11
La estrecha carretera de montaña se retuerce y gira tanto que estoy empezando a sentir náuseas. Es tarde, pero la luna llena brilla sobre los altísimos pinos que crecen densos a lo largo de la carretera y dan la sensación de atravesar un túnel. Vamos en un jeep Grand Cherokee que un empleado de Damien dejó en el aeropuerto de Ontario, en California. Es el coche menos deportivo que le he visto conducir a Damien, pero parece estar a gusto. De hecho, no puedo recordar ni una sola ocasión en la que Damien no se haya encontrado a gusto. Su serena confianza le permite encajar en cualquier situación, y yo me lo imagino yendo de una importante reunión de la junta directiva a un retiro de supervivencia de fin de semana.
—Estás sonriendo —me dice.
—Te estoy imaginando en taparrabos sosteniendo un átlatl, uno de esos lanzadardos —admito—. Damien Stark, el líder de la tribu.
—Por favor, dime que ese no es el retiro que estás planeando para nosotros —protesta—. A menos que tú lleves una minifalda de piel al estilo Raquel Welch durante el fin de semana.
—Ni siquiera así te gustaría —bromeo—. Creo que en la época de los cavernícolas las mujeres estaban a cargo de la cocina.
—Buena apreciación —dice con una sonrisa traviesa.
No me molesto en ofenderme. Los dos sabemos que mis habilidades culinarias caen en picado una vez que intento ir más allá del «Retire la cubierta de plástico y póngalo en el microondas durante cinco minutos».
—¿Estamos cerca?
Solo me ha dicho que quiere llevarme a un sitio antes de que volvamos a Los Ángeles. Aparte de eso, no me ha dado ninguna pista.
—Justo a la vuelta de esta curva.
Cuando el jeep tuerce a la derecha, los árboles se dispersan un momento y veo el lago Arrowhead brillando como un diamante a la luz de la luna. Solo he ido una vez a las montañas de San Bernardino, cuando fui a visitar a Jamie unas navidades. La nieve había llegado pronto ese año, así que alquilamos un coche con neumáticos de nieve y ascendimos lentamente por la montaña hasta el lago Big Bear. Al final, ni siquiera nos pusimos los esquíes, pero nos lo pasamos en grande sentadas en el refugio, bebiendo café irlandés a sorbos junto al fuego y observando a todos los tíos con ceñidos pantalones para la nieve.
Unas cuantas curvas más y la vista del lago desaparece. Estoy totalmente desorientada, pero es obvio que Damien sabe exactamente adónde va. No me ha dicho ni una palabra, sin embargo. Así que, aunque sé que vamos a un lugar de retiro en la montaña, ignoro si vamos a un complejo turístico, a un hotel, a la casa de un amigo o a una de las muchísimas propiedades de Damien.
El haz de luz de los faros ilumina brevemente un cartel de madera que indica un camino particular, y Damien gira hacia él. Después sigue una carretera aún más abrupta y estrecha. Los árboles se aproximan más a ambos lados del jeep, y en la oscuridad estoy empezando a sentir un poco de claustrofobia. En ese momento coronamos la cima y ante mi vista se yergue un castillo alpino, medio oculto entre pinos altísimos. Es una propiedad imponente, con tejas de madera y chimeneas de piedra, y el tipo de ángulos y torreones que dan la impresión de que no hemos dejado Baviera. O quizá que hemos errado el camino a casa y hemos acabado en Suiza.
Damien frena al llegar a una intrincada verja de hierro, baja la ventanilla y marca un código, acabando así con la ilusión de que este extravagante lugar sea un hotel, un alojamiento rural o un balneario de montaña.
—¿Esto es tuyo?
Mueve con cuidado el jeep a través de la verja que se va abriendo lentamente.
—Quería un lugar adonde escapar los fines de semana. Un sitio al que pudiera llegar conduciendo si tomaba la decisión a última hora. Algo que estuviera alejado de todo.
—¿Palm Springs no te resulta atractivo? ¿Tu hotel de Santa Bárbara es conducir demasiado?
—La urbanización de Palm Springs está en el campo de golf, y puesto que no practico mucho el golf, se lo cedo a mis empleados alguna temporada como un beneficio adicional del trabajo. En cuanto a Santa Bárbara, es una propiedad excepcional, pero a veces un hombre necesita estar solo. O no tan solo —dice apretándome la mano.
Yo le devuelvo el apretón, divertida.
—¿Conoces esas aplicaciones informáticas donde puedes poner una banderita en un mapa marcando todas las ciudades donde has vivido o donde viven tus amigos de Facebook, o lo que sea?
—Claro.
—Pues necesitamos una de esas para todas tus propiedades.
Me responde con una sonrisa de satisfacción.
—Me pondré con ello inmediatamente. Y entonces podremos empezar a planear nuestra ruta por ellas, una por una. Solo unas cuantas han sido debidamente inauguradas.
—¿En serio? Bien, entonces quizá deberíamos empezar por la de Arrowhead —le comento—. Y esta misma noche.
No puedo pensar en una manera mejor de pasar la noche. O la mañana. O la tarde. Sonrío para mí misma mientras le echo otro vistazo a la enorme estructura.
—Este lugar es inmenso. Yo digo que inauguremos estas habitaciones primero y ya después podemos trasladarnos a otros sitios. Tardaremos… ¿Cuánto? ¿Un año?
—No es tan grande —contesta—. Solo tiene unos dos mil setecientos metros cuadrados.
—Prácticamente un apartamento de uso cotidiano —le respondo con la cara inexpresiva.
—Unos tres mil trescientos si cuentas la casa de invitados —apunta señalando a un edificio más pequeño que está conectado a la casa principal por medio de un pasaje cubierto—. El guarda y su mujer viven ahí. Les dije que este iba a ser un fin de semana de relax e informal y que nos dejaran arreglárnoslas nosotros mismos.
—Suena bien. Me encanta lo de «relax».
—La finca tiene piscina, jacuzzi, barbacoa y acceso a algunas de las rutas de senderismo del condado. También cuenta con varias camas muy cómodas —añade maliciosamente—. Todo depende del tipo de relax que te apetezca.
—Me va la variedad. Una cama… un jacuzzi… Mientras no tenga que relajarme sola, seré una chica feliz.
—Me encanta cómo piensas. —Apaga el motor del jeep y se vuelve en su asiento para mirarme—. Esa no es la única razón por la que estamos aquí —me dice con seriedad—. Pensé en lo que me dijiste. Sobre lo de que la realidad nos pille desprevenidos. Y me dije que sería bueno para los dos facilitarnos la vuelta al mundo real.
—Podemos ir tan despacio como quieras —le contesto—. No tendrás queja de mí. —Entonces recuerdo mis planes y hago una mueca—. Pero debo estar en Los Ángeles a las diez de la mañana del viernes. Es cuando Lisa va a enseñarme el local.
—De acuerdo. El viernes marca nuestra vuelta a la realidad. Un día triste y funesto.
—No te creo —le digo—. Vas a poner al rojo vivo esos auriculares con bluetooth y a empezar a maquinar algún trato antes de cruzar esa puerta, y lo sabes.
—No lo haré —me responde con un brillo familiar en los ojos—. Tengo planes para cuando crucemos esa puerta.
—¿De verdad? Apuesto a que puedo adivinarlos.
Y tengo que confesar que estoy deseándolo. En lo que se refiere a Damien, me paso el santo día deseando.
Salimos del coche y cruzamos el amplio puente de madera hacia la inmensa puerta principal. Me quedo atrás mientras Damien la abre, pero en el instante en el que traspaso el umbral, oigo un grito fuerte y familiar: es Jamie.
Detrás de ella, cuelga una amplia pancarta de un lado a otro de la entrada y docenas de globos llenos de helio flotan y se dan contra el techo. Mi mirada se cruza con la de Damien y me doy cuenta de que está tan sorprendido como yo.
—¿No lo sabías? —le pregunto mientras Jamie se lanza sobre mí y me envuelve en un fuerte abrazo.
—Lo de Jamie, sí —contesta Damien mientras esta se separa de mí para abrazarle a él—. No se me ocurrió un mejor modo de facilitarte la vuelta a la realidad que traer a Jamie aquí. Más real que ella, imposible.
No puedo sino reírme y estar de acuerdo, especialmente cuando Jamie le saca la lengua.
—Pero ¿y los adornos? No tenía ni idea.
—Oh, por favor —me responde Jamie—. Es una celebración. Pancartas, globos, comida, bebida. —Me mira con los ojos tan abiertos como si acabara de entrar en el cielo—. Este sitio está tan bien aprovisionado que no te lo creerías.
Señalo con la cabeza a Damien y sonrío maliciosamente.
—Damien es así —le comento—. El exceso es una forma de arte.
—Cuidadito —dice, y me golpea levemente en el trasero antes de rodearme la cintura con el brazo y de plantarme un beso de los que derriten delante de mi mejor amiga—. ¡Que le den a la realidad! —susurra cuando me suelta—. Quiero que nos quedemos en nuestra burbuja tanto como podamos.
«Sí —pienso mientras presiono mi espalda contra su pecho y me agarro fuerte a los brazos que me envuelven—. Yo también».
—¿Y adónde vamos exactamente? —pregunta Damien desde el asiento del pasajero del jeep.
—Es una sorpresa —le digo—. Ahora cállate antes de que nos matemos por mi culpa.
No estoy acostumbrada a conducir un coche tan grande, especialmente en carreteras estrechas y serpenteantes, pero la sorpresa que Jamie y yo tramamos sería mucho menos sorpresa si le dijéramos a Damien adónde vamos.
Él me mira con recelo.
—¿La clase de sorpresa buena donde trato de desnudarte lentamente? ¿O una sorpresa de las malas?
—¡Oh, Dios mío! —exclama Jamie desde el asiento de atrás—. Me voy a derretir ahora mismo.
Contengo una sonrisa y me centro en Damien.
—¿Cualquier sorpresa que no acabe conmigo desnuda entra en tu definición de mala?
—Más o menos —me responde.
Veo en el espejo retrovisor que Jamie se tapa con fuerza los oídos con las manos. Me echo a reír.
—Entonces supongo que nos adentramos en el territorio de lo horrible.
Se recuesta en el asiento, estira las piernas y me examina. Entrelaza los dedos detrás de la cabeza. Parece relajado como el pecado y atractivo como el infierno.
—De acuerdo —dice lentamente—. Cuéntame.
—Se lo cuentas tú —le digo a Jamie—. Fue idea tuya.
—Encontramos un bar en Crestline con karaoke —le explica Jamie.
—¿Ah, sí? —pregunta sin interés.
En realidad, lo encontró Jamie, pero yo accedí con entusiasmo a salir esta noche. Después de las noticias que Damien recibió en el avión, pienso que, cuanta más diversión tenga, mejor. O pensaba. Ahora no estoy tan segura. Porque a pesar de todo lo que he aprendido sobre Damien Stark, no puedo descifrar la expresión de su cara.
—¿Vas a darme una serenata?
—No.
—¿Vas a darle una serenata a Jamie?
—No, no.
—Ya veo.
Mi sonrisa flaquea un poco. Jamie, Ollie y yo solíamos pasarnos las noches en los bares de karaoke hasta que cerraban, y siempre fueron una cura para una mala semana. Pero Damien no es ni Jamie, ni Ollie, ni yo, y considerando su fría expresión actual, seguramente calculé mal el atractivo de esta noche de diversión.
Por el retrovisor veo que Jamie se encoge de hombros ligeramente. Estoy a punto de anunciar que estaba bromeando y que en realidad nos dirigimos a un restaurante de cinco tenedores donde discutiremos sobre teoría económica y cotizaciones, cuando Damien hace una mueca y sus ojos empiezan a encenderse con una sonrisa que crece lentamente.
—Y yo que creía que me querías —me dice.
Me esfuerzo por no dejarme caer sobre el volante por el alivio.
—Y te quiero.
—¿Y creías que ponerte a berrear canciones malas de los setenta en público sería una buena forma de demostrarlo?
Paro ante una señal de stop y aprovecho la oportunidad para lanzarle una mirada furiosa.
—¿Se está usted burlando de mí, señor Stark?
—Nunca —responde, pero sus ojos brillan.
—Mmm… En realidad pensaba cantar los temas de Sinatra y compañía, pero las malas canciones de los setenta ya me van bien, si eso es lo que quieres. Estoy más que dispuesta a llegar a un acuerdo.
Su expresión es puro pecado.
—Me alegra saberlo, señorita Fairchild.
—Ahí está. —Jamie señala un edificio brillantemente iluminado justo en la calle de enfrente—. Es ese, ¡por fin! La cosa se estaba poniendo demasiado caliente aquí dentro.
Me muerdo la lengua y no replico. Por lo que yo sé, con Damien nunca es demasiado caliente.
Por mucho calor que pueda hacer en el jeep, no es nada comparado con el interior del bar. Está abarrotado y lleno de humo y tan caluroso que el aire parece pegajoso. Y, francamente, es parte de su encanto. Por la expresión de aprobación de Damien al pasar las puertas dobles de madera y entrar en el oscuro interior, puedo ver que le gusta.
—Sin duda, hay buen ambiente —dice presionando ligeramente con la mano mi espalda mientras examina el local.
—¿Qué os parece esa mesa? —pregunta Jamie, y Damien y yo la seguimos cruzando la sala hacia una mesa para cuatro situada cerca del escenario—. Pídeme algo divertido —me dice, y desaparece en dirección al servicio de señoras.
La noche de karaoke ya está en pleno auge y, mientras nos acomodamos, un hombre que parece un oso de peluche con barba de leñador canta a pleno pulmón la canción de Gloria Gaynor «I will survive», con al menos tanta energía como la propia Gloria en sus tiempos. Me dejo caer un poco en la silla y me tapo la boca por la vergüenza ajena. Damien se da cuenta y se ríe.
—¿No piensas saltar al escenario y ponerte a cantar a saco?
—No —respondo—. De momento no necesito ese dolor.
Tengo la certeza de que Damien sabe que estoy bromeando, pero aun así ladea la cabeza y me observa. Pongo los ojos en blanco y le cojo la mano, apretándosela un poco.
—Lo siento. No debería haber bromeado con eso.
—No me importan las bromas —me tranquiliza—. Siempre que no te moleste que las cuestione para asegurarme de que no hay una intención escondida.
Vuelvo la cabeza para no encontrarme con sus ojos. No puedo sino pensar en lo cerca que estuve en el avión de romper esa maldita copa y de rasgar con el filo cortante del cristal la carne de mi muslo.
Pero no lo hice. Y el hecho de que los dos somos conscientes de mi victoria me da la fuerza para volver a mirarle a los ojos, esperando ver algún reproche reflejado en su cara. Pero todo lo que veo es amor.
—Siempre me preocuparé —me dice con voz suave—. No hay ningún botón de desconexión, tampoco de pausa. Tú eres lo que más me importa en este mundo, pero los dos sabemos que he estado cerca de destrozarte en más una ocasión. Así que puedes enfadarte conmigo si quieres, pero no me digas que deje de estar preocupado por ti o que me muestre suspicaz. No lo haré. No puedo.
Esbozo una sonrisa.
—No hablo de mi dolor —le digo en tono desenfadado, en un intento por reconducir la conversación al tono adecuado—. Se trata del dolor que todas estas personas sufrirían si subiese a ese escenario.
—Pero vas a cantar, ¿no? —me insiste sonriendo maliciosamente.
—Eh… No. Ni hablar.
—Mmm… —Se pone de pie y me mira fijamente un momento, luego asiente—. De acuerdo. No tienes que subir al escenario.
Respiro aliviada incluso cuando se inclina para besarme en la mejilla, pero entonces se dirige hacia el tipo que está actuando como maestro de ceremonias esta noche. Un escalofrío de temor me recorre la espalda cuando veo cómo se abren los ojos del hombre al reconocerle. Después asiente y empieza a teclear en la máquina mientras Damien llega al escenario. Mi pecho se tensa y de repente noto que me cuesta respirar. Damien, sin embargo, no parece nervioso en absoluto. Está allí delante de la pantalla donde las letras de las canciones empezarán a destellar: las luces brillan sobre él. Lleva unos vaqueros y una camisa informal de lino y no puedo sino pensar que es el hombre más atractivo del bar. Y es todo mío.
Da unos golpecitos en el micrófono y un suave chasquido resuena por toda la sala. Me sobresalto y me remuevo en mi asiento; veo a Jamie apresurándose, con los ojos muy abiertos como yo. En el escenario, Damien mira al público; parece tan impasible y seguro de sí mismo como si estuviera en su propio despacho a punto de hacer una presentación ante un cliente.
—Había pensado cantar «Don’t go breaking my heart» de Elton John y Kiki Dee, pero tengo un pequeño problema de logística para formar un dúo.
Siento los ojos de los clientes del bar cuando se giran para mirarme. No es difícil localizarme, sobre todo por las carcajadas que da Jamie y por cómo me apunta con los dedos como si fuera una pistola. Me llevo una mano a la frente y agacho la cabeza para ocultar mi sonrojo; en este momento no sé si el numerito de Damien me hace gracia o me produce cabreo y angustia.
De nuevo me he metido yo solita en este lío. Puede que en un principio la idea de venir aquí fuera de Jamie, pero yo la acepté totalmente. Debería haber supuesto que él encontraría la forma de darle la vuelta a la tortilla en su propio beneficio. Tomo aliento, dejo caer la mano y me recuesto en la silla mientras Damien continúa hablando.
—Así que cantaré una serenata. —Me mira directamente—. Para ti, cariño.
Me quito las lágrimas que me llenan los ojos y le devuelvo una temblorosa y feliz sonrisa. La música empieza y, como soy fan de la música de las grandes orquestas y del Rat Pack, enseguida reconozco la canción. Las lágrimas vuelven inmediatamente cuando Damien empieza a entonar suavemente la letra de «You’re nobody till somebody loves you», de Dean Martin. Su voz no es perfecta, pero es fuerte y afinada, y ha cautivado al público.
Entonces se baja del escenario, con el micrófono en la mano, y viene hasta nuestra mesa; su voz llena la sala, incluso por encima de los aplausos y silbidos de los clientes que parecen estar disfrutando del espectáculo. La mitad de ellos sostienen móviles en alto, y estoy segura de que esto estará en internet mañana, pero cuando Damien alarga la mano hacia mí, me digo que no me importa. La tomo y el mundo desaparece. Durante un breve y descontrolado segundo, pienso que «Witchcraft» de Sinatra sería más apropiada, porque así es como yo me siento: completamente hechizada.
No sé cómo, pero de pronto estoy de pie, con los ojos de Damien fijos en los míos y todas las demás personas del bar han desaparecido. Tan solo estamos Damien, la música y yo. Él canta con mucho sentimiento y, mientras oigo de sus labios la famosa letra de la canción, me derrito.
Y entonces se acaba y estoy llorando y el público aplaude. Los brazos de Damien me rodean estrechamente y apenas soy consciente de los aplausos, los destellos de las cámaras y los vítores. Nada de eso importa. Todo lo que importa es Damien.
Junto a nosotros veo a Jamie sonriendo nerviosa, con una mirada melancólica pero feliz.
«Es un guardián protector», dice moviendo los labios.
Asiento y me agarro fuerte a Damien. «Lo sé —pienso—. Lo sé».