sé si podría servir de algo...
—¿Insinúa que alguien de aquí podría estar relacionado con el robo? —preguntó Octavio.
—No sé. Pero este año el curso ha tenido una mayor aceptación que en años anteriores. Y creo que puede deberse a la expectación que ha generado el descubrimiento de ese manuscrito. No quiero pensar que alguien de aquí pudiera estar relacionado pero, por el momento, tenemos que ayudar en todo lo posible a esclarecer los hechos, colaborando en lo que podamos. En la puerta de entrada se han quedado con una copia de este listado. Van a cotejar las matrículas de los vehículos con las de aquellos pertenecientes a los participantes en el curso. La mayoría de ellos han reservado una habitación para estos días por lo que, al menos, podemos asegurarnos de los que realmente no han tenido nada que ver. Sé que no es gran cosa —el Padre Lorenzo miró a Cintia, que se sentía abatida— pero me temo que, desde aquí, no podemos hacer mucho más.
—Lo sé —la joven esbozó una frágil sonrisa—. Gracias por su ayuda.
—Ángelo, ve a buscar a Fray Daniel y dirigíos al curso. No hables de esto a nadie.
Asentí y me fui de allí, consciente de que no muy pronto los medios se harían eco de lo sucedido en casa de Cintia.
Encontré a Fray Daniel en la capilla. Ni siquiera hizo falta que entrara a buscarle. Nada más verme, el novicio supo que había llegado el momento de ir al curso.
Durante el trayecto que nos separaba de la hospedería, Fray Daniel se mostró silencioso, como siempre. No quise iniciar una conversación relacionada con lo vivido el domingo, en casa de Adrián, en lo que tal vez habría supuesto para el novicio un alivio, más que una decepción. La experiencia de un exorcismo puede resultar enriquecedora en la Fe, pero aterradora en el preciso instante en que uno se siente observado por Satanás, aunque sea a través de los ojos de un niño. Pensé que, ante algo así, mi reacción habría resultado similar a la de nuestro hermano más joven. Además, estaba convencido de que el Padre Dámaso ya se habría encargado de hablar con él, amortiguando el efecto negativo que había supuesto la visita, según el maestro de novicios.
De camino a la hospedería, me limité a preguntar a Fray Daniel acerca del curso. Me dijo que no lo llevaba mal, aunque yo sabía que, con lo inteligente que era aquel muchacho, estaría resultando uno de los alumnos más ávidos de conocimiento en una materia que para un monje benedictino resulta de vital importancia. No en vano, el gregoriano es un cántico que, de forma diaria, se escucha en la basílica. Y cuando los chicos están de vacaciones son los monjes los que se encargan de elevar sus voces para dar una mayor solemnidad  a la liturgia. Además, son precisamente los novicios los que, en ausencia de los escolanos, se encargan de entonar el salmo dominical que, aunque no es en latín, requiere de unas dotes adecuadas por parte del cantor. Los demás miembros de la comunidad ya habíamos podido comprobar que, en ese aspecto, la voz de Fray Daniel no tenía nada que envidiar a las de los niños cantores.
Conti ya estaba de pie junto a la mesa del profesor, mirando una última vez las anotaciones de sus hojas antes de iniciar la clase. En la pizarra tenía escrito el tema en torno al cual giraría la primera clase del día: los «tropos». El profesor levantó la vista de sus apuntes y la paseó por el aula para asegurarse de que ya estábamos todos.
—Buenos días a todos. Hoy vamos a iniciar la clase hablando de los tropos, que podríamos definir como manipulaciones, tanto literarias como rítmicas, del repertorio original. Su importancia es tal que, en muchos casos, a partir de ellos se compusieron nuevos fragmentos de texto y música que se fundieron con el canto original. Suponen una alteración del esquema inicial en virtud de la cual podemos afirmar que constituyen los inicios de la polifonía. En ocasiones precedían las partes más importantes de la Misa, dotando a la celebración de una mayor solemnidad alargando y embelleciendo el canto. Su uso fue fuente de inspiración para muchos músicos que, de este modo, veían potenciada su creatividad más allá de las limitaciones impuestas por las reglas del canto original.
»El uso de tropos cobró especial relevancia en los siglos X y XI, fundamentalmente, de forma especial en la Orden de Cluny. En el siglo XII se inicia su decadencia, hasta que finalmente fueron prohibidos en el Concilio de Trento, con el objetivo de simplificar y estandarizar el canto litúrgico. Esta figura se creó para ser interpretada sobre una única sílaba, que como os decía no tiene por qué ser la primera, ni la última del canto, sino que en ocasiones era intercalada dentro de una composición. Uno de los ejemplos de tropo más habituales era el que se creaba en la última sílaba del Alleluia. Nunca formaron parte de la liturgia en su sentido más estricto, sino que ocuparon un lugar secundario en el repertorio del canto gregoriano.
»Uno de los aspectos fundamentales de los tropos y su evolución es que constituyeron en muchos casos los deseos de los músicos medievales de embellecer la música hasta llevarla a otra dimensión, que más adelante se vería perfeccionada a través del desarrollo de la polifonía.
Conti se puso en pie y añadió otra palabra en la pizarra: «secuencias».
—Las secuencias son el fruto del desarrollo y evolución de los tropos, ya que éstos se constituían sobre una única sílaba. Podríamos decir que la secuencia fue el uso de la melodía del tropo sobre un número de sílabas de forma que cada una de ellas correspondía a una nota. Si el fin principal de la creación de los tropos era adornar los antiguos cantos melismáticos, los cantores tenían dificultades en recordar toda la melodía del tropo soportada por una única sílaba. El uso de una sílaba para cada nota podía suponer una adecuada regla de memorización para una entonación adecuada, así como la transmisión oral del canto. Esta práctica se extendió con rapidez entre los monasterios, de forma que la liturgia tradicional pronto se vio influenciada por estas nuevas figuras, nuevas melodías que servían de base a la creación de nuevos textos. La popularidad de estas secuencias fue tal que algunas de ellas terminaron confundiéndose con la propia liturgia de la Misa. A lo largo del día iremos viendo varios ejemplos que sin duda todos vosotros habréis escuchado en numerosas ocasiones.
»Y ahora, tomad el gradual y abridlo por la página trescientos sesenta y cinco, correspondiente a un canto de comunión que dice así: «Dominus regit me et nihil mihi deerit; in loco pascuae ibi me collocavit. Super aquam refectionis educavit me». Son palabras tomadas del salmo 22, cuyo texto que todos conocemos es: «El Señor es mi pastor y nada me falta, el Señor me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas».
Finalizamos la clase con el estudio de aquella pieza escrita en el modo protus plagal. A lo largo de su entonación, Conti se fue deteniendo en aquellas palabras de especial relevancia para el texto y la melodía. Siguiendo los consejos y enseñanzas del profesor, al final pudimos cantar la pieza de una forma más que aceptable.
Una vez más, Conti miró su reloj cuando éste ya había superado en unos minutos el límite horario impuesto por el programa.
Nada más abandonar el aula, me crucé con el profesor Nicanor en el claustro de la hospedería.
—Buenos días Fray Ángelo.
—Buenos días, Nicanor. ¿Qué tal la clase con la Hermana Dolores?
—Muy bien —respondió con una alegre sonrisa—. Lo cierto es que estoy disfrutando estos días más de lo que suelo hacerlo en cualquiera de mis otros periodos vacacionales. Para mí está siendo todo un descubrimiento. Las clases, la tranquilidad que se respira en este entorno... Ahora comprendo un poco mejor la calma que muchos de ustedes irradian. Viven en paz.
Me gustaría haber podido confirmar su afirmación. Pero lo cierto era que, al menos en los últimos días, mi vida en el monasterio estaba lejos de caracterizarse por esa paz de la que hablaba Nicanor. El corpulento profesor parecía radiante, más alegre de lo habitual en él. Pensé que llevaría tiempo sin encontrarse con Jean Marie, a pesar de que ambos compartían pasillo en la hospedería interna. Nicanor siempre procuraba evitar al francés, a quien consideraba una persona demasiado arrogante.
—Imagino que, a pesar de estar en primer curso, usted ya tiene cierta ventaja sobre otros alumnos, como profesor de latín.
—En ese sentido, creo que los conocimientos musicales de la mayor parte de los demás anula mi posible ventaja —se echó a reír—. Sin embargo, he de admitir que el solfeo nunca se me dio mal, por lo que, afortunadamente, me entero bastante bien de todo cuanto nos explica la hermana.
—Un hombre como usted, acostumbrado a dedicar horas y horas al estudio, no debería tener ningún problema en ir avanzando en esta materia. Lo único que hace falta es que, de verdad, se sienta atraído por el canto, y por lo que significa.
—Siempre me ha gustado la música. Pero estoy descubriendo que el canto gregoriano es mucho más que eso. Esa unión entre la letra y la melodía… Uno no logra comprenderlo, a pesar de la belleza de los cantos, hasta que se adentra en su estudio, aunque sea de un modo introductorio, como es mi caso.
—El año que viene, podría apuntarse al segundo curso.
—Por supuesto. Son pocos días, pero me están resultando de lo más provechosos. No se imagina cuánto necesitaba dejar por un momento el ajetreo de la universidad, las correcciones de trabajos, exámenes… Sólo hay una cosa que interrumpe la plena calma que me invade en este lugar.
Imaginé de qué se trataba, pero tampoco quise inquirir el motivo. No hizo falta, puesto que el profesor ya estaba decidido a continuar hablando de aquel hombre que, por algún motivo, se había cruzado en su camino.
—¿Alguno de ustedes sabe quién es ese Jean Marie? Al principio pensé que se trataba de algún amigo de uno de los monjes, o de uno de esos músicos extravagantes, como alguno de los participantes en el curso que —miró a uno y otro lado—, entre usted y yo, están un poco pasados de vuelta.
—Todos tenemos nuestras particularidades —traté de corregirle.
—Sí, por supuesto. Y hay que respetar a cada uno por quién es, sin tener en cuenta aquellos aspectos que resulten más extravagantes. Sin embargo, en lo que se refiere al francés, no se trata únicamente de su arrogancia al hablar, sino también de su forma de moverse por el monasterio. Me parece un hombre desconfiado, vigila constantemente todo aquello que le rodea. En una de las ocasiones en las que he compartido mesa con él, en el refectorio, me ha dado la sensación de que se concentraba más en cuantos tenía alrededor que en la propia comida. A veces incluso tengo la sensación de que me vigila.
—¿No cree que está exagerando, profesor?
—Quizá un poco. Lamento si de algún modo le he ofendido. Tal vez usted le ve con otros ojos y… En fin, procuraré no entrar en ninguna discusión con él. Me limitaré a evitarle. Disculpe mi actitud, pero soy de esas personas que procuran esquivar a quienes, de algún modo, transmiten cierta negatividad.
—¿Se dirige a la basílica? —le pregunté al ver que continuaba caminando junto a mí, en dirección al túnel que comunicaba la abadía y la basílica.
—Por supuesto. Por nada del mundo dejaría de escuchar las angelicales voces de los niños. Y más ahora, que empiezo a comprender el sentido de tan hermoso canto.
A nuestro paso por la escolanía, nos cruzamos con el Padre Lorenzo y los escolanos que, distribuidos en silenciosas filas, se disponían a bajar al coro para el comienzo de la Eucaristía.
Nada más alcanzar el hall que comunica la abadía y la escolanía, vimos uno de los monjes que pasaba a nuestro lado, con el rostro cubierto por la capucha de su hábito. A juzgar por sus apresurados pasos, deduje que se trataba del Padre Alberto, uno de los monjes que siempre iba con prisas a todas partes.
Descendimos por el ascensor y, una vez en la capilla, Nicanor se encaminó directamente a una de las naves laterales de la basílica, para ocupar su sitio particular. El profesor era una persona de costumbres fijas, muy dado a mantener ciertas rutinas que le hacían sentirse más cómodo y tal vez seguro.
Me dirigí a la sacristía de la basílica, donde los sacerdotes y monaguillos ya se disponían a iniciar la procesión de entrada. El Padre Dámaso sería el encargado de oficiar la Eucaristía.
Abrí mi gradual por la página correspondiente al canto de entrada, el «Introito» del Martes Santo.
En unísona voz, escolanos y monjes recorrimos el trayecto que nos separaba del coro, elevando nuestras oraciones sin separar la vista del gradual. Al pasar junto al altar contemplé a Nicanor que, situado su banco, seguía con la mirada la hoja que le había sido entregada para poder unirse en el canto. El profesor se encontraba en un rincón solitario, alejado del resto de fieles como si temiera que alguno de ellos pudiera distraer su atención.
Durante la Eucaristía, mis pensamientos se perdieron en algún lugar, fuera de la basílica. Los recuerdos de la noche anterior tenían mi mente abstraída. Me resultaba difícil encontrar una explicación que nadie sería capaz de darme. Eso me mantenía obsesionado con ideas que iban de lo real a lo difícilmente imaginable. Pasé más de media hora buscando un motivo lógico para dar sentido a tan extraño suceso. Terminé dándome por vencido y, encomendándome a Dios cuando las luces de la Basílica se apagaron en el momento de la consagración, me prometí a mí mismo no dar más importancia a algo que no parecía tener sentido.
No me percaté de la presencia de Jean Marie hasta que la ceremonia estaba a punto de concluir. Observé a lo lejos la mirada que el profesor le dirigía. Contuve la risa al pensar que la obsesión de Nicanor resultaba aún mayor que la mía, ya que al menos, mis dudas e incertidumbres tenían cierta lógica. La imagen del profesor, de pie, con la mirada fija en su «adversario» volvió a recordarme a una estatua del dios griego Poseidón. Mi reacción ante aquel pensamiento debió de resultar un tanto exagerada, pues no fue un único monje el que dejó escapar sobre mí una severa mirada.
Al finalizar la Eucaristía, tal y como era costumbre, el oficiante entonó la oración a San Miguel Arcángel. Pronuncié aquellas palabras más convencido que nunca del contenido de aquella plegaria al vencedor del diablo:
«San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes. Y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas».
Al contemplar la expresión dibujada en el rostro del Padre Dámaso, supe que, al igual que yo, su plegaria tenía presente, ante todo, a Adrián y su familia. Sentí y sufrí como propio el dolor y la impotencia de no poder hacer frente al mal que afligía al muchacho, ni descubrir el origen de su sufrimiento. En aquel momento me reafirmé en no perder más tiempo buscando una explicación al suceso de la noche anterior, pues había situaciones mucho más importantes en las que concentrar la atención. Debía estar más atento a los pasos del Padre Dámaso, quien estaría pasando por un mal momento. Sentí que necesitaba devolver a quien fuera mi maestro algo de todo aquello que él me había enseñado. Y puesto que había confiado en mí para seguir de cerca la evolución de Adrián y su familia, era mi obligación ayudarle en todo cuanto pudiera. Desgraciadamente, eran días en los que tenía obligaciones que me impedirían ofrecer una mayor dedicación a las atenciones que pudiera demandar el Padre Dámaso: el cuidado de los niños, el curso... obligaciones que requerían demasiado tiempo.
Los sacerdotes fueron abandonando el altar en el mismo orden en que habían partido desde la capilla en la procesión de entrada.
—¿Tenemos bocadillos? —me preguntó uno de los monaguillos, nada más cruzarme con él en la sacristía.
Tardé en darme cuenta del motivo de una pregunta tan inesperada. Para aquel día tenía prevista una pequeña excursión con los mayores. Trazaríamos parte del recorrido del Via Crucis, cuyas estaciones se repartían por el valle, atravesando sus pinares.
—Sí, vamos a llevar dos bocadillos para cada uno —contesté a Manuel, que aquella semana ejercía como turiferario en las celebraciones de la basílica. El aroma a incienso lo acompañaría durante el resto de la mañana.
El chico abandonó la sacristía con prisas por cambiarse y salir en una excursión que a los críos menos activos no les hacía demasiada gracia. Serían muchos los escalones que tendrían que subir hasta alcanzar la pequeña construcción denominada como «altar mayor», levantada en la cima de uno de los riscos cercanos  que se alzaban en el entorno.
A pesar de que, en aquel momento lo que más me apetecía era estar con el Padre Dámaso, esperando una nueva ocasión para regresar a la casa de Adrián, vi en la excursión con los muchachos una oportunidad para que mi mente se tomara un necesario descanso. El cuidado de los escolanos resultaba agotador en aquellas situaciones en las que se debía imponer la obligada disciplina. Pero en momentos como las excursiones, ya fuera por los alrededores de la escolanía o en los viajes de los conciertos, el trato con los niños resultaba más relajante y tranquilo para reponer las fuerzas perdidas en otras actividades de mayor carga intelectual.
Llegué a la escolanía para recoger a los mayores.
A menudo, los alumnos más veteranos tenían que abandonar el coro al comienzo de su último año de estancia entre sus compañeros. Puesto que ya les había cambiado la voz, el Padre Lorenzo les solía encomendar otras actividades que resultaban menos gratas que el canto, aunque también importantes para el adecuado desarrollo de las clases y el aprendizaje diario. La organización y mantenimiento del archivo, así como la digitalización de partituras no eran cometidos que resultaran especialmente divertidos, pero eran útiles.
La excursión al «altar mayor» supondría aquel día una hora menos de clase, por lo que no me extrañé al ver a los chicos junto a la puerta de la escolanía, ya abrigados y con las mochilas repletas de comida, botellas de agua y fruta.
El último curso estaba compuesto por cinco escolanos que, afortunadamente, estaban lejos de poder ser contados entre los más traviesos o rebeldes.
—¿Vais bien abrigados? —pregunté cuando llegué junto a ellos.
—Sí —Mario miraba a uno y otro lado del claustro, temiendo la presencia del Padre Lorenzo—. Rápido, vámonos. Como venga el Padre Loren seguro que nos encarga ordenar las carpetas con las partituras para el concierto.
—No os preocupéis. Ya sabe que hoy tocaba excursión —salimos de la escolanía en dirección al recorrido del Vía Crucis.
—Seguro que se le ha olvidado y quiere que le ayudemos —insistió Manuel.
—Deberíais ayudar más al Padre Lorenzo —aproveché que, por primera vez en unos cuantos días, podía reunir a los cinco—. Ahora que ya no formáis parte del coro tenéis más tiempo para colaborar realizando otras tareas.
—Es que siempre tenemos que ordenar las partituras —protestó Carlos.
—Y son muchas —habló Juan, defendiendo a sus compañeros.
—Si queréis, podéis ayudarme a mí a limpiar la porquería que hay en el salón de actos, al otro lado del escenario. Pero tendríais que traer la carretilla del Padre Ezequiel.
—No, que allí hay demasiada mierda —repuso Mario.
—¿Tú qué opinas, David? —pregunté a uno de los que más se escabullía en las tareas encomendadas por el Padre Lorenzo.
—Prefiero mil veces las partituras. Al menos allí no hay ratas.
—También podríais aprovechar para ayudar al Padre Ezequiel con las piedras y plantas del jardín...
—Eso es trabajo para Carlos —David se echó a reír—. Como siempre dice que es el más fuerte, podría mover todas las piedras del bosquecillo, arrancar unos cuantos árboles y plantarlos otra vez.
—A lo mejor te planto a ti, a ver si así creces un poco —se apresuró a responder el aludido.
—Podríamos ayudar al Padre Dámaso con sus hogueras.
—Creo que no sería una buena idea —traté de quitarles aquella ocurrencia de la cabeza antes de que fuera a más—. Ya hubo un año en el que uno de los escolanos nos dio un buen susto, tratando de «ayudar» al Padre Dámaso. El fuego no es un buen amigo con el que jugar.
—Pero si nosotros tenemos mucho cuidado...
—Precisamente lo dice el que menos cuidado tiene de los cinco —David esquivó mi mano, a punto de darle una colleja.
—Bueno, pues entonces, ¿qué podemos hacer para no tener que pasarnos el día colocando partituras? —inquirió Carlos.
—En primer lugar, lo que debéis hacer es dejar de quejaros. Si dedicarais todo el tiempo que os da el Padre Lorenzo a colocar el archivo, en vez de enredar,  ya habríais terminado de ordenarlo todo hace meses.
—Ni de coña —respondió Mario, uno de los más activos en las labores de digitalización de partituras—. En el almacén del Padre Loren hay más música  que en todo Youtube. Es imposible ordenar todo eso.
No pudimos evitar estallar en sonoras carcajadas.
—Es verdad —insistió el chico—. Algunas partituras ya casi ni se ven. Llevan aquí más años que algunos libros de la biblioteca.
—Pues hablando de los libros de la biblioteca, tal vez deberíais dedicar un poco más de tiempo a la lectura de algunos de ellos. Tanto ordenador os va a volver tontos... A algunos más aún —en esta ocasión, David sí se llevó una pequeña colleja.
—Yo sí que leo —el chico se echó a reír— los libros que nos mandan en clase.
—He visto algunos de los que leéis... Y cogéis esos porque no encontráis otros con menos páginas, ¿verdad?
—Yo no, pregúntale a Marisa.
En ese sentido, Mario tenía razón. A diferencia de otros, él se preocupaba más por la temática de los libros que por su número de páginas. Las obligadas lecturas impuestas por la profesora de lengua solían resultarle amenas.
Los chicos sugirieron nuevas ocupaciones que pudieran sustituir a sus obligaciones como guardianes del archivo de música. Algunas de ellas resultaban tan divertidas como ocurrentes y, por supuesto, imposibles. Llegamos así al último recodo de nuestro recorrido por el bosque.
Una larga escalinata de piedra nos separaba de nuestro destino. Era un paraje que a algunos de los escolanos les sugería una escena de las películas de «El Señor de los Anillos». Incluso en alguna ocasión varios de los muchachos habían emulado una batalla con invisibles orcos que salían a su encuentro; criaturas imaginarias que abatían mientras subían por los escalones. Las hojas y el musgo que se agarraba a la piedra los hacían parecer las ruinas de alguna construcción ancestral.
A pesar de los numerosos peldaños, el silencio estuvo ausente también en el instante de abordar la cima. El único momento de absoluta calma se produjo cuando las mochilas fueron abiertas y su contenido fue desapareciendo.
—¿Quieres un bocata? —peguntó Mario—. Yo tengo dos.
—No te preocupes —contesté mientras perdía la mirada en el horizonte que se extendía a nuestro alrededor. Desde allí las vistas del Valle, así como del embalse y de los montes más próximos constituían una reconfortante recompensa tras el ascenso; todo un regalo para la vista. De no ser por las grisáceas nubes que amenazaban en lo alto, habríamos permanecido allí más tiempo. Pero la cima de aquel risco no era el lugar más apropiado para encontrarse una tormenta como la de la noche anterior.
Durante el viaje de vuelta, la celebración del día del «Obispillo» centró la mayor parte de la conversación. Para ese día, el uno de mayo, una de las actividades programadas era la obra de teatro protagonizada por los alumnos del último curso. Después de una interpretación que los chicos demostraron saberse de memoria, tendría lugar la entrega de diplomas de esfuerzo, orden y comportamiento. También obtendrían su recompensa, en forma de copas y medallas, los ganadores de diversos torneos llevados a cabo en las horas libres. Por último, todos los escolanos recibirían otros regalos, obsequios de algunos colaboradores de la escolanía. Esta ceremonia de entrega de premios era organizada y dirigida en todo momento por los mayores, en un alarde de responsabilidad que contribuía a que aquel día familiar transcurriera de un modo sencillo pero grato.
Los chicos me describieron algunos de los regalos dispuestos para la entrega, así como un reloj que sería el premio de la rifa. «Creo que no funciona, pero está muy chulo», había confesado Mario.
Llegamos a la escolanía poco después de que las primeras gotas de agua presagiaran una tarde lluviosa. Los chicos tuvieron tiempo suficiente como para darse una ducha antes del tiempo de estudio.
Aunque apenas tenía hambre, decidí pasarme por la cocina y servirme una sobria ración de queso, acompañada de un buen vaso de vino tinto. De camino a mi celda me crucé con el Padre Lorenzo, que miró su reloj antes de hablarme.
—¿Tienes algo que hacer hasta la siguiente clase? —me preguntó.
—Una ducha, y quién sabe si una buena siesta.
—Olvídate de la siesta. Nos vamos al monasterio de El Escorial... si te apetece, claro. Nos esperan a la entrada.
—¿Nos esperan?
—Octavio creyó conveniente que sería una buena idea, sobre todo para Cintia. Necesita olvidarse, por un momento, de todo el tema este del robo. ¿Bueno qué? —me preguntó al ver que no contestaba—. ¿Vienes o no?
—Sí... De acuerdo —me apetecía, a pesar del cansancio—. Pero necesito una ducha.
—Diez minutos... En diez minutos te espero en la cochera.
Una vez más, sentí que cualquier plan que pudiera hacer se desvanecía a mi alrededor. Me hubiera resultado sencillo decir que no, pero sentía la necesidad de continuar dando un respiro a mi mente, a pesar de que el cuerpo ya empezaba a pedirme un descanso.
La ducha fue reparadora, más reconfortante de lo que habría imaginado. Me dio nuevas energías para continuar distrayendo mi atención hasta la siguiente lección del inagotable Conti.
La lluvia había cesado, y el color azul del cielo intentaba abrirse paso entre unas nubes que trataban de frenarlo. Puntual como siempre, el Padre Lorenzo ya estaba en el interior del coche, esperando mi llegada.
A diferencia del Padre Dámaso, el director de coro era considerado por algunos monjes como un peligro en la conducción, no sólo por su circulación a una velocidad en ocasiones desmedida, sino por su costumbre de soltar las manos del volante en algunas de sus inagotables conversaciones. Sus grandilocuentes gestos y miradas parecían hacerle olvidar, a  menudo, mantener la atención debida a la carretera.
La historia de la música, los próximos conciertos, la evolución de los escolanos que formaban parte del coro... El Padre Lorenzo tenía una inagotable temática en la que enfocar sus interminables conversaciones. Y si se trataba de canto gregoriano, su interlocutor podía verse inmerso en el monólogo de un hombre apasionado de todo cuanto girara en torno a esa materia. En ese aspecto, se asemejaba mucho a Conti.
El viaje hacia el monasterio resultó ameno. El Padre Lorenzo me habló del comportamiento de los escolanos en la clase de música. De cara a próximos conciertos, algunos iban a tener un mayor protagonismo dado su creciente interés y mayor dominio de los cantos que estaban ensayando durante la semana.
—Cintia debe de estar atravesando una temporada muy complicada —el semblante del Padre Lorenzo se oscureció por la tristeza—. La muerte de su padre, y ahora esta violación de su intimidad... La chica lo está pasando mal. Menos mal que Octavio está muy pendiente de ella. Siempre lo ha estado, como un segundo padre. Él y Romero eran íntimos amigos. Han compartido proyectos en diferentes lugares, también fuera de nuestro país. Conocí a ambos el mismo día, en una ocasión en la que vinieron aquí para visitar la basílica. El Padre Lucas había quedado con ellos para enseñarles también el monasterio. Pero como al final él no pudo ir, me tocó a mí hacer de guía y mostrarles algunos de los más recónditos rincones del recinto. Romero disfrutó con la visita. Me pareció un hombre alegre y apasionado de su trabajo, un buscador de tesoros.
—¿Le habló de sus proyectos?
—Oh, sí. En su mayoría, eran trabajos basados en el origen de la escritura. Disfrutamos hablando de los descubrimientos de Arthur Evans en Creta y el mito del laberinto del minotauro, cuya  parte más real había quedado plasmada en el palacio de Cnosos. Romero sentía una verdadera pasión por la simbología, las culturas clásicas... Era un hombre con muchos conocimientos acumulados tras su dilatada experiencia, un verdadero apasionado de la búsqueda de la verdad escondida tras las leyendas y los mitos clásicos. Octavio era el complemento perfecto para algunos de esos proyectos. Sus amplios conocimientos de historia permitieron realizar con éxito numerosas excavaciones.
—Y Cintia…
—Creo que a Romero le habría gustado que su hija continuara su mismo camino. Al parecer, la chica no ha heredado el espíritu aventurero de su padre y disfruta más con su labor de docente en la universidad. A ella la conocí un par de semanas después, en la siguiente ocasión en la que vinieron aquí. Desde el primer momento se mostró como una joven encantadora, y tan inteligente como su padre.
—Parece una chica fuerte...
—Lo es. La vida le ha dado golpes demasiado duros, demasiadas oportunidades para consolidar un carácter firme. Perdió a su madre cuando era tan solo una niña. Sí, Cintia es de las que no se rinden con facilidad. Por eso estoy convencido de que no va a tener ningún problema para salir adelante. No obstante, todos nos sentiríamos más tranquilos si la policía diera con los responsables del robo. Tenía tantas ganas de poder ver ese manuscrito… Pero lo principal es que no le haya ocurrido nada a Cintia —el Padre Lorenzo miró su reloj—. Si es tan puntual como lo era su padre, ya estará a punto de llegar. Por cierto, ¿has entrado alguna vez en el monasterio del Escorial?
—La verdad es que no.
—¿No has ido con los chicos a ninguno de los conciertos que hemos dado allí?
—No.
—Entonces, Cintia no será la única que agradecerá esta visita. Y según tengo entendido, Octavio tiene la suficiente influencia como para que nos muestren algunos rincones que no son accesibles a las visitas diarias. En ese sentido, tal vez puedan devolvernos el favor que les hicimos en su día.
El Padre Lorenzo esbozó una media sonrisa. Aquella visita era un regalo que no podía desaprovechar, una oportunidad para poder contemplar los escritos de la biblioteca del monasterio así como algunas de sus estancias que permanecían ajenas al paso de los numerosos turistas que, de forma diaria, visitaban el monumento.
Dejamos el coche en el aparcamiento lateral del monasterio. La construcción, imponente, dominaba de forma majestuosa todo el paisaje a su alrededor.
—Un paraje increíble, ¿verdad? —el Padre Lorenzo se detuvo un instante para contemplar la visión de una de las fachadas exteriores—. Una obra magnífica, emplazada en un lugar cuidadosamente elegido por Felipe II. Para comprender el simbolismo de esta construcción es necesario primero adentrarse en la mentalidad del siglo XVI. El Escorial rompe con muchas de las construcciones propias del Renacimiento para adentrarse en los misterios de los tiempos del rey Salomón.
A medida que nos acercábamos al palacio, la visión del mismo eclipsaba todo cuanto pudiera encontrarse alrededor. A mi lado, el Padre Lorenzo caminaba con aire despreocupado, necesitado quizá de un paseo tranquilo que le permitiera reponer las energías necesarias para afrontar los días posteriores. Todos los monjes conocíamos una de las costumbres favoritas del director de coro: abandonarse a la soledad en los momentos previos a cada concierto, como si de ese modo tratara de reunir la concentración y las fuerzas necesarias para afrontar uno de aquellos recitales, más numerosos en las épocas navideñas o en Semana Santa.
Pronto descubrí la pasión que aquella grandiosa construcción despertaba en un monje que sentía verdadera predilección por todo lo relacionado con la mística y el simbolismo, en este caso reflejado en una arquitectura que parecía poner en contacto lo humano con lo divino. Tras aquellas primeras palabras descubrí que el Padre Lorenzo tenía un amplio conocimiento del lugar que nos disponíamos a visitar.
—La primera vez que vine aquí fue para visitar a un amigo mío, que había decidido incorporarse a la comunidad de frailes agustinos que habitan en el monasterio. Fue una primera visita que me cautivó, por lo que desde entonces he vuelto a este lugar en numerosas ocasiones. No me canso de pasear entre estos muros y jardines. Sus símbolos, su geometría perfecta... Esto es lo más parecido a una puerta al paraíso... Aunque, según las leyendas, antes de su construcción este lugar tuvo una consideración muy distinta.
—¿En qué sentido?
—El monte Abantos es un lugar que, ya en la antigüedad, se consideró como tierra sagrada. No tanto la cima, como muchos creen, sino los alrededores, en los que ya habitaban ermitaños y podían contemplarse asentamientos prehistóricos de posible carácter adoratorio. Felipe II podría haberse fijado en cualquiera de las grandes ciudades de su reino o en sus numerosas propiedades para levantar la construcción. Sin embargo, eligió este lugar apartado y de difícil acceso en aquella época. Y lo hizo aconsejado por una comisión de astrólogos, arquitectos y filósofos, que recomendaron este emplazamiento, tierras que no poseía el rey y que compró para hacer realidad su sueño.
—Desde luego, vivir en una construcción así sería el sueño de muchos...
—No te dejes llevar por la mentalidad actual de nuestro siglo, que nos limita a ver estas construcciones como todo un derroche de lujo y riquezas. Este lugar no fue levantado con tal propósito, ya que su arquitectura más bien responde a una motivación más trascendental. Respecto a su origen, existen determinadas leyendas que confieren a este lugar la condición de baluarte, de protección frente a los espíritus malignos. Tales historias,  tal vez mitos, identifican este lugar como una de las puertas del infierno, que el monarca trataría de mantener cerradas levantando un recinto sagrado que impidiera la entrada de los malignos moradores de las profundidades.
—¿Usted lo cree así? —conociendo las creencias místicas del Padre Lorenzo y su particular visión del Apocalipsis no me extrañaría que creyera en algunas de aquellas leyendas.
—En mi opinión, es exagerado. Pero lo que sí es cierto, es que hay determinados lugares repartidos por el planeta que concentran una mayor energía. Podríamos decir que la Tierra libera parte de la energía que genera en su interior, radiaciones que fluyen verticalmente hasta alcanzar las capas más elevadas de la bóveda celeste. En algunas ocasiones su nivel de vibraciones es más bajo que el nivel energético del ser humano. De igual modo, existen los denominados vórtices energéticos, puntos de los que emana una energía superior, con un nivel vibracional igualmente mensurable mediante las denominadas Unidades Bovis.
—Una teoría un tanto compleja...
—Difícil de demostrar, ¿verdad? Es posible. Y más difícil resultaría aún en el Siglo XVI. No obstante, algo debieron ver los consejeros de Felipe II para que finalmente la construcción del palacio se realizara aquí, en un lugar que aparentemente carecía de las comodidades de las que hubiera podido gozar en la cercanía de una ciudad. Como te he dicho antes, el Escorial no puede entenderse sin la complejidad mística que caracterizó a Felipe II, un rey aparentemente obsesionado con el viaje trascendental que se esconde tras la existencia humana. Para que te hagas una idea, su culto hacia los santos era tal que le llevó a una auténtica obsesión por las reliquias, hasta el punto de reunir varios millares de ellas que serían colocadas en los pináculos de las torres. Esta obsesión es una de las que seguramente han alimentado la leyenda del Escorial como lugar sagrado de contención frente a una de las puertas del infierno. Creo que incluso llegó a tener uno de los pies de mi querido santo, San Lorenzo, entre una colección que hizo colocar en torno a él cuando la muerte ya parecía estar llamando a sus puertas.
El Padre Lorenzo no separaba la vista de la construcción, a la que nos encontrábamos a punto de acceder.
—La fachada oeste es la única que rompe con la monotonía arquitectónica que rodea el edificio. Sin embargo, ni mucho menos nos encontramos frente a la entrada principal que antaño empleara el rey o su familia para acceder al recinto. Dicha entrada se encuentra en la fachada norte,  donde podemos ver, de forma discreta, las diferentes puertas de acceso, ya fuera por parte de la familia real o la entrada de los servidores, actual acceso de todos aquellos que quieren visitar el recinto.
—Allí están Cintia y Octavio —reparé en su presencia al doblar la esquina para acceder al extremo norte del palacio.
—La orientación del monasterio da la espalda al valle, mirando hacia el monte. Esto es algo que rompe con la lógica de la época Renacentista, en la que predominan elementos majestuosos como embellecidas escalinatas, soberbios balcones y regias puertas  que se abren paso en lustrosas fachadas, dando la bienvenida al visitante. En este caso, nos encontramos con un muro de piedra carente de cualquiera de estos elementos. La orientación del monasterio se mueve en un eje oeste-este, ya existente en la orientación sagrada pagana pero totalmente opuesta a la corriente renacentista, más preocupada por la ostentación y la grandiosidad de unas fachadas principales que, lejos de orientarse hacia un monte, se ubicaban allí donde pudieran verse ya antes de su acceso, a través de la lejanía. Pero, ¿por qué esta arquitectura tan inusual en la época?
El Padre Lorenzo no me dio tiempo a contestar. Estaba tan ensimismado en sus explicaciones que la visión de Cintia y Octavio provocó una aceleración de las mismas, como si quisiera culminar su exposición antes de que llegáramos a la entrada.
—La orientación oeste-este corresponde al simbolismo del ocaso o la muerte representada por el oeste, que da paso a la luz de la resurrección, la vida que nace con la luz del este.
Llegamos a la entrada, donde Cintia y Octavio aguardaban nuestra llegada. El rostro de la joven reflejaba la necesidad de evadirse, al menos durante un tiempo, de una realidad que quería dejar atrás. Imaginé que un lugar como aquel sería capaz de lograrlo.
—Supongo que tú, Octavio, conoces bien este lugar —dijo el Padre Lorenzo, nada más saludarles.
—No crea, Padre. Cuando trabajaba aquí estaba demasiado ocupado como para escuchar las explicaciones de los guías. Creo que usted lo conoce mejor que yo.
—En realidad he leído bastante. Me apasiona este sitio y el tenerlo tan cerca de mi hogar supone un buen motivo para visitarlo de vez en cuando y disfrutar de la calma que aquí se respira.
—Cualquiera diría que vive usted en un lugar bullicioso —Cintia dejó escapar una sonrisa.
—Lo sé, no puedo quejarme. Pero la historia de este monasterio y su simbolismo me resultan tan apasionantes que no dejo de sorprenderme cuando cruzo al otro lado de sus muros.
—Entonces, nos gustaría que compartiera con nosotros parte de esa historia.
—Por supuesto —las palabras de la joven supusieron un gran entusiasmo para el director del coro, que ya unos momentos antes parecía incansable en sus explicaciones acerca del Escorial. De no ser monje, el Padre Lorenzo no habría tenido problema en trabajar como guía.
El rostro del sacerdote se iluminó nada más cruzar la puerta que nos conduciría a un viaje místico por las entrañas del palacio, en dirección oeste-este, trazando una línea que, en boca del Padre Lorenzo, se iniciaba ya en la propia puerta de la fachada principal.
—Fijaos bien en esta puerta de entrada, inicialmente cuadrada en su acceso desde el exterior; y posteriormente semirredonda ya una vez que se ha accedido al monasterio. Este detalle que, a priori, parece nimio, ya nos inicia en este tránsito de lo humano a lo divino. El visitante cruza el umbral que separa el mundo material, representado por la geometría del cuadrado, y así logra acceder a un eje de puertas semirredondas que le servirán de guía para llegar a la geometría perfecta del círculo, representada por el sagrario en el extremo oeste.
—La expresión del Neoplatonismo —añadió Octavio.
—Exacto —el Padre Lorenzo no parecía dispuesto a convertir la visita en un monólogo—. ¿Y cuál es esa visión?
—El eje oeste-este representa una progresión neoplatónica. Nada más entrar en el monasterio, el visitante se encuentra con la biblioteca, que no por casualidad se ubica en un lugar poco habitual, separado del claustro en torno al cual se desarrollaba la vida en común de los monjes. Representa un concepto reflejado en el neoplatonismo: la búsqueda científica de la naturaleza, un mundo repleto de ciencia humana que finalmente conduce a una desconcertante incertidumbre, oscuridad o desierto, reflejado aquí en este primer patio: el patio de los Reyes.
—Lo sabes mejor que yo, Octavio —el Padre Lorenzo miró a Cintia, descubriendo en ella una tímida sonrisa.
La joven parecía querer abstraerse de la realidad que había dejado tras la entrada, retroceder por un momento hasta el pasado y dejar atrás un presente lleno de temor. Escuchaba atenta las explicaciones que impartían el Padre Lorenzo y Octavio, apasionados conocedores del recinto que nos acogía en la majestuosidad de uno de sus patios.
Sobrio en la decoración, imponente en su perfección, el Patio de los Reyes era, según relató el Padre Lorenzo, fiel reflejo del mundo terrenal, como así era concebido ya en la antigüedad egipcia y griega, mediante la forma geométrica del cuadrado. Templos, pirámides... Sus bases se afianzaban sobre la cuadratura de esta representación de la tierra. Así fue concebido el Patio de los  Reyes: un desierto al que conduce el vacío tras las ciencias humanas.
—Es el camino que trasciende toda ciencia humana, la oscuridad que hay que surcar para llegar a las bases del conocimiento de Dios —el Padre Lorenzo señalaba las estructuras que se alzaban a nuestro alrededor mientras dirigíamos nuestros pasos a la basílica.
—¿Quiénes son? —señalé las imponentes imágenes que presidían la entrada desde lo alto.
—Reyes hebreos —contestó Octavio—. Los reyes bíblicos: David y Salomón, situados en el centro; a la izquierda, Josafat y Ezequías; y a la derecha, Josías y Manasés. Todos ellos relacionados con el templo de Jerusalén.
Tras cruzar el patio nos adentramos en una antesala que precedía a la basílica, el «sotacoro». Éste era un espacio incomprensiblemente lúgubre, carente de la solemnidad con la que debería anunciarse la entrada al recinto más sagrado de la construcción. El único atisbo de luz no artificial procedía de una ventana situada en el oeste. El simbolismo era el conocimiento de lo divino que apenas puede adivinarse desde la oscuridad del conocimiento humano. El sotacoro era como una cueva, fiel reflejo del mito platónico de la caverna. Octavio hizo referencia aquí a este segundo momento del neoplatonismo: la necesaria búsqueda de la verdadera realidad de la creación, a la luz sobrenatural que emana de la Eucaristía. Una vez más, la geometría semirredonda nos acercaba al conocimiento de lo divino, cuya máxima expresión quedaba patente en la cúpula circular que se extendía por encima de la planta cuadrada que daba forma a la basílica.
—El perímetro de la basílica queda perfectamente definido por sus cuatro lados, de cincuenta metros cada uno —Octavio acompañaba sus palabras con grandilocuentes gestos—. En este lenguaje simbólico cabe descartar el resto de capillas y pasillos exteriores a esta figura geométrica. Una vez más, el cuadrado y, en este caso, la figura cúbica que forma la basílica, que se funde con el círculo perfecto. La luz que ilumina la cúpula se derrama sobre la planta cuadrada situada por debajo. El hombre recibe el reflejo de la luz divina que emana de la perfección de lo alto. La percepción de la cúpula sólo está a nuestro alcance una vez que nos hemos adentrado en la figura cúbica que ilumina.
De entre todas las pinturas que podían contemplarse en la basílica, había una que reforzaba este simbolismo geométrico: la composición cúbica formada por los ángeles y los santos daba paso a la figura circular que envolvía a la Santísima Trinidad.
Al igual que nosotros, diversos grupos de visitantes perdían sus miradas en cada rincón de la basílica. El Padre Lorenzo caminaba distraído contemplando los ornamentos que poblaban el recinto sagrado. Cintia, por el contrario, caminaba cabizbaja. Los ojos de la joven se perdían en el suelo, ausentes. Octavio intercambiaba con ella miradas llenas de ternura que encontraban como respuesta el esbozo de una sonrisa forzada.
Una vez trazado el recorrido neoplatónico al que Octavio y el Padre Lorenzo habían hecho referencia, nuestro siguiente destino fue el panteón real, inacabado a la muerte de Felipe II. A diferencia de lo que cabría esperar, las tumbas se encontraban separadas de la basílica, a un nivel inferior. Según afirmó el Padre Lorenzo, esto se debía al uso privativo de esta cripta, de un acceso que se antojaba demasiado complicado para una ceremonia de enterramiento. A diferencia de las tumbas presentes en la misma iglesia, propios de tantos reyes que buscaban así un mayor acercamiento de su alma a Dios, en este caso la cripta había sido excavada en el eje vertical de la basílica, en un lugar privado del monarca, inaccesible para el pueblo.
En este conjunto, que me pareció especialmente sombrío, los colores dominantes no estaban exentos de simbolismo; el rojo-violáceo como símbolo del atardecer y, tal y como hace referencia la Biblia, la llegada del juicio posterior al ocaso de la vida.
A pesar de los numerosos visitantes que recorrían las galerías, el ambiente que se respiraba era tan gélido como las propias estancias destinadas al eterno descanso de hombres, mujeres y niños que un día formaron parte de la realeza. Especialmente estremecedor resultaba el panteón de los infantes, nueve cámaras sepulcrales rebosantes de dramatismo a la luz de los nichos que contenían.
Aquella última visión resultó especialmente incómoda a Cintia, en cuya mirada leí la necesidad de abandonar lo antes posible aquel lugar habitado de forma perenne por la muerte. El Padre Lorenzo también debió percatarse del sombrío rostro de la joven. Aceleró los pasos para salir de allí lo antes posible.
—Podríamos ir a la biblioteca —propuso Octavio, situándose junto al sacerdote—. He hablado con un encargado de Patrimonio, en referencia al interés que usted tiene en la misma. Le he pedido que nos dé un acceso menos limitado que al de las visitas.
—¿Y qué le ha respondido? —los ojos del Padre Lorenzo se abrieron aún más, invadidos por la curiosidad.
—La única pega que me ha puesto es que tendría que ser un lunes, que es cuando el recinto permanece cerrado a los turistas.
—Qué lástima —el Padre Lorenzo quedó decepcionado.
—Eso es una buena señal, Padre... Significa que van a mostrarle escritos que tal vez nadie haya visto en mucho tiempo. No se preocupe, la espera merecerá la pena. Mientras tanto, si quiere que hagamos una visita más rápida...
El sonido del teléfono de Cintia interrumpió las palabras de Octavio. La joven se separó unos metros de nosotros mientras atendía la llamada. El tono de su voz era apagado, frágil como lo parecían sus pisadas. Después de una breve conversación regresó a nuestro lado.
—Me tengo que ir —la realidad acababa de regresar a ella más pronto de lo que nos hubiera gustado a quienes la acompañábamos—. La policía quiere hablar conmigo en referencia a las pertenencias de mi padre.
—En ese caso, será mejor que nos marchemos. Parece que aquí concluye nuestra visita —Octavio nos estrechó la mano—. Ha sido un placer compartir con ustedes este recorrido místico, más breve de lo que nos habría gustado. Uno de nuestros siguientes destinos era el jardín que rodea el monasterio. En fin, podríamos venir otro día para completar nuestra visita.
—El lunes, en lo referente a la biblioteca. ¿Verdad?
—Sí, Padre Lorenzo. No se preocupe. Me ocuparé de que tenga acceso a esos libros antiguos que tanto le gustan.
—Gracias, Octavio. Cintia —se acercó a la joven—. Tienes que ser fuerte. Te encomendaré en mis oraciones. Estoy seguro de que muy pronto todo esto se solucionará y podrás recuperar tu vida...
—Lo siento, Padre Lorenzo. Pero sin mi padre, ya nada volverá a ser igual.
—Eres fuerte. No tengo ninguna duda de que saldrás adelante... —dio un abrazo a la chica— Porque es la única opción: mirar hacia adelante, aunque de vez en cuando tengamos que echar la vista atrás para recuperar lo mejor que nos dieron aquellos que ya no están entre nosotros.
—Sí... —Cintia no pudo contener las lágrimas que asomaban a su delicado rostro—. Gracias, Padre Lorenzo.
—Ya sabéis que podéis contar con nosotros, aunque no tengamos mucha ayuda que ofreceros.
—Fray Ángelo... —la llorosa mirada de Cintia me llenó de compasión—, gracias por compartir con nosotros estos momentos. Necesitaba algo así, aunque supongo que aún es pronto para ir dejando atrás parte de lo sucedido.
—Como ha dicho el Padre Lorenzo, si hay algo que podamos hacer por vosotros, no lo dudéis.
—Rezar, que no es poco —respondió la joven, antes de girarse para caminar en sentido contrario al nuestro.
—Espero que muy pronto tengamos buenas noticias en torno a todo este asunto —dijo el Padre Lorenzo cuando iniciamos nuestro camino de regreso al coche.
En esta ocasión, el silencio apenas fue interrumpido por el sacerdote cuando ya casi nos encontrábamos junto a nuestro vehículo.
—Debe de resultar estremecedor el pensar que alguien haya podido entrar a robar en tu casa con semejante facilidad... Que pueden invadir tu propiedad en cualquier momento, es un pensamiento terrible.
—Cuesta creer que alguien sea capaz de hacer algo así. Y únicamente para robar un manuscrito antiguo. ¿Tanto puede valer esa partitura?
—Resulta extraño… Que su valor sea tan alto como para arriesgarse a ser detenido por algo así... Pero imagino que no todos piensan como nosotros, y hay mucha gente que logra sacar un gran provecho de actos que a priori nos puedan resultar, cuando menos, difíciles de comprender. Como ha dicho Cintia, me temo que no podemos hacer mucho, salvo rezar.
Durante el viaje de vuelta, la conversación con el Padre Lorenzo no tuvo la misma fluidez que en la ida. El sacerdote parecía ausente, concentrado en pensamientos relacionados con Cintia y el manuscrito. Una de sus preocupaciones era el modo de compartir aquel suceso con Conti y el resto de participantes del curso. Sabía las ganas que tenía el profesor de poder admirar un manuscrito que resultaba particular en su estructura melódica, único en su forma.
Cuando llegamos a la abadía, nuestros caminos se separaron. Habíamos regresado antes de lo previsto, por lo que dispuse de tiempo suficiente para ir a la escolanía y asegurarme de que allí todo transcurría con normalidad.
Los chicos jugaban en el patio con un balón que, a juzgar por su aspecto, no duraría más de una semana. El esférico, descosido y agrietado, iba de lado a lado, perseguido por los jugadores de uno y otro equipo que se concentraban en un espacio demasiado pequeño para el número de participantes en el partido. En uno de los bancos cercanos, el Padre Lucas perdía su mirada en las páginas de un libro.
Pasé de largo y me dirigí directamente a mi habitación. Tenía tiempo para tumbarme en la cama y cerrar los ojos durante un tiempo. Mi cuerpo necesitaba una breve pausa antes de asistir a una nueva clase de Conti.
Fue un descanso breve, pero reparador, suficiente para reponer fuerzas y recuperar energías. Tomé la carpeta y salí de la escolanía. A lo lejos pude ver la inconfundible silueta del Padre Dámaso, a punto de acceder al ala este de la hospedería, donde se encontraba su clase. Llegué un par de minutos después que él, pero a tiempo para entrar en mi aula antes de que el profesor comenzara sus explicaciones.
Alessandro Conti era un hombre que acostumbraba a ser más que puntual. Rara era la ocasión en la que no acudía a un acto o cita unos cinco o diez minutos antes de la hora señalada. En lo referente a las clases de música que impartía en la universidad, aprovechaba aquellos momentos previos para aclarar las dudas de algunos alumnos o, simplemente, repasar de forma breve las principales líneas y argumentos que trazaría durante su magistral enseñanza.
Aquella tarde no resultó una excepción a su obsesiva costumbre de empezar justo en el momento en el que su reloj marcaba la hora señalada. Tras comprobar que los libros repartidos por la mesa que presidía el aula estaban abiertos por las páginas que consultaría durante el desarrollo de la clase, su mirada se fue repartiendo entre los asistentes que, ya en silencio, ocupábamos nuestros lugares frente a él.
—Durante esta clase, vamos a hablar del primero de los cantos de la Misa que, debido precisamente a su carácter introductorio a la misma, podríamos considerar como especial y con unas características estéticas que lo diferencian del resto del repertorio de canto gregoriano. Sin duda, se trata del «introito». Como sabéis, el «introito» tiene una primera función, independiente de sus cualidades musicales. Es la introducción a la Misa. Por lo tanto, debemos mencionar inicialmente su carácter funcional. Este canto supone el inicio de la ceremonia, en el que el celebrante y sus acompañantes llevan a cabo la procesión de entrada que constituye el punto de partida de toda celebración. Su composición actual corresponde a una fisonomía establecida por la «Schola Cantorum». En las primitivas celebraciones, el inicio de la Eucaristía lo constituía el canto de un salmo, ya fuera de manera parcial o total. Posteriormente se adoptó una nueva forma, la de un canto de introducción que podríamos considerar como estandarizado, estructurado de forma que se iniciaba con una antífona, seguida del versículo de un salmo y del «Gloria Patri», para después repetir la antífona. Constituye  la fórmula por excelencia en la reproducción de los salmos que podemos encontrar en la Liturgia de las Horas. Ya hablamos de las variaciones que sufrieron diversas estructuras en algunos manuscritos, con el fin de ser adaptadas a las procesiones de entrada en las que la antífona era demasiado breve.
»Para hablar de las características fundamentales de los «introitos» cabe destacar  lo que Daniel Saulnier ha denominado «la importancia del elemento vocal en la celebración: la unidad de voces promueve la unión de los fieles que tiende a interiorizarse progresivamente en el curso de la celebración».
Conti cerró uno de sus libros de consulta y tomó un montón de hojas ordenadas, que repartió entre los alumnos mientras continuaba su lección.
—Si os fijáis en el estilo de composición de los «introitos», podríamos decir que su estructura es homogénea: son cantos de estilo neumático o semiadornado que poseen una longitud variable, dependiendo lógicamente del texto al que hacen referencia.
Cuando el profesor me entregó una de las hojas, sentí que por un instante su mirada se detenía en mí. Supuse que se había percatado de que, en aquel momento, únicamente me encontraba allí presente de cuerpo, ya que mi mente se perdía en las inquietudes que, al salir de las clases, se sucedían de un modo que podría definir como preocupante y casi aterrador: el posible caso de posesión, los golpes en la noche, el robo del manuscrito... Las tres situaciones suponían sucesos que indudablemente podían ir a peor, no exentas de un peligro que en aquel instante mantenía mi atención fuera de la clase. Imaginé que Conti se había percatado de mi «ausencia mental». Los gestos de mi cuerpo habían sido incapaces de engañarle.
—El texto —Conti continuó su explicación— procede, tal vez en sus dos terceras partes, del Libro de los Salmos, seleccionado cuidadosamente. La unanimidad que propugnan sus voces incita a la auténtica entrada al misterio de la celebración Eucarística; una entrada que, como refleja la unión en el canto, no se realiza de forma individual, sino colectiva. Sea como fuere, la primera palabra o frase suele ser lo suficientemente reveladora del contenido del canto, o del tiempo litúrgico que representa. «Resurréxi», «Puer natus est nobis» nos revelan una parte fundamental del momento bíblico que recoge el canto. En ocasiones, la elaboración del texto no se corresponde de manera literal con lo escrito en la Biblia, por lo que no siempre se toma al pie de la letra lo reflejado en las Sagradas Escrituras. Muchos de los salmos que acompañan a los introitos están tomados de un versículo anterior al de la antífona, de modo que adquieren su significado en el momento en que ésta se repite.
»Se trata, por tanto de un canto creado no para el solista, sino para el coro; adquiere su significado y su mayor relevancia a través de la «Schola». Algunos podrían pecar de simplicidad, a pesar de estar destinados al inicio de ceremonias propias de importantes solemnidades.
»Detengámonos, por un instante, en la hoja que os he entregado: el introito de Pascua denominado «Resurrexi». Éste parece haber sido adornado más de lo que suele ser habitual en otros cantos de inicio. Tal vez por la importancia de la celebración de la Pascua, sentido último de la venida de Cristo. Podríamos considerar este «introito» como el corazón del año litúrgico y tal vez el canto introductorio más importante del repertorio gregoriano. Aun así, si nos fijamos con detenimiento, podemos observar que, al menos a primera vista, hay algo que no encaja. ¿Alguno me podría decir cuál es la aparente contradicción manifiesta de este canto?
Desde que se iniciara la clase, aquella fue la primera vez que Conti concedía un respiro a una lección que acostumbraba a seguir un esquema similar en cada una de sus intervenciones. En primer lugar, una introducción al tema a tratar que, tras las pertinentes definiciones que ponían al alumno en situación, constituía el tránsito de la teoría a la práctica, a través de una enseñanza que en muchos casos bien podría inspirarse en el «método socrático»: la dialéctica como forma de indagación necesaria en la búsqueda del conocimiento. En estas ocasiones, Conti no facilitaba la respuesta a sus interrogantes, sino que mostraba al alumno el camino para que éste la hallara, por sí mismo.
—El modo al que pertenece —contestó Carmelo, uno de los asistentes habituales al curso—. No se corresponde a la solemnidad que caracteriza al contenido del canto.
—Exacto —Conti esbozó una amplia sonrisa—. El canto de la Resurrección debería elevarse de forma exultante. Sin embargo, nos encontramos con que el anuncio más importante de las Escrituras, aquel que da sentido a nuestra Fe, se refleja en este cuarto modo. Esta modalidad de «deuterus» se constituye como guía coral de un texto que incluso se nos antoja insuficiente, parco y decepcionante en relación a lo que cabría esperar. En una primera lectura de este «introito», la gran pregunta que nos haríamos es por qué la centralidad litúrgica que constituye la Pascua recoge el anuncio de la Resurrección de una forma tan pobre y sobria, lejos de la solemnidad que cabría esperar. Este sería el interrogante que se nos plantearía si desconociéramos el verdadero sentido litúrgico del Tiempo Pascual, del triduo que refleja la historia de nuestra salvación. Llevados por el afán del esquematismo modal, nos adentraríamos de forma inapropiada en la esencia del canto gregoriano, que trasciende toda clasificación puramente lógica a la luz de nuestro frágil conocimiento.
»¿Por qué entonces, a pesar de la aparente ausencia de gozo en el anuncio de la Resurrección de Cristo, descubrimos en este canto la esencia de la unión litúrgico-musical que lo inspira?
Durante los siguientes segundos, Conti repartió su mirada entre los alumnos. Paseaba de un lado a otro de la clase, mientras sus brazos se agitaban con movimientos propios de un director de coro a punto de dar vida a una partitura por boca de sus cantores. Con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro de hombre bondadoso e incluso tímido, Conti pudo comprobar que todos sus alumnos esperaban, ansiosos, la respuesta al interrogante planteado.
—Por una sencilla razón. En este caso, lo que podríamos denominar el recorrido litúrgico, la línea del tiempo que configura el calendario litúrgico; y su continuidad en lo que al tiempo cuaresmal se refiere, con esa sobriedad con la que se aguardan los momentos más importantes en la historia de la Salvación. El Triduo Pascual supone la continuidad de la Cuaresma, una continuidad manifestada hasta su culminación. No en vano, así es como debemos considerar la intencionada formulación dada en el Credo y el significado de la conjunción «y» que da sentido al mismo: «padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día». Esta continuidad nos da la explicación de la trascendencia presente en el canto gregoriano, una armonía perfecta entre el texto, la melodía y la liturgia, pilares esenciales de un modo de alabar a Dios que constituye todo un regalo para nuestros sentidos, para nuestra alma.
Después de analizar, con mayor profundidad, el contenido de la partitura, Conti nos entregó otras que, de algún modo, nos mostraban mayores evidencias de lo que en un principio cabría esperar de ellas. Fue una clase extraordinaria, a pesar de que en algunos momentos mi mente parecía intentar abandonar el aula para perderse en acontecimientos menos gratificantes. En uno de aquellos pensamientos que ausentaron mi atención por unos instantes, imaginé al Padre Dámaso que, apesadumbrado por lo que parecía haber considerado como una derrota, debía de estar esperando el momento de una nueva oportunidad para  hacer frente a los poderes del maligno. También imaginé al pobre Adrián. Me pregunté qué pasaría por su cabeza respecto a los extraños fenómenos que estaba viviendo, si tal vez sería consciente de que era algo distinto a lo que le habían definido como una enfermedad. El chico parecía demasiado curioso y avispado como para conformarse con una explicación tan simple, carente de una mayor argumentación.
Después de mirar su reloj y darse cuenta de que el tiempo se le había echado encina, Conti nos emplazó a la siguiente clase, en la que analizaríamos un «introito» propio de Semana Santa, que en unos días sería entonado por el coro de escolanos.
Antes de que cualquiera de los asistentes abandonara la clase, la puerta del aula se abrió de forma brusca. Al otro lado, el Padre Dámaso me encontró con la mirada y se decidió a entrar. Ataviado con su gabardina gris, tenía una expresión seria dibujada en el rostro. Enseguida me di cuenta de que estaba preocupado.
—Ángelo… —se acercó presuroso—. Nos vamos.
No necesitó decirme más. Al observar el maletín que sostenía con su mano derecha comprendí cuál sería nuestro destino. Me despedí rápidamente de mis compañeros de clase y salí del aula para alcanzar al maestro, que caminaba con paso acelerado.
—Imagino que ya sabes adónde nos dirigimos, ¿verdad? —su voz sonó quebrada, más que por el gélido aire que nos envolvía, por el ánimo que lo dominaba.
—¿No viene Fray Daniel?
—No. En esta ocasión sólo vamos tú y yo. Aunque la presencia del novicio nos resultaría de lo más provechosa, sobre todo a la hora de sujetar al chico. Ahora te cuento lo sucedido.
Llegamos a la cochera, tras recorrer el trayecto entre la hospedería y la abadía con una celeridad impropia de otras ocasiones. Las gotas de lluvia y, sobre todo, las prisas por alcanzar nuestro destino, eran motivos más que suficientes como para acelerar nuestro caminar, sin detenernos a hablar con algunos de los huéspedes a quienes apenas pudimos saludar.
—Anoche me llamó Isabel. Estaba, más que preocupada, aterrorizada. Y no es para menos, teniendo en cuenta lo sucedido a Adrián.
—¿Qué tal está el chico? —me apresuré a preguntar, temiendo que algo terrible le hubiera podido suceder.
—El muchacho se encuentra, físicamente, fuera de peligro. No obstante, lo acontecido anoche es una prueba más de que la enfermedad que atribula a ese muchacho no tiene nada que ver con algo físico, ni tampoco es de carácter mental, tal y como habían afirmado los psicólogos a los que Isabel ha acudido durante tanto tiempo. La pena es que no han sido los psicólogos los que han provocado en la familia una sensación de abandono que desesperaría a cualquier ser humano, sino la propia Iglesia. Resulta preocupante la actitud mostrada por algunos sacerdotes y miembros consagrados que, tratando de dar sentido al lenguaje simbólico de algunos pasajes de las Sagradas Escrituras, se olvidan de aquellos otros que son mucho más reveladores, como son los sucesos relacionados con la expulsión de los demonios que se narran en los Evangelios. Antes de acudir a mí, Isabel intentó contactar con varios sacerdotes de la provincia. Todos ellos la dejaron de lado, argumentando que su hijo debía ser tratado por un psicólogo. Me resisto a creer que un hombre consagrado a Dios pueda abandonar así a uno de sus hijos. Pero supongo que, tal vez la ignorancia… o quizá un miedo a lo que para algunos puede resultar absolutamente desconocido, son las principales causas por las que muchos de nuestros sacerdotes no se atreven a estudiar estos casos. Al fin y al cabo, es un problema de Fe. Los obispos deberían ser los primeros en dotar a su diócesis de los recursos suficientes con los que hacer frente al maligno, y no solo en el interior de los confesionarios. Pero esto es un problema que, por desgracia, la Iglesia viene arrastrando desde hace mucho tiempo. Y para encontrar un sacerdote que tenga unas mínimas nociones de exorcismo, las pobres víctimas de un caso de posesión se ven abocadas a hacer largos y tortuosos viajes, con los cuantiosos gastos que suponen las sesiones necesarias para hacer salir a un demonio de un cuerpo atormentado.
—¿Y cuánto puede durar ese proceso? —pregunté con la mirada puesta en la carretera que descendía de la abadía hasta la puerta de entrada al recinto. El Padre Dámaso hacía girar el volante, trazando cada curva a un ritmo casi vertiginoso.
—Existen casos en los que el exorcismo se ha prolongado durante ocho o nueve meses, en una o varias sesiones semanales en las que el sacerdote entraba en diálogo con uno o varios demonios que entraban y salían de su víctima. Se han dado casos, aunque no son muy habituales, en los que una vez expulsado un demonio era otro el que ocupaba su lugar. Recuerdo uno de una chica que, víctima de un maleficio, sufrió todo un calvario de continuos ataques por parte de varios demonios. Éstos habían sido invocados por miembros de una secta satánica que conocían a la muchacha, que fue atormentada de un modo excesivamente prolongado en el tiempo. Aquí cerca tenemos, precisamente, un sacerdote cuyos testimonios resultan muy reveladores en materia demoníaca. El Padre José Antonio Fortea es un experto en la materia, una eminencia en nuestro país en cuanto al estudio de casos y experiencias de posesión diabólica. Uno de sus libros, «Summa Daemoniaca», supone todo un tratado en Demonología y un valioso manual para los exorcistas. El diálogo con el demonio es una de las experiencias más enriquecedoras para un sacerdote en el conocimiento del mal.
—Imagino que la mayoría de los sacerdotes no opinan de ese modo…
—Pues no debería ser así —me interrumpió casi de forma brusca—. A través del exorcismo, el sacerdote experimenta la verdadera naturaleza y el alcance del poder del mal, así como la inteligencia del demonio y su verdadero odio a Dios y la propia Creación. Muchos sacerdotes piensan que en un exorcismo el poseso se puede volver contra ellos, intentar matarles o provocar accidentes; o incluso que pueden adentrarse en el interior de los pensamientos de los presentes.
—Pero en ocasiones se han producido ataques, u otros fenómenos en los que los demonios mueven objetos.
—Hay muchas clases de demonios. Cada uno con una serie de pecados, comportamientos y, en definitiva, diferentes inteligencias de naturaleza maligna. Hay demonios locuaces y otros mudos; unos son despectivos, otros se muestran desesperados. Y entre ellos existe una jerarquía, al igual que sucede con el resto de ángeles. Pues no debemos olvidar que el demonio es un ser espiritual de naturaleza angélica, cuyo proceso de transformación, de inclinación al mal, no debió diferir mucho del que empuja al ser humano a convertirse en un ser vil. Pues al fin y al cabo, nuestra naturaleza también es espiritual.
—¿Y cuál es la jerarquía de los demonios? —supuse que, en primer lugar, se encontraría Satanás. Sin embargo, fuera de él, la Biblia no hacía mención de ninguna forma de establecer un grado u otro de demonios, si bien es cierto que se mencionaban varios nombres de algunos de ellos.
—La misma que la de los ángeles. Como te he dicho, su diferencia respecto a ellos es su inclinación al mal, la renuncia a Dios y todo cuanto Él representa. Así pues, el Apocalipsis habla de nueve grandes grupos de naturalezas angélicas: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles. Se han dado casos de exorcismos en los que un demonio quería abandonar el cuerpo del poseso, pero otro se lo impedía. De todos los demonios, Satanás es el más poderoso e inteligente. En los exorcismos, el demonio revela su nombre, así como sus principales debilidades, aquello que más le tortura.
El Padre Dámaso hablaba de forma acelerada, llevado por una creciente excitación que en ocasiones se apoderaba de él, cuando el diálogo desembocaba en alguna materia de la que poseía amplios conocimientos y experiencia. Sentí que su conversación con Isabel le había dado importantes motivos para reafirmarse en su opinión acerca del caso de Adrián.
—¿Qué ha sucedido con Adrián? —le pregunté para centrar el motivo de nuestro viaje y, sobre todo, ir preparándome para lo que pudiera esperarme en la casa del niño. Para alguien como el Padre Dámaso, cualquier suceso que se manifestara podría ser visto como algo común en un exorcismo. En cambio, para mí resultaba un mundo desconocido; desconocido y peligroso, a pesar de los argumentos del maestro que habría de guiarme en aquel viaje hacia lo trascendental. A pesar del temor que recorría mi cuerpo, en aquel momento me sentí alguien privilegiado, a punto de recibir una prueba que pudiera incrementar mi Fe. Aun así, el miedo se resistía a abandonarme, por mucho que las palabras del Padre Dámaso ejercieran la fuerza propia de quien pisa un terreno que conoce bien, y domina la materia de la que está hablando.
—Es verdad —como si hubiera regresado de un trance, el maestro recordó el momento en el que la conversación había derivado en los recuerdos de sus experiencias anteriores—. Ayer Isabel me llamó, más preocupada que nunca. Su llanto apenas le permitía hablar con claridad. Al principio me costó entender lo que quería decirme hasta que, a medida que se tranquilizaba, su voz alcanzaba un tono que incluso podría definir como esperanzador. Me contó lo que le había sucedido a Adrián unos momentos antes.
»Isabel y Adrián se encontraban en el salón de su casa, viendo la televisión. Como tiene por costumbre a aquella hora de la tarde, Isabel comenzó a rezar el rosario. De forma repentina, su hijo apartó la vista de la televisión y le dirigió una mirada de ira, una expresión que irradiaba una maldad indescriptible. Isabel, aterrada, se sintió como si aquél que estaba a su lado no fuera su hijo. Aquella visión duró unos segundos, momentos antes de que Adrián entrara en trance. Los ojos del chico se cerraron y su cuerpo, como si de un bloque de hielo se tratara, permaneció rígido sobre la silla. Isabel se puso en pie, llamando insistentemente a su hijo, pero éste no reaccionaba. A punto de tocarle para que volviera en sí, contempló como la silla se separaba del suelo, permaneciendo durante unos segundos suspendida en el aire.
—¿Es muy habitual esa clase de sucesos en alguien poseído?
—No suele resultar frecuente, aunque hay varios casos en los que así ha sido. La levitación es un fenómeno que se manifiesta en algunas ocasiones. Yo lo he visto con mis propios ojos. La descripción del suceso me resultó un tanto desconcertante en cuanto a los dos comportamientos de Adrián. Existen dos clases de demonios, los denominados «clausi», y los «aperti». Los primeros hacen que el poseso cierre los ojos al entrar en trance, aunque bajo sus párpados los ojos están en blanco. Son mudos, no hablan durante el trance. En cuanto a los «aperti», durante la posesión su víctima permanece con los ojos abiertos, en una expresión de ira y odio. A diferencia de los otros, son locuaces. Reflejan su odio hacia todo lo que sea religioso. Son procaces en su forma de hablar, manifestando su inteligencia maligna, torciendo el gesto del poseso en una expresión facial tensionada, casi desfigurada. Como bien decía Isabel, es como encontrarse junto a otra persona totalmente diferente.
—¿Estos últimos resultan más peligrosos? —un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar que pudiera encontrarse la mirada del diablo en los ojos de un inocente niño.
—No. Lo importante es que, estos últimos, a pesar de causar un mayor impacto que los otros, motivan experiencias reveladoras de la naturaleza de Satanás, así como de la propia idea del infierno como obra de estos espíritus malignos. En muchas ocasiones, estos demonios hacen honor a la denominación de Satanás como «Príncipe de la mentira». Tratan de embaucar y engañar al sacerdote, sembrar la desconfianza. Sin embargo, cuando se les obliga a decir la verdad «en el nombre de Dios», son incapaces de mentir.
El sonido del móvil del Padre Dámaso interrumpió una conversación que, en mi caso, se antojaba como una terapia preventiva para lo que podría estar por llegar.
El sacerdote extrajo el teléfono de su bolsillo y por un segundo apartó la mirada de la carretera para observar el número que aparecía en la pantalla.
—Es Isabel —me entregó el móvil—. Contesta tú. Dile que ya estamos de camino, que en diez minutos llegamos.
«Llegamos en un momento», iba a responder. Pero lo que escuché al otro lado de la línea nada más contestar a la llamada me dejó helado.
—¡Verrà! —era una voz gutural, inhumana, que repetía una y otra vez lo mismo. También pude distinguir los sollozos de Isabel, que al otro lado del teléfono parecía incapaz de hablar.
—Isabel… —me repuse del impacto de aquellos horribles gruñidos y hablé a la madre de Adrián, con la certeza de que me escuchaba—. En diez minutos estamos allí.
—Por favor, daos prisa… —la mujer consiguió responder, con la voz rota por el sufrimiento y la desesperación que la dominaba—. No podemos sujetarle.
Escuché otro grito aterrador antes de que Isabel colgara el teléfono. Fue una expresión ininteligible, un alarido impropio, no ya de un niño, sino de cualquier ser humano.
—¿Qué te ha dicho? —el Padre Dámaso aceleró aún más.
—Que nos demos prisa. El niño ha entrado en trance y no consiguen sujetarle.
—Esa es una de las razones por las que quería que vinieras. A menudo resulta casi imposible sujetar al poseso para evitar sus convulsiones. He visto algunos que en un intento por liberarse de sus ataduras destrozaban correas de cuero, y cualquier otra ligadura que pretendiera amarrarles. Es uno de los rasgos que resultan más extraordinarios y temibles para aquellos que presencian un exorcismo por primera vez. Por muy débil que pueda parecer la víctima, la fuerza descomunal que presenta en estado de trance resulta espectacular y, en muchos casos, determinante a la hora de descubrir la presencia de un espíritu maligno en su interior.
Llegamos a la localidad y aparcamos el coche junto a la casa. Al bajar sentí una gélida corriente de aire. El viento golpeaba en forma de continuas ráfagas; la lluvia arremetía con fuerza. Isabel se encontraba en la entrada de la vivienda. Tenía el rostro desencajado por el dolor; sus ojos parecían consumidos tras largas horas de llanto ante el sufrimiento de su hijo.
—Rápido, se encuentra cada vez peor —se acercó al Padre Dámaso, que limpió los cristales de sus gafas nada más entrar en la casa.
—De acuerdo, Isabel —trató de calmarla—. ¿Qué ha sucedido?
—Seguidme —prefirió que lo comprobáramos nosotros mismos.
La casa estaba sumida en una inquietante penumbra. Sus estancias parecían iluminadas de forma tenue, de un modo que me recordó a la luz del dormitorio común de la escolanía, la que permanecía encendida durante toda la noche para evitar que los más pequeños pudieran dejarse llevar por algún temor irracional. Por un momento, me sentí como uno de aquellos escolanos que, con la llegada de la noche y su silencio, caían en el miedo que precedía al trance al mundo de los sueños. Tras la conversación preparatoria de mi maestro, me di cuenta de que mis temores compartían con los de los críos una misma naturaleza: un miedo irracional a lo desconocido. La oscuridad alberga sombras que, ya sean reales o no, son incapaces de provocar daño alguno.
Recordé la anterior visita a la casa de Adrián, en la que recorrimos el pasillo que conducía a su habitación, así como el crucifijo situado al fondo del mismo. En esta ocasión, el crucifijo no estaba. A diferencia del silencio y la calma reinante de aquel día, esta vez se escuchaban golpes que procedían de la habitación del niño. No había gritos. La aterradora voz del crío escuchada unos momentos antes a través del teléfono había cesado. A punto de entrar en la habitación de Adrián, lo que parecían suaves golpes en la pared se transformaron en estruendos que hicieron temblar la misma. Incluso el suelo pareció moverse bajo mis pies. Fue una sensación similar a la vivida la noche anterior en la escolanía, un estrépito que parecía anunciar la presencia de algo inmaterial entre nosotros. El Padre Dámaso no se detuvo. Entró en la habitación y colocó su maletín sobre la mesa de estudio del niño.
Al pie de la cama estaba Alfredo, el padre del muchacho, cuya mirada no se separó de su hijo ante nuestra llegada.
—Gracias por venir, Padre —susurró cuando el Padre Dámaso pasó a su lado.
Convencido de la necesidad de realizar el exorcismo, el monje extrajo los elementos necesarios. Me situé junto a él mientras contemplaba a Adrián, postrado en su cama. El niño permanecía con los ojos cerrados, pero sus constantes convulsiones provocaban un continuo golpeteo. Por momentos, el chico se retorcía como si en su interior algo tratara de abandonar su cuerpo. No decía nada. Lloraba, con el llanto propio de un niño. A primera vista, parecía como si Adrián estuviera sufriendo una horrible pesadilla. Exceptuando la violencia de sus movimientos, su comportamiento no distaba demasiado de aquel que ya había presenciado en diversas ocasiones, cuando alguno de los críos que estaban a mi cuidado vivía uno de aquellos sueños que se mostraban tan reales; un sufrimiento interior que se desvanecía en poco tiempo.
Isabel entró a la estancia en último lugar. Dirigió una breve mirada de compasión hacia su hijo y caminó hacia el Padre Dámaso.
—Hace un momento ha vuelto a pronunciar esas horribles voces, cuando estaba hablando con Fray Ángelo.
—Es cierto —corroboré—. Se escuchaban claramente. Decía «verrà», pero la voz no parecía la de él.
—Está bien —el Padre Dámaso me dio una vela que acababa de encender—. Sostenla mientras iniciamos el rito. Pase lo que pase, no te dirijas a él —a continuación extrajo un frasco repleto de agua bendita—. Puede que en algún momento tengamos que sujetarle. Yo te iré indicando.
—De acuerdo —sentí que el pulso se me aceleraba.
La habitación estaba envuelta en una incómoda penumbra. La lámpara situada en una mesilla junto a la cama arrojaba una luz pálida y frágil que inundaba la habitación de sombras.
El Padre Dámaso se puso la estola. El monje daba así paso al exorcista que había permanecido durante tanto tiempo oculto a los ojos de cuantos compartíamos con él la convivencia diaria en el monasterio. Luz, agua, sal, óleo… Las armas para la batalla contra Satanás estaban dispuestas sobre la mesa, preparadas para hacer frente al invisible enemigo que, momentáneamente, se resistía a acudir a un inevitable enfrentamiento. Al menos así me había parecido mientras contemplaba al Padre Dámaso que, con el «Rituale Romanum» entre sus manos, cerraba los ojos y en susurros pronunciaba la oración preparatoria para hacer frente al maligno. Tal y como me confesaría posteriormente, ésta era una oración para buscar la necesaria predisposición de cara al inicio del ritual.
Los labios del exorcista pronunciaron sin voz las siguientes palabras mientras sus ojos permanecían cerrados.
«Señor Jesucristo, Verbo de Dios Padre, Dios de toda criatura que diste a tus santos Apóstoles la potestad de someter a los demonios en tu nombre y de aplastar todo poder del enemigo; Dios santo, que al realizar tus milagros ordenaste: “huid de los demonios”; Dios fuerte, por cuyo poder Satanás, derrotado, cayó del cielo como un rayo; ruego humildemente con temor y temblor a tu santo nombre para que fortalecido con tu poder, pueda arremeter con seguridad contra el espíritu maligno que atormenta a esta criatura tuya. Tú que vendrás a juzgar al mundo por el fuego purificador y en él a los vivos y los muertos. Amén».
Permanecí a su lado durante aquellos primeros instantes, contemplando la llama de la vela, que se veía quieta, inmutable. A mi derecha, Isabel sostenía el crucifijo que normalmente descansaba en la mesa del pasillo. Su mirada estaba fija en el exorcista, que se mostraba concentrado en cada una de las palabras mudas que sus labios dejaban escapar, como si a través de aquella oración estuviera incitando al maligno a presentarse ante nosotros.
Si en algún momento dudé de que el mal que atormentaba a Adrián fuera a resistirse a mostrarse durante esta segunda visita, mi incertidumbre se desvaneció en cuestión de segundos.
La llama de la vela se apagó de forma repentina, mientras que la luz de la lámpara comenzaba a parpadear, amenazando con huir y dejarnos sumidos en la penumbra. Los golpes y el llanto de Adrián habían cesado. Cuando separé la mirada de la vela para fijarla por un momento en el chico, comprendí que el mal estaba a punto de hacerse presente.
El niño se había incorporado. Estaba inmóvil, con los ojos abiertos. Pero su mirada no era la propia de un inocente muchacho. Desprendía un odio extremo, antinatural en un rostro infantil. En aquel momento todos descubrimos que alguna criatura maligna nos observaba a través de sus ojos, con una expresión que incluso parecía desfigurar su rostro. Sentí un escalofrío aterrador al ver aquella mirada posada sobre mí. Era como si estuviera escrutando cada uno de mis pensamientos. Me sentí débil, incapaz de contener el pánico que amenazaba mis sentidos.
—Pase lo que pase, no te dirijas a él —el susurro del exorcista me tranquilizó— Veamos qué clase de criatura tenemos ante nosotros.
El Padre Dámaso dio un paso hacia adelante en dirección al muchacho.
—¿Cómo te encuentras, Adrián?
El muchacho no respondió. Su respiración empezó a acelerarse.
—Tu madre me ha dicho que has pasado una mala noche. ¿Es cierto?
El chico continuó callado. Únicamente movió la cabeza en una respuesta negativa carente de voz.
—Sabes quién soy, ¿verdad?
En esta ocasión, el niño afirmó con un nuevo gesto, sin decir palabra alguna, ni abandonar una expresión de odio que más bien parecía una horrible máscara que cubriera su rostro.
—Estoy aquí para ayudarte.
Adrián volvió a negar con la cabeza, mientras el exorcista se acercaba aún más a él, con una envidiable calma de la que carecíamos el resto de presentes en el dormitorio. El parpadeo de la bombilla continuaba, dejando la estancia sumida en la penumbra durante fracciones de segundo. En el exterior, la lluvia había remitido y, a pesar de las nubes que cubrían el cielo, la luna irradiaba una luz que impedía a la oscuridad adueñarse del dormitorio.
—¿Qué quieres de él?—preguntó el exorcista, pronunciando cada palabra cuidadosamente y con la mirada fija en los ojos del muchacho.
No hubo ninguna respuesta. El pulso del crío parecía cada vez más acelerado. Unas gotas de sudor recorrían su frente. Su mirada de odio continuaba fija en el Padre Dámaso.
—¿Quid vis de illo? —insistió, ahora en latín.
Adrián continuó mudo. Sin embargo, su boca se torció en una sonrisa cargada de maldad que no logró impresionar al Padre Dámaso, a punto de perder la paciencia.
Dejé la vela sobre la mesa en la que descansaban los demás elementos que esperaban el momento de ser empleados. Cuando volví a mirar a Adrián, sentí el peso de aquellos ojos que, dejando a un lado al exorcista, se habían quedado fijos en mí. La expresión de su desfigurada sonrisa me dejó mudo, incapaz de reaccionar. Fue entonces cuando su boca se movió, dejando escapar palabras con un tono gutural.
—Perché non è venuto? —habló en mi lengua nativa, con perfecto acento italiano.
—¡Responde a mi pregunta! —gritó el exorcista—. ¿Qué quieres del muchacho?
—No, respondedme vosotros —la criatura, ya manifiesta, continuó hablando por boca de Adrián—. ¿Por qué no ha venido él?
Miré a cuantos, al igual que yo, habían podido escuchar aquella siniestra voz que parecía proceder de alguna profundidad oculta en el interior del  muchacho. Aterrorizada por el mal que atormentaba a su hijo, Isabel lloraba desconsoladamente, en brazos de su marido. Alfredo no podía separar la vista de Adrián. A pesar de mantenerse firme, su expresión era la de alguien que acaba de perder aquello que más quiere.
A un gesto del Padre Dámaso, aquel hombre robusto y de expresión afable tomó a su mujer del brazo y, juntos, abandonaron la habitación.
—No os preocupéis —les dijo el exorcista—. Esperad fuera, en el pasillo mientras hablo con él. Cuando os llame, regresad con un rosario y ese crucifijo, ¿de acuerdo?
Supuse que aquella decisión venía motivada por el abatimiento que se había adueñado de Isabel. La madre parecía incluso marearse por momentos, derrotada por el sufrimiento de su hijo.
Quedamos a solas con la criatura, que nos miraba con una sonrisa burlona.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó de nuevo.
Tanto mi maestro como yo nos dimos cuenta de a quién se refería. Ya en nuestra anterior visita la criatura nos había observado a través de Adrián, sin manifestarse tal y como lo estábamos percibiendo en aquel instante. El demonio se refería a Fray Daniel.
—Su Fe es débil. Abandonará —sus palabras fueron acompañadas por una risa maléfica.
—No…
—¡Abandonará! —gritó el demonio, amenazando con levantar al muchacho de la cama.
—Tú no lo sabes.
—Lo he visto en sus ojos. Ese joven tiene un alma frágil.
—¡Cállate!
—Tú no me ordenas nada —la voz sonó atronadora. Adrián escupía sus palabras.
—En mi nombre no, pero sí en nombre de Dios —el Padre Dámaso se dirigió a la mesa y tomó el frasco con el agua bendita, mientras me explicaba lo siguiente que iba a hacer.
—Este frasco me lo entregó el Padre Lorenzo. Aunque no lo creas, en muchas ocasiones el agua produce un efecto u otro según el sacerdote que la haya exorcizado. Sujeta el libro mientras me dirijo a él. Cuando se habla a un demonio, hay que dirigirse a él con autoridad.
—¡In nomine Iesu, dic nomen tuum! —ordenó el Padre Dámaso, mientras dejaba caer unas gotas de agua sobre Adrián.
De forma inmediata, el demonio reaccionó sacudiendo el cuerpo del crío.
—¡Déjame, no me hagas sufrir! —gritó mientras se retorcía y agitaba los brazos. Observé que ponía sus manos y pies como garras, en incesantes alaridos.
—¡In nomine Iesu, dic nomen tuum! —insistió el exorcista, cerrando el frasco del agua bendita, como si tratara de ofrecer al demonio una tregua a cambio de la respuesta que le pedía.
—Mi nombre es «Precursor».
El Padre Dámaso se quedó pensativo. No recordaba haber escuchado aquel nombre en ningún otro exorcismo.
—¿Por qué has entrado en el chico? ¿Qué quieres de él?
—Que sufra.
—¡Déjale! ¡Sal de él!
—¡No!
—En el nombre de Cristo, abandona su cuerpo.
—No. No puedo… No aún.
—¿Quién te lo impide?
—No. No hasta el tercer día.
La última respuesta del demonio precedió a una sonora carcajada. El Padre Dámaso continuó dando órdenes que fueron ignoradas. Adrián cerró los ojos y su cuerpo comenzó a agitarse bruscamente, tendido en la cama. Los posteriores intentos del exorcista por ponerse en contacto con el demonio no encontraron respuesta. Ni siquiera el agua bendita derramada sobre el muchacho logró arrancar un grito de la horrible voz que habitaba en el interior del niño.
—Avisa a los padres de Adrián —el Padre Dámaso desistió ante sus estériles esfuerzos—. Diles que entren.
Cuando Alfredo e Isabel regresaron al dormitorio, Adrián permanecía tumbado en la cama. Tenía los ojos cerrados, y una respiración normalizada, como la de cualquier persona que se encontrara durmiendo plácidamente. La habitación había vuelto a la normalidad, sin miradas rebosantes de odio ni voces que perturbaran la paz o sonidos que estremecieran las paredes.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Isabel.
—Mejor —el Padre Dámaso impuso las manos sobre el chico y trazó en su frente la señal de la cruz.
Durante la siguiente hora permanecimos junto a la cama de Adrián, siguiendo las instrucciones del Padre Dámaso, en una ceremonia que transcurrió envuelta por una calma que hasta ese momento no habíamos podido sentir.
Tras la señal inicial de la cruz, el Padre Dámaso rezó una oración en voz baja mientras tomaba el agua bendita. Nos pusimos de rodillas. Sentí las gotas que eran derramadas sobre mí, en un «asperges» que precedió al rezo de las letanías de los santos. Posteriormente, las lecturas de varios salmos fueron intercaladas con otras plegarias que pedían a Dios la liberación del chico. La lectura del Evangelio fue una de las últimas antes de que la bendición final diera por concluida la ceremonia.
—Debéis mantener la esperanza —el Padre Dámaso trató de consolar a los padres.
Sentada en la cama, Isabel acariciaba los cabellos de Adrián escuchando atentamente las palabras alentadoras del sacerdote.
—Rezad mucho por vuestro hijo. En dos o tres días volveremos para ver qué tal se va encontrando. No obstante, si vuelve a suceder algo parecido a lo de anoche, llamadme. Al menos ya hemos logrado descubrir la naturaleza maligna que aflige a Adrián.
—Sigue dentro de él, ¿verdad?
—Sí. Resulta imposible saber en qué momento el demonio va a dejar el cuerpo que ha ocupado como morada. En algunos casos han sido necesarios varios meses de sesiones semanales para poder expulsar a un demonio. En otros casos, ha bastado un solo exorcismo. Solo Dios sabe cuándo vuestro hijo será liberado. Mientras tanto, solo se puede hacer una cosa: rezar por él.
En aquel momento, el muchacho abrió los ojos, recuperando así la habitual expresión de un inofensivo niño.
—¿Qué tal estás, Adrián? —preguntó Isabel—. Mira quién ha venido a verte.
—¿Cómo estás, muchacho? —el Padre Dámaso se acercó y, tal y como había sucedido en nuestra anterior visita, habló con él con absoluta normalidad acerca de los estudios, su equipo de fútbol...
El chico no recordaba nada de lo sucedido en las últimas horas. Dijo que había estado demasiado tiempo durmiendo, y que tenía hambre. Isabel nos ofreció quedarnos a cenar, pues ya se había hecho tarde y, según reconoció el Padre Dámaso, nadie nos esperaba en el refectorio de la abadía para compartir la mesa. Los monjes ya se habrían retirado a sus celdas para dar paso al silencio de la noche.
Accedimos a pasar una hora más junto a la familia. Después del sufrimiento vivido por el chico y sus padres, agradecimos aquellos instantes repletos de sonrisas y distendida conversación. Para mí resultó todo un bálsamo que aliviaría los sentimientos que habían despertado en mí la imagen de un inocente niño convertido en la morada del maligno.
Llamé por teléfono al Padre Lucas para que se encargara del dormitorio de los pequeños y velara su descanso durante la primera hora, hasta mi regreso. Agradecí que no me preguntara el motivo por el que no iba a llegar a tiempo para encargarme yo mismo de ellos.
El Padre Lucas era uno de los monjes y educadores que, sin ser temido como el alcaide de una prisión, era respetado por todos los escolanos. Resulta complicado mantener un equilibrio constante entre la disciplina y el cariño con aquellos a quienes se tiene al cargo, y él sabía cómo llevar a cabo una dirección que le permitiera tener un control de cuanto sucedía a su alrededor. Así que, convencido de que no tendría ningún problema para guardar el orden en toda la escolanía, accedió a realizar mi trabajo sin poner ninguna objeción.
Nos despedimos de Adrián y sus padres, seguros de que aquella noche todos ellos podrían descansar en paz.
Nada más entrar en el coche, el Padre Dámaso trató de recapitular los aspectos más importantes acontecidos en la casa durante la manifestación diabólica.
—¿Te encuentras bien, Ángelo? —fue lo primero que me preguntó.
—Sí. Al menos, desde que Adrián ha despertado.
—Imagino que, esta experiencia novedosa para ti, supone tal vez un antes y un después en tus creencias acerca del mal, ¿no es así?
No tuve tiempo para contestar. El Padre Dámaso tenía prisa por recordar algunos de los elementos más reveladores de su conversación con el demonio.
—Como has podido comprobar, Satanás y sus aliados siempre tratan de sembrar la semilla del mal, la incertidumbre. El demonio siempre trata de causar todo el mal posible aun sabiendo que, a largo plazo, con su manifestación visible a los sentidos no hace sino lograr alejar de sí más almas de las que consigue atraer. He conocido a muchas personas que, tras asistir a un exorcismo, han acudido al confesionario a limpiar su alma, llena de manchas tras años de pecados y alejamiento del bien. ¿Te has fijado en lo primero que ha preguntado el demonio cuando le he interrogado acerca de su presencia?
Lo recordaba muy bien. Aquellas palabras pronunciadas en un perfecto italiano se quedarían eternamente grabadas en mi mente.
—Nos ha preguntado por qué no ha venido Fray Daniel.
—Exacto. La duda que tengo es si él sabe el motivo real por el que no hemos traído a Fray Daniel con nosotros. Supongo que, si bien los demonios no pueden adentrarse en nuestra mente y leer nuestros pensamientos, sí pueden conjeturar lo que, de un modo u otro, puede suceder en ciertas ocasiones. El domingo, en nuestra primera visita, mi intención era desenmascarar el demonio escondido en el interior de Adrián, pero no con el fin único de poder liberar al muchacho, sino de convertir la obra de Satanás en una prueba de Fe para nuestro querido novicio. Tal vez el demonio adivinó mis intenciones, y por ese motivo luchó con todas sus fuerzas para no manifestarse delante de Fray Daniel. Por eso mismo decidí que, en esta ocasión, sería conveniente que él no viniera. Así, nos centraríamos en la cuestión fundamental, que no es otra que ayudar a esta familia a superar el dramático momento por el que está pasando. Convivir con una posesión es mucho peor que con cualquier enfermedad del cuerpo o de la mente, ya que en estos otros casos, ante el dolor, los familiares tratan de buscar consuelo en sus más allegados. Sin embargo, los familiares de un poseso se encuentran solos, no pueden hablar a nadie del mal que les oprime sin correr el riesgo de, en el mejor de los casos, ser considerados unos fanáticos o unos enfermos mentales. Incluso se verían avocados a un rechazo por parte del entorno familiar o los amigos, que los tacharían de malditos, con la errónea creencia de que la posesión pueda ser contagiosa.
—¿Por qué se ha interesado tanto por Fray Daniel?
—El demonio pretendía sembrar la incertidumbre. Quiere hacer todo el mal posible, tanto físico como espiritual. Lo que quería era instaurar la duda entre nosotros. Por eso decía que nuestro joven novicio nos va a abandonar. Quería hacernos creer que perderíamos un miembro de la comunidad.
—¿A qué se refería con que no podía abandonar aún el cuerpo del chico?
—Se trata de la jerarquía de la que te hablé; de modo que, por mucho que un demonio quiera, si otro de rango superior le ha ordenado permanecer en el cuerpo del poseso, cumplirá ese mandato a pesar de sufrir los continuos ataques por parte del exorcista.
—Ha dicho que lo abandonaría al tercer día…
—Se trata de una muestra más de su burla, de su mentira. ¿Te has fijado en sus risas tras haber dicho lo del tercer día? No era más que una burla de las Sagradas Escrituras. Cristo resucitó al tercer día. El demonio, en su aborrecimiento de todo lo que representa a Dios aprovecha cualquier diálogo con un exorcista para manifestar ese odio a todo lo sagrado. Ha dicho que su nombre era «Precursor». Nunca antes había escuchado ese nombre en un exorcismo. No creo que se trate de uno de los demonios más difíciles de vencer, al menos en principio. Es posible que en una o dos semanas como mucho podamos ver a Adrián recuperando la vida que tenía antes de verse metido en esta pesadilla.
—¿Por qué él? —pregunté, movido por la compasión y el recuerdo de la inocencia manifestada por el chico.
—Satanás siempre trata de causar el mayor daño posible, y para ello no siente compasión alguna, ni del más anciano, ni del más joven. No obstante, al estudiar los fenómenos de posesión que han llegado hasta mí, así como otros numerosos casos que he seguido a través de las experiencias de otros sacerdotes, hay una serie de motivos subyacentes en la mayoría de estos sucesos; razones por las que termina abriéndose una puerta al maligno. Aunque, en el caso de Adrián, me cuesta creer que alguna de esas razones hayan motivado su posesión. Una de ellas es el pacto con el demonio, que por supuesto es la primera en ser descartada en este caso; otra posible causa suele ser la asistencia a sesiones o ritos esotéricos, satánicos o espiritistas, que descartaríamos con la misma rotundidad; otra que se ha dado en algunos sucesos es el abominable acto de una madre, que ofrece su hijo a Satanás.
—Esta es tan descartable como las otras —contesté.
—Exacto. Así que únicamente nos queda una que, por el momento, no podamos desechar: el maleficio.
—¿En qué consiste exactamente?
—Es algo tan espantoso que aquellos que lo practican no tardan mucho tiempo en ser ellos mismos víctimas de semejante acto. Pues pocas cosas atraen tanto el castigo divino como esta práctica. Hay quienes realizan maleficios contra la salud de alguien, o para que una persona quede posesa. Por el momento, me resultaría un tanto incómodo preguntar a Isabel o Alfredo si creen que tienen algún enemigo capaz de recurrir a estas prácticas.
—Cuesta creer que esa familia pueda tener enemigos.
—Lo sé. Pero en ocasiones uno se crea enemigos sin buscarlos. La envidia, por ejemplo, puede ser para muchos, causa del deseo de todo mal hacia aquellos que viven a su alrededor. Por fortuna, la expulsión de un demonio no obedece a las causas que motivaron la posesión. Incluso en algunas ocasiones no ha sido posible encontrar dicha causa. Quién sabe si Dios permite que sucedan casos como éste para mostrarnos su Gloria y que muchos puedan beneficiarse del poder divino para cambiar el rumbo de sus vidas. Personalmente, agradezco a Dios que me haya hecho partícipe de cuantiosas muestras de la existencia del maligno. Cada manifestación de Satanás supone una ventana abierta a un mundo repleto de odio y temor. Asomarnos a ese mundo desde el nuestro supone una fuente de salvación que no todos los hombres saben aprovechar, de igual modo que, en los tiempos de Cristo fueron muchos los que, contemplando sus milagros, no creyeron en él.
—Resulta una experiencia estremecedora.
—Lo sé —el Padre Dámaso no pudo contener la risa—. Me he fijado en el color pálido de tu piel cuando el demonio se ha manifestado. Sí, la primera experiencia resulta desconcertante. Recuerdo la primera vez que el demonio me habló a través de los ojos de un poseso. Me sentí a punto de perder el conocimiento. Por fortuna, había otros dos sacerdotes a mi lado. Ese es uno de los motivos por los que te he hecho venir. Es reconfortante saber que en la lucha contra el demonio tienes a alguien que puede ayudarte, no solo a sujetar al poseso, sino también en el momento de orar, de presentar batalla al diablo con las armas de nuestra Fe. De todas formas, resulta desconcertante la facilidad con la que se ha presentado ante nosotros. En la mayoría de las ocasiones hay que provocarles acercándoles un crucifijo, o a través del agua bendita. En esta ocasión apenas ha bastado una breve oración para que el chico entrara en trance y Precursor se diera a conocer.
—Y más aún teniendo en cuenta que en la anterior ocasión, a pesar de los esfuerzos por obligarle a salir, no se hizo presente.
—Sí. Lo cual demuestra que, no siendo uno de los demonios más poderosos, tampoco resulta uno de los más débiles. El domingo realicé señales sobre el muchacho que habrían hecho retorcerse de dolor a otros muchos espíritus malignos.
El Padre Dámaso tardó unos segundos en continuar hablando. Deduje que las últimas palabras le habrían hecho reflexionar acerca del comportamiento de aquel maléfico ser.
Llegamos a la puerta de entrada al Valle. A diferencia del viaje de ida, el de vuelta había resultado más pausado, inmerso en una calma que me había ayudado a terminar de digerir lo sucedido en casa de Adrián. Sentía que una vez en mi celda, sumido en mis pensamientos y en la oscuridad de la noche, los recuerdos caerían pesadamente sobre mí, quizá en forma de pesadilla. No podía olvidar los alaridos del muchacho, retorciéndose de dolor; ni la voz infernal que salía de él con palabras y carcajadas llenas de ira. A ello había que añadirle el suceso de la noche anterior en la escolanía. Temí que aquella mezcla de recuerdos saturara mi mente y me impidiera conciliar el sueño.
Durante el trayecto que separaba la entrada al recinto de la puerta de la abadía, el Padre Dámaso se mostró más cauto al volante. Ya en varias ocasiones, alguno de los salvajes habitantes de los pinares le había dado un buen susto al cruzarse en la carretera tras ver las luces del coche. Ciervos, jabalíes o zorros eran animales propensos a aparecer en medio de la noche.
Al llegar a la abadía, acompañé al maestro hasta la capilla para tener unos minutos de oración antes de cruzar la habitación de los niños y entrar en mi dormitorio. Sentado en uno de los sitiales, reflexioné una última vez acerca de todo cuanto había acontecido durante el día. Di gracias a Dios por el don que me había otorgado al presenciar el poder de Satanás entre los hombres. Miré la imagen de San Benito que, situada en un pedestal por encima del altar, me recordó la oración cuyas iniciales bien recoge la medalla que en ocasiones se emplea para repeler la acción maligna del demonio. Como si el Padre Dámaso, de rodillas a mi lado, hubiera pensado lo mismo, me enseñó la medalla que, en una cadena plateada, colgaba de su cuello.
—Nuestro Padre San Benito nos obsequió con el extraordinario don de no olvidar la presencia de Satanás —dijo mientras me enseñaba la cara que contenía las iniciales de la oración, ubicadas dentro y fuera de una cruz—. Todos los días, nada más levantarme, pronuncio estas palabras rogándole a Dios que no permita que el maligno me aparte de él. ¿Te parece bien que recemos, juntos, la oración?
Asentí con la cabeza y nuestras voces entonaron al unísono la plegaria:

Crux Sancti Patris Benedicti
(Cruz del Santo Padre Benito)
Crux Sácra Sit Mihi Lux
(Mi luz sea la cruz santa,)
Non Dráco Sit Mihi Dux
(No sea el demonio mi guía)
Vade Retro Satána
(¡Apártate, Satanás!)
Non Suáde Mihi Vána
(No sugieras cosas vanas.)
Sunt Mála Quae Libas
(Pues maldad es lo que brindas)
Ipse Venéna Bíbas
(Bebe tú mismo el veneno.)

Tras aquellas palabras, abandonamos la capilla y cada uno se dirigió a su habitación; el Padre Dámaso subió las escaleras que conducían a las celdas de los monjes, y yo tomé el camino opuesto del claustro, que me conduciría hasta la escolanía. Me encontraba a punto de alcanzar la entrada al hogar de los escolanos cuando escuché una voz tras de mí, un susurro que me dejó paralizado por segundos, hasta que me giré y comprobé, con alivio, que se trataba del Padre Lorenzo.
—Ángelo, tengo que contarte algo —estaba preocupado—. Es referente a lo sucedido en casa de Cintia.
—¿El robo de la partitura? —ya casi ni me acordaba de aquel otro desconcertante suceso.
—Sí. La policía ha estado analizando la lista de vehículos que a lo largo de la tarde-noche estuvieron entrando o saliendo del recinto a partir del momento en que sus puertas fueron cerradas al público. Respecto a los huéspedes y asistentes al curso de Canto Gregoriano, puesto que la mayoría vienen de lejos, lo normal es que permanezcan en el recinto, ya que el curso no les permite demasiado tiempo libre como para abandonar el Valle. No obstante, de entre estos huéspedes hay uno que vive cerca de aquí. Es el profesor Nicanor. El otro, en cambio, vive demasiado lejos como para haberse ausentado un instante para ir a su casa. Se trata de tu amigo, el francés.
—¿Jean Marie? —repuse incrédulo—. No irá usted a creer que, por el mero hecho de haber abandonado el recinto durante un tiempo, ese hombre ya es sospechoso de cometer un robo. Es una suposición demasiado...
—¿Pobre o falta de pruebas? Lo sé. Y Dios sabe que no me gusta juzgar a las personas por sus apariencias. Ese hombre es de lo más extraño. No encaja ni en el grupo de los asistentes al curso ni en el de los huéspedes que nos visitan para vivir la Semana Santa a través de una experiencia cercana a nuestra espiritualidad. Jean Marie no está presente en la mayoría de los rezos diarios, a diferencia de nuestros huéspedes internos, que nos acompañan en cada momento del día dedicado a la oración. Y me temo que no ha aparecido por algunas de las clases del curso. Ese hombre no parece tener un verdadero interés por el canto gregoriano.
—Hay mucha gente que viene a pasar unos días con la única intención de desconectar de su rutina.
—En eso estoy de acuerdo. Pero por eso mismo se alojan en la hospedería externa y no en la de la abadía. En cambio, Jean Marie pasa demasiado tiempo merodeando el monasterio, en el claustro, en el salón... El otro día te vi hablando con él y he pensado que tal vez podrías...
—¿Podría qué? ¿Interrogarle? —no estaba dispuesto a comportarme como un inspector, persiguiendo a posibles sospechosos—. Lo siento, Padre Lorenzo. Se me da muy mal tratar de extraer información de otros. Para eso debería hablar con la policía, ¿no cree?
—Ya lo he hecho.
—¿Y qué le han respondido?
—No parecen muy dispuestos a colaborar. Creo que no consideran la posibilidad de que el francés tenga algo que ver.
—No se preocupe, Padre Lorenzo —le hablé en un tono más delicado, compadecido de la angustia que reflejaba su rostro—. Encontrarán al responsable, no lo dude.
—Eso quisiera creer. Pero temo que esa partitura ya se encuentre lejos de aquí. Lo lamento, sobre todo, por Cintia. Lo peor, en el caso de un robo, no es las pérdidas materiales, sino la sensación de inseguridad que uno siente, al ver que su propiedad privada ha sido allanada.
—Pero Cintia es una mujer adinerada, ¿no? ¿No tenía instalada alguna alarma, o cámaras de seguridad en la vivienda?
—A pesar de la herencia que le ha dejado su padre, ella no es más que una joven que disfruta con su mayor pasión, la enseñanza. Incluso su casa es una de las más modestas que pueden verse en la calle donde vive, a las afueras de El Escorial.
—Espero que encuentren pronto al responsable. Más que nada, por ella.
—Sí. Le he ofrecido una habitación en la hospedería externa, pensando que tal vez aquí pueda encontrar la seguridad que ahora necesita. Pero me ha dicho que no. Quería volver a su casa, con Octavio.
—Al menos, no estará sola.
—Por fortuna, tiene quien cuide de ella. En fin...
El Padre Lorenzo hizo ademán de despedirse, pero antes de hacerlo decidió hablarme una última vez.
—Olvida lo que te he dicho acerca del francés. Es solo que, desde el instante en que le he conocido me ha resultado un personaje extraño y un tanto arrogante. Nada más que eso. Yo soy el primero que piensa que ese hombre no tiene nada que ver con el robo.
—Me alegro de que haya recapacitado.
—Sí, bueno... Por cierto, lo olvidaba. Cintia me ha dado un sobre para ti.
—¿Para mí? ¿Qué es?
—Al saber que te encargas de los niños de la escolanía, me ha dado unos calendarios para que los repartas entre ellos.
El Padre Lorenzo extrajo el sobre de su hábito y me lo entregó.
—Creo que son fotos de perros y gatos. Cintia cree que les gustará a los niños.
—Seguro que sí —el sobre estaba abierto, por lo que pude echar un rápido vistazo a su contenido mientras daba las gracias al Padre Lorenzo y me despedía de él.
Al llegar al claustro de la escolanía, el eco de una voz me hizo descubrir que, una noche más, Fray Lamberto había esquivado al sueño para aventurarse en la oscuridad que separaba a monjes y niños. A pesar de su edad, el monje continuamente hacía alarde de una desbordante energía. Era incapaz de llevar una vida calmada en el interior de su celda, donde parecía sentirse como un pájaro enjaulado.
En esta ocasión, no se encontraba solo. Las carcajadas de Luis retumbaron por todo el claustro, por lo que tuve que acelerar el paso y llegar hasta ellos antes de que despertaran a los otros escolanos, que ya estarían durmiendo.
—Hola Ángelo —saludó el monje, nada más verme—. Le estaba contando a este chico el día que fuimos con los escolanos hasta la torreta, cuando yo cuidaba el dormitorio.
—Luis, ¿qué haces levantado? ¿No deberías estar ya durmiendo, al igual que tus compañeros?
—Es que el Padre Lucas me ha castigado. Me ha dicho que me quedara aquí fuera hasta que llegaras tú.
—Bueno, pues ya estoy aquí, así que ya puedes entrar en el dormitorio.
—Espera, que Fray Lamberto no ha terminado de contarme la historia…
—Ya otro día te la cuenta. Vamos, al dormitorio…
—Vale —a regañadientes, el chico obedeció ante la distraída mirada de Fray Lamberto, que sin decir nada comenzó a caminar en dirección opuesta al dormitorio.
«Más que un castigo, ha sido un recreo para Luis», pensé mientras observaba al otro monje a punto de entrar en la capilla.
Con la puerta abierta, Fray Lamberto fue recorriendo a oscuras el interior de la estancia hasta detenerse junto a uno de los últimos bancos.
—¿No enciende la luz? —le pregunté desde fuera.
—No. La luz del Santísimo es lo único que me hace falta —respondió señalando la lámpara situada junto al sagrario. Sacó su rosario y permaneció quieto, sentado en uno de los últimos bancos.
Dejé a Fray Lamberto en la capilla. Convencido de que aquel no sería su último destino antes de regresar a la abadía, me fui a la habitación. A diferencia de Fray Lamberto, que parecía tan inagotable como los escolanos, yo necesitaba abandonarme lo antes posible al descanso de la noche. Sentía que mis piernas estaban a punto de dejarme caer al suelo, tras un día en el que la excursión con los niños y la visita al monasterio de El Escorial habían supuesto un ejercicio físico poco habitual en mi rutina diaria. Mi mente también estaba agotada. La visita a la casa de Adrián había supuesto un considerable esfuerzo por controlar mis emociones. El temor y la confusión se habían aliado para poblar mi mente de sentimientos contradictorios y tal vez incomprensibles. El derroche de energías había sido, en este sentido, más inusual todavía.
Al caminar entre las camas de los niños me percaté de que Juanma tenía, como de costumbre, la manta tirada por el suelo. Me acerqué un momento para ponérsela por encima y evitar que el frío de la noche pudiera despertarle. El niño dormía plácidamente, tumbado boca abajo y con uno de los brazos por fuera de la cama. Los otros escolanos también parecían disfrutar del descanso del sueño. Todos, excepto uno. Luis salía de los servicios.
—Luis, ven un momento —le hice entrar en mi habitación para que pudiéramos hablar.
—¿Ya se ha ido Fray Lamberto? —preguntó el chico tras cerrar la puerta.
—Fray Lamberto no suele tener sueño a estas horas. A ver, cuéntame por qué te ha castigado el Padre Lucas.
—Me ha quitado mi armónica.
—¿La armónica?
—Sí. Me la regaló mi abuelo…
—¿La estabas tocando en el dormitorio?
—Sí… Es que tengo que aprender una canción que me enseñó mi abuelo. Tienes que convencer al Padre Lucas para que me la devuelva.
—No lo sé. ¿Te dijo cuándo te la iba a dar?
—No. Hace un mes me quitó una peonza, y todavía no me la ha devuelto.
—¿También estabas jugando con ella en el dormitorio?
El chico no respondió. Se encogió de hombros y dejó escapar una media sonrisa. Comprendí que, efectivamente, así había sido.
—El dormitorio no es un lugar para jugar. Para eso están las salas de los futbolines y el patio. Y por la noche tampoco es hora de tocar la armónica ni jugar a la peonza. Tienes los recreos.
—Vale… ¿Podrías hablar con el Padre Lucas? —insistió el niño—. Le prometí a mi abuelo que el próximo domingo que viniera le tocaría esa canción.
—No sé…
—Por favor.
—Lo intentaré. Pero con una condición: si consigo que el Padre Lucas me entregue la armónica sólo la utilizarás en el recreo, no en las clases de música, ni en la hora de dormir. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Para asegurarnos de que lo haces así, me la darás todos los días, después del último recreo. La guardaremos en mi armario de aquí hasta que termine el curso.
—Eso es mucho tiempo.
—¿Prefieres que la guarde el Padre Lucas?
—No.
—De acuerdo. Y ahora, vete a dormir…
—¿Puedo quedarme un rato haciendo copias?
—¿También te ha mandado copias el Padre Lucas?
El niño enmudeció por un momento.
—No… Son del Padre Loren.
—¿Otra vez? Tienes que portarte mejor en clase de música. Aprovecha los recreos para jugar y tocar la armónica… Y atiende en clase.
—Vale… Pero, ¿puedo hacer las copias?
—Hazlas mañana, después del desayuno. Ahora, vete a la cama, que ya es tarde.
—Bueno… Pero pídele la armónica al Padre Lucas.
Luis salió corriendo y en unos segundos ya estaba dentro de su cama. Eché un último vistazo al dormitorio de los chicos. Por fin estaba todo en silencio.
A punto de acostarme, extraje el sobre que me había entregado el padre Lorenzo y lo dejé sobre la mesa. Fue entonces cuando me percaté de un detalle que, en la penumbra del claustro de la abadía, había pasado totalmente inadvertido.
El sobre ya había sido empleado en otra ocasión. No tenía remitente, pero las letras del destinatario se leían con claridad. El sobre había sido enviado a Cintia, a su casa. Leí la dirección y se me heló la sangre al recordar el nombre de la calle, la misma en la que se ubicaba la casa de Adrián.