9
Mientras bajamos en el ascensor a la mañana siguiente con el botones y un carro lleno de equipaje, miro alrededor una y otra vez incapaz de librarme de la sensación de que olvido algo.
—Tengo esa habitación alquilada permanentemente —me tranquiliza Damien—. Si te has dejado algo, el hotel nos lo enviará.
—¿La habitación es tuya?
No sé de qué me sorprendo; después de todo él es el dueño de la mayor parte del universo conocido. Y ya sabía que tiene una suite permanente en el hotel Century Plaza para los clientes que viajan a Los Ángeles.
—Tenemos bastantes clientes de Stark International que visitan las oficinas de esta ciudad como para justificar el gasto. —Habla de manera despreocupada, como si el hecho de alquilar una de las habitaciones más caras en uno de los hoteles más caros de Europa durante trescientos sesenta y cinco días al año fuera una nimiedad—. Si las camareras encuentran algo, el conserje llamará a nuestro enlace de la compañía. No te preocupes.
Asiento, esperando que no haya ninguna llamada, y entonces recuerdo lo que he olvidado y me doy un golpe en la cabeza mentalmente.
—¡Mi teléfono! —exclamo—. Tenemos que volver.
Trato de visualizar dónde lo dejé, pero no me acuerdo. ¿Quizá está cargándose en el bar?
—Todavía lo tengo yo —me tranquiliza Damien, y entonces lo saca de la bandolera de piel que usa como maletín.
—¡Ah! —Noto que se me encoge el estómago. Me había olvidado por completo del mensaje de texto que recibí anoche de mi acosador, y no es que me haga mucha gracia recordarlo—. ¿Has averiguado algo?
—Todavía no. Se lo he mandado a mi equipo. Con suerte tendrán noticias para cuando estemos de vuelta en Estados Unidos. Mientras tanto, no lo borres.
—De acuerdo —le digo, aunque me espanta ver el número cada vez que abro mis mensajes de texto.
Como Damien apagó el teléfono, pulso el botón para encenderlo y revisar mis mensajes, correos y mensajes de voz. No espero que haya muchos; Ollie está aquí y sabe que me voy de viaje, pero puede que Jamie, Evelyn o Blaine me hayan enviado algo, sobre todo si se han enterado de que el caso de Damien fue desestimado.
En efecto, tengo un mensaje de Jamie lleno de emoticonos de globos, confeti y como una docena de caras sonrientes seguidos de NPEAV («No Puedo Esperar A Verte») y otra serie de globos. Pongo los ojos en blanco ante esta tontada, pero la verdad es que también sonrío. Le contesto diciéndole que tampoco yo puedo esperar a verla.
Evelyn y Blaine dejaron un mensaje de voz diciéndome cuántas ganas tienen de que volvamos y que le dé a Damien un abrazo de su parte.
—Y no te cortes y dale un beso de mi parte —añade Evelyn.
También tengo dos correos electrónicos. El primero es de mi madre; solo verlo hace que me encoja. He llegado a un punto en mi vida en que no siento la constante presión de su dominio y sé que simplemente debería borrar el correo y cantar victoria por haber alcanzado la cordura. Sin embargo, es un paso demasiado grande. En vez de eso lo archivo sin leer en una carpeta. Algún día lo borraré o lo leeré; de momento mi única victoria es que he sido capaz de hacerle frente.
El segundo correo es mucho más agradable. Es de Lisa, una mujer que he conocido recientemente, pero que espero que pase pronto al nivel de «amiga». Leo por encima el mensaje y no puedo evitar sonreír.
—¿Buenas noticias? —inquiere Damien.
—Quizá. Es de Lisa.
Estoy a punto de continuar pero hemos llegado al vestíbulo y, al salir del ascensor, veo a Ollie apoyado contra una pared inmerso en una animada conversación con una mujer morena y delgada. Me tenso, desconfiando inmediatamente. Ollie se ha comprometido definitivamente con su novia ocasional, Courtney, pero no es un prometido fiel, como evidencia su reciente jugueteo entre las sábanas con Jamie.
Me relajo un poco cuando la chica se vuelve y le veo la cara; es una de las socias de Bender, Twain & McGuire, y me he topado con ella unas cuantas veces durante los meses de preparación del juicio. Me digo que ella y Ollie se tratan con la cordialidad propia de colegas y entonces suelto un apenas audible «¡Mierda!» cuando ella extiende la mano y le acaricia el brazo antes de separarse de Ollie y dirigirse hacia la zona de ascensores.
—Habla con él más tarde —me aconseja Damien, y me doy cuenta de que ha estado observándome y mirando a Ollie—. Pero primero será mejor que te calmes.
Empiezo a decirle que no quiero calmarme en absoluto. Lo que quiero es recriminar al salido de mi amigo. Pero sé que Damien tiene razón, ahora no es el momento, así que continúo a su lado, siguiendo al botones y a nuestro equipaje.
Pero Ollie cambia mis planes. Ollie, que no debe de haberse dado cuenta de lo que he visto, se apresura a alcanzarnos.
—Nikki —dice y me atrae para abrazarme—. ¿Te marchas hoy?
—Nos marchamos —le respondo con voz tensa, y sé muy bien que Ollie la notará. Me conoce demasiado bien.
—Vale. —Se mete las manos en los bolsillos—. Así que te veré en el otro lado del charco, ¿no?
—Por supuesto —le contesto—. Nos tomaremos unas copas.
—¡Dios, claro que sí!
El silencio flota entre nosotros, incómodo y lleno de fantasmas del pasado. No puedo evitar recordar un tiempo no muy lejano en que no parábamos de hablar en cuanto nos encontrábamos. Y no digamos si salíamos a tomar copas. Perdíamos la noción del tiempo y nos acababan echando a patadas cuando tenían que cerrar el local.
Pero esos recuerdos son difusos y débiles. Distintos de la cortante y peligrosa realidad que ahora llena el espacio entre nosotros.
Alargo la mano hacia Damien y él me la aprieta, dándome fuerzas incluso antes de que se lo pida. Me parece vislumbrar una pizca de arrepentimiento en los ojos de Ollie antes de dirigirse a Damien.
—Felicidades de nuevo, tío. Estoy muy contento de que se haya acabado esa pesadilla.
—Te lo agradezco —responde Damien—. Y gracias por haber trabajado tanto.
Su voz deja traslucir tensión, pero también sinceridad, y yo me pongo contenta. No espero milagros, pero también sé que si Damien y Ollie no pueden encontrar una forma de convivir, yo no tendré la menor posibilidad de recuperar mi amistad con este último.
Nos despedimos y seguimos nuestro camino hasta el puesto del aparcacoches.
—¿Quizá me lo he imaginado todo? —le pregunto a Damien en cuanto estamos fuera.
Le hablo de la chica, por supuesto, y es obvio que Damien piensa lo mismo que yo. Quiero creer que ha sido un encuentro inocente, pero me ha parecido que Ollie estaba tonteando con la mujer, y ahora me digo que si hubiera ido a tomar algo a la habitación de Ollie alguna noche, seguramente no lo habría encontrado solo.
—No —responde Damien—. Este asunto le va a estallar en la cara. No solo por la chica en sí, sino porque vive en un mundo de fantasía y la realidad acabará atrapándole.
—Lo sé —admito—. Ollie ha sido siempre un maestro de la negación.
Llega la limusina y el aparcacoches sujeta la puerta abierta mientras el botones carga el maletero con nuestro equipaje. Damien se queda atrás para darle propina al personal, pero yo me subo al coche mientras le doy vueltas a lo que acaba de decir sobre la realidad. Porque tiene razón. Al final la realidad atrapa a todo el mundo. La única cuestión es: ¿se puede sobrevivir cuando eso ocurre?
Damien entra en la limusina y estoy segura de que sabe lo que estoy pensando. Su expresión se suaviza y se acomoda a mi lado para tomarme de la mano en silencio. No dice nada hasta que salimos de las calles de la ciudad y entramos en la A9 en dirección al aeropuerto. No obstante, su silencio es elocuente. Cuando se vuelve hacia mí sé perfectamente de qué me está hablando.
—Diferentes realidades, Nikki —me dice simplemente—. Tú y yo estamos juntos y podemos soportar cualquier cosa que el mundo nos arroje.
Respiro profundamente y me esfuerzo en no formular las preguntas que tengo en la punta de la lengua, suplicando ser liberadas: «¿Estás seguro? ¿Podremos sobrevivir? ¿Podremos seguir viviendo después de que la burbuja estalle?».
Damien continúa hablando; o no se da cuenta o hace caso omiso de las preguntas que no he pronunciado y que para mí son imposibles de ignorar.
—Ollie tiene la oportunidad de disfrutar de lo que nosotros tenemos. Ser parte de algo especial. Pero tiene miedo y por eso sabotea su propia felicidad. —Alarga la mano y me acaricia la mejilla con el dorso; el gesto es tan dulce que tengo ganas de llorar—. En cambio yo no estoy asustado. Al menos no por eso. Y tú tampoco.
Tiene razón. Aún hay muchas cosas que me dan miedo, pero estar con Damien no es una de ellas.
—¿Qué te ha dicho Lisa? —pregunta Damien, y una vez más no puedo sino maravillarme de lo perspicaz que es este hombre.
No tengo miedo de estar con Damien, pero todavía sufro ataques de pánico cuando pienso en dirigir mi propio negocio. Lisa no es solo una amiga, sino también una colega en potencia, pues trabaja como asesora de empresas.
—Dice que uno de sus clientes se traslada a Boston y quiere subarrendar un local en Sherman Oaks con un descuento bastante elevado.
—¡Excelente noticia! —exclama Damien.
—Quizá —le digo—. Todavía no estoy segura de que lo necesite.
La fase preliminar de mi negocio ha sido un tema de conversación frecuente entre Damien y yo a lo largo de nuestra estancia en Alemania. No solo quería oír sus reflexiones (después de todo, ¿quién podría darme mejores consejos que un multimillonario hecho a sí mismo?), sino que hablar sobre mis aventuras empresariales conseguía desviar nuestra atención del juicio.
Damien está convencido de que debería montar un negocio en alguna parte y ofrecerme como diseñadora de aplicaciones para empresas pequeñas mientras trabajo en proyectos mayores. Comparto su idea, pero eso no significa que no esté nerviosa.
—Al menos, deberías hablar con ella. Es lista y tiene buena reputación, además de una sólida clientela. Puede ayudarte.
Tuerzo el gesto, pero sé que tiene razón. Ya discutimos sobre ese asunto después de que la oficina de Damien llevara a cabo una verificación de antecedentes sobre Lisa. Damien solo quería asegurarse de que era legal. Le solté un breve discursillo y le dije que yo me ocuparía de mis propios asuntos. Me dijo que le diera las gracias por quitarme esa carga de los hombros.
La noche acabó en un baño con velas, pero eso no significaba que no me hubiera irritado.
La conclusión, sin embargo, es que Lisa me gusta. Las veces que hemos hablado hemos hecho buenas migas. Y soy lo bastante nueva en Los Ángeles como para ansiar añadir unos cuantos amigos más al pequeño círculo que he reunido desde que me mudé a la ciudad. Decidida, le escribo un correo diciéndole que estaría encantada de quedar con ella. Después dejo el teléfono en mi bolso e intento controlar la respiración. A mi lado, Damien se ríe.
—Lo has hecho bien. Incluso te llevaré a comer fuera para celebrarlo. ¿Te apetecen fish and chips?
—¿Fish and chips?
—Tengo que hacer una parada en Londres.
—De acuerdo. ¿Sofia?
—¿Te importa?
—Por supuesto que no.
Aparte de que tuvo una infancia escabrosa y que ella, Damien y su amigo Alaine mantenían una estrecha relación durante su época de tenis, no sé gran cosa de Sofia. Sé que ha tenido problemas últimamente y que a Damien le ha frustrado su incapacidad para tener «las putas ideas claras», tal y como lo ha expresado él mismo.
También sé que fue la primera mujer con la que se acostó, pero hace mucho tiempo que son solo amigos.
—¿Está bien? —le pregunto.
—No lo sé —me contesta, y a continuación se pasa los dedos por el cabello—. Ha desaparecido otra vez.
Parece hecho polvo, pero me toma de la mano y yo se la aprieto con fuerza.
—Lo que necesites —le digo—. En cualquier momento, en cualquier lugar.
Nunca había estado en Londres y no puedo decir que esté viendo mucho de la ciudad en este viaje. Fuimos directamente del avión de Damien a su limusina y de ahí, a su despacho. Durante el trayecto vi tráfico y personas, y edificios mucho más antiguos que los de Texas o Los Ángeles. Pero no vi el puente de Londres ni el palacio de Buckingham, ni siquiera a una estrella del pop. En cierto modo, me alegro. Esto no es una etapa de nuestras vacaciones. Por otro lado, ¿quién sabe cuándo volveré?
Ahora estamos en las oficinas de Stark International en Londres. Se encuentran en el área de negocios de Canary Wharf, y el despacho de Damien ocupa la mitad de la planta trigésimo octava. El edificio es ultramoderno, como el mobiliario. Damien pasó la mayor parte del corto vuelo a mi lado, organizando un plan para localizar a Sofia mientras yo escribía algunas notas sobre una aplicación para teléfonos inteligentes sobre la que he estado cavilando, y envié correos electrónicos tanto a Jamie como a Evelyn contándoles que estábamos de camino a casa y que estoy planteándome muy seriamente subarrendar un espacio de oficinas.
Ahora estoy sola. Miro por la ventana el triste y nublado día londinense. Tengo vistas del Támesis, pero no mucho más, y ni siquiera ese famoso río me llama la atención. Mis pensamientos dan vueltas y giran cuando Damien regresa a su despacho, flanqueado por dos mujeres de aspecto eficiente que llevan tabletas electrónicas y toman notas a conciencia.
Da permiso para retirarse a una de ellas y continúa la conversación con la otra. Tiene unos cincuenta y tantos años, es alta y delgada, y parece muy competente. Me la ha presentado antes como la señora Ives, su ayudante permanente en Londres. Por lo que sé, una de sus principales tareas es actuar como enlace entre el centro de tratamiento residencial de Sofia y Damien.
Sigo sin saber por qué se dedican unos recursos tan enormes a la salud mental de Sofia. Comprendo que es una amiga, pero, por lo que sé, Damien no asigna ayudantes para vigilar a todos sus amigos.
—Avísame en cuanto te pongas en contacto con Alaine —le dice. Alaine ahora es chef en Los Ángeles, pero como los tres tuvieron una relación muy estrecha en su juventud, Damien espera que él sepa algo de Sofia. Se pone detrás de su escritorio y echa un vistazo a la ordenada pila de papeles—. Y ya que estoy en la ciudad, tráigame los pronósticos del proyecto Newton.
—Por supuesto, señor Stark. —Antes de salir me saluda con la cabeza y dice—: Ha sido un placer conocerla, señorita Fairchild. Siento que las circunstancias no hayan sido más agradables.
—También ha sido un placer para mí —le respondo.
Permanezco junto a la ventana hasta que la puerta se cierra tras ella, entonces me acerco a Damien.
—¿Ha habido suerte?
—Por desgracia, no. Dejó el último centro de rehabilitación donde la ingresamos hace una semana más o menos, y desde entonces nadie ha sabido nada de ella.
—Oh. Lo siento.
Hace una mueca.
—No es la primera vez, pero normalmente después de un par de días vuelve a su apartamento de St. Albans, borracha o puesta hasta el culo y lista para entrar en otro centro para que la limpien de nuevo.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintinueve. Es un año más joven que yo.
Hago un gesto de asentimiento mientras asimilo la información.
—¿Y su rehabilitación es voluntaria? Quiero decir, ¿no la mandó un juez allí?
—Algunas veces creo que sería lo mejor —afirma categóricamente—. Pero no, es voluntaria.
—Entiendo —le digo, pero no es verdad. Su mesa de trabajo tiene el tamaño del baño que comparto con Jamie, y está hecha de cromo, cristal y brillante teca. Me siento de un salto sobre ella, dejando balancear las piernas mientras pienso en lo que me ha dicho, y en lo que ha omitido—. Comprendo que te preocupe que le haya pasado algo. Lo que no entiendo es el motivo. Es mayor de edad y tenía todo el derecho de marcharse. A lo mejor simplemente decidió viajar. Salir con otros amigos. Dijeron que estaba casi limpia, ¿verdad? Tal vez quiera probarse a sí misma que puede funcionar sobria ella sola.
Espero que me rebata, que me diga, con toda razón, que no sé nada sobre esta chica. En vez de eso, parece considerar seriamente mis palabras.
—Quizá haya hecho eso, no digo que no —replica Damien—. Pero si de repente no pudieras encontrar a Jamie, ¿qué harías?
Teniendo en cuenta lo que ocurrió no hace mucho, sabe exactamente lo que haría. Me volvería completamente loca.
—Comprendido, señor Stark.
—Hay otra razón también —añade.
Su voz es despreocupada, igual que sus movimientos cuando llega hasta la ventana donde he estado hasta hace un momento. Me uno a él y los dos miramos este sector industrial de la ciudad. Pero no son las vistas lo que ha captado mi atención. Es el reflejo de la cara de Damien en el cristal. Su voz y su actitud puede que sean despreocupadas; pero su expresión no. No digo nada y tras un momento continúa.
—Ella y yo teníamos un acuerdo. Yo correría con los gastos y ella acabaría los tratamientos. No me gusta que pasen por alto mis condiciones.
Asiento. Conociendo a Damien como lo conozco, lo que dice tiene sentido. Lo único que no entiendo es el motivo, y aunque estoy casi segura de que se cerrará en banda, me decido a formular la pregunta.
—¿Por qué estás pagando el tratamiento? Y no me refiero solo a este. Ha habido otros, ¿verdad?
El silencio que flota tras mi pregunta parece inusualmente pesado y no sé si podré soportarlo mucho rato. Cuando finalmente habla, las palabras son suaves pero hay una aspereza en ellas que no entiendo.
—He pagado el estilo de vida de Sofia desde que he tenido el dinero para sufragarlo.
—¿Por qué? —pregunto de nuevo impulsivamente sin meditar las palabras.
Ahora le estoy mirando a él, no a su reflejo. Pero Damien sigue mirando a través del cristal y no puedo evitar preguntarme si lo que ve es la ciudad o el pasado. ¿Ahora mismo está conmigo? ¿O con Sofia?
Aprieto los puños porque no quiero estar celosa de un fantasma, y sin embargo siento que esas diminutas semillas verdes empiezan a brotar dentro de mí. Damien no ha respondido a mi pregunta todavía y empiezo a pensar que he ido demasiado lejos. Pero al final habla y de repente siento frío; la historia que me cuenta me deja helada hasta la médula, tanto por Damien como por la inocente chica que era su amiga.
—Era la hija de Richter —dice Damien—. Y no le dejó ni un centavo.
Tardo un minuto en comprender completamente lo que está diciendo.
—Sofia es la hija de Richter, pero ¿te dejó todo su dinero a ti?
—Así es.
—¿Por eso cuidas de ella? ¿Por qué no le cediste el dinero simplemente?
—No era una buena opción —contesta—. Y por una razón: tenía problemas incluso entonces. Es brillante pero impulsiva, y no toma las mejores decisiones. Así que le asigné un fideicomiso. Puede acceder al dinero para sus necesidades. Le compré un apartamento. El resultado es que tiene una vida y una propiedad precisamente porque no le di ese dinero. Si lo hubiera hecho, probablemente habría muerto de una sobredosis. O bien se lo habría bebido, inyectado o esnifado.
Asiento con la cabeza; ahora todo tiene sentido.
—Pero la verdad es que la habría ayudado incluso sin la herencia. —Vuelve la cara hacia mí por primera vez—. Ella sabía lo que él me hizo. Su amistad me ayudó a mantener la cordura.
—¡Oh, Dios mío! —No sé si ha oído mis palabras pues me he tapado la mano con la boca. Pero estoy segura de que ha visto el horror, y la tristeza, en mis ojos—. O sea que sabía qué clase de monstruo era su padre.
—Lo sabía —admite—. Y sobrevivimos a esa horrible situación juntos. Pero al parecer mi capacidad de supervivencia era mayor que la suya. Pero, maldita sea, Nikki, siempre estuvo dispuesta a echarme una mano.
Asiento de nuevo mientras las lágrimas me caen lentamente por las mejillas.
—¿Alaine también?
Damien niega con la cabeza.
—Él no sabía nada. Valoro su amistad, desde luego, pero mi amistad con Sofia es más profunda.
Le tomo de la mano y se la aprieto con fuerza. Los diminutos brotes verdes se han marchitado por completo. No siento celos. Al contrario, estoy tan desesperada por encontrar a esta mujer como Damien. Esta pobre chica que compartió con Damien la poca fuerza que tenía y sufrió el mismo infierno solo por saber que la sangre de un monstruo corría por sus venas.
—La encontrarás —le aseguro—. ¿Cuándo no has conseguido algo que quisieras?
Como yo esperaba, al oír mis palabras Damien esboza una sonrisita. Me atrae hacia él y me abraza fuertemente.
—El juicio tiene que haber sido un infierno para ella. Su padre. Tú.
Tengo la mejilla apoyada contra su pecho, y su voz retumba en mi oído.
—Sofia y yo no hablamos del juicio. Yo no quería recordar el hecho de que Merle Richter era su padre. Charlé con ella unas cuantas horas antes de que tú llegaras a Alemania. Y esperé a que ella sacara el tema. Pero no lo hizo.
No sé qué decir, así que oigo con alivio la voz de la señora Ives a través del intercomunicador: le dice a Damien que tiene a Alaine por videoconferencia y le pregunta si quiere que la pase a la pantalla grande.
Damien le contesta que sí, y acto seguido un espejo decorativo del otro lado de la sala se vuelve opaco y después azul. Y de pronto veo la cara de Alaine.
—Damien. Me alegró mucho enterarme de que habían desestimado tu caso.
—Gracias. ¿Te acuerdas de Nikki?
—Por supuesto. Es un placer verte de nuevo, Nikki. Espero que la próxima vez nos veamos personalmente y con una copa de mi mejor vino.
—Me encantaría.
Cuando conocí a Alaine no fui capaz de identificar su acento. Luego Damien me contó que había crecido en Suiza. Sigue sin ser un acento que reconozca con facilidad, pero ahora noto las influencias del francés y del alemán.
—Siento no haber podido contestar cuando me has llamado antes. ¿Tu mensaje decía que querías hablarme de Sofia?
—Se ha vuelto a marchar —le explica Damien—. Dejó el centro hace unos días y se esfumó. No he podido encontrarla y pensé que quizá te habría llamado.
—Estás de suerte, amigo mío. Sé exactamente dónde se encuentra.
Cruzo la mirada con Damien y veo un destello de alivio.
—¿Dónde?
—En Shangai.
—¿Shangai? —La incredulidad atenaza su voz—. ¿Por qué? ¿Cuándo hablaste con ella?
Alaine frunce el entrecejo.
—Tres… No, hace cuatro días. ¿Te acuerdas de David, ese batería por el que estuvo interesada hace unos años? Por lo visto ha ido a tocar con su banda una semana en un club de allí. Sofia dijo que luego quizá fuera a Chicago, si la banda consigue un trabajo que está esperando.
Damien se apoya los dedos en la sien. Su expresión es una extraña mezcla de ternura e inquietud. Es una expresión paternal, la que imagino que mostraría si algún día nuestros hijos le dieran algún motivo de preocupación.
«¿Nuestros hijos?» Me tenso, pero por la sorpresa, no por el temor. El pensamiento ha surgido de forma espontánea, pero no es aterrador. Todo lo contrario, es tranquilizador, como si hubiera mirado a hurtadillas al futuro, y es un futuro con Damien y una familia.
—¿Te llamó? —le pregunta a Alaine—. He estado intentando ponerme en contacto por el móvil, pero me salta el buzón de voz.
—Fue una videollamada —le aclara—. Le pregunté si había hablado contigo, pero no quería molestarte durante el proceso. Me extraña que no te haya llamado ahora que todo ha terminado, pero, conociendo a Sofia, seguro que no ha visto las noticias.
—¿Puedes contactar con ella a través de la cuenta que usó?
Alaine levanta la vista, como si estuviera examinando varias opciones en la pantalla de su ordenador.
—Creo que sí. Espera.
La imagen de Alaine permanece en la pantalla pero un recuadro más pequeño aparece en la esquina. Es una foto de una chica de pelo moreno con las puntas tiesas y rojas. Tiene la oreja llena de diminutos pendientes de plata. Su cara élfica es pequeña y delicada, y la piel es de un pálido poco natural. Sus profundos ojos marrones están perfilados con un lápiz negro como el carbón. Solo hay color en sus labios, que son grandes y carnosos, y llamativos con el carmín rojo sangre. Es difícil calcular su edad, pero aunque Damien dijo que Sofia roza los treinta, apenas aparenta veinte. Por otra parte, no tengo ni idea de cuándo tomaron esa fotografía.
—Creo que esto servirá —dice Alaine, y justo a continuación añade—: ¡Vaya, la puñetera!
Tardo un segundo en ver lo que ha pasado: hay una equis roja sobre la imagen.
—¿Qué es eso?
—Ha cerrado su cuenta —responde Damien—. ¿No tienes otro número de contacto?
—¿Otro aparte de su número de móvil? No. —Alaine tuerce el gesto—. Te juro que no sé lo que piensa la mitad de las veces. Pero dijo que llamaría tras lo de Shangai para informarme de adónde iba.
—Dile que me llame también. De hecho, conéctame a la llamada.
—Así lo haré. Y, Damien, no te preocupes. Aparecerá. Siempre acaba apareciendo. Los dos sabemos que es un alma voluble.
—Es un alma perturbada.
—¿No lo somos todos? —replica Alaine, pero hay un brillo en sus ojos, y es obvio que no entiende la verdad que encierran sus palabras.
Tan pronto como la pantalla se queda en blanco, Damien vuelve a llamar a la señora Ives y le da una lista de instrucciones, incluyendo la búsqueda del archivo de David y el rastreo de su banda actual en Shangai. Ella toma notas meticulosamente y promete ponerse en contacto con él en cuanto tenga la información. Cuando la mujer se marcha, Damien me rodea con sus brazos.
—¿Estás bien?
—Frustrado —contesta—. Pero estoy bien.
Veo la preocupación impresa en su cara, pero cuando me mira y sonríe, aquella desaparece.
—Gracias —me dice.
—¿Por qué?
—Por todo.
Sonrío con tanta fuerza que casi me duelen las comisuras de los labios.
—En cualquier momento, señor Stark.
—Creo que he acabado aquí por ahora. Nunca has estado en Londres, ¿verdad? ¿Quieres que nos quedemos esta noche? Podríamos ir a Harrods. Ver un espectáculo del West End. Dar una vuelta.
—No —le contesto—. Solo quiero estar contigo. Quiero ir a casa.
—Y esa es otra razón por la que estamos tan bien juntos. Yo quiero exactamente lo mismo.