1. La presencia del señor

A la mañana siguiente la lluvia había cesado, y había desaparecido cualquier signo de que pudiera regresar. El cielo estaba inmaculadamente despejado —de un azul metálico y uniforme, sin manchas de nubes—, y del cielo, de un sol al que parecía que le hubieran practicado un agujero para revelar el incalculable fulgor que había detrás, se derramaba el calor de mediados de agosto. Llenaba las calles y los parques, los portales y los callejones; penetraba en el asfalto y el cemento como el agua que empapa una esponja; se aferraba a los cristales, colgaba en las avenidas flanqueadas por altos edificios como grandes y pesadas cortinas a través de las cuales los patéticos peatones se abrían paso: con la boca abierta, el cuello de la camisa abierto, el sudor salpicándoles el labio superior en finas gotitas, y, en los casos más graves, cayéndoles por la cara en cascadas. La gente avanzaba despacio, sin mirarse. Si la lluvia había provocado una insólita cordialidad en la ciudad, el calor había encerrado a cada neoyorquino en su propia nasa.

Sin embargo, Jonah se despertó a los veinte grados que tenía programados en su aire acondicionado. Le informó de la situación en el exterior el icono del sol graciosamente caricaturizado de la aplicación del tiempo en la pantalla de su iPhone, lo primero que vio al abrir los ojos. Mientras se tomaba el café de pie ante las ventanas de su apartamento en la planta diecinueve, pudo incluso entrever el calor, como si dilatara las aceras y la gente, el mismísimo aire, con visible incomodidad. Pero una cosa era saber que hacía calor y otra muy diferente sentirlo. Jonah era de los que sudan de manera crónica: tenía esa sensación, a la cual era bastante propenso, de sentir demasiado calor debajo de la ropa, de percibir la humedad de la tela tocándole la piel. No padecerlo cuando era algo tan manifiestamente visible aumentaba esa peculiar sensación de satisfacción consigo mismo con la que se había despertado. Era como si hubiera puesto en orden la casa de sus relaciones, como si se hubiera desembarazado de cualquier indecisión y culpa provocada por Zoey por la simple decisión tomada. Y mientras se duchaba, se ponía el traje y se saltaba el desayuno, su mente enseguida se concentró en el trabajo.

Su empleo era a menudo estresante y casi siempre agotador, pero identificaba en él una cualidad lúdica que le gustaba, tanto en la confrontación que conllevaba la práctica del derecho como en la cultura competitiva de su bufete. El hecho de saber que era bueno en ese juego hacía que lo disfrutara aún más. Además, después de tres años en la Facultad de Derecho, los veranos como pasante, y cinco años como asociado en esa empresa, había descubierto que pensar en sus casos y sus clientes se había convertido en algo en cierto modo natural: su mente, más que asumirlo como una carga, se relajaba considerándolo un estado habitual.

El camino desde la puerta de su edificio hasta la calle bastó para confirmar su intención de coger un taxi para ir al trabajo. No eran más que las siete de la mañana y la temperatura debía de ser de treinta y dos grados. Quince minutos más tarde salía del taxi con aire acondicionado, cruzaba otra acera y entraba en el vestíbulo del 813 de Lexington Avenue, donde el aire acondicionado era más agresivo, y donde se encontraban las oficinas de la Cunningham Wolf LLP. Observó satisfecho que llevaba despierto casi una hora y media, y que había sufrido menos de sesenta segundos el calor del sol.

En el interior del vestíbulo del edificio, una vez pasado el control de seguridad y delante de los ascensores, había un enorme árbol: tenía el tronco negro, estaba muy retorcido, y todo el año el follaje era denso y ovalado, de un luminoso color verde neón. Era una recóndita especie sudamericana que se desarrollaba estupendamente en el vestíbulo sometido al aire acondicionado y a la calefacción (según la temporada) de un edificio de oficinas de la periferia del centro, y cuyo mantenimiento pagaba el banco de inversión que ocupaba las plantas superiores del edificio. Desde hacía mucho tiempo, descubrir cuál era ese coste anual era una obsesión para los socios de Cunningham Wolf. El cálculo más extendido era de sesenta mil dólares al año. Antes de la quiebra, el rescate y la reforma, el primer año que ocuparon esas oficinas los empleados del banco corrieron desnudos alrededor del árbol el día de su primer bonus: una vuelta cada cincuenta mil dólares. Un espectáculo del que disfrutaron los abogados que trabajaban hasta tarde y se tomaban un descanso. En ese espectáculo había algo agradablemente pagano, había pensado siempre Jonah: aquellos jóvenes sin ropa sujetando sus cheques en alto, riendo y gritando mientras daban vueltas alrededor de un tronco enorme y nudoso. Y aunque el ochenta por ciento de esos banqueros eran hombres, había otro veinte por ciento. Pero entonces llegó la crisis global, y con ella la necesidad de mostrar austeridad, lo que puso fin a la tradición, aunque, por lo que había oído Jonah, los bonus tampoco eran mucho menores. Por supuesto, el árbol seguía allí, y quizás a causa del recuerdo de aquel ritual, Jonah experimentaba un leve afecto hacia él cada vez que se molestaba en levantar la mirada del teléfono o del café de camino al trabajo.

Subió hasta el piso veintinueve, se dirigió a su oficina, cerró la puerta y pasó las dos horas siguientes delante del ordenador, trabajando. Durante ese tiempo no dejó de comprobar repetidamente su correo personal, de examinar los marcadores de béisbol, ni de atender la actualización del estado y las fotos de los demás en las páginas de Facebook (casi nunca actualizaba la suya), ni de leer fragmentos de una docena de artículos del NYTimes.com. Pero integraba esas actividades como breves descansos del trabajo, que le permitían no sentirse nunca abrumado por el tedio de una sola tarea. La mañana era productiva, se dijo, no a pesar de las diversiones, sino por ellas.

Salió de ese ensueño digital a eso de las nueve y media. Llegó su secretaria, que lo saludó de pasada. Dolores era veinte años mayor que Jonah, afroamericana, nunca sonreía, y sentía debilidad por las blusas estampadas. Su trabajo era competente, y no tenía intención de mejorarlo. La relación entre ambos era básicamente cordial —a veces más, a veces menos—, y Jonah hacía lo que podía para mostrarse paciente con su poco interés por el trabajo, porque comprendía que había habido otros asociados antes que él, y que habría otros después, y que muchos abogados eran unos capullos.

—Hoy tengo que irme temprano —le dijo Dolores en cuanto se hubo quitado el abrigo—. Mi hermana está en la ciudad. De repente su marido se ha vuelto alérgico al marisco, así que no puedo hacer gambas para cenar.

—Muy bien, Dolores, ningún problema —dijo Jonah.

—De vuelta a casa tengo que pasar por D’Agostino, en la Segunda Avenida.

—Claro, no hay problema.

Jonah se tomó una segunda taza de café, que le sirvió para seguir trabajando de manera concentrada durante otros cuarenta minutos. Se daba cuenta de que el café era una necesidad para pasar el día (lo había sido a lo largo de toda su carrera), pero era igualmente consciente de que cada vez le hacía menos efecto, por lo que se limitaba a cuatro tazas al día, a no ser que tuviera un juicio. Ya se había tomado casi dos tercios de la taza número dos cuando le pitó el teléfono, recordándole que en un cuarto de hora tenía una reunión con Doug Chen.

La reunión le había rondado por la cabeza durante toda la mañana, y aunque había procurado no pensar en ella, comprendía que era otra de las causas de su buen humor. De los treinta socios de Cunningham Wolf en contencioso y arbitraje, Doug Chen formaba parte de la élite, era uno de los pocos a quienes los socios sénior confiaban los casos principales, los clientes más importantes. También era una especie de icono entre los asociados. Era un hombre siempre muy acicalado, y famoso por ello: en la oficina nunca se le veía sin los zapatos, negros o marrones, relucientes, el nudo Windsor de la corbata tenso y formando un trapezoide de precisión matemática, y el pelo, negro azabache, separado en una raya que parecía trazada con cuchilla. Todo eso complementaba su reputación —merecida, según la experiencia de Jonah— de ser una de las mejores cabezas jurídicas de toda la empresa, si no de la ciudad: enciclopédica en su conocimiento de los precedentes, perspicaz tanto en la teoría como en su aplicación, astuta cuando había que serlo, infatigablemente atenta al detalle. De hecho, probablemente sería ya socio sénior de no ser por un aspecto de su carácter que, al tiempo que remataba su estatura icónica, resultaba casi imposible de conciliar con todo lo demás que se sabía de él: Doug Chen era adicto a las strippers. El rumor más repetido era que le habían retirado la tarjeta de crédito de la empresa porque, durante el curso de un juicio en Miami que duró un mes, cargó cuarenta mil dólares en clubs de strippers. Un rumor más dudoso aseguraba que desapareció tres semanas en Puerto Rico y dejó embarazada a una muchacha de diecinueve años.

A pesar de ello, constituía una figura muy importante en la jerarquía del bufete, y no era alguien con el que los asociados se reunieran cara a cara y en privado. Y aunque, como era lo más probable, solo deseara repasar los detalles de un informe escrito por Jonah o algo parecido, era una señal prometedora para Jonah que Doug Chen conociera su nombre.

Pero tras reconocer para sus adentros lo mucho que esperaba de esa reunión, a Jonah le costó concentrarse en otra cosa. Acabó revisando su cuenta de Gmail, borrando mensajes viejos y contestando otros antiguos: en uno felicitaba a una amiga del instituto de la que hacía tiempo que no sabía nada por el nacimiento de su hijo; en otro escribió unas líneas a un conocido de la universidad que se había trasladado a Ámsterdam.

Al final ya solo faltaban cinco minutos para la reunión. Se puso en pie por primera vez desde que llegara a la oficina, tres horas antes: se abrochó la americana, se arregló el pelo en el incierto reflejo del cristal de su diploma enmarcado (Facultad de Derecho de Columbia, 2005), salió de la oficina y recorrió el pasillo hacia la puerta de Doug Chen. Mientras caminaba comenzó a sentirse inesperadamente nervioso —como si tuviera un mal presagio— y se preguntó si debería haber pasado la hora anterior revisando los detalles de los casos que tenía a su cargo. Pero ¿había algún detalle que no conociera al dedillo? Se tranquilizó diciendo que tanto daba si Doug Chen le preguntaba cómo revisar el correo en un iPhone o le interrogara acerca de los detalles de su trabajo. Llegó a la oficina de Doug Chen, encontró la puerta entreabierta, llamó y entró.

La oficina era del tamaño apropiado para un socio de su nivel, y por las ventanas de detrás de su escritorio se veía una amplia panorámica de la ciudad: en dirección sur se divisaba el edificio Chrysler y los rascacielos más anónimos que lo rodeaban. En el alargado alféizar no había nada más que una piedra tallada y pulimentada: era de color pizarra, de sesenta centímetros de grosor, más o menos del tamaño y la forma de la tarjeta de suscripción de una revista, con una base de madera roja. Lo único que colgaba de las paredes era un Mondrian de más de dos metros. El escritorio estaba igual de desnudo, a excepción de un teclado y una pantalla de ordenador plana; no se veían libros de derecho de lomo roto, ni carpetas color manila a reventar, ni fajos de papeles sujetos por una goma, ni siquiera las obligadas fotos familiares que ocupaban el escritorio de todos los demás abogados de Cunningham Wolf, el de Jonah incluido. Doug Chen estaba sentado, tecleando en silencio.

—Por favor, siéntate —dijo Doug Chen cuando entró Jonah. Este le obedeció, y Doug Chen juntó sus manos tersas y sin vello delante de él. Como de costumbre, sus ojos castaños y con gafas mostraban una calma absoluta, casi sobrenatural, como afirmaban todos los asociados. Miraba todo lo que tenía delante con la misma fijeza inmutable y carente de emoción—. Tengo entendido que por fin se ha alcanzado un acuerdo en el caso Ardis, ¿verdad? —preguntó.

Parecía haberse entrenado para hablar al mínimo de decibelios y poder hacerse oír al otro lado del escritorio.

—Exacto, Doug —contestó Jonah, intentando duplicar ese volumen.

—Ryan Parr está encantado con tu trabajo.

—He aprendido mucho de Ryan.

—En general, parece que has demostrado una impresionante competencia en la aplicación de las leyes de patentes.

Era un comentario tan extrañamente anodino, pronunciado con tan poca inflexión, que por un momento Jonah se preguntó si lo decía con sarcasmo. Pero Doug Chen no solía recurrir al sarcasmo.

—Gracias por decirlo, me alegra escucharlo —contestó Jonah.

Doug Chen llevó a cabo un gesto ambiguo: separó una de sus manos de la otra y volvió a bajarla. A continuación preguntó:

—¿Sabes que representamos a la BBEC?

Jonah lo sabía. Y, con cierta incomodidad por su parte, su estómago llevó a cabo una pequeña pirueta al oír esas letras. La BBEC era la empresa farmacéutica más importante de Estados Unidos, y uno los clientes más importantes y más antiguos de Cunningham Wolf. Qué era exactamente lo que Cunningham Wolf hacía para la BBEC quedaba envuelto en el misterio, al menos entre los asociados. Unos acuerdos de confidencialidad especiales y un silencio casi de secta acompañaban a casi todos los casos de la BBEC. Al parecer existía una relación personal entre Hank Evans, el director del bufete, y el actual director ejecutivo de la BBEC —habían sido compañeros de clase en Sloan, o algo así—, y todos suponían que Cunningham Wolf se encargaba tan solo de los casos más delicados de la BBEC: pleitos presentados por la acción popular a causa de defectos de nacimiento o discriminación de género, pleitos de crueldad con los animales, acusaciones de competencia desleal por parte de la Unión Europea, etc. No obstante, lo más inmediatamente relevante para Jonah era que los asociados que trabajaban en los casos de la BBEC, tal como lo expresaban de manera diversa sus colegas, tenían el éxito asegurado, eran mishpucha[3], estaban ungidos, habían obtenido la aprobación. Eran muchas las metáforas que se manejaban pero, siendo concretos, los asociados que trabajaban en los casos de la BBEC se convertían en socios al cabo de dos o tres años como mucho. Esos pensamientos bastaron para distraer a Jonah a la hora de contestar, así que quizá fue con un retraso infinitesimal —y de una manera un poco demasiado enérgica en el contexto de una conversación con Doug Chen— que Jonah dijo:

—Sí, lo sé.

—En la actualidad representamos a la BBEC en un litigio con Dyomax, una empresa de biotecnología radicada en Cambridge.

—Vale —dijo Jonah.

—En 2006 Dyomax presentó una demanda alegando que ellos eran los propietarios de la patente de una molécula que constituye la base de un medicamento de la BBEC llamado Lumine. Las discusiones relativamente amistosas a lo largo de los cuatro últimos años no han llegado a ningún acuerdo. Ahora nos parece que ir a juicio representa el mejor camino a la hora de alcanzar un resultado favorable para nuestros clientes.

Jonah asintió.

—¿Dyomax es una compañía muy grande?

Doug Chen volvió a levantar y a bajar la mano.

—Basta con decir que la molécula en disputa es en la actualidad su activo principal.

—Entiendo —dijo Jonah, y entendía, o creía entender, que ese esbozo que le había hecho del caso era una especie de prueba: a ver si lograba deducir el significado que encerraban esas breves frases.

Dyomax era una empresa pequeña; BBEC era una compañía gigantesca. En cuatro años no habían alcanzado ningún acuerdo porque el plan era no alcanzarlo jamás. Cunningham Wolf estaba —por seguir utilizando más jerga de pasillo— exprimiendo el limón: desplegaba su plantilla de abogados para procurar que el caso avanzara con la velocidad y el aparente progreso de una batalla de trincheras de la primera guerra mundial, lo que le iba costando (y no de manera fortuita) más y más a Dyomax y BBEC en honorarios de abogados. La diferencia era que BBEC podía permitírselo. El hecho de que fueran a ir a juicio significaba que, en su opinión, Dyomax estaba a punto de irse a pique. Cuando lo último que podría permitirse el adversario era un juicio, había llegado el momento de ir a los tribunales. Jonah tenía que admirar, si no la elegancia, la frialdad y la eficiencia del proceso. Utilizaban la ley no tanto para arbitrar una disputa como para asfixiar a la parte contraria.

—Entonces ¿iremos pronto a juicio? —preguntó Jonah.

—Basándonos en supuestos razonables, el caso se juzgará el mes que viene —contestó. Se volvió hacia la pantalla de su ordenador, tecleó un momento, y Jonah se dio cuenta de que la cara de Doug Chen tenía una cualidad cérea, una especie de lustre en la frente, las mejillas y la barbilla, en la piel del cuello visible por encima de su radiante camisa blanca. Volvió una mirada impasible hacia Jonah—. Me gustaría contar con tu ayuda en este caso —añadió—. Para ello tendrás que trabajar gran parte de lo que queda del año en las oficinas de Boston. Aja Puvvada y yo ya lo hemos comentado.

Jonah tuvo el autocontrol suficiente para asentir sin alterarse.

—Estoy impaciente por empezar —dijo.

—En este asunto la confidencialidad es de máxima importancia.

—Naturalmente.

—Ningún documento relacionado con este caso debe salir de las oficinas. Ningún documento se puede fotocopiar ni reproducir de ningún otro modo. Por eso los documentos más confidenciales llevan una marca de agua única, para que las copias, si es necesario, puedan rastrearse hasta el documento original. Además, te ruego que la correspondencia digital relacionada con el caso se reduzca a un mínimo absoluto.

Joder, se dijo Jonah. No cabía duda de que lo habían robado.

—Además, se te pedirá que firmes un documento de confidencialidad, aparte de los demás documentos de confidencialidad que puedas haber firmado ya.

—Me parece razonable —dijo Jonah. Y aunque Doug Chen le hubiera pedido que dibujara un pentagrama con su propia sangre sobre el membrete de la BBEC, Jonah habría contestado que le parecía razonable.

Doug Chen se lo quedó mirando y parpadeó como un metrónomo durante varios segundos.

—Me gustaría añadir algo más a título personal. —Lo único que se le ocurrió a Jonah fue que iba a hacer algún comentario sobre los clubs de strippers de Boston (pues esa afición era el único rasgo de personalidad que se le conocía a Doug Chen), e intentó poner cara de póquer, como si asistiera a una discusión acerca de cuánta propina hay que dar cuando traen champán a la habitación de un hotel. Pero Doug Chen dijo—: Soy partidario del principio de la perfección. Los asociados de tu generación parecen sentirse más atraídos por la nociva idea de que sus deberes no van más allá de cumplir con su cometido «lo mejor posible». Lógicamente, sin embargo, lo mejor que uno puede solo es suficiente hasta que deja de serlo. La perfección en cambio es la demanda, y la oferta, no de lo mejor que uno puede hacer, sino de lo mejor en un sentido objetivo.

»Además —añadió—, creo firmemente que la práctica del derecho en sí misma se basa en el principio de la perfección. A saber, la ley se impone solo en la medida en que es interpretada y ejecutada de manera precisa. Todo lo demás es una distorsión de la ley y sus intenciones. De aquí que nosotros, como abogados, solo hagamos nuestro trabajo correctamente si lo llevamos a cabo a la perfección. Y si al alcanzar la perfección no alcanzamos una resolución favorable para nuestros clientes, estoy dispuesto a acatar el resultado. Podemos ser perfectos incluso cuando los hechos quizá no lo sean.

A Jonah le costó tomárselo en serio, del mismo modo que le costaba tomarse en serio a los fanáticos que se paseaban por Times Square en Nochevieja vociferando acerca del fin del mundo. No es que no pensara que Doug Chen hablaba en serio, sino que le parecía increíble que alguien pudiera decir en serio algo así. Dudaba que ninguna otra persona de las que había conocido pudiera pronunciar ese discursito sin introducir al menos un asomo de ironía. Se dijo que ojalá Philip Orengo lo hubiera oído. De todos modos, estaba claro: Doug Chen creía en la perfección. Y, de hecho, eso explicaba para Jonah su obsesión con las strippers. Al fin y al cabo, había una gran minuciosidad en la naturaleza transaccional de los encuentros en un club de strippers: eliminaban las ambigüedades, el misterio y la imprevisibilidad física ligada al sexo. Eso realmente podía resultar atractivo a una mente tan reacia a la idea del error y de la imprecisión.

—Bueno, seré honesto contigo, Doug —dijo Jonah con su voz de «voy a serte franco» que había perfeccionado mientras hablaba en las clases de la Facultad de Derecho y que tanto le había servido en su carrera desde entonces—. Comprendo la oportunidad que representa trabajar en un caso de la BBEC, y lo que ese cliente representa para el bufete. Si es perfección lo que quieres, perfección es lo que te daré. —Pero tras haber dicho esas palabras, por primera vez sintió una punzada de angustia al pensar en su nuevo cometido. A fin de cuentas, ¿no acababa de prometer hacer algo que era, por definición, imposible?

Doug Chen repitió su gesto de levantar una sola mano.

—No tengo ninguna razón para creer que no vayas a resultarnos valioso a la hora de obtener un resultado satisfactorio en este caso.

No era exactamente una palmadita en la espalda, pero Jonah intentó tomárselo como un voto de confianza.

—Gracias, Doug.

—Esta tarde te llevarán los expedientes a tu despacho. Revísalo todo. Volveremos a hablar el lunes por la mañana.

—De acuerdo. —Jonah se puso en pie y se estrecharon la mano. Doug Chen tenía la mano fría y, al igual que su cara, prácticamente carecía de superficie, como si no hubiera pliegues ni arrugas en la palma. Se puso a teclear otra vez y Jonah se dirigió hacia la puerta, dejándola entreabierta, tal como la había encontrado.

Había recorrido la mitad del pasillo cuando ya no pudo reprimir un contenido gesto de triunfo con el puño.

—BBEC —dijo entre dientes—. Joder, sí.

El recorrido por el pasillo al salir de la oficina de Doug Chen constituiría la cúspide de la satisfacción con la que Jonah había comenzado la jornada. Mientras llevaba esperando más de media hora en la plaza adoquinada que había delante del edificio de Zoey, casi toda esa sensación había desaparecido. En aquella plaza no había ni una sombra, y los adoquines parecían reflejar el espantoso calor del mediodía. Ya se había quitado la americana, se había aflojado la corbata y se había desabrochado el botón del cuello de la camisa, y estaba inmerso en la contraproducente actividad de concentrarse lo máximo posible en no sudar. Pero a pesar de esas medidas (o a causa de ellas), sentía un charco de humedad formándose en la zona lumbar, en el torso y por debajo del pecho; continuamente tenía que secarse el sudor de la cara con el dorso de la mano derecha, en la que sujetaba el teléfono.

En aquel calor resultaba agotador incluso buscar a Zoey con la mirada: seguir con los ojos a todas las mujeres que surgían de los ascensores situados al fondo del vestíbulo acristalado y salían por las puertas giratorias de entrada al edificio. Descubrió que cuantas más personas miraba, más parecía borrarse la frontera entre Zoey y no-Zoey, como si intentara engañarse para poder irse con cualquiera a cualquier lugar que estuviera cinco grados más fresco. En algún momento llegó al extremo de levantar una mano para saludar a alguien que resultó ser una mujer india treinta años mayor que Zoey, después de haberse convencido por un momento de que a lo mejor se había hecho un nuevo corte de pelo y se había bronceado con espray desde la última vez que la viera.

Volvió a mirar el teléfono. Habían pasado dos minutos desde que lo comprobara por última vez. No podía quedarse mucho más: había salido de la oficina hacía casi una hora, y aunque él y Zoey no llegaran a sentarse para almorzar, sería difícil regresar a tiempo para la reunión de la una y media que tenía en el calendario. Además, necesitaría un poco de tiempo antes de la reunión, no tanto para revisar el material que tenían que comentar, sino para quedarse sentado en su oficina con aire acondicionado durante unos diez minutos y dejar de sudar.

Consideró volver a llamar a Zoey y mandarle otro mensaje de texto, pero no había contestado a las cuatro primeras rondas enviadas; dudaba que contestara a la quinta. Además, creía que tampoco podía meterle muchas prisas, teniendo en cuenta lo que había venido a hacer.

En algún momento el calor reavivó las dudas que aún tenía acerca de la conversación: las exacerbó, se mezcló con ellas y formó una masa indistinguible. Creció la tentación de simplemente abandonar el barco. Podía mandarle un mensaje a Zoey para decirle que no había podido esperar más, que tenía que volver a la oficina, y no mencionarle nada de que tenían que romper. Al fin y al cabo, de haber sabido que tenía un caso de la BBEC que celebrar, podría haber esperado hasta el fin de semana para poner fin a su aventura.

No obstante, se recordó que no solo había argumentos de índole moral (la fuerza de los cuales parecían haberse diluido considerablemente en el curso de la mañana) favorables a la ruptura. También existía lo que se podría denominar el peso de los precedentes. A saber, él y Zoey habían estado rompiendo y volviendo juntos durante casi diez años: habían terminado de mutuo acuerdo, o no; habían estado semanas o meses sin hablarse, y luego de repente se habían enviado un correo, o un mensaje desde un bar o una fiesta; acostándose otra vez juntos, saliendo juntos otra vez, y luego —al parecer por la fuerza de la misma gravedad que los había juntado de nuevo— volvían a romper y juraban no volver a hablarse nunca, y de inmediato volvía a comenzar el proceso, una vez y otra y otra. En todas sus encarnaciones a lo largo de los diez últimos años —acostándose, saliendo de manera informal, saliendo en exclusiva, engañando a sus respectivas parejas, engañándose cuando eran pareja— jamás consiguieron nada sostenible, nunca lograron recuperar el amor vibrante y sin perspectivas de sus primeros meses. Ese amor había dado paso a la realidad, se dijo Jonah, y la realidad resultó ser un entorno que no se adaptaba a su relación en ninguna de sus formas. Sin duda no había ninguna razón para pensar que esta última reiteración fuera distinta, dado que él se iba a vivir con Sylvia y ella salía con Evan, un actor que trabajaba de manera intermitente y con el que ella llevaba saliendo casi un año de manera intermitente. Si no terminaba hoy, terminaría cualquier otro día.

Se dijo que acababa de exponerse el caso de manera bastante convincente, pero tal afirmación quedó desmentida casi al instante cuando vio a una joven de mediana estatura, morena y de hombros estrechos, caminando con esos característicos pasitos cortos y bruscos, que eran a la vez apresurados y mesurados —como si resistiera el impulso de correr—, que de inmediato reconoció como Zoey.

Llevaba el teléfono apretado contra la oreja. Cuando él se acercó, Zoey sonrió —un instante, con aire de disculpa— y devolvió la atención a la persona con la que estaba hablando. «Entonces ¿queremos enlazarlo a su página?», le dijo al móvil, moviendo la punta del pie de manera nerviosa, con el pulgar en la boca y una expresión de ceñuda concentración mientras su mirada se perdía a media distancia. Llevaba un vestido blanco y negro estampado con las manchas de Rorschach y zapatos negros de tacón alto, y Jonah distinguió, en la silueta creada por el sol que se derramaba en la plaza, la forma de su esbelta figura debajo del vestido, los contornos más oscuros del sujetador y las bragas. Descubrió que no podía dejar de mirarla, a pesar de cuáles eran sus intenciones, y a pesar de haberla visto completamente desnuda quizá miles de veces antes. Al final Jonah fingió interés en su propio teléfono y se recordó que Sylvia también tenía un cuerpo magnífico, aunque de un estilo muy distinto.

—Entonces podemos enviarlo todo, ¿no? —estaba diciendo Zoey—. Y definitivamente tenemos que conseguir una frase de su publicista…

Por utilizar un término que ella misma había acuñado, era una chica-B: escribía para el blog Glossified, una página web de cultura y chismorreos popular entre las jóvenes urbanas. Era un trabajo que muchos le envidiaban, al menos muchas jóvenes urbanas, pero que de manera muy característica Zoey odiaba. Su carrera profesional le resultaba una fuente de profunda y persistente angustia, al igual que la inmensa deuda de su tarjeta de crédito, su recurrente úlcera, el hecho de tener una talla de pecho pequeña, y su nariz: larga y alejada del rostro, con una leve protuberancia en el centro a la que ella se refería como «la rampa». A pesar de que Zoey la detestaba, Jonah consideraba que su nariz era su característica más SEXY, la que proporcionaba a su cara ese carácter distintivo que, fuera por la razón que fuera, siempre asociaba a la letra Z.

De hecho, todo lo que a ella la molestaba tanto de sí misma a Jonah le resultaba atractivo; incluso la persistencia de todas aquellas angustias (que Jonah consideraba infundadas) le parecía encantadora. Y mientras observaba cómo Zoey le fruncía el entrecejo a la persona con la que estaba hablando por teléfono, cómo seguía mordiéndose la uña del pulgar (un hábito que Zoey había intentado eliminar desde que él la conocía), se le hacía difícil distinguir entre su resistencia a romper y el afecto que sentía por ella, pues realmente había muchas cosas en Zoey que encontraba deliciosas: las preocupaciones incipientes; su franqueza, su ingenio; su peculiar hábito de decir palabrotas solo en idiomas que no fueran el inglés; el dramatismo de sus expresiones faciales: el que fuera una mujer que arrugaba la frente, que tuviera una risa sonora y con la boca abierta, que al ponerse nerviosa se le tensara la cara desde la frente hasta la barbilla, que tuviera unos ojos castaños y almendrados que se achinaran y lo repasaran todo rápidamente, y que inclinara la cabeza de una manera especial cuando estaba coqueteando.

—¿Quinientas palabras? ¿Doscientas cincuenta? —continuó—. Claro… ¿Y viste los correos? De acuerdo. Llámame al móvil cuando tengas noticias de Anika, ¿de acuerdo? Vale, gracias, ciao. —Desconectó el teléfono, lo dejó caer dentro de su voluminoso bolso, y con la misma mano comenzó a escarbar en él—. No tienes ni idea, Yonsi —era el apodo que le había puesto—, llevo al teléfono sin parar desde que he salido de casa esta mañana. Ni siquiera he tenido la oportunidad de hacerle algo terrible a mi cuerpo. —Sacó un mechero y una cajetilla de cigarrillos, y mediante unos movimientos fluidos y rutinarios se llevó uno a la boca y lo encendió. Mientras respiraba profundamente, le dio un repaso desde los pies hasta la húmeda frente—. Recuerda que es bueno para los poros —dijo a modo de consuelo—. ¿Quieres un pañuelo de papel?

—No, no pasa nada… —dijo Jonah secándose otra vez la frente, mientras la culpa volvía a ocupar un lugar entre las dudas. Era una mujer tan complicada y contradictoria, y de tantas maneras distintas, que el hecho de que fuera tan amable con él a menudo lo descolocaba. Era lo más parecido que había tenido a una madre judía.

Zoey dio otra calada a su cigarrillo.

—La estrella de un programa de televisión que nunca ves está escribiendo un libro sobre sus escapadas gays con la estrella de otro programa que nunca ves. Y la antigua compañera de habitación de Darla es la asistente de algún agente de Los Ángeles, y nos ha enviado la propuesta. Ha provocado una auténtica histeria de masas, Yonsi, todas las chicas-B se han vuelto locas. He tenido cero segundos para contestar a tus llamadas. Los detalles son pura pornografía, ¿y sabes quién tiene que escribir sobre eso? Es lo que he conseguido por graduarme con matrícula en la Universidad de Nueva York. Creo que soy la persona con el trabajo más tedioso de todas las que conoces.

Jonah le echó un vistazo a su teléfono: solo le quedaban cinco minutos. De nuevo meditó dar marcha atrás. Pero se conocía, sabía que si no lo hacía en ese momento, pasarían semanas antes de encontrarse en situación de hacerlo. Se recordó que era lo correcto. Así que aspiró con una decidida calma y dijo:

—Mira, Zoey…

Zoey de inmediato apretó los ojos y estudió la cara de Jonah con recelo. Dejó escapar un suspiro de disgusto.

Scheisse, Yonsi…

—Zoey…

—Por favor, deja de pronunciar mi nombre como si te acabaras de enterar de que se me ha muerto el gato.

—Simplemente pensaba que…

—¿Me lo vas a hacer otra vez?

—¿Cuántas veces me lo has hecho tú?

—Sí, pero siempre he tenido una buena razón.

—Sylvia y yo…

Zoey puso los ojos en blanco de manera preventiva.

—Ella no cuenta como buena razón.

—Nos vamos a vivir juntos.

Había pretendido transmitir esa información de manera más suave, pero de inmediato se había encontrado a la defensiva, con lo que las razones más convincentes habían salido trastabillando. Naturalmente, a lo largo de los últimos diez años había habido muchas revelaciones como esa: he conocido a alguien importante para mí, mantengo una relación seria con esa persona importante para mí, solo voy a salir con ella… Solo tres meses antes Zoey había mencionado —de manera un tanto sombría— que Evan había comenzado a hacer veladas referencias a la posibilidad de que en algún momento se prometieran. Pero el hecho de vivir con otra persona era algo nuevo para ellos, y quizá porque era nuevo, Zoey pareció desconcertada al oírlo, y su primera reacción fue:

—Pero si dijiste que ella ni siquiera votó a Obama.

—Dije que no creía que hubiera votado a Obama —contestó Jonah, aunque la única razón por la que no estaba seguro era que no quería preguntárselo y saberlo con certeza.

Ella preguntó con escepticismo:

—¿De verdad quieres vivir con Schlampe[4]? —Era el apodo que le había puesto a Sylvia.

—No lo sé —contestó él más honestamente, comprendió, de lo que debería—. La verdad es que veo un futuro con ella —añadió enseguida—. Y lo nuestro —añadió— simplemente no nació para durar.

Este punto le parecía bastante evidente, irrebatible, vaya. Pero mientras la observaba, se iniciaron unos diminutos temblores en los labios y la frente de Zoey, presagio inconfundible de lágrimas. Aunque solo había fumado la mitad del cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la punta del zapato mientras las dos manos comenzaban a escarbar en el bolso para coger otro.

—Tienes un gran talento para decir las cosas más dolorosas.

—Zoey… —comenzó a decir Jonah.

—Ahí está otra vez esa palabra —le dijo Zoey a su bolso.

—Sabes que nunca he querido hacerte daño —murmuró Jonah.

—Eso debe de hacer que te sientas mucho mejor. —No levantó la mirada hasta que no tuvo otro cigarrillo entre los labios. Mientras hacía chasquear el mechero, dijo—: ¿No funcionaría por culpa de la talla de mi sujetador? ¿Porque no fui a Harvard como Schlampe?

—Vamos, Zoey, ni siquiera estamos saliendo —dijo mientras la culpa daba paso a cierta irritación.

—Por tanto, ¿no debería importarme que me dejes para irte a vivir con otra?

—¡No te estoy dejando porque no estamos saliendo!

—Supongo que no conozco la definición legal de dejar a alguien. Pero claro, tampoco he ido a la Facultad de Derecho de Columbia…

—¡Tienes novio! ¡Estás pensando en casarte!

Zoey levantó la mano que sujetaba el cigarrillo y agitó el dedo anular sin anillo.

—Tú fuiste el que dijo que no significaba nada hasta que no me comprara un anillo.

—Yo no dije eso. —Aunque sabía que lo había dicho.

—No, claro, no pasa nada —dijo ella con fingida despreocupación—. No veas cuánto deseo un matrimonio desdichado con un hombre que no puede mantenerme. Quizás algún día vea a Schlampe empujando un cochecito con uno de tus bebés rubitos por Prospect Park.

Se dio media vuelta y se quedó con la mirada perdida en el tráfico de la Séptima Avenida, con la frente aún temblándole un poco, aunque la boca se le había arrugado y tensado en una expresión dura. Jonah echó una mirada al teléfono: una gota de sudor cayó de su frente a la pantalla. Si no conseguía un taxi en los tres próximos minutos, llegaría tarde. Y se dijo que no tenía sentido continuar aquella conversación. Si algo había aprendido de sus anteriores rupturas —con ella, con cualquiera— era que todo lo que fuera más allá de transmitir el mensaje concreto y esencial era una especie de ritual de agravio: un teatro kabuki en el que la parte ofendida intentaba provocar en el otro el máximo sentimiento de culpa, mientras que la persona que había cometido la ofensa intentaba poner fin a la conversación sin dar más motivo para que lo consideraran un gilipollas o, al menos, para poder huir antes de que empezaran los llantos.

—Zoey, has llegado tarde, tengo que irme…

—Mi terapeuta dice que tengo un problema con las pautas —respondió, dando otra calada al cigarrillo y expulsando el humo por la comisura de la boca—. La doctora Popper me ha dicho que mi ansiedad me impulsa a hacer las cosas que hago siempre, aunque sean malas para mí. Surgió tu nombre. Es terrible, lo sé. Gracias por hacerla quedar como alguien tan inteligente. —Le dio un puñetazo (fuerte) en el brazo.

—Joder —dijo Jonah. Pero sabía que el puñetazo era, si no exactamente cariñoso, no del todo hostil. Al menos significaba que reconocía algo—. Mira, me siento una mierda por esto —le dijo.

—Eres muy amable al decirlo. —Ahora estaba en perpendicular a él, y eso disminuía la transparencia de su vestido (cosa que era un alivio), pero le permitía leer todo el perfil de su nariz, y eso no era un alivio. No es que Zoey fuera más guapa que Sylvia; según los cánones convencionales, no lo era. Era simplemente que en la cara de Zoey ocurrían muchas más cosas que en los atractivos rasgos cien por cien americanos de ascendencia irlandesa de Sylvia. Zoey le devolvió la mirada, su iris castaño llenaba la comisura del ojo derecho—. Dime la verdad. Si no hay anillo, ¿significa que no hay nada?

Jonah se limpió el sudor de la nuca.

—Solo me hacía el gilipollas. Claro que hay algo.

No supo decir si eso consoló o afligió aún más a Zoey. Le pareció que ella tampoco lo sabía. Sus sentimientos hacia Evan siempre habían venido marcados por una profunda ambivalencia.

—Pero tú le comprarás un anillo a ella, ¿esa es la idea? —preguntó Zoey—. ¿Seréis tú y Schlampe?

No contestó. No sabía la respuesta, y no habría sabido expresar ninguna respuesta, teniendo en cuenta quién se lo preguntaba. Pero se imaginaba que sí, él y Schlampe. ¿No era ese el fin de todo aquello?

—Me han dado un caso de la BBEC —le dijo Jonah—. Trabajaré con Doug Chen, ya sabes, el aficionado a las strippers. Eso me deja en buena posición para que me nombren socio. —Comprendió lo injusto que eso era para ella: la dejaba y al mismo tiempo mencionaba lo bien que le iba todo. Pero para él era importante que ella lo supiera, por alguna razón.

Zoey se volvió hacia él y sonrió de una manera no del todo convincente, pero que pugnaba por ser sincera.

—Me alegro por ti, Yonsi. Has trabajado mucho para conseguirlo. —Se llevó el cigarrillo a la boca, pero no acabó el movimiento—. El caso es —dijo— que lo entiendo. Parece la clase de chica con la que querría casarse un socio del bufete. Y no, no es exactamente un cumplido, pero es algo mucho más amable que todo lo que tú has dicho de Evan. Y sí, más o menos es mi novio, y supongo que existe alguna posibilidad de que me pida que me case con él. Es solo que… —Volvió a llevarse el cigarrillo a la boca y expulsó el humo en un suspiro. Su expresión traslucía fatiga y desamparo—. Pensaba que esta vez las cosas nos iban bien.

—Y nos iban bien, nos iban bien, pero…

—¿Cómo es que nunca has querido vivir conmigo?

Jonah fue presa de una intensa ternura hacia ella, tuvo el impulso de abrazarla, de decirle que no había hablado en serio. Y tanto daba que lo impulsara la culpa, la nostalgia, las ganas de evitarle dolor o un genuino afecto: seguía siendo ternura.

—Tampoco es que en un momento dado rechazara la idea de vivir juntos.

—Últimamente hablas siempre como un abogado —farfulló Zoey.

Por suerte, o eso pensaría más tarde Jonah, en ese momento su teléfono pitó para recordarle que tenía una reunión.

—Lo siento, Zoey, tengo que irme.

—Sí, sí, sí —dijo ella—. No creas que yo no tengo quinientas palabras que escribir acerca de dos estrellas de televisión escondidas para meterse mano. Mientras tanto, tú y la Schlampe podéis comenzar una nueva vida. —De un capirotazo arrojó el cigarrillo más o menos hacia los zapatos de Jonah—. En el pasado, cuando me hacías esto, me sonaba el teléfono a la una de la madrugada, hablabas arrastrando las palabras, y la Schlampe o quien fuera no estaba contigo, y te estás preguntando si a lo mejor quiero revivir aquella vez en el W.

—Esta vez no pasará. —Zoey frunció los labios como si lo dudara, como si hubiera oído antes lo mismo, cosa que probablemente era cierta. En un esfuerzo por convencerla de su seriedad, Jonah añadió—: Lo que hacíamos estaba muy mal.

Zoey estudió su cara con mucho detenimiento durante un segundo.

Vai all’inferno e restaci, Yonsi —dijo.

—Deduzco que lo que acabas de decir no ha sido muy amable.

—¿Qué te importa? Yo no soy más que la chica con la que engañas a tu novia, ¿no? —Se recolocó el bolso en el hombro—. Qué bien cuando no vuelva a saber de ti. —Se alejó y entró en el edificio.

Jonah la observó mientras cruzaba el vestíbulo y desaparecía dentro de un ascensor. Se quedó unos momentos más en medio del calor, pensando que ojalá hubiera logrado comunicarle que, aunque de hecho tenía la intención de no volver a verla, ella le importaba muchísimo. Cuanto más pensaba en ello, más frustrado se sentía, y al final concluyó que cualquier intento de comunicar una idea tan claramente contradictoria estaba condenado desde el principio. Se secó el sudor de la cara una vez más, irritado por el calor, por cómo había transcurrido la conversación y sobre todo por habérsela encontrado seis meses atrás en St. Mark’s Place, delante de un teatro en el que actuaba Evan, la única razón por la que empezaron a hablar otra vez y volvieron a acostarse juntos y todo volvió a ocurrir, y farfulló un «maldita sea» dirigido a esa desdichada casualidad. Pero ya se había puesto en marcha, gracias a Dios, abandonando la plaza, dirigiéndose hacia la calle, donde varios taxis libres estaban parados en un semáforo. Había sido una mierda, pero podría haber sido peor. Y, lo más importante, ya estaba hecho.

Para convertirte en socio de Cunningham Wolf —y esa había sido la meta de Jonah desde su primer día como becario de verano en el bufete— tenías que facturar una media de 3000 horas al año. Era una regla no escrita, y por eso era aún más fiable. Facturar 3000 horas al año significaba generalmente trabajar al menos 3500. Eso era una media de nueve horas y media al día, 365 días al año. En la práctica, sin embargo —porque incluso los asociados más ambiciosos se tomaban algún día de fiesta, fuera por un cumpleaños o por una resaca de lunes—, eso significaba que casi todos los días trabajabas doce o catorce horas, sin exceptuar los sábados, además de medio día casi todos los domingos. En conjunto, Jonah imaginaba que había trabajado al menos 17 500 horas desde que se graduara en la Facultad de Derecho cinco años antes. Eso eran más de dos años seguidos de expedientes, memorándums, declaraciones, presentaciones de instancias, correos electrónicos, reuniones, comida preparada, colegas hipócritas, socios abusones, clientes histéricos, ayudantes incompetentes, los bajones del primer año, jueces seniles, chismorreos, rumores, mociones, desestimaciones, acuerdos, teleconferencias y cuatro (o más) tazas de café al día. Y ahora solo un caso le separaba de que lo nombraran socio.

Así que cuando volvió a su apartamento, Jonah abrió una botella de whisky escocés de trescientos dólares que había comprado en un viaje con unos amigos de la Facultad de Derecho a las Tierras Altas de Escocia. El hombre que se la vendió —de marcado acento irlandés, patillas broncíneas, el estereotipo del escocés, excepto en el hecho de no llevar la falda escocesa— le había puesto tres botellas en la mesa, delante de él y sus amigos, y pasando la mano por encima de cada una, había dicho: «Este es el whisky que bebes con el padre de tu esposa el día de tu boda. Este es el que bebes cuando nace tu primer hijo. Y, chicos, este es el que bebes cuando nace tu primer varón». Era una buena frase, todos los del grupo de estudiantes de derecho americanos soltaron una carcajada en lo que probablemente serían las últimas vacaciones de verano de su vida. Por supuesto, todos compraron.

Vertió el líquido entre dorado y ámbar en un vaso que sacó del lavaplatos. Nunca había tenido la intención de esperar a que naciera su primer hijo; la paternidad no era un tema en el que pensara demasiado. Se había imaginado que con el tiempo abriría la botella para celebrar algún momento importante de su carrera, y a lo largo de los años eso se había concretado en llegar a ser socio de Cunningham Wolf. Cierto, todavía no era socio y todo podía salir mal. Podía cagarla con la BBEC, y un asteroide podía impactar en el 813 de Lexington. Pero ninguna de las dos cosas era muy probable. De hecho, lo del asteroide parecía más probable. Había aprendido todo lo que hacía falta para triunfar como abogado: hacía falta inteligencia, y la tenía de nacimiento; hacía falta diligencia, lo cual, en última instancia, tan solo era cuestión de decidir ser diligente; hacía falta un mínimo de talento interpersonal, una gran tolerancia para las chorradas y empeñarte en tener siempre la razón: él lo tenía todo, lo había adquirido, parecía aumentar cada día. Así que, dejando aparte la posibilidad de que la BBEC operara de manera distinta de las otras empresas que aparecían en Fortune 100 con un territorio que proteger (y sabía que no sería el caso), y eliminando lo del asteroide o lo que fuera, en unos años sería socio de uno de los bufetes más antiguos y prestigiosos de la ciudad.

Se dirigió a la sala de estar con el vaso en la mano. Llevaba tres años viviendo en aquel apartamento, pero no había conseguido instalarse del todo; detrás del sofá todavía se apilaban unas abultadas cajas de cartón. Antes de Sylvia había sido peor: las cajas servían de cómoda en el dormitorio y de improvisada mesa de entrada junto a la puerta. Sylvia había puesto un poco de orden, tal como era su costumbre, y en cuanto a las últimas cajas que quedaban detrás del sofá, los dos opinaban que no tenía sentido preocuparse. Jonah pronto volvería a mudarse.

Al otro lado de las ventanas de la sala de estar, un crepúsculo morado se abatía sobre la ciudad: las ventanas de las fachadas de los edificios brillaban hasta convertirse en cuadraditos de oro. Parecía como si la ciudad se vistiera con sus ropas más vistosas y llenas de color para el viernes por la noche que le esperaba. Los bares se llenarían, se formarían colas en los restaurantes y los estrenos comenzarían la función. Normalmente no le importaba pasar los viernes por la noche solo en casa. En general le alegraba pedir comida preparada y emborracharse en el sofá, mirando cualquier cosa en la televisión, haciendo un poco de descompresión. Pero aquella noche, al otro lado de las ventanas percibía ese aliento contenido antes de que la ciudad se zambullera en la noche. Dio su primer sorbo al whisky de trescientos dólares. Durante su viaje a las Tierras Altas se había vuelto un experto en el argot del whisky escocés: sabor a malta, a turba, envejecido en roble, aromático. Ya se había olvidado de todo; lo mejor que se le ocurría para describir aquel whisky era que realmente estaba bueno de cojones.

Cogió el teléfono y llamó a Sylvia. Era analista sénior en Ellis-Michaels, y durante los dos últimos meses había pasado las semanas y casi todos los fines de semana en Chicago trabajando en un acuerdo, cuyos detalles no podía divulgar. Allí eran solo las siete, y casi con toda seguridad estaría trabajando, pero aún no había hablado con ella en todo el día, no le había contado las buenas noticias.

Sylvia contestó después de varios pitidos.

—Eh, todavía estamos trabajando. ¿Puedo llamarte dentro de tres horas?

—Puede —dijo Jonah—. A lo mejor salgo.

—Pues entonces te llamaré al móvil —contestó ella.

—No volveré tarde. Puede que vuelva antes de que mañana nos encontremos con el agente inmobiliario.

—Puede que esto me lleve hasta medianoche.

Los dos estaban de acuerdo en que los frecuentes viajes de Sylvia a Chicago habían tensado un poco su relación. Jonah ya podía percibir la competencia implícita en las palabras de ambos. ¿Quién trabajaba más? ¿Quién tenía menos tiempo para quién? ¿Quién imponía exigencias injustas al otro? Aquella noche Jonah no estaba en posición de pedir gran cosa: ella vendría la mañana siguiente para ir a ver apartamentos con él; cenarían juntos, y luego ella volvería a Chicago esa misma noche para estar en la oficina el domingo por la mañana. Naturalmente, él no le había pedido que lo hiciera, pero ella no se había recatado en manifestar la molestia que era todo eso, el esfuerzo que le suponía, y que lo hacía por los dos.

—Escucha, ¿tienes treinta segundos? —preguntó Jonah—. Quiero decirte una cosa.

Jonah oyó ruido de pasos, una puerta que se cerraba.

—¿Qué pasa?

—Tengo un caso de la BBEC. A lo mejor el mes que viene vamos a juicio.

—¿De verdad? —dijo Sylvia—. ¿Eso significa que te harán socio?

—En un par de años, pero sí, eso es lo que significa.

—Es una noticia fantástica. Felicidades, Jonah.

—Me lo he currado mucho.

Hubo un silencio, y ella dijo con una suerte de resuelto entusiasmo:

—Me alegro mucho por ti.

Y él supuso —supo— que Sylvia pensaba en lo (aparentemente) estancada que estaba su carrera. El próximo peldaño para ella en la escalera de Ellis-Michaels era ser vicepresidenta, y la empresa era conocida por no tener a ninguna mujer de vicepresidenta, por no tener a ninguna mujer en ningún cargo importante, de hecho. Tal como explicaba Sylvia, no querían pagarle 500 000 dólares al año a alguien para que se quedara embarazada.

Jonah le dio otro sorbo a su maravilloso whisky. No es que él no lo comprendiera, pero:

—¿Te resulta imposible alegrarte por mí?

—Acabo de decir que me alegro por ti.

—¿Lo decías en serio? —Ella no contestó.

Jonah se la imaginaba: de pie en algún pasillo —enmoquetado, con luz de fluorescente, todos los cubículos vacíos a su alrededor—, vestida con un traje chaqueta y debajo un sujetador deportivo (Sylvia decía que de otro modo los trajes chaqueta nunca le sentaban bien, pues sus grandes pechos suponían para ella la misma carga que los pechos pequeños para Zoey), el pelo cortado a lo paje con una raya perfecta casi hasta la coronilla, ese fruncimiento de ceño en la cara que siempre ponía cuando estaban en desacuerdo —como si ella no se enfadara ni se sintiera culpable, y simplemente tolerara la molestia—, la nariz pequeña y simétrica, con las fosas nasales siempre un poco separadas. Cuando discutían, él enseguida comprendía por qué Sylvia había tenido éxito en una industria dominada por hombres. Lograba proyectar una fabulosa intensidad en su rostro y en su cuerpo de metro sesenta y cinco. Jonah intuía que Sylvia había desarrollado esa visible dureza después de toda una vida de tratar con su padre, pero a ella no le gustaba hablar de esa relación ni de sus consecuencias.

—De verdad que me alegro por ti, Jonah —dijo Sylvia por fin—. Tengo mil cosas entre manos, pero sí, de verdad que me alegro por ti. Le pediré a Linda que nos haga una reserva en Le Bernardin para celebrarlo mañana por la noche.

Lo último que había pretendido al llamarla era discutir, así que aceptó su propuesta de llevar la conversación en una dirección más amistosa.

—Me parece estupendo —dijo Jonah—. Ojalá estuvieras aquí para celebrarlo esta noche. —Y antes de que ella pudiera contestar, añadió—: Ya sé que no estás en Chicago por gusto. Es solo que… bueno, es una lástima.

—Eres un abogado excelente. Te lo mereces.

—Podemos decirle al agente inmobiliario que nos busque apartamentos de seiscientos mil dólares.

—Es verdad —dijo Sylvia—. Había un loft en Bond Street, ¿te acuerdas? ¿No te envié un correo?

Los lofts no eran su tipo de vivienda preferido; le gustaban las puertas. Pero dijo:

—Sí, ya me acuerdo. Era un piso fantástico.

—Es emocionante, Jonah.

—Voy a pasar mucho tiempo en Boston.

—Bueno —dijo Sylvia—, desde LaGuardia se tarda una hora en el puente aéreo. —Y eso le recordó a Jonah algo que le encantaba de ella: lo poco que la desanimaban las circunstancias, su capacidad para adaptarse y salir adelante, en contraste con… bueno, otras personas.

—Mira, Sylvia, sé que las cosas últimamente no han sido del todo perfectas —dijo Jonah.

—Ahora no puedo hablar de eso —contestó ella enseguida.

—Lo sé, lo sé. Creo que tenemos un gran futuro juntos.

Ella tardó un momento en contestar. Y a continuación dijo en un tono calmo y mesurado:

—Eso significa mucho para mí, Jonah. —Y enseguida, en voz más alta—: De todos modos, debería volver al trabajo.

—¿Hoy habéis empezado pronto?

—A las cuatro y media, y en la sala de juntas a las seis.

—Jesús. Cuelga ahora mismo, Syl.

—Te veo mañana por la mañana.

—Te quiero.

—Yo también. Te veo mañana.

Colgó, reafirmado en su decisión de cortar con Zoey. No podía negar que el afecto que sentía por ella, que llevaba durando casi una década, le acompañaría siempre de una u otra forma. Pero ¿acaso Zoey tenía la menor idea de lo que costaba convertirse en socio de un gran bufete de Nueva York? Desde luego que las chicas-B trabajaban muchas horas. Pero una cosa era trabajar muchas horas, y otra trabajar 17 500 horas. Sylvia sí podía decirle que merecía ser socio y lo que eso significaba. Ella también hacía horarios brutales en una industria brutal. En ese sentido, era igual que él.

En resumidas cuentas, lo suyo con Zoey no podía funcionar. Quizás hubiera podido funcionar tiempo atrás, pero ahora las cosas estaban descontroladas. Durante diez años no habían avanzado, dando vueltas y vueltas al hecho ineludible de que eran incompatibles. La relación entre él y Sylvia, por otro lado, había avanzado según una pauta constante y reconocible: de la cita a ciegas a las citas semanales; de las citas semanales a verse tres veces por semana; hasta llegar a una (supuesta) monogamia y exclusividad; y ahora se iban a vivir juntos. Es cierto que las cosas entre ellos últimamente no pasaban por su mejor momento, pero ambos concluían que era porque no se veían lo bastante, y el vivir juntos ayudaría. Y sí, en los últimos meses había estado follando con Zoey, pero aquello se podía considerar los últimos tics reflejos de una antigua costumbre; la memoria muscular del pene, desvaneciéndose poco a poco, se dijo con una sonrisa. Ahora podía concentrarse —por completo y con absoluta sinceridad— en Sylvia. Apuró el whisky que le quedaba, y en su satisfacción imaginó que saboreaba una satisfacción con la vida en general. Entró en la cocina y se sirvió otro.

Se apoyó contra los fogones (quizás habría comprobado si estaban en marcha de haberlos puesto en marcha alguna vez) y repasó los números de su móvil, impaciente por compartir la buena noticia, su buen humor. Su padre, que recaudaba fondos para el Partido Demócrata con un cargo indeterminado, aquella semana estaba en Londres por negocios, y allí eran las dos de la madrugada. Probablemente a esa hora estaría en la cama, supuso Jonah, después de haber tomado una opípara cena con un consiglieri del Partido Laborista, y probablemente con alguna mujer a su lado, que o bien se había llevado a Londres o había conocido allí o, por lo que sabía Jonah, quizá se tratara de su novia de Londres. Desde que se divorciara de la madre de Jonah, décadas antes, su padre había tenido muchas parejas, y era difícil llevar la cuenta. Por un momento Jonah consideró llamar a su madre, pero enseguida lo descartó. Su madre llevaba un negocio de catering, el cual, por lo que ella decía, en la última década se habría ido a la bancarrota solo con que le hubieran cancelado una sola boda. Cada vez que le contaba a su madre alguna noticia sobre su carrera, ella aprovechaba para describir las penalidades y las tribulaciones de la suya. Se comportaba como si Jonah no respetara lo que ella hacía, cosa que a él siempre le había parecido absurda hasta que comprendió que era su padre quien no respetaba su trabajo. Los padres de Jonah habían convertido en costumbre utilizarle para quejarse el uno del otro.

El hecho de que le hubieran asignado un caso importante que lo encarrilara hacia la categoría de socio no era la clase de noticia que pudiera compartir con sus amigos de la Facultad de Derecho, al menos sin sonar arrogante: casi todos ellos trabajaban en bufetes de la competencia, y se habían propuesto las mismas metas que él. Quizá Philip Orengo se alegrara por él, pero también le diría que la BBEC era una multinacional corrupta y responsable de innumerables abusos en el mundo en vías de desarrollo y que Cunningham Wolf acababa de devorar lo que quedaba de su alma.

Finalmente llegó al número de su prima Becky. Era prima por parte de padre, tenía treinta y pocos años y se había trasladado a Nueva York un par de años antes para trabajar de administrativa en un sello discográfico. No la veía tanto como debiera, pero le caía simpática, y siempre se habían llevado bien en las reuniones familiares durante las fiestas o las bodas. La muchacha exhibía ese espíritu libre característico de la rama familiar de su padre. La llamó.

—¡Jonah! —exclamó entusiasmada al contestar.

—¿Cómo te va? —dijo Jonah.

—¡No me puedo creer que me hayas llamado!

—No, ya lo sé, el trabajo me…

—Estaba segura de que te olvidarías de mi cumpleaños.

—Va, que somos familia —dijo improvisando—. Feliz cumpleaños, Becky.

—¡Vaya, gracias, Jonah! ¿Vas a venir esta noche?

Se quedó mirando la esfera negra del microondas, como si le fuera a ayudar a hacer memoria. ¿Había recibido alguna invitación por Evite a una fiesta de cumpleaños?

—Sí, lo estaba pensando. ¿Puedes volver a darme la dirección?

—Calle Cincuenta y tres Este, número 391, entre la Primera y la Segunda Avenida. Llámame cuando llegues, porque a lo mejor estaremos en la azotea.

—Calle Cincuenta y tres Este, número 391, entre la Primera y la Segunda. Traeré champán.

—Sería perfecto —dijo—. Sé que todo el mundo traerá cerveza, pero uno de los amigos de Aimee va a traer un barril. —Jonah se dijo que a lo mejor había oído mencionar anteriormente a esa Aimee, pero no estaba seguro—. La cosa ya está en marcha, así que ven cuando quieras. Ya estoy muy borracha, Jonah. —Oyó que alguien llamaba a su prima—. Nos vemos —dijo Becky, y colgó.

Jonah se llevó el vaso de whisky al dormitorio, se puso unos tejanos y una camiseta, y acto seguido se llevó el vaso al cuarto de baño. Orinó, se puso desodorante por debajo de la camiseta y se examinó la cara en el espejo: la frente despejada, los ojos castaños profundamente engastados, el pelo oscuro con entradas pero todavía espeso, la nariz que siempre había considerado un tanto ambigua, pues desde cierta perspectiva parecía grande y ganchuda de un estilo judío estereotipado, y desde otras se veía más clásica y romana, como las que podías ver en los bustos de César del Metropolitan; y cuando la miraba de frente, como en ese momento, se veía incluso un poco estrecha, una parte intrascendente de su rostro. Tenía una cara atractiva, y en cierto modo la edad la volvía más atractiva, y se le ocurrió que darse cuenta de que tienes una cara atractiva era algo realmente necesario si querías coquetear de manera eficaz (¡pero inocente!) con las veinteañeras que habría en la fiesta de Becky. Apuró lo que quedaba de whisky y se enjuagó la boca con un elixir verde.

Regresó a la sala de estar, se metió la cartera y las llaves en el bolsillo, comprobó el teléfono y vio que tenía un mensaje de Sylvia: «7PM Le Bern confirmado. Me hace ilusión».

Él contestó: «¿Será una cena sin prisas?».

Al cabo de un momento ella replicó: «¡Ahora no! ;-)».

El texto se refería a ciertas escapadas que habían ocurrido durante algunas cenas. Por lo general, Sylvia era un tanto rígida, un poco comedida en cuanto al sexo. Ella culpaba al internado femenino de Connecticut en el que había estudiado, y al hecho de no haber fumado nunca hierba. Pero también tenía una vena transgresora, y al cabo de unas cuantas copas de vino a veces le había hecho una mamada en el cuarto de baño de algún restaurante elegante. Parecía que al menos existía la posibilidad de que mañana añadieran Le Bernardin a la lista. Se dijo que en una novia era una buena cualidad, y Zoey, aunque a veces mejor pero muchas otras peor, era prácticamente esquizofrénica en lo que se refería al sexo.

Y así, con la perspectiva de ver bailar a chicas de veintidós años, de excelente comida y de una mamada en el cuarto de baño, del éxito profesional y de un salario de un millón de dólares y de toda la cacofonía de oportunidades con las que Nueva York se anunciaba llenando su cabeza, abrió la puerta de su apartamento y se adentró en la noche del viernes.

El apartamento de Becky era uno de esos lugares por los que un padre pagaría de buena gana la fianza con tal de que fuera la primera vivienda de su hija en Nueva York: nueva construcción, portero, rampa para la basura, puertas de doble pestillo y una pared de yeso que cruzaba la sala y convertía un apartamento de un dormitorio razonablemente habitable en un apartamento de dos dormitorios apenas habitable. Tampoco es que Jonah estuviera en posición de juzgar. Su edificio era uno de esos lugares a los que se iría a vivir un abogado que nunca estaba en casa.

Desde luego, Becky había hecho mucho más que él para personalizar el espacio habitable. Las paredes estaban pintadas de un alegre tono amarillo, había fotografías y carteles enmarcados de exposiciones de arte, y para la ocasión habían colocado un cartel de FELIZ CUMPLEAÑOS sobre la entrada del dormitorio de su prima. Había instalado mesas plegables en la parte de atrás de la sala, y sobre estas había botellas de plástico de alcohol, refrescos y vasos descartables, cuencos con patatas fritas y magdalenas glaseadas en diversos colores pastel, estas últimas preparadas por Aimee, que resultó ser la compañera de piso de Becky, y de la que esta le había hablado a Jonah varias veces. El barril prometido estaba en la cocina, sobre un gran cubo de plástico lleno de hielo; y un iPod conectado a unos altavoces portátiles reproducía una música que Jonah reconoció como Duane Reade. La proporción chica-chico de los invitados, que se agrupaban en parejas o en pequeños grupos, era de 2:1, y Jonah no pudo evitar sentir lástima de los grupos de muchachos que se asomaban a los bares de toda la ciudad y encontraban una proporción opuesta o incluso peor, cuando en realidad lo que buscaban realmente era una fiesta como esa. De hecho, cuando Jonah entró en el apartamento y vio que las compañeras de trabajo y las amigas de la facultad de Becky habían respondido a la escasez relativa de varones disponibles emborrachándose a conciencia (tal como había observado que sabían hacer las mujeres), casi sintió lástima de sí mismo, involucrado de manera estricta, muy estricta, en su relación.

Relación o no, no había nada malo en ir de fiesta, aún podía celebrar el caso de la BBEC emborrachándose. Nada más llegar había añadido un par de chupitos de celebración del cumpleaños de Becky a los whiskies que había tomado en su apartamento, y también había tomado unas cuantas cervezas del barril, y ya le estaba dando a un vodka con tónica preparado por Aimee, cuya ración alcohol-refresco también resultaba ser de 2:1. Ella y Jonah estaban hablando en la habitación de esta: Aimee estaba sentada ante su escritorio y le enseñaba en su ordenador el blog de alimentación que escribía, intentando convencerle de que lo leyera por encima de su hombro.

—¿Lo ves? —dijo Aimee cuando en la pantalla apareció la fotografía de un helado veteado de carmesí dentro de una pequeña taza de plástico—. Esto es del miércoles. El helado de ruibarbo y anís del camión de Emilia en el SoHo es el mejor de la ciudad. ¡Lo sabrías si leyeras mi blog!

—No sé, Aimee —dijo Jonah afablemente—. El McDonald’s de la calle Cuarenta y cinco hace un estupendo McFlurry. A lo mejor yo también debería escribir un blog sobre comida.

—Venga ya —dijo ella riendo, y desde la silla le dio unos golpecitos suaves en la pierna, algo que, observó Jonah, había estado haciendo cada vez con más frecuencia. Aunque resultaba indiscutible que la chica era mona (coreana, guapa de cara, vestida despreocupadamente con un sombrero de fieltro y una falda), Jonah concluyó que ese roce era algo permisible: quizá malum in se en relación a la monogamia, pero no necesariamente malum prohibitum—. Si te gusta la comida rápida, al menos deberías limitarte a Shake Shack —añadió—. He oído que van a abrir otro cerca del nuevo World Trade Center, o como vayan a llamarlo ahora. —Comenzó a teclear en el ordenador—. Mira, deja que te enseñe otra cosa. —Jonah dio otro sorbo y repasó las fotografías que había en la estantería de Aimee mientras esta tecleaba—. La verdad es que estoy muy dedicada a todo esto —añadió un poco más seria—. Una chica que conozco de cuando estudié en Barnard ya ha conseguido que una editorial se interese por su blog. Todo el mundo lo puede conseguir.

—Lo único que necesitas es un blog y un sueño —dijo Jonah, y ella se rio.

—¡No sabía que los abogados fueran tan graciosos! —dijo Aimee.

—Deberías verme en el tribunal —contestó Jonah, pero una de las fotos le había llamado la atención.

Parecía haberse tomado en un restaurante, mientras Aimee y otras dos mujeres estaban sentadas a una mesa cubierta con un mantel blanco. La mujer que estaba a la derecha de Aimee también era coreana, y se le parecía, aunque tenía la cara más redondeada y llevaba gafas: Jonah imaginó que sería su hermana. Pero la tercera mujer de la foto le interesó: era delgada, de cuello largo y muy pálida, con un abundante pelo negro azabache. Y aunque esbozaba una sonrisa, a Jonah le pareció que tenía algo misterioso.

—En Allen Street hay un pequeño restaurante de comida ecológica sobre el que voy escribir algo en… —estaba diciendo Aimee.

—¿Quién es? —preguntó Jonah, todavía mirando la foto.

Aimee se dio la vuelta.

—Ah, es mi hermana, Milim. Es la única foto que tengo con ella. Ahora es médico. Mi padre está obsesionado con ella, claro.

—No —dijo Jonah, dando un golpecito al cristal junto a la cara de la mujer más pálida—. ¿Quién es? —No sabría decir qué le resultaba tan extraño de ella, qué le otorgaba esa cualidad tan singular. Su nariz era insólitamente grande, y tenía un lunar negro en la parte de arriba del pómulo, pero era la expresión de sus ojos, decidió al fin Jonah, lo que resultaba tan único: vacía (espectral), como si la mujer mirara la cámara desde una gran distancia, aunque esta debía de estar como mucho a un metro.

—Era la compañera de habitación de Milim en Yale, Judith.

Y entonces Jonah recordó dónde había visto antes esa expresión.

—Judith tiene una expresión como si la acabaran de liberar de un campo de exterminio.

—¡No digas eso! —dijo Aimee, riendo—. Es la única foto que tengo de nosotras. Además, la historia de la chica es realmente triste.

Jonah miró a aquella chica, Judith, durante otro momento, y a continuación se encogió de hombros y apartó la mirada.

—Bueno, a veces la vida no resulta como habías previsto —dijo con una exagerada insensibilidad. Volvió a mirar el ordenador, en cuya pantalla aparecía la foto de una quesadilla de espinacas (y tuvo que admitir que parecía muy apetitosa)—. ¿Sabes?, he estado en Taco Bell centenares de veces, y nunca he pedido eso —dijo en broma, esperando con todas sus fuerzas no pensar en Judith de nuevo.

—¡Son espantosos! —dijo Aimee, dándole otra vez unos golpecitos en la pierna—. En serio, te quedarás tieso por un ataque al corazón, te lo digo ahora.

—Eh, chicos —dijo Becky, apareciendo acompañada de un hombre alto de hombros cuadrados al que Jonah pensó que conocía—. ¿De qué estáis hablando?

—De Taco Bell —dijo Jonah.

—Becky, no me habías dicho que tu primo se parecía a Jake Gyllenhaal —le dijo Aimee en tono de broma.

—Ya le gustaría —contestó Becky, lanzándole una mirada cómplice a Jonah—. ¿Puedes ayudar a Jamine con la sangría? Creo que están haciendo un desastre.

—Sí, claro —dijo Aimee, poniéndose en pie—. Jonah, prométeme que seguirás mi blog, ¿vale? Se llama bigcitysmalltables.com. Deja un comentario y a lo mejor algún día podemos probar ese helado. —Le guiñó el ojo y se marchó.

—Lo siento —dijo Becky—. Te juro que le conté que tenías novia. —Becky no medía más de metro cincuenta y cuatro, «con curvas» (tal como afirmaba la tía de Jonah y madre de Becky, Sheila, de manera un tanto despiadada); tenía el pelo castaño largo y rizado, una boca de sonrisa fácil y una nariz más visiblemente ganchuda que la de Jonah. Llevaba un vestido rojo intenso, y encima una chaqueta negra con las mangas arremangadas, y una diadema en el pelo, regalo de cumpleaños.

—Hay cosas peores que encontrarte con alguien que tiene un blog sobre comida —contestó Jonah—. ¿De verdad crees que debería leerlo?

—No lo sé —dijo Becky—. ¿Hasta qué punto te interesan los postres hechos con verduras? —Y los dos se echaron a reír. Jonah era hijo único y no estaba acostumbrado a esos vivos diálogos que solo son posibles entre hermanos de la misma edad. Le sorprendió lo mucho que se parecían, después de haberse visto apenas unas cuantas horas aquí y allá a lo largo de los años; y no solo se parecían en su personalidad, sino en sus puntos de vista—. En fin, ¿te acuerdas de mi novio, Danny? —dijo Becky, señalando al hombre que estaba a su lado.

—Me alegro de verte, Jonah —dijo Danny, estrechando con fuerza la mano de Jonah. Este se acordaba de haberlo conocido, y también se acordaba de que era contable, y tal vez se acordaba porque, con aquel pelo corto estilo años cincuenta, su camisa azul almidonada con botones en el cuello, y sus pantalones color caqui sin ninguna arruga, producía una fuerte impresión de contabilidad, de ser un contable de pies a cabeza, incluso había algo de contable en la manera robótica en que dejaba colgar el brazo en torno al hombro de Becky: como si solo rodeara el hombro de su novia con el brazo porque sabía que lo tenía que poner allí, del mismo modo que podía colocar otro activo depreciado en la columna de débitos de una hoja de cálculo—. Estamos muy contentos de que hayas podido venir —le dijo a Jonah.

—Yo también me he quedado muy sorprendida —dijo Becky—. Quiero decir, agradablemente sorprendida. Ni siquiera sabía si estabas en Evite.

—Bueno, ya sabes, la familia es lo primero —dijo Jonah. Por las muchas expresiones de inesperado placer por tenerle allí, le había quedado claro que su presencia aquella noche era una enorme sorpresa; y lo cierto es que todos tenían razón al sorprenderse, pues su asistencia era básicamente accidental. Decidió cambiar de tema, tomando el único hilo que se le presentaba—: Danny, eres contable, ¿verdad? ¿Cómo te va el trabajo?

—La verdad es que muy bien —contestó Danny—. En la economía actual todo el mundo quiere a un experto que le maneje el dinero. Para los contables, no hay mejor publicidad que el miedo —dijo en un tono afable. Fue un comentario tan extrañamente insensible que a Jonah solo se le ocurrió asentir, como si estuviera de acuerdo—. ¿Tienes inversiones? —le preguntó Danny.

No tenía, al menos no importantes, pero Sylvia le había insinuado que, en un futuro no muy lejano, ella se encargaría de todo.

—Juego al póquer online —dijo Jonah.

—Jonah, la verdad es que quería preguntarte por tu trabajo —dijo Becky—. Estoy pensando en comenzar a preparar el examen de admisión a la Facultad de Derecho.

—¿De verdad? —dijo Jonah—. Pensaba que querías trabajar en la industria musical.

—Sí, bueno —dijo Becky encogiéndose de hombros—. El negocio musical no es lo que yo había pensado. ¿Te gusta ser abogado?

Le echó una mirada a Becky, con su diadema; le echó una mirada a Danny, con su sonrisa extrañamente inexpresiva. La verdad es que no sabía qué decir, se sentía como si le hubieran preguntado si le gustaba llamarse Jonah. Pero entonces lo decidió: sí, le gustaba llamarse Jonah. Le gustaba ser abogado.

—Es muy divertido —dijo riendo—. Es muy divertido.

—Dios mío, estás completamente borracho —protestó Becky.

—No completamente. —A continuación echó un buen trago y apuró la bebida que Aimee le había preparado—. Aunque estoy en ello —dijo, pensando que eso era lo que había intentado hacer durante las últimas veinticuatro horas: divertirse un poco.

El proyecto de embriaguez se aceleró de manera considerable cuando, unos minutos más tarde, decidieron trasladar la fiesta a la azotea. Cargaron el barril en el ascensor; todos agarraron botellas de licor y cervezas de la nevera. El ascensor los dejó en un vestíbulo acristalado, más allá del cual había una azotea que seguía el borde del edificio. El calor del día se había evaporado. A cien metros de altura, el aire nocturno era suave y agradable, incitaba a pasarse toda la noche de fiesta. Jonah compartió un porro con un compañero de trabajo de Becky, un hipster con todo el equipo: tejanos de menos de treinta de talla, un vello facial elaboradamente recortado y un reloj de bolsillo irónico. Hablaron de música, un tema del que Jonah en una época creía saber mucho —tiempo atrás había asistido a docenas de conciertos de Phish—, pero descubrió que después de unos cuantos años sin seguir las novedades, no reconocía a casi ninguno de los grupos que le nombraba su compañero de porro. Acordaron intercambiar música a través de Becky. Como los dos estaban borrachos y colocados, Jonah jugó un poco al beer pong[5], a continuación ayudó a algunos a beber haciendo el pino, y luego lo practicó él mismo. Coqueteó un poco más desvergonzadamente con Aimee, y llegó al extremo de bailar con ella, lo cual era señal de lo pedo que estaba, pues como norma general tenía que estar muy pedo para bailar. Pero se sintió orgulloso de no permitir que ni las bromas ni el bailar con el culo de ella pegado a su bragueta se salieran de madre.

Tenía que ser la una pasada. Su intención había sido volver a casa más temprano, pero no siempre puedes hacer lo que pretendías, se recordó felizmente, ni tampoco tienes que hacerlo. Se acercó al borde de la azotea, sacó el teléfono y le escribió un mensaje a Sylvia que supo que no recibiría hasta por la mañana: «Estoy pensando en lo mucho que te quiero». Apretó el botón de enviar y se quedó con los codos apoyados sobre la barandilla. El edificio de Becky tenía unas treinta plantas, no gran cosa, lo habitual en Manhattan, suficiente para que al ojo humano la ciudad se transformara en un inmenso mar tachonado de luminosas ventanas sobre una marea de edificios y arroyos intensamente iluminados de faros de coches que fluían a través de las calles. Un poco más allá, también junto a la barandilla, Becky estaba escribiendo un mensaje, mirando el teléfono ceñuda. Jonah se le acercó y le dio un afectuoso abrazo.

—Me alegro mucho de verte —le dijo Jonah.

—Yo también me alegro mucho —contestó ella—. ¿Te parece bien que un amigo mío traiga a unos cuantos amigos más? ¿No estamos haciendo demasiado ruido?

—No te preocupes por eso —la tranquilizó Jonah.

—Oye, ¿le has dicho a Aimee que la llevarías a Nobu?

A lo mejor el baile no había sido tan inocente como había imaginado.

—Mmm, sí, bueno… la verdad es que no voy a llevarla.

—Vaya, ¿te parece bonito? —dijo riendo Becky—. ¿Sabes?, quería decirte una cosa. —Se acercó un poco más a él y habló en voz más baja—. Danny y yo hemos estado hablando de… —Su sonrisa pareció ensancharse e iluminarse hasta un punto que no le permitió continuar—. De prometernos —dijo de manera casi inaudible.

—No jodas —dijo Jonah—. Pero ¿no hace poco que salís juntos?

—Hace dos años, Jonah.

—Joder. El tiempo vuela cuando vives dentro de un bufete de abogados —farfulló.

—De todos modos, te parece un buen tío, ¿no?

Jonah reconoció que su reacción inicial no había sido convenientemente entusiasta.

—Claro que es un buen tío —le dijo Jonah. Y mientras lo pensaba, decidió que había sido demasiado duro con Danny: era un buen tío, sin duda. Al fin y al cabo, ¿no era mejor que tu prima se casara con un tipo con demasiada pinta de contable en oposición a, pongamos, un tipo con demasiada pinta de traficante de marihuana? Además, por su cara radiante al hablar de casarse con él, cualquiera se daba cuenta de que estaba enamorada, de que era feliz. Y en ese momento la felicidad de su prima era muy importante para Jonah—. De verdad que es buen tío —le dijo Jonah.

—El otro día pasamos por delante de la joyería Harry Winston y sin ningún motivo quiso entrar —dijo Becky—. Eso es una buena señal, ¿no?

Jonah se acordó de Zoey, de Evan y del anillo que este no le había regalado.

—Sí —le dijo a Becky—. Muy buena señal.

—De todos modos, no se lo digas a tu padre, ¿de acuerdo? Quiero sorprender a los míos.

—Mis labios están sellados.

—Estoy segura en un noventa por ciento de que el otro día fue a comprar un anillo. Se pasó la tarde fuera y no me quiso decir dónde. Así que, no sé, a lo mejor ocurrirá pronto.

Mientras Jonah contemplaba la expresión seria y llena de esperanza de Becky, se dio cuenta de que estaba cambiando. Se acordó de ella cuando era una adolescente, incluso cuando estaba en la facultad, cuando tenía una decidida vena hippie: llevaba el pelo largo y sin lavar, tocaba la guitarra acústica en conciertos improvisados, y un año trajo una rama de olivo por Pascua «en honor del cautiverio de Palestina». Ahora iba a prometerse con un contable, llevaría un diamante de Harry Winston y probablemente haría el examen de ingreso en la Facultad de Derecho. Pero ya se sabe, las relaciones cambian a la gente. Gracias a Sylvia, él tenía cinturones de tres colores diferentes y ya no bebía refrescos. Quizá dejar atrás los valores hippies era simplemente la consecuencia natural de la madurez o, en cualquier caso, de adentrarse en la vida adulta. Además ni él mismo, después de haber asistido a tantos conciertos de Phish, sabía si el grupo se había disuelto.

—Me alegro mucho por ti, Becky —dijo con sinceridad—. Ya verás como lo tuyo funciona, lo adivino.

Ella le frotó el hombro.

—Gracias, Jonah. De todos modos, acompáñame al otro lado, porque quiero jugar al flip cup[6].

—Y yo primero quiero mear. ¿Pasa algo si meo hacia la calle?

—Te olvidas de que no tengo hermanos —dijo Becky—. Hay un cuarto de baño junto a los ascensores. ¡Vuelve deprisa! —Y se fue corriendo.

Iba a funcionar, se dijo, mientras caminaba por la azotea —un poco tambaleante—, abría la puerta del vestíbulo, donde estaban los ascensores, otra puerta que daba a las escalera, y sí, había otra puerta a la izquierda que daba a un pequeño cuarto de baño. Todo iba a funcionar, se dijo mientras entraba, abriendo la luz de un golpe y echando el pestillo. Le gustaban los cuartos de baño —o, mejor dicho, le gustaba refugiarse en ellos—, cuartos de baño con retrete, un lavabo y un espejo, en los que podía cerrar la puerta y estar solo: evaluar la situación. A veces lo hacía cuando cenaba con clientes o colegas: fingía que tenía necesidad de ir al retrete, entraba y se apoyaba contra la puerta, comprobaba el teléfono y disfrutaba del descanso de tener que ser siempre uno mismo. A menudo, como hacía en ese momento, se miraba al espejo… y se dijo otra vez que todo, todo, iba a funcionar, porque Danny era un buen tío —responsable, formal y amable—, ¿y qué más se le podía pedir a un marido? Porque Sylvia, a su manera implacable, estaba enamoradísima de él, y él también estaba enamorado de ella, quizá no con el fervor de sus primeros meses con Zoey, pero eso había sido una aberración, algo fugaz; su amor por Sylvia era más resistente, más maduro: harían que funcionara. Todos ellos —él y Sylvia, y Philip y Doug Chen, y los Aaron Seyler del mundo, sus padres, Zoey y Evan—, todos sabían que funcionaría, todo apuntaba hacia un final feliz para todos, un final feliz definitivo. Quizá, solo quizá, todo el mundo era completamente perfectible, y fue en ese momento cuando observó algo muy luminoso y brillante en la punta de su nariz.

Se dijo que quizás era un grano, pero de inmediato comprendió que le estaba ocurriendo algo muy extraño y probablemente muy desgraciado —un ataque, en el mejor de los casos—, porque la luz de la punta de la nariz se expandía, cubría enseguida de blanco todo su campo de visión y se revelaba como el blanco que todo lo abarca y que todos los colores forman en su negación —una blancura oceánica en su amplitud—, un blanco que abarcaba todo lo visible y no una sola ausencia uniforme, tal como ocurría con la negrísima oscuridad, y lo primero que vio al mirar el espejo a través de esa blancura fue su propia cara envejecida y llena de manchas, sus arrugas, imperfecciones y decoloración percibidas como el final común a todas las cosas, porque solo era cuestión de tiempo, y en las arrugas de su cara distinguió las avenidas de la ciudad que le gustaba pensar que eran permanentes, pero que no tenían más permanencia que la de cualquiera de sus residentes o de un día del calendario, el Empire State se derrumbaba y Grand Central Station se derrumbaba, y los túneles del metro quedaban inundados de agua y las aguas ascendían a nivel de la calle a través del cemento de manera que lo que había sido la ciudad, esa ciudad, se convertía de nuevo en una isla recorrida por ríos y enterrada en los escombros de todo lo derrumbado o quemado o bombardeado o destrozado, como el mármol reluciente arrancado de las pirámides y de la ciudad que los había rodeado, porque realmente solo era cuestión de tiempo antes de que todo, todo, todos los nombres, las calles, los socios, las marquesinas, los gigabytes de memoria, los trocitos de papel, las magdalenas, las camisetas, las actrices, los taxistas, el té, las botellas de cerveza, los ratones, las expendedoras de tarjetas de metro, los amigos, los colegas, los libros, las facturas, las exposiciones, los tribunales, todas las personas amadas y desconocidas, y Jonah Daniel Jacobstein se desvanecieran como un ojo cerrado, y de nuevo, sobre ese blanco vacío que veía, como grabadas a fuego, pequeñas, inmóviles e inconfundibles, se veían las letras: .

Y entonces era solo un cuarto de baño de metro y medio por metro y medio, con el olor característico del moho natural mezclado con el ambientador. Y no era más que su cara, aunque la veía como no la había visto nunca: inseparable de su condición mortal, igual que la de Judith. El corazón le latía con fuerza, tenía la ropa empapada de un sudor frío. Se agarró a los lados del lavabo, temió que fuera a desmayarse, y de inmediato le alivió percibir su solidez: la banalidad fría y mate de la porcelana; pero el alivio fue temporal porque, al inclinarse hacia delante, arrancó el lavamanos de la pared y le golpeó un chorro de agua procedente de las tuberías de atrás.

Huyó. Salió corriendo del cuarto de baño, apretó el botón de bajada del ascensor con la palma de la mano, espero unos tres segundos, a continuación se abalanzó por la puerta que daba a las escaleras y comenzó a bajar los escalones de dos en dos. En el primer descansillo le asaltó otra visión: dos hombres luchando. Entonces comprendió que los dos hombres en realidad no estaban luchando, sino en una apasionada sesión de morreo, abrazados, con las bocas apretadas con fuerza. Jonah pasó junto a ellos corriendo, vio que uno de ellos era el hipster con el que había estado fumando porros, y en ese momento, al rozarlo, comprendió que el otro era Danny. Justo en ese momento Danny abrió los ojos, sus miradas se encontraron y Jonah siguió corriendo escaleras abajo.

Durante varias plantas pensó que se había quedado atrapado en una infinita escalera de Escher, que la visión había reventado por completo la física de la realidad, pero entonces una parte menos histérica de él observó que eso era lo que ocurría cuando intentabas bajar corriendo treinta pisos. El corazón aún le latía desbocado; para frenarse se agarró a la barandilla, cayó al suelo en un giro y se golpeó las rodillas. Estaba tan empapado de sudor, tanto frío como caliente, y del agua del lavabo roto, que se sintió como si acabara de salir del agua. Oyó un lastimero suspiro. Le llevó un minuto entero comprender que era su propia respiración agitada. Se preguntó si estaba sufriendo un ataque al corazón, pero al cabo de unos minutos el jadeo había remitido un poco y seguía vivo. Se puso en pie. Se obligó a bajar lentamente hasta el siguiente descansillo, donde abandonó la escalera y empujó el botón de bajada del ascensor. Cuando este llegó estaba vacío: no había ángeles relucientes ni horrendos demonios. Llegó al vestíbulo y, cuando sus ojos se posaron en el suelo negro y lustroso, se acercó a las puertas giratorias y las cruzó para salir del edificio. Con la mirada en el suelo, levantó un brazo para pedir un taxi, y cuando este paró, entró y le dijo al taxista dónde vivía. Apretó los ojos durante todo el trayecto, y hasta que el taxi no arrancó con una sacudida no se dio cuenta de que, encima, se había meado en los pantalones.