23
—Quiero que sepas que no estoy triste —dice Jamie mientras los hombres de la mudanza sacan mi cómoda del dormitorio.
Hoy mis cosas dormirán en la casa de Malibú, y podrá decirse que me he ido oficialmente a vivir con Damien. Pese a que no deseaba nada con más fuerza, noto un nudo en el estómago, pero es suave y no me hace daño, y casi disfruto de la sensación.
—Estoy muy contenta por las dos —añade—, pero más por ti que por mí.
Jamie ha alquilado el apartamento durante los próximos seis meses. Ha decidido que Texas puede esperar, pues todavía no está preparada para dejar Los Ángeles definitivamente. Así que se instalará con sus padres de forma temporal y, como ella dice, pensará en «sus mierdas». Con un poco de suerte volverá. Si no lo hace, venderá el apartamento, pero al menos todavía no tiene que tomar esa decisión.
Aprieto la mano de Damien.
—No voy a decirte que te echaré de menos —digo—, porque vas a volver. Estoy segura.
—Volveré aunque sea para holgazanear en Malibú una semana.
—Cuando quieras —dice Damien.
Jamie mira su reloj.
—Tengo que ir a recoger mi coche —dice—. Lo he dejado en el taller de la esquina para que le hagan un cambio de aceite y todas esas cosas. No quiero quedarme tirada en El Paso.
—Llámame esta noche —digo mientras nos abrazamos.
Pestañeo en un intento por no llorar, pero me temo que no podré evitarlo.
—Joder, sí, claro.
También le da un abrazo a Damien y, en cuanto se va, me vuelvo y miro a mi hombre con una mezcla de felicidad y melancolía.
—Nosotros también nos vamos. No quiero quedarme en mi habitación vacía y ponerme nostálgica.
—No está vacía —dice, señalando mi cama con la cabeza.
—La dejo aquí —le recuerdo.
No creo que ninguna de las casas de Damien necesite una cama, y Jamie ha alquilado el apartamento amueblado.
—No me refiero a la cama —dice—, sino al paquete que hay encima de ella.
Echo un vistazo y veo una caja blanca sobre el níveo edredón. Miro a Damien y otra vez a la caja.
—¿Qué es?
—Me atrevería a sugerirte que hagas una locura y lo abras.
—Qué gracioso —digo, pero corro hasta el paquete.
Lo abro y me encuentro un mapa doblado de Europa con pequeños marcadores de colores ya colocados en Munich y Londres.
—Nos enfrentamos a la realidad y la mandamos a la mierda —dice Damien—. Así que creo que ha llegado el momento de volver a esa burbuja. Un mes. Europa. Una limusina. Hoteles de cinco estrellas. Y tú.
—¿Haciendo lo que queramos y cuando queramos? —pregunto con alegría.
Esboza una sonrisa lenta y lasciva.
—¡Ay, cariño, qué bien me conoces!
—Ardo en deseos.
—Luego podemos volver —dice—. Si tengo que estar de vuelta para la gala, ahora solo puedo cogerme un mes.
—Por supuesto —digo.
La primera gala para recaudar fondos de la Stark Children’s Foundation es dentro de cinco semanas. Es la última organización benéfica de Damien, cuya misión principal es ayudar a la recuperación de niños que han sufrido maltratos y abusos mediante terapias relacionadas con la práctica del deporte.
—¿Solo el continente?
Damien asiente con la cabeza. No iremos al Reino Unido. No me sorprende. No seré yo quien lamente no ver a Sofia nunca más, y él tampoco está preparado todavía para encontrarse con ella. De todas formas, el loquero de Sofia tampoco se lo permitiría.
Sofia se metió una sobredosis en la azotea del Richter Tennis Center de West Hollywood dos semanas después de que Damien hiciera pública la historia de los abusos. Teniendo en cuenta la hora de la sobredosis y la total certeza de que la encontrarían, el loquero cree que más bien fue un grito de socorro y los tribunales estuvieron de acuerdo, tanto en California como en Londres. Ahora está en rehabilitación, pero esta vez por orden judicial. Imagino que algún día Damien querrá volver a verla. Mientras tanto, sigue ayudándola económicamente. No lo culpo por ello; tienen una historia en común, aunque sea una historia de mierda.
—También me gustaría pasar unos días en Alemania —dice Damien dejando a un lado el espectro de Gran Bretaña que parece flotar en la habitación—. No pudimos visitarla en su momento. Y hablando de Alemania —añade sacando una pequeña caja de su bolsillo—, te compré esto antes de que el juicio empezara. Tenía planeado dártelo después de que me exculparan, pero se me complicaron un poco las cosas.
—¿Puedo abrirlo?
—Por supuesto —dice con un extraño brillo en la mirada.
Abro la caja y dentro me encuentro otra caja todavía más pequeña de terciopelo. Noto una presión en el pecho y la piel me empieza a arder. Me obligo a no sacar conclusiones precipitadas. Saco la cajita de terciopelo, abro la tapa y se me entrecorta la respiración cuando veo un solitario de platino y diamantes que brilla bajo las luces.
Me fallan las rodillas y me alegra poder apoyarme en el marco de la puerta que tengo justo detrás.
—Damien —susurro, temiendo estar viendo lo que no es; tal vez solo se trate de un anillo bonito. Otro regalo maravilloso—. ¿Compraste esto antes del juicio?
—Ya te lo dije —dice con dulzura—. Jamás pensé que podría perderlo. Ni el juicio ni a ti. Ahora he aprendido que no se debe dar nada por hecho.
Sus palabras todavía flotan en el aire cuando se pone de rodillas. Me coge de la mano y me quedo helada. Siento que me tiembla la cara e intento evitarlo; estoy demasiado asustada para sonreír.
—Solo hay una mujer en este mundo capaz de conseguir que me ponga de rodillas. Así que dígame, señorita Fairchild: ¿me haría el mayor de los honores y se casaría conmigo?
Se me escapa la sonrisa y estallo en una espectacular carcajada de felicidad. Le sonrío, sonrío al hombre que quiero. Y mientras lo levanto y lo abrazo, pronuncio la única palabra que soy capaz de articular, la única palabra que importa: «Sí».