9. Y agarrando a Jonás, lo tiraron al mar

Jonah se despertó en el suelo de su apartamento. La noche anterior había conseguido emborracharse lo suficiente como para quedarse dormido: de manera metódica había ido ingiriendo una botella de Jack Daniel’s que había comprado volviendo de casa de Zoey. El teléfono sonaba en algún lugar de los cojines que había en el sofá. Mientras levantaba la cabeza pesada y palpitante, intuyó que llevaba sonando mucho tiempo. Lo cogió y miró quién era: Sylvia lo llamaba. El teléfono era inmisericorde —para él, para ella— al informarle de manera exacta de cuántas veces había llamado Sylvia, y de cuántas veces había llamado Brett, y de cuántos mensajes de texto y cuántos correos electrónicos le habían enviado los dos. El meollo de lo que leyó era que tenía que estar en las oficinas de Corcoran a las nueve de la mañana. El reloj de la pantalla del teléfono le indicaba que eran las ocho y media. Miró en dirección a las ventanas. Un luminoso sol amarillo canario se derramaba por el suelo del apartamento.

Se puso en pie tambaleándose, se dirigió al cuarto de baño, abrió el botiquín para no tener que verse en el espejo y a continuación el grifo del lavabo. Le sorprendió la pequeña cacofonía que provocaba el agua en el diminuto aposento, y se quedó unos momentos de pie, escuchándola ausente. A continuación se inclinó hacia delante, acercó los labios al frío chorro de agua, bebió un rato y luego se la echó por la cara. Si esperaba que eso le proporcionara un atisbo de claridad sobre lo que se suponía que tenía que hacer, se quedó decepcionado. Cerró el grifo y se fue al dormitorio, donde cerró la puerta: no tenía muy claro qué pretendía hacer allí, así que simplemente se sentó en el suelo.

La luz de la habitación era de un azul intenso y turbio, y entraba a través de las cortinas azul marino. No recordaba cuándo había corrido las cortinas, cuándo había estado por última vez en aquel dormitorio. Le pareció que los ritmos del tiempo que su vida había seguido anteriormente, los ritmos que seguían casi todas las vidas —despertarse, trabajar, dormir— habían quedado ahogados por otro tipo de tiempo más dominante. No lograba recuperar la cólera ni la autocompasión del día anterior. Comprendió que todo lo que había conseguido empapándose de esas emociones había sido humillarse, volver a engañar a Sylvia, y hacerle daño a la persona a la que menos quería perjudicar. Pero, de verdad, se preguntó: ¿qué más le faltaba por sentir?

La puerta de su armario estaba abierta, y antes de conseguir apartar la mirada vio, en el espejo de cuerpo entero de su interior, el reflejo que había deseado evitar de manera instintiva. Vio su cara agotada y envejecida. Todavía llevaba puesto el traje que Dolores le había comprado, o al menos casi todo: tenía la camisa moteada de manchas y abierta hasta el ombligo, había perdido la corbata y solo llevaba un zapato, mientras que el otro pie estaba descalzo. Y en sus hombros encorvados, en las bolsas rojo negruzcas de debajo de los ojos, en su inexpresión apática y medio boquiabierta, le pareció ver —ver, como si fuera un aspecto de su apariencia tan literal y permanente como su nariz— hasta qué punto estaba hundido: de agotamiento, de los efectos físicos de tanto beber, de tanto fumar, de tanto discutir y mentir y regatear, que de repente le pareció lo único que había estado haciendo durante días. Cerró los ojos, esperó el sueño, pero el teléfono volvía a sonar.

Naturalmente, era Sylvia. Pero ¿qué podía decirle? ¿Que no podía vivir con ella en Bond Street porque…? ¿Por qué? ¿Porque era metafísicamente incapaz? ¿Porque simplemente no quería? Ignoraba que no quisiera. Solo sabía que sus deseos se habían vuelto difíciles de analizar, se habían llenado de riesgo y de ambigüedad. Quizás esa era la intención —el origen— de sus visiones: su mente intentaba decirle que no sabía lo que quería. No era una racionalización muy convincente, de todos modos: de hecho, una de las menos convincentes que se le habían ocurrido. ¿Acaso su mente no poseía rutas más directas para suministrar esa información básica, rutas en las que no se produjeran daños colaterales?

Había estado mirando la pantalla de su iPhone mientras tenía esos pensamientos, contemplando ausente el anuncio de la llamada de Sylvia, y cuando el anuncio hubo desaparecido, se encontró estudiando la pantalla con más atención, escrutando el pequeño mundo pixelado del dispositivo. Era tan curioso, tan pulcro y tan esperanzador a su manera: en la parte superior, la hora en una imperturbable tipografía helvética, los iconos de los mapas, los mensajes y los juegos: todo lo que pudiera necesitar a lo largo del día. Se le ocurrió que era otra versión del cielo de nubes algodonosas, con sus ángeles de mejillas sonrosadas, cuya imagen, creer en ella, tanto consolaba a la gente. Esa era la versión que lo había consolado.

Por tercera vez en muchos minutos, llamó Sylvia. Era razonable pensar que se preocupara por él. Era razonable que Jonah no causara más daño del que ya había causado. Y cuando todo lo demás fallaba —y todo lo demás parecía haber fallado en este punto—, al menos podía intentar no empeorar las cosas.

—Hola —le dijo al teléfono.

—Dios mío, Jonah —dijo preocupada—. ¿Dónde has estado?

—Trabajando. Fuera. No sé.

—Pero estarás en Corcoran dentro de veinte minutos, ¿verdad? Estoy yendo en taxi desde LaGuardia.

—Mira, Sylvia… —Pero no supo cómo acabar la frase.

—No me digas que no vas a estar, Jonah, no me lo digas. —Había una mezcla desconocida de preocupación y de cólera en su voz, tensa de una manera desesperada—. He cancelado una reunión con el presidente del Banco de China y el ministro de Finanzas de Angola. —El hecho de que acabara de divulgar quiénes eran los participantes del acuerdo en el que estaba trabajando sorprendió más a Jonah que sus cargos: significaba mucho para ella. ¿Y por qué Jonah no iba a vivir para los demás? Parecía que ya no se le permitía vivir para sí mismo.

—Bajo a coger un taxi —dijo Jonah.

Se tomó un poco de tiempo para cambiarse de ropa, y cuando salió del apartamento supo que debería haber dicho que llegaría un poco tarde para poder ducharse y afeitarse. Pero ¿qué más daba ya? Al menos debía llegar a tiempo, por ella.

Al final acabó llegando antes que Sylvia. Un recepcionista lo condujo a una sala de juntas decorada con mapas enmarcados de Nueva York en diversas fases de su historia, donde había una mesa alargada a la que estaba sentado Brett, que cuando entró Jonah estaba grapando el contrato con una grapadora eléctrica.

—¡Jonah! —dijo con previsible buen humor cuando este entró—. Me alegro de verte. —El aspecto risueño de Brett solo sirvió para agotar todavía más a Jonah. Se dejó caer en una silla giratoria en la otra punta de la mesa—. Jonah, ¿cómo estas? —preguntaba Brett, y su voz adquiría un tono de interés muy sincero. Probablemente debería haberse duchado, concluyó Jonah—. ¿Has dormido esta noche? ¿Has llamado al Gurú Phil? Te lo prometo, te pondrá en contacto con lo universal.

Jonah se frotó la frente con los pulpejos de las manos, aliviándose un poco el dolor de cabeza.

—No necesito un gurú para eso, Brett —dijo—. Cuando lo universal tiene algo que decirme, baja y me da una patada en las pelotas.

—Exacto —dijo Brett—. ¡Exacto! Parece que has tenido una epifanía.

—Eso es lo único que no he tenido…

—¿Sabes cómo me sentía cuando cerró Lehman?

—¿Como si te hubieran dado una patada en las pelotas?

—Como si me hubieran dado una patada en las pelotas.

Jonah levantó la cara y miró a Brett, sonriéndole de manera alentadora, como si supiera exactamente por lo que estaba pasando Jonah, y que no era tan importante. Decidió que lo que no soportaba era el rollo moralista.

—¿Sabes?, Brett, contribuiste a provocar un colapso económico global, por lo que quizá te merecías la patada en las pelotas.

Brett asintió.

—Es posible, Jonah, es posible. Pero lo que importa es lo que hacemos con esa patada. ¿Dónde te lleva esa patada? Sé dónde me llevó a mí.

Estaba claro que el optimismo de Brett era indestructible, tanto como el pesimismo de Jonah.

—¿Podemos hablar de otra cosa? —murmuró, frotándose otra vez la frente.

—Claro —replicó Brett—. Echa un vistazo al mapa —dijo indicando uno situado cerca de donde estaba sentado Jonah. Estaba dibujado a mano en blanco y negro, llevaba por título New Ámsterdam, 1660, y en él se veía la punta de Manhattan con una modesta colección de embarcaderos y granjas, con barquitos dibujados a lápiz que zarpaban de la costa—. Muy pocos neoyorquinos aprecian la historia marítima de la ciudad, pero has de recordar que esta fue, ante todo, y durante toda su existencia, una ciudad portuaria. Ahora bien, lo que me resulta realmente interesante es que comiences a ver el sabor náutico de la arquitectura en muchas de las nuevas construcciones de…

—Lo siento, lo siento —dijo Sylvia, entrando apresuradamente en la sala—. Me ha tocado uno de esos taxistas que no saben conducir. —Llevaba su bolsa para pasar un día de impresionante eficacia, se la veía perfectamente conjuntada, como siempre: una chaqueta y una falda color tabaco y una camisa azul pálido, planchada y de cuello recto, tacones, y una melena corta organizada con precisión militar. En ese momento Jonah tuvo una epifanía: iba a vivir con esa mujer. Ella debía de haber captado algo en su mirada, porque correspondió con un ceño de perplejidad, que se agudizó al ver su aspecto general. Se sentó a su lado.

—Bueno, pues empecemos —dijo Brett. Deslizó el contrato a través de la mesa. Sylvia parecía esperar a que Jonah lo cogiera, cosa que lo sorprendió hasta que recordó que, ah, claro, era abogado. Como pasaron unos momentos y no lo cogió, Sylvia comenzó a leerlo—. No hay nada exótico en él —dijo Brett mientras ella leía—. Es el típico contrato de arrendamiento. Gastos de rescisión, restricciones para los animales domésticos, límites de responsabilidad. En cuanto lo firméis, el propietario lo contrafirmará y os mandaré a los dos una copia por FedEx, espero que mañana por la tarde. La fecha de la mudanza es el 1 de septiembre, pero el pago que hacéis hoy del primer mes, del último mes, y del depósito, os cubre hasta el primero de octubre. ¿Habéis traído la chequera?

Sylvia asintió, y volvió la mirada hacia Jonah. Dadas las circunstancias, tampoco se le podía culpar por haber olvidado ese detalle. Sylvia le dijo a Brett:

—Te extenderé un cheque por la cantidad total.

—Por nosotros, perfecto —dijo Brett.

—Jonah, ¿quieres echarle un vistazo? —le preguntó Sylvia, y le entregó el contrato. Jonah se lo miró y la miró a ella. Lo había estado evitando: ver sus ojos perplejos, frustrados y preocupados. Apartó la mirada.

Brett se dio unos golpecitos en los bolsillos del pantalón y dijo:

—¿Sabéis, chicos? Me he olvidado la pluma. Voy a buscar una.

Se puso en pie y se marchó. Jonah tenía que reconocérselo: moralista o no, Brett tenía un tacto increíble.

Jonah esperaba que de inmediato a Sylvia se le desatara la lengua sin tapujos, pero ella se volvió hacia él y le dijo en un tono inquieto:

—Cuéntamelo, Jonah.

—He tenido… No sé, Syl.

—Sé que ha sido duro estar separados. ¿Crees que yo no te echo de menos?

Él volvió a mirarla: la cara de Sylvia reflejaba más preocupación y apoyo. Sí, se dijo, podría vivir con esta mujer.

—Creo que he trabajado demasiado —dijo deprisa—. He estado estresado y he estado bebiendo y todo eso.

—Lo huelo perfectamente, Jonah.

—Pero ya sabes que yo no soy así.

—Lo sé —contestó Sylvia.

—Y que… que puedo ser lo que quieras que sea, creo, si trabajamos juntos.

Ella le cogió la mano y se la apretó.

—Mira, no te enfades —dijo Sylvia—. He estado hablando con Emily de, bueno, nuestros problemas. Ella y su marido también han tenido problemas matrimoniales, y fueron a ver a un consejero en Chappaqua, y por lo que me dijo… Creo que ese hombre podría ayudarnos, Jonah.

El padre de Sylvia era alcohólico: un mierda mezquino y misógino al que Jonah había conocido una vez y no tenía ningún interés en volver a ver. Había hecho a Sylvia, a su madre y a sus dos hermanas todo lo desgraciadas que había podido, y solo se había detenido ante lo estrictamente ilegal. Sylvia había huido a diversos internados, a Harvard, a Nueva York, primero a Wells Frago y después a Ellis-Michaels. Qué terrible debía de haber sido para ella entrar en esa sala y encontrarlo en ese estado. ¿Era ese el mensaje de todo lo que a Jonah le había pasado? ¿Que era otro mierda, igual que el padre de Sylvia? Muy bien, se dijo, lo he entendido. Cambiaré.

—Iremos a ver a ese consejero de Chappaqua —dijo, y al pronunciar las palabras, sintió un increíble arrebato de esperanza y de optimismo. ¡Sí, se dijo, el consejero de Chappaqua!—. Iremos cinco veces por semana si hace falta.

—Superaremos esto y comenzaremos una vida juntos —le dijo Sylvia. Lo besó y le puso la mano en el corazón.

En aquel momento regresó Brett. Jonah concluyó que o había cámaras en la sala o el sentido de la oportunidad de Brett era impecable. En cualquier caso, ese hombre tenía que ser el mejor agente inmobiliario de la ciudad. Volvió a sentarse, formal y con la espalda recta, con la ceremonia que debía de considerar digna del momento: le entregó a Sylvia un bolígrafo negro Vision (Micro).

Sylvia abrió el contrato y, sin soltar la mano de Jonah, estampó su firma. A continuación le deslizó los papeles y el bolígrafo a Jonah. «Sylvia J. Quinn», había escrito. Jonah levantó el bolígrafo. Había una fina línea negra donde tenía que firmar, y encima un espacio.

Observó las pulcras curvas del nombre de Sylvia. Se descubrió mirando la inicial del medio. Había escrito su primer nombre y el apellido en cursiva, pero la «j» con letra normal. Y hasta ese momento nunca le había visto incluir la inicial en la firma: ni en un cheque, ni en una carta, ni en nada de lo que le había visto firmar. Había algo tan conmovedor en la presencia de esa inicial, algo tan honesto y franco, como si en esa diminuta letra con sombrerito que se proyectaba hacia arriba se concentraran todas sus esperanzas, su lealtad hacia él, su deseo de estar juntos en Bond Street. Solo cuando vio la letra Jonah comprendió lo mucho que necesitaba un hogar.

—Te he engañado —dijo. No la miraba, no miraba a nadie, seguía mirando la firma con tinta negra, el enorme espacio vacío que había al lado, sobre la línea donde tenía que estar su nombre. La sala estaba en silencio. Al parecer, ni siquiera Brett tenía suficiente tacto para eso.

—¿Con quién? —preguntó Sylvia por fin.

—Con Zoey.

—¿Cuánto tiempo?

—Meses.

—Eres tan estúpido —dijo simplemente Sylvia—. Eres tan tan estúpido. —Suspiró de manera audible. A continuación cogió la grapadora eléctrica que había en la mesa y la estampó contra la cara de Jonah—. ¡Eres tan estúpido, joder! —gritó mientras él casi se caía de la silla. Sylvia arrojó la grapadora sobre la mesa y esta explotó en una nube de grapas. Brett se protegió los ojos. Sylvia recogió el bolso y salió.

Había algo exquisito, algo tremendamente puro o absoluto en el dolor de la cara de Jonah. Sylvia le había golpeado en la nariz de plano: Jonah se llevó los dedos a la nariz, y cuando rozaron la punta, todo su campo de visión quedó engullido por un dolor blanco y agudo. Al mirarse los dedos, tenía gotitas de sangre.

—Muy bien —dijo Brett—. Mantengamos la calma. —Estaba de pie, muy pálido, subía los brazos y los bajaba hasta el codo, como un estudiante de teatro gesticulando en una obra escolar.

Jonah sabía que tenía la nariz rota.

Después de eso, Brett ya no fue de gran ayuda. Siguió insistiendo en la necesidad de mantener la calma, y finalmente tuvo que sentarse con la cabeza entre las rodillas. Desde esa posición, reveló que siempre se había mareado ante la visión de la sangre. La persona de más ayuda fue la recepcionista que había acompañado a Jonah hasta la sala. Había cursado un par de semestres en una escuela de enfermería, le dijo, y examinó su nariz de manera profesional y le confirmó que, sí, estaba rota, y sí, tendría que ir a un hospital. Poco después apareció un directivo con una especie de documento de renuncia para que Jonah lo firmara. Este no había perdido su conciencia de abogado, por lo que se negó a firmar nada mientras le sangrara la cara, aunque en un estado de ánimo distinto podría haberle asegurado al directivo que habría sido difícil que se sostuviera un caso por daños y perjuicios en presencia de una grapadora. El directivo se tomó a mal su negativa a firmar y le dijo algo grosero a Brett —a quien Jonah le había tomado un extraño cariño—, y cuando Jonah le dijo al directivo que debería dejar de ser un gilipollas con sus empleados, le pidieron que abandonara las oficinas de Corcoran. Antes de que Jonah se marchara, la recepcionista le entregó una hamburguesa vegetariana del congelador de la cocina, y Jonah se la apretó suavemente contra la nariz durante un rato, sentado en la acera.

Era media mañana de un bonito día de verano: cálido, pero no húmedo, el cielo era de un azul intenso y sin nubes. Jonah se acordó de cuando se sentaba en el porche de la casa donde se había criado, en Roxwood, y quizás a causa del frío de la hamburguesa vegetal, se acordó de cuando comía polos. No podía negar que sentía una paz interior, sentado en aquella estrecha acera. Lamentó el daño que le había causado a Sylvia. En aquel momento parecía claro que daño era lo único que podía ofrecerle, y viceversa. Al menos aquel daño había alcanzado su punto final, o quizá su clímax inevitable. En cualquier caso, había terminado.

Reconoció que si se había sentido obligado a hacer una confesión, debería haber esperado: haber encontrado un momento apropiado, una manera más suave de decirle la verdad. Cuando había llegado el momento, no le había parecido que tuviera elección. Era como si las visiones y todo lo que había seguido hubieran formado lentamente una marea, y en esa sala de juntas le hubiera parecido que ya no podía resistirla. Quizá ya nunca lograría resistirla.

Y eso, intuyó mientras se pasaba la hamburguesa vegetariana de una mano a la otra, era el verdadero origen de esa inesperada alegría. El alivio era algo más que la satisfacción al final de una relación extenuante. Era el alivio de ceder, de entregarse, de ser arrastrado por una corriente contra la que había luchado en vano durante tanto tiempo.

Miró a su alrededor: la calle era demasiado pequeña para ser algo más que un afluente del barullo y el tráfico de la ciudad; pasaban tan pocos coches que los oía llegar y alejarse uno a uno. El sol de finales de verano parecía tocarlo todo con el matiz más sutil del oro. Y mientras se iba fijando en todo eso, se preguntó: ¿por qué resistirse?

¿Por qué no reconocer, se dijo con un fervor creciente, esa sensación que había adquirido de formar parte de la humanidad? ¿Por qué no adaptarse a esa conciencia crónicamente afligida? ¿Por qué no ceder ante esos impulsos espásticos de ser mejor de lo que quería? ¿No era ese el significado, el sentido, en que se resumían todas sus experiencias recientes? ¿Por qué no renunciar y hacer el bien?

La sencillez y la claridad con que se le presentó esa idea fue tal que durante varios momentos se olvidó de la nariz, y se quedó sentado mirando al otro lado de la calle con la hamburguesa vegetariana sobre la rodilla. Entonces el teléfono —la sirena de niebla o la sirena del mundo que ni una calle tranquila ni un día soleado podían restringir— sonó en su bolsillo. Sacó el teléfono: lo convocaban a una reunión con Doug Chen aquella tarde. Recordó las circunstancias del caso de la BBEC: 5F-LUM6, Dyomax y Dale Compstock. Recordó el robo que había cometido la BBEC, y que su papel era ayudarlos a salir indemnes. Comprendió que era una explicación demasiado simplista de las cosas. Las complejidades morales que por suerte había observado en su análisis anterior todavía estaban vigentes, aun cuando de pronto deseara lo contrario. Pero eso no importaba. Se sometería a un criterio superior, era evidente que tenía que hacerlo. Tenía que pensar en los científicos cuyo trabajo se había echado a perder, o en la docena de personas o más que perderían su empleo, o en los inversores iniciales y los… Esos eran los únicos ejemplos, sin embargo, que se le ocurrían de individuos que sufrirían de verdad si la BBEC ganaba. Pero eran suficientes y, además, la cuestión era que ya no razonaba como antes, ya no le parecía que las ambigüedades inherentes a una disputa entre una multinacional farmacéutica y una empresa de biotecnología le absolvieran de ninguna responsabilidad personal, ética y moral. Abrazaría esa responsabilidad. Correría hacia ella.

Descubrió que crear una nueva cuenta de Gmail en el iPhone era logísticamente un poco complicado, pero al final lo consiguió. A continuación hizo una búsqueda en Google News sobre la BBEC: encontró un artículo en el Wall Street Journal titulado «SE ACERCA LA FECHA DEL JUICIO DE BBEC CONTRA LA EMPRESA DE CAMBRIDGE». El uso de la expresión «se acerca» sugería que la reportera tenía alguna idea de lo que estaba ocurriendo. Jonah le escribió un correo electrónico desde su nueva cuenta ficticia, <BBECsource123@gmail.com>:

tengo acceso a documentos relacionados con bbec/dyomax… incluyen correspondencia interna de bbec entre altos directivos… debería ser de interés para el wsj… necesario 100% de anonimato… pf aconseje próximo paso…

Se dijo que quizás se estaba pasando de cauteloso con ese lenguaje críptico, con las minúsculas y las elipsis. Pero ¿por qué arriesgarse? Quería hacer lo correcto, pero tampoco quería sacrificar su carrera.

Cuando se puso en pie, descubrió que la tranquilidad había florecido hasta convertirse en dicha. Por fin se sentía libre de culpa, se sentía libre de la mentira, se sentía libre de la degradación moral que tan fácilmente había permitido que pasara a formar parte de su carrera, de sus relaciones y de su vida. Dejaría todo eso atrás, al igual que había abandonado la hamburguesa vegetal, ya llena de sangre, arrojándola al suelo.

Se metió en un taxi y le dijo al chofer que lo llevara al hospital Beth Israel. No era el hospital más cercano, pero parecía el más apropiado. Mientras iba en dirección norte, repasó los correos electrónicos, y vio que había recibido uno de Becky:

¡Hola Jonah!

Te he estado llamando, pero ¡no contestas! Supongo que estás hasta arriba de trabajo. Quería darte una noticia estupenda… El fin de semana Danny me propuso matrimonio!!! Naturalmente dije que sí. :-p De todos modos, veámonos pronto y te cuento toda la historia. (No te creerías lo nervioso que estaba). Estoy tan contenta de que nos viéramos el viernes y conocieras a Danny un poco mejor. ¡Tenemos que volver a vernos pronto!

Besos de tu prima recién prometida,

BECKY

Jonah se lo pensó un momento y contestó:

Hola Becky:

Me alegro de tener noticias tuyas. Hay algo que debería haberte dicho hace un par de días. En tu fiesta vi a Danny besándose con un tipo en la escalera. No pensaba decirte nada, pero ahora me doy cuenta de que no habría estado bien. Llámame y hablaremos.

Besos,

JONAH

Solo después, cuando ya era demasiado tarde, comprendería que un indicio evidente de que quizá no estaba pensando con demasiada claridad al escribir ese correo electrónico era el hecho de que había comenzado diciendo «Me alegro de tener noticias tuyas». Pero cuando apretó el botón de enviar, lo único que sintió fue que se liberaba de una gran carga, que reafirmaba aún más su manera de pensar, y —lo peor de todo, le parecería en retrospectiva— que se sentía orgulloso ante esa última prueba de su recién hallada integridad.

Cuando Jonah llegó a urgencias, su herida no se consideró crítica, o al menos no lo bastante crítica como para no tener que llenar los impresos del seguro y luego quedarse sentado durante una hora debajo de un televisor en el que se veía a todo volumen El precio justo mientras se apretaba una bolsa de hielo contra la nariz. Cuando por fin una enfermera pronunció su nombre, lo llevaron a una pequeña sala de tratamiento separada por cortinas, donde estuvo esperando veinte minutos. Al final llegó una doctora extremadamente agobiada: una india más o menos de su edad con bata blanca y gafas. La doctora le hizo algunas preguntas de rutina, al parecer sin escuchar las respuestas, y estudió su nariz desde diversos ángulos. Al cabo de más o menos un minuto, le inyectó anestesia en la cara y se ausentó de la sala durante otros veinte minutos. Cuando regresó, se puso de inmediato a manipularle la nariz, que ya estaba entumecida, y comenzó a moverla y a tirar de ella, sensaciones que Jonah solo sentía como si un fantasma le tirara del cuello.

—No necesita cirugía, y eso es bueno —dijo mientras le trabajaba la nariz—. Puede que quede un poco torcida, aunque para eso están los cirujanos plásticos. —Le colocó una tablilla sobre la nariz y comenzó a envolverla para que quedara inmovilizada—. No se la quite durante al menos veinticuatro horas —dijo—. Procure que no se le moje. —Hablaba con un acento precioso, inglés con inflexiones del sureste asiático, que a Jonah le recordaba a una corresponsal de la BBC—. Le recetaré algo para el dolor. ¿Alguna vez ha tomado analgésicos?

—No —contestó Jonah.

—Le pondré uno suave, entonces. La enfermera ha dicho que se ha golpeado con algo. ¿Una grapadora?

—Mmm.

—Debería presentar una denuncia —dijo de nuevo de manera rutinaria, y comenzó a escribir la receta.

Quizás era un poco fea, pero con su precisa elocución y las pequeñas gafas de montura plateada que llevaba tenía un innegable atractivo de bibliotecaria.

—¿De dónde es usted? —le preguntó Jonah.

La mujer levantó la mirada de la receta y frunció la frente detrás de sus gafas, como si no lo entendiera.

—De la India —contestó.

Una doctora era justo la clase de persona que necesitaba en su vida, se dijo Jonah. Y considerando el hecho de que desde esa mañana estaba soltero y sin compromiso, dijo:

—Sé que con la nariz así probablemente no tengo muy buen aspecto, pero cuando me quite esto, ¿cree que podríamos salir un día a cenar? —Ya lo creo que se sentía liberado.

La doctora lanzó una mirada mordazmente desinteresada. A lo mejor eso le ocurría a menudo.

—Estoy casada —dijo—. Tómese el Adonine una vez cada cuatro horas, no más. —Le entregó la receta y se marchó.

Jonah no se tomó el rechazo muy a pecho. Por lo que sabía, la mujer estaba casada de verdad y, además, con la nariz rota… En cualquier caso, estaba ejerciendo una nueva libertad, más que intentando ligar en serio con ella. Y si decidía que necesitaba compañía después de romper con Sylvia, siempre podía intentar recuperar la relación con Zoey. Quizás esta vez incluso funcionara.

Cogió la receta y se fue a casa. Se duchó con la cara vendada al otro lado de la cortina, se puso un traje limpio, se tomó un Adonine y se fue a trabajar. El día antes se había ido del trabajo temprano, y hoy llegaba tarde, pero esos dos hechos encajaban a la perfección en una sola mentira que había inventado en la ducha: la de que había resbalado y se había caído por las escaleras del metro, rompiéndose la nariz. Mientras subía en el ascensor hasta la planta veintinueve, pensó en los cambios que haría en su carrera. De ahora en adelante, trabajaría tan solo en procesos en los que los clientes intentaran, por ejemplo, protegerse en casos de violación de patentes, o para reparar robos evidentes de la propiedad intelectual, casos, en otras palabras, en los que Cunningham Wolf indudablemente ayudaba a un cliente afectado a obtener justicia. Desde luego, esos casos no eran muchos. Pero estaba dispuesto a aceptar una carrera más humilde a fin de adherirse a sus nuevos valores.

Mientras se abrían las puertas del ascensor, sintió una repentina punzada de angustia, y comprendió que al menos parte de sus pensamientos habían sido una negociación preventiva. Pero al salir del ascensor, la primera persona que vio fue un asociado con el que había trabajado los últimos meses, y que iba vestido con un traje gris marengo y los zapatos marrones lustrosos. El asociado le dijo hola a Jonah, y este le respondió con un asentimiento de cabeza de rigueur, y le alegró haber conseguido por fin volver con los buenos, y que sus sacrificios hubieran sido aceptados.

Entonces, mientras recorría el pasillo, su teléfono emitió la señal de un mensaje de voz de origen desconocido. Aquello le provocó una nueva aprehensión, pero lo achacó al efecto del analgésico que había tomado. Escuchó el mensaje. «Eres una persona horrible, Jonah», dijo el autor del mensaje, una voz masculina que no reconoció. «Eres una persona horrible, horrible. Pero algún día comparecerás ante Jesús y responderás por todo lo que has hecho». Eso era todo. Solo al escucharlo por tercera vez comprendió que era Danny.

Dedujo que la cosa se había puesto en marcha. Sin embargo, la reacción le sorprendió, aunque evidentemente no debería haberlo sorprendido. Pero de algún modo había imaginado que su correo electrónico, en fin, conseguiría que todo el asunto quedara olvidado. De todas formas, Jonah se recordó que el único responsable era Danny, y si Danny estaba enfadado, debería enfadarse consigo mismo. Jonah era tan solo el mensajero. Y en cuanto a Jesús, bueno, Jonah consideraba que él tenía más autoridad sobre el tema que Danny.

Con su bienestar así preservado, Jonah siguió andando hasta su oficina. Encontró a Dolores tras su mesa, que fingió estar muy ocupada tecleando cuando lo vio acercarse.

—Buenos días, Dolores —dijo Jonah. Ella no contestó—. Quiero disculparme por lo de ayer. —Pareció que Dolores tecleaba aún más fuerte. Le incomodó pensar que seguía enfadada con él, de modo que dijo—: Repito que lo siento de verdad, y no volverá a ocurrir. Te lo prometo. —Pero ella no se dio por enterada, y al final Jonah entró en su oficina y cerró la puerta.

Miró hacia el rincón donde antes se amontonaban los expedientes de la BBEC: habían desaparecido. Se volvió y comprobó que su escritorio también estaba vacío: el ordenador, los papeles y los libros que lo cubrían; no había nada. Durante un instante de terror se dijo que estaba teniendo otra visión, esta más minuciosa precisamente por lo que no mostraba, pero reconoció casi de inmediato que faltaba la sofocante intensidad de las demás visiones. Además, su teléfono seguía sobre el escritorio, y su diploma de la Facultad de Derecho aún colgaba de la pared. Pero el terror inmediato solo dio paso a un temor descorazonador, lo cual tampoco era un gran alivio. No precisaba de los instintos que había desarrollado a lo largo de 17 500 horas de trabajo para saber lo que estaba ocurriendo. En cuestión de presagios, una oficina desnuda no era el mejor. Abrió la puerta de la oficina, y se encontró con que Dolores también había desaparecido. La vio corriendo por el pasillo hacia el cuarto de baño.

—Vaya… —Y antes de que pudiera decir «joder», el teléfono de su mesa comenzó a sonar. Se le ocurrió no contestar, pero eso no haría cambiar la opinión de nadie, y no desharía lo que ya se había hecho—. ¿Diga? —le dijo al teléfono.

—Hola, Jonah, soy Scott Baker —dijo afablemente la persona que lo llamaba—. ¿Por qué no te acercas a la oficina de Doug Chen para que podamos hablar? —Scott Baker era uno de los socios, pero nunca cogía ningún caso, nunca se veía con los clientes, y nunca comparecía ante un tribunal. Era, como sabían todos los del bufete, quien se encargaba de solucionar los problemas internos de Cunningham Wolf. Una llamada de Scott Baker. Como presagio, no era de los buenos.

—¿Habrá algún representante de recursos humanos? —preguntó Jonah, y la nariz le empezó a doler de repente.

Scott Baker se rio.

—¿Lo dices en serio, Jonah?

—Lo que estoy preguntando es si necesito un abogado.

—Bueno, en el edificio hay a montones. A ver si alguien quiere acompañarte.

Comparecerás delante de Jesús y responderás por lo que has hecho, pensó al colgar el teléfono.

¿En qué cojones había estado pensando?

Habían pasado solo unos días desde que visitara por última vez la oficina de Doug Chen, y dentro no había cambiado nada: el Mondrian, la escultura de piedra, Doug Chen tecleando en silencio en su inmaculada mesa: todo prístino, sobrio y terso. La única diferencia —y, por desgracia, no de poca monta— era que Scott Baker estaba sentado sobre el alféizar de la ventana de Doug Chen, balanceando las piernas con despreocupación. Llevaba unos pantalones caquis, una camisa sin corbata y unas zapatillas de deporte. Tienes que ser muy muy buen abogado para conseguir librarte de la acusación de cargar decenas de miles de dólares en strippers en la tarjeta de crédito de tu empresa; pero has de ser todavía mejor abogado para ser socio de Cunningham Wolf e ir vestido de esa manera. Estoy jodido, se dijo Jonah.

Pero Scott Baker esbozó una sonrisa agradable cuando Jonah entró. Era un hombre de cara hinchada y complexión fofa, tenía las mejillas y la nariz muy rojas, como un desventurado hombre de mediana edad que siempre vuelve de las vacaciones quemado por el sol.

—Siéntate —dijo, señalando la silla que había delante de donde estaba Doug Chen. Jonah obedeció; Doug Chen siguió tecleando.

—Bueno, lo primero es lo primero, estás despedido —comenzó a decir Scott Baker balanceando las piernas. Jonah asintió con una expresión sombría. Tenía las manos cruzadas en el regazo, y tuvo que hacer un esfuerzo para no desplomarse en la silla—. ¿Qué te ha pasado en la nariz? —preguntó Scott Baker.

—Mi exnovia me ha golpeado con una grapadora.

Scott Baker soltó una risita solidaria, como si escuchara su historia tomando una copa en un bar.

—Jonah, hoy no es tu día. ¿Te han roto la nariz antes o después de que le mandaras un correo electrónico a Ashley Salomon del Journal?

Jonah suspiró pesadamente.

—Sí que ha ido rápido —dijo.

—La próxima vez que mandes un correo anónimo, hazlo desde un iPhone que no sea propiedad de tu jefe. Jonah, si tú hubieras sido Garganta Profunda, Richard Nixon seguiría siendo presidente. —Y volvió a soltar otra risita afable.

El teléfono, se dijo Jonah. Claro.

—¿De verdad seguís el rastro de todo eso?

—No sé muy bien a qué te refieres con «todo eso», pero si escribes «BBEC» en un correo electrónico y lo mandas al Wall Street Journal, entonces sí, le echamos un vistazo. Sea como sea, ¿has escrito el correo y luego tu novia te ha roto la nariz?

—Primero me ha roto la nariz, y luego he escrito el correo.

Por primera vez Scott Baker miró en dirección a Doug Chen, que seguía tecleando como si su despacho estuviera en silencio. Scott Baker se volvió hacia Jonah.

—Y al final no has enviado nada, ¿verdad? Me refiero a que eso simplificaría mucho las cosas. —Jonah negó con la cabeza—. Nos lo figurábamos —contestó Scott Baker—. Con lo cual quiero decir que no hemos encontrado que faltara nada. No se pueden fotocopiar esos documentos, por cierto. Son de un papel especial. Tampoco pueden escanearse. ¿Te han dado algún analgésico?

—Adonine —contestó Jonah.

—¿Te has tomado uno y luego has escrito el correo?

—No, la verdad es que lo he escrito antes de… —Jesús, se dijo, mientras Scott Baker se volvía de nuevo hacia Doug Chen: ¿por qué no se declaraba culpable de romper el contrato en ese mismo momento?—. No creo que deba decir nada más.

Scott Baker hizo un gesto con la mano.

—Supongamos que no has enviado nada. Este es el punto más importante. —Se bajó del alféizar de un saltito, cogió una carpeta color manila que había tenido al lado hasta ese momento, y se la entregó a Jonah. Dentro había dos documentos grapados—. Así va la cosa —dijo Scott Baker—. En el primer documento juras que no has enviado ningún documento, de la BBEC ni de cualquier otro tipo, a ningún medio de comunicación, ni a nadie ajeno a los medios de comunicación, ya sabes, a nadie de verdad, y nosotros nos abstenemos de ir por ti con toda la artillería por violar los acuerdos de confidencialidad, que, por cierto, tienen sanciones económicas, y lo sé porque los redacté yo. Por supuesto, si resulta que has enviado algo…

—No he enviado nada —insistió Jonah, ofendido por esas palabras, y sin razón, reconoció, porque eso era exactamente lo que planeaba hacer.

—Como ya te he dicho, más o menos te creemos —contestó Scott Baker—. Pero firma esto y estaremos mucho más tranquilos. El otro documento es un cese laboral bastante estándar: tres meses de sueldo, no volver a pisar las oficinas, etc. Por nuestra parte preferiríamos no darte nada, pero ya sabes cómo funciona esto: es un poco más limpio y parece mutuo. Los jurados hacen cosas muy raras.

—No voy a demandaros —murmuró Jonah.

—No creemos que lo hagas, pero si firmas, esta noche dormiremos mejor —replicó—. Además, Jonah, esta es una de esas ofertas que esperamos que aceptes de inmediato. De lo contrario, bueno, digamos que esto ha llegado a algunas de las personas de más arriba del bufete, y esas son las últimas personas que quieres que te caigan encima con toda la artillería.

Jonah observó que Doug Chen había dejado de teclear: lo miraba fijamente, con su característica expresión desapasionada e inescrutable. Jonah sabía que al menos debería leer los dos documentos. Pero también sabía que lo mejor que podía hacer para salir de ese despacho sin ser objeto de un pleito que no podía ganar y tampoco se podía permitir sería firmar esos documentos lo más rápido posible. Sacó un bolígrafo que encontró en el bolsillo —y comprendió que era el Vision (Micro) de Corcoran—, y, sin más consideración, firmó el documento de la BBEC. Pasó las hojas del documento de cese hasta la última página, y no pudo evitar hacer una pausa. Sus ojos habían vuelto a caer sobre el espacio en blanco que quedaba sobre la línea, donde supuestamente debía escribir.

—Si firmo esto, no podré volver a trabajar en ningún bufete de Nueva York, ¿verdad?

—¡No! —dijo Scott Baker alegremente, y de algún modo sin malicia—. Y tampoco me haría ilusiones de poder trabajar en Los Ángeles ni en Chicago.

Jonah levantó la mano, pero le temblaba. Ahí estaba: su carrera, cada una de las 17 500 horas —¡de su vida!—, todos sus planes.

—No puedo hacerlo —dijo.

—Pues yo creo que deberías —respondió Scott Baker.

Volvió a mirar aquella gruesa línea negra, sobre la cual temblaba ligeramente la punta de su bolígrafo. Se imaginó que esa era la misma dificultad que habría tenido si le hubieran pedido que se cercenara una de las extremidades con esos trazos de bolígrafo.

—¿Podemos…?

—Me temo que no —contestó Scott Baker—. Enviaste el correo.

De nuevo hizo ademán de firmar, pero la mano le temblaba de manera embarazosa. Intentó sujetarla con la otra mano, pero no sirvió de nada. Finalmente bajó el bolígrafo y lo apoyó sobre la parte superior del papel. Vio que Doug Chen todavía lo miraba.

—Ten en cuenta que el bufete ha invertido mucho en ti —dijo Doug Chen con su habitual falta de entonación—. Quizás, aunque reconocíamos que eras prometedor, no prestamos la suficiente atención a otras de tus cualidades. —Lo único que pudo hacer Jonah fue devolverle la mirada llena de estupor.

—Creo que la idea es que nosotros también lamentamos que esto haya ocurrido —dijo Scott Baker—. A fin de cuentas —continuó dibujando un círculo en el aire con el dedo, como si trazara el perfil de la cara de Jonah—, nos habíamos planteado hacerte socio.

—No obstante, en este momento lo que más te conviene es firmar —dijo Doug Chen—. En interés de todos.

Jonah sabía que tenía razón, y —en lo que comprendió que probablemente sería la última demostración de lo «prometedor» que había sido como abogado, capaz de ascender algún día a socio de uno de los mejores bufetes de Nueva York— entendió el argumento que le planteaban: era algo que les debía. Aspiró hondo y se cortó la pierna por la rodilla. Le entregó los documentos a Scott Baker y se echó a llorar. Las lágrimas eran muy puras en su tristeza y en su remordimiento: por segunda vez aquel día se sentía como un niño, esa vez como uno que se acurruca en la sala junto a una lámpara rota. A la humillación de todo aquello se añadía el dolor que sentía en la nariz a cada sollozo. Cuando hubo recobrado lo suficiente la compostura para levantar la cabeza, Doug Chen volvía a teclear; Scott Baker se había vuelto a encaramar al alféizar y volvía a balancear las piernas.

—No te preocupes —dijo Scott Baker—. No se lo contaremos a nadie. Pero por curiosidad: ¿ibas a vender los documentos al Journal? Ellos no pagan por este tipo de cosas, no lo bastante como para que valga la pena, de todos modos. ¿O te imaginabas testificando ante el Congreso y saliendo en 60 Minutos? Algunos lo consiguen cuando tienen tu edad. Tienen que demostrar que son mucho más listos que los demás.

—Yo solo… intentaba hacer lo correcto.

—¡¿Conciencia?! —gritó Scott Baker en una parodia de sorpresa—. ¿Es que no te la extirparon en la Facultad de Derecho? —Le lanzó una mirada a Doug Chen, pero este seguía tecleando. Scott Baker casi estaba decepcionado de que Doug Chen no se hubiera reído—. En cualquier caso, Jonah —continuó—, solo queda una cosa. ¿Sabes esa escena de las películas en la que el policía tiene que devolver la placa y la pistola?

—Sí —dijo Jonah, aunque no lo pillaba. Entonces cayó en la cuenta. Scott Baker asintió para confirmarlo. Jonah se metió la mano en el bolsillo, abrió la cartera, sacó la tarjeta de crédito del bufete y su identificación para el edificio, y las colocó sobre la inmaculada superficie de la mesa de Doug Chen.

—No has cargado nada raro en la tarjeta, ¿verdad? —preguntó Scott Baker.

—No. Quiero decir, no, mi secretaria se encarga de los recibos…

—Nadie te está acusando, es solo curiosidad. De todos modos, lo comprobaremos. —Hubo una pausa—. Y el teléfono —dijo Scott Baker. Jonah se metió la mano en el bolsillo y colocó el iPhone sobre el escritorio; vaciló un momento, y enseguida apartó la mano.

—¡Pues ya está! —dijo Scott Baker—. Y ahora, permíteme que te dé un consejo personal. Entre la nariz rota, el intento de difusión ilegal de documentos y que te han despedido, creo que te irían bien unas vacaciones. Tómate los tres meses de sueldo, vete de la ciudad, bébete unos mai tais, e intenta adaptarte a cómo son las cosas en lugar de querer cambiarlas. Y cuando te hayas vuelto a apretar los tornillos que se te han aflojado, a lo mejor puedes intentar otra carrera legal menos ambiciosa. Los federales siempre contratan gente.

Jonah seguía mirando el teléfono. Era como si la amputación que había imaginado antes se hubiera hecho real, y contemplaba con aire desamparado la extremidad abandonada.

—Lo siento mucho —dijo Jonah—. Lo siento de verdad. —Y tuvo que reprimirse para no llorar otra vez.

—Bueno —dijo Scott Baker—, recuérdalo la próxima vez que alguien te diga que hagas lo correcto. —Entonces se echó a reír, y quizás hasta la boca de Doug Chen se movió un centímetro.

Cuando Jonah regresó a su despacho, Dolores tampoco estaba. Imaginó que eso era lo mejor; se dijo que ella había llamado a Scott Baker o a quien fuera cuando llegó, y no podía evitar considerarlo una especie de traición. Pero, naturalmente, ella no había hecho más que su trabajo, ¿y qué habían sido el uno para el otro, en realidad, aparte de dos personas que hacían su trabajo en el mismo lugar y que nunca se habían tenido mucho aprecio?

Alguien había colocado un pósit sobre su mesa. En él, con una letra que no reconoció, habían escrito: «Alguien le espera en recepción». Supuso que sería por algo de seguridad. Podrían haberse ahorrado las molestias. A fin de cuentas, ya habían vaciado su oficina; y él ya había estampado su firma en los documentos de castración, por los que les cedía todo lo relativo a su carrera en Cunningham Wolf que tuviera que cederles. ¿De verdad pensaban que después de lo que había firmado estaba con ánimos para montar una escena?

Repasó los cajones de su escritorio y no encontró nada que valiera la pena conservar, y tampoco vio de qué podían servirle los resguardos de esos supuestos billetes de la suerte de los Knicks, ni una almohadilla para el ratón. Se quedó mirando un momento su diploma enmarcado (Columbia, 2005), y decidió que sería demasiado patético salir con eso debajo del brazo. Cuando estaba a punto de marcharse, observó que tenía un nuevo mensaje en el teléfono de su despacho, procedente del número de trabajo de Sylvia. Con entusiasmo y una esperanza que posteriormente encontraría embarazosos, cogió el teléfono y escuchó el mensaje: «Hola, soy Linda, de la oficina de la señorita Quinn. La señorita Quinn me ha pedido que quede con usted para recoger los efectos personales que tiene en su casa. Si pudiera decirme una hora que le resulte conveniente, mandaré a…». Colgó. Había hecho llamar a su secretaria. No cabía duda de que era muy propio de Sylvia. A ella no le escucharía mensajes de voz llorosos ni confesiones nocturnas de remordimiento o de pesar. Si tenía que derramar lágrimas o expresar remordimientos era, para bien o para mal, demasiado orgullosa, demasiado fuerte y demasiado inteligente para compartirlas con él. Y de repente sintió un poderoso impulso de llamarla, de decirle que era la persona más fuerte que había conocido.

Incluso levantó el teléfono antes de darse cuenta de que sería inútil. No pasaría del buzón de voz, no pasaría de Linda. ¿Y qué le importaba a ella, de todos modos, que la considerara muy fuerte?

Procuró no cruzar la mirada con nadie mientras recorría el pasillo hasta los ascensores. Suponía que todo el mundo ya estaba enterado, y no se sentía con fuerzas para enfrentarse a las reacciones que pudiera encontrarse: no quería que la gente se sintiera incómoda por su culpa, no quería ver falsa comprensión, no quería leer satisfacción apenas disimulada en colegas que pensaban: un competidor menos, un rival menos. No quería verlos desnudos otra vez.

Recorrió el pasillo y abrió la puerta de cristal que comunicaba con la zona de recepción, preguntándose cómo lo abordarían los guardias de seguridad (¿con brusquedad?, ¿con deferencia?; nadie lo había echado nunca de un edificio), y cuando vio que no esperaba ningún guardia de seguridad, sino su prima Becky, con una sudadera que le quedaba grande y con la capucha puesta, y los ojos cubiertos por unas grandes gafas negras, y su prometido, Danny, vestido con un elegante traje negro, las manos en las caderas, como para proyectar algo que —pensaba Jonah— ni siquiera sabía qué era, y la compañera de habitación de Becky, Aimee, que tenía un brazo alrededor del hombro de Becky y lanzó una mirada furibunda y desdeñosa en dirección a Jonah cuando este apareció. Era un retablo tan extraño que al principio no tuvo ni idea de qué decir. La mujer sentada en recepción lanzaba furtivas miradas de curiosidad al grupo y a Jonah, al parecer intentando averiguar cómo encajaban esas personas.

Pero tras su perplejidad inicial, Jonah comprendió perfectamente para qué habían ido, y en lugar de comenzar aquella conversación de inmediato, se volvió hacia la recepcionista y le dijo:

—Angelica, ¿verdad? —Era una joven hispana de ojos almendrados, de pelo negro y lacio que asintió a la pregunta un tanto confusa, a todas luces sorprendida de que, de entre todos los presentes, hubiera decidido dirigirse a ella—. Lamento no haber participado en tu regalo de cumpleaños.

—No pasa nada —dijo ella enseguida. En su mirada Jonah leyó que pensaba que podía estar loco. Se preguntó qué le habría contado Dolores, y enseguida se acordó del vendaje que llevaba en la cara.

Se volvió hacia los demás.

—¡Creo que merezco que me felicitéis! —De inmediato comprendió que era un chiste cruel, y, por si no lo hubiera comprendido, las expresiones que observó (abatida, indignada y colérica respectivamente) se lo habrían indicado. Pero se dijo que, en el mejor de los casos, era una situación de sainete, aunque evidentemente nadie más estaba dispuesto a verlo de esa manera, y no los podía culpar.

—¿Eso es para ti? ¿Todo esto no es más que un gran chiste? —comenzó a decir Aimee—. ¿Te das cuenta de que la gente tiene sentimientos? ¿Te das cuenta de que es parte de tu familia? Lo digo en serio. ¿Hay gente así en el mundo? ¿De verdad? Vaya. ¿Sabes? Vaya.

—Jonah —comenzó a decir Danny, con una voz severa pero que sugería que estaba dispuesto a ser razonable, algo que Jonah no se habría podido tomar en serio aunque Danny no hubiera mantenido las manos en las caderas—. Supongo que tenías una buena razón para contar la mentira que has contado —dijo—. Y quizá no tenías una buena razón para mentir, pero debes saber que tu mentira ha hecho mucho daño. —Si intentaba transmitirle la actitud que esperaba que Jonah adoptara, no estaba siendo muy sutil con su sutileza.

—Tu prima se ha pasado horas llorando —dijo Aimee—. ¿Es que eso no significa nada para ti?

Aún tenía el brazo por encima del hombro de Becky, que mantenía la cara y la vista en el suelo. Jonah había conseguido no mirarla detenidamente hasta entonces. Se fijó en que llevaba pantalones de pijama. Al verlo comprendió de repente lo humillante que debía de haber sido presentarse así en el bufete, lo humillante que debía de haber sido todo para ella: recibir el correo electrónico, contárselo a Aimee y hablar con Danny. Era evidente que si las tentativas de bondad a Jonah le habían servido de poco, de menos habían servido para su prima.

—Becky, ¿puedo hablar a solas contigo un momento?

—No creo que sea buena idea —dijo Danny.

—¿De verdad? —dijo Jonah con evidente repugnancia. El tremendo remordimiento que sentía había accionado un desprecio equivalente hacia Danny por su papel en todo eso.

—Parece que te has lesionado —sugirió Danny—. ¿No habrás tenido una conmoción…? —añadió solícito.

—No, no tengo ninguna conmoción, tengo la nariz rota. —Se volvió hacia Aimee—. Concédeme solo cinco minutos.

Pero era evidente que Aimee y Danny estaban confabulados —conspiraban por el bienestar de una chica que, como Jonah creyó de repente al ver su cara cenicienta y abatida, durante una época se había autolesionado—, porque Aimee dijo de inmediato:

—Nadie quiere oír más tonterías tuyas. No sé si eres un sociópata o algo parecido, o si realmente tienes un sentido del humor muy muy enfermizo, pero lo único honrado que puedes hacer ahora es admitir que ese correo era una mentira.

Jonah estudió su cara: tenía las mejillas encendidas, la mirada iracunda y una actitud decidida. Si estaba actuando, lo hacía bien. Pero no, concluyó, probablemente Danny también la había convencido. O, mejor dicho, no había tenido que convencerla. Simplemente nadie le creía.

—Mira —dijo Danny—. A lo mejor el viernes por la noche ibas colocado, o a lo mejor te pasa alguna otra cosa, pero tienes que comprender que hacer cosas como lo que has hecho, sin venir a cuento, lo dijeras en broma o no, Jonah, es algo que no se puede hacer de ninguna manera. —Miraba a los ojos a Jonah mientras decía todo eso, y también ponía una expresión muy cercana al convencimiento. De no haber estado tan consternado, Jonah habría quedado impresionado—. Lo único que queremos, la única razón por la que estamos aquí —añadió—, es para que admitas que lo que has escrito en ese correo no era cierto, para que Becky lo pueda oír en persona, y podamos olvidarnos de todo esto.

Jonah le dirigió otra mirada a Becky, que aún tenía la mirada humillada, pero movía la boca y las mejillas como si se esforzara por no entregarse al sollozo que habían mencionado.

—Vamos —le dijo Aimee—. No seas tan gilipollas, ¿vale? —Con ese último interrogante, su expresión cambió, como si apelara a él de una forma distinta: de manera más seria y menos hostil. A lo mejor también estaba metida en eso, aunque Danny no lo supiera. A Jonah se le ocurrió que aquella escena poseía las capas superpuestas de engaño de un juicio amañado—. No dejará de llorar, ¿vale?

—No podéis discutir todo esto aquí —decía Angelica desde la mesa de recepción. Quizá lo habría dicho antes, pero Jonah intuyó que se había quedado embobada mirando lo que ocurría—. Tendréis que marcharos todos.

—Pongámonos de acuerdo en olvidar todo esto —dijo Jonah.

Jonah le dirigió una última mirada a Becky. Era una verdadera lástima, se dijo, que no hubiera llegado a conocerla mejor.

—No ha sido más que un chiste cruel —le dijo—. ¿Por qué no lo olvidamos todo?

Aimee atrajo a Becky un poco más hacia sí.

—¿Vale, cariño? ¿Podemos irnos ya a casa?

Becky movió la cabeza de una manera que quizás indicaba que estaba de acuerdo, y Aimee enseguida apretó el botón del ascensor, una y otra vez. Jonah se dijo que veía en la cara de Danny un asomo de alivio, de gratitud —cierto reconocimiento de lo que ambos sabían que era cierto—, pero Danny apartó la mirada antes de que pudiera ir más allá de un asomo de algo. Probablemente había cosas que Danny no reconocía ni ante sí mismo.

Danny se había colocado detrás de las dos mujeres, de cara al ascensor, esperando. Al parecer, no había nada más que decir. Pero entonces Jonah lo comprendió: cuando has logrado el acuerdo que querías, no te quedas a esperar a que la otra parte cambie de opinión. Finalmente se abrieron las puertas del ascensor, pero cuando Aimee dio un paso al frente, Becky se quedó donde estaba, y a continuación volvió la cara hacia Jonah.

—Apártate de mi vida, Jonah —dijo. Entonces los tres entraron en el ascensor y se cerraron las puertas.

Jonah esperó unos minutos para darles tiempo a cruzar el vestíbulo y coger un taxi. Al cabo de unos minutos, Angelica preguntó:

—¿Era cierto?

Se volvió hacia ella.

—Sí —le contestó—. Era cierto.

Angelica asintió, comprendiendo la situación.

—¿Qué ha hecho…? —Sonó el teléfono de recepción—. Cunningham Wolf —contestó—. Mmm, mmm, al habla… No, en realidad, él está, mmm… —Apartó la mirada de Jonah. En voz más baja, añadió—: Está aquí mismo, de hecho, ¿quiere que…? Mmm, ¿está…? Muy bien, lo haré… ¿Señor Jacobstein? —dijo, dirigiéndose a él—. Tiene que irse ahora mismo, señor Jacobstein, de lo contrario nosotros…

Apretó el botón del ascensor, entró cuando se abrieron las puertas y bajó hasta el vestíbulo.

Ya era casi media tarde. Por muy suave que le hubiera parecido a Jonah la mañana, reinaba un calor de treinta y cinco grados, no mitigado por el viento ni adornado por la humedad. El calor parecía reunirse en luminosos añicos y astillas de sol sobre todas las superficies metálicas —las bocas de riesgo, las bacas de los coches aparcados, las astas de bandera horizontales en las entradas de los edificios de la periferia del centro— para juntarse en una capa uniforme sobre las aceras y la calzada. Jonah se había quedado a menos de un metro de la entrada del 813 de Lexington durante varios minutos antes de darse cuenta de que el vendaje se le había empapado en sudor, y que le colgaba por las mejillas. Pero no hizo ningún movimiento para arreglárselo, y se quedó donde estaba. Cuando salió del edificio, miró a uno y otro lado de la acera, hasta que su mirada se perdió en un neblinoso punto de fuga. De repente se enfrentó a un dilema desconocido, un dilema que hasta ese momento no se le había presentado nunca: no tenía dónde ir.

«Nosotros», le había dicho Angelica. «Nosotros». No dejaba de pensar en ello, una y otra vez. Casi de manera instantánea, Cunningham Wolf se había convertido en «nosotros», y él en el señor Jacobstein, una persona ajena a la empresa, prácticamente un desconocido. Lo mismo había ocurrido con Becky, Danny y Aimee: era como si hubiera atravesado una especie de membrana permeable, y los demás se hubieran convertido en un organismo nuevo sin él, o quizás era algo parecido a lo que eran sin él: una familia. Danny y Aimee, ellos eran la familia de Becky. Y él era el gilipollas contra el que se habían unido.

¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Volver a Roxwood? ¿Irse a vivir con su madre? Aparte de lo deprimente sin paliativos que le parecía la idea, sabía que a su madre no le haría ningún bien que su hijo adulto de repente se fuera a vivir con ella. Era una persona que sufría de ansiedad, y con la edad había empeorado. Le preguntaría continuamente si se encontraba bien, y cada vez que Jonah intentara explicar cómo coño había acabado allí, con poca sutileza lo achacaría a la influencia de su padre. La idea de mudarse con su padre tampoco le atraía mucho. No quería dormir en un sofá en el apartamento de su padre cuando este llevara mujeres a casa, y su padre tampoco le querría allí. La cuestión era que él y sus padres eran tres adultos que desde hacía mucho tiempo llevaban vidas separadas.

Junto a él pasaron dos hombres que reían y que entraron en el vestíbulo. Eran banqueros de las plantas superiores: Jonah lo sabía porque los había visto más de una vez corriendo desnudos alrededor del árbol del vestíbulo los días que anunciaban los bonos. Los observó con su maletín, su vaso de café y su teléfono: pasaron junto al árbol y entraron en un ascensor.

Cuando hubieron desaparecido, sus ojos se demoraron en el árbol. Como siempre, su follaje era de un verde resplandeciente, y su tronco grueso y retorcido evocaba una inamovible permanencia. Jonah, comprendió, siempre había visto el árbol como símbolo de algo, aunque no supiera exactamente de qué. No era algo que hubiera que admirar de manera necesaria, aunque tampoco era para desdeñarlo; pero había imaginado que siempre formaría parte de su vida. Al final se dijo que había tenido una especie de fe en el árbol, una fe depositada en algo que no lo merecía. Nunca había imaginado la fragilidad de su lugar en el mundo.

Permaneció un buen rato delante del 813 de Lexington, hasta que por fin echó a andar, más obedeciendo al deseo de que sus antiguos colegas no lo vieran en ese estado de derrotada inmovilidad que por un impulso de ir a otra parte. Caminó sin rumbo ni destino, simplemente a la deriva por una avenida, y luego por la siguiente. Al final el azul del cielo de verano se oscureció; el sol se fue poniendo, las sombras se alargaron, el calor remitió y todo el mundo que tenía que estar en la calle sufrió un poco menos. En los cubículos, los empleados abandonaron sus cuentas y apagaron sus monitores; la estación de Pennsylvania y Grand Central y todas las estaciones del metro estaban abarrotadas de personas que volvían a casa; los más cautos decidieron que había llegado el momento de abandonar Central Park. Mientras Jonah se abría paso entre los carritos de venta ambulante que los vendedores enganchaban a la parte trasera de sus coches, y los grupos de gente que esperaban junto a la parada del autobús, un destino comenzó a fijarse en su mente, más firme a cada paso. Cuando llegó, la piedra de la plaza que había delante del edificio de Zoey había adquirido esos tonos levemente naranjas del crepúsculo neoyorquino: la amalgama de todos los faros de los coches, los fluorescentes de las ventanas de las oficinas, los cigarrillos encendidos, las luces de neón, grandes y pequeñas, y —en algún lugar más allá del horizonte, edificios, cerca de Hoboken, imaginó Jonah— el ocaso.

Mientras esperaba que apareciera Zoey, se sentó en una de las macetas de cemento que salpicaban la linde de la plaza. La maceta estaba caliente, y el borde era incómodo, pero Jonah estaba demasiado exhausto como para seguir de pie: le dolían las piernas, y la nariz gemía cada vez que respiraba. La habría llamado, naturalmente, pero el número de Zoey, todos sus números, habían quedado en su iPhone, que se encontraba en las oficinas de Cunningham Wolf, en un cajón del escritorio de Doug Chen, imaginó, un cajón como el que los profesores utilizaban para guardar las revistas y los caramelos que confiscaban. Lo único que podía hacer era esperarla.

Cuando el crepúsculo hubo cedido casi por completo a la noche, aún no la había visto. Al principio, mientras la gente volvía a su casa, sola o en grupos, el tráfico peatonal que cruzaba la plaza había sido constante, pero ya estaba prácticamente vacía. Cada vez le daba más miedo que se hubiera marchado sin que él se apercibiera, o que no se hubiera presentado a trabajar. Si tardaba más, tendría que ir a buscarla a su apartamento. Pero ¿y si estaba con Evan? ¿Y si se negaba a abrirle la puerta?

Entonces la vio: una figura delgada, reconocible más por su complexión y su paso característico que por lo que pudiera ver de su cara en lo que quedaba de luz. Zoey llegó más o menos al centro de la plaza, se detuvo y, a continuación, contrariamente a lo que él esperaba, no introdujo la mano en el bolso en busca de un cigarrillo. Se quedó inmóvil unos momentos, y luego se llevó la mano a la boca, justo debajo de la nariz, y la dejó ahí, la cara en una expresión de delicada concentración, como si intentara recordar algo, o estuviera en la playa, buscando las luces de un barco lejano. Jonah distinguió algo tierno y conmovedor en su pose, y sintió el impulso de simplemente dejarla en paz, tal como había prometido. Pero pensó que si lo intentaban una vez más, quizá no fuera demasiado tarde.

Zoey bajó la mano y dio unos pasos más. La primera expresión que puso al verlo acercarse fue de terror, e incluso reculó; Jonah lo achacó a su cara vendada. A continuación Zoey lo reconoció, y la boca le dibujó una curva de preocupación, pero ella pareció apartar de sí esa expresión de manera consciente, y cualquier pensamiento que la hubiera inspirado, y su cara se convirtió en una máscara de notoria irritación. Comenzó a alejarse rápidamente.

—Espera… Zoey —dijo Jonah, y se puso a seguirla—. Tengo que hablar contigo. —Pero ella no se detuvo—. Por favor, Zoey —dijo procurando no quedar rezagado, pero caminar deprisa resultaba difícil, pues cada paso le repercutía en la nariz.

—Me imagino perfectamente cómo te has hecho eso en la cara —murmuró Zoey sin dejar de caminar.

—Por favor, dame solo un segundo —dijo—. Zoey, yo… yo… —Pero ¿cómo iba a convencerla de que esta vez sería diferente, de que no la cagaría, como había hecho siempre, como había dicho incluso el día anterior en su apartamento? ¿Cómo podía explicarle lo que había comprendido mientras caminaba hasta su oficina, al analizar lo que quedaba de su vida: que estaba enamorado de ella, que siempre había estado enamorado de ella, que todo lo que había ocurrido había ocurrido porque había roto con ella, pero que aún podía enderezarse, aún podía repararse?—. ¡Quiero casarme contigo! —fue lo que se le ocurrió.

Jesu Christo —contestó Zoey sin aflojar el paso.

—¡Lo digo en serio! —exclamó Jonah. Ya habían cruzado el borde de la plaza, y él la seguía por la acera—. ¡Mi vida era un error, ahora me doy cuenta, pero puedo cambiar, quiero cambiar! Quiero ser lo que quieras, lo juro, quiero tener una familia, quiero tener hijos contigo. ¡Hijos judíos! Quiero que hagan el bar mitzvá, quiero que coman kosher, quiero que vayan de vacaciones a Israel, quiero… —Jonah sabía que estaba balbuceando, y se daba cuenta de lo grotesco de su aspecto por las miradas de incomodidad de mira-a-esa-momia-persiguiendo-a-esa-jovencita que le dirigían todos los que pasaban, pero siguió adelante: cada movimiento de la boca le redoblaba el dolor de la nariz, pero continuó. No veía que tuviera otra elección—. Viviremos en una casa. En las afueras. Nos iremos de Nueva York.

—Me gusta Nueva York —dijo ella sin mirarlo.

—En Yonkers —dijo Jonah—. Allí podría practicar la abogacía. O regresaremos a Larchmont, donde naciste.

—Vaya, ahora la cosa se pone romántica.

—¡Por favor, Zoey, por favor! —gritó Jonah, y algo en su tono (su desesperación, o lo absoluta y desinhibida que era esa desesperación) la hizo detenerse, por fin, aunque seguía sin mirarlo, mantenía la cara vuelta, los brazos cruzados sobre el pecho, y el bolso le colgaba de la mano. Zoey estaba debajo de una farola encendida—. Sé que he cometido errores —dijo Jonah. No sabía a qué errores se refería, pero sin duda habían sido muchos—. Y quiero que sepas lo mucho que lo siento por todo. Zoey, yo nunca… nunca había comprendido… —Por su bien, ansiaba desesperadamente poder acabar la frase. Pero lo cierto es que tenía la impresión de que lo comprendía cada vez menos—. Quizá, quizá si al principio…

—Por favor, no —dijo Zoey, negando con la cabeza. Unas sutiles sombras proyectadas por la farola que había en lo alto le cruzaron la cara mientras la movía adelante y atrás, de manera que Jonah solo pudo distinguir las formas, intermitentes y borrosas: los labios, los ojos y la amada nariz.

—Podemos empezar otra vez —le dijo Jonah—. Puede ser como antes. —Ella seguía negando con la cabeza—. Por favor, Zoey —dijo—. Cásate conmigo. Eres mi última esperanza.

Zoey probablemente no tenía intención de golpearle exactamente la cara, pero su bolso era grande, el vendaje era grande, y también podría no haberle acertado. En cualquier caso, al momento siguiente toda la cara de Jonah estalló de dolor, y se encontró acuclillado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, cubriéndose la cara con los antebrazos, como si fuera a lanzarse a la piscina tipo bomba.

—Lo… lo siento —dijo ella sin mucha convicción.

Jonah logró contestar:

—O sea, ¿que te lo pensarás?

Y ella soltó una carcajada. Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que la oyera reír, y comprendió que lo había hecho todo mal otra vez.

—Esto es lo que imagino —dijo—. Schlampe ha descubierto que eres un mujeriego y te ha golpeado con su Louboutin. Como estoy segura de que a partir de ahora mi nombre va a aparecer a menudo en vuestras conversaciones, y apuesto a que va a ser calumniado de manera inmisericorde, por favor, menciónale que siempre imaginé que era la clase de mujer que lleva zapatos bonitos.

»Por lo que a mí se refiere, he dejado de fumar, he comido col rizada a mediodía y ya no voy a ser la chica a la que acudes cuando tus relaciones de verdad se complican demasiado y necesitas alguien cuyas exigencias y expectativas sean exactamente cero. Y sí, para mí has sido esa persona cuando yo he querido, pero la cuestión es que ya no lo quiero, porque sé que no me conviene. Y si algún día alguien a quien amo me propone que me case con él y va en serio, ¿sabes lo que no dirá esa persona? No dirá: “Eres mi última esperanza”. Espero que lo recuerdes, Yonsi, a las chicas eso no nos halaga mucho. —Él levantó la cara para intentar responder, pero ella continuó—: La pura verdad es que he abandonado toda esperanza de que alguna vez dejes de intentar ser más gilipollas de lo que eres. Me refiero a que si lo único que deseas es ser un abogado que engaña a sus novias, ¿por qué iba a pensar que acabarías de otra manera? Y, desde luego, no eres la clase de padre que quiero para mis hijos judíos. Pero la verdad, si eso es lo que buscas, créeme, hay muchas Schlampes judías por el mundo. Y aunque es evidente que no quiero meterme en algo así, quiero decir que me niego en redondo a hacerlo, admitamos que por lo que se refiere a los hijos judíos, nuestro barco zarpó hace diez años. —Jonah vio en su frente ese temblor familiar que indicaba que podía echarse a llorar en cualquier momento, pero no lo hizo, y siguió hablando—. Quiero decir que tanto da que al principio fuera estupendo. ¿Importa algo que estuviera más o menos enamorada de ti durante una década? No lo sé. A lo mejor en teoría. Pero en la práctica simplemente parece que… Parece que… —La fuerza que había impulsado su discurso la abandonó. En voz más baja, y con cierto asombro, como si lo que hubiera dicho la dejara perpleja, prosiguió—: Has dicho que querías casarte conmigo, Yonsi. Has hablado de tener hijos… Y me conoces mejor que ninguna otra persona del mundo. —Se echó a llorar, un llanto superficial, como no la había visto nunca: unas lágrimas finas y exiguas que le resbalaban por las mejillas.

Jonah se puso en pie; extendió el brazo para tocar el de Zoey, pero ella lo apartó bruscamente. Evitó mirarlo, y sus ojos quedaron clavados en un punto invisible de la acera delante de la punta de su zapato.

—He intentado cambiar —le dijo Jonah—. No tienes idea de hasta qué punto he intentado cambiar.

Con tristeza, Zoey negó con la cabeza en dirección a la acera.

—¿Es que no lo ves? No quiero que cambies. Nunca he querido que cambies, Yonsi. —Dejó de negar con la cabeza; suspiró por la nariz—. Es solo que ¿por qué tienes que ser tan egoísta? Eres tan condenadamente egoísta.

—Lo he intentado. ¡Quiero hacer lo correcto!

Al final Zoey lo miró con ironía, con pesar, con un cansino afecto y con desprecio.

—¿Esta era tu idea de lo correcto, Jonah?

Jonah no supo qué decir, e intuyó que no tenía nada más que decir. Y como si ella también se diera cuenta, se enjugó las lágrimas de la cara rápidamente con las puntas de los dedos y volvió a colocarse el bolso sobre el hombro. Pero aunque Jonah sabía que ella tenía razón —acerca de casi todo—, que esas fueran sus últimas palabras era más de lo que podía soportar.

—Te he visto en la plaza —dijo—. Me has parecido muy hermosa. ¿Qué estabas haciendo?

Ella esbozó una sonrisa.

—Estaba rezando —dijo Zoey—. No quiero estar asustada siempre. —Por un momento fue como si su sonrisa se transformara para que pareciera dirigida a él, y a continuación se alejó. Él la observó hasta que su coronilla, lo último que vio de ella, desapareció entre la multitud de peatones, como si se hubiera alejado tras el horizonte.

Ya era plena noche: Jonah miraba la calle y esta era un pergamino de luces, de taxis y de escaparates iluminados que se desenrollaba. Todo va a ir bien, se dijo. Va a ir bien. No sabía por qué lo pensaba, ni tampoco imaginaba qué curso podían seguir los acontecimientos para alcanzar ese «bien». Ni siquiera sabía qué aspecto tendría ese «bien». Comprendía, con meridiana claridad, sin sombra de esperanza ni autocompasión —una claridad que, como sabía, rara vez se había permitido— que nunca le pedirían que regresara a Cunningham Wolf, que ya no volvería a trabajar en ningún bufete importante, que Sylvia nunca volvería a dirigirle la palabra, que había conseguido traicionar a Becky no una vez, sino dos, y que Zoey tenía razón al pensar que estaba mejor sin él. Y, de algún modo, todo esto había ocurrido en el espacio de tiempo comprendido entre el viernes y el martes. Y al enfrentarse a todos esos hechos, lo único que se le ocurría era esa certeza estúpida y carente de convicción: que todo iría bien.

Comprendió que ese pensamiento era una especie de consuelo reflejo, una última defensa: el solaz que ofrecías —le ofrecías a otro o te ofrecías a ti mismo— cuando ya no había otro consuelo que dar. Todo iba a ir bien: eso era un tipo de fe, una fe ciega, en que gracias a la cualidad inmutable de los acontecimientos, algo tolerable acabaría surgiendo. Era la fe de los afortunados, aquellos a quienes siempre les había ido todo bien. Era la fe de Aaron Syler, de Philip Orengo, de todos los que cada día pasaban junto al árbol que había en el vestíbulo del 813 de Lexington, la fe de los que no creían tenerla o no la necesitaban, exactamente porque, pasara lo que pasara, todo iba a ir bien o, más exactamente: iba a ir bien para ellos. En aquel momento Jonah descubrió que era una fe de la que ni siquiera eras consciente hasta que la perdías.

No, se dijo, las cosas no van a ir bien, o al menos, no iban a ir bien para él. Y mientras miraba a su alrededor, de repente vio la ciudad como a menudo se la habían descrito quienes no vivían en ella: inmensa y apabullante.

Se dio la vuelta y echó a andar en dirección opuesta a la que había seguido Zoey, y mientras caminaba oía, apenas al principio, pero cada vez más fuerte, un fragor, una tormenta desatándose bajo la acera, desatándose a través del cielo, roja y azul eléctrica y verde acuosa, sacudiendo arriba y abajo las fachadas de los edificios, sacudiéndole arriba y abajo la columna vertebral, tronando bajo las plantas de los pies, a través de las astillas de la nariz, y entonces vio la lluvia: fragorosa, cálida e incesante, algo que caía del cielo, borboteando en los sumideros y en las bocas subterráneas y estallando en las bocas de riego y saliendo a borbotones de las ventanas de los edificios, y todo el mundo quedaba atrapado en ella, empapado, chorreando, estuviera en su casa o en la calle, vistiera lo que vistiera, el agua contra la piel y el agua en los ojos, en los ojos de todo el mundo, y también los suyos, el fragor que no paraba de crecer, hasta que Jonah tuvo que taparse los oídos, pero al apretar las manos contra los oídos solo consiguió que sonara más fuerte, hasta que en mitad del fragor, una voz, tranquila y suave, en palabras que no pudo comprender, y luego palabras que comprendió:

Jonah: Aquí estoy. Ve allí y ofrece las palabras inscritas en tu corazón.

Parpadeó para alejar las lágrimas: el pulso le martilleaba en los oídos y las venas del cuello. Se sintió caer y se agarró a una farola. Miró a su alrededor. Era una cálida noche de agosto en Nueva York. El bullicio era previsible, no tenía nada de particular: gente en los restaurantes, gente en los taxis; conversaciones en las aceras, conversaciones en los bares; aquel está contento, el otro está angustiado, aquel escucha los auriculares, el otro se encamina a su primera cita, o a un recital de piano infantil, o a un partido de béisbol, o al metro. Pero si escuchaba, aún oía el fragor: esa necesidad; si miraba atentamente, aún veía que todo el mundo estaba empapado, igual que él.

Jonah se echó a reír.

¿Ofrecer las palabras inscritas en su corazón? Se rio aún más fuerte, y la nariz le dolió aún más, pero no intentó reprimirse. De hecho, se regodeaba en aquella risa. ¿Tenía que ponerse a hablar de una tormenta implacable? ¿De una desnudez universal? ¿Con qué fin? El poco bien que había intentado hacer, aunque fuera por puro terror e interés propio, tal como había deducido Zoey, había destruido todo lo que había conocido en su vida, y quizá también había destruido la vida de unas cuantas personas más. ¿Se suponía que debía hacer más? ¿De qué? No, se dijo mirando a su alrededor, que les den a toda esta gente. Que les den a los árboles y a sus juicios amañados y a la desnudez, una desnudez que, de manera tan evidente, era mejor ignorar para ser feliz —mucho más feliz—, al igual que le había ocurrido a él. Que le den a todo, y que le den a la idea de que quizá tenía algo que ofrecer a alguien… significara lo que significara. Y, pensó, además, riendo de manera histérica, que le den a cualquier poder concebido como si fuera una buena idea, a cosas como la sabiduría o la justicia.

No, no ofrecería ninguna palabra inscrita en su corazón. Lo que haría sería beber unos mai tais o su equivalente, y adaptarse al mundo no como era, sino como todo el mundo quería que fuera.

Y Jonah decidió tomarse unas vacaciones.