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Pese a ser la madrugada del domingo, las estrechas calles de Munich están llenas de coches. El motor del Lamborghini ruge, con casi toda su potencia contenida e inquieta, como si sintiera la frustración de no poder acelerar a su antojo y volar, igual que me pasa a mí por no hallar la solución a los problemas de Damien.
Estoy recostada en el asiento de cuero rojo, con el cuerpo girado un poco hacia la izquierda para poder contemplarle. A pesar de la densidad del tráfico, que a mí me parece exasperante, Damien está tranquilo, impasible. Apoya la mano derecha con gesto relajado sobre la palanca de cambios, los dedos un poco curvados. Inspiro lentamente mientras me imagino esa mano rozando la piel desnuda de mi rodilla. He tenido muchas fantasías desde que conocí a Damien. Y la verdad es que no me importa.
Sostiene el volante con la mano izquierda, y a pesar de que estamos de mierda hasta el cuello, Damien parece confiado y tranquilo. Desde mi posición le veo de perfil: la mandíbula cuadrada, los ojos intensos, la maravillosa boca curvada ahora en una pequeña sonrisa.
La barbilla sin afeitar y el cabello peinado con los dedos le confieren el aspecto de un rebelde peligroso. En mi opinión es lo que es: un rebelde. Solo obedece sus propias reglas, de nadie más. Es una de las cualidades que más admiro de él, y por eso me cuesta tanto asumir que, si se limitara a seguir los consejos de un buen abogado defensor, todo le sería más fácil.
Nos detenemos en un cruce, luego el semáforo se pone en verde. Damien acelera, y a continuación cambia de carril con tanta rapidez que me agarro al reposabrazos de la puerta para no caerme de lado. Se gira para mirarme, y lo único que veo en sus ojos es diversión. Le sonrío a mi vez, y en ese momento siento que nada en el mundo puede hacernos daño. Solo existen la libertad y la alegría. Ojalá todo pudiera seguir así. Ojalá siguiéramos corriendo en este coche y no paráramos nunca, de aquí a la eternidad.
Quizá me haya dejado llevar por la fantasía de perdernos, pero Damien existe por completo en este instante. Veo la tensión de sus músculos, la energía y el control que despliega al acelerar, cuando pone al límite el coche y deja que aumente la potencia del increíble motor hasta que entramos en la despejada autobahn, donde por fin permite que explote.
Trago saliva y me remuevo un poco en el asiento. Bromeaba cuando le dije que este paseo en coche sería como el sexo. Al parecer, me equivocaba.
—Estás sonriendo —me dice sin mirarme.
—Es verdad —admito—. Porque eres feliz.
—Estoy contigo —me contesta—. ¿Por qué no iba a ser feliz?
—Sigue hablando. Con halagos llegarás donde quieras.
—Eso espero, por supuesto.
Sus palabras apenas han sido un murmullo, pero han bastado para que mi cuerpo responda. Me arde la piel y noto que se me forman unas gotas de sudor en el cuello, en la línea del cabello. Siento los pechos pesados, como si necesitara que Damien me los sostuviera, y la seda del vestido me acaricia tentadoramente los pezones erectos.
Puede que su comentario sea sencillo y directo, pero alberga todo un mundo de significados. En cualquier caso los dos sabemos que no hay ningún sitio al que Damien quiera llevarme al que yo no esté dispuesta a acompañarlo.
—Ya hemos llegado —me avisa Damien, y me sobresalto un poco ante la curiosa coincidencia de sus palabras con mi pensamiento.
Me recupero de inmediato y advierto que hemos llegado a la A9. Damien acelera por el carril de acceso y la fuerza del impulso me aplasta contra el respaldo del asiento. Respiro hondo, y me siento llena de energía por la velocidad y por el hombre que tengo al lado.
—¿Tienes algún plan? —añade al cabo de unos instantes mientras cambia de marcha.
Le echo un vistazo al velocímetro: 175 kilómetros por hora.
—¿Un plan?
Levanta las cejas, divertido.
—Esto ha sido idea tuya. ¿O no te acuerdas? Creí que tenías pensado algo en concreto.
—No hay ningún plan —admito mientras me quito los zapatos con la punta de los pies antes de subirlos al asiento—. Solo quería perderme contigo.
—Me gusta ese plan. Y sé exactamente por dónde deberíamos empezar.
Me mira mientras me lo dice, y el travieso brillo de su mirada es tan exagerado que no puedo sino echarme a reír.
—Pervertido.
—Pero solo contigo —replica.
Estoy sentada abrazándome las rodillas, y Damien me acaricia con la yema de un dedo la tobillera de platino y esmeraldas que me regaló. Es un recordatorio físico de que le pertenezco. Como si yo fuera a olvidarlo.
El dedo abandona la superficie de la tobillera y comienza a tocarme la parte posterior del muslo. El contacto es suave y sensual. No es más que una simple caricia, pero mi reacción es múltiple y compleja. Siento latigazos de calor entre las piernas y tirones en los pezones. Qué sencillo es caer en una pauta de caricia y placer, de necesidad y de deseo. Es como si me encontrara en un estado permanente de hambruna y él fuera el néctar más dulce del mundo.
Pero la presión desaparece casi de inmediato, en cuanto Damien mueve la mano para encender la radio y buscar una emisora; finalmente se decide por un potente ritmo tecno que invade el coche. De nuevo cambia la marcha y el motor zumba mientras Damien serpentea entre el escaso tráfico de la autopista. Me recuesto en el asiento y dejo que el ritmo retumbe por todo mi cuerpo mientras contemplo a este hombre que me ama. A este hombre al que amo. Que me pertenece por entero.
La idea se me ocurre de repente, y frunzo el entrecejo, porque no es del todo cierta. Si realmente fuera mío, una de mis pertenencias, mío y solo mío, podría llevármelo de aquí. Podría salvarle. Podría hacer desaparecer todo este horror legal.
Pero no puedo, y esa verdad innegable se me mete bajo la piel y en un instante la alegría y la despreocupación se convierten en un humor sombrío y pesimista.
Me giro para mirar por la ventanilla la hilera de árboles que dejamos atrás; la luz de los faros hace que proyecten sombras extrañas en medio de la noche. Me estremezco ante esa visión aciaga. Tengo la sensación de que nos adentramos en un ultramundo, pero ni siquiera eso nos librará de la desoladora atracción de la realidad.
Quiero que siga conduciendo, quiero ir rumbo al este, hacia el sol que saldrá dentro de cuatro o cinco horas. Quiero que ponga a tope el coche y que no nos paremos. Ahora mismo estamos dentro de una burbuja, a salvo de esas sombras amenazantes. Pero en el momento en que nos detengamos… En el momento en que volvamos…
«No».
Inspiro profundamente. Tengo que ser fuerte, y no por mí, sino por Damien.
—Deberíamos volver.
Lo digo en voz tan baja que con la música a todo volumen supongo que no me ha oído. Alargo la mano hacia la radio y aprieto el botón de apagado; de repente se hace el silencio.
Damien se vuelve hacia mí, y veo cómo la alegría de su cara se convierte en preocupación cuando nuestras miradas se cruzan.
—¿Qué pasa?
—Deberíamos volver. —Intento hablar en voz alta, pero las palabras siguen sonando muy bajo y falsas, como si actuara en contra de mi voluntad, que me suplica en silencio que insista a Damien para seguir huyendo—. Necesitas descansar. —Tengo que obligarme a decir esas palabras con la mayor naturalidad posible—. Lo de mañana nos va a suponer un esfuerzo tremendo.
—Razón de más para seguir mientras podamos.
Noto un nudo en la garganta, así que trago saliva.
—Damien.
Espero que me diga palabras tranquilizadoras. Que me tranquilice asegurándome que todo va a salir bien. En vez de eso, se limita a acariciarme la mejilla, y el gesto provoca una oleada de emociones que, a su vez, me llevan al borde de las lágrimas. Aprieto los puños con todas mis fuerzas para contener el ataque de llanto que está a punto de apoderarse de mí. No puedo permitirlo. Ahora no. Joder, en realidad nunca. Si pierdo a Damien, entonces sí que lloraré, y hasta que no sepa si lo pierdo o no, quiero pasar con él todo el tiempo posible, nada más.
Logro sonreír de un modo que casi es verdadero antes de girarme hacia él.
—Venga.
Da gas, y el coche acelera aún más.
—¿Adónde vamos?
—A un sitio que quiero que veas.
Debo de parecer más confundida de lo que me siento, porque se echa a reír en voz baja.
—No te preocupes. No vamos a escaparnos.
Tuerzo el gesto. Casi deseo que huyamos.
Con la mano izquierda sostiene el volante, pero apoya la derecha sobre mi rodilla. El gesto es más posesivo que sexual, como si simplemente necesitase saber que sigo aquí. Echo la cabeza hacia atrás, dividida entre el deseo de disfrutar del contacto de sus dedos contra mi piel y la necesidad de maldecirle. De gritarle y de chillarle. De rogarle y de suplicarle que se defienda de una puñetera vez. Porque Damien Stark no es de los que retroceden y dejan que lo apaleen. No es de los que soportan perder.
No es un hombre que le haga daño a la mujer que ama.
Pero eso es justo lo que está haciendo.
Todos esos pensamientos, violentos y peligrosos, me dan vueltas por la cabeza mientras se desvanecen las últimas luces de la ciudad y solo quedan los bosques que flanquean la autopista. El motor va como la seda, apenas hace ruido, y yo estoy muy cansada. No solo por lo tarde que es, sino también por todo lo que he tenido que soportar. Cierro los ojos y me relajo. Segundos más tarde, me incorporo sobresaltada cuando me doy cuenta de que el coche se ha detenido y el motor está parado.
—¿Qué? —pregunto medio dormida—. ¿Qué ha pasado?
—Que te has echado un sueñecito —me responde.
¿Un sueñecito?
Arrugo el ceño.
—¿Cuánto tiempo?
—Casi media hora.
La información me sobresalta al punto de despabilarme del todo. Me incorporo y miro alrededor. Al parecer estamos en el aparcamiento de un restaurante de campo con muchas mesas en el exterior. Está cerrado, y las mesas tienen un aspecto más inquietante que acogedor.
—¿Dónde estamos?
—Seehaus Kranzberger —responde. Debe de haber notado mi confusión, porque sonríe—. Era uno de mis sitios favoritos cerca de Munich. En cuanto Alaine tuvo edad para conducir, empezamos a venir aquí con Sofia. Yo acabé viniendo solo. Este lugar me trae muchos recuerdos —añade con una voz un poco extraña.
—Pero está cerrado —comento de un modo estúpido.
—No hemos venido a comer.
Se baja del coche y, antes de que me dé cuenta de lo que hace, lo rodea para abrirme la puerta. Me tiende una mano para ayudarme a salir, y yo me pongo en pie con un movimiento elegante.
—¿Para qué hemos venido?
—Acompáñame.
Lo miro con detenimiento, pero soy incapaz de adivinar su estado de ánimo. Me coge de la mano y me guía por un sendero estrecho que serpentea entre unos árboles altos y frondosos, cuyas hojas se ven negras y grises a la luz de la luna. No tengo ni idea de hacia dónde nos dirigimos, pero cuando llegamos al último recodo del camino, suelto una exclamación de sorpresa. Delante de nosotros se extiende un lago rodeado de una naturaleza exuberante. La luz de la luna centellea en la superficie, y el gigantesco orbe del astro lunar se refleja de un modo que da la impresión de que podríamos lanzarnos al agua y tomarlo con las manos.
—Es muy hermoso —acierto a decir.
—Bienvenida a Kranzberger See. Antes pasaba muchas horas aquí. Me sentaba en la orilla y me dedicaba a escuchar el agua, los pájaros y el viento entre los árboles. Cerraba los ojos y me perdía. —Y mientras me habla, no deja de mirar al lago, pero luego se gira hacia mí—. Quería enseñártelo.
«Lo siento», me parece oír.
Trago saliva y hago un gesto de asentimiento.
—Gracias.
Levanta nuestras manos unidas y me besa con suavidad en las palmas. Es un gesto muy dulce, y romántico hasta hacer daño, y no puedo sino desear que nos quedemos aquí, perdidos en la luz difusa, inmersos en la fantasía de estar solos en el mundo.
Un temblor me recorre todo el cuerpo, y me giro. Me he enamorado muy deprisa de este hombre, y me aterroriza la posibilidad de perderlo, y la idea de que nos arrebaten la bondad que hemos encontrado, a pesar de nuestros tormentosos pasados. Aprieto los labios para contener un grito de angustia, porque en este momento solo quiero gritar y desgañitarme hasta que Damien haga lo que tenga que hacer para arreglarlo todo, y desaparezca el horror de nuestras vidas.
Pero guardo silencio. Y me mantengo firme como una roca, porque sé que el más mínimo movimiento podría hacerme estallar. Me siento volátil, salvaje y peligrosa; pero sé que en estos momentos una explosión es lo último que necesitamos.
—Nikki.
En sus labios mi nombre suena suave. Damien me suelta la mano para situarse detrás de mí. Me pone las manos sobre los hombros, y la sensación es cálida y dulce. Noto el leve contacto de sus labios en la nuca, y la leve presión de sus dedos mientras me acaricia los brazos desnudos.
—La noche que nos conocimos en casa de Evelyn te enfadaste conmigo, ¿lo recuerdas? Debería haberte dejado en ese momento. Debería haberme alejado de ti para no volver a verte nunca más.
Tengo la boca seca, y noto una tremenda opresión en el pecho. No quiero oír esas palabras. No quiero creer que exista una mínima parte de su ser que no desee estar conmigo, ni siquiera si esa fantasía se debe a su afán de protegerme.
—No.
Es la única palabra que soy capaz de articular, y suena ahogada y ronca. Me da la vuelta con suavidad y me pone una mano en la mejilla.
—Me parte el alma ver ese miedo en tus ojos.
Su voz es suave y amable, pero sus palabras me golpean igual que si me hubieran dado una patada en el pecho, y mi respuesta está a la altura de las circunstancias: los dos nos quedamos atónitos cuando le propino una bofetada.
—¡Cállate! —le grito. Todo mi autocontrol estalla en un torbellino de emociones enloquecidas—. ¡Cállate de una puta vez! ¿Crees que es esa la solución? ¿Desear que no nos hubiéramos conocido? Por Dios, Damien, te amo tanto que me duele… ¿y tú me vienes con arrumacos? No quiero que me tranquilices, sino que hagas algo.
Le golpeo en el pecho con los puños, y cuando me agarra de las muñecas y me inmoviliza, jadeo de sorpresa. Me aprieta con tanta fuerza que me hace daño.
—Nikki.
Su voz ya no es suave. Es bronca y peligrosa, y sé que le he sacado de sus casillas, pero no me importa. Por mí que se enfurezca, pues es lo que quiero, que pierda la calma y su maldita testarudez, y que se le meta en la cabeza que el único modo de salvarse, de salvarnos, es plantear una buena defensa.
—Irás a la cárcel —le digo con voz clara y precisa—. Por Dios, Damien, ¿no estás acojonado? ¡Yo tengo tanto miedo que apenas puedo levantarme de la cama por la mañana!
Me mira fijamente, como si le estuviera hablando en chino.
—¿Que no tengo miedo? —Su voz suena cargada de una furia apenas contenida. No sé si soy el blanco de esa furia, pero es lo bastante intensa como para hacerle temblar—. ¿Eso es lo que crees?
Sin querer retrocedo un paso, pero me agarra por los brazos y me detiene. Sus dedos se me clavan en la piel y me inmovilizan.
—¿De verdad es lo que piensas? Dios, Nikki, me aterroriza pensar que van a separarme de ti. Que no podré tocarte ni besarte. Que no te oiré reír, ni te veré. Que no estaré contigo.
Me quedo tan sorprendida y sin palabras, que no me doy cuenta de que me ha ido empujando lentamente hasta que noto a mi espalda el tronco de un árbol. La corteza rugosa se me clava a través de la fina tela del vestido. Baja las manos de un modo posesivo por mis brazos y luego las coloca con fuerza sobre los pechos. Se me escapa una exclamación de asombro, y una oleada de deseo abrasador e inmediato me recorre por completo. Se inclina sobre mí y me roza la mejilla con los labios.
—Puedo enfrentarme a cualquier cosa menos a la idea de perderte.
Su boca arde junto a mi oreja. Baja lentamente una mano, y luego la sube con igual lentitud por el muslo arrastrando hacia arriba el suave tejido de la falda.
—¿Que no tengo miedo? —me susurra a la vez que me cubre el sexo con la palma de la mano.
No llevo ropa interior, así que se desliza con facilidad dentro de mí. Me muerdo el labio y al mismo tiempo me siento agradecida de que me sostenga, porque todo mi cuerpo se transforma en fuego líquido.
—Jamás en toda mi vida he tenido tanto miedo.
Me lo dice antes de pegar sus labios a los míos y meterme los dedos lentamente, al ritmo de su profundo beso. Durante un momento hermoso y lleno de dicha me pierdo en ese beso, en esos brazos. Olvido dónde estamos y por qué estamos aquí. Solo existen Damien y la calidez sensual de su cuerpo apretado contra el mío.
Entonces noto que algo se rompe en mi interior y me olvido del deseo y de esa necesidad desesperada que me acelera el pulso y me obliga a apretar el sexo contra sus dedos. Le coloco con fuerza las manos en el pecho y le empujo hacia atrás.
—¿Cómo te atreves a tener miedo? Maldita sea, Damien, ¿cómo te atreves a decir que temes perderme cuando podrías arreglarlo todo de un plumazo? Podrías acabar con esto. Si quisieras lo terminarías y volveríamos a casa.
Me mira fijamente, y veo una tristeza infinita en sus ojos.
—Cariño… Si pudiera acabar con ese miedo, lo haría.
—¿Si pudieras? Puedes, lo sabes muy bien, y me cabrea que no hagas nada al respecto, joder.
Le estoy gritando. Soy una arpía enloquecida, y eso es algo que odio. Me odio por ello, pero en este momento también odio a Damien.
Las lágrimas me bajan a raudales por las mejillas, y las piernas me flaquean. Comienzo a desplomarme, pero Damien me agarra con fuerza y me ayuda a caer de rodillas. No se me escapa la ironía de la situación: Damien siempre estará ahí para ayudarme. Al menos, eso pensaba. Ahora no lo sé, y por primera vez me siento sola entre los brazos de Damien.
—Lo he pensado —me dice en el tono más bajo y serio que jamás le he oído.
Me quedo inmóvil. Nunca creí que la esperanza pudiera parecer tan fría y tan carente de vida, pero así es.
—¿En qué has pensado? —le pregunto con cautela.
Duda tanto rato antes de contestar que llego a pensar que no dirá nada más. Cuando por fin habla, lo hace con lentitud.
—Hace tanto tiempo que te quiero, y ahora que te tengo, arriesgo todo lo que hay entre nosotros.
Me dan ganas de gritar «¡Sí! ¡Sí!». Me doy cuenta de que estoy clavando los dedos en la tierra blanda y húmeda. Procuro relajarme para no adelantarme a sus siguientes palabras ni tener demasiadas esperanzas.
—No estoy seguro de que el hecho de revelar lo que Richter me hizo sea la solución, por mucho que tú, Maynard y los demás lo creáis así. Pero quizá debería intentarlo. Si eso significa que retirarán todas las acusaciones, quizá debería sacrificar la privacidad que he intentado conservar toda mi vida.
Capto la amargura de su voz, y querría cogerle de la mano, pero no lo hago. Me quedo quieta.
—No hay que avergonzarse de haber sido una víctima, ¿verdad? Así que ¿por qué me iba a importar que todo el mundo se enterase de las cosas repugnantes que me hizo? ¿Qué más da que la prensa escriba sobre esas angustiosas noches que pasó en mi dormitorio? ¿Sobre las cosas asquerosas que me obligó a hacer? Ni siquiera te las he contado a ti. Ojalá fuese capaz de olvidarlas.
Me mira a los ojos, pero yo solo veo los ángulos y las líneas de su rostro.
—Si así consiguiera la libertad, ¿no debería proclamar lo ocurrido, incluso desde lo alto de los tejados? ¿No debería publicarlo a los cuatro vientos? En los telediarios, en los programas de cotilleo, en la primera página de los periódicos. ¿No debería convertir el infierno por el que pasé en la comidilla de todo el mundo?
Noto frío en las mejillas, y me doy cuenta de que estoy llorando otra vez.
—No —le respondo con un susurro, y odio que sea verdad lo que dice. Pero así es Damien en el fondo. Un hombre que obedece su propio código, y precisamente por eso me enamoré de él—. Ni siquiera por mí. Ni siquiera para eludir la cárcel.
Cierro los ojos con fuerza, y noto que se me saltan más lágrimas. Me acaricia la mejilla con el pulgar.
—¿Lo entiendes?
—No —le contesto, pero en realidad sí que lo entiendo, y cuando abro los ojos advierto que sabe muy bien cuál es mi verdadera respuesta.
Se me acerca de nuevo, y mi respiración se vuelve entrecortada. Me da hipo, y cuando su boca se pega a la mía noto el sabor de las lágrimas. Al principio el beso es suave, dulce y cariñoso. Luego me agarra la nuca con una mano, me rodea la cintura con el otro brazo y me atrae con fuerza hacia él.
Jadeo por la sorpresa, y él se aprovecha. Me besa otra vez en la boca, y su lengua encuentra la mía. El beso se vuelve más profundo y exigente. Enredo los dedos en su cabello sedoso y me pierdo en la sensualidad de su boca, en la violencia del beso. Las lenguas se entrelazan, los dientes chocan. Mañana tendré la boca dolorida, pero soy incapaz de resistirme a esos besos que nos envuelven en llamas.
Cuando por fin se aparta, respiro con dificultad. Noto los labios hinchados, doloridos, y gloriosos. Me pregunto si me han besado antes de verdad, incluso Damien, y en este momento solo quiero más.
Me inclino hacia él en un gesto silencioso de exigencia, pero me detiene con una mano sobre la barbilla. Me quedo así, en esa posición extraña, con los ojos alzados hacia él.
—Tú lo eres todo para mí, Nikki. Tienes que saberlo. Tienes que creerme.
—Te creo —le susurro.
Veo el temblor que le recorre todo el cuerpo, y luego noto cómo se le tensan los músculos cuando me atrae de nuevo hacia él y me abraza con fuerza. Me derrito en sus brazos, tan enamorada de él que casi me duele.
—Lo eres todo para mí —me repite—. Pero no puedo ser fiel a tu amor si no soy fiel a mí mismo.
—Lo sé —le respondo con los labios pegados a la tela de algodón de su camisa—. Lo entiendo. —Echo la cabeza hacia atrás y le miro a los ojos—. Pero eso no significa que duela menos.
—Pues déjame intentar aliviarte. —Me aparta un poco y luego se inclina para besarme en la comisura de la boca—. ¿Te duele ahí?
Niego con la cabeza; sigo con los ojos llenos de lágrimas pero ahora esbozo una leve sonrisa.
—¿No? ¿Y aquí?
Me roza la mandíbula con los labios, y yo respiro hondo, extasiada por la dulzura de su beso.
—No —repito, y sonrío con más firmeza.
Esta vez posa los labios en el cuello. Echo la cabeza hacia atrás para que pueda besarme mejor, y noto que mi pulso tamborilea contra su boca.
—Tampoco es ahí —susurro.
—Esto es complicado. ¿Cómo voy a besarte para que te sientas mejor si no puedo encontrar el lugar adecuado?
—Sigue buscando.
—Nunca dejaré de buscar —me promete. Baja los labios y se detiene sobre el corazón, que palpita con fuerza—. Seguro que no es aquí.
Sigue moviéndose y yo me río, pero la risa se detiene de golpe en el momento en que cierra la boca alrededor de uno de mis pechos y profiero un grito salvaje y sensual.
—¡Damien!
Sus brazos me rodean por la espalda y me sostienen mientras me chupa a través del material sedoso de este vestido demencialmente caro. Me mordisquea el pezón ya sensible y me arqueo hacia atrás perdida en una ofuscación desesperada de placer.
—¿Es aquí? —murmura sin separar del todo la boca.
—Sí. Dios mío, sí.
—Yo no lo tengo tan claro —dice tras apartar la boca—. Será mejor que siga buscando.
Me suelta con suavidad y hace que me tumbe sobre la hierba blanda para luego sentarse a horcajadas sobre mi cintura.
—Damien —murmuro—. ¿Qué estás…?
Me acalla poniéndome un dedo en los labios, y luego se inclina sobre mí para mordisquearme de nuevo el pezón. Gimo de placer.
—Ya te lo he dicho. Voy a besarte y te sentirás mejor.
Esta vez su boca se cierra alrededor del pecho izquierdo mientras toma el otro pecho con una mano. Tengo la sensación de que todo mi cuerpo es un cable que envía corriente a los distintos puntos de contacto. De los dedos que me rodean el pecho surgen chispas de energía que me recorren retorciéndose y que provocan que mi cuerpo se arquee con una necesidad insaciable.
Se aparta, de nuevo demasiado pronto, y ahora su boca desciende suavemente por mi cuerpo. Entre sus labios y mi piel no hay más que una fina capa de seda.
La boca se detiene sobre el vientre y me mordisquea el ombligo. Sus manos han bajado más, hasta el borde del vestido, y comienza a tirar de él hacia arriba. El material suave se desliza con facilidad sobre mi cuerpo al tiempo que los labios de Damien vuelven a bajar. Noto los besos como el cosquilleo de una pluma sobre la piel, a lo largo de la curva de la cadera, para seguir después con suavidad y dulzura sobre el pubis, y bajar más y más. Arqueo la espalda de forma involuntaria y se me escapa un jadeo cuando su lengua juguetea con mi clítoris antes de que me cubra el sexo con la boca de un modo posesivo y voluptuoso.
Me pone las manos sobre los muslos y me acaricia las cicatrices con los pulgares; luego desliza los dedos sensualmente por la sensible piel del punto donde se unen los muslos. Me separa las piernas y me las abre para él. Intento mover las caderas, apartarme del placer de un beso tan íntimo, pero me mantiene inmovilizada, exactamente como él quiere. Me llevo una mano a la boca y me muerdo la carne tierna de la base del pulgar mientras muevo la cabeza de un lado a otro siguiendo el ritmo que crece en mi interior a medida que la lengua y la boca expertas de Damien aumentan mi dulce placer con dolorosa lentitud.
Y por fin, explota. Arqueo la espalda con la boca abierta, pero mi grito queda ahogado por el cuerpo de Damien, que se ha movido y ahora me tiene inmovilizada con todo su peso. Pega su boca a mi boca, y pruebo el sabor de mi propia excitación. Le beso profundamente, con ansia, y protesto cuando se aparta. Apoya las manos en la tierra blanda para poder mirarme a los ojos. En los suyos la pasión ya está dando paso a una expresión juguetona.
—¿Mejor? —me pregunta con una sonrisa arrogante.
—Oh, sí —le contesto mientras me incorporo sobre los codos para poder sentarme.
—No. Túmbate —me ordena.
Alzo una ceja, divertida.
—Es usted muy mandón, señor Stark. ¿Qué quiere exactamente de mí?
—Te quiero desnuda —me contesta, y la expresión juguetona se desvanece con la misma rapidez con la que ha aparecido, reemplazada por una lujuria y una pasión tan intensas que me humedezco de nuevo.
—Ah.
Me levanta lentamente el borde del vestido. No protesto. Me limito a moverme para que pueda quitarme la prenda por encima de la cabeza. La arroja a un lado antes de quitarse la camiseta blanca y desabotonarse los vaqueros.
—Voy a follarte, Nikki. Aquí mismo, sobre esta tierra cálida y a cielo descubierto. Te haré mía mientras nos mira todo el universo, porque eres mía y siempre lo serás; lo que pase a partir de ahora no importa.
—Sí —le respondo, aunque sus palabras no contenían una pregunta sino una exigencia—. Sí, por favor.
Me pasa las manos por todo el cuerpo con los ojos llenos de adoración. Siempre he sabido que soy guapa, pero cuando Damien me mira, me siento más que hermosa. Me siento especial.
Alargo una mano para acariciarle la mejilla y veo cómo aumenta la pasión en sus ojos. Entierro los dedos en sus cabellos y le agarro por la nuca para atraer sus labios a los míos. El beso es ansioso y salvaje, como los árboles y la naturaleza que nos rodean. Me pego a su cuerpo, incapaz de tenerlo tanto como ansío. Me acaricia las caderas, los pechos, me mete las manos entre las piernas. El gemido que se le escapa cuando descubre que estoy húmeda y lista para él reverbera por todo mi cuerpo. Interrumpe el beso y se incorpora sobre una mano para mirarme.
—Ahora.
No espera que le responda, pero yo ya tengo abiertas las piernas, y levanto las caderas para que mi cuerpo se una al suyo cuando entra en mí. Grito, pero no de dolor, sino por lo apropiado de la situación. Así es como debe ser, Damien y yo unidos. Damien y yo enfrentados contra el resto del mundo.
Nos movemos a la vez de un modo frenético y apasionado, y cuando el orgasmo explota en mi interior vuelvo a notar que tengo el rostro cubierto de lágrimas.
—Cariño —me susurra a la vez que me atrae hacia él.
—No, no —digo—. Es demasiado grande para guardarlo dentro de mí.
—Lo sé —responde, y me abraza con más fuerza todavía—. Lo sé, cariño.
No sé cuánto tiempo nos quedamos así. Solo sé que no quiero moverme nunca más. Al rato Damien me pasa una mano por el brazo desnudo y luego me besa en el lóbulo de la oreja.
—¿Estás lista para volver?
No estoy lista, por supuesto. Nunca lo estaré. Pero sé que Damien necesita mi fuerza tanto como yo necesito la suya. Así que me limito a asentir con la cabeza, y recojo el vestido antes de ponerme en pie. Luego le tiendo la mano.
—Estoy lista. Vámonos.