Monólogo 3
¿Urubú? Un lugar, un bahiano lugar con las calles y las iglesias, antiquísimo, para vivir familias de gente. Sirve mis pensamientos. Sirve para lo que digo: yo quería sentir remordimiento; por aquello, no lo tengo. Pero el demonio no existe real. Dios es el que deja afinar el instrumento a gusto, hasta que llegue la hora de danzar. Travesías, Dios en medio. ¿Cuándo fue cuando yo tuve mi culpa? Aquí es Minas; ¿allá es ya la Bahía? Estuve en aquellas villas, viejas, altas ciudades… el sertón es lo solo. Mi compañero Quelemén dice: ¿es que yo soy del sertón? El sertón está dentro de uno. ¿Me acusa usted? Definí el albalá del Hermógenes, referí mi mala cesión. Pero mi patrona es la virgen, como un rocío. ¿Tuvo mi vida en-medio-del-camino? Los murciélagos no han escogido ser tan feos, tan fríos: bastó que hubiesen escogido revolotear en la sombra de la noche y chupar sangre. Dios no desmiente nunca. El diablo es el sin parar. Salí, fui, de estos Generales míos; volví con Diadorín. ¿No volví? Travesías… Diadorín, los ríos verdes. La luna, la luz de la luna: veo aquellos vaqueros que viajan la boyada, mediante el madrugar, con luna en el cielo, día tras día. Pregunto cosas al burití; y lo que él responde es: el valor mío. El burití quiere todo azul, y no se aparta de su agua: necesita un espejo. Maestro no es quien siempre enseña, sino quien de repente aprende. ¿Por qué no se reúnen todos, para sufrir y vencer juntos de una vez? Yo quería formar una ciudad de la religión. Allá, en los confines de la llanura, en las puntas del Urucuia. Mi Urucuia viene, claro entre oscuros. Viene a caer en el San Francisco, río capital. El San Francisco partió mi vida en dos partes. La Bigrí, mi madre, hizo una promesa; ¿mi padrino Selorico Mendes tuvo que ir a comprar arroz, en algún lugar, por muerte de mi madre? Medeiro Vaz Reinó, después de quemar su casa-de-hacienda. Medeiro Vaz murió en piedra, como el toro sólo muge feo; conforme ya comparé una vez: toro negro todo berreando en medio de la tempestad. Zé Bebelo me alumbró. Zé Bebelo iba y volvía, como un vivo demás de fuego y viento, zas, de rayo veloz como el pensamiento de la idea; pero el agua y el suelo no querían saber de él. Mi compadre Quelemén otrotanto es hombre sin parientes, proviniendo de distante tierra: de la Sierra del Urubú del Indaiá. Así era Joca Ramiro, tan diferente y reinante, que, hasta cuando todavía paraba vivo, era como si ya estuviese constando de fallecido. ¿Só Candelario? Só Candelario se desesperó por modelo. Mi corazón es el que entiende, ayuda a mi idea a requerir y dibujar. A lo que Joca Ramiro puso que se deshizo, enterrado allá en medio de los carnaubares, en suelo arenoso salado. ¿No era Só Candelario, en cierto modo, pariente de mi compadre Quelemén, lo sabe usted? Diadorín me ha venido, de mi no-saber y querer. Diadorín: yo adivinaba. ¿Soñé mal? Y en Otacilia yo siempre pensé mucho: tanto que veía los nenúfares estancando en el río de vidrio: jericó, y los lirios todos, los lirios-del-zarzal; vasos-de-leche, lágrimas-de-moza, san-josés. Pero Otacilia era como si para mí estuviese en el camarín del Santísimo. La Ñoriñá —en las Aroeriñas— hija de Ana Dulzuza. Ah, no era rechazona… ¿Quiso salvarme? En dentro de las aguas más clareadas hay un sapo roncador. ¡Nonada! A más, con aquella grandeza, la sencillez: Ñoriñá puta y bella. Y rebrillaba, para mí, como piedra itamotinga. Un talismán. ¿La mocita Miosotis? No, la Rosa'uarda. Me recordé de ella; todos mis recuerdos quería conmigo. Los días que ya han pasado van yendo en fila hacia el sertón. Vuelven, como los caballos: los caballeros en la madrugada; como los caballos se componen. ¿Se acuerda usted de la canción de Siruíz? A lo que aquellos bancos de arena y las islas del río, que uno ve y va guardando para atrás. Diadorín vivía sólo un sentimiento de cada vez. Misterio que la vida me prestó: me entontecí de alturas. Antes, yo percibí la belleza de aquellos pájaros, en el Río de las Viejas; percibí para siempre. El manolito-del-banco. ¿Puedo vender todo esto? Si vendo mi alma, estoy vendiendo también a los otros. Los caballos relinchan sin motivo; ¿saben los hombres algo de la guerra? El yagunzo es el sertón. Pregunte usted: ¿quién es quien fue el yagunzo Riobaldo? Pero aquel niño, el Valtei, en el momento en que el padre y la madre le maltrataban por ley, pedía socorro a los extraños. Hasta el Jacevedón, si estuviese allí, iba con brutalidad de socorro, capaz. ¿Están todos locos, en este mundo? Porque la cabeza de uno es sola, y las cosas que hay que están por haber son demás de muchas, mucho mayores diferentes, y uno tiene que necesitar de aumentar la cabeza, para el total, todos los sucedidos acontecimientos, el sentir fuerte de uno: lo que produce los vientos. Sólo se puede vivir cerca de otro, y conocer a otra persona, sin peligro de odio, si uno tiene amor. Cualquier amor es ya un poquito de salud, un descanso en la locura. Dios es quien me sabe. El Reinaldo era Diadorín; pero Diadorín era un sentimiento mío. Diadorín y Otacilia. Siendo Otacilia fuerte como la paz, como aquellos remansos del Urucuia, pero que es río de bravura. Él está siempre lejos. Solo. Oyendo una violita tocar, se acuerda usted de él. Una musiquita que hasta no podía ser más danzada: sólo el desgranadito de purezas, de volver-volver… ¿Dios está en todo, conforme la creencia? Pero todo va viviendo demás, revolviéndose. Dios estaba hasta vislumbrante si todo se parase, por una vez. ¿Cómo se puede pensar a todas horas en los novísimos estando ocupado uno en estos negocios generales? Todo lo que ya ha sido es el comienzo de lo que va a venir, a todas horas está uno en una encrucijada. Como yo pienso es así, en la paridad. El demonio en la calle… Vivir es muy peligroso; y no es un no. No sé explicar estas cosas. Un sentir es el del sintiente, pero otro es el del sentidor. Lo que yo quiero, está en la palma de mi mano. Igual que aquella piedra que traje del Jequitiñoña. Ah, pacto no hubo. ¿Pacto? Imagine usted que yo fuese sacerdote y un día tuviese que oír los horrores del Hermógenes en confesión. El pacto de un morir en vez de otro, y el de un vivir en vez de otro, ¡¿entonces?! Reniego. Y si yo quisiera hacer otro pacto, con Dios mismo —¿puedo?— ¿entonces no borra a ras todo lo que antes sucedió? Le digo a usted: ¿remordimiento? Como en el hombre que la onza se comió, cuya pierna. ¿Qué culpa tiene la onza y qué culpa tiene el hombre? A veces no admito ni la explicación de mi compadre Quelemén; que me parece que alguna cosa falta. Pero, miedo, tengo; mediano. Sin embargo tengo miedo por todos. Es preciso existir uno en Dios, más; y del diablo distraer a uno con la suya ninguna existencia. Lo que hay es cierta cosa; una sola, diferente para cada uno; que Dios está esperando que ése la haga. En este mundo hay malos y buenos: todo grado de persona. Pero, entonces, todos son malos. Pero, más entonces, ¿no serán todos buenos? Ah, para el placer y para ser feliz, es para lo que es preciso saberlo uno todo, formar alma, en la conciencia; para penar, no hace falta: el bicho siente dolor, y sufre sin saber más por qué. Le digo a usted: todo es pacto. Todos los caminos de uno son resbalosos. Pero, también, caer no perjudica demás; ¡uno se levanta, uno sube, uno vuelve! ¿Resbala Dios? Mire y vea. ¿Tengo miedo? No. Estoy dando batalla. Es preciso negar que el «Que diga» existe. ¿Qué es lo que dice el frufrú de las hojas? Estos generales enormes, en vientos, condenados en rayos, y furia, el armar del trueno, las feas onzas. El sertón tiene miedo de todo. Pero a mí hoy en día me parece que Dios es alegría y valor: que Él es bondad adelante, quiero decir. Escuche usted al buritizar. Y mi corazón va conmigo. Ahora, en lo que yo tuve culpa y erré, va usted a oírme.
Veamos volvamos. El Burití Pintado, el Uy-Madre, el río Soniño, la Hacienda San Serafín; con otros, mal olvidados, sea. Al pie de los llanos, en el intermedio de llenarse ríos tantos, o entonces subiendo y bajando escurrizales, recibiendo el empapen de lluvia y más lluvia, hervíamos —debajo de aquellos extraordinarios de Zé Bebelo—, lamíamos guerra. Zé Bebelo Vaz Ramiro: ¡viva el nombre! Íbamos sobre su rastro, el de los Hermógenes: para matar, para acabar con ellos, para perseguir. Entre la rociada, el Hermógenes corría, lejanías de nosotros, siempre. De modo que huían. Pero yo con aquello ya había completado costumbres, era malo y era bueno.
Entonces cuando mucho viendo abrió el cielo, y el tiempo ofreció mejoría, estábamos entre la yerba alta, en lo casi liso de altas tierras. Íbamos, de veinte y treinta, con Zé Bebelo de echa-fuego. Así expreso, llanura volante. La llanura está sola: la anchurosidad. El sol. El cielo de no querer verlo. El verde distribuido del gramar. Las duras arenas. Los arbolitos, míos ruincitos. A diferentes que pasaban bandadas de araras —ararar— conversantes. Se aviaban para venir los periquitos, con el canto-clín. ¿Llovía allí? Llueve: y no encharca pozas, no rueda torrentes, no produce barro las lluvias entera se sovierte en un minuto tierra al fondo, como un aceitito entrador. El suelo se endurecía pronto, aquel rareamiento de aguas. El febrero hecho. Llanura, llanura, llanura.
De día, está un horror de caliente, pero por la nochecita refresca, y de madrugada se apura el frío, esto lo sabe usted. Para extraviar a los tábanos se quemaban hojas de arapavanca. Bonito aquello, cuando el tizón encendido estalla su sinfín de chispas: y la llamarada brotatata. Mi alegría era Diadorín, soplábamos el fuego, juntos, arrodillados el uno frente al otro. El humo iba, sofocaba y enlagrimaba. Nos reíamos. Así es que febrero es el mes meñique: pero es cuando todos los cocos del buritizar maduran y, en el cielo, cuando escampa, se encuentran reunidas todas las estrellas de todo el año. Las mismas veces reía yo. El hombre duerme con la cabeza para atrás, dos dedos en la barbilla. Era el Pitoló. Un Pitoló qué sé yo, tipo temerario, con crímenes en los manizobares de cerca de por cima de Januaria; pero era nacido en el barranco. En el Cariñaña, río casi negro, muy imponente, largo y puebloso. Además que él contaba casos de mucho amor, a Diadorín le gustaba a veces. Pero de lo que Diadorín sabía era de guerra. Yo, en el gozo de mi idea, era cuando el amor volvía sinvergonzada. Me turbé, mucho. «Golondrina que viene y que va, lo que quiere es ir a posarse en las dos torres de la matriz de Cariñaña…», hablaba el Pitoló. Yo tenía súbitos otros deseos míos, de pasar despacio la mano por la piel blanca del cuerpo de Diadorín, que era un escondido. ¿Y no pensaba yo en Otacilia? En lo escaso, pensé. En ella, para ser mi mujer, aquellos usos-frutos. Un día, yo volvería para la Santa Catalina, me paseaba con ella por el naranjal de allá. Otacilia, miel del romero. ¿Rezaba ella por mí? Rezaba. Hoy lo sé. Y era en aquellas buenas horas cuando yo me volvía para el lado de la derecha, para dormir mi sensato sueño por cima de estados oscuros.
Pero he llevado mi sino. El mundo, aquél en que estábamos, no era para uno: era un espacio para los de media-razón. ¿Para oír al gavilán gañir o a las tantas seriemas que chungueaban, y avistar los grandes ñandúes y los venados corriendo, entrando y saliendo hasta de los viejos corrales de juntar ganado, en quinterías sin morador? Aquello, cuando el yermo mejoraba de ser sólo yermo. La llanura es para aquellas parejas de tapies, que tronzan sendas anchas en la espesura por donde, y sin saber de nadie, soplan su fuerza bruta. Aquí y aquí, los tucanes señoreantes, llenando los árboles, de mí a un tiro de pistola; esto lo resumo mal. O la gallina chocha, llamando a sus pollitos, para escarbar tierra y con ellos los bichitos comestibles catar. Finalmente, el birro y la garriza sirigritando. Ah, y el sabiá negro canta bien. Veredas. En lo más, ni muertalma. Días enteros, nada, toda la nada: no caza, ni pájaro, ni codorniz. ¿Sabe usted lo más que es, eso de navegar sertón con un rumbo sin término, amaneciendo cada mañana en una parada diferente, sin juicio de raíz? No se tiene donde acostumbrar los ojos, toda firmeza se disuelve, esto es así. Desde el rayar de la aurora, el sertón entonces. Los tamaños. Su alma. Pero Zé Bebelo, andante, estaba desperdiciando el consistir. Y que el Hermógenes sólo hiciese por huir toda la vida, esto no lo entendía él. «Está cavando su agujero, está, ¡ya lo verás!», hueco de la paciencia, rezongó. Y eso que, en aquellos días, hablaba él menos; o, cuando hablaba, yo no quería oír. Digo que, en lo civil trivial, Zé Bebelo me indisponía con algún fastidio. Antes una conversación con Alaripe, solamente sencilla, o con el Fafafa, que estimaba fraternalmente a los caballos, todo lo entendía de ellos, maestro de doma y de cría. Zé Bebelo sólo tenía gracia para mí cuando al borde de los acontecimientos —en decisiones de fuerte necesidad y vida cambiada— en las horas de hacerse. El acosar. Si no, aquella mente de prosa ya me aborrecía.
Monte andante, a lo demorable, entonces así y asaz yo aireé pensamiento. Pensaba en el amor. Amormente. ¿Era Otacilia, a bien decir, mi novia? Pero lo que yo necesitaba era una mujer administrada, de la vaca y de la leche. De Diadorín debía de conservar un disgusto. ¿De mí o de él? Las prisiones que están aseguradas en lo vago, en uno. Pero yo, poco a poco, blando pensaba, de esos despertados en el sueño: y veía, lo reparado, como él principiaba a reír, caliente, en los ojos, antes de exponer la risa de aquella boca; cómo decía mi nombre con un agrado sincero; cómo aseguraba la rienda y el rifle, en aquellas manos tan finas, blandamente. Aquellos Generales de sierras planas, una belleza por ser todo tan grande, dejándote chiquito. Como si yo estuviese calzando un par de chanclas muy holgadas; y yo quería un sinapismo, bota de reglamento, duro, redomón.
Ahora —¿y los otros?— dirá usted. Ah, señor mío, los hombres guerreros también tienen sus flacas horas, el hombre solo sin par suple sus recursos también. Sorprendí a uno, el Concezo, que yacía abandonado echado, ocultándose detrás de cerradas matas; momento que raramente se ve, como el cagar de un bicho salvaje. «Es esta naturaleza de uno…», dijo; yo no había pedido explicación. Lo que yo quería era una diversión de alivio. Allí, con la gente ninguno cantaba, ninguno no tenía viola ni ningún instrumento. En el peso ruin de mi cuerpo, ¿iba yo perdiendo poco a poco el buen temblor de aquello versos de Siruíz? Entonces, forcejeé por cambiarme, que yo estaba en lo no-acontecido de los pasados. ¿Me entiende usted?
No me apartaba de Diadorín. Codiciaba comer y beber sus sobras, quería poner la mano en lo que él había cogido. ¿Pues por qué? Yo estaba callado, yo estaba quieto. Me estremecía sin temblar. Porque hasta de mí desconfiaba, no quería existir en tentación soez. Yo no decía nada, no tenía valor. ¿Era una esperanza lo que tenía? Incluso paraba ratos en pensar en una mujer encontrada: Ñoriñá, mi moza Rosa'uarda, aquella mocita Miosotis. Pero el mundo hablaba, y un tonto sueño borrándose en mí, que se deshilachaba con el subir del sol, como neblina umbría semoviente en el frío de agosto.
La noche que hubo en que yo, echado, lo confieso, no dormía; con dura mano refrené mis ímpetus, mi fuerza desperdiciada; del todo me postré. A lo que me vino un ansia. Ahora yo quería lavar mi cuerpo debajo de la cascada blanca de un riachuelo, vestir terno nuevo, salir de todo lo que yo era para entrar en un destino mejor. Anda que me levanté, a pie caminé alrededor del rancho, antes del romper de las horas del alba. Salí con el gran rocío. Sólo pájaros, pájaros de oírse sin verse. Allí se madruga con el cielo verduzco. Zé Bebelo podía pautar explicación de todo: de cómo íbamos a alcanzar a los Hermógenes e infligirles grave derrota; podía referir todo lo que fuese de buen guerrear y regir aquellas políticas, con sus futuras beneficencias. ¿De qué podía servirme aquello? Me cansaba. Y fue yendo para la orilla de la vereda. Lo conseguí con el frío, esperé que se apartase la oscuridad. Pero cuando el día clareó del todo, yo estaba delante del buritizar. Un burití: preciosidad enorme. Allí siendo donde yo completé otros versos, para unirlos a los antiguos, porque en un hombre que ni siquiera conocía —aquel Siruíz— yo estaba pensando. Versos dichos que fueron éstos, conforme en la memoria todavía guardo, descontento de que no tengan razonable valor:
He traído este dinero
bien guardado en el zurrón
pa' comprar el fin del mundo
en medio de este sertón.
Urucuia, río bravo,
canta mi disposición:
la voz de las claras aguas
que buscan mi perdición.
Vida y suerte peligrosa
pasada en la obligación:
por la noche, río abajo,
de día, tinieblas son…
Pero estos versos no los canté para que nadie los oyera, no valía la pena. Ni ellos me proporcionaron refrigerio. Me parece que porque yo mismo los había inventado enteramente. La virtud que hubiesen de tener, dio en recogerse de nuevo en mí, al modo que el manojo de ganado mal salido, que con sustos se revuelve para el corral, y en la estrechez del portón se apelotona e inquieta. Sentimiento que no esparzo; pues yo mismo no acierto con el mote de aquello: lo que quería y lo que no quería, historia sin final. El correr de la vida lo embrolla todo, así es la vida: calienta y enfría, aprieta y entonces afloja, sosiega y después importuna. Lo que quiere de uno es valor. ¡Lo que Dios quiere es verle a uno aprendiendo a ser capaz de quedar alegre lo más, en medio de la alegría y todavía más alegre en medio de la tristeza! Sólo así de repente en la horita en que se quiere, de propósito: a fuerza de valor. ¿Será? Era lo que me parecía a veces. Al clarear del día.
Entonces veía usted a los compañeros, uno por uno, placenteros, a la vera del café. Así, también, por lo que se aguantaba aquello, era a causa de la buena camaradería, y de aquel movimiento siempre. Con todos, casi todos, combinaba yo bien, no tuve cuestiones. Gente derecha. Y en el entre aquellos, que eran, óigame usted bien: Zé Bebelo, nuestro jefe yendo al frente, y que no sentaba holganza ni cansancio; el Reinaldo, que era Diadorín: sabiendo de éste, usted sabe mi vida; el Alaripe, que era de hierro y de oro, y de carne y hueso, y de mi mejor estima; Marcelino Pampa, segundo en jefe, cumplidor de todo y señor de mucho respeto; Juan Concliz, que con el Sesfredo porfiaba, silbando, imitado de toda calidad de pájaros, éste nunca se olvidaba de nada; el Quipes, sujeto ligero, capaz de abrir en un día sus quince leguas, caballos que hubiera; Joaquín Beijú, rastreador, de todos estos sertones de los Generales sabedor; el Tipote, que encontraba los lugares con agua, como buey generalista o burití en retoño de simiente; el Suzarte, otro rastreador, como can cachorro enseñado, buena persona; el Queque, que siempre tenía añoranza de su campito antiguo, su deseo era volver a tener un pedacito de tierra plantadora; el Avispón, faquista, peligroso en los repentes cuando bebía un tanto de más; el Acauán, un cárdeno excéntrico, sólo de mirarle se veía el bulto de la guerra; el Mano-de-Lija, cachiporrero, nunca dejaba una buena porra, que en sus manos era la peor de las armas; Freitas Macho; granmogolense, le contaba a usted cualquier patraña que le cuadrase, y así describía que usted acababa creyendo que fuese verdad; el Concezo, guardaba en un saquito todo retrato de mujer que iba encontrando, hasta recortado de almanaque o de periódico; José Gervasio, cazador muy bueno; José Jitirana, hijo de un lugar que se llamaba la Capillita-del-Plomo aquél siempre decía que se parecía mucho a un tío suyo, Timoteo llamado; el Negro Mangaba, de la Cascada-de-Lloro, decía que entendía de toda brujería: Juan Vaquero, amigo en tanto, ya lo sabe usted; el Coscorrón que había sido carrero de mucho oficio. Pero constante que era zurdo; el Yacaré, cocinero nuestro; Cavalcanti, competente sujeto, sólo que muy orgulloso: se ofendía con cualquier broma o palabra; el Feliciano, tuerto; el Marruaz, hombre destacado de forzudo: capaz de sujetar las dos piernas de un potro; Guima, que ganaba en todo juego de baraja, era del sertón del Abaeté; Jiribibe, casi niño, hijo de todos en lo afectual paternal; el Mozambicón, un negro enorme, su padre y su madre habían sido esclavos en las minas; Jesualdo, rapaz cordado; a él quedé debiéndole, sin acordarme de pagar, cuantía de dieciocho mil reis; el Jequitiñón, antiguo capataz arriero que sólo se expresaba por refranes; el Nelson, que me pedía escribir una carta, para mandarla a la madre, en no sé dónde moradora; Dimas Loco, que lo que se dice loco no era, sólo valiente de más y calentado; el Sidurino, todo lo que hablaba nos divertía; Pacamancá-de-Colmillos, que quería cualquier día ir a cumplir una promesa, de encender velas y arrodillarse delante, en el San Buen Jesús de la Lapa; Rasga-por-Abajo, tuerto también con movimientos desajustados, decía que nunca había conocido ni madre ni padre; el Fafafa, siempre oliendo a sudor de caballo, se echaba en el suelo y el caballo iba a oler su cara; Joé Vejigoso, sobrenombrado «Alpargatas», de este cual, recital, ya sabe usted; un José Quiterio: comía de todo, hasta lagartos, saltamontes, culebras; un infeliz Treciziano; el hermano de uno, José Feliz; el Liberato; el Osmundo. Y los urucuianos que Zé Bebelo había traído: aquel Pantaleón, un Salustio Juan, los otros. Y —que me iba olvidando— Raimundo Lé, curandero, entendido en curar cualquier enfermedad, y Quien Queiroz, que de la munición daba cuenta, y el Justino, herrador y albéitar. A más, que con los dedos cuento: El Pitoló, José Micuín, Zé Onza, Zé Paquera, Pedro Pintado, Pedro Alfonso, Zé Vital, Juan Bugre, Pereirón, el Jalapa, Zé Labiados, Néstor. Y Diodolfo, el Doscientos, Juan Vereda, Felisberto, el Testa-en-pie, Remigildo, el Josio, Domingo Trenzado, Leocadio, Palo-en-la-Bicha, Simón, Zé Generalista, el Trigoso, el Cayuero, No Chispa, el Aracuta, Durval Fueguista, Chico Vuestro, Acrisio y el Tuscaniño Caramé. Muestro para que vea usted que me arrecuerdo. Fuera de alguno que me he olvidado; esto es: más muchos… Todos juntos, aquello tranquilizaba los aires. La libertad es así, movimiento. Y bastantes murieron, en lo final. Este sertón, esta tierra.
La verdad que con Diadorín yo iba, ambos y todos. Además de que Zé Bebelo comandaba. «A lo que vamos, vamos, hijo mío. Profesor: a arreglar a esos cabrones en la barranca del río, e imponer al Hermógenes el combate…», Zé Bebelo prelucía, comidiendo pompa con su gran cabeza. Así de lueguito no aprobé, entonces él imaginó que yo estaba incrédulo. «Ahora coactúa tu cavilación, que yo soy señor de mis proyectos. ¡Todo ya lo pensé y repensé, guardo dentro de aquí el resumen bien trazado!», y se apuntaba con el dedo la testa. Creer, yo creyese, no dudé. Lo que yo podía no saber era si yo mismo estaba en ocasiones de buena suerte.
A ser, porque, en una vuelta del Arroyo-del-Gallo-de-la-Vida, habíamos topado con una pandilla de enemigos, retornados para allá por espionaje. Entonces hubo un corto fuego, pero yo llevé una bala, de raspón, en la carne del brazo, perdí mucha sangre. Raimundo Lé lo bañó con casca de angico, al momento mejoré; Diadorín lo amarró bien, con paño de una camisa rasgada. Aprecié su delicadeza. Actual. Todos me prestaron amistad de atención, aquello venía a ser hasta un consuelo. Sólo que, después de dos días, el brazo me dolía entero y se hinchaba, sé que la hinchazón me cansase mucho, siempre quería yo parar para beber agua. «Si tuviese que tirar, ¿cómo hago entonces? No puedo…», era otro recelo mío. Me admiré, porque el José Félix también había tenido herida, en el muslo y en la pierna, pero su naturaleza era limpia, lo ofendido se secaba por sí, no pareciendo ser. Así, la primera vez que me sucedía un a-mal aquello me perturbase. Lo que me sufría hasta en las márgenes del pecho, y en los dedos de la mano, no concediéndome movimientos. Mucho temí por mi cuerpo. «Ah, mi Otacilia», gemí para mí, «puede que nunca más me veas, y entonces mi viuda mía no vas a ser…». Unos recomendaban árnica-del-campo, otros aconsejaban emplasto de bálsamo, con eso de inmediato se sanaba. Entonces Raimundo Lé garantizó cura con yerbabuena. Pero ¿dónde era donde iba a encontrarse yerbabuena?
A la Hacienda de los Tucanes llegamos, allá paramos; está en la vera de la Laguna Raposa, pasada la Vereda del Enxú. Visitamos el hacendón vacío, no había alma viva que se viese. Y del Río-del-Chico lejos no estaba. Así entonces, ¿por qué era por lo que no se avanzaba luego, a duras marchas, para atacar? «Lo sé de mí, lo sé…», Zé Bebelo menos dijo, sin explicación. Le desconocí. Pesqué un catre, cama-de-viento, en un cuarto medio oscuro; cosa ninguna no me importó. «Retén las fuerzas, Riobaldo. Voy a campear el remedio, por estos bosques…», Diadorín habló. En los tucanes, íbamos a interrumpirnos dos días, allí nos quedamos comiendo palmito y secando al sol la carne de dos bueyes.
En el primer día, de tardecita, apareció un boyero, que con sus camaradas viajando. Venían de Campo-Claro-Redondo, de caminata para Morriños. ¿Por qué habían trazado aquella gran vuelta? «¿Da usted paz a la gente, Jefe?», el boyero preguntó. «Doy paz, la damos, amigo…», Zé Bebelo respondió. A quieto, al boyero entonces le pareció que debía las novedades relatar. Que se estaba en medio de peligros. Sí. ¡Los soldados! «¿Los qué soldados, ésos, mano viejo?». Soldadesca pronta, del Gobierno, más de unos cincuenta. Así, ¿dónde era donde estaba? «A lo que están en San Francisco y en Villa Risueña, y otros más de ellos van viniendo llegando, Jefe; es lo que yo oí decir…». Zé Bebelo escuchando, redondamente. Sólo quiso saber. Si esto, si aquello. Si el boyero sabía el nombre del Fiscal de Villa Risueña, y del Juez, del Delegado, del Colector, del Párroco. El del Oficial comandante de la tropa, el boyero no acertaba a decirlo. Aquel boyero era hombre serio, con palabra merecida de deseo de estar bien con todos. Tenía una botella de vino depurativo en el equipaje, me hizo presente de un trago, me sentó bien. Posó allí, al otro día se fueron muy temprano.
En aquel entremedias, yo sentí mi brazo mejor, y estuve más dispuesto. Anduve andando, vi aquella hacienda. Ésta era enorme: el corredor de muy grandes pasos. Tenía las senzalas[58], en el límite del patio de dentro, y, en la del de fuera, alrededor, el ingenio, la casa de los aperos, muchas moradas de agregados y los depósitos; aquel patio de fuera siendo ancho, lajeado, y con un crucero bien en medio. Pero la yerba crecía regular, adorno de abandono. No del todo. Pues habían desamparado un gato, allí olvidado, el cual vino para cerca del Yacaré cocinero, a suplicar comida hasta por dentro de la terraza, manseaban unos bueyes y vacas, ganado frecuentador. Entonces Juan Vaquero vio una bocina buena colgada en la pared de la sala grande; la cogió, se llegó al balconaje y tocó: las reses entendían, una u otra para el lado de las artesas, con la esperanza de sal. «No hace un mes que la gente de aquí aquí estaba todavía…», Juan Vaquero declaró. Y era verdad, en efecto, pues encontrándose en la despensa mucha cosa aprovechable. En los Tucanes, valía la pena. Los dos días se quedaron en tres, que tan de prisa pasaron.
De madrugada, en el que se iba a partir de allí, me desperté todavía con lo oscuro, en el menudear. Sólo así me desperté por un rumor, sería el Simión, que estaba durmiendo en el mismo aposento y a tientas se levantaba, pero me llamó. «Vamos a coger la caballada. ¿Vamos?», dijo. No me gustó. «Estoy enfermo. ¡¿Voy entonces?! ¿Quién es quien ralla mi mandioca?», repliqué, áspero. Me volví para el rincón; así estaba apreciando yo aquel catre de cuero. El Simión seguro que iba, y el Fafafa y Doristino, estaban buenos para el rocío de los pastos. Diadorín, que dormía en un colchón, apoyado en el otro lado, ya se había levantado antes y desaparecido del cuarto. Todavía persistí en una modorra. Aquella morada hospedaba mucho —así sin dueño— sólo para nosotros. Aquel mundo de hacienda, sumido en los susurros, los trastos grandes, el confort de las arcas de ropa, la cal en las paredes añejas, el modo. Entonces, lo que pasmaba era la paz. Pensé por qué sería todo ajeno demás: un sucio viejo respetable, y la telaraña en lo alto. Pensé boberías. Hasta que escuché silbación y grito tropear de caballería. «Ah, los caballos en la madrugada, ¡los caballos!», de repente me acordé, antiquísimo, aquello necesitaba yo verlo otra vez. Decidido, corrí, comparecí en una ventana: era el día clareando, la aurora rompiendo. El personal llegaba con los caballos. Los caballos henchían el corralón, apacibles. Respirar era lo bueno, tomar todos los olores. Respirar el alma de aquellos campos y lugares. Y dieron un tiro.
Dieron un tiro, de rifle, más lejos. Lo que yo supe. Siempre sé cuándo un tiro es tiro —esto es— cuándo otros van a ser. Dieron muchos tiros. Me apreté la correa en la cintura. Me apreté la correa en la cintura, lo siguiente enmendando: que no sé cómo fue. Antes de saber lo que fue me hice con mis armas. Lo que yo tenía era hambre. Lo que yo tenía era hambre, y ya estaba embalado, preparado.
A las tantas asistiese usted a aquello: una confusión sin confusión. Salí de la ventana, un hombre tropezó en mí, corriendo, otros bramaban. ¿Otros? Sólo Zé Bebelo: las órdenes, con supervoz. ¿Adónde, el qué? ¿Todos eran más ligeros que yo? Más oí: «Han matado al Simión…». ¿Simión? Pregunté: «¿Y el Doristino?». «¿Ahah? Hombre, no sé…», alguien respondiéndome. «Han matado el Simión y al Aduvaldo…». Y yo reñí: «¡Basta!». Pero, sobre el instante, me volví: «Ah, ¿y el Fafafa?». Lo que oí: «Al Fafafa, no. ¡Fafafa está, pero matando…!». Así era, real verdaderamente de repente, caído como lluvia: el rasgo de guerra, enemigos terribles embistiendo. «¡Son ellos, Riobaldo, los hermógenes!», Diadorín aparecido allí, frente a mí, esto habló. Tiraron un horror, de una vez, tiros y tiros que estaban contra nosotros disparando. Tiraban a las construcciones de la casa. Diadorín hipócrita se rió. Encogió un hombro solo. Para él miré, lo tanto, lo tanto, hasta el anochecer en mis ojos. Yo no era yo. Respiré las operaciones. «Ahora, ahora, estamos perdidos sin socorro…», inventé en la mente. Y raciociné a velocidad de esto: «Ser cogido, en la guarida, es diferente de todo, y es idiota…». Así mientras tanto, yo escuchando, en la hoja de la oreja, las minucias recontadas. Las pisadas de los compañeros, en el corredor; el silbar y dar de las balas: como un saco de grano de maíz vertido. Como si escupiesen: ¡el poner y poner! Sentí como que en mí las balas que venían a tropear aquella morada ajena de hacienda. Miedo no tuve, no hubo ocasión: fue otra noción, diferente. Me salvé por un atravesar de pensamiento: ¡que Diadorín, el ceño fruncido, fuese a mandarme que tuviese valor! Él no dijo. Pero yo me rehíce, ligero demás, de un solo estirón. «¡Eh, pues vamos! ¡Es la hora!», declaré, puse la mano en su hombro. Respiré de prisa demás. Aquel atontarme —sépalo usted— no debió de durar ni los menos minutos. Al instante, completé la claridad completa de idea, la sangrefría mayor, esas comunes tranquilidades. Y, por ahí, yo lo sabía bien exacto: estábamos ya bajo cerco.
Me pareció especial la manera de Juan Concliz venir, ansioso cauteloso. Acción en que cualquiera anda —en esas semejantes ocasiones— sólo arrimado a las paredes. «Tú te quedas aquí, y tú, y tú… Tú a este lado… Tú allí, tú-ahí acullá…», colocación ordenaba. «Riobaldo Tatarana: tú hazte cargo de esta ventana… No salgas de aquí, no te descuides, por vía ninguna…». Desviado, allá abajo avisté a Marcelino Pampa yendo para las senzalas, con unos cinco o seis compañeros. Con otros, Freitas Macho corría para el granero; y para el ingenio unos juntos a Joé Vejigoso, dicho «Alpargatas». Mis pechos batiendo redoble fuerte, yo dividido en aquella algazara. Gravemente apoyé mi rifle, limpio, arma mía, manceba. Aún reconocí a Dimas Loco y al Acauán, echados tras el crucero del patio. Uno de aquellos urucuianos apareció, y otro, traían un cesto grande, con algodón en arma. Más hombres, con sacos de Mazorcas; fueron a buscar otros sacos, cargaban también un cajón. Todo lo estaban transportando para atrincherar el patio de fuera: tablas, taburetes, albardas y arreos, un banco de carpintero tumbado. Preparativos de guerra: éstos son ingeniados siempre con una gracia variada, diferente de los aspectos de trabajo de paz: esto vi; usted ve: hombres y hombres se afanan en el afán tan unidamente, sujetos prácticos, como si el brujo del demonio les soplase, ¡o hasta los espíritus! Suspiré, por el bestiaje. A lo menos alguien sorbió y me codeó, era el negro Mangaba, mandado a guarnecer allí, conmigo junto. Negro Mangaba me ofrecía de un pan de dulce de burití, repartía, amistoso. Yo entonces me arrecordé de que tenía hambre. Pero Quin Queiroz traía más munición, ayudado él por algunos; arrastraban un cuero, el cuero aquel lleno repleto de munición, lo arrastraban por el suelo del corredor. De la ventana del otro lado, me puse a mirar, espié el desdén del mundo, distancias. Sacudían fuego contra nosotros, otra vez, contra el espacio de la casa. Leñe de enemigo que no se dejaba ver. Solamente yo quería saber si aguantaba el manejar, qué tal estaba sintiendo mi brazo. Entonces erguí la mano para rascarme la cabeza, entonces me pensé: e hice, con todo respeto, el porlaseñal. Sé que el cristiano no se compone por la mala vida llevable, más sí sin embargo sucinto por la buena muerte: a lo que la muerte es el sobrevivir de Dios, entornadamente.
Tiré. Tiraban.
¿Eso no es esto?
Nonada.
La ocasión. ¿Dónde estuviese Diadorín? Supe que paraba, en otro punto, en su puesto en plaza. Se mantenía, hiriendo blancos para el frente, junto con el Fafafa, el Marruaz, Guima y Cavalcanti, en el borde de la galería. ¿No era un lugar todo lugar? No pudiendo pararse, de manera ninguna, en el reventar, en las manivelas de la guerra. Aprendí los momentos. Así, asazmente, Juan Concliz tornaba a venir, celoso, con Alaripe, José Quiterio y Rasga-por-Bajo. «¡Espera!», mandó. Por lo que venían también el Pitoló y el Mozambicón, arrastrando unos cueros de buey. Aquellos cueros enteros eran para que los clavásemos allá arriba, en los dinteles, quedasen colgados de cortinaje flojo, en los vanos de las ventanas. Después, el Pacamán-de-Colmillos y el Concezo, socavando con herramienta, con el fin de abrir troneras en las paredes: por donde agujero de tirar. ¿Aquella guerra iba a durar la vida entera? Lo que yo tiraba, oía menos. Pero lo de los otros: silbidos bravos, el chispeo, esto de hierro —las balas apedreadas. Yo y yo. Hasta mis estallidos, que a cada, en lo propio del corazón. A la mira de enviar un grano de muerte acertado sobre aquellos raros humos danzables. Así es como es. Así.
¡Ah! Y entonces, entonces, en el súbito aparecer, Zé Bebelo llegó, se apoyó casi en mí. «Riobaldo, Tatarana, ven acá…», habló, más bajo, medio grueso: como lo que era una voz de combinación, no era la voz de autoridad. ¿A ver lo que él quisiese de mí? ¿Que pasase yo avante en la posición, transponerme a un sitio donde matar y morir sin paliativos, de marca mayor? Anduve y seguí, presente que, como Zé Bebelo todo tenía pero era que ser de prisa. Me llevó. Pero donde me llevó fue a otro aposento. Allí era un cuarto, pequeño, sin cama ninguna, lo que se veía era una mesa. Mesa de madera roja, respetable, olorosa. Desentendí. Dentro de aquel cuarto, como que no entraba la guerra. Pero el pensar de Zé Bebelo —ansiado lo sabía— era cosa que estallaba, inventante y fuerte.
—Más antes larga el rifle ahí, deposita… —habló. ¿El deponer mi rifle? Pues lo puse, encima de la mesa, esquinado de través, lo puse con todo cuidado. Allí había lápiz y papel—. Siéntate, mano… —Él, pues él. Me ofreció la silla, silla alta, de palo, con respaldo. Si era para sentarme, me senté, al borde de la mesa. Zé Bebelo, con el revólver pronto en la mano, pero que no contra mí: el revólver era el comando, el constante revólver y remover de la guerra, y él ni me miró y me dijo:
—Escribe…
Caí en un pasmo. ¿Escribir en una hora de aquéllas? Lo que él explicado mandó, yo fui y principié; que obedecer es más fácil que entender. ¿Lo era? No soy can, no soy cosa. Antes esto, que sé, para tener odio de la vida que le obliga a uno a ser hijo pequeño de extraños… «Ah, lo que yo no entiendo, eso es lo que es capaz de matarme…», me acordé de estas palabras. Pero palabras que, en otra ocasión, quien las había dicho era Zé Bebelo, el mismo.
—Escribe…
El zunzún de la guerra aconteciendo era lo que me estorbaba de pensar derecho. ¿Y Zé Bebelo no estaba allí no era para eso, para pensar por todos? Como que fuese, el papel, para lo que hacía falta, era poco. Tenían que procurar más papel, cualquiera, por allí debía de haber. Mientras tanto, que yo cumpliese de escribir, en la seca mano de la necesidad.
Y oímos gritos de dolor.
¿A lo qué fue? Unos gemidos, descompasados, de sofoco. «Compañero ofendido. El Leocadio…», oímos. Precipitado sin modos, Zé Bebelo avanzó para allí, para ver. Sin determinación tomada de ir, también ya estaba yo allá, detrás de él. El hombre, el primer herido, caído sentado, las piernas estiradas para delante, las espaldas amparadas en la pared, con la mano izquierda era con la que sostenía su cabeza, pero con la derecha todavía sujetaba el rifle, que el asno rifle no lo había soltado. Conforme Raimundo Lé ya había exigido, algunos venían de la cocina trayendo las latas de agua. Raimundo Lé lavaba la cara del hombre ensangrentada, del Leocadio. Éste estaba alcanzado en las quijadas, mala bala que le había partido el hueso, lo rojo borbotaba y escurría. «Hijo mío, ¿aguantas tú todavía pelear?», quiso saber Zé Bebelo. El Leocadio, que hizo una mueca, garantizó que podía: «Lo que puedo. ¡En nombre de Dios y de mi san Sebastián Guerrero, lo que puedo!». Siempre siendo la mueca sin gracejo; pues hablar era lo que le costaba y maltrataba. «Y de la Ley… Y de la Ley también… Ah, entonces vamos, ¡véngate, hijo, véngate!», se apresuró Zé Bebelo. Como si sólo pusiese su aprecio en los hechos por resultar. Zé Bebelo se endemoniaba.
Me cogió el brazo, suscitado de volver a la mesa, para escribir, amanuense. Por el discurrir, revólver en mano, a veces me pareció que mi fantasía, que estaba amenazándome. «Eih, ay, vamos a ver. Que tengo escuadrón de reglamento: ¡ésos son los que van a venir a ofrecerme retaguardia!», habló. Que escribiese, con más urgencia. Los billetes: misiva para el señor oficial comandante de las fuerzas militares, otro para el excelentísimo juez de la comarca de San Francisco, otro para el presidente de la cámara de Villa Risueña, otro para el fiscal. «Prepárate. La más de su volumen también da valor…», rigiendo él. Me compuse. Escribí. El tenor era aquello mismo, lo sencillo: que, si los soldados en el infraganti viniesen, a todo trapo, sin desperdiciar un minuto, entonces aquí en la Hacienda de los Tucanes cogían caza mayor, reunida —de lobo, yaguatirica y onza— de toda la yagunzada mayor reinante en el tencontén de estos generales sertones. El folio, justo, y cerrar con remate formal: ¡Orden y progreso, viva la Paz y la Constitución de la Ley! Firmado: José Rebelo Adro Antunes ciudadano y candidato.
En el pique de un momento perdí y encontré mi idea, y paré. Al en pie, ahora formada, yo conseguía la iluminación de aquella desconfianza. Así. En lo que malicié fue: ¿no sería aquello traición? Rastrero, tuve que miré a Zé Bebelo, en el engrudo de los ojos. Entonces tan claro y aligerado pensé; los prefacios. Aquel había sido hombre pagado estipendiado por el Gobierno, ahora los soldados del Gobierno con él se encontraban. ¿Y nosotros, todos? ¿Diadorín y yo, nuestros tristes y alegres sufrimientos, la célebre muerte de Medeiro Vaz, la venganza en nombre de Joca Ramiro? Ni yo sabía a lo cierto, después, en el correr de tantos meses, el extracto de la vida de Zé Bebelo, lo que había hecho realmente, tan siquiera si cumplido el viejo de ida a Goiás. Sabía, lo peor, y era que él, por oficio y por especie, no podía parar de pensar inventando para adelante, sin reposo, siempre más. Estábamos por su cuenta —y sin reposo ninguno también, ninguno— el sin embargo. Y él había traído a la banda acá cerca de San Francisco, había querido parar los tres días en aquella hacienda atacable. ¿Quién sabe, entonces, si el recado de venir los soldados no lo habría enviado él mismo, desde tiempo? Idea, aquélla. Arre de espanto: ah, como cuando la onza de-lado salta, cuando la canoa vira, cuando la serpiente latiguea. ¿Es que sería? Al camino de los infiernos: ¡para un plazo! Entonces, necesité querer la calma. El tiroteo ya redoblaba. Oí la guerra.
Seguro que yo estaba exagerado. Antes Zé Bebelo habiendo de ser el jefe en el momento, granuja capaz. No se desasosegaba. «¡Ahí va! ¿No falta munición pa ésos?…», dijo escarneciendo, cuando las descargas llegaron es salva más fuerte: el fiufiu, los pacapacas. Ah, las balas que partían tejas y que las paredes todas recibían. Cascotes cayendo, de lo alto. «¡Date prisa, Tatarana, que nosotros dos también tenemos que tirar!». Alegre dicho. En la ventana, allí habían colgado igualmente uno de aquellos cueros de buey: baba daba, zaszas, empujando el cuero, entonces perdía la fuerza y descartaba en el suelo. A cada bala, el cuero reculaba, blando en el recibir el choque, se balanceaba y volvía al lugar, sólo con mella hecha, sin rasgarse. Así amortecía las todas, para eso para lo que el cuero servía. ¿Traición?: yo no quería pensar. Yo ya había rellenado tres cartas. No es del tucutún ni del zumbiz de las balas de lo que, de aquel día, no me olvido en mi cabeza, sino del golpear del cuero negro, revoloteante, que siempre duro y blando en el aire se repetía.
Llegado que alguno me trajo más papel, encontrado por allí, en los cuartos, en removidas gavetas. Sólo cosa escrita ya, de tonta firme; pero pudiendo aprovechar el espacio de abajo, o el lado de atrás, reverso llamado. ¿Qué era lo que estaba escrito en los papeles tan viejos? Un favor de carta, de tiempos idos, en un vigente febrero, 11, cuando todavía teníamos Emperador, en su nombre con respeto se hablaba. Y notificando llegada a poder de remesa de herramienta, medicinas, algodón trenzado teñido. La factura de negocios con esclavos, compra, los recibos, por Nicolás Serapión da Rocha. Otras cartas… «Escribe, hijo, escribe ligero…». ¿La traición, entonces? Altamente escuchaba yo los gritos de los compañeros, afrentadero, en medio del desenfreno del cuanto combate, en la torrefacción. Aquí mismo, desviándose de la ventana, el Doscientos y el Rasga-por-Bajo codeaban ahora armas, sus de-vez-en-cuando a punto tiraban. Así que no pude, me paré, otra vez: y me encaré con Zé Bebelo sin final.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa ahí? —me preguntó. Debía de haberme deducido, de mis ojos, hasta mejor de lo que yo sabía de mí.
—A pues… ¿Por qué es por lo que no se firma usted al pie: Zé Bebelo Vaz Ramiro… como usted otrora mismo declaró?… —Cogí yo contra, repreguntando.
Acto visible, que estuvo cogido, en lo usual de su modo, de espantarse en el aire. Lo conocí. A veces, también, uno traiciona, sin ni saber qué es lo que está produciendo: ¡a lo falso tengas! Pero él no había sorprendido la verdad de mi indagar, la expedición de mi duda. Conforme, complaciendo consigo, levantó los hombros, y me dijo, engatusándome:
—Ah, ajá… También lo he pensado. Y tanto que lo he pensado; pero no se puede… muy alta y sincera es la devoción, pero lo exacto de la praxis impone otras cosas: lo que impone es lo duro legal…
Entonces, fui escribiendo. Sencillamente, fui porque fui; ah, porque la vida es miserable. La letra salía temblada, en lo demorado. Mi otro brazo también volvía a doler, casi'qué. «Traición…», sin querer yo fui lanzando la palabra al papel; pero borré. Una bala silbó un golpe en el cuero, otra entró detrás, dio en la pared de enfrente, rebotó, y vino a caer caliente, cerca de nosotros. Allí en la pared, había un cuerno de buey para colgar ropa; hasta los armadores de red eran cuernos de buey en aquella casa. Sumamente, yo esperé el pispisíu de alguna otra bala, quería. ¿Sabría por qué? El pensar calladísimo de Zé bebelo me perturbaba.
Pero él dijo: «¿Qué es lo que pasa?», inclinándose. «¿Qué falta ha sido?». No lo vio, porque yo ya había borrado. Pero entonces, habló mucho. Iba explicando. De noche, hecha la oscuridad, iba a mandar a dos tipos, de los más expertos viajeros, para rastrear por allí, rompiendo el cerco, cada uno llevaba rima igual de aquellas cartas. Así, Dios propicio ayudase, y si ello al menos uno de ellos lo consiguiese, entonces era resumen cierto que la soldadesca se movía para venir. Aparecían, los despedazaban, los arreglaban, ¡reventaban a los hermógenes!
—¿Y nosotros? —pregunté yo.
—¿Eh? ¿Nosotros? A ver, ¿no me has entendido? Nosotros obramos de manera que escapemos, en el zipizape de la confusión…
—Antes, tanto, que era muy difícil —respondí.
—Ah, sí, dificultoso es, hijo mío. Pero aprovechado, es nuestro recurso. Si no, de otra manera, ¿qué saldo tenemos? —y Zé Bebelo, de lo dicho, sagaz se regocijaba.
Entonces, con respeto, yo dije que podíamos probar a hacer eso ahora mismo: perforar una salida, por entre los hermógenes, luchando y matando. Yo dije esto. Pero había olvidado que estaba al lado de Zé Bebelo, en el discutir. ¿Entonces quién era quien podía con la idea de aquel hombre, quién era quien se sostenía? A fuero, pues, así me respondió él:
—¿Pues, sería Tatarana? Mira: escucha, piensa; esos hermógenes no son más valientes que nosotros, no están en cantidad mayor; pero el hecho es que ellos han llegado a lo callandón, y nos han cercado, han tomado cuanto hay de mejor en estas posiciones. Aseados es como están. Ahora, en este momento, forzar nosotros una escapatoria, puede que se tenga suerte, pero incluso así sufriendo muchas muertes, y sin medios para descontarlas, sin alcanzar ninguno para matar un buen puñado de estos enemigos. ¿Entiendes? Pero, si los soldados llegasen, tienen que descargar el fuego fuerte primero sobre los hermógenes, haciendo en ellos mucho estrago. Entonces, se huye, con atención sólo en la escapatoria. Por lo menos algún lucro se hubo… ¿Ah, ves lo que se quiere? Ah, lo que tú también quieres, ¡¿pues no quiero?!
No en las artes que producía, sino en el armar de hablar así, era él razonable. Se rió, cuál. ¿Se rió? Siendo yo agua, me bebió; siendo yerba, me pisó; y me resopló, siendo yo ceniza. ¡Ah, no! ¡¿Entonces yo estaba allí, llanamente, en a-culo reculo de reculado?! Un horror de mi sangre me calentó las caras, el rededor de los oídos, cascada que cantaba choque. Apreté el pie en la alpargata, comprimí las tablas del suelo. Desconocí antes y después: una decisión firme me trastornaba. Y vi, me entere: ¡que me quemasen en fuego, yo producía muchas llamaradas muy altas! Ah, las producía. ¿Le parece a usted que yo menos parezco? Más digo. Más hice. Antes vea lo que yo pensé: lo que siguiente iba a ser, y quedé hecho un decreto de piedra pensada: que, en el momento en que los soldados sobreviniesen, yo me quedaba cerca de Zé Bebelo; y que si él ponía cara de traicionar, yo le abocaba el rifle, efectuaba. Le mataba, sólo una vez. Y, entonces… Entonces yo tomaba el comandamiento, lo competentemente —¡yo mismo!— y atajaba la jefatura, y forzando a los compañeros a la imposible salvación. Aquello por amor de lo rígido leal lo hacía yo, era capaz; por lo derecho que la vida debe ser. Hasta no gustándome ser jefe, desconfiando del enfado de responsabilidades. Pero lo hacía. «Entonces, cojo la faca-puñal y el facón grande…», torné a pensar. Hasta llegar el momento, yo no iba a hablar de aquello con persona ninguna, no con Diadorín. Pero lo hacía, procedía. Y yo mismo sentí la verdad de una cosa, fuerte, con la alegría que me proporcionó: ¡yo era Riobaldo, Riobaldo, Riobaldo! A casi grité aquel este nombre, mi corazón alto gritó. Arre entonces, cuando yo probé lo filos de mis dientes, y terminé de escribir el postrer billete, y estuve tranquilizado y uno solo, e insensato resuelto tanto, que hasta me parece que aquél, en mi vida, fue el punto y punto y punto. Y entregué el escrito a Zé Bebelo; mi mano no aspergió ningún temblor, lo que me rigió fue un valor precisado, un desprecio de decir; lo que dije:
—Usted, jefe, usted es amigo de los soldados del Gobierno…
Y me reí, ah, risa de escarnio, segurito; me reí, para constarme, así, que de hombre o jefe ninguno yo no tenía miedo. Y él se interrumpió, hizo espantos.
Dijo él: «No tengo amigos ninguno, y un soldado no tiene amigos…».
Dije yo: «Lo estoy oyendo».
Dijo él: «Lo que yo tengo es la ley, y lo que el soldado tiene es la ley…».
Dije yo: «Entonces están juntos».
Dijo él: «Pero ahora mi ley y la suya están a lo diferente: la una contra la otra…».
Dije yo: «Pues nosotros, la gente, pobres yagunzos, no tenemos nada de eso, la cosa ninguna…».
Dijo él: «Mi ley, ¿sabes cuál es la que es, Tatarana? Es la suerte de los hombres valientes que estoy mandando…».
Dije yo: «Sí. Pero si usted se congracia con los soldados, el Gobierno le da el pláceme y le premia. Usted es de la política. ¿Pues no lo es? Hombre, diputado…».
Ah, y feo reí; porque me dio la gana. Entonces pensé que él fuese a querer luego el matarnos. La suerte del día, yo tableteaba. Pero malo no fui. Zé Bebelo sólo acortó el genio, en lo cargante. Cerró la boca, pensó bien.
Dijo él: «Escucha, Riobaldo, Tatarana: a ti por amigo te tengo, y te aprecio, porque he vislumbrado tu buena marca, ahora, si me pareciese lo presumido, con seguridad, de que tú estás discordando de mi lealtad, por malicias, o de que tú quieres aconsejarme canallada separada, bellaca, para ventaja mía y tuya… Si yo supiese esto, seguro, mira…».
Dije yo: «Jefe, la muerte del hombre es una sola…».
Tosí yo.
Tosió él.
Diodolfo, venido corriendo, dijo: «El Josio está muriéndose, con un tiro en el pescuezo, el suyo…».
Alaripe entró, dijo: «Están queriendo poner manos y pies en el chiquero y en el granero. ¡Se ensañan!».
Dije yo: «¡Dé las ordenes, Jefe!».
Lo dije administrado; y no lo dije copiable.
Sé que Zé Bebelo se sonrió, aliviado.
Zé Bebelo puso la mano en mi hombro; era el del lado del brazo que dolía. «¡Yendo, yendo con armas y pertrechos! Acá, en el comedor, hijo mío…», instó. A la ventana. Me agaché y apoyé mi rifle, arma capital. Ahora, a obrar. ¿Y aquellos sujetos estaban locos?
La cabeza de uno se desplazó, redondeante, como un coco, por cima de la paja de burití que cubría una casa de vaquero, adisparé; y vi reventar en pedazos el casco de aquello. Entonces, el dolor me dolió en la herida del brazo, me mordí los labios por culpa de eso. Pero cacé. A otro hundí luego, cuyo traspasé los pechos con otra bala certera, dos balas. ¡Ave María, qué audaces! Al tanto yo gemía, y apuntaba. Ellos, de uno en uno, caían, aceptaban el poder de la muerte que yo mandaba. Hice la cuenta: unos seis, lo sé, hasta la hora del almuerzo: media docena, estas cosas, no me gusta relatarlas, no son para que yo me arrecuerde; no se debe, de. A usted, solo, ahora, sí: es de declaración, y hasta a lo desamarrado de los sueños… que yo allí, deprisón. Conozco cuándo un hombre sólo disfrazada, cuándo se encoge solamente herido, o pero cuándo recae inutilizado. Muertes diferentes, muertes iguales. ¿Si tuve pena? ¡Se va a sentir dolor por la onza, deber finezas al escorpión! Pena de errarle a alguno, podía tenerla; ah, pero no erraba. Deja que dejaban sólo unos dos dedos de cuerpo en descubierta lateral, y mi bala se comportaba. Como aquel brazo mío doliéndome, ay dolor dolía, de arranque pareciendo que un fuego lo desarraigaba todo, de los huecos, respondía hasta en la barriga. A cada vez que yo daba un tiro, forcejeaba mi mueca, lloriqueaba. Me reía, después. «¡Aprieta esta parte de mi naturaleza con un cabestrillo, con un paño compañero!», supliqué. Alaripe, sirviente, rasgó una colcha de cama, me pasó dobleces de aquellas tiras, apretadas. También, doliese lo que doliese, ¿qué me importaba? Destrucciones a mi alrededor. Mientras tanto derribé a uno más, vecino. Los otros unos. Aquél, ya le ha picado el urubú. Aquél iba saltando en un lance, para un rincón de la cerca, aquél saltó en el aire, aquél dio un grito soltado. Menos, vea y mire, yo catase de querer especies de hombres para apuntar, como si por cabeza ganase un premio de miles de reis. Pero más, de muchos, la vida salvé: por el miedo que me cogían, para no avanzar por los lugares: por los tiraderos. Todavía tuvimos un tiroteo barredor, todavía combatimos. Entonces, ellos desistieron para atrás, desandaban. Así pararon, el balancear de la guerra se paró, hasta el almuerzo, en buena hora. Y entonces cuento lo que me reí, que se rió: una mariposa vistosa llegó volando, antes entrada ventanas adentro, cuando junto con las balas, que el cuero de buey levantaban; así repicaba el recreo, el vuelo de reverencias, no encontrase lo que encontrase: y era una mariposa de esas de color azul-verdoso, aparte las pintas, y de alas de ornamento. «¡Anda, viva, maría-buena-suerte!», gritó el Jiribibe. Alto ella entendiese. Ella era casi la paz.
La comida para mí, allí mismo me llevaron, todos en mi puntería ponían preciado valor. El imaginar usted no puede, cuanto fue el gusto que yo le encontré a aquella comida, a las ganas, que lo era: de judías, carne-seca, arroz, maría-gómez[59] y angú[60]. A lo que bebí agua, mucha, bebí destilado. El café que me chupo. Y Zé Bebelo, reviendo, me alabó: «¡Tú lo eres todo, Tatarana! Serpiente voladora…». Antes Zé Bebelo, me ofreció más destilado, él tanto también bebió, a las saludes. ¿Sería sólo por descuento de un comienzo de remordimiento, por temerme en conciencia? Lo que sabe mejor, de un hombre, es lo que esconde. «Ah: la Víbora Blanca: así es como tú debías llamarte… y amigos somos. A ver, un día, vamos a entrar juntos, en lo triunfal, en la fuerte ciudad de Januaria…», concluido habló. A lo que respuesta no di. ¿Amigo? Y, allí, del lado de Zé Bebelo; pero Zé Bebelo no estaba del lado de nadie. Zé Bebelo: cortador de caminos. ¿Amigo? Yo lo era, sí señor. Aquel hombre me conocía, entendía mi sentimiento. Siendo: que entendía mi sentimiento pero sólo hasta una parte; no entendía el después-del-fin, lo confrontante. Asemejado a él, pensé. Pensé: si viese yo que traicionando estuviese, moría. Moría a manos de un amigo. Juré, callado. Y, desde, en aquel momento, mi idea se avanzó por allá, en la gran ciudad de Januaria, donde yo quería comparecer, pero sin glorias de guerra ninguna, ni acompañamientos. Arrecordado de que en el hotel y en las casas de familia, en Januaria, se usa toalla pequeña de enjugar los pies; y se conversa bien. Lo que deseé fue conocer al personal sensato, y en medio, unos en sus pagables trabajos, otros en descanso comedido, el pueblo morador. El paseo de las bonitas mozas morenas, tan socialmente, alguna de ellas con los cabellos más negros rebrillados, oliendo a aceite de umbucero, una flor airosa adornando el espíritu de aquellos cabellos bellos. A Januaria iba yo, y Diadorín, a ver llegar el vapor con el pito, toda la gente esperando en el puerto. Allí, el tiempo, la muchachada sudaba, cuidando los alambiques, como perfectamente se hace. Así aquellos aguardientes —el veintiséis oloroso— tomando gusto y color quemado, en las grandes cubas de umburana[61].
A lo menos, entonces me desarrodillé y fui al cobertizo, a ver lo que pasaba con Diadorín; y yo estipulaba mi derecho de revertir por donde yo quisiese porque mi rifle certero era el que había defendido de toma el chiquero y el granero, en los asaltos, y hasta la casa. Diadorín guerreaba, a su complacer, sin perder celo, sin querer ser estorbado. Datado que Dios, que me libró, libraba también a mi amigo de todo común peligro. Las rabias, en aquella galería, iban y caían, demasiadas, lo vi. Tiros altos, revoloteantes: eran los bandos de balas. Asunto de un hombre que estaba echado mal, atravesado, pensé que así con un poco de descanso. «Vamos a llevarlo a la capilla…», mandó Zé Bebelo. Asunto que era el Acrisio, muerto en medio; torcido. Debía haberle ocurrido sin tribulación. ¿Ahora no buscaban una vela, para encenderse en provisión suya? «¿Quién tenía un rosario?». Pero, en el sobresalto, exclamó el Cavalcanti:
—¡A que están matando los caballos!
Arre y era verdad. Entonces allá lleno el corralón, con buena animalada nuestra, los pobres de los caballos allí presos, tan sanos todos, que no tenían culpa de nada; y ellos, perros aquellos, sin temor de Dios ni justicia de corazón, se volvían para judiar y estropear, lo rasgable de nuestra alma: ¡en lo vivo de los caballos, a diestro y siniestro, haciendo fuego! Ansias, ver aquello. Alt'-y-bajos —entendiendo, sin saber, que era el destaparse del demonio— los caballos se habían desesperado en círculo, sacudidos galopeando, unos saltaban erguidos empinados, las manos manoteantes, echándose los unos sobre los otros, recaídos en el enrollar de un bollo, que reboleó con una porción de cabezas en el aire, los pescuezos, y las crines sacudidas estiradas, espinosas: ¡eran sólo unas curvas retorcidas! Conforme el arrebato del relincho fino y cortito, de rabia: relinchado; y el relincho de miedo: corto también, el grave y ronco, como rugido de onza, soplado por las narices bien abiertas. Corral que giraban, golpeándose en las cercas, coceantes, en el desparramen, en el desenfreno: en todo aquello vi un no haber de locas alas. ¡Sacaban polvo de cualquier piedra! Iban cayendo, se abatían en tierra, abriendo las manos, sólo las quijadas o los copetes para arriba, en un temblor. Iban cayendo, casi todos, y todos; ahora, los de tardar en morir, relinchaban de dolor: lo que era un genio alto, roncado, de unos como si estuviesen casi hablando, de otros zumbido estricto en los dientes, o salido con dificultad, aquel relincho no respiraba, el bicho perdiendo las fuerzas, venía de ahogos, de sofocados.
—¡Los más malditos! ¡Los desgraciados!
El Fafafa lloraba. Juan Vaquero lloraba. Como todo el mundo echaba lágrimas. No se podía poner la mano en aquella perversidad, no había remedio. A la tala, ellos los hermógenes, mataban conforme querían, la matanza, por arruinar. Tiraban hasta sobre el ganado, ajeno, sobre los bueyes y vacas, tan mansos, que desde el comienzo habían querido ir a protegerse más cerca de la casa. Donde se veía, los animales se iban amontonando, mal muertos, ¡nuestros caballos! Ahora comenzábamos a temblar. Donde mirar y oír la cosa inventada más triste, y terrible: por no caber en lo escaso del tiempo. La cerca era alta, no tuvieron fuga. Sólo uno, un caballazo claro, que era el de Mano-de-Lija y se llamaba Zafirento. Se enderezó con el pescuezo, quedó suspendido, cabeceaba inclinado en las bardas —como si fuese pesado en balanza, un punto—, las nalgas ancas mostraba para acá, gruesas carnes; después cayó para afuera, se hundió por allá, no pude ver cómo terminaba. ¡La pura maldad! Jurábamos venganza. Y, entonces, no se divisaba más caballo corriendo, ¡todos habían sido distribuidos derribados!
Aquello pedía que Dios mismo viniese, carnal, en sus excepciones, los ojos preparados. Nosotros maldecíamos. Ah, pero la fe no ve el desorden alrededor. Me parece que Dios no quiere arreglar nada a no ser por el completo contrato: Dios es una plantación. Uno: y las arenas. Persistente lo que se empezó a oír, eran aquellos asustados relinchos, de corpulento sufrimiento, aquel relinchado pavoroso de los caballos a media muerte, que era la espada de la aflicción: y era preciso que alguien fuese, para con puntería caritativa, de uno en uno, con su dramada acabar, apagar el centro de aquel dolor. ¡Pero no podíamos! Escuche y sepa usted: los caballos en sangre y espuma roja, tropezando los unos en los otros, para morir y no morir, y el relinchar era un llanto dilatado, desplegado, una voz de ellos, que levantaba ampollas, hasta una voz de cosas de uno: los caballos estaban sufriendo con urgencia, tampoco entendían el dolor. Antes estaban pidiendo piedad.
—¡Arre, yo voy allá, yo voy allá, a librar de la vida a los pobrecitos!… —Fue Fafafa quien bramó. Pero no le dejamos porque aquello consumaba una locura. No daba dos pasos en la terraza, y moría fusilamiento, de balas se atravesaba, ah. Agarramos sujetado al Fafafa, teníamos que darnos prisa dentro de la casa, combatiendo en lo posible, mientras la maldad enorme sucedía. No lo sabe usted: el relincho de un caballo padeciendo así de repente se agranda y causa agujerazos profundos, y a veces dan un ronquido casi de puerco, o que desafina, restregante, le trae a usted su condenación de ellos, los dolores, y se piensa que se han vuelto otra clase de bichos, excomulgadamente. Abre usted la boca, el pelo se eriza de completo disgusto, el sobrehielo. Y cuando uno oye una porción de animales, estarse, en gran martirio, la mención en la idea es la de que el mundo puede acabarse. Ah, ¿qué es lo que el bicho ha hecho, qué es lo que el bicho paga? Nos quedamos en aquellas soledades. Recordar que tan bonitos, tan buenos, todavía hace poco que eran, caballitos nuestros, sertaneros, y que ahora despedazados de aquella manera no tenían nuestro socorro. ¡No podíamos! ¿Y qué era lo que querían aquellos hermógenes? ¿De seguro sería su intención dejar aquellos relinchos infelices a nuestro alrededor, día-y-noche, noche-y-día, día-y-noche, para que no aguantáramos, al fin de alguna hora y entrásemos en el infierno? Mire usted entonces a Zé Bebelo: terriblemente lo pensaba todo, como el carro y los bueyes saliéndose de un atolladero. Hasta magistralmente mandaba: «Apuremos el fuego… rebajado…»; fuego de aquí, de allí, con ira de compasión. De nada servía. Con carros de munición que gastásemos, no alcanzábamos a modo a los animales, con el corral a aquella distancia. Tirar cubriéndonos sobre el enemigo emboscado, no rendía. En lo que se estaba, se estaba: nuestro despoder. Lo duro del día. A pues, entonces, me subí fuera de lo real; ¡recé! ¿Sabe usted cómo recé? Así fue: que Dios era fortísimo exacto, pero sólo en la segunda parte; y que yo esperaba, esperaba, esperaba, como hasta las piedras esperan. «Sea malo, no sea malo, no hay caballo ninguno relinchando, no son todos los caballos los que están relinchando: quien está relinchando desgraciado es el Hermógenes, en las pieles de dentro, en lo sombrío del cuerpo, en el araña de los órganos, como un día va a ser, por mi conforme… así de-hoy-en-delante de aquí-p'alante, siempre hemos de ser: yo y el Hermógenes, mío de muerte: yo militarón, el guerrero…». Así el relincho en los restos, recortado. Aquellos caballos sudaban de postrer dolor.
Agarrábamos al Fafafa, sujeto, le dije a usted. Pero, más de repente, el Marruaz dijo: «A bueno, vigila: mira allá…». Lo que era. Que ellos —¿quién había de no creer?—, que ellos mismos estaban ahora tirando por misericordia sobre los caballos sobreheridos, para darles paz. A lo que estaban. «¡Las gracias a Dios!…», exclamó Zé Bebelo, iluminado, con un alivio de hombre bueno. «¡Ah, es magnífico!», exclamó también el Alaripe. Pero el Fafafa ni nada no dijo, no lo conseguía: el cuanto pudo, se sentó en el suelo con las dos manos apretando los lados de la cara, y lloró de lleno, como un niño; con todo nuestro respeto, con la valentía lloraba él ahora.
Ahí, entonces, se esperó. Durado cierto tiempo, descansamos los rifles, ni un tirito no se dio. El intervalo para dejarles holgura para matar en definitivo nuestros pobres caballos. Hasta cuando la desgracia del último relincho se deshizo a tiempo en el aire, todavía nos aterrábamos quieto, un rato largo, más plazo; hasta que el sol y el silencio, y el recuerdo de aquel sufrir, pudiesen escaparse, para alguna lejanía. Entonces después, todo comenzó de nuevo, en más bravo. Y en esto, que le cuento a usted, se ve el sertón del mundo. Que Dios existe, sí, despacito, de prisa. Existe, pero casi sólo por intermedio de la acción de las personas: de buenos y malos. Cosas inmensas del mundo. El gran-sertón es el arma fuerte. ¿Dios es un gatillo?
Pero cuento menos de lo que hubo: a medias, por el doble no contar. Así sea que una idea se haga usted. Altas miserias nuestras. Incluso yo —que, ya lo ha visto usted, revuelvo retentiva con espejo cien-doble de luces, y todo, grande y menudo, guardo—, incluso yo no acierto a describir lo que sucedió así, pasamos, cercados guerreadores dentro de la Casa de los Tucanes, por las balas de los valentones del Hermógenes, por su culpa. ¡Va de retro!, jamás los días y las noches no recuerdo. Digo los seis, y me parece que miento; si me pongo en los cinco o cuatro, ¿no miento más? Sólo fue un tiempo. Sólo que alargo una demora de años, a veces me pareció; o a veces también, por diferente sentir, me parece que transcurrió en el zún de un minuto mito: pelea de colibrí, ahora que más añejo me veo, y cuanto más remoto reside aquello, el recuerdo demuda de valor: se transforma, se compone, en una especie de transcurso hermoso. Conseguí el pensar bien: pienso como un río anda tanto: que los árboles de las orillas apenas si veo… ¿Quién me entiende? El que yo quiera. Los hechos pasados me obedecen: los por venir, también. ¿Sólo el poder del presente es el que es enfurecible? No. Éste obedece igual: y es lo que es. Esto, yo lo he aprendido. ¿La tontería? Pues, para mí, lo que esto es, sépalo usted, es lavar oro. Entonces, ¿dónde es donde está la verdadera lámpara de Dios, la llana y real verdad?
Siendo que aquellos días y noches se obstruyeron corregidos, en una confusión, sirviendo para la terrible cosa, solo. Entonces era un tiempo en el tiempo. Yo perseguía un blanco encubierto, confinado. ¿Sabe usted lo que es saberse establecido de esta constante manera? Dimos no sé los cuántos mil tiros: aquello aumentó en mis orejas; lo que aturdía siempre y zumbaba, reventaba, propiamente, estallaba. Firmes el revoco y los vallados, y las piedras y tejas del antiguo caserón ajeno, era lo que, para nosotros, anteponía defensa. Uno podría narrar —hablo para que usted me crea— que la casagrande se resentía toda, crujiendo, y en sus oscuros pazos se calentaba. A lo que por mí, momento en que lo pensé, ellos iban a acabar arriándolo todo, aquella hacienda en cuadradón. No fue así. No fue, como luego va usted a ver. Porque lo que usted va es a oír toda la historia contada.
Y murió el Berosio. Murió Cayuero. El Mozambicón y Quin Queiroz, para surtirnos, traían las cantidades de balas, inmediato Zé Bebelo andaba por todas partes, mandando tirar economizado y certero. «Ah, oéh, hijos míos: no vayáis a desperdiciar. ¡Matad sólo gente viva!», disparataba. «¡Es valor! Que el muerto muerto y matado ya no agrede…». Entonces cada uno gritaba a los otros valentía en exclamación, para que el miedo no hubiese. Entonces insultábamos a los judas. ¿Para no tener miedo? Ah, para no tener miedo es para lo que se recurre a la rabia. ¡Tales! De dolor del calor de hinchazón, aquel brazo mío empeoraba constantemente. Alaripe me cedió, tan bondadoso, una vasija con agua fría, la acarreó para mí, en el entremedias del tirar, yo mojaba bien un paño, lo torcía por cima del brazo, la goteada frescura de alivio. Un compañero ayudándome siempre, conforme agradecí. Un urucuiano, de aquellos cinco urucuianos de Zé Bebelo. Esto, de momento, me extrañó. Noté, de repente: aquel hombre hacía tiempo que no se apartaba de mí, siempre siguiéndome de cerca.
Levanté una desconfianza. Siempre el bulto presente de aquel hombre ¿sería sólo por acasos? El urucuiano, de ellos, que el salustio se llamaba. El que tenía los ojos menuditos en la cara redonda, boca blanda y siete hilos largos de barba en la barbilla. Impaciente hablé: «¿Qué es lo que pasa? ¡¿Te has amigado conmigo?! Mochuelo: tu olivo…», a él. Semiserio se rió. Comparsa urucuiano de los ojos verdes, hombre muy feoso. Todavía nada no dijo, se sobó la barriga con los dorsos doblados de las manos: gesto de urucuiano. Yo di con mi mano derecha por cima de la izquierda, que cogía el rifle, y la dejé dejada: gesto de yagunzo: le apreté: «¿A lo qué me quieres?». Me dio respuesta: «Al asistirle a usted, su bizarría… ¡Usted es tirador! Es junto al que sabe bien como uno aprende lo mejor…». La verdad con que me alababa. Se rió, muy sincero. No me disgustó su compañía, para los bastantes silencios. Así es lo que digo: que, cuando el tiroteo batía fuerte, de allá, y entonces de repente escampaba, aquello traía una pesadez, salteamiento. Sordo pensé: aquellos hermógenes eran gente tal como nosotros, hasta poquito tiempo reunido compañeros, lo que se dice: hermanos; y ahora la emprendían con aquel deseo de desigualar. Pero ¿por qué? ¿Entonces el mundo era mucha locura y poca razón? De cerca, la locura no figuraba transcrita. Pues miré más al urucuiano Salustino Juan. Allí arrodillado, miraba y tiraba. Tiraba y cerraba los ojos. Cuando los abría otra vez, ¿quería ver a alguien vivo?
Me sosegué. Entonces yo no debía pensar tantas ideas. El pensar así me producía mal: ya era invocar el recelo. Porque, entonces, yo sobraba fuera del corro, había de ir a tomar el fresco. Ahora, para valerme, tenía que ser como los otros, donde mamaba nuestra fuerza unida era en la asunción de la ira. El odio casi sin rumbo, sin portones. ¿Al Hermógenes y al Ricardón? Yo no pensaba en ellos. En lo que antes pensé otra vez fue en el embuste del urucuiano. Actual se arrodillaba doblando, con la pierna muy para atrás, la otra muy para delante. Aquel hombre —me pareció— estaba mandado por Zé Bebelo para vigilar mis actos.
La prueba que era: que Zé Bebelo despachaba traición. Sus espumas me escupían. ¿Sería que fuese que el urucuiano Salustio iba a amortizarme al primer descuido? Tanto, no; aposté. Zé Bebelo me quería vigilando, para que yo no contase a los otros la verdad. Ahora bien, que unos compañeros me habían visto escribir los billetes: el hecho extraño, así, en el momento del comienzo de fuego; pero por cierto pensaban que era para hacenderos amigos nuestros, jefes de hombres, rogando que viniesen, con retaguardia y refuerzo, ahora, Zé Bebelo temía que yo chismorrease. Entonces mandó al urucuiano a hacer mi sombra. Pero Zé Bebelo me necesitaba, mientras el cerco de combate diese en durar. Traidor de verdad traidor, yo tampoco no apuraba de él: ¿de la cabeza de exacto pensar? A lo que, en aquel tiempo, yo no sabía pensar con poder. ¿Estaba aprendiendo? No sabía pensar con poder: por eso mataba. Yo aquí: los de allá del lado de allá. El infierno que encima de nosotros soltaban, balazos de tantos rifles, balas que rompen techos y puertas. Ah, aquello era la desgracia sin mano mandante, ofensa, sin ningún hacedor: casi igual que una lluvia de piedra, sucederse de truenos y rayos, tempestad: parecía. ¿Iba yo a tener rabia a los hombres que no divisaba? ¿Podía tenerla? La tenía, toda, a los hombres que yo mataba bien. Pero no era propiamente rabia; era sólo confirmación.
De esta manera fue como atardeció, el sol guiñó; habiendo perdido uno la certidumbre de los horarios del día. Afán de desasosiego, era solo. Entonces cogía un cansancio. Cerrase la noche, el peligro podía venir a ser mayor. ¿Los hermógenes no iban a embestir, mediante tinieblas, para un fin allí dentro, de cureña y faca? Murió también el Quiabo. Otros atestiguaban unas heridas. Por necesitarse capilla, fuimos llevando a los difuntos para un aposento pequeño y sin ventana, que estaba unido a la escalerita del corredor. Alaripe apareció con una vela, la encendió, enfilada en una botella. Vela solitaria, para todos ellos. ¿Entonces no bastaban las lamparitas y las candelas? Debajo de un alumbrar de candela, Zé Bebelo me estaba invitado. Arte que luego entendí. Había mandado venir a Joaquín Beijú y al Quipes, para un secreteado.
Ahora, aquellos dos, era para surtir, saliendo rastreando, conforme el quizá; y cada uno llevaba su puñado de billetes, enviados. Por un lado uno, el otro por el otro: el que Dios aprobase, llegaba. Así aceptaron de cumplir, y los motivos no preguntaron. Todo en encubierto. Entonces —si Zé Bebelo guardaba una intención honesta— ¿por qué, dicho u hecho, no hacía a todo el mundo sabedor de lo tramado? Todavía esperé. Pero —dirá usted— ¿por qué tampoco delataba yo aquello, los efectos y proyectos, al menos a Diadorín y Alaripe no lo contaba? Depongo que no sé. A los peligros, los peligros. Sólo de una cosa yo bien sabía… sólo que iba a vigilar siempre a Zé Bebelo. Si él traicionaba, yo no le dejaba vivo. Zé Bebelo tenía su especie de naturaleza, ¿qué servía o traicionaba? Ah, después iba a verlo. Ah, yo iba a ver si, en el embarazo del momento, iba a querer escabullirse.
Joaquín Beijú y el Quipes fueron todavía a la cocina a cortar algo de comer, a procurar hatería. Por aquella vez, el Yacaré mismo combatía también, las veces que no estaba cocinando, y se iba a tirar, al lado de una ventana, con el Meafuego. La noche oscurecía a modo; lo más oscuro iba a ser regulado denantes de las diez, que cuando después podía subir un pedazo de luna. Poco a poco, fue produciéndose un tan respetable silencio, no se tiraba de una parte ni de otra, la misma gente andaba en la cautela de no fabricar rumor ninguno, de no pautarse sin necesidad. De noches, el resplandor de las pólvoras marca denuncia del lugar del tirador. «La noche es pa sorpresas de estratagemas, la noche es del bicho en lo usable…», habló bajo el Alaripe. El cearense bueno: aquél, permanecía en todo igual, con él se desechaba cualquier remordimiento, el pelear pasaba a ser obligación de viviente, conciso deber de hombre. Por unos así, yo peleaba. Por unos, así, yo debía ser entero leal, yo mismo. Pero, entonces, yo tenía que arrimarme a Zé Bebelo, exprimirlo en el habla franca. A que él supiese de mi ley: a que él sin un aviso no se despreciase. Incluso por la gente: porque Zé Bebelo era la perdición, pero también sólo él podía ser la salivación nuestra. Entonces, con él iba a hablar, el quieto desafío. ¿Servía de algo? Entonces que no sirviese. Pero, entonces, yo tenía que armar un poder, tenía que subir por cima de aquel hombre. Yo tenía que llenar de miedo los bolsillos de Zé Bebelo. Sólo eso era lo que valía.
Contra lo cuanto, él laboraba en firme, por lo más pensable, no incumplía praxis ninguna. Determinó el personal, para sueño y centinela, relevados. Donde cerca de cada uno durmiendo, uno paraba despierto. Otros rondaban. ¿Zé Bebelo, mismo, no dormía? Siendo ése su secreto. Tenía un aire de querer saber el mundo universo. Administraba. A lo casi, que. El agua para el servicio de la casa venía por una acequia que bordeaba la cocina, arrimada, por el lateral, bajaba y pasaba todavía por debajo de la cubierta. Podíamos llenar las latas, sin riesgo. «Lo que ellos han de, es desviar la acequia, allá arriba, ponernos fácil en seco…», ponderó Zé Bebelo. Mandó reservar cuantía repleta: las vasijas halladas y buscadas. Lo hicimos. Pero, de torcer la vena de la acequia, nunca aquello sucedió. Hasta el postrer final, corrió agua bastante, todo el tiempo, fresca rumoreaba. ¿A lo si fuesen también a empozoñar lo de beber? Tontería. ¿A dónde iban a tener provisión de veneno, para corromper aguas corrientes?
Dios escritura sólo los libros maestros. Por la noche, Zé Bebelo salió, gateando por lo más oscuro, y revestido con las ropas bien negras que consiguió, de uno y de otro. Debía de haber ido hasta lejos, como ratón al lado del pañol, que se lo come la corneja. Lo que quería era olfatear con los ojos lo profundo. Volvió, entonces dio orden de otra cosa: que todo aprovechasen el sin-luna para sus necesidades bozales, aquellas tapadas estancias. Íbamos, a un hueco de agujeros, del lado de las senzalas. Así Zé Bebelo instruyó; y se volvió para mí. «El enemigo que hace igual numeración, o menor que la nuestra. Por vía de lo cual es por lo que no tiene valor para dar el asalto, y también que no conocen el interior de esta buena casa…». Habló lo tanto, conmigo. ¿Por qué me escogía, para los susurros secretear? ¿Le parecía comparsa? «… Los beocios, sin ideas… ¡No llegan a ser contrarios para mí!», chasqueó, hasta desilusionado. De modo que yo, en Zé Bebelo, casi había perdido toda mi confianza. Su amistad ya la colocaba lejos de mí; por cuanto que, por mi mano, en lo incierto, podía aún venir a precisar ser matado. Yo estaba en claro. Yo había cumplimentado aquellos billetes y cartas, amanuense, las tiras de papel: yo compartía las culpas. La inventación de ambiciosón. «Riobaldo, Tatarana, tú ven conmigo, porque tú eres puntero bueno, quédate en mi estado mayor…», engrandeció. Me crecí. Allí, era la ocasión.
Allí era la alzada para hacer y hablar lo que ya dije, que yo estaba con aquella razón en la cabeza. Si tanto, pensé: «Es mi viveza…». Por lo que repliqué:
—Sí. Yo voy con usted y el urucuiano Salustio viene conmigo. Voy con usted, y ese urucuiano Salustio viene conmigo, pero es en el momento de la situación… Entonces, en el momento momentito, estoy junto cerca, para ver. A para ver cómo es, qué será lo que va a ser… lo que será va ser o va a no ser… —Arrastré, en el mal hablar, en lo tartamudeable. ¿Sabe usted por qué? Sólo porque me miro, todavía más mayor, arrepentidamente, y yo medio me amedrenté: apeado, güero. ¿Atontado? Ni no lo sé. No tuve miedo. Sólo que se bajaron mis excesos de valor, sólo como un fuego se adormece. Todo yo quedé otra vez normal demás; lo que yo no quería. No tuve miedo tuve blandura, melindre. Aguanté no hablar en adelante.
Zé Bebelo lució, fue de ráfaga:
—¡Al silencio, Riobaldo Tatarana! Eh, ¿¡y yo soy el jefe!?… —Sepa usted, allá como se dice, en lo vertiginosamente: vi mis peligros. Vi, como cerré los ojos, desvilumbrado. Entonces como que las piernas querían estremecerse para ablandarse.
¿Entonces no me formaba yo persona para enfrentar la jefatura de Zé Bebelo?
Ahora, pues. Pero ahora no había otra manera. ¿Ah? Pero, entonces, no sé, yo no estaba aceptando ya que los ojos de Zé Bebelo me mirasen. «En el mundo no hay Zé Bebelo ninguno… Existió, pero no existe… ni nunca ha existido… No hay ese jefe ninguno… No hay criatura ni fantasma ninguno con esa parecencia presente ni con ese nombre…», establecí, con mansas ideas. No acepté sus ojos, empecé a mirar para un lugarcito, en aquel pecho, pinta de lugar, insignificancia de lugar, donde se podía clavar certera bala de arma, en la vena gruesa del corazón… Imaginar aquello, en lo corto. Nada más nada. No tuve miedo. Sólo aquel lugarcito mortal. Tieso miré, tan dulcemente. ¿Me senté encima de un cerro de grandes calmas? Yo estaba estando. Hasta cuando mi tos oí; después oí mi voz, que hablando la dable respuesta:
—Pues sí, jefe. Y yo no soy nada, no soy nada, no soy nada… no soy de verdad nada nadita de nada, de nada… soy la cosita ninguna, ¿sabe usted? Soy el nada cosita misma ninguna de nada, el menorcito de todos. ¿Sabe usted? De nada… De nada…
A lo dicho, hablé: ¿por qué? Pero Zé Bebelo me oyó, enteramente. Las sorpresas. Expuso una desconfianza perturbada. Estiró el morro. Dio tres veces con la cabeza. ¿No tenía él miedo? Tenía las inquietudes. Sé de eso, lo supe, luego. Así, yo había acertado. Zé Bebelo se rió entonces, modo generoso. ¿Serviría de algo? Habló aún: «Ah, qué, Tatarana. Tú vales el mejor. ¡Tú eres mi hombre!…», para largamientos. Murmuré lo soso de la cosa, lo que no era palabras. «A bien, vamos a animar a esos rapaces…», amén, dijo él, espectaculeaba. Entonces nos desapartamos, yo para la cocina, él para la galería. ¿El qué había hecho yo? No por saber —mas solamente por el querer— yo había marcado. Ahora, él iba a pensar en mí, pero muy meditado. Pareciome. Ahora, él iba a no poder traicionar, sencillamente, pero había de raciocinar las ocasiones, dar riendas atrás: de lo avanzado hacia la traición. La cierta gracia, su situación, atolondrada. Yo tenía el juego bueno.
Aquella noche, lo mío dormí; en el menudear-del-gallo el tiroteo ya principiaba renovado. Pero sólo los tiros espacios —para no desperdiciar, y rendir— porque ellos estaban procediendo como nosotros, lo igual inmediato. La guerra fina adornada, bordada en bastidor. Fui a ver el madrugar la mañana: una blancura. Usted lo sabe: en el levante, clareó el cielo con el sol de los albores. Pero el corralón ya estaba colgado de urubúes, los usos como viajan ellos de todas partes, urubú, pajarraco de los disturbios. Y, cuando acontecía que rondaba el viento, el corral hedía. Pero —perdonando Dios— donde apestaba más era dentro de la casa, hasta siendo enorme: los compañeros fallecidos. Se atrancó el cuarto, para tapar el umbral de la puerta se forraba con algodón en rama y estopas. El hedor volvía surgiendo siempre, traspasaba. A tanto, después, oímos mullidos. «¡Zape! El gato está allá…», gritó alguno. Ah, era el gato, que sí. Salió, soltado, hurtadamente, fue a tornar a ocultarse debajo de un catre, en otro aposento. Era preciso ofrecerle de comer, que quien bien trataba un gato consigue buenasuerte. En lo menos, en la sala de fuera, ocupé mi oficio, de mosquetear. Ganado, conforme las brazas, más de un hombre derribé, que rodó, reo, sé que lo definí. Avistante que los urubúes ya no temían el combatir de los tiros, asaz bajaban, al suelo del corral, repicaban grueso, después paraban las filas, en la cerca, acomodados agachados. Cuando saltaban de alas, abanicaban aquel hedor. Andando el día, la peste aumentaba en el aire. Entonces yo no quería probar la sal, roí harina seca, con puñado de rapadura. En toda la casa, como que no se encontraba un litro de cal, un barrilito de creolina[62], por vil remedio. Murió el Quin Pidón, se puso el cuerpo por cima de un banco en la sala, provisional; nadie no quería más valor de ir a abrir con presteza el cuarto de los difuntos. El día envejecía. A robo, estuve cerca de Diadorín, casi sólo por espiar, casi sin la conversación. De ver a Diadorín, con agrado mi moderación empezaba a enflaquecerse. Concibiendo yo otros recelos. El plazo que allí, así íbamos a tener que tolerar, en el peso de la guerra. Hasta hiciese falta que, en el postrer durar, comiésemos solamente los cueros asados, conforme el caso terrible de Dutra Cuña, de un diablo que, en su hacienda de Anindé, resistió el cerco de Cosme de Andrade u Olivino Oliviano. Aquel Dutra Cuña era el hombre de un ojo solo, Zé Bebelo bien sabía su historia. Ahora, de Zé Bebelo me riese yo. ¿Montante de otras cosas podía suceder todavía, desde la madrugada hasta la brisa de la tarde? Pero nadie hablaba de Joaquín Beijú y del Quipes. A una hora de aquéllas, o ya estaban arriados por el enemigo, o si no, persiguiendo por los caminos, en rumbo de ciudades. Así —atardecer, anochecer— galopasen en algún caballo conseguido por lo campos, y nuestro tiempo estiraban. ¿Sería que vendrían los soldados? Aquel otro día murió también el Acerezo. A todo, el dolor de muerte vieja. «El mal-fétido que va a terminar llagándonos…», siempre un decir. La dicha pestilencia, hasta el agua que se bebía ponían en nuestra boca, y la enranciaba. La Casa de los Tucanes aguantaba las batallas, aquella casa tan vasta de grande, con diez ventanas por banda, y profundizada hasta en piedra de pizarrón la zanja de los cimientos, me parece que la Casa hablaba un hablar —respuesta al silbido— a cuando un tiro estalla en dos, dos. En fila, entrantes las balas venían, arrastraban un filo de aire. ¡Eh, rajaban! Pero los compañeros por su cuenta sin más reían, no aumentaban lastre a los pesares. Hasta, cuando se sobrecargaba un reír, los que estaban más lejos mandaban a saber por qué, o gritaban para preguntar, en el empeño del combate. Del resto, un Zé Vital tuvo un ataque: el cual era una acceso sacramentado de feoso, principiando después de que él se quejaba de tener la nariz caliente, él mismo ya sabía la fecha, y entonces proclamaba un grito de puerco con frío, y caía extendido en el suelo, duro como un cañón de armas; pero atenazaba golpeando con los brazos y piernas, queriendo con ansias cosa o criatura a la que agarrarse, el donde desencajaba los ojos, la boca espumada, espumeando. Se dijo: «Esto es enfermedad vieja pertenecida, eso no es acción de guerra…». Acceso que pasaba a estado medio semimuerto, en una confusión; pues echaron al Zé Vital en una espuerta de cuero. A lo para la tarde, para la noche. Entonces todo navegaba. La Casa estaba llenándose de moscas, de esas de entierro, las producidas. A cada que cada, presumían lo sucio, en racimo mayor, negreaban. Para las cosas peores que hay, uno no alcanzaba a cerrar las puertas. Desdeñé a Diadorín, de ver a Diadorín, que, con fiebre de acertar y ejecutar, no tomaba consigo mucha cautela, solo forcejeaba por la venganza: castigos maravillosos. Diadorín, el mismo la cara muy blanda, de del alma no reconocerse, los ojos rayados de rojo, el encovamiento. Aquello era el creer en la guerra. ¿Por qué motivo? ¿Porque Joca Ramiro constaba como asesinado muerto? La razón normal de cosa ninguna no es verdadera, no maneja. Renegué de lo que es la fuerza —y que uno no sabe-espantos de la noche. Mi tierra estaba lejos de allí, en lo restante del mundo. El sertón no tenía lugar. La Bigrí, mujer mi madre, no me había deseado el mal. Alta mañana, en todo repetido lo igual: el cantar del rifleo, fuera el hedor ruin de los muertos y caballos, y la mosquería, que se desparramaba. Hasta con todo mi deseo de paz y descanso, yo estaba llevado allí en lo extractado, en medio de aquella diversidad, despropósitos, con la muerte del lado de la mano izquierda y del lado de la mano derecha, con la muerte nueva frente a mí, señor yo de certeza ninguna. Sin Otacilia, mi novia, que estaba para ser dueña de tantos territorios agrícolas y dados pastos, con tantas vertientes y veredas, hermosura de los buritizares. ¿Qué era aquello, que el desorden de la vida podía siempre más que uno? Adayace que no quería conformarme con aquello, descendido en la infiernera. Era preciso que todo parase, momentáneo mío, para que hubiese un recomienzo. Y eso era. Por última vez, por las últimas. Yo quería mi vida propia, por mi querer gobernada. La tristeza, por: Diadorín: que su oído, en lo fatal, por un desquite, parecía hasta odio de gente vieja, sin la piel del ojo. Diadorín necesitaba la sangre del Hermógenes y del Ricardón, por vía. Dos ríos diferentes: ¿era lo que nosotros atravesábamos? Al lado de Diadorín me quedé, un tanto, con el afán de escopetear. El enemigo nunca se veía, ni bien lo mal-mal, en la humadita expelida, de cada pólvora. Arte artimaña: que ahora seguro que andaban ellos disfrazados de indio mbaiá —ya sabe usted—, esto es, revestidos con matas y follajes. Adecuado que, embaiados así, siempre escapaban mucho de nuestro ver y mirar. Ah, pero, de ellos, llegaban tiros, bala estripitriz, y el trapuz de nuestras tejas despachurrándose. La madre muerte. ¿Quién más debía ése, moría? «¡Eh, chicos! ¿No es que me han dado, y yo estoy pasando, me estoy quedando cegado?…», exclamó el Evaristo Caitité, cuando descuidó el medio-lado y recibe en sí una carga total. Ya estaba sin juego ninguno en el cuerpo, las partes de las piernas se enfriaban. Antes casi riendo se acabó; quedó tan de ojos. «¿Qué es lo que ve? ¡Ve la victoria!…», se creció en el decir Zé Bebelo, la victoria y los urubúes, que hartamente comían, y el Manolito-del-banco, mi caballito pedrés, que yo no iba a poder nunca más montar. Lo que asustaba era la inquietud de los compañeros, que no se sujetaban ya a dormir, estaban pertenecidos perturbados. Al caso de tenerse mano en su nerviosismo, que quería salidas y lances, avanzar por el aire. Locura de aquellos comunes repente, el deshacer del ayuntamiento. «La firmeza, hijos míos. Aliento y paciencia siempre tenemos: no hay más que requerir y rempujar, y un dedo y otro dedo doblado…», Zé Bebelo medía los modos de influir. Así siendo, ahora, sólo el remedeo, con las esperanzas, extraordinarias. ¿A una manera de escaparnos de allí, salvos? Zé Bebelo era la única posibilidad para eso, como constante pensaba y repensaba, obraba. Y yo creí. Zé Bebelo, que le gustaba siempre dejar primero que todo empeorase bien, en lo complicado. Un trago de aguardiente me dio buen consejo. ¿Sin la venida de los soldados —si viniesen— no estábamos perdidos? ¿No era Zé Bebelo quien había llamado a los soldados? Ah, pero ahora Zé Bebelo no iba a traicionar, no iba, y eso, por mí. Zé Bebelo necesitaba riendas de otro diferente poder y fuerte sentir, que tomarse cuenta, le marcase rumbo. Así yo estaba siendo. Yo lo sabía. Zé Bebelo, hasta en las ojeadas de mirarme, fingía no conocer mi vigilancia, afectaba. Pero se estrechaba, en mis palpos, apercibido. Ahora tenía él que especular, que afinar la cabeza, para el trabajo de mayor imaginar, encontrar alguna otra invención, sin traición no encolerizamiento. A tanto, creí, creído. Sabía que Zé Bebelo lo era muy capaz. No reí solo. «A lo menos otro de ellos, de los hermógenes, quiero ver si rescato de abatir, hasta llegar el sereno del anochecido…», medité. No salió. No pude. Lo que hubo, lo consiguiente, fue que Zé Bebelo me cogió del hombro. Cambió de lugar, y puso la cara en medio de la luz. «¿Entonces, estás oyendo Tatarana Riobaldo, estás oyendo?», dijo, con una sonrisa de tan grandes brillos, que no era de maldad y ni de bondad. Aquello fue en un día, debía de estar siendo alrededor de unas tres de la tarde, por el rumbo del sol. ¡Oí!
¿Pero, entonces, la soldadesca había venido, alcanzada, estaban llegando? Sí. ¡Sí! Removiendo un rebullicio, de todos nosotros, incluso porque los más no conocían aquel motivo, de nada no supiesen lo proyectado. ¿Los reclutas? Su tiroteo, cogiendo a los hermógenes de sopetón, sorpresa bruta, por la retaguardia. Los tiros, que eran: la bala, bala, bala… bala, bala, bala… la bala: ¡ba!…, disparaban con ametralladoras. Entonces arrerrafagueaba, como un capitán del viento. ¿Hasta destrozaban también los costados de la Casa? «Anda, hijos, no hace daño. La ventaja del valiente es el silencio del rumor…», sentenciaba Zé Bebelo. Zé Bebelo trepaba altas sierras. No dudaba de nada. ¡Que vencía! Al que vence, le cuesta no poner cara de demonio.
De cerca de él no salí, la atención y orden recomendaba él. ¿El cañón de mi rifle era su tutor? Antes de mi hora, en lo que él mandase oponer y hablase yo no podía basar dudas. Pero, desde entonces, aquello viniendo gastaba mis fuerzas. Allí —sin quererlo, pero por saber más que todos— yo estaba siendo el segundo. ¿Andando que Zé Bebelo falleciese o bellaquease, yo tenía que tomar asumida la jefatura, y mandar y comandar? Que fuese otro: yo no; ¡Jesús y guía! Es un fastidio, los hombres no iban a obedecerme; ni de entenderme eran capaces. Capaz de entenderme y obedecerme, en los casos, sólo Zé Bebelo mismo. A justo —pensé— Zé Bebelo, solamente, era quien podía ser mi segundo. Extravagante, esto, ni yo no sabiendo por qué, pero era preciso. Lo era; no sabiendo yo el motivo. Si hice por saber, fue peor. ¿Qué es lo que es una persona, así por detrás de los agujeros de los oídos y de los ojos? Pero las piernas no aguantaban. Ah, me llené de angustias. El miedo resiste por sí, de muchas maneras. Sólo lo que me quedaba, para darme valor, era ser yo todo lo que fuese a ser, en el rato de aquellas horas. Mi mano, mi rifle. Las cosas que yo tenía que enseñar a mi inteligencia.
¿Ahora, qué era lo que se esperaba? Sólo Zé Bebelo por cierto podía responder, pero él no daba señal de mudanza. Donde lo normal. Entonces ya se veía el día casi en fin, con los colores del sol. Volaban unos guaxes[63]. De los soldados y de los judas, casi no se oía pacapaca de arma, sólo los tiros salteados, acá y allá, como si escasamente quisiesen pelea. La gente recelosa, en esta educación de onza, traicioneros todos, astucias que maniobrando en lo escondido debían de estar, para atrás y para los lados, por la manera mejor de ganar lo encubierto de los lugares, queriendo liar a los otros, para el remate de darse el bote. «Lo que el soldado pide es cautela, y el sobresuelo…», me parece que dijo uno. Aquella era la ocasión más arriesgada. A lo que el yagunzo es esto: ponga usted un letrero. Al arrimo del rifle y al preparar las cartucheras: esto era lo que bastaba. Ninguno de los compañeros estaba inquieto, ni desazonaba aprensión. Ninguno conversaba necesitando saber la manera de escabullirse vivo de allí, de la hacienda de los tucanes. Con la llegada de la soldadesca, lo que parecía amolamiento era para ellos la fiesta. Así unos gritaban como araras machas. ¡Qué gente! Como niños. De aquello hice yo un pensamiento: que yo era muy diferente de todos ellos, que sí. Entonces, yo no era yagunzo completo, estaba allí en medio ejecutando un error. Totalmente recelé. Ellos no pensaban. Zé Bebelo, aquél raciocinaba todo el tiempo, pero en la regla de lo práctico. ¿Y yo? Vi la muerte con muchas caras. Solo estuve, sépalo usted. Pero, en esto, conforme lo acontecido exacto, una cosa muy inesperada ocurrió. Del lado del bosque, de repente, por cima de las matas del lobolobo, alguien levantó un paño blanco, en la punta de una vara.
No teníamos licencia de abrir fuego sobre el blanco de aquel trapo. ¿Es que íbamos a consentir en negocios con los judas? Aquéllos, para mí, guardaban la definitiva marca, y sólo lo que podían traer era maldición. Pero Zé Bebelo, práctico en presteza, ya había atado un gran pañuelo blanco en la punta de un rifle, y mandó que el Mano-de-lija alzase aquello y lo sacudiese en el aire. «¡La regla que es regla!», dijo Zé Bebelo, «La solemnidad de embajador siempre se tiene que consentir; hasta para el hereje, hasta para el indio bravo…». Aprobaban, los otros, le dieron la razón. Me pareció que estaban con ganas de saber qué noticias eran, lo que llegar llegaba. Con lo que más admiré: el mensaje de aquellos paños blancos, de acá y de allá, duró cierto tiempo. Como todo en esta vida tiene que concertarse bien.
Después, un sujeto apareció, de la yerba, y vino, debía de haber pasado por un rombo hecho en la cerca. A cierta distancia estaba, en el terrado, y uno de los nuestros dijo, reconociendo: «Ah, es el Rodríguez Peludo, hombre devoto del Ricardón…». Que lo era, que lo era, concordaron los otros compañeros. Detrás de aquél, medio a gatas también, apareció otro: «¡Es el Alacrán!». Y el Rodríguez Peludo se volvió para atrás, hablaba algo, parecía que estaba mandando al Alacrán irse. Pero el Alacrán insistía, según acompañando al otro. «Muchachos, ¿de dónde es de donde está compareciendo ese Alacrán? Hace tiempo que no se tenía ciencia ninguna de él…». El cual era de los Generales del Bolor, tierra jequitiñoña, y hombre de cierta valía. Cobrizo claro. Y que siendo él reo, había apuñalado en la sala del juicio a un fiscal, en otroras. En ver a los dos cerca, así personas, escalera arriba, y presentes en pie, delante de nosotros, en las decididas condiciones, encontré mucha extrañeza, Rodríguez Peludo levantó los ojos, como si estuviésemos en el cielo, y saludó normal. Entonces dijo:
—Señó Jefe…
—¡Hombre, vuélvete de espalda! —ordenó Zé Bebelo.
En lo tan simple obedecieron, tanto uno, tanto el otro. Pero estaban muy armados. Momentos que fueron, yo alabé el valor calmo de aquellos dos, que desde cualquier lejano rincón un soldado tal vez estuviese con poder de derribar por belplacer. Porque los soldados no pertenecían a aquella ceremonia. Me afiguro que lo pensé.
Y Zé Bebelo preguntó, imponiendo orden de respuesta: ¿qué mandato traía? A mi lado, el Diodolfo silbaba por un diente, conforme maña suya, y el José Gervasio susurró: «Tramoya…». Pero Zé Bebelo lo regía todo, mano en el revólver. Decir un hombre su recado de espaldas, en medio de los contrarios, ante la boca de tantas armas. ¿Ya ha presentado usted esas circunstancias? Así el Rodríguez peludo dio cuenta, sin rasgos de temblor en la voz:
—Con su licencia dada, y en los usos, estoy trayendo estas palabras; Señó Jefe, que para repetirle a usted fui mandado: Que, en vista de estos soldados, y lo demás, que va contra todos, si no sería más aprovechable, para una parte y para otra, hacer trato de paz, por un tiempo… y con esta oferta es con lo que vengo, por órdenes. Que —si sirve, o valor tiene, lo dicho— pregunto; y si usted ha de estar o no de acuerdo, dándome la respuesta que quiera dar, para llevarla yo a mis jefes…
—¿Qué jefes? —indagó Zé Bebelo, sin tono de ninguna malicia.
Rodríguez Peludo se demoró un punto, haciendo mención de volver el rostro, pero lo que dejo tiempo de hacer. Y contestó:
—Señó Ricardón. Y seó Hermógenes…
—¿Y ellos quieren entonces paz?
—Proponen un acuerdo correcto…
A buena distancia, desde el bosque del barranco, estalló un tiro, que era de fusil. Y otros, muy estampidos. Lo que aquello me constó era que era falta de respeto. Tiros que no costeaban por aquí. Pero, incluso así, Zé Bebelo, dijo:
—Hombre, podéis bajar el cuerpo.
Rodríguez Peludo siempre de espaldas, se agachó, depositó el rifle en el suelo; al Alacrán medio arrodillado se quedó. Ahora estaban entre trincheras.
Ahora a nuestro alrededor, reunidos los muchos compañeros bravos, con el vaho del buen aguardiente: el Marruaz, que representó a dedo el signo-salomón en el pecho, en el rumbo del corazón: el Negro Mangaba, que, mudando de estar, tropezó en mí, de lo que me acuerdo y sé porque me dolió el brazo; y el Diodolfo escupió fuerte, sollozó de los estómagos. Y el Fafafa, respondón: «En paz, ¡¿quién es quien devuelve la vida a nuestros caballos?!». Entonces el Mozambicón, detrás de mí, me resopló, como un buey reconociendo mis espaldas. Pero mi mano, por sí, cogió la mano de Diadorín y no volví la cara, aquella mano era la que merecía todo el entendimiento. Mano así apartada de todo, en ella una suavidad de ser era lo que me pertenecía, un calor, la cosa suave solamente. ¿Son las palabras? Pero entonces observé a Diadorín, y él despertó de lo que se había olvidado, dejado, de su mano, que retiró de la mía otra vez, casi con un repelón de repugno. Y estaba él sombrío, los ojos marcados, sombríos de sarro de vieja rabia, descabellado del viento. Me vino una idea: el odio es acordarse uno de los que no debe-de; el amor es querer encontrar uno lo que es de uno. «¡El palabreo de éstos!», chilló Diadorín por detrás de los dientes. Diadorín quería sangre fuera de venas. Y yo no concordaba con ninguna tristeza. Sólo remonté un pasmo y un consuelo expedito; porque la guerra era el constante remover del sertón, y como con el viento de la sequía es como los árboles se tuercen más. Pero, pensar en la persona que se ama, es como querer quedarse al borde del agua esperando que el riachuelo, en algún momento, posador pare de correr. Y Alaripe removió la mochila, estaba rellenando de nuevo sus cartucheras. Pero todo esto, que le cuento a usted, se compartió cabiendo en poquitos minutos instantes. Y de la manera de un proseguir sin partes. Porque Zé Bebelo, las manos en la cintura, se encogía frío con tino, como una serpiente. Lo que dijo, lo cuento:
—Hombre, ¿y el qué más?
—Era todo lo que ya he hablado, Jefe, seó. A lo que pido vuestra respuesta, para conducirla. Y en caso de algún acuerdo, que es de buen respeto, las órdenes tengo, para con mi juramento cerrar trato… —Fue la respuesta de Rodríguez Peludo, con la clara voz de quien está cumpliendo más que queriendo. Hasta envidia tuve de él: porque, para vivir un puñado completa, sólo en instancias así.
—Antes bien —glosó Zé Bebelo—, ¿quién es quien está rodeando y vejando a los otros, y atacando?
—Lo usual… somos nosotros… Esto es… —Compuso el confesar el Rodríguez Peludo.
—Ah. Esto era. Ah, ¡¿y entonces?!
—A lo que vine a ajustar son propuestas. A lo para salvo y lucro de las nulas partes. Las ambas. Caso si Güestra Señoría concuerda…
Ni el menor enderezamiento ni el tono. Pero, de todo sea, también, lo que grabé, entonces, de aquel Rodríguez Peludo, fue un tener, tener de existidas lealtades. Así que, enemigo persistía, sólo enemigo, valiente; pero enjuto y comparado, contra hombre sin descuido de sí. Y que podía concebir su otra razón, también. Así que, entonces, los de allá —los judas— no debían de ser solamente los perros enloquecidos; sino, en cambio, personas, como nosotros, yagunzos en situación. ¿Desgracia que, por rescate de la muerte de Joca Ramiro, la terrible que fuese, ahora se iba a gastar el tiempo entero en guerras y guerras, muriendo si matando, de cinco en cinco, de seis en seis, de diez en diez, todos los hombres valientes del sertón? Un polvo de aquella duda empolvó mis ideas, como la arena más finita que hay: que es la que el río Urucuia arrastra dentro de sus anchas aguas, cuando las lluvias de invierno. Allí de mis compañeros, tantos muertos. Acaso, que compañeros eran; y ahora lo que se depositaba de ellos era el asunto de recuerdos, y aquel amasado y envejecido hedor, que a veces reaparecía. Constado que producían aquello, hasta estando amontonados en el aposento soturno, entrapadas las grietas de la puerta, y acá fuera tostándose cueros con hojas de pólvora. Mediante los estoques de aquel mal olor, por cierto Rodríguez Peludo y el Alacrán iban a calcular la buena cuenta de nuestros muertos, aparte los heridos, leves y graves. Pero Zé Bebelo tuvo a bien mandar llamar a Marcelino Pampa, Juan Concliz y muy diversos otros, y nuestro apiñamiento y personamiento, hombro con hombro, aplazaba efecto de banda significada, numerosa. Con los vivos es con lo que escondemos los muertos. Aquellos muertos: el Josio, doblado presto, con pedazos de sangre colgados de la nariz y de los oídos; el Acrisio, reposando en una diligencia quieta, que él no tenía en vida; el Quin Pidón, en lo pormenudo de honesto, que nunca había visto en tren, una vez y otra preguntando cómo sería; y Evaristo Caitité, con los altos ojos firmes, siempre sido aquel placentero en medio de todos. ¿Todo por culpa de quién? De los malos ojos del sertón. ¿Nadie tenía allí madre? Le redigo a usted: cuando el rayo, cuando el arrasamiento, los Generales responden con esos rugidos. ¿La culpa de aquel Rodríguez Peludo, por un ejemplo? Desmentí. El odio de Diadorín forjaba las formas de lo falso. Odio moviéndose, en lo cierto y justo, para ser, era el mío; pero, en la dicha ocasión, yo de aquello, sólo sabía la ignorancia. Al azar, yo me estaba acordando del Hermógenes. Así, pensando en el Hermógenes; sólo por precisión de compararme con alguien. Y con Zé Bebelo, compararme y, más no podía. Ahora, a Zé Bebelo, yo —yo mismo, yo— era quien lo estaba poniendo bajo juicios. ¿Sabría él aquélla? Ah, en aquella cabeza grande, lo que Zé Bebelo pensaba era lo útil, lo seco, y la prisa. De corto punto, dijo, concediendo un final:
—Resuelvo, siendo con seria fianza, yo acepto el intervalo de armas, con el plazo marcado tres días. De tres días: ¡digo! Ahora, hombre, ve tú, remite esto a quien sea tu jefe, sea quien fuere.
—A voy… —prometió el Rodríguez Peludo.
—Si es con seria fianza, entonces da tres tiros desde allá, para el trato cerrado. Así sentado para esta noche: ¡en el instante en que la primerita estrella se divise!
—A voy.
El Rodríguez Peludo tiró de la Bandolera del rifle y salvaba saludo. A las voces del ruido, declaro que ninguno de nosotros sabiendo si la decisión de Zé Bebelo era justa y conveniente, nadie dijo mote de duda ni de aprobación. En esto, en el ojo del silencio, todavía era sólo lo que me prevalecía. Rodríguez Peludo se puso el rifle debajo del sobaco, ya con el gesto de quien iba a bajar la escalera a gatas. Mandaba la voluntad de uno, sabedor de sí. Zé Bebelo mandaba, tenía los feos ojos de pensarlo todo. Nosotros cumplimentábamos. Menos yo; esto es, yo resguardaba mi tal vez.
Pero entonces, temblando, el Alacrán, que había persistido quieto como oyendo la santa-misa ceca del altar, surge se vuelve-volvió, en un repente, de sopetón dijo:
—Aquí yo, ¡yo me quedo en medio de vosotros, mi Jefe!, que vine para esto. Soy el hombre que siempre fui: del estado de Joca Ramiro; él es el de los propios colores… ahora, mi brazo ofrezco, jefe. Para todo cuanto, si se propone usted aceptarme…
El parón de aquello, tan exclamante, la fuerte palabra. Asomo así de disparar sorpresa, nos quedamos atados, gruesamente, y sin habla. Todo lo que él dijo, el Alacrán, se empinó de pie. Donde más, dejó al silencio concluir la anterior cuestión: la súplica, lo instado. Lo que era hecho imponente, se lo digo a usted; mire vea, mire vea. ¡Ánimo de los ánimos! A cuanto, semejantemente, aquel Alacrán no se comportaba sin conciencia sesuda, en el amor más a mano, para asegurarse con trincheras; pero asimismo, con nosotros en apretura de cerco, había querido venir, de socio. ¿Se quedó alguien como pasmado? Zé Bebelo, no.
—¡Aquí me place, que te acepto, rapaz! —concedió Zé Bebelo.
La guerra tiene cosas de éstas, el contar es el que no es plausible. Pero miente poco quien toda la verdad dice. Tras aquello, el Rodríguez Peludo se paró, al instante, pero endureciendo la cabeza, para no volverse para observar al Alacrán. En tanto que el Alacrán, medio mostrando el rifle, pronunció—:
—Estoy en la regla, tío mano, que en la regla estoy, como señor de mis acciones, contra quien yo sea. Y la carabina: porque siempre fue mía de posesión, arma que no he ganado de patrón. Estoy entero… —Nadie respondió palabra. Siendo que el Rodríguez Peludo dejó de replicar él, inclinándose para salir así, escurrió para delante el cuerpo, se fue. En una quietud, se esperó hasta que de allá, desde la ondulación de una laderita, dieron ellos los tres tiros, resumiendo lo aprobado. A tanto, muy-mente, también se respondió disparando. Entonces, nos dijo Zé Bebelo:
—¿Es que estoy loco? Aquellos otros no tienen la constancia de observar, no merecen la palabra dada. Lo que hice, fue encaminar lo que vamos a poner en obra. ¡Y he aceptado nuestra victoria!
Sea o no que aquel negocio entendiesen, los compañeros aprobaban. Hasta Diadorín, sea que Zé Bebelo levantaba la idea mayor. Los preciados dichos, una idea tan larga. Lo teatral del mundo: uno alardeando, los otros enseñados callados: siempre siendo, en todo caso, que Zé Bebelo me semi-miraba acechado separado, bajo recelos y respeto. Sólo yo, aparte de él, allí mezclaba las materias. Sólo yo era quien aguardaba mi exacta espera, lo que me hacía gracia. ¿Qué era lo que Zé Bebelo iba a proceder, en las horas vespertinas, en el puesto-que? De lo que él había pensado y principiado —las tramoyas de traicionar—, ¿iba a poder zafarse, y encontrar manera para otro salvamento, ahora, en aquella coyuntura? Pero, sin embargo, no niego que yo, hasta por estimación, quería que acertase en la tarea de poner su sensatez, de remerecer. El raciocinio, que de él me gustaba constante de admiración; y por la necesidad. Pavoroso y singular me pareció que fuese a tener que matar completo a Zé Bebelo. ¿Cómo es que? Pero él ocupaba lugar demás, o casi demás, sobre un papel que no era para él, a mi parecer. Por lo que yo tenía precisión de librarme de aquel movimiento sin término ni ningunas otras ociosidades. ¿Me organiza usted? Sepa: estas cosas, yo las pensé poco, en la pereza de un momento.
—Amigos, ahora yo loo y a todos alabo, cada uno a cual mejor. Y entonces vamos de vuelta: a granear fuego, pa cumplir, ¡hasta que la nochecita se ilustre! —determinó Zé Bebelo, tan versado. A este punto, que, por poseer bastante munición, nos precisemos de tirar, para sustos y estragos, primeramente para lo matable del campito de los pastos y de la bajada, y de los cerritos cerraderos, donde había unas vallas. Con lo que, en lo hablativo del mandado, Marcelino Pampa iba a retornar a las senzalas, el Freitas Macho al granero, y al ingenio el Joé Vejigoso, sobrenombrado «Alpargatas». Pero Zé Bebelo reservó que yo estuviese con él y Alaripe, para poner al Alacrán en conversación declarada.
Donde lo que el Alacrán tuvo para relatar era poco, poco. Dio razón de las cosas preguntadas. Diciendo que el enemigo se componía en tanto de unos cien, pero la cuarta parte de ellos de yagunzos mal asentados, sin quilates; todavía aguardaban a otra gente por venir, de refrescos, que por cierto pronto no vendrían, por estorbo de los soldados. En aquélla, no sabía contar de las personas ni de los mayores motivos del Hermógenes y del Ricardón, ni acerca de la muerte de Joca Ramiro aumentaba más pasajes que los por todos ya oídos. Entonces, en lo que Zé Bebelo y Alaripe se apartaron por el corredor el Alacrán aliviado alegró el rostro, como habló: «¡Qué esmalte de hombre es este jefe Zé Bebelo! Otro no he visto, para espiritarle a uno el pavor y la acción del acierto. Las agudezas. La ocasión de la mala verdad».
Fuimos. Fui. Para el rincón de una ventana, en aquel instante. A pa efectuar fuego. ¿La orden no era-de? Designios aquellos, de Zé Bebelo. Sucinto en cada apretón de gatillo, recordé el dicho del Alacrán: que Zé Bebelo lo que era. Siendo que una criatura, sólo la presencia, quita a otra la leche del miedo. Entonces Diadorín mismo, que era el más valiente, ¿sabía tanto? Lo que el miedo es: un producido dentro de uno, un depositado; y que a veces se mueve, se agita, uno piensa que es por motivos; por esto o por aquello, cosas que sólo están suministrando el espejo. La vida es para destruir ese sarro de miedo; el yagunzo lo sabe. Otros lo cuentan de otra manera.
La orden de cenar, vino avisándola el Yacaré. Comí la pura harina. Tomé más. «¿Los soldados?», era lo que más se preguntaba. Habían parado el tiroteo, no escuchábamos el cose-cose. Medido en sus partes, el día estaba gastado; se acercaba el plazo de la decisión. Cavilé. «Diadorín, esta noche, en el comienzo del momento, tú vente cerca, asísteme, conmigo». Pero Diadorín contradijo queriendo saber cuáles eran mis modos, las tantas especies. Entonces pensé en el Alaripe. A él me di. «La de pagar, amigo. Ora mira…», me encontró divertido el Alaripe. ¿De cuál de ellos, ahora, iba yo a cobrar o recaudar? Acauán o el Mano-de-Lija, o Diodolfo todos seguían el camino de sus costumbres; en lo nuevo, no conseguían orientarse. ¡Tres triste de mí! ¿Era yo allí el ponedero? Noción yo no acertaba, de regirme; yo no tenía el tacto maestro, ni la confianza de los otros, ni el caudal de un poder: los poderes normales para mover a los hombres a mi gusto. Hasta mi brazo, el de la herida, que ya estaba muy mejorado de por sí, entonces tornó a dolerme, en lo injusto, mientras esto sucedía. Adrede, en el retorcerse del viento, apuré la olemía de nuestros caballos, los huesos hediondos, sólo la lástima. ¿Tendría yo el deber de sobornar personas? Ah, en los cortos momentos, yo no iba a explicarles cosas tan divagatorias, y que hasta podían no tener fundamento ninguno. Porque —se lo digo yo a usted— yo mismo dudaba. Si tuviese que vigilar estrechamente a Zé Bebelo, atajar su proyecto si fuese del caso, ¿de qué modo iba a enfrentarme con un hombre así? Ah, el juicio en el Siempreverde había sido relajado por lo blando para valer precios Zé Bebelo, solito por sí, sin otro apoyo de regimiento, ¿serviría para gobernar los arranques del sertón? «No me importa… No me importa…», quise, con otras palabras tales. Allí no sufría yo riesgo. ¿Iba alguien a llamarme allí Señor-mío-muy-rey? Allí nada no era, sólo la quietud. ¿Cuento los extremos? Sólo esperaré a Zé Bebelo: lo que a él le iba a parecer hacer, ufano de sí, de sus proezas, malasartes.
Dio conmigo «Riobaldo, Tatarana…». Mira que me encaraba, los sagaces ojos entornados. Aquél me entendía; ¿me temería? «Riobaldo, Tatarana, ven conmigo, quiero ver la opinión, sin señal ni prueba…». Allí me llevó a una ventana de la cocina, desde allá se divisaba un gran espacio hacia el cerro, con sus boscajes. Zé Bebelo cogió el cazo, que llenó en la tina del agua. También bebí. Así escuche: él hablaba conmigo, con el efecto de una buena amistad.
—Rapaz, tú eres uno que acepta el matar o morir, sencilla igualmente, lo sé, tú eres atrevido con el mejor valor, que es, el de la valentía producida…
Sólo mostré mis hombros; o sea, que le secundé.
—Muy bien: ¿qué es lo que van a hacer ellos ahora, los del lado contrario? —me indagó él entonces.
—Bueno… Lo que no sé y saber quiero es nosotros: ¿qué es lo que vamos a hacer nosotros ahora? —pregunté por cima. Otro tal, repliqué—: estoy en claro. Y estoy en duda. Todo el tiempo estoy fastidiado… —Esto, así dicho.
Sólo que Zé Bebelo no quería oír, a su comodidad:
—Ponte en el lugar. ¿Eh? Lo que ellos hacen es que, a estas horas, están desembarazándose, hacia aquel cerro, que es donde los soldados no cierran el cerco. De allí arrean para ese sur abajo, camino torcido; de madrugada ya por allá, en el Burití-Alegre, que van a surgir suscribo. ¿Ahora, eh, maximé?, ¿y los soldados? Andan apoderándose de por ahí, que son lugares alrededores, salvada la base del monte, y de ella las cercanías —la vaguada— porque allá, conforme la buena regla de razón aguantarían los tiros encima. ¡Oh, se sabe!
Ni mú ni nada dije.
—Bien. ¿Y nosotros? —volvió a indagar Zé Bebelo.
No respondí. Todo aquello estaba poniéndolo de reserva.
—¡Ah, tiempo de partida! La gente, nosotros, nos vamos justo por esa vaguada, Riobaldo, hijo mío. Sin tardanza, porque de aquí a pues sale la luna declaradamente…
A lo que, ya estaba a punto. Anochecido. La una estrella cascabeleaba, en las negruras altas, lo que vi en virtud. La estrellita, luz, luz. Así, ¿quién era quien había podido más? ¿Zé Bebelo o yo? ¿Quién sería el que había vencido?
Libre de aquello, en el cumplir entregué los destinos.
El tras-tras. A poco, en aquel paso, todos los hombres personándose, en el cuerpo de aquel corredor: las filas mueve-que-mueve desde la sala de afuera hasta la cocina, además entre conspirados silencios, los movimientos con energía. Arte y tanto, Zé Bebelo exponía lo que recomendaba. Siempre una u otra lamparita se encendió a los compañeros empalidecidos.
Ahora íbamos a romper a pie, sin los recursos, lo que daba pena era la cantidad de munición que íbamos a abandonar allí, al ponernos a salvo. Asaz, entonces, se llenó todo lo posible, de balas y cajas: las mochilas y morrales, cananas y cartucheras. Pero no bastaba. Siendo que, entonces, uno inventó una funda de cama: la que, sujeta con correa o cuerda a la bandolera, le cabían tiros en buena dosis; y muchos así lo aprovecharon, luego no quedó funda disponible. Incluso, la alguna batería, también se debía de, para garantizar. Desde entonces, afluyendo, se salía por una puerta. Cuando la noche se creciese bien. Adelante primero fueron mandados Juan Concliz, Mozambicón, y Suzarte, para reconocer si estaba limpio el camino, rumbo de fuga, sin lo estorbable. Punto que los pocos heridos, que habiendo, se quejaban en condiciones, hasta el Nicolau, que se apoyaba en el rifle y a veces se retrasaba. Quedando sólo en la Casa los muertos, que no hacía falta rezarles un adiós, que viniesen mañana los soldados, que los enterrasen. Formamos diferentes grupos, creo que cinco, Diadorín y yo entramos en el postrero, con el comando del propio Zé Bebelo; y con el Acauán, el Fafafa, Alaripe y Sesfredo, que se acompañaban conmigo. Salieron los de primeramente, iban el uno ante el otro, como un río buscando por bajo o un can, can. Nos demorábamos. Aquella cocina grande, en el cabo del negocio, mucho aprisionaba de exceso; y conté a los compañeros, las respiraciones. Salieron otros y otros. De los delanteros, no se percibía rumor. ¡A cada momento esperaba yo un tiro y un grito de alto-¿quién-vive?! Pero era sólo el temblor de aquella paz proporcionada. Admiré a Zé Bebelo. Llegada nuestra vez, hubo que acostumbrar los ojos a la mudanza. Nos agachamos, y salimos también. Semovientes.
¡Librados! En lo oscuro, todo ayudando, abrimos camino, más adelante. Tiempo que anduvimos, contracallados, soplando la sangre para enfriarla; hasta que cobramos veras de no haber peligro, en el regocijo de ahorrados de cualquier acecho o agresión. Nos paramos, para tomar aire, un asueto de unos momentos. «Pues no se ha quedado allá el gato…», habló, risueño, uno. «Ah, demasiado. Allá está la casa…», se puso otro. Aquella a-la-muerte haciendo-grande de los Tucanes. Fui, yo, el olor abundante, bueno, de hojas follajes y de la yerba del campo, enunció en mí recordar el mal-olor de los difuntos, que ahora propiamente con la nariz ya no olfateaba. Y Zé Bebelo, secreteando conmigo, miró para atrás, cogiendo mi mano: «Riobaldo, escucha, he desperdiciado mi última ocasión de engordar con el Gobierno y ganar galardón en la política…». Era verdad y yo limpié el haber: estaba cogiendo la mano de mi carácter. Entonces clareaba —era lo fornido creciente— el aceite de la luna. Andábamos. Sépalo usted, pues sépalo; en medio de aquella claridad lunar me acordé de Nuestra Señora.
La de entre, entramos, por la izquierda y rumbo al norte. Desde el después, y desde el poniente mismo. Con foras y auroras, estábamos otra vez en lo público del campo. Antes de la mañana, ahora se pasaba la Vereda-Grande, en el Vado-de-los-Monos. A lo que, en rompiendo toda la luz de la mañana, se llegó al cortijo de un Dodó Ferreira, donde bien bebí leche y mis ojos saltaban por los árboles. Aquello de verdad, y yo en mí: como un buey que sale del yugo y aparta el cuerpo para darse gusto. Así fue como, en este alborear de instantes, torné a exaltarme por Diadorín, con esta alegría, que de amor me pareció. Liberación es esto. Hasta incluso a pie, y con el peso completo, caminar por los Generales parecía que poquito me cansaba. Diadorín, el nombre perpetual. Pero los caminos son los que están yaciendo por todo el suelo, siempre los unos contra los otros; tuércese que los falsísimos del demonio se reproducen. Usted me va oyendo, va entendiendo más.
En el cortijo de aquel Dodó Ferreira, en Nicolau y el Leocadio iban a quedar recogidos allá, hasta que pudiesen sanar de todo punto. Nosotros, no. Desde que desde allí, rifles a la espalda, salimos de una ruta abatida para los Corrales-del-Cura, para renovación; porque allí teníamos resguardada una buena caballería. A fuerza de hincharse los pies y desfallecer las piernas, por lo que aquello no fue ni viaje: era arrastrón de cabrear, mención de cautiverios. Desgracia de camino, las piedras del mundo, mis leguas arrepentidas. ¿De qué sirve que le cuente yo por lo menudo, si usted, feliz, no padeció conmigo? ¿Saber las alternativas de la yerba? Ah, entonces, que fueron: mimosa, siempre-verde, mermelada, agrestes y grama-de-burro… La caminata es así, es ser: gasto grande, el debilitarse. Contra la mera voluntad, que medio me acuerdo, aquellas laderas de llanuras. Subiendo hacia un terreno arreglado, cada tablar cuyo fin es dificultoso, peor que la senda de caatingar. Los muchos campos, con tristeza, ahora, la bota valía menos que la alpargata. El viento se endureció. Entonces pasa el gavilán, coge su cebo de todas las especies que haya: ¡lo que el gavilancito halconeó! Y allá era donde usted podía estudiar el juicio de las bandadas de papagayos. Lo cuanto que en todas las veredas a que bajábamos, saludábamos al buritizar y bebíamos de firme. Así es que las provisiones desmerecieron de acabarse, pues no criamos hambre, por un bien: cazamos bueyes. Además aún había araticún maduro en la espesura. Pero para balear una res del engordadero, eran menester toda suerte y diligencia, por ser un ganado arisco, extrañador. El tabaco de fumar acabándose repentinamente en el bolsillo de unos y otros: la bondad de los compañeros era la que remediaba. Y empezó aquel viento traedor: llegó la lluvia. Escondiéndonos, divididos, debajo de los pequiceros, que tormenteaba. Dormir remojado, se dormía, con el barro de la frialdad. De madrugar, después, lo que se encontraba era pata de onza, circulando las huellas. E íbamos, reemprendido, se andaba, en el desánimo, por las campiñas altas. Tanto territorio que no fue hecho para aquello, por allá la esperanza no acompaña. Lo sabía, lo sé. El pobre solitario, sin un caballo, se queda donde está, permanece, como en un banco o en una isla, en su orilla de vereda. Al hombre a pie, se lo comen aquellos Generales.
Diadorín venía constante conmigo. ¿Qué iría sintiendo, soturno? No era, no, eso que yo estaba creyendo, y casi dos días engañoso creí. Después, solamente, entendí que el enfado era mío. Nostalgia de amistad. Diadorín caminaba correcto, con aquel paso corto, que el suyo era, y que briosamente peleaba por avivar. Asumí que él estaba cansado, sufrido también. Entonces, hasta así, escaso en el sonreír, no me negaba estima, ni el valor de sus ojos. Por un sentir: a veces tenía yo el pensamiento de que, sólo de poner el pie en tierra, alguna cosa le doliese. Pero aquella idea que me daba era de mi cariño. Tanto que me daban ganas, si pudiese, en aquella caminata, yo cargaba con Diadorín, libre de todo, a mis espaldas. Hasta lo que me alegraba, era una fantasía, así como si él de no sé que modo, notase mis cuidados, y en el propio sentir me los estuviese agradeciendo. Lo que brotaba en mí y rebrotaba: aquellas demasías del corazón. Continuando, como un bien, qué sutil, y no me perturbaba, porque guardarse cada uno consigo su voluntad de bienquerer, con esquivanza de cualquier pensar, de lo que la conciencia escucha y se espanta; y también en razón de que uno mismo dejaba de imaginar y conocer el rostro verdadero de aquel afecto, con su poder y sus secretos; así es como hoy pienso. Pero entonces, en un determinado, dije:
—Diadorín, un regalo tengo, para ti destinado, y del que nunca he hecho mención… —El cual era la piedra de zafiro, que el Arasuaí había traído, y que en espera de una ocasión sensata venía yo guardando con cautela, enrollada en una pizca de algodón, dentro de un saquito igual al de un escapulario, cosido al forro de la bolsa menorcita de mi mochila.
Dende que hablé, Diadorín quiso mucho saber cuál era el presente, así apretándome a preguntas, que sin aperreo dejé de responder, hasta por la tarde, cuando hicimos estancia. La parada que fue —conforme estoy a lo vivo recordando— en una vereda sin nombre ni fama, arroyuelo extendido demás, de agua muy simplificada. Entonces, cuando nadie lo vio, yo saqué la mochila, deshice a punta de cuchillo las costuras, y le entregué el regalo, con estilo de silencio por palabras.
Diadorín se echó p'atrás de buena sorpresa, y sin querer se paró con abiertos los labios de la boca, mientras que los ojos y ojos remiraban la piedra de zafiro en el hueco de sus manos. A lo que, si sufrió en lo refrenado, si se mantuvo serio, apretó los labios; y, sin razón sensible ni más, tornó a darme la piedrita, sólo diciendo:
—Desde este corazón te agradezco, Riobaldo, pero no me parece aceptar un presente así, ahora. Entonces guárdalo, otra vez, por algún tiempo. Hasta cuando hayamos terminado de cumplir la venganza de Joca Ramiro. Ese día, entonces, lo recibo…
Aquello, de revés, lo leí con hache; y hasta antes, cuando apunto en su rostro, por entre el rojear del color, su especie de palidez. Alargando, todavía permanecí con la piedra de zafiro en la mano, aquello dado-y-tomado. Donde declaré:
—Escucha, Diadorín: vamos a dejarnos de yaguncismo, que ya es el después-de-la-víspera, que los vivos también tienen que vivir sólo por sí, y una venganza no es promesa a Dios, ni sermón de sacramento. ¡¿No bastan los nuestros que hemos muerto, y los judas que hemos matado, para documento del fin de Joca Ramiro?!
Ah, fue oírme y encogerse, con dureza que bien vi, que ni huesos. A lo encrespado de estar con una afrenta a media garganta; y los ojos daban de sí lo que echaban. Lo que duró sólo un instante, hasta tanto que puso mano en su genio, conciso con un suspiro; pero también me trajo retruque:
—Riobaldo, ¿tú tienes temor?
Lo tomé sin ofensa. Pero mucha era mi decisión, que la había perfeccionado en la Hacienda de los Tucanes, y que sólo iba esperando para ejecutarla con más régimen de orden, cuando se hubiese llegado a Corrales-del-Cura, conforme mi sistema en aquellos procedimientos.
—¡Piensa que tengo temor! Tú, haz ahí lo que en tu querer esté. Yo me doy mi buena vuelta…
Dar el mal por el mal: así. Yo tenía la cuanta razón. Guardé la piedrita en el bolsillo, después mejor la puse, en el bolso del cinto; conté mis habas, rehabas. Diadorín respiraba mucho. De él fue el lance:
—Riobaldo, piénsalo bien: tú has jurado venganza, tú eres leal. Y yo nunca imaginé un desenlace así, de nuestra amistad… —Se echó para adelante—, Riobaldo, pon cuidado en lo que estoy pidiendo: ¡quédate! Y sabe todavía lo que no te he dicho, pero que, desde hace tiempo, es mi presentir: que tú puedes pero encubres; que, cuando tú mismo quieres pisar firme los estribos, la guerra cambia de figura…
Desvié: «Estás diciendo misa, Diadorín. Eso no va conmigo…».
De aquella manera, me tentaba él. Con babosería, la proseable palabrería, quería ablandar mi opinión. ¿Entonces iba yo a creerle? ¿Entonces no me conocía yo? Uno con mi retraimiento, de nacimiento, desheredado de cualquier labia o dominio sobre los otros, yo era lo contrario de un mandador. ¿Para, ahora, parecerme levantar con seña todas las armas contra el Hermógenes y el Ricardón, instigando? ¿Revolver el sertón, como dueño? Pero el sertón era, para poco a poco, ir obedeciéndole; no era para componerse a la fuerza. Todos los que malcabalgan por el sertón sólo alcanzan a dominar la rienda por algunos techos; que, rastrero, el sertón va volviéndose tigre por debajo de la silla. Yo lo sabía, yo lo veía. Dije: ¡noazo! Me desinduje. Mi talento era sólo lo aviable de una buena puntería óptima, con cualquier arma. Nadie ni mal me oía, les parecía que yo era un majareta o impostor, o vago alobado. Es que yo no era capaz de hablar a punto. La conversación de los asuntos más importantes para mí amolaba el juicio de los demás, les fastidiaba. Yo nunca tenía seguridad de cosa ninguna.
Diadorín dijo: «¡Eih, ánimo! El valor engendra valor…».
Demás dije: «¡¿Soy capitán general…?!».
Antes tantas astucias, en armar que yo no me fuese, que me quedase preso en aquel urgir de guerra, sin punta ni cabo, sin espaldas ni frente, y que aburría. Me encogí de hombros. Su mano, dulzura cuando dada, levemente en la mía. Temí aflojarme. Y duramente repuse, con otra hombrada:
—Me voy y me voy. Sólo acompañando todavía hasta los Corrales-del-Cura. Allí requiero para mí un caballo bueno. Y salgo pintando…
Mi verdadero propósito era aquél, como está dicho. Yo no porfiaba. Yo soy así amor-con-amor, y no ingratitud. Y muy por eso Diadorín no insistió, con palabras juiciosas; pero por fin dijo, motejando, burlita:
—Entonces, quien quiere irse, se va. Riobaldo, yo sé para donde vas tú: recordando volver a ver a la moza de la cara ancha, hija del dueño de aquella gran hacienda, en los Generales de la Sierra, en Santa Catalina… Cásate con ella. Vosotros dos hacéis buena pareja, os combináis…
Donde nada dije yo. Si menos pensé en Otacilia. No maldije a Diadorín porque no se callaba. Para más, se burló:
—Vete, coge esa prenda joya, llévatela, dásela de regalo de despedida…
Tardé en hacer el cigarro. Estábamos a la vera de la espesura, altura donde la laderita de la umbría principiaba; parábamos debajo de un paratodo[64] —palo como dice el goiano, que es la caraibera misma— árbol, que respondía a la añoranza de sus hermanos, crecidos lejotes, en las buenas orillas del Urucuia. Acullá estaba la vereda. Con el tiempo refrescándose, y el desahogo del aire, el burití revuelve altas palmas. Al por cerca, se oía la algazara de los compañeros. De verle, yo sentía dolor, mi pena sincera por Diadorín, en aquellas jornadas. De verdad, atardecía. La última arara ya revoloteaba.
—… O quién sabe si decides mejor mandarla de dádiva a aquella mujercita especial, la de la Rama-de-oro, hija de la hechicera… Modo que esa sirve mejor, Riobaldo, hace gozo del mundo, da azúcar y sal a todo el que pasa…
No era en la Rama-de-Oro: era en la Aroeiriña. ¿Pero por qué era por lo que decía el nombre de Ñoriñá con tal clavable recuerdo? A creer que supiese más que yo mismo lo que yo producía en mi corazón, lo encubierto y lo olvidado. Ñoriñá, florecita amarilla del suelo que dice: Yo soy bonita… Y todo en este mundo podía ser belleza, pero lo que Diadorín escogía era el odio. ¿Por eso era por lo que yo le quería en paz? En el no: le quería por destino, sería de lo antiguo del ser, de donde viene la cuenta de los placeres y sufrimientos. Igualmente me gustaba Ñoriñá; la sin mezquindad, para todos hermosa, con sayas color limón, prostitutriz. Sólo que, que amaba a Ñoriñá, todavía no lo sabía, hija de Ana Duzuza. Estudie usted: el burití es de las márgenes, cae sus cocos en la vereda, las aguas los llevan, a las orillas, las aguas mismas replantan el coquito; entonces el buritizar, a un lado y a otro alineándose, acompañado, que ni calculado.
—… Tú te casas, Riobaldo, con la moza de la Santa Catalina. Os vais a casar, lo sé por mí, si lo sé; ella es bonita, lo reconozco, gentil moza ingenua, pido a Dios que siempre te profese mucho amor… Os estoy viendo a vosotros dos juntos, tan juntos, prendido a sus cabellos un capullo de bogarí[65]. Ah, lo mucho que las mujeres se visten: camisa de gasa blanca con muchas puntillas… La novia, con el albo velo de tul…
Diadorín hasta ponía cariño en aquel decir. Melar miel de flor. Y me embebía: estaba enseñándome a querer a mi Otacilia. ¿Era así? Ahora hablaba despacito, con sonsonique, como si estuviese imaginando, se contase a sí mismo una historia. Altas mariposas en un revoloteo. Como si yo no estuviese allí al pie. Hablaba él de Otacilia. Viviendo, de ella, lo razonable de cada día, en su estar. Otacilia peinándose largos cabellos y perfumándolos con aceite de siete-amores, para que a mis manos les gustasen más. Y Otacilia ocupándose de la casa, de nuestros hijos, que por cierto íbamos a tener. Otacilia en el cuarto, rezando arrodillada delante de una imagen, y ya preparada para la noche, en camisola fina de organdí. Otacilia yendo de mi brazo a las fiestas del pueblo, vanidosa y feliz de sí y de todo, con su vestido nuevo de muselina. Al tanto, diosdadamente discurriera. De mi juicio perdí lo que había sido el comienzo de nuestra discusión, ahora me quedaba sólo en oyente, resbalaba en una ensoñación, con el corazón que latía ligero como el de un pajarito palomo. Pero me acuerdo que en el desamparo repentino de Diadorín sucedía una extrañeza: alguna causa que él hasta de sí mismo guardaba y que yo no podía inteligir. Una tristeza tierna, muy definitiva. Entonces, no aparecí en medio de aquello. Así fue como fue. Hasta que llegaron unos compañeros, con Juan Concliz, Sidurino y Juan Vaquero, que juntaron leña y echaron fuego bien debajo del paratodo. Al surgir de las llamaradas, y el reflejo de los colores dando allá encima, en las ramas y hojas, cambiaban aquéllas tantos brillos y rebrillos, de dorado, rojos y anaranjado a las brasas, aquellos resplandores, con más realce que todas las piedras del Arasuaí, del Jequitiñoña y de la Diamantina. ¿Era el cumpleaños de aquel árbol? Al cuanto bien anochecido, fue así. Uno sólo sabe bien aquello que no entiende.
Vea usted: yo, de Diadorín, hoy en día, yo querría recordar muchas más cosas, que mereciesen la pena, de lo extraño y de lo trivial; pero no puedo. Cosas que se han dormido, las olvidé fuera de rendimiento. Lo que renovar y tener no consigo, de modo ninguno. Me parece que es porque estaba siempre demasiado cerca de mí, y yo le quería demás.
En la surgida mañana, salimos para la parte final de la caminata. Zé Bebelo, en cierto momento, me llamó. Aunque avante, Zé Bebelo debía estarlas pasando malas y peores: aseguro que le amargaba la victoria que había inventado. Noción de nuestros enemigos, que, sea allá por donde, estaban en posesión de sus municiones y de sus monturas y cargas, socorridos de cuanto necesitaban. «Un Hermógenes quiere apoderarse del sertón de los Generales…», me tomé la libertad de decir. Pero más indirectas dije; y aquello me realivió, por decirlo, poco solamente, que era sólo por picardía. Derecho, a eso Zé Bebelo no me respondió; pensaba él las mil, entretanto, en aquellos cálculos de meditación, ligero zumbaba con los labios, y balanceaba a las izquierdas-y-derechas las alas levantadas del sombrero; y a veces soplaba sin ser por el cansancio de la marcha. Lo que de las ideas sobraba era lo que él refería: «Todavía no lo entiendo… Todavía no lo entiendo… Hasta ahora, lo reconozco, ha tenido una suerte… Mosca-en-la-miel, pavo hinchado… Pero déjanos ir y venir, ¡qué paga los huevos y las docenas…!». Del Hermógenes discurría: presupuesto del Hermógenes. Y, de oír que la suerte del Hermógenes era grande, sentí pena, mucho me certificaba. Entonces vine a menos. Ni yo no quería impacientar a Zé Bebelo. Más, para mí, estaba él muy equivocado: por los pasos y movimientos, porque le gustaba lo práctico de la guerra, de lo que sacaba un gran placer; y por eso no tenía buena razón para un resultado final. Así me pareció, mirando al alto cielo, que está entre las nubes y los urubúes repartido. Declaro: ¿de qué es de lo que servía aquello? Y lluvias habidas, derramadas. Entonces, va, llegamos a Corrales-del-Cura.
El lugar que no tenía corral ninguno, ni cura: sólo el buritizar, con un morador. Pero alrededor, en grandes pastos, había la mejor yerba milagrosa; que lo que dejaba de ser provisional rico era lo meloso de mucho aceite, de no ver unas hileras de santa-lucía azul, y de duro-del-charco, en las bajadas, y, en los altos con pedregal, el jazmín de la sierra. De allí iban saliendo renacidos, engordados, nuestros caballos, es decir, los que habían sido de Medeiro Vaz, y que ahora heredábamos. Me regocijé. Escogí uno, animal vistoso, cejicano, acastañado morcillo, que bien me pareció; y la erré, porque era medio rocín y resabiado, de aquí procedió que el nombre que hubo fue «Padrín Selorico». Pero el dueño del lugar, que no sabía leer ni escribir, así mismo poseía un libro, encuadernado en cuero, que se llamaba el «Sencler de las islas», y que pedí deletrear en mis descansos. Fue el primero de aquellos que encontré, de novela, porque antes yo sólo había conocido libros de estudio. En él encontré otras verdades, muy extraordinarias.
Además de que, todo lo que yo tenía que resolver de mi vida lo fui dejando para los siguientes. Día de ser de lluvia, que madrugó tarde: buey de los grises. Y las aves de paso tenían que gritarse mucho las unas a las otras. Diadorín moderaba el hablar conmigo, y el verme, recogido en cierta vejación, receloso; me pareció. ¿Se lo he dicho a usted?, día a día rayaba él, en hermosura. Y una lluvia alta, que se llegaba, mandaba al urubú volar a casa. Los caballos pastaban más de prisa. Nunca, en todos mis tiempos, vi invierno tan dilatado. Había que esperar. Incluso así, Zé Bebelo dio orden de irse. Porque estábamos casi todos montados a pelo, necesitábamos cabalgar para el Corral Cayetano, donde había gran cantidad de arreos guardados. Después, a continuación, para buscar munición, en la Virgen-Madre. No se perdía plazo. A los caminos embarrancados, de malandar, como terrón de azúcar negra derritiéndose, empapados. A los barros fuimos, como perdidas criaturas, para reír, para llorar. Y —¿pero sabe usted lo que es eso?— aquellos caballos nuestros no tenían herraduras.
¿Para donde más? Ah, a donde los buenos altos: el Llano de Urucuia, en el que tanto buey muge. Pero nunca llegamos ni a la Virgen-Madre. Me figuro, desde el comienzo desconfié que estábamos engañados. Rumbos que yo menos sabía, en lo viable. Como la sierra que iba viniendo, mientras hacia ella iba yo yendo, durante tantos días: allá lejos, de repente mis ojos perciben un hilo de temblor —lo que se ve es una rayita negra, que con lenguas andadas se vuelve cenicienta y se vuelve azul— entonces, después, se hace pared de cerro. Al doblarlo, fue cuando cogimos el primer camino encontrado, para pasar. Bajamos bien. Los ríos estaban sucios, con espumas. No teniendo la ayuda de Joaquín Beijú, que era ocasión de echarla en falta. Zé Bebelo, lleno de confusión, hasta los dedos de su mano no dejaban de moverse, pasando un rosario en las tiras de las riendas. Que andábamos desconocidos por lo equivocado. De esto, tarde se supo; el que guiaba había enredado los nombres: en vez de la Virgen-Madre, creyó que había que llevarnos a la Virgen-Laje, lugar luego otro, vereda muy lejos al sur, en el sitio en que hay un ingenio de pilones. Pero ya era tarde.
Tronó pum, soplaba el viento. Y lluvias que mi lengua lamió. No habla más de ellas. Pero, cuando escampó el tiempo, de repente, no sé si fue mejor: porque descargó del comienzo al fin de los Generales un calor terrible. Entonces, quien lo sufrió y no se murió todavía se acuerda de él. Aquellos meses del aire estaban como discordados. ¡Enfermedades y enfermedades! Nuestro personal, un montón de ellos, empezó a llegarse. Pero esto lo refiero después. Ya que me ha oído usted hasta aquí, vaya oyendo. Porque está llegando la hora de tener que contarle las cosas muy extrañas.
Cuadrando que así llegamos a aquellos lugares, cuyo nombre no se sabía. Hasta, hasta. El camino de todos los recodos. El sertón —como se dice— queriendo usted buscarlo, nunca lo encuentra. De repente, por sí, cuando uno lo espera, el sertón viene. Pero, donde allá, era el sertón sórdido, el propio, el mismo. Iba fabricando recelos, consumando indagación. Bajamos por unos barrancos, en medio de las sierras partevientos y sus árboles padres. El tajo de un torrente, el boquerón de un río. El Abaeté no era, si bien que lo parecía: ancho río Abaeté, en lo escalabrado, orillas amarillas. Aquel río daba una gran vuelta, acullá, clareado, conforme se miraba a unos cocoteros. Había allí un lugar lejano y bonito, que casi hacía señas. Pero no enderezamos hacia él, porque el rumbo determinado era otro, cortando muy desviado, conforme. Y más abandono. Toparse con un viviente era rareza grande. Un hombrecillo distante, labrando, haciendo leña, o una mujercita hilando el copo en la rueca o tejiendo en su telar de madera, a la puerta de la choza, toda de burití. Otro hombre quiso venderme una arara mansa la cual que hablaba todas las palabras con a. Otra vieja, que estaba fumando la pipa de barro. Pero se envolvió la cara en el chal, no se apreciaron sus ojos. Y el mismo ganado rareaba: sólo por escaso acaso un buey o una vaca, en soledad, bicho paseado sin dueño. Venados, sí vi muchos: a veces saltaban, en una fantasía, corriendo, a campo través, tantos tantos —unos dos, unos tres, unos veinte, en grupos— del bosque o del campo. Lo que faltaba era el sosiego entre tanto silencio, faltaba el rastro del habla humana. Aquello perturbaba, me ensombrecía. Ya después, con caminata de tres días, no se percibía a nadie más. Esto fue hasta donde el cerro dobló. Estábamos en hondos fondos.
Es decir, en la ladera. Había un camino, entonces, en su subida, sucedieron cosas. Unas ramas de árboles colocadas —ramazones y ramería— en forma de señal: para no pasar. Pero aquel aviso había de ser particular, para uso de otros, no para nuestro destino. No lo respetamos, de manera ninguna. Fuimos yendo. Al entrar en una nava, se repitió el hallazgo de aquellas ramas verdes, que no obedecimos. Yo iba delante, con el Acauán y el Nelson, instruyendo el camino. Ya estábamos enderezando hacia otra subida de ladera: pero entonces escuchamos el ladrar de perros. Y divisamos un hombre —en lo alto del recodo— unos hombres. Aquéllos estaban con espingardas.
Los cuantos hombres, de extraño aspecto, que agitaban manejos para que volviésemos de donde estábamos. Por cierto no sabían quiénes éramos; y pensaban que tres caballeros poco valían. Pero, entendiendo que del camino no nos desgarrábamos, empezaron a ponerse desatinados. A uno vi que daba órdenes: un labrador bravo, arrastrando los pantalones y las espuelas. Pero los otros, chusma de ellos eran sólo harapos de miseria, casi no poseían el respeto de las ropas de vestir. Uno, con los menos trapos: ni siquiera sólo el deporte de un taparrabos desharrapado, y, en lugar de camisa, viéndose la especie de chaleco, de cuero de yaguacacaca[66]. Eran de diez a quince. No hallé sentido a sus amenazas, y vi que estaban engatillando las armas. ¿Querían cobrar portazgo? ¿Andaban preparando alguna pendencia? No convenía avanzar, así por cima de ellos, luego, pero también dar la espantada podía ser una vergüenza. Nos detuvimos, casi al pie de ellos. Íbamos a esperar al resto del personal. Y ellos, allí enfrente, no explicaban razón ninguna. Sólo uno dijo:
—No se puede… No se puede…
Y rehusaba con la cabeza, el juan-nadie hasta cuando hablaba con una voz de calidad diferente, la acostumbrada en aquella tierra de lugar; y los otros rehusando también: «Ah, no se puede… No se puede…», con el vocear soturno.
En los tiempos antiguos debía de haber sido así.
Gente tan célebre, conforme yo nunca había visto ni oído decir, en la vida. El de las espuelas fue a montarse en un jumento: aquél era el único animal de montura que allí tenían. Me parece que montó para ofrecernos mayor bulto de respeto; cabalgaba palmeando el anca del jumento, fue viniendo, para presentarse el primero. Los miré a todos. Uno tenía la barba muy negra, y aquellos ojos atravesando. Uno, hasta en día de horas calurosas, estaba trajeado con una bayeta bermeja, ancha, que parece que a falta de otra vestimenta disponible. ¡Ver viendo a ese cura! «¡Ih, éstos tienen piojos y liendres…!», dijo el Nelson, por lo bajini. Todos tenían alguna garantía: que eran lazarinas, bocudas baludas, pistolones y trabucos, escopetas y trabucón: piezas de armas de otras edades. Casi todos eran oscuros de facciones, muy curtidos, pero de un oscuro con roñoso, amarillos de tanto comer únicamente pulpa de burití, y aseguro que estaban borrachos de beber tanto aguardiente de palmera. Uno, zambo, troncudo, sostenía sólo una cachiporra, pero debía de ser de brazo terrible al maniobrar aquel bordón. El muy feoso, de dar pena, constado chato aquel formo de nariz, estropeada boca demasiado grande, valía por tres. Otro, que tenía una hoz con un mango muy largo, y una calabaza colgada en bandolera con una guita, cuchicheaba con los restantes un serio parlamento como una especie de hechicería. De modo que a veces chillaba, como el demonio gemidor. Aquél, que al nombre de Constantino acudía. Todos aquéllos con sus saquitos perdigoneros y zurrones, y polvoreras de cuerno y armamento tan desgraciado, incluso así no sentían recelo bastante de nuestros rifles. A nuestro juicio, estaban locos. ¿Cómo es que un desvalimiento de gente así, podía escoger el oficio de salteador? Ah, pero lo eran. Que lo que pasaba era que eran sólo hombres de esos reperdidos sin salvación en aquel rincón lejano del mundo, patanes de un sertón, los catetos de aquellas breñas. El Acuán lo explicó, el Acuán sabía de ellos. Que vivían escondidos de Dios, así en sus agujeros. Ni no salían de los escondrijos, según reflexioné, dando crías como los bichos, en madrigueras, Pero por allí debían tener sus casas y sus mujeres, sus niños pequeños. Antros levantados en las quebradas, en los repliegues de la sierra o en el suelo de las bajadas a la orilla del pantano; a veces hasta formando calle. Entonces plantaban sus cultivitos, a veces no tenían grasa ni sal. Tanteé su pena, gran pena. ¿Cómo es que podían parecer hombres de exacta valentía? Ellos mismos preparaban la pólvora de que hacían uso, rayando salitre de las grutas, manipulándolo en cazuelas. Que era una pólvora negra, hedionda, que estallaba con aparato, llenando los lugares de humareda. Y a veces aquella pólvora bruta hacía reventar a las armas, quemando y matando al tirador. ¿Cómo podían pelear? ¿Conforme podían vivir?
Y en fin los compañeros apuntaron viniendo, y subieron la primera ladera, aquella tropa de guerreros, en tan gran número numeroso. Casi quería reírme del susto entonces de los catetos. Pero no fue, porque ellos no se apartaban del punto donde estaban, sólo que miraban al suelo, callados, me parece que porque aquélla era la forma de declarar sus espantos. El del jumento, Teofrasio, que era quien capitaneaba, intimé algo al de la hoz, aquel que el De-los-Ángeles se llamaba, era el hablador; y que fue quien vino adelante, a saludar a Zé Bebelo y rendir explicación.
—Vosté utorgue, maestre, hemos venido a la paz… Vosté utorgue…
Huesos y mandíbulas; y aquella voz que el hombre guardaba en los bajos pechos, era un tono como de responder a la letanía de los santos, recomendación de los muertos, responsorio.
—Vosté utorgue, maestre… No tenemos costumbre… No tenemos costumbre… Que estamos resguardando estos caminos… Para que no venga nadie de aquel lado: gente del Sucruiú, que están con la enfermedad, que se la pegan a todos… Vosté es gran jefe, dando su complacencia. ¿Vosté es Güestra-señoría? Peste de vejigas negras… Pero nuestro pueblo es el Podre, que linda con el pantano, vosté con los suyos han pasado por cerca de allá, valor distante a media legua… Las mujeres se han quedado, cuidando, cuidando… Nosotros hemos venido, a la paz. Hace tres días… A cercar los caminos. La gente del Sucruiú —dicen— ni no están enterrando ya a sus difuntos… Puede querer venir alguno, con un recado, trayendo la enfermedá, y ésta es la razón… Vino uno, queriendo pedir auxilios, relatar tonterías, esas mojigangas y mandangas… Pero tuvo que volverse, de veras se volvió, no le dimos paso tienen la maldición, a gritos. ¡Castigo de Dios Jesús! Gente del Sucruiú, gente dura de mala… Vosté utorgue, maestre: conviene desviarse por este lado, no pasar por el Sucruiú, conviene… ¡Vejigas de las negras!
Y aquel hombre, el De-los-Ángeles, había tirado la hoz al suelo, le puso el pie encima; y abría los brazos, después se quedó con las manos abiertas, me parece que estaba produciendo algún hechizo, con los ojos completamente cerrados. Era magro, magro, de no mantenerse en la vista de uno. Los otros de ellos, despaciosamente habían ido llegándose también. Zé Bebelo, seguro que por no reírse sin caridad, puso mala cara, aquel semblante serioso y ellos desconfiaron. Porque uno, que era vejete y tenía el sombrero de paja corroído en toda el ala, apareció con un dinero en la palma de la mano, ofreciéndolo a Zé Bebelo, como en paga por perdón. A lo que era un doblón de plata, antiguo del Emperador, de aquellos de novecientos sesenta reis de acuñación, pero que en Januaria dan por él dos mil reis, aunque con derecho de valer hasta los diez en la capital. Pero Zé Bebelo, con alta cortesía, rechazó aquel dado dinero, y el cateto viejo no bien lo entendió, por lo que permaneció un rato con él ofrecido en la mano. Así los otros no proferían palabra, que sólo boquiabiertos miraban, a Zé bebelo y a la moneda, miraban como si estuviesen rindiendo cuenta de sus grandes envidias. Su manera de estremecerse, a veces, era total, era de lado; pero siendo aquello de la constante naturaleza del cuerpo, y no por temor, pues, cuando recelaban, como se iba poniendo era más oscuro, y respiraban con roncado rumor, quietos allí. Que aquellos hombres, yo pensé: como mansas fieras; es decir, que en lo ordinario tenían miedo personal de todo en este mundo.
¡Hubiese usted visto reír a los catetos! El de la hoz volvió a coger la hoz, el del jumento cogió el sombrero con respeto, el viejo tontibobo metió su doblón de plata en algún bolsillo. A más todos ellos rieron, las tantas grandes bocas, y no tenían casi ningún diente. Reían, sin motivo justo. Ahora, pero para agradarnos. Conscio, el de la Hoz, cobró ánimo, hasta indagó:
—Lo que mal no pregunto: ¿pero de dónde será de donde vosté está servido de estar viviendo, jefe ciudadano, con tantos agregados y pertrechos?
—¡Eih, del Brasil, amigo! —cantó respuesta Zé Bebelo, alta gracia—. He venido a repartir alzada y fuero: otra ley, en cada escondrijo, en las toesas de este sertón…
El viejo hizo el por-la-señal. Iba a replicar alguna otra cosa. Pero Zé Bebelo, completo de escuchar y ver, dijo no con la mano y abrió marcha. Cabalgamos. Ahora vi las últimas caras de aquellos catetos, que mostraban por causa nuestra muchos pasmos de admiración, y la codicia que sentían de hacer siento y doble de preguntas, que por recelo atrevimiento nunca preguntaban. Sólo de los rifles: «Vusté, ¿esto es una lazarina moderna?». Donde uno de ellos, el montado en el jumento, todavía gritó un consejo: que iniciásemos una vuelta, en el buritizar de una lagunita, del lado de la mano derecha —por mor de evitar pasar por dentro del Sucruiú— y que, vueltos al camino, al quebrar a la mano izquierda, en un vado cerca del bosque virgen, con sólo andar las siete leguas, se llegaba a un sitio, de un tal señó Abraham, que era hospitalario… Esto recomendó aquel hombre, no por servicio de utilidad, bien lo entendí por el tono y el gesto: gritó así al fin, con objeto solamente de que sus otros viesen que él también tenía el valor de dar una voz, en nuestra presencia, de tantos grandes yagunzos dueños de aparatos de armas. Pero Zé Bebelo, no creyendo temer lo que ellos anunciaban, del poblado donde estaba arrastrándose la viruela reinante, dio orden de que siguiésemos, derecho, adelante al frente.
Reír, lo que se reía. Incluso con las penurias e incomodidades, teníamos que hallar ventaja sobre aquella gente de sujetos, que vivían sólo por la paciencia de remedar cosas que no conocían. Las criaturas.
Pero yo no me reí. Ah, entonces, no he reído honestamente nunca más, en mi vida. Como que noté: que el habernos encontrado a aquellos catetos, y conversando con ellos, y desobedeciéndoles; aquello podía traernos mala suerte. La ocasión tenía que ser el comienzo de mucha aflicción, yo lo presentía. La raza de aquellos hombres era diferenciada distante, cuyos los modos y usos, mal enseñada. Aquéllos, hasta en lo trivial, tenían capacidad para un odio tan grueso, de mucho alcance, que no les costaba casi esfuerzo a ninguno de ellos; y eso con los poderes de la pobreza entera y apartada; y de cómo así estaban menos apartados de los animales de lo que nosotros mismos lo estábamos: porque ningunas malas artes del demonio regente sabían ver. Sólo el mal hado de toparse con ellos producía tristeza sombría. Daba mal de ojo. Pero más que, por no poder medirse con nosotros, nos habrían echado maldición. De pensar en aquello, hasta me estremecía; lo que se estremecía en mí, el terreno del cuerpo, donde está la raíz del alma. Aquellos hombres eran orejudos, que la regla de la luna se hacía cargo de ellos, y dormían olfateando. Y para obra y maleficio tenían mucho gobierno. Lo aprendí de los antiguos. Capacidad de soplar caliente cualquier odio en las hojas y secar el árbol; o de gruñir palabras en un agujero pequeño que abrían en el suelo, tapándolo después: para que el camino esperase el paso de alguien y le hiciese daño; o guardaban un puñado de tierra en lo cerrado de la mano, durante el plazo de tres noches y tres días, sin abrirla, sin soltarla: y cuando tiraban fuera aquella tierra, en algún lugar, con fecha de tres meses se convertía en una sepultura… ¡De un hombre que no posee ningún poder ninguno, dinero ninguno, tenga usted todo el miedo! Lo que más digo: conviene que uno no entre nunca en medio de personas muy diferentes de uno. Aunque maldad propia no tengan, tienen una vida cerrada en las costumbres de sí, usted es de los externos, en lo sutil sufre usted peligros. Hay muchos rincones con mucha piel de gente. Lo he aprendido de los antiguos. Lo que sienta bien es huir cada uno de lo que bien no le pertenece. Que pare el buen lejos del malo, el sano lejos del enfermo, el vivo lejos del muerto, el frío lejos del caliente, el rico lejos del pobre. No descuide usted este reglamento, y con sus dos manos tire usted de la rienda. En una pone usted oro, en la otra plata; después, para que nadie no vea, las cierra usted bien. Y fue lo que yo pensé. Si aquellos catetos nos habían maldecido, ¿cómo podía yo dejar de pensar en ellos? Ha-de, que si me hubiesen cogido solo, yo apeado y necesitado, seguro que me mataban, para robar mis armas, las cosas y mis ropas. Amargo que habían acabado conmigo, sin escrúpulo, mira tú, que no lo tenían, por cuanto yo era desconocido y forastero. Si enfermo, o herido perdiendo mi sangre, hubiese yo estado, ¿alguno de ellos iba a ser capaz de cederme un trago de una calabaza de agua? Drástico dudaba yo de ellos. Dudaba de las trampas del mundo. ¿Y por qué es por lo que ha de haber en el mundo tantas calidades de personas: unos ya finos de sentir y proceder, acomodados en la vida, tan cerca de otros, que ni siquiera saben de su querer, ni de la razón bruta de lo que por necesidades hacen y deshacen? ¿Por qué? ¿Por sustos, para una vigilancia sin descanso, por castigos? Y de repente aquellos hombres ser un montón, una montonera, millares de miles y cientos milientos, venían saliendo de sus madrigueras y formando, del breñal, llenaban todos los caminos, se apoderaban de las ciudades. ¿Cómo es como iban a saber tener poder de ser buenos, con regla y conformidad, aunque quisiesen serlo? No encontrarían capacidad para ello. Habían de querer disfrutar de prisa todas las cosas buenas que viesen, habían de aullar y desatinar. Ah, y se bebían, seguro que se bebían todos los aguardientes enteritos de Januaria. Y agarraban a las mujeres y las arrastraban por las calles, a poco no había más calles, ni ropitas de niños, ni casas. Era preciso mandar tocar de prisa las campanas de las iglesias, urgencia implorando de Dios y socorro. ¿Y servía de algo? ¿Dónde iban los moradores a encontrar grutas y simas para esconderse, dígamelo Dios? No me diga usted que no; entonces fue cuando yo pensé en el infierno feo de este mundo: que en él no se puede ver a la fuerza llevando sobre la espalda a la justicia, y al alto poder existiendo sólo para los brazos de la mayor bondad. Esto fue lo que yo pensé, muy redolido, en lo estufado del calor castigador. Y fue por durante casi una hora, montado en mi caballo malo llamado Padrín-Selorico, al paso por aquellos malos campos, hasta que llegamos cerca del poblado de Sucruiú, donde estaba acampada la horrorosa enfermedad, por cima de la peor miseria. ¿Tontería mía? Porque los compañeros, yendo cuidándose de su rutina común, ninguno ponía atención en ideas de aquéllas. ¿Era yo solo entonces? Sí. Yo, que estaba malinvocado, por aquellos catetos del sertón. Del fondo del sertón. El sertón: ya lo sabe usted.
Pero en tanto, entonces levanté mi entender hacia Zé Bebelo: de él tomé prestada una esperanza, aprecié una luz. Tomé conciencia. Zé Bebelo, a la cabeza, jefe como jefe, como ejecutaba nuestra ida. De la marca de un hombre así consolidado, que era siempre albriciador. Por él crecía yo en admiración, y que era estima y confianza, respeto era. De su persona, de su gran cabeza, era sólo de lo que se podía suplir nuestra guarda de amparo y completa protección, yo lo veía. Porque Zé Bebelo preveía venir, acá abajo, al oscuro sertón, y lo que él pensaba, quería y mandaba: tal la guerra por confrontamiento; y para que el sertón retrocediese, ¡cómo si pusiese al sertón para atrás! Y era lo que íbamos a realizar de hacer. Para mí, estaba siendo él como el canonero maestro, con el remo en la mano, al atravesar la rebelión de un río lleno. «Hay que tener valor… Hay que tener mucho valor…», me acordé. Yo lo tenía. Viniendo Diadorín a mi lado, rosable mocito antiguo, sufrido del todo pero firme, duro de temporal, con aquellas constancias. Sé que le amaba, ¿no le amaba? Los otros, los otros compañeros, semejaban en rigor unas pobres infancias relegadas, de los que nosotros tuviésemos que ocuparnos. Con Zé Bebelo a mi mano derecha, y Diadorín a mi lado izquierdo: pero yo, ¿qué es lo que yo era? Yo todavía no era todavía. Íbamos, íbamos. El caballo palomo de Zé Bebelo era el de más armada vista, el mayor de todos Caballo, ensillado, montado, y mucho suelo por delante. ¡Viajar! Pero de otra manera: ¡transportar el sí de aquellos horizontes!
Desde, sin embargo, como ya entrábamos en lo cerca del Sucruiú, conforme las leguas que los cascos de nuestros caballos contando, era de ver qué voz daba Zé Bebelo, si quería derecho o por atajo. Ah, por lo derecho, fue. Pero ninguno de nosotros sintió zozobra. Lo que era, era. Aquel desgraciado lugar debía de estar allá acullá, en el plano alto del campo, en su siempre. Cosa de un tiro de carabina. Y cómo debían de estar cocinando, con tanto fogón, porque subía hacia el pedazo de cielo un polvuelo de humos, como si anduviesen por allá renovando los pastos desfuera de tiempo. Hacía fuelle de calor. Pero, entre las laderas, en el arroyuelo rabo gracioso que pasamos, de orillas de tierra negra, sólo los animales fueron los que bebieron a toda sed: que nosotros, hasta del agua corriente sentíamos recelo. ¿De dónde es de donde corre la peste? Hasta el ver el aire. El polvo y la miseria. Azul descolorido sucio, sin los relieves. El sol exagerando envejeciendo antesmente los follajes: el comienzo del mes de junio ya parecía alto fin de agosto. Aquel año declaraba que no haría frío, por lo legal. ¿De qué habían valido las tantas lluvias? Entonces, este mundo de sertón se había perdido; me dije yo mismo. Como que íbamos a atravesar el Sucruiú. Allá llegábamos. El cual eran los antros en sus construcciones, entremedias de la humareda. Aquellas chozas. ¿Gente? No se divisaba. Y cierto que no teníamos miedo mayor. Antes todos querían ver de cerca, de paso, lo que aquello resultase de verdad. Sólo que teníamos confianza en los escapularios y verónicas. Y de repente corrió el aviso de que Joé Vejigoso y el Pacamán-de-Colmillos sabían una oración a San Sebastián y San Camilo de Lelis, que libran de todo mal vago. ¿Cómo tenerla? ¿Cómo aprenderla, también? Tiempo no daba. Pero, lo que vinieron diciendo de uno en uno, volviéndose para atrás sobre los caballos: que no hacía falta. Así, aquellos dos iban a practicar resumida la oración, y cada uno, de nosotros, consigo la reprodujese, constantemente, las poderosas avemarías, y padrenuestros, que aquello bastaba. Así fue como hicimos. Avante recé.
Algún día después de hoy, he de olvidar aquello. Calle que era bien ancha, pero mal se veían aquellas casas. A lo demás rezando, a lo real viendo, yo fui. Casas: cosa humana. En frente de todas ellas, lo que estaban era quemando pilas de boñiga seca de vaca. Lo que subía, henchía, el humo ceniciento y verdoso, vagarosamente. Y el polvo que levantamos formó cuerpo con aquel humear ascendiente, mucho tapaba, en la tristeza. Entonces tosí, escupí, en la urdimbre de mis oraciones. Voz ni lloro no se oyó, ni otro rumor ninguno, como si hubiese decreto de estar muertas todas las personas, y hasta los perros, cada habitante. Pero personas, por mor que las hubiese: por detrás del polvo más allá de la humareda verdosa se vislumbraban los bultos, y sus tristes caras, que blanqueaban, tantas máscaras. Los hombres y mujeres, apartados tan extraños, calladamente, serían los que estaban arrojando todo el tiempo más rodajas de boñiga seca en las hogueras: aquello era lo que debían de tener por toda medicina. No daban fe de nuestra llegada, de sus lugares no salían, no saludaban. Del mismo peligro que existía maldito en la gran enfermedad, sabían cumplir todas las cláusulas. Sufrían la esperanza de no morir. Si yo supiese dónde era donde estaban gimiendo los enfermos. ¿Dónde los muertos? Los muertos se convertían en los malos, los que condenaban. La oración reanudé, con un fervor. Aquella travesía duró sólo un instantito enorme. Aunque nuestros caballos yendo iban despacio, que es como se va cuando todos rezando solos encima de ellos, lentitud de una procesión. No perturbamos palabra. Y sucedió que de allí acabamos de surgir, del arrepolvo y humo de estiércol, y el corusco de alguna llamarada, y el bochorno. Que Dios volviese a hacerse cargo de ellos, del Sucruiú, de aquel transformado pueblo.
Miré lo ilustre del cielo. Parecido parecía estar uno sotolibre, conseguido suelto de las posibilidades horrorosas. Vi a todos y a Diadorín, que era una cortesía de bondad. No miré para atrás, no ver de mirar el fin de aquellas casas, en el pavoroso pardoazulado, en lo exhalador. Y lo que pedía eran cosas de salvación urgente, muy grande: yo quería poder salir de prisa de allí, hacia tierras que no sé cuales, adonde no hubiese sofocación de incertidumbre, tierras que no fuesen aquellos campos tristones. Me llevaba a Diadorín… Pero, al principio no vi, no fui sintiendo que quería poder llevar también a Otacilia, y a aquella moza Ñoriñá, hija de Ana Duzuza, y hasta a la vieja Ana Duzuza, y a Zé Bebelo, Alaripe, a todos los compañeros. Después, todas las demás personas de mi conocimiento, y las que apenas había visto, además de la agradecida hermosura de la buena moza Rosa'uarda, la mocita Miosotis, mi maestro Lucas, doña Dindiña, el comerciante Assis Wababa, el Vupes: Vupes… Todos, y mi padrino Señorico Mendes. Todos, que en mi recuerdo necesitaba yo de muchas horas para repasar. Igual llevaba, ah, al pueblo de Sucruiú, y, ahora, al del Podre: los paletos oscuros. Y que al otro sitio llevaba restantes los caballos, los bueyes, los perros, los pájaros, los lugares: acabé llevando hasta incluso aquellos lugares de campos tan tristes, donde era donde entonces estábamos… ¿Todos? No. ¡Sólo uno era al que no llevaba, no podía: y aquél era el Hermógenes!
Entonces me acordé de él, al momento: ¡y yo odiaba a aquel Hermógenes! Sólo al denunciarse de un rencor: pero como ley mía entrañada, costumbre quieta definitiva, en las profundidades de lo continuado que uno tiene. Era como una náusea, por ser algo. Ni, en mi juicio, para aquella aversión, no necesitaba componer explicación y causa, pero era sí, yo era así. ¿Qué odio es aquel que no necesita ninguna razón? De lo que me parece, para responderle a usted: la ofensa pasada se perdona; pero ¿cómo es como uno puede remitir enemistad o agravio que todavía está por llegar y no se sabe? Aquello presentía yo. Juro que era así. Ah, yo.
¿Tendría miedo? El miedo de la confusión de las cosas, en el moverse de aquellos futuros, que todo es desorden. Y mientras haya en el mundo un viviente medroso, un niño temblor, todos peligran: lo contagioso. Pero nadie tiene permiso para asustar a los demás, nadie lo tenga. El mayor derecho que es mío, lo que quiero y sobrequiero, ¡es que nadie tiene derecho de asustarme!
Son los momentos, lo sé. Sentí un cansancio. Adelantamos ligero, después de pasado el vado del bosque-virgen, y tanteábamos lo encontrable. El sol iba entrando, vi el cielo en sus morados, en sus rojos. Nos juntamos en una bajada, en la yerba espigada. Unos sembraditos. Entonces, allá estábamos, en el retiro del Abraham, donde el campo se prodiga. Era una buena casa. Pero de dentro salieron, de repente, por sus puertas, unos hombres que huían corridos, como ratones escabulléndose del tocino de un cesto.
Siendo que Zé Bebelo, así en la delantera, siempre caballeaba, propicio, sobrentendió que no persiguiésemos a aquellos tales, ni sobre ellos tirásemos por diversión. Lo que estaban era en acción de robar, se supo; como que tenían hasta sacos, para echar dentro las cosas. En un instante, yo relucí quiénes podían ser ellos. Sólo acerté. Pues no fue que uno de ellos, equivocándose al abrir fuga, se retrasó y perdió las facilidades; entonces, vino por nuestro lado, atropellado, casi debajo de los caballos. Era un negrito.
Un rapazuelo retinto, mal perfeccionado; por así decir, un niño. Desnudo de la cintura a la barbilla. Los pantalones, rotos por todas partes, andaban ca'cayéndose; apretó pierna contra pierna. Jadeaba chillado, como quien, por total engaño de prisa, se hubiese chupado un trago de café demasiado caliente. Un becerro enfermo de carbunclo, a veces hace así. Supongo que por no perder del todo los pantalones como vestimenta, se arrodilló, aplastado en el suelo, más echado que arrodillado. «¡La bendición!», pues dijo. Y su pensamiento rodó ligero, pues, cuando nos dimos cuenta, había sacado de la panza del saco lo que allí estaba: que era una alpargata de hombre, un candelerito pequeño, de aquellos que venían de la Bahía, una espumadera de cocina y un apaño barnizado de cuero negro, como un talabarte; que todo lo echó fuera, a un lado, lo lejos que pudo. Siguiente lo cual, nos mostró el saco vacío, y esto diciendo, jadeado:
—Nada me llevo, nada no… No tengo nada… No tengo nada…
Todo esto pasó en poco tiempo, en menos que mea un sapo; y de un modo tan inocente, que quien lo viese se reiría. Y en cosa tan tonta así declarada uno encuentra hasta justificación, por poseer tanto afán de absurdo.
—¿De ónde habéis venido, de ónde? —indarguyó Zé Bebelo.
—Quiero volver a mi casa… Semos, sí, del Sucruiú, sí señó…
De modo que aprovechando, volvió a atar mejor el resumen de cordeta que cintureaba aquellos pingajos de pantalones. Y se encogía, temía; y se reía. ¿Qué nombre sería capaz de tener?
—Guirigó… Mi gracia es ésta… Soy hijo de Zé Cancio, su criado, sí señó…
Tan magro, retriste, tan descriado, aquel niño ya debía de tener práctica de todos los sufrimientos. Sus ojos eran salientes, lo negro en medio de un enorme blanco de mandioca pelada. Su cuero oscuro era el que temblaba, constante, y temblaba por lo menudo, como recelando sobre sí lo que no podía ser bueno. Y cuando nos miraba, era de morros, mostrando la lengua a lo gordo, pegada al suelo de la boca, pero como si fuese una lengua demasiada demás, que allí dentro no pudiese caber; en un becerro apestado, a veces, se ve así. Niño muy especial. Un yagunzo distraído, viendo a uno de aquéllos, de tal manera, a la primera, sería capaz de la bondad de dispararle un tiro certero, pensando que padecía agonía y que necesitase de aquella ayuda, para liberación.
—Guirigó, ¿qué es lo que has venido a buscar aquí? ¡Habla!
—Lo qu'hemos venío a buscar, ¿dice usté? Ellos han venío, yo también he venío… A buscar de comé…
—¡Ih, qué niño! Quién te viera comer esos cachivaches que escondiste ahí en el saco…
El negrito tirado en el suelo meneaba la cabeza, que no que no, que parecía encontrarle gusto a negar así.
—Pero lo de comé se acabó todo… —Había que negarlo todo, renegaba: hasta que hubiese tenido madre nacido de ella, hasta que la enfermedad brava estuviese matando al pueblo del Sucruiú, a todos sus parientes. Yo quería que aquel bribón de niño sintiese en sí, y se entristeciese, por tantas desdichas suyas llorase una lágrima, la lagrimita solo, aunque fuese por un momento. Ah, si él lo hiciese luego, uno se quedaba desconsolado y legítimo en lo triste, nos quedábamos tranquilizados. Cuál, el niño negro negaba. Lo que él afirmaba, con el descaro firme de su gesto, era que ni era nadie ni aceptaba regla ninguna debida del mundo, ni estaba allí, frente a los cascos de nuestros caballos. Ah, quería salvar su cuerpo, quería escapatoria. Se abrazaba a cualquier polvo. De más, no quería saber. ¡Que podía, que se fuese!, consintió orden Zé Bebelo. Y todavía le echó un pedazo de rapadura, que él aparó, fácil, como perro con la boca. «¡Para que te endulces esa tripilla negra!», fue lo que Zé Bebelo gritó. Y aquel niño, sin lloriquear, sin mirar para atrás, saltó rumbeando, práctico y liviano, desapareció por donde tenía que ir. No pensé que fuese tan pequeño, conforme en efecto era.
—Pobrecito, los dientes le relucían de tan blancos… —dijo Diadorín.
—¿Hem? ¿Hem? —habló Zé Bebelo—. ¡Lo que impongo es educar y socorrer a las infancias de este sertón!
Yo iba a hacer la señal de la cruz, pero no llegué a mover la mano, porque aquello me pareció falta de caridad, pensando en el niño negrito.
Y, con lo determinado acostumbrado de esparcirse los de vigilancia, por los cuatro lados, más el movimiento de busca de un pasto bien cercado y conveniente, nos hicimos cargo de todo y entramos en aquella casa, para ver lo visible y hacer fuego de preparar nuestra cena en el fogón de su gran cocina. ¡Virgen Santa!, le digo a usted: su interior daba pena, nunca vi nada tan removido y robado. Totalmente lo que era capaz de ser cargado o en arcas o en envoltorios, y que en lo común de una casa remediada se encuentra, faltaba. No se encontró una prenda de ropa, una lamparita de hojalata, un calendario en la pared, un gancho de red, un rallador, un cabestro colgado, una estera, una vasija, una cosa alguna que cogerse. Estaban sólo las mesas, los catres, los bancos. Habían limpiado la carne de aquel costillar. ¿Por dónde andaría el dueño? Pero nos enteramos de que su nombre era en verdad Abraham, sino Habán, que así se llamaba. Conforme el diploma de patente que, en el suelo, en un rincón, divisé, bordado rellenado ceremonial, de que aquel Habán era Capitán de la Guardia Nacional, con válidos títulos. Aquel retiro se llamaba el Vallado. Con unos pocos más de días que pasasen, la gente del Sucruiú era capaz de deshacer hasta el predio de la casa, por sus columnas y vigas. Por no decir que de ganado, gallinas y puercos, y perros y lo demás, ni señal se divisaba. Sobraban sólo los pajaritos, sueltos, como es igual en todas partes, que piaron unos momentos, al acabar de la tardecita, alegres así en lo empobrecido.
Va y, dentro de allá, en un cuarto, muy rincón, estaba, en lo oscuro que ya estaba, un oratorio en un armarito, construido clavado a la pared; que estaba con sus pocas imágenes y un cabo para encender, de vela bendita. En esto no había faltado al respeto de moverlo. Y nosotros, entonces, cada uno después de uno, fuimos al cuarto del oratorio a besar a la santa mayor, que estaba en, con su manto como una muñeca muy perfecta, que era Mi Nuestra Señora Madre de Todos. Comimos, dormimos.
Nos despertamos, bien lo digo. Cada día es un día. Y el tiempo estaba suave. Triste es la vida del yagunzo, dirá usted. Ah, me quedo riéndome. Ah, usted ni no diga nada. «Vida» es una noción que uno completa seguida así, pero sólo por ley de una idea falsa. Cada día es un día. Pues, más, órdenes para ya antes de venir la aurora cumplirlas, desde allí había dado ya Zé Bebelo. Y fue saberse: el Suzarte y el Tipote, y otros, con el Juan Vaquero, rastreaban redoblados, donde alrededor, remidiendo el mundo a ojo y olfato. Todo lo encontraban, todo lo sabían; en poquitas horas, todo lo tradecían. El suelo en unos lugares, guardaba el molde marcado de los cascos de muchísimas reses, pisados en un rumbo solo: un camino seguido. Aquellos rastros se habían acentuado por encima de la última lana de la última lluvia. Y —de cantidad y de cuanto había llovido— leían, en la yerba y en los regueros de las avenidas, y en la altura de la crecida, ya rebajada, los desperdicios, a las orillas del arroyo. Por lo comido pastado por las reses, también, mucho se reconocía. Los pasos de los caballeros y cachorros. Las personas de la casa habían viajado para el lado de oestes. Pero el ganado, escogiendo por sí y sin conducción, pero después de suelto por buena regla, cogió la idea espaciada mas volviendo hacia arriba, donde debía de haber, para lamerlas, salinas de lodazal. Y bastantes otras cosas descifraban ellos así, viendo espiando lo que no se ve gratis por lo general. Capaces de distinguir hasta los usos y costumbres de las criaturas ausentes, decirle a usted si aquel señó Habán era delgado o gordo, sería roñica o de mano abierta, canalla consumado o razonable hombre de bien. Porque, de los cientos de millares de asuntos ciertos que parecen magia de rastreador, sólo con el Tipote y el Suzarte podría usted llenar un libro. Y todavía antes de subir el mediodía, desbastaron dos gordas novillas, carnadas hartas para nuestra refección. Un buen entendedor, en una banda, es de mucha necesidad.
Y aquel lugar, el Vallado, lo acepté —¡ponga usted atención!— para quedarme unos buenos tiempos, allí, todavía me valía. Lo sentí así, mi destino. Durmiendo con un paño mojado encima de los ojos y con la nuca reposada en una hoja de cuchillo, de noche el destino de uno conversa a veces, susurra, explica, hasta pide que no se estorbe lo debido, sino que se ayude. ¿Superstición? ¿Pero no es el corazón medio destino? Permanecer, por lo menos allí, yo quise. Pero Zé Bebelo dudó si quedarnos. Zé Bebelo determinó suscitado que fuésemos más adelante. Estaba concibiendo miedo. Me di cuenta. Estaba.
¡Zé Bebelo empezó a principiar miedo! ¿Por qué? Llega un día, se tiene. Su miedo era de la vejiga, del riesgo de enfermedad y muerte: pareciéndole que la gente del Sucruiú podía haber traído el mal aire, y hasta que el Sucruiú quedaba justo demasiado vecino. Mucho me reí. Pero me reí por dentro, y procedí serio como un árbol del campo. Así mismo la erré; no sabía de aquello. Pero el caudal es uno solo, del mezclado vivir de todos, que mal se gobierna, y las cosas cumplen la norma. Si alguien tiene miedo, por ejemplo, próximo, su miedo quiere luego pasarse a usted; pero si usted; pero si usted aguanta firme no temiendo, de manera ninguna, su valor redobla y tresdobla, que hasta espanta. Pues Zé Bebelo, que siempre se remedió seguro de sí, teniéndolo todo por seguro, ahora flojeaba. Empecé a parpadear en mí.
Por lo que unas cinco leguas anduvimos. De miedo, medio, conforme es seguro, aquel algún señó Habán también se había ido. ¿Necesitábamos? Merecer luego por lo menos una semana de quietud, era lo que era justo; pues ninguno no estaba ya con buena salud. Aquellos hombres del Sucruiú, cercados del otro lado por los catetos, sólo podían encontrar espacio por estos lados ellos sí. Nosotros, por el nuestro. Yo sé que un moverse al azar es siempre fácil; y que con cansancio es como se tapa el desánimo. Pero lo que yo quería, real, era de estar sanado de alguna demora enfermedad, comiendo poco a poco mi caldo con angú y, en la invernada de la lluvia fría resfriada, calentándome cerca del rescoldo de un fogón, y el gallo de la mañana cantando en algún terrado. ¿Había que ir? Iríamos. Y aquello era insípido. Bajamos la vereda del Puercoespín que no tenía nombre verdadero anterior, y así la llamamos, porque un bicho de aquéllos, por allí cruzó. Llanuras de escasa ladera. Después, una loma, con la espesura. Y por fin fuimos a detenernos en un lugar de algún aposento, pero feo, como tan feo no se ve. Todo es generales…, pensé, para consuelo. Un hombre con el escardillo en la mano y su calabaza en bandolera trataba de rebanar corteza de un árbol del bosque aquél indicó todo lo necesario e hizo mención de donde estábamos. En la Corneja, un retiro abandonado. Y allí, rediciendo el que fue mi primer presentimiento, yo depongo: que era por mí sino el lugar marcado, comienzo de un gran penar por grandes pecados terribles. Allí yo no debía nunca haberme llegado, allí yo no debía haberme quedado. Fue lo que así suavemente me dije yo mismo, al ver el rededor de aquello, y la vejez de la casa. Que como Corneja misma era, pero de las orejudas, de las más mayores, de tristes carcajadas; porque la suindara[67] es tan linda, todo en ella es color que no tiene comparación ninguna, por cima de ricas sedas de blancura. Y aquel situado lugar no desmentía ninguna tristeza. Su vereda demoraba un agüita llorada, demás. Hasta los mismos buritíes estaban presos. ¿Qué es lo que dice el burití? Dice: Yo sé y no sé… Que es lo que el buey dice: Enséñame el que yo lo sepa… Bobería de todos. Guarde usted sólo esto: a media legua de allí, otro arroyo-vereda, parado, su agua sin color por sobre el barro negro. Aquellas veredas eran dos, uno cerca de la otra; y luego después, ensanchadas, formaban un triste charquizal, tan cerrado de matas de plantas, tan podrido como oscuro: breñales que no ofrecían salvación. Tenían un nombre conjunto, que era las Veredas-Muertas. Mire usted bien. En medio de lo espeso, ah, en medio de lo espeso, para dividirse una de allá ir, por una por otra, se veía una encrucijada. ¿Agüero? Yo creo en el temor de ciertos puntos. Hay, donde usted apoya la palma de la mano en tierra y su mano tiembla para atrás o es la tierra la que tiembla bajándose. Uno se arroja un puñado de ella en las espaldas, y calienta: a aquel suelo le gustaría comérselo a usted; y huele a otroras… Una encrucijada, ¡y pues!, vaya usted mirando… Entonces mire y vea: Las Veredas Muertas… Allí tuve yo límite cierto. Los malos días, el castigo de todo el tiempo quedado, en que nos detuvimos en la Corneja, cuento malamente. En cualquier narración de éstas se declara en falso, porque lo extenso de todo lo sufrido se escabulle de la memoria. Y usted no ha estado allá. Usted no ha escuchado, cada anochecer, la lobreguez del canto de la madre-de-la-luna. Usted no puede establecer en su cabeza mi tristeza suerte. Hasta los pájaros, conforme los lugares, van siendo muy diferentes. ¿O son los tiempos, travesía de uno?
Entonces se desatinó el tiempo, de golpe. Y casi todos los compañeros ya habían enfermado.
Le refiero a usted que, de la vejiga brava, no. Sino de otras enfermedades. Fiebres. En algún trecho, por falta de señal, debíamos de haber acampado en lo malárico. Ahora la mayor parte de los compañeros temblaban a plazos, con la intermitente. Medicina que valiese de todo faltaba. Aquello enflaquecía, en lo diario; los hombres perdían la naturaleza. Y un contagio de coriza que también me postró. Peor no estuve; pero yo, de mí, sé. Todos, en denantes, me daban por normal, conforme yo era, y ahora, instantemente, de día en día yo iba demudado. Con una rabia, extendida a todo, flojo nerviosismo. «Es del hígado…», me decían. Dormía poco, con esfuerzos. En aquellas horas de la noche, en que yo me quedaba despierto, mi cabeza estaba llena de ideas. Pensaba, cómo pensaba, como el quem-quem remueve el estiércol de las vacas. Todo lo que se me venía era cuidarme de un planeado. Como en un traslado de un sueño, yo preparaba los distritos de aquello, que, al comienzo, me pareció que era fantasía; pero que, con lo seguido de los días, tomaba cuerpo, e iba apoderándose de mi juicio: ¡aquel proyecto quería ser y acción! Y lo que era todavía no lo digo, más retraso el relatarlo. Cosa clavada. En ella pensaba, ansioso o en blando, como el agua de las orillas del río finge que vuelve para atrás, como la baba del buey cae en tantos siete hilos.
Ah, pero aquello, por terrible que fuese, yo tenía que ponerlo en pie, ¡pero tenía! En tal, ya sabía del modo completo lo que yo tenía que proceder, sistema que había aprendido, las astucias muy serias. ¿Cómo es? A poco a poco, poquitos, preguntando en conversación a unos, escuchando de otros, recordando historias antiguo contadas. La manera que casi sin saber lo que yo estaba haciendo y queriendo. De donde mucho tiempo. Costoso peor no siendo, dentro de lo arrevesado. Sólo lo que requería era una furia de caliente frialdad, dura en los dientes, un ímpetu de gran valor. A lo que era por yanta negrura y cargadura, la más pavorosa responsabilidad posible: un acto que sólo raro pero raro un hombre encuentra el querer ejecutarlo, en todos estos sertones.
Va y, un día, yo quise. Antes, lo que yo venía era retrasando aquello, retrasado. Quise, así, medio a la tantas, hasta deshaciendo de aclarar en lo exacto mis pasos y mis motivos. A lo que, en la languidez, yo tanteaba. ¡Digo!, empecé. Tenía el precepto. Lo que sea: lo primero, no se coma, no se beba, y ya está; se bebe aguardiente… Un trago que era fuego suelto en el gaznate y en los interiores. No quebrantaba el ayuno del demonio. En lo que confié que estaba pronto para ir delante: en lo que eran obras de suelo y oscuridad. Engañó mío. Aguardando, hasta el momento, yo necesitaba no dejar que ni un hilito de idea corriente revolotease en mí. Lo dejé. Entonces fue un instante: Diadorín estaba cerca de mí, vivo como persona, con aquella fuerte dulzura que él denotaba. Diadorín conversó, acepté su compañía. Luego largué mi comienzo de mano, relajé aquellos propósitos. Busqué comida. Comí tanto, zampé, y mi cuerpo lo agradecía. Diadorín, con las pestañas largas, los mozos ojos. Desde entonces, en aquellas otras cosas no quería pensar, y me reí, me regulé, dormí. La vida era muy normal y muy bien que estaba.
Tamaño el engaño. Los tres días pasados, reproduje todo con una calidad de remordimiento, aquellas decisiones. Soñé cosas muy duras. El porque era peor, ahora, que yo cogí sombra vergonzosa, por haber comenzado y no haber tenido firmeza para llevarlo a término. Y la herencia de mis quejas antiguas. Conforme yo pensaba: tantas cosas ya pasadas; y ¿qué es lo que yo era? Un yagunzo raso tirador, aperreado por este sertón. De lo más que yo podía haber sido capaz era de pelear bien, de ser y de hacer; y en lo real yo no lo conseguía. Sólo la continuación del descarrío, picardeo, trenzar el vacío. Pero ¿por qué?, pensaba yo. Ah entonces, siempre me pareció: por, culpa de mi mal acostumbrarme, y por culpa de los demás. Los demás, los compañeros, que vivían al azar, desestribados; y vivían demasiado cerca de uno, desgobernaban la atención a todas horas, la certeza de serse, la seguridad arrojada, y el alto destino posible de uno. ¿De qué servía, si no, el estatuto de yagunzo? Ah, lo era. Por eso, yo sentía gran desprecio de mí y le temía manía a todo el mundo. Apartado. De Zé Bebelo, más que ha nadie.
Zé Bebelo no estaba enfermo. ¿Enfermedades a él? Siendo lo que a uno así no podía permitido; sólo si perdiese del todo el seso. A no ser por aquella zangarriana. Y pues, traía él la mala suerte. Luego lo vi. De ahí procedía nuestra vil perdición, aquel atraso general. Zé Bebelo, para mí, había gastado las ventajas. Zé Bebelo marchitaba muda de color, no existía más en lozanía para los desatinos, nada de lo que hablaba era ya para reproducirse, aquellas bonitas exageraciones y tamaños rasgos. Sólo diciendo que teníamos que esperar allí mismo, hasta que los enfermados sanasen. Así, en imposibilidades. Todo lo que acontecía era la malasuerte. No lo digo por un Zé vital, al que le volvía a dar el ataque, de los de torcer la boca espumeante y el manotear y patalear más de madera los brazos y piernas que de quien eran. Pero una yararaca picó al Gregoriano: era aquélla, a rastras por la yerba y las hojas caídas, no llegaba a cuatro palmos —y con el poder de acabarle— y el Gregoriano murió, en pobres horas. Y más cuento lo que con un Felisberto ocurría. Asaz con apariencias de salud, pero habiendo sido baleado en la cabeza, hacía ya algunos años; una bala de pistola —la bala de cobre, se decía— que estaba enclavada en la vida de sus coyunturas y carnes, en un punto donde herramienta de doctor ninguno no alcanzaba a resolver. Entonces, con el intervalo de los meses, y de repente, sin razón entendible ninguna, la cara de aquel Felisberto se ponía verde, hasta los dientes, de cardenillos, se ponía malo. A lo que los ojos, se le hinchaban, todo enfoscado de verde, una mancha solo, la muy grande. La nariz se le obstruía, hinchada. Tosía. Y un horror era ver, el metal del verdear. Entonces, como flor de juanita-silva son mucho sol, del mediodía a la tarde se volvió azul. ¿Podía curarse aquello? ¿Cuándo qué? La tos de una garganta entisicada. Decía en aquellas horas que estaba sin visión, nada no distinguía. Su mayor felicidad era que no sabía quién le había acertado con aquella bala, no tener que imaginar donde estaría tal persona, ni pensar en ella con constante odio.
Pero en desorden nos comportábamos, entonces, de estar parados allí envejeciendo los días, en la Corneja, como si estuviésemos menos-y-más para aprovechar la carne fresca y seca al sol que campeando se conseguía, las boyadas de aquellos sertones. Siempre Zé Bebelo desistía de parlotear, el dale-que-dale de los proyectos, como quien lo viera. La muela de molino que, no cayendo en ella qué moler, muele asimismo, a sí misma, se muele, muele. ¿Se curaban las enfermedades? Mis dudas. Entonces, quien no cogiera la malaria padecía de otros modos: mal-de-hincharse, opresión-del-pecho, medios-dolores; los hubo hasta agravados de estupor. Adelantemente, me desvalí. Lo que me rascaba, que ni que hubiese probado lomo de capibara en celo. Siendo el hígado, que me dolía; pero no me certifiqué: palpar un lugar de mi cuerpo, por enfermedad, me producía un desaliento peor. Raimundo Lé guisó para mí un té de urumbeba[68].
Era un recurso para aliviar mi achaque, y me era ofrecido con bondad. Aquello mismo fue lo que yo dije a Raimundo Lé, agradecido: «Es un recurso para aliviar mi achaque, y estoy viendo que me es ofrecido con bondad…». Alaripe empezó a alabar la virtud medicinal de las más raíces y hojas. «Hasta éstas, dudosas, deben de poder servir, en dosis, de remedio para alguna precisión, sólo que no se sabe…», dijo, por una mata rosamunda de fray-jorge, deshilachada en tantos palotes, y la pavona por cerca crecida. Allí, en aquel momento, yo comprobé lo usual que era estimar a los compañeros, en reunión. Diadorín —que gracias-a-dios estaba sano del todo— con todos los cuidados estaba preocupado por mí. Y el Sidurino dijo: «Lo que necesitábamos ahora era un vero tiroteo, para ejercicio de no disminuir… A alguna villa sertanera de éstas, y parrandear, después, ganduleando…». A lo que asaz confirmábamos, todos estábamos de acuerdo con el sistema. Aprobé, también. Pero me acabé de pronunciar, desperté en mí un estar de susto, escuché una duda, de arpegio: y lo que me picó fue una serpiente repente. Aquéllos eran en efecto los amigos bondadosos, ayudándose los unos a los otros con sinceridad en los obsequios y arriesgadas garantías, hasta no huyendo de sacrificios por socorrerse. Pero, de hecho, por alguna orden política de disparar contra el desamparo de un poblado, de otra gente, gente como nosotros, con madrinas y madres: a ellos les parecía cuestión natural, que podían ir a cumplir salientemente, por obediencia saludable y regla de desperezarse bien. El horror que sentí, ¿me entiende usted? Yo tenía miedo del hombre humano.
La verdad de aquella mención en un instante hallé y completé: ¡y cuántas otras locuras así habían de estar rigiendo la costumbre de mi vida, y yo no era capaz de acertar con todas, de una vez! Entonces a mí —que no tengo rebozo en declarárselo a usted— me parecía que era sólo yo quien tenía la responsabilidad seria en este mundo; confianza ya nunca más ponía, en nadie. Ah, lo que yo agradecía a Dios era haberme prestado aquellas ventajas, de ser tirador, por eso me respetaban. Pero yo me imaginaba: ¿si fuese que yo hubiera tenido otro sino, siendo sólo un cuitado habitante en un poblado cualquiera, sujeto a las instancias de aquella yagunzada? Viendo entonces, a aquellos que ahorita eran mis compañeros; podían llegar allí, hazañosos, avanzar sobre mí, cometer maldades. ¿Y entonces? Pero siendo aquello así posible, ¡¿cómo era, pues, que ahora podían ser mis amigos?! Releve usted el tanto hablar, pero así fue como pensé, y pensé ligero. Ah, lo que yo quería, tan solo, era haber nacido en ciudades, como usted, ¡para poder ser instruido e inteligente! Y todo lo cuento, como está dicho. No me gusta olvidarme de cosa ninguna. Olvidar, para mí, es casi igual que perder dinero.
Enardecido en lo que pensé, sin querer dije alto: «Sólo el demonio…». Y: «¿Uéh?», uno de ellos, espantado, me indagó. Entonces, porfié e insistí: «Sólo el Que-No-Habla, el Que-No-Ríe, el Muy-Serio: ¡el can extremo!». Lo encontraron divertido. Alguno hizo el por-la-señal. Yo también. Pero Diadorín que cuando agarraba no soltaba, habló: «El enemigo es el Hermógenes».
Dijo, me miró. Sería, fuese, para agradar a mi espíritu. Modo dulcemente, lo que yo no pensé, lo que yo reproduje, firme.
—¡Que sí, de verdad! El enemigo es el Hermógenes…
Vigilé a Diadorín; levantó él la cara. Vi cuánto pueden los ojos. Diadorín tenía una luz. Repongo: entre tanto ya era nochecita, oscureciendo; aquella oscuridad quería despachar a los otros. Lo que Diadorín relumbraba me acuerdo y he de acomodarme, mientras Dios dure. Pero, entre nosotros dos, sin nadie saberlo, ni nosotros mismos exactamente, lo que acabábamos de hacer, entestado en los profundos, definitivamente para la muerte, era el juicio del Hermógenes.
Hermógenes Sarañó Rodríguez Felipez, como él se llamaba; hoy, en este sertón, todo el mundo lo sabe, hasta en escritos en el periódico ha salido ya su nombre. Pero quien me instruyó de esto, en la ocasión, fue el Alacrán, aquel que a costa de riesgos consiguió en los Tucanes trasegarse para en medio de nosotros, conforme he relatado. A él di en preguntarle, al mal respecto, muchas cosas. Asaz contento, él me respondía. ¿Que si era verdad lo que se contaba? Pues lo era —me confirmó el Alacrán— el Hermógenes era positivo pactario. Desde siempre se había sabido de aquello. Su tierra, no se tenía noción de cuál era; pero muy dicho que poseía ganados y haciendas, más allá del Alto Cariñaña, y en el Río del Borá, y en el Río de las Hembras, en los Generales de la Bahía. Y, vea, ¿por qué señales se conocía en favor suyo el arte del Cosa-Mala, con tamaña protección? Ah, pues porque no sufría ni se cansaba, nunca perdía ni enfermaba; y, lo que quería, lo conseguía, todo; siendo que, al final de cualquier apuro, siempre sobrevenía para corrección algún viraje en el instinto postrero. ¿Y cuál era la razón de aquel secreto? «Ah, que esas cosas son por un plazo… Firmó el alma en pago. Ahora ¿qué es lo que vale? ¿Qué es lo que uno hace con el alma?…». El Alacrán se reía, sólo por acentuar. Me decía que la naturaleza del Hermógenes se demudaba, no favoreciendo que tuviese él pena de nadie, ni respetase honestidad en este mundo. «Pa matar, ha sido siempre muy puntual… Se dice. Lo que sucede porque el Cuyo rebautizó su cabeza con determinada sangre: que fue la de un hombre sano y justo, sangrado sin razón…». Pero el valimiento que él encontraba era enormemente disparatado, pavoroso más fuerte que la oración-brava, mucho más propia que el cerramiento-de-cuerpo. Era pactario, acostumbrándose por cima de todos. «Tú, que no concedes ningún valor al alma, tú, Alacrán, ¿serías capaz de cerrar ese pacto?», indagué. «Ah, no, mano, no quiero, allá, navegar por detrás de las cosas… Mi valor es para remedirse contra un hombre alegre como yo, no para andar a media noche por esas encrucijadas, enfrentar al Figura…». Callado, consideré conmigo. Aquel Alacrán sacaba la sensatez de la insensatez. Otras informaciones dio. ¿No es usted como yo? Sin creer, creí.
Al palabreo, boberías. El miedo, que todos acababan teniendo del Hermógenes, era el que engendraba aquellas historias, y mucho le afamaba. El hecho producía al hecho. Pero, en la existencia de aquella gente del sertón, ¿no había entonces, por bien decir, un hombre más hombre? Los otros, el resto, aquellas criaturas. Sólo el Hermógenes, renegado, señorazo, intrépido. Malo, pero entero, legítimo, con toda certeza, la maldad pura. Él, de todo había sido capaz, hasta de acabar con Joca Ramiro, a tanta altura. Así discerní, hipócrita, muy estudiantemente. Ni tirria ni arrebato estaba yo previniendo. En todo reconocí: que el Hermógenes era grande destacado de aquel porte, igual al pico de la serranía del Itambé, cuando se ve cuando se viene del lado de la Madre-de-los-hombres: surgido alto en las nubes en los horizontes. Hasta amigo mío podría ser; un hombre, que lo había. Pero Diadorín era quien estaba en lo cierto: el acontecimiento que se necesitaba era acabar con el uno. Diadorín, el Reinaldo, me acordé de él cuando niño, con la ropita nueva y el sombrero nuevo de cuero, guiando a mi ánimo a aventurarse en la travesía del Río del Chico, en la canoa hundidera. Aquel niño, y yo, ¡éramos los que estábamos destinados a dar fin al Hijo del Demonio, al Pactario! Lo que era lo justo, lo que se debía. Lo que yo pensé, dio en ser así.
Pero entre tanto, con las mudanzas y peripecias, en el ahínco de referírselo todo, dichas conforme le digo, ¿no toco el nombre de Otacilia? En ella quería pensar, en aquella ocasión; pero mal que, cada vez me parecía más costoso. Siendo que nublándose la sustancia del recuerdo, la olvidada hermosura. Así como si nuestra conversación de amor, allá en la Santa Catalina, no hubiese consistido más que en una historia ajena, escuchada contar a otra persona. Sé que yo deseaba una añoranza. Para eso recé a todas mis Nuestras Señoras Sertaneras. Pero eché de lado aquellas oraciones, en el agua fina y en el aire de los vientos. Ellas, era como si yo labrase en falso, no me proporcionaban ninguna cortesía. Sólo una vergüenza, de mi extracción y de mi persona: la certeza de que su padre nunca había de conceder el casamiento ni tolerar mi marca de yagunzo, comprometido en la perdición, sin honradez acostumbrada. ¡Las cuantías en pago! Usted lo entiende, lo que cuento así es un resumen; pues, en el estado del vivir, las cosas van enriquecidas con mucha astucia: un día es todo para la esperanza, el siguiente, para el desconsuelo. Pero encontré, entonces, la posibilidad capaz, la razón. La razón mayor era una. ¿No quiere usted, no está usted queriendo saber?
Aquello, que yo todavía no había sido capaz de ejecutar. Aquello, para satisfacer la honra de mi opinión, aunque sólo fuese. «Ah, cualquier día de éstos, a cualquier hora…», era como me aplazaba. Lo de un día, de una noche. De una medianoche. Sólo para confirmar constancia de mi decisión, pues digo, arreglar aquella flaqueza. A lo que, ¿contenía aquello alguna especie? En la verdad real del Renegado, la célebre aparición yo no creía. No. Y, ahora, con esto que he hablado, ¿ya está enterado usted? Aquello, el resto… Aquello, era ir yo a medianoche, a la encrucijada, a esperar al Maligno, ¡a cerrar el trato, a hacer el pacto!
Veo que no se ha reído usted, incluso en teniendo ganas. También las he tenido. Ah, hoy, ah, ¡ojalá las tuviera! Reír antes de tiempo atraganta. Y yo me encaminaba por lo serio. Una precisión encarecía yo: entonces, sopesar mis fuerzas seguidas, como quien salta la anchura de un barranco, como quien saca su faca a relucir.
Y llegó otra mañana, sin asunto, y yo decidí conmigo: Hoy es… Pero aquella vez todavía cambié. Sin motivo para sí, sin motivo para no. Di largas, de veras. No es que, no fue miedo. Ni yo creía que, en el paso de aquello, pudiese ocurrir alguna visión. Lo que yo tenía de por mí: sólo la invención del valor. Alguna coseja para principiar. Lo que alguno hubiese hecho, ¿por qué era por lo que yo no iba a poderlo? Y lo demás, es mentira, nonada. De ir a negociar el Tristón en las tinieblas de encrucijadas, en la muere de las horas, so forma de algún bicho de pelo oscuro, por entre llanitos y estado austeros, y entonces erguido sujeto delante de hombre y representándose, zurdín, bezudo, manquillo, por cima de los pies de carbón, balanceando un sombrero rojo emplumado, pavoroso cuando exigía un documento con sangre viva firmado, y cómo se despedía, después, entre estruendo y fuerte azufre. Yo no creía, ni cuando me estremecía. Le arrenegué.
Con aquello, el tiempo más se paraba. También, hacía más de un mes que estábamos en aquella hacienda de retiro, cuyo la Corneja que era el nombre, por uno de aquellos imposibles de Zé Bebelo, ¿a lo qué más fue lo que aconteció allí? Bien. Pasa un bando de papagayos, usted piensa que traerán a su persona alguna diversión. Pero los papagayos están volando ya lejos, y su rumor, conforme el viento, hacen como si estuviesen retornando. Diadorín, aquél, nunca pasó momento de desilusión. Siempre le quería mucho. Sólo que no hablaba; por aquel tiempo, yo casi no abría la boca para una conversación. Y sucedió que llegaron allí dos hombres, cuando no se esperaba, uno de ellos viéndose que siendo un patrón, y el otro algún vaquero a su servicio. Entonces luego se supo: era el dueño de aquellos lugares, del retiro del Vallado, principalmente, y él, conforme ya he dicho, seó Habán se llamaba. Allí cuando di fe, ya se había apeado; estaba inclinado hacia el suelo, pero asegurando con la mano izquierda la rienda de su caballo. Era un hombre de buena edad, vestido de hilo azul grueso oscuro, y calzando negras botas rodilleras. Cuando levantó la mirada, otra vez, noté que tenía buena catadura. Pero el caballo, éste me entusiasmó: era un animal gateado, grande, con imponencia y todo brío, de cola vasta; y más tarde verá usted lo que era él; caballo de cara alta, de belfo suave, caballo que bien se inclina y que en pozo bebía remojando la testa. Sabía mirar rededor mirando a la gente, con simpatías o con desprecios, y respiraba para dentro de los pechos la mayor cantidad de aire que deseaba, por cuantas narices tan anchas tenía. Bien, después le cuento de él.
El seó Habán estaba conversando con Zé Bebelo. Admiré su noción: que era una calma muy sensata y firme, junto con un menudo comportamiento. Y vigilaba los trazos simples del alrededor, no perdiendo ocasión de reparar en todas las cosas, cómo estaban en qué pie. Miradas de dueño, ya sabe usted. Y así fue como declaró a Zé Bebelo que, en aquella ocasión, estaba desprevenido, no transportaba consigo el dinero razonable. Pero que, si le diésemos el gusto de seguir hasta su verdadera hacienda grande que él poseía, en la vertiente del Resplandor, de allí a unas veinte leguas de distancia, había de proporcionar además un auxilio, en espórtulas. Y él dijo aquello con tan sinceras medidas que me capacité del profundo calor que para él debía tener el dinero. Por ahí, vi que era adelantado y sagaz. Porque: ñandú, en la llanura, es el primero que oye y sacude y corre hasta cuando tiene razón.
Pero, con sus modos guerreros, Zé Bebelo abrió un gesto a la hidalgamente, no dejando al otro estipular:
—¡Ah, eso no, compatriota amigo mío, eh, pero absolutamente! No somos gente de desorden… Y favor, de sobra, ya le debemos nosotros a usted, por la posada en sus tierras y por las cabezas de ganado de su posesión que hemos carneado, por precisión de sustento…
El hombre pronunció de prisa que tenía placer en aquello, que toda su bovada estaba a las órdenes; pero, como siguiendo una regla, preguntó asimismo cuántas cabezas, más o menos, habíamos ya consumido. Así hacía balance, inquiría, y miraba gerente a todo, como si hasta el cielo, y del viento sur, tuviese el hombre que cuidar comercial. Yo pensé: mientras aquel hombre viviese, uno sabía que el mundo no se acababa. ¿Y era él sertanero? Sobre mi sorpresa, que lo era. Sierras que van valiéndose para destapar otras sierras. Hay cosas de todas clases. Viviendo se aprende; pero lo que se aprende, más, es sólo a hacer otras preguntas mayores.
Me quedé advirtiendo. En cómo Zé Bebelo poco a poco conversaba más, con motivo de ir mostrando la valía declarada que tenía, de yagunzo jefe famoso; y entonces, sutil, se reconocía de su parte cierto deseo de agradar al otro. Porque el otro era diferido, compuesto en otra seria calidad de preocupaciones. Y el seó Habán, que escuchaba con respeto, despacito empezaba a hacer preguntas, con la idea en la labranza, en los trabajos perdidos de aquel año, por retroceso de las lluvias temporales y del sol grave, y de las enfermedades sucedidas. Lo que me producía la cual inquietud, que era de ver que conocí que un hacendero-mayor es sujeto definitivo de la tierra pero que el yagunzo no pasa de ser un hombre muy provisional.
Y Zé Bebelo mismo se cansaba de hablar demostrado. Porque el seó Habán, mansurrón y manso, sin gloria ninguna, era un tronco de árbol que no se tuerce, hincado siempre en su propio arreglo. Él sólo entendía de asuntos triviales, pero os cuidaba con una fuerza vagarosa, verdadera de buey de tiro. Y, las más de las veces, ni oía, a pesar de toda la cortesía de respeto, cuando se hablaba de Joca Ramiro, del Hermógenes y del Ricardón, de tiroteos con los reclutas y de la gran toma, por quinientos caballeros, de la hermosa ciudad de San Francisco, que es la que el Río mira con mejor amor. Entonces, así iba siendo que, incluso sin sentir, el propio Zé Bebelo se veía principiando a tener que hablar con él de todas las pestes del ganado, y de las buenas huertas de la vega, de las judías de secano y de los arrozales espigando, sobre los que los pajaritos de Dios habían caído como mala plaga. En efecto, en los intervalos de aquella dividida conversación, no sé lo que Zé Bebelo sentía ni opinaba. Yo, digo, me dije: que un hombre así, el seó Habán, era para quererlo lejos de uno; o pues, si no, que luego se exigiese y se le deportase. De lo contrario no había sincero modo posible porque era de raza tan persistente, en lo diferente de la nuestra, que solamente su estancia, en frente, ya media, comprobada y reprobada.
Pero, vaya usted a saber, sólo por un enfermizo deseo de necesidad de ver bien si aquello era así, lo cierto fue que no sosegué hasta poder presenciarme ante él, cerca con cerca, e inventar conversación. Y no costoso no me resultó, porque pasó allí con nosotros muchas horas, casi todo el día. Me busqué pretexto, haciendo como si menos quisiese, y entré en conversación. El seó Habán me miró con tanta norma desusada, que yo sentí falsedades. Y olvidé las palabras primeras, que había declarado para preparar.
—Seó Capitán Habán… —dije; y en una ojeada reconocí que estaba teniendo que hablar el p'agradar.
Así, lo que diserté fue que yo sabía el título de capitán que él disfrutaba, por haber releído el diploma, en la casa del Vallado, que con robos y hurtos la gente del Sucruiú había devastado. Y le conté que la referida patente la había cogido del suelo por cautela y guardado dentro del oratorio, por detrás de las imágenes de los santos.
Él no concedió interés al hecho, no me dio las gracias; no preguntó nada. Dijo:
—La vejiga del Sucruiú ha terminado ya. Estoy enterado de los que han muerto: han sido dieciocho personas…
Y lo que indagó fue si yo sabía si habían causado muchos estragos en los cañaverales. —Lo que han dejado en pie, y que lobo o guaxinín[69] no habían roído, siempre ha de producir unos carros, para mover la muela… —Ahora conservaba los ojos sin mirar, en un vagar vago, pensaba en aquellos capítulos. Dijo que iba a emplear a los del Sucruiú en la corta de la caña y en la fabricación de rapadura. A lo que la rapadura había de ser para venderla a los del Sucruiú, a los mismos, que después pagaban con trabajos redoblados. De oírle añadir así, con la misma voz, sin calor ninguno, lo que me entró de repente fueron unos nerviosismos. A lo que aquellos del Sucruiú fuesen juntas de bueyes bajo el yugo, criaturas de toda protección apartadas. Pero yo no le cogía rabia a aquel seó Habán, se lo juro a usted, que no era él antipático. Lo que yo sentía era un comienzo de cierto disgusto, que sería meditable. Para hogaño, si Dios quiere, empezó grandes cultivos en el Vallado de aquí… Las judías, maíz, mucho arroz… —repetía él, que lo que se podía entender allí de labores era un asco. Y me observó, con aquellos ojos empañosos; entonces entendí sus ganas: que nosotros, Zé Bebelo, yo, Diadorín y todos los compañeros, que nosotros pudiésemos prestar los brazos para escardar y arar, y coger, como jornaleros suyos. Hasta me asqueé. Los yagunzos intrépidos, arriesgando la vida, que éramos nosotros; y aquel seó Habán miraba como el yacaré en el juncar: ¡nos codiciaba para esclavos! No sé si él sabía lo que quería. Me parece que su idea no arreglaba así el asunto claramente. Pero su naturaleza quería, necesitaba a todos de esclavos. Todavía lo confieso declarado a usted: yo no le tenía rabia a aquel seó Habán. Porque era un hombre que de mí estaba a tan grandes distancias. No se tiene rabia a una boa, porque la boa apriete pero no tiene veneno. Y él cumplía su sino de reducirlo todo a contenido. Si pudiese, hacía economías hasta con el sol, con la lluvia. Estaba picando tabaco en el hueco de la mano, le garantizo a usted que no desperdiciaba ni un átomo de unas felpas. Su alegría era una recontada repetición, una condescendencia: veinte, treinta carros de maíz, ah, las mil fanegas de arroz… Zé Bebelo, que aquellos proyectos oyese, ligero luego era capaz de quedarse lleno de influencia: ¡exclamar que así era así mismo, para transformar aquel sertón entero del interior, con mejoras, para un buen Gobierno, para este oh-Brasil! Mentira, que un seó Habán, aquél no se entusiasmaba. Eran sólo los carros de bueyes acarreando la caña. Y él daba órdenes. Orden que diese había de ser rutinaria y sorda, muy distinta de la del yagunzo. Todas las personas, todos los animales, todas las cosas obedecían. Nos íbamos volviendo cavadores.
¿Nosotros? ¡Nunca! Pero, entonces, antes quería yo ver llegar de una vez a los del Hermógenes, a galopadas y gritos, berreando los rifles a todo fuego, y, ay para oírse, y sangre para quien ver pudiese. ¡Entonces es cuando iban a saber lo que es un labrador! Y, como un desafío, me compuse el correaje con las armas; y pronuncié:
—Sin duda, seó Habán, ¡usted conoce a mi padre, el hacendero Señor Coronel Selorico Mendes, de San Gregorio!
Pensé que no fuese a creerlo. Pero, se lo juro a usted: me miró con muy otros ojos. Aguanté aquel mirar, facilitado. El seó Habán sacudía ensimismado la cabezota, sorprendido pero circunstante. «Doy noticia de él… Doy noticia…», casi se lastimó. No se si él sabía que mi padrino fuese Selorico Mendes, como lo era, mucho más provisto de nombre y abultado de posesiones, conforme hasta por estos sertones de los Generales se contaba. Me regocijé, despacito; pero no me regocijé del todo. Por lo que destapé: que a uno de aquéllos, de la estirpe de aquel seó Habán, le quitasen, tomasen de repente, todo aquello de que era dueño, y había de lloriquear, como criatura sin madre, y andar a tientas, toda la vida, como cieguito buscando en el suelo el cayado, como quien se calienta las manos por cima de un fuego humoso. La misericordia, también, casi la tuve. La naturaleza de uno no cabe en ninguna certidumbre. De ver al hombre, en pie, delante de mí, recrecerse y volver a menguar —todo esto a mi juicio— no sé de qué estimas me olvidaba y de qué otras me acordaba. Y, a poco, con el rebajarse del sol, volvió a montar su caballo gateado, bello, y se fue, de estampida, por el rumbo torcido del Vallado.
Sobre así, entonces corría por medio de nosotros un acuerdo de animación, hecho que le he retrasado a usted: debido a que ni un contador habilidoso acierta a relatar todas las peripecias de una vez. Pues ocurrió que el vaquero tal, que acompañaba al seó Habán, en conversación distraído con alguno o con otro, por acaso mencionó que una banda de unos diez hombres, yagunzos también, por lo dicho y visto, andaban deambulando, como en espera de destino, entre el Hacendón Felicio —que a la vera del camino mayor hacia todo este poniente— y el Puerto viejo de la Remera, en el río Paracatú, donde, día menos, día más, todo el mundo acababa yendo llegando. De prisa hablaron entonces del asunto sabido a Zé Bebelo, que reconoció, por la descripción: «¡Llagas de Cristo! Son ellos, eih, requeteay… Sólo puede que pueda ser el mismo Juan Goañá, con otros unos…». E instantáneo expidió, para allá, dos propios, que cabalgasen ligero como sin pero y volviesen y volviesen trayendo a los comparsas amigos. Esto se oyó con cierta alegría, porque eran novedades aconteciendo.
Menos yo. Aviado estaba yo. La resolución final, que tomé en conciencia. El aquello. ¡Ah, que ahora iba yo! Uno tenía que estar de mi parte: el Padre del Mal, el Tendero, el Manfarro. Quien no existe, el suelto-Yo, el Él… ¿Por qué ahora? ¿Hay alguna ocasión diferente de las otras? Le declaro a usted: la hora llegada. Yo iba. Porque yo sabía que si no era aquella noche, nunca más iba a recibir el coraje de decisión. Sentí aquella intimación. Y hasta también por las ideas pequeñas que ya me iban aburriendo, y por motivo de tantos hechos como iban a suceder, día contra día. Yo pensaba en la llegada de Juan Goañá, y que necesitábamos salir por ahí nuevamente, por tierra y guerra. ¿Pensé en aquel seó Habán, como en un trastorno? Más no sé. Y aquellas cosas se contradecían en mí, en una especie de necesidad. ¡A no apartarme de allí al azar: de las Veredas-Muertas!
Sombra de sombra, fue atardeciendo; lubricaneaba. ¿A lo que yo me sentía intrépido, soberbio? De la mano peluda, me sentía seguro. Hacía mucho tiempo en que yo no excedía en tanto arrojo. Concedo: que nunca, como en aquella hora, y en aquel día. Solamente con la alegría es como uno realiza bien hasta las tristes acciones. Retrocedí de todos. De Zé Bebelo, demás: que él había de desconfiar, decir el que eran desórdenes que una cabeza de hombre no vacila. A Diadorín rehuí. Ah, deja al agüita de las grutas gluglutear solita. Y, en lo singular de mi corazón, dejo dicho: con lo tanto que yo quería a Diadorín, tenía un escrúpulo: quería que permaneciese lejos de toda confusión y peligros. Ha de, aquel recuerdo blando de mi acción, mi Nuestra Señora lo señale todavía en mi favor. ¡Dios me asista!
Adyacente el campo, entonces yo subí de allá, nochecita: hora en que el capibara despierta, sale de su escondite va a pastar. Dios es muy contrariado. Dios dejó que yo fuese, de pie, por mi querer, como fui.
Caminé hacia las Veredas-Muertas. Atravesé el pastizal; después había un trecho del monte bajo. Un camino cavado. Después, venía el cerrado bosque; fui surgiendo. Quienes allí arremovían las estopas eran unos caborés[70]. Yo iba estudiándolo todo. Mi lugar tenía que ser el concruz de los caminos. La noche venía rondando. Ay, friíta. Y escoger donde quedarme. Lo que tenía que ser mejor debajo de un árbol-cardoso, que en la campiña en fuertemente verde y negro y de ramas muy volantes, conforme usted sabe, como ningún otro árbol nombrado. Todavía mejor era la capa-rosa, porque en el suelo, bien debajo de él, es donde el Calvo baila, y por eso queda allí un círculo de tierra limpia, en que no crece ni un hilo de yerba; y que por eso el nombre de capa-rosa-del-judío toma. No lo había. La encrucijada era pobre de aquellas cualidades. Llegué allá, cayó la oscuridad. Talentos de luna escondida. ¿Miedo? La bananera tiembla por todos los lados. Pero yo saqué de dentro de mi temblor las espantosas palabras. Yo era un hombre recién nacido. Yo no quería escuchar mis dientes. Desembuché otras preguntas. ¿Mi opinión no era de hierro? Yo podía cortar una liana y ahorcarme por el pescuezo, colgando muriendo de aquéllas: ¿quién es el quién que me lo impediría? Yo no iba a temer. ¡Lo que yo estaba temiendo era el miedo que él estaba teniendo de mí! ¿Quién es quien era el Demonio, el Siempre-Serio, el Padre de la Mentira? Él no tenía carnes de comida de la tierra, no poseía sangre derramable. Si viniese, viniese, vendría a obedecerme. ¿Trato? Pero trato de iguales con iguales. Primero, yo era quien daba la orden. ¿Y él venía para corromper lo ácimo de mi espíritu? ¿Cómo podía? Yo, era yo —mil veces más— quien estaba allí, queriendo, precisamente para afrontar un lance tan desusado. El de detenerse estos ojos míos en un horror de nada.
Esperar era mi poder; de lo que yo venía en busca. Y no percibía nada. Esto es, que hasta en lo oscuro y las cosas de lo oscuro, todo debía de andar por allá con el estado y el Aspecto. El chirilil de los bichos. Arre, quién copia la risa de la corneja, el gritado. Eriza los cabellos de las carnes.
Y no conocí decaimiento ni cansancio.
Tenía que venir, si existía. En aquel momento, existía. Tenía que venir, demorado o deprisón. Pero ¿bajo qué formas? El suelo de encrucijada es posesión suya, resbaladero de hacer rodar a las bestias por el polvo. De repente, con un cataplún por señal, o momentero con el silencio de las astucias, podía surgir ante mí. ¿Como el Cabrón-Negro? ¿El Murcielagón? ¿El Xú[71]? Y desde un lugar —tan lejos y tan cerca de mí, desde las reformas del infierno— ya debía él de estar vigilándome, el can que me olfatea. ¿Cómo es posible estar, desarmado de sí, entregado a lo que otro quiera hacer, en el desmandarse de tapados agujeros y tomar persona? Todo era para el recelo, para más miedo; ah, ahí es donde está la cosa. Y por eso yo no tenía permiso para no confirmarme, no tenía los descansos del aire. Mi idea no flaqueaba. Ni yo pensaba en otras nociones. Ni quería acordarme de cosas accesorias, e incluso de casi todo cuanto fuese diferente, yo tenía provisionalmente perdido el recuerdo; y de la primera razón, por la cual era por la que yo había comparecido allí. ¿Y qué era lo que yo quería? Ah, me parece que no quería precisamente nada, de tanto como yo quería solamente todo. Una cosa, la cosa, esta cosa: ¡lo que yo quería solamente era seguir siendo!
Y fue así como las horas se pasaron. La medianoche va corriendo…, quise decir. Lo común que el frío me apretaba por bajo. Hasta tosí. «¿Estoy ronquillo?». «Poquillo…», yo mismo conversé solo. Ser fuerte es quedarse quieto, permanecer. Decidí el tiempo, mirando para arriba, para aquel cielo; ni las siete-estrellas, ni las tres-marías: ya se habían hundido; pero el crucero todavía relucía a dos palmos, hasta que descendiendo. A bulto, casi arrimado a mí, un árbol mal vestido; la porquería de las ramas. Y algo que no veía. No viendo extraña cosa que de verse.
A lo que no venía el huracán de un vendaval grande, con Él en un trono, entrevisto, sentado en cátedra bien en el centro. ¡Lo que yo quería ahora! Ah, me parece que lo que era mío, pero que lo desconocido era, dudable. Yo quería ser más que yo. Ah, yo quería, yo podía. Lo necesitaba. «¿Dios o el demonio?», sufrí un viejo pensar. Pero ¿cómo quería, de qué manera, qué? Como el jadeo de mi aire, como todo: que entonces había de parecerme mejor morir de una vez, en el caso de que aquello no fuese para mí constituido. Y en trueque cedía yo las arras, todo lo mío, todo lo más: alma y palma, y desalma… ¡Dios y el Demonio! «¡Acabar con el Hermógenes! ¡Reducir a aquel hombre!…»; y aquello figuré para precisar de afirmar el espíritu en la formalidad de alguna razón. Del Hermógenes, incluso, existido, yo mero me acordaba como si fuese para mí una criaturita blandengue y meona, con sus despropósitos, la hormiguita paseando por delante de uno, entre el pie y lo pisado. Yo chasqueaba la lengua. Se comprimía, por allí, se confundía. Pero Él —el Dado, el Condenado— sí: para enfrentarse conmigo, yo más fuerte que el Él; de donde su pavor: y lamer el suelo y aceptar mis órdenes. Reuní sensatez. ¿Tiene algún odio la serpiente antes de picar? No le sobra un momento. La serpiente dispara blandido, da un bote, pasó. Siendo que ya estaba yo allí, yo quería, yo podía, yo allí me quedaba. Como Él. Nosotros dos, y el giro de la tolvanera: el runrún girando mundo afuera, en el devanar, fonil de final, de aquellos remolinos:… el Diablo en la calle, en medio del remolino… Ah, me reí; él no. Ah, ¡yo, yo, yo! «¡Dios o el demonio para el yagunzo Riobaldo!». A pie firme. ¡Yo esperaba, eh! De dentro del resumen, y del mundo en lo mayor, yo saqué aquel arranque, todo, aquella firmeza me revistió: aliento de aliento de aliento, de la más fuerza, del mayorvalor. El que viene, sacado bajo mando, de setenta y setentas distancias de lo profundo mismo de uno. ¿Cómo fue que pasó aquello? En aquella estación, yo no sabía de mayores ajustes: yo, así espantaba a cualquier pájaro. Zapateé, asustándome entonces de que ni gota de nada sucediese, y la hora en vano pasase. Entonces, ¿no quería existir él? Que existiese. ¡Que viniese! Que llegase para el desenlace de aquel paso. Digo diré, de verdad; yo estaba borracho de mí. Ah, esta vida, en las no-veces, es terrible bonita, horrorosamente, esta vida es grande. Remordí el aire:
—¡Lucifer! ¡Lucifer!… —bramé entonces, vomitando.
No. Nada. Lo que la noche tiene es el voceo de un estar solo: que principia como grillos y chasquiditos, y el sapo-perro, tan desafinado. Y que termina en un quejido burbujeado temblando de pajarito anidador mal despertado de un totalcito sueño.
—¡Lucifer! ¡Satanás!…
Sólo otro silencio. ¿Sabe usted lo que es el silencio? Es uno mismo, demasiado.
—¡Eh, Lucifer! ¡Satanás de mis Infiernos!
La voz se me estropeó, en mí todo eran cuerdas y culebras. Y fue entonces. Fue. Él no existe, y no apareció ni respondió, que es un falso imaginado. Pero yo completé que me había oído. Me oyó, conforme la ciencia de la noche y el transcurrir de los espacios, que media. Como que adquirió todas mis palabras; cerró el trato asunto. A lo que yo recibí de vuelta un aleteo, un gozo de arrebato, de donde unas tranquilidades: de golpe. Me acordé de un río que fuese adentro de la casa de mi padre. Vi las alas. Arqueé el esfuerzo de mi poder, en aquel instante. ¿Entonces podía ser más? Mentira, si quiero saldar: que esto no es hablable. Las cosas así uno no las coge ni abarca. Donde caben es en el brillo de la noche. Brisa de lo sagrado. ¡Absolutas estrellas!
Pues todavía tardé, parado allá, en lo burro del lugar. Pero como si ya estuviese rendido de al-revés, vaciado de mis entrañas. «¡Y la noche no resbala!…». Así me paraba yo, por vil desánimo de arruinarme allí, en efecto; ni prendía a nada mi atención. ¿Las cuántas horas? Y aquel frío, reduciéndome. ¿Por qué la noche tenía que hacer para mí de cuerpo de madre, que no habla, pronto de parir, o cuando lo que habla uno no lo entiende? Me ausenté. Aquello fue un agujero de tiempo.
Mayormente, bien en la bajada, avante blanqueaban aquellos espesores de aire, que relumbran, que cotuscan. De las breñas de las Veredas Muertas. Neblina de la madrugada. Y, por bien decir, por un camino sin expedición salí, fui viniendo. Yo tenía tanto frío, pero hasta así me requemaba una gran sed. Bajé, de retorno, hacia la orilla de los buritíes, donde la sábana de agua. El clarorcito de las estrellas indicaba al raso la lisura de aquello. Allí era el bebedero de venados y onzas. Me incliné, bebí, bebí. Y el agua no estaba de frío general: no palpé en ella la tibieza que debía de, en los casos de estar el tiempo siendo frío real. Mi cuerpo era el que sentía un frío, de sí, frialdad de dentro y de fuera, en el entiesarme. Nunca en mi vida había sentido la soledad de una frialdad así. Como si aquella helada enteriza ya no me abandonase.
Fue orvallando. El yermo del lugar se iba volviendo visible, con el esbozo en el cielo, al mermar la del alba. Quebrando albores. Yo apoyé en la boca el suelo, había derrengado las fuerzas comunes de mi cuerpo. Cerca del agua empeoraba aquel desmadejamiento de frío. Me abracé a un árbol, un pie de brea-blanca. El tapir había roto ramas por allí, y estercolado. «¿Puedo esconderme de mí?…». Amodorrado, me quedé permaneciendo. El no sé cuánto tiempo estuve. Desoí los cantos con que pían los pajaritos en el madrugueo. Yací blando en lo plano, en la hojarasca, como si un murcielagón caiana[72] me hubiese chupado. Sólo me levanté de allí por el hambre. A lo recordable, todavía vi un panal de abeja aratín[73], en lo bajo de un árbol-de-vaca, la miel zumosa escurría como un manantial de agua, por el suelo, en medio de las hojas secas y verdes. Aquello se arruinaba, desperdiciado. Señor, señor, ¡usted no provoque al cielo antes del momento! ¿A lo que digo, no lo digo?
Llegué en medio de los otros cuando el Yacaré estaba terminando de colar café. «Tú tiemblas de frío, ¿has cogido la malaria?», me preguntó alguno. «¡Que os lleve!», arrespondí. Y con el sol saliendo bueno, cogí un cobertor y una red. De modo que al enfín que nada me había acontecido y yo quería aliviarme del recuerdo, ligero, el desatino de aquella noche. Así estaba yo desdormido, separado. Entonces mismo, en el momento, fui reflexionando: que la función del yagunzo no tiene su qué ni pa qué. Asaz vive uno, asaz alguna vez raciocina. Soñar solo, no. El demonio es el de-los-fines, el Austero, el Severo-Mayor. ¡Recuernos!
Sabiendo que, de allí en adelante, jamás nunca no soñé yo más, ni podía; aquel juego fácil de costumbre, que primeramente anticipaba mis días y noches, lo perdí en pago. ¿Era aquello una señal? Porque los plazos principiaban… Y lo que yo hacía era que pensaba sin querer, el pensar de las novedades. Todo relucía ahora con claridad, ocupando mis ideas, y de tantas cosas pasadas diferentes yo inventaba recuerdo, de hechos olvidados en lo muy remoto, en ellos topaba yo otra razón; sin que ni siquiera fuese por mi propia voluntad. Ni yo me libraba de aquello, y pensaba lo cual, asimismo, casi sin tropezar, todo el tiempo.
Al principio, aquello bien que me pareció extravagante. Pero con lo siguiente, fui aceptando aquel régimen, por justo, normal, asina. Y fui viendo que poco a poco entraba dentro de una alegría estricta, contento con el vivir, pero apresuradamente. Diciendo, yo no me animé luego hasta creer derecho en aquella alegría, como si lo trivial de la tristeza pudiese retornar. Ah, no volvió; por entonces, no volvía.
—¿Uéh, tan hablador, Tatarana? Quién te ha visto… —me preguntaron; el Alaripe preguntó. Será que de mí se burlaban.
Yo estaba, en efecto, relatando mediante ciertos floreados unos pasajes de mis tiempos, y después describiendo, por diversión, los beneficios que los notables del Gobierno podían desempeñar, remediando al sertón del descuido. Y, durante este hablar, yo repetía los dichos habituales de Zé Bebelo en tantos discursos. Pero, en lo que yo me esforzaba era en afectar, por imitación de guasa, las mañas de Zé Bebelo. Y ellos, los compañeros, no me entendían. Tanto que fue sólo entenderme y enseguida empezaron a reírse. Entonces, se reían de la miseria mejorada.
—Los maestros, que está bien, amigo… —dijo el Alaripe.
—De veras está bien, mano viejo… —Otro, el Rasga-por-Bajo, completó. No toleré aquello. Aquel bizco Rasga-por-Bajo, el cual echaba a un lado la cabeza, gastando demasiado aire, el que respiraba tres veces fuerte, y arrugando la nariz, mientras sorbía. Desoí e impliqué.
—¿Seguro de que, en esta vida? Pues yo no acostumbro a insultar a nadie de hijo de aquélla o de ésta, por recelo de que hasta sea verdad…
Así les dije. Mientras reían, apreciando el oírme, conté la historia de un rapaz enloquecido despacio, en los Ayais, no lejitos de la Vereda-de-la-Aldea: el cual no quería dormirse por un súbito miedo que le entró de que alguna noche no pudiese saber cómo despertarse otra vez, y en lo entero de su sueño se quedase preso.
Más fantasías de aquéllas me sacudían. Y eché una ojeada de repente, y dije qué era lo que necesitábamos:
—Urgentemente debe mandarse un portador, a lugar de farmacia, a comprar adquirido remedio fuerte, que lo hay, para terminar con la malaria, ¡en definitiva!
Lo dije, y entonces todos aprobaron; y Zé Bebelo concordó con aquello, inmediatamente. Portador fui.
Yo tenía un fastidio de total desmayo. Con Zé Bebelo hablé:
—Jefe, lo que se tiene que obrar: enviar algún comparsa experto, que trate de entrar en la banda de los Judas, para en medio de ellos observar el servicio de lo que pasa, y remitirnos las noticias y dejar rastros en los lugares. O que encuentre la manera de liquidar manualmente al Hermógenes, proporcionando veneno, por ejemplo…
—La locura, Tatarana, es eso que tú estás definiendo… —me contestó Zé Bebelo.
—Locuras son las cosas que no salen bien. ¡Pero sólo son locura cuando se sabe que no se ha acertado! —atajé, corto; porque en aquel momento Zé Bebelo me parecía inferior; y porque que alguien hablase en contra, por encima de mis palabras, me daba rabia.
Zé Bebelo se demoró mirándome. Al fin, el decir:
—Un hombre, para la hazaña semejante, sólo si…
—Lo que el sol busca es la punta de los aceros… —corté, sin medio medir la razón. Al tanto que Zé Bebelo completaba:
—Sólo yo… o tú mismo, Tatarana. Pero nosotros somos becerros muy marcados.
Pero, entonces, entendiéndome bien, cerró así:
—Riobaldo, tú eres un hombre de extravagante valía…
Dicho sincero; lo sentí. A ante delante de mis presencias todos tenían que ser sinceros. Sólo en los ojos de las personas era donde yo buscaba su blando interior: sólo donde los ojos.
El José Vereda fumaba en cachimba, sentado cerca de sus pertrechos. El Balsamón estaba allí al lado. Aquél era un malos-modos, hombre de mucho entrecejo. Últimamente estaban ellos muy amigos porque los dos eran de la misma tierra: generalistas de las campiñas. Una mala voluntad me vino, de decir, y dije: «¿No sois capaces de atender? El torcido, torcido, muerto ha nacido… Mira tú, caso de que uno de vosotros tenga mujer bonita y joven, cuando volváis para casa…». Aquello podía ser razón de desaguisado. ¿Quería yo reñir? Me figuro instruirle a usted: mi costumbre nunca había sido aquélla. Ahora era cuando me exaltaba sólo para enfados e inconveniencias. Y, entonces cuando unos estaban queriendo hacer oración, por ser días de domingo, no estuviese para que no dijese: «La oración es el comienzo de la cuaresma…». Los que se reían, se reían. Fueron dejando de lado aquella embrollada batería. Puesto en la balanza, ¿qué era lo que aquello me suponía? Todo lo palpaba con los pies, en aquello, recuperaba un retraso.
De aquí procedió que Diadorín extrañase aquellos modos míos. A entender me dio, y yo repliqué, con soltura de palabras: ¿cómo es que iba a tolerar consejo o contradicción? Agravé lo blanco en negro. Pero Diadorín perseveró con los ojos tan abiertos sin defensa, que yo mismo un instante estuve en lo encantado de aquello: en un ven-ven de amor. El amor es así: el ratón que sale de un agujerito es una enorme rata, ¡es un tigre león!
Comprobando que yo no sentí vergüenza. No sentir vergüenza como hombre es fácil; dificultoso y bueno sería poder no sentir vergüenza como los bichos animales. Lo que no digo, usted lo verá: ¿cómo es que Diadorín podía ser así en mi vida el mayor secreto? De mañana. Aquel mismo día, había conversado, diciéndome:
—Riobaldo, me gustaría que hubieses podido nacer pariente mío…
Esto era motivo de alegría, motivo de tristeza. ¿El pariente suyo? Querer lo cierto, de lo incierto, la cosa que significaba. El pariente no es lo escogido: es lo demarcado. Pero por cautivo en su destino de suelo, es por lo que el árbol abre tantos brazos. Diadorín pertenecía a un sino diferente. Yo fui, yo había escogido para mi amor el amor de Otacilia. Otacilia: cuando yo pensaba en ella, era igual que si estuviese escribiendo una carta. Diadorín aquél, ¿sabe usted lo bravo que es un frío? Lo es, toda la vida, de lejos a lejos, rodando esas brazas de aguas, de otra parte, de huida, en el sertón. Y una vez él mismo había dicho: «Nosotros dos, Riobaldo, la gente, tú y yo… ¿Por qué la separación es un deber tan grande?…». Aquello, de plomo era. Pero Diadorín pensaba con amor, pero Diadorín sentía odio. Un nombre merodeador: Joca Ramiro; José Octavio Ramiro Bettancourt Marins, el Jefe, ¿su padre? Un mandado de odio. En lo que yo sabía. No vencí las ácidas alusiones, al recordar:
—Aquél, a estas horas, debe de andar allá por entre el Urucuia y el Pardo… El Hermógenes…
Él acenizó la cara. Tembló a gotitas, en el centrito de los ojos. Reví que era el Reinaldo, que guerreaba delicado y terrible en las batallas. Diadorín, semejante matiquín[74], pero diablable siempre así, como yo ahora estaba contento de ver. Como era: el único hombre que nunca guiñaba su valor; y que, por eso, fue el único cuyo todo valor a veces envidié. Aquello era de plomo y hierro.
Y, en por otro impulso, ya estaba necesitando declarar a los compañeros todos los hierros que veníamos pagando, por motivo de lo últimamente, conforme ahora yo, ladino, deducía. Dije, con modos, al propio Zé Bebelo, que esto de mí escuchó:
—… Sin intención de descrédito u ofensa, Jefe, pero dudo de que hiciéramos bien en quedarnos aquí todos, comprando cura de enfermedades. ¿No sería más juicioso ciertamente haber remitido media docena de tíos, de los sanos, que hubiesen ido a buscar la munición a aquel lugar, la Virgen-Madre, y traerla? La munición ya estaría aquí, y nosotros estaríamos más garantizados…
Zé Bebelo con mal amargo, sacudió la cabeza, sacó la barbilla. Desde, deprisita, me explicó la mayor razón, con palabras bajas. Porque él ya sabía de todo: fue entonces cuando me dijo que nuestro extravío había sido el más completo; porque habíamos venido por mala ruta, en vez de a la Virgen-Madre a la Virgen-de-la-Laje. Yo escuché, juzgué. En otras ocasiones, una noticia de aquéllas era capaz de perturbarme. Pero, en aquel viaje, me parecía hasta divertido. Lo figuro explicándole a usted, desde por entonces, todo lo que venía a suceder era gracioso y nuevo, servía para mayores movimientos, con aquellas levedades, yo continuaba la vida.
Cuando, entonces, trajeron reunidos a todos los animales, estaban juntando la caballada. Regía subida mañana, orzado el sol, y ellos rodeaban por lo apacible: tropilla grande, levantando polvo, dando el alborozo de los muchos cascos. ¿Hice un extraño? Concedo confieso lo que pasó: era de mí de quien estaban espantados. Entonces, porque la caballería me vio llegar, y se atropelló. ¿Qué es lo que sabe el caballo? Unos de ellos relinchaban de miedo; el caballo siempre relincha exagerado. Ardida aquella relinchante risa finita, y, como no podían escabullirse lejos, unos sudaban, y ya espumeaban y retemblaban, que con las orejas apuntaban. Así se quedaron, pero marchitando y obedeciendo, cuando, con una rabia tan repentina, yo salté en medio de ellos: «¡Belcebú! ¡Quietos, canalla!», que grité. Me valoraban. Apenas puse la mano en el lomo de uno, adelgazó a ojos vista, encogiéndose y bajando la cabeza, erizaban la crin, conforme terminó el bufido de bufarada.
Noté que los compañeros reparaban la extrañeza de aquello, de los caballos y mis maneras. Sólo que se reían, formados en la costumbre de los yagunzos, que es de esas flojas liviandades. «Belcebú», ¡tales!, como si fuese mi nombre, el De-las-Tinieblas. Y yo me paraba, próximo, en medio de todos, que de vuelta aceptaban mi presencia, aquellos caballos.
—¿Estás de peón amansador domador? —bromeó conmigo el Ragasio. Pero yo me volví, y ya se oía otro tropel: era aquel seó Habán, que llegaba. Iba con tres hombres, atontados: gentecilla trabajosa. Y su animal, el gateado hermoso, ocurrió que vino a pararse ante mí. Fue el seó Habán a saltar apeándose y él se empinó: doblando los corvejones y la cola en el suelo; el cabestro, suelto de la mano del dueño, latigueó alto en el aire. «¡Belcebú!», insulté. Y el caballo, suave, suave, puso las patas para adelante y el cuerpo para atrás, como onza hembra en el celo mayor. Me obedecía. Esto, se lo juro a usted: es hecho de verdad.
El seó Habán estaba allí, se sorprendió su mirada. Se puso encarnado. Pero me parece que un hombre venido sólo al dinero y al lucro, es a veces el que percibe primero la provocación real de las cosas, con la ligereza más sutil. No tartamudeó. Mejor me dijo:
—Si éste le gusta a usted… Si él le gusta a usted… Se lo doy, amigablemente, de buen grado: así como está, joven, es suyo…
¿No lo creí? Le reafirmo a usted: mi corazón no latió dudas. Di las gracias, con mi brío; cogí la punta del cabestro. Ahora, desde aquel momento, era mío el caballo grande, con sus manchas y rayas, ¡ah, cómo pisaba peso en el suelo, y cuánto sitio ocupaba! Hasta paseé un cariño por su cara, y por un lado del pescuezo. Mi animal era, por posesión, y así revestido, conforme estaba, que era con una sillita buena, con estribos de madera. Pero siendo que, apartado el instante, pensé yo: ¿por qué sería por lo que el seó Habán se congratulaba de hacerme presente, de repente, de una prenda de un valor de aquél, yo no era amigo ni pariente suyo, que no me debía obligación, que casi no me conocía? ¿Qué proyectos ingeniaba en su mente, qué pujanza mía adivinaba? A pues, que fuese. ¿Me temía aquel hombre? De la admiración de toda mi gente di fe, mariposeo con que me rodeaban. Seguro que debían sentir envidias. ¡Pues bueno! ¡Y su madre…! La primera cosa que uno, para ser grande en esta vida, tiene que aprender es enfrentar firme las envidias de los demás… ¡Me afirmo y me acostumbro! Sólo por aquel caballo, incluso, fui afirmándome más y más, enfrentaba. No se me rieron.
—Es verdad… Animal de riqueza: hermoso, harto y mantenido…
—Esto es suerte. Merecer y tener…
—Menos mal que ha sido bien empleado…
Sólo eso dijeron. Disimulé mi regocijo. Lo que dijo luego fue la intención de mayores ideas deseadas; según y como enjaezado quería yo a aquél: arreado a la gaucha, con petral con patas de medialuna, y las piezas de los arreos guarnecidas de bello metal.
—Hala, que ya lo he oído. Tatarana, ¿el hombre que va a llamarse es Bercebú? —me preguntó alguno bromeando.
—¡Que no, compadre furris! Para el carro… El nombre que le doy, de ahora en adelante, comprobado, es éste —¡quien quiera aprenderlo, que lo aprenda!— que es: ¡el caballo Siruíz!… —Así fue como respondí sin tiempo para pensarlo. Monté.
Ah, las cosas influyentes de la vida llegan así rastreras, ladronamente. Pues Zé Bebelo estaba apareciendo allí, y yo atiné, ligero, con lo que no había reflexionado. A lo que: ofrecer y recibir un presente de aquéllos, en aquellas condiciones, era tanto como ofender grandemente a Zé Bebelo. Un don de tantos quilates tenía que ser para el Jefe. Lo reconocí, entonces. Pero no me eché para atrás. No me apeé. Es de ver que, conforme en mí, en aquellos entretantos, ya debía de estar mirando a Zé Bebelo con cierto desprecio. Iba a pasar lo que iba a pasar, y a mí no me importó. Un jefe cualquiera de yagunzos había de tener ímpetu para resolver aquello fatal. Entonces esperé. ¿Habría sido una intención de ésas, de encender el desorden en medio de nosotros, la razón del seó Habán? Pensé lo dicho, en un ínterin. Y pensé puntiagudo en mis armas.
Pero Zé Bebelo, acabando de saber lo sucedido, me miró, solamente, ahorrado risueño:
—Tal te queda bien, Profesor, montado en esa alhaja, queremos habemos verte garboso, guerreando las buenas batallas… ¡Enhorabuena!… —Fue lo que dijo, si me da que le gustó poco. ¡Llovió en mi arrozal! Ah, sólo inteligencia, solamente, era lo que era aquel hombre. Me apeé.
Como en un rasgo, por astucias, di el cabestro al Fafafa. Dije: «Desarréalo tú, échale pienso y cepíllalo, ocúpate tú de él…»; y aquello dije porque el Fafafa, al que tanto le gustaban sencillamente los caballos, era el propio para cuidar un animal, aunque de él no siendo. Pero yo había dado una orden. Así me rehíce. Y el seó Habán había traído también buena cantidad de medicina para tomar contra la malaria, de las pastillas más amargosas. Todo el mundo la recibía.
Salí, unos pasos. Estaba dando la espalda a Zé Bebelo. Podía él, en un ímpetu, agredirme de muerte, tirarme por detrás…, reparé. Me detuve en mi caminar, quedé así parado, así mismo. El miedo ninguno: yo estaba libre, glorioso, asegurado; ¿quién iba a consentirse la audacia de tirar sobre mí? Las de ellos habían de ablandarse y recaer, con amortecidos brazos; yo podía darles la espalda a todos. Lo que el Dragón —el demonión— me dije, dije; ¿sería eso solo? Miré para arriba. Cogían las nubes del cielo con manos de azul.
Aquella firme pujanza; así permanecí, otro rato, encendido. Leve yo, leve como para poder correr dando la vuelta al mundo. A usted le cuento, derecho, esto tal como fue, un día tan natural. ¿Es que de cosas tan forzosas podía yo olvidarme? Aquel día era una víspera.
Entretanto, el seó Habán cenó con nosotros. Raimundo Lé repartió a los necesitados las pastillas de medicina. Diadorín mi amigo era. Zé Bebelo me llamó aparte, exponiéndome especializado diversas cosas que pretendía reformar de hacer. Alaripe conversó conmigo. Y de esta postrera conversación quiero contarle a usted. Fue que, empujando yo, deseando yo saber, se habló mucho de esas oraciones de curarle a uno de bala de muerte y de escapularios que cierran el cuerpo. Alaripe, entonces, contó una historia, caso sucedido, hacía tiempos, en el rodeo del sertón. El cual era el siguiente.
Un José Misuso estaba una vez enseñando a un Etelvinito, a cambio de cuarenta mil reis, cómo se lleva a cabo el arte de que un enemigo tenga que errar el tiro que está destinado a uno. De lo que le dio precepto: «… Sólo la sangrefría de la fe es lo que hace falta, pa, en el momentito, enfrentarse al otro, y un grito pensar, solamente: ¡Yerra tú ese tiro, yerra tú, yerra tú, la bala sale viniendo de lado, no me acierta a mí, yerra tú, yerra tú, hijo de puta!…». Así enseñó al Etelvinito, el Misuso. Pero, entonces, el Etelvinito reclamó: «Entonces, pues, si es sólo eso, sólo esito, pues entonces yo lo sabía, por mí mismo, sin enseñármelo nadie: ya lo he dicho, ya lo he ejecutado así, unas muchas veces…». «¿Y lo hiciste igualito, conforme yo lo definí?», indagó el José Misuso, dudando. «Igualito justo. Sólo que al final, el insulto que yo pensaba era: ¡hijo de zorra!» respondió el Etelvinito.
—Ah, pues entonces —cortó la cuestión el José Misuso—… pues entonces hasta con que me pagues sólo unos veinte mil reis…
Todos nos reímos mucho. Siendo la hora de satisfa, las alegrías abundaban. Bromeamos, reímos, uno cantó el sebastián. Despacito, madre, llegaron las vueltas de la noche. Dormí con la cara en la luna.
Desperté. La madrugada con luz de luna, me acuerdo, me desperté con el rumor de caballeros que estaban llegando, a paso portante, y que frenan repentino con áspero estremecimiento los caballos: br'r'r'úuu… Calculé; unos diez. A lo que eran. Me levanté, saltando de mi red, ¿quiénes podían ser aquéllos? Todos los compañeros sobre los rifles, y yo no había oído aviso de centinelas. La madrugada, aquella buena claridad. Luz de luna que sólo el sertón vio. De él salí.
—Ahí está nuestro Juan Goañá, con los criollos… —dijo Diadorín, que tenía armada su red a unos tres pasos de la mía. Así era. Juan Goañá, el Paspe, Drumón, el compadre Ciril, el Bobadela, el Isidoro… Tornar a encontrar a unos compañeros de aquéllos, entonces es cuando se da significado a la vida, ensanchándose acortándose. El Juan Goañá, gordo, fuerte, barbudo. Era la suya una barba muy cerrada, muy negra. Vino de la luz de la luna, llegó bueno. Todo el mundo hablaba, la gente se abrazaba. A poco, se encendía el fuego, para el café, para algún almuerzo. Mientras tanto, Zé Bebelo, formado en pie, lo más arrogante que podía, pedía noticias por interrogación.
Antes, las verdades, aquéllas, las cosas comunes, conforme fue lo que ocurrieron. ¿Más no sé? Ni siquiera había puesto el pensamiento en la cabeza, acabando de despertar de mi sueño. Diadorín era el que estaba alegrito especial: sólo si es que había bebido. Diadorín, de mi amor: pon el piecesito en cera blanca, que yo rastreo la flor de tus pisadas. Me acuerdo de que comprobé las balas de mi revólver. Yo quería el mucho movimiento, horas nuevas. Como no duermen los ríos. El río no quiere ir a ninguna parte, lo que quiere es llegar a ser más grande, más hondo. El Urucuia es un río, el río de las montañas. Embebe el encharcamiento de los pantanales, de lo verde, verde, veredas, marismas, la sombra, la sombra separada de los buritizares, él. Recoge y siembra arenas. ¿Fui cautivo, para ser suelto? Un agujerito de agua mata mi ser, una palmera sola me da mi casa. Casita que yo hice, pequeña —¡mira tú!— para el sereno remojar. El Urucuia, la llanura a su alrededor. Estos árboles: aquellos árboles. Conversación, con los ánades cluecos, en medio de las varas del juncar. Hasta en la hora en que vaya a morirme, sé que el Urucuia siempre está, corre. El que yo fui. Y estos viejos llanos, de él, de los Cueros, de Antonio Pereira, de los Asustados, del Coto, del Renegado. Un hombre es oscuro, en medio de la luz de la luna, astilla de oscuridad. Dentro de mí tengo yo un sueño, y pero fuera de mí veo un sueño; un sueño he tenido. El fin de hambres. Eih, pongo el hacha en todos los árboles. He caminado hacia adelante. Mira tú, he dado un paso más al frente: todo era ahora posible.
No era de propósito, no juzgue usted. Ni no hicieron espantos. No exclamé, no proferí, sólo dije:
—Ah, ahora, ¿quién es quien es aquí el Jefe?
Sólo pregunté. ¿Sé por qué? Sólo por saberlo, y quién sabe si por excesos de aquella mi manía última, de comparecer con las vanilocas tontadas, parlaparlero[75]. De ninguna forma yo quería afrentar a nadie. Hasta pereza tenía yo. La verdad, sin embargo, que uno tenía que ser el Jefe. Zé Bebelo o Juan Goañá. El uno al otro miró.
—Ah, ahora, ¿quién es quien es el Jefe?
¿Tan sólo yo estaba por cima de su sorpresa de ellos? Zé Bebelo: el pensante, soberbio y obstinado. Juan Goañá: duro hombre tan sencillo, llegando por medio de dificultades y distancias, desde el otro lado del río, a buscar la ley de nuestra compañía, como una costumbre necesaria, que sin eso no conseguía el derecho de pertenecer. Con mis ojos, tomé cuenta.
—¿Quién es quien es el Jefe? —repetí.
Me miraron. Saber, no lo sabían, no podían cómo responder: porque ninguno de ellos no lo era. ¿Lo sería aún Zé Bebelo? Éste parpadeó. Y, el Juan Goañá, yo vi a aquel maestro quieto moverse, en caliente y frío, delante de mis vistas, ni no tenía huesos: todo en él fue acortando la medida: gesto, habla, mirar y estar. Ninguno de ellos. Y yo —ah— yo era quien menos lo sabía, porque el Jefe ya lo era yo. ¡El Jefe era yo mismo! Me miraron.
—¿Quién es qu'…?
Y… Y a lo que el personal, todos los compañeros, convocados, cerraban corro. Yo felón. ¿No me entenderían? Sucedió que algunos de los hombres gruñeron. Y fue aquel Rasga-por-Bajo, el principal de entre ellos, aquél, por lo que era, por lo visto, oculto enemigo mío, quien hurgó sus armas… Saña a lo amenazador, lució la faca, en el a-golpe… Mi revólver habló, bala justa, el Rasga-por-Bajo se hartó de suelo, sembrado, ya sin acción y sin alma ninguna dentro. Y entonces su hermano, José Félix: tembló muy lateral; libró el aire de su persona; otro tiro había dado yo también…
—… ¿es el Jefe?…
Acto de todos permanecidos quietos, parados con tanta sencillez de choques. Ah, yo, ¡mi nombre era Tatarana! Y Diadorín ajaguarado, más en pie que cualquier otro, se encampanaba y engallaba, para aumentar el miedo mayor. Vino, mariscal. Se vieron, se sintieron, seguro que acertaron: por la altura de nosotros dos; y porque luego entonces Alaripe, el Acuán, el Fafafa, el Nelson, Sidurino, Compadre Ciril, Pacamán-de-Colmillos —y otros y otros— ya formaban a mi lado. ¡Tengo que mandar!, quería, pensaba. Exigía aquello. Así. Juan Goañá me sonrió. Zé Bebelo sacudió unos hombros.
Entonces, era el momento. Y yo, frontalmente, me enderecé a Zé Bebelo, con él de barba a barba. Zé Bebelo no conocía el miedo. Al entonces, era una sangre o sangres, el etcétera que fuese. Yo no aceptaba mucho parloteo:
—¿Quién es quien es el Jefe? —quise.
Si lo quise, fue con mucha serenidad. Zé Bebelo retrasó. Yo social, apoyado. Conocí que tardaba y pensaba para ver qué hacer más vagarosamente.
«¿Quién es quien?», apreté blando.
Yo sabía del respirar de todos. Si hubiese durado más, yo abandonaba aquello, por cansarme, por estar encontrándolo pesado. Mi voluntad granuja de paliar: Seó Zé Bebelo, viejo, discúlpame…, me callé. Zé Bebelo se encogió un poco, solo. Entonces no tembló, en lo sucinto de los ojos.
—¡Está claro, Riobaldo! Tú el jefe, jefe eres: tú quedas siendo el Jefe… ¡A lo que vale!… —dijo él fuertemente, hasta cambiando festivo, glorificando un fervor. Pero temí que él llorase. Antes, en rostro de hombre y de yagunzo, yo no había visto tanta tristeza.
—Siendo vosotros, compañeros… —hablé para el corro.
Tantos, tantos hombres, los sobres los rifles, y ellos me aceptaban. Así aprobaban. Rejuraban, pues. Aquellos resultados. En lo que estaban con solemnidad, sinceridad. Todo dado en paz. Sólo aquellos dos malditos hermanos, en la punta de la uña. Allí, enterrar a aquellos dos sería faltarme al respeto. Amén. Todo dádome. Usted, mire y vea, usted: la verdad instantánea de un hecho, va a departirla uno y nadie la cree. Les parece que es un falso narrar. Ahora, yo, yo sé cómo es todo: las cosas que suceden es porque ya estaban preparadas, en otro aire, en la raíz de las uñas; y en efecto, todo es gratis cuando sucede, en lo ordinario del momento. Así. De modo que me volví jefe. Así es exacto como fue, se lo juro a usted. Los otros son quienes lo cuentan de otra manera.
Al fin, después de que Juan Goañá me aprobara, reví los aspectos de Zé Bebelo. Concertar con él.
—Usted, ahora… —quise decir.
—No, Riobaldo… —me atajó—, tengo que conducir urubúes[76], desde ahora. No sé ser tercero, ni segundo. Mi fama de yagunzo ha tocado a su fin…
Entonces, se rió, y dijo hasta cortés:
—Pero tú eres el otro hombre, tú vas a cambiar el sertón… Tú eres horrible, más que la víbora Blanca…
El nombre que él me daba era un nombre, rebautismo de este nombre mío. Los todos oyeron, rompieron en risas. Con tanto que luego gritaban, entusiasmados:
—¡El Víbora-Blanca! ¡Eih, el Víbora-Blanca!…
Así era como, en su rudeza, tenían mucha comprensión. Hasta porque ya no ocurriría, que yo jefe, ahora viniesen a decirme todavía Riobaldo solamente, o aquel apellido apodo sobrenombre, que era el de Tatarana. Me pareció, me parecía.
Va, y voy durante un rayo de momento, yo había concebido que fuese necesario quitar la vida a Zé Bebelo, para mayor sosiego de mi regir, en lo futuramente: y ahora estaba yo casi triste, con pena de ver que él se iba. Lo divertido había de ser, sí eso, llevar a Zé Bebelo conmigo, de subteniente, a través de aquel através. Ah, a un hombre como aquél no se le mataba. Un hombre como aquél no se le mataba. Un hombre como aquél, poco obedecía. A él mandé proveer de otro caballo, y un carguero, con víveres, cosas, munición mejor. Desde aquel mismo momento cogió el camino. Hacia el sur. Vi cuando se despidió y cabalgó, con el buen respeto de todos; y me quedé acordándome de aquella vez, de cuando él había seguido solo para Goiás, expulsado, por juicio, de este sertón. Todo estaba siendo repetido. Pero, de la vez esta, el juicio era él, él mismo, quien lo había dado y sentado. Zé Bebelo se iba, consiguientemente. Ahora, el tiempo de todas las locuras era un bicho libre para empezar.
En seguida, parado persistí, para un plazo de aliento. Viendo entonces que mi personal ya me obedecía, práctico hasta antes del momento. Como que corrían y se movían, preparándose para la salida, sacudían en el aire las mantas, ensillaban los caballos. Tantos y tantos, yo sabía el nombre y el defecto mayor de cada uno de aquellos hombres, y tantos sus brazos y tantos sus rifles y corajes. Entonces mandaba yo. Entonces yo era libre, limpio de mis tristes pasados. Entonces disparaba yo. Señal igual que si me diesen aquellas tierras todas de los Generales, pertenecientes. Por muchos peligros, que por delante estuviesen, yo aumentaba los quilates de mi regocijo. A fe, cuando yo mandase una cosa, ah, entonces tenía que cumplirse, de cualquier manera. «¡He resuelto que!», y monté, con la voluntad muy confiada. De allí teníamos que salir luego, según la regla exacta. Caminé. No miré para atrás. ¿Me vieron los otros? Cantaba el trinca-hierro. Una arara chilló de lleno se llevó una bala, casi. Detrás de mí, los criollos dieron vivas. Ellos venían y venían. Yo contaba, complacido, el toctóc de los cascos.
Di un galope. Al Vallado llegamos, conforme íbamos a retornar por así. Al galope, como está dicho. Gente gentecilla, nos rodeó, campesinos de su servicio. Aquel Seó Habán, incluso, muy empavorecido. Paramos parada. Lo que yo necesitaba era unos instantes siempre míos, para afirmar mi uso. Era el primer viaje salida, de nuevo yaguncismo; y las extraordinarias cosas, para que todos admirasen y viesen, yo me veía en precisión de hacer. Y vi una escarpadura de piedra muy lisa; subí allá. Mandé a los hombres que se quedasen abajo, ellos esperaban. Mi influencia de afán, alegría de modos, que no padeciese del estorbo, en el monte, de personas ningunas. Con desprecio, miré: ellos no necesitaban tener nombres; por un querer mío, para vivir y para morir era para lo que valían. Me habían puesto en las manos el juguete del mundo.
Me quedé allí arriba, un rato. Cuando bajé, unas cosas resolvía. A donde se iba; ¿en busca del Hermógenes? Ah, no. Antes, primero, al llano del Urucuia, donde tanto buey muge. A lo que me siguiesen. Ah, pero así, no. Lo que fue lo que pensé pero no dije: Así no…
Y vino ante mi presencia el seó Habán, más anticipado que todos; suave, atareadito, ya me susurraba. ¡Qué hombre, aquél! Quería ofrecerme dinero, con sus medios quería darme facilidades. ¡Ah, no! De mí es de quien tenía el que recibir, tenía que tomar. Agarré el cordón de mi pescuezo, lo rompí, con todas aquellas verónicas. Las medallas, unas de ellas que yo tenía en dende niño. Hice un gesto: las entregué, en su mano. A usted le hubiera gustado ver el aspecto de aquel seó Habán, forzado a aceptar pago de las que no eran monedas en curso del tesoro del rey, sino vulgares prendas de loor a los santos. Estaba lleno de temblores, conforme aquellos hombres que no tienen vergüenza de mostrar el miedo, en desde que puedan pedirle a uno perdón con mucha seriedad. Le digo a usted: ¡me besó la mano! Debía de estar imaginando que yo había perdido el juicio. Asimismo, me agradeció mucho, y guardo con mucho aprecio las medallas en el bolsillo; hasta porque no podía obrar de otra forma. Matar a aquel hombre, de nada servía. ¿Para el comienzo del arreglo de este mundo, de qué servía? Sólo si uno tomase todo lo que era suyo y fuese a largar al cuyo bien lejos de allá en extrañas tierras, adonde fuese blanca-y-negramente desconocido de todos: entonces había de tener que pedir limosnas… Aquello, en aquel momento, pensé. Ah, no. Y ni no servía; hasta mendigo, duro tristón, había todavía de obedecer a sólo juntar, juntar, hasta dar en morir, de migas a migajas…
Las medallas y los escapularios vendería o los avariciaría para los infiernos. Conmigo sólo se quedó todavía el escapulario. Aquel escapulario, mentado, que conservaba pétalos de flor, en un pedazo de paño de altar recosidos, y que consagraba una petición de bendición a mi Nuestra Señora de la Abadía. Que, más tarde, volvía a colgar en un hilo aceitado y retrenzado. Aquél no lo echaba yo fuera, ah, ahora no podía dejarlo; aunque me reprobase, de hora en hora, tantas malas acciones mías, aunque así requemase la piel de mis carnes, que debajo de él todo mi pecho se retorciese como un pedazo roto de mala serpiente.
Y, en un abrir y cerrar de ojos, yo estaba ya pensando: lo que iba a hacer con él, con el seó Habán, por alguna recompensa de merced. Porque de hecho, lo merecía y yo se lo debía. Porque él había visperado en reconocer mi poder, antes que otro cualquiera: hasta un barón de presente había sido el de él, y era, aquel mi hermoso caballo Siruíz, en el cual estaba yo montado.
Entonces, me acordé de una cosa, y aquello era encargo propio para él, cabiendo en su marca de calidad. Me acordé de la piedra; la piedra de valor, tan bonita, que del Arasuaí yo había traído, hacía tanto tiempo. Saqué el atadjito de la bolsa del cinto. Se lo presenté. Hablé yo:
—Seó Habán, escuche usted, cumpla usted: coja este presente, celando con todos los dedos de sus manos… Ya y ya viaje usted, en un buen animal, siga el rumbo de los Buritíes Altos, fuente de vereda, para la Hacienda Santa Catalina…
Y dije más: que era para entregar, de mi parte, a la moza de la casa, que Otacilia se llamaba, la cual era mi siempre novia. Pero no dando siempre razón de nombrar mi persona por los altos títulos, ni citando jefatura de yagunzos… Mas solamente encarecer que yo era Riobaldo, con mis hombres, trayendo gloria y justicia al territorio de los Generales de todos estos grandes ríos que desde el poniente al saliente van, desde que el mundo es mundo y mientras Dios dura.
Ah, no: de Dios no hablé. El seó Habán prestó atención; perturbado, pero juicioso reflexionaba. Lo que él decía, tenía que ser repetido, desmenuzando el asunto con las puntas de los dedos, como monedas. ¿Ser rico es un sinsabor diferente? Que no pudiese prevenir así, me atenazaba. ¿Quién era? En lo que por primera vez reparé: que tenía él las orejas muy grandes, tan grandonas; hasta sin querer, tuve que comprobar con las manos el tamaño medido de las mías. ¿Era mejor llevar a aquel sujeto conmigo, cerca más cerca, para poder vigilarle, por todas partes? Mejor no, lo mejor sería borrar su presencia con definitivas distancias. No voy a comerme tus pechos, tu nariz, tus duros ojos blandos…, pensé. Pero él también poseía alguna especie de jefatura. Volví la cara, anduve tres pasos, dando con Diadorín. «Lo que yo tolero y desentiendo, ese hombre: que es porque de él no se consigue sentir rabia ni tener pena…», hablé. Pero vi un aleteo sombrío en mi amigo, condenado que estaba por la tristeza que no quiere ceder sus lágrimas. ¿Todo por culpa de la piedra de Topacio?, reconocí. Yo no había tenido pena de Diadorín. «Déjalo, hay tiempo, Diadorín, hay tiempo…», pensé, a medias. De la amistad de Diadorín poseía completa certidumbre. Y no me amohiné más. Por la mañana temprano, ¿se para usted a pensar que la noche está llegando? El amor de alguien, a uno, muy fuerte, espanta y repele, como cosa siempre inesperada. Y yo estaba con aquellas impaciencias. Después de que, en Otacilia misma verdaderamente yo casi no me cuidaba de sentir, de tener añoranza. Otacilia estaba siendo una incertidumbre: asunto lejos empezado. Que llegase, lo que fuese, que llegase. El seó Habán, iba llevaba la piedra de topacio, la vida del mundo iba viviendo, el corazón produce tantas mudanzas; mis diezmos pagaba yo. El pájaro que se separa de otro va volando adiós todo el tiempo. Ah, no, ya no —¡río, riablos!— no me amohinaba. No acepté aquella tristeza de Diadorín, ni una miejita recibí. Ingratitud, para el más-tarde.
Pero el seó Habán no quería haber terminado: un negocio que todavía requería alguna puntualización. Di licencia. Él preguntó, cazurreante:…si no me placía enviar por medio de él algún recado también para mí señor padre, Selorico Mendes, dueño del San Gregorio, y de otras buenas y ricas haciendas… Le encontré gracia, afirmé que sí: le dije que fuese, que reprodujese mi salutación… Y entonces fue cuando el seó Habán levantó la cara, tranquilizado hasta mediante sonrisa. De suerte que, para corregir con juicio la tranquilidad de aquello, determiné: «Vaya usted luego, luego, a toda marcha… Y de allá no quiero ninguna respuesta…», mientras me reí, de ver cómo me obedecía expreso, sin necesidad de carácter.
Donde qué, mal me vi libre de él, grité, despachado, a los demás. Dand'órdenes: «Riobaldo por ahí, ¡traedme los hombres!».
«¿Qué's hombres?». Los todos que fuesen y hubiese. «¡Quien tenga instrumento, a tocar! ¡Quien le guste danzar, arre mejor! Pa preparación, traed las mujeres también… Conque las músicas de lá, lá, lá…». Todo tenía que semejar social. A pues, ¿quién era quién ordenaba, si le placía y mandaba? Yo, señor, yo: por mi renombre, el Víbora-Blanca… Ah, no. ¿Fiesta? Yo ya estaba resolviendo lo contrario. Sino reunir aquella porción de hombres y hacerlos a todos guerreros. A con nosotros, a que se viniesen. ¿Valía aquello? Los otros no hablaron, por cierto les pareció o no les pareció. O cuanto más que, ellos, los míos, sólo el moverse por agradarme, solo, era lo que deseaban de sí; y aquella ley mía era divertida. Salieron, esparcidos siendo, a cazar, con buen griterío.
Pero trajeron. Me trajeron, rebañal, todos los posibles. Del Sucruiú, unos poquitos: algunos con las caras secando los brotes de las vejigas, malas marcas, como maíz en la arena; otros, uno u otro de semblante liso fresco, aquellos escapados de no haber tenido la enfermedad. Los que fingían no temerme, les parecía más favorable querer haber venido por mi propio consejo; mal abrían la boca en risas. Mandé que todos probasen un trago de algún aguardiente. Aquella gente testificaba que estaban aguantando todas las pobrezas y desgracias. Habían de venir, allí, a la mansa fuerza. ¿Aquello eran perversidades? Más lejos de mí: que lo que yo pretendía era apartar a aquéllos, a todos, arrancados de sus miserias. Hasta lo hice. Ah, pero mire y vea: la cantidad mayor eran aquellos catetos: los del Podre. Ellos, voces. O usted no puede figurarse qué extraña confusión callada paraban ellos; me parece que, de ser llamados y reunidos estaban espabilando en sí el salir de un pavor. Al después, cuando di un grito, querían alinealinearse, astutos, como si por soldados se reconociesen. ¿Serían ellos tan buenos en lo malo, para guerra servirían, para meterse en formación? Mucho, a todo el mundo le parecía gracioso, querían meterse en juerga. Ah, los catetos iban de refresco. ¡Iban como onzas comedoras! No entendían nada, así aturdidos, con temor oían mi decisión. «¡Hijos de puta!», declaré. Tuve de repente fe en aquellos desgraciados, con sus desvalijadas armas de toda antigüedad, y calabazas a la bandolera, y ollas de pólvora oscura y hedor de humareda cegadora. Adiviné la valía de su maldad; supe que me respetaban, entendían en mí una visión gloriosa. ¿No querían tener codicias? Hombres sucios de sus pieles y trabajos. ¿No luchaban ellos como criminales? «El mundo, hijos míos, está lejos de aquí», definí. ¿Querían venir también?, pregunté. Al guirigay: lo que era un decir interrumpido, conjunto, en el que apenas se entendía nada. Ah, mejor se sabían siendo mudos. Di un grito. Indagué de uno. Hizo un esfuerzo al borde del valor para responderme. Ese aquél era el de sombrero acartuchado, rapaz mozo. Respondió que Sinfronio se llamaba; e indicó a otro, que era el padre. Aquel otro, el padre, era un hombre sin pescuezo. Respondió que se llamaba Asunciano. E indicó a otro. Más adelante no los dejé. Si los dejase, irían de dedo en dedo pasándome para el de aquellas piernas para afuera, que Osirino era, las piernas forradas de barro seco; o para el que se rascaba las espaldas en un tronco de árbol, como un becerro o un puerco. Vislumbreví la timada malicia en sus maneras. Y más el del jumento —en el jumento montado, permaneciendo de perfil, aquel bronceado jumento— que tenía, el hombre, por nombre Teofrasio; y solo no se apeaba del burro por orden mía, que antes le había yo dado. Él me dijo: «Doy loor. En todo, jefe, os obedecemos…», dijo él; y hacia allá se volvió el hocico blanco del jumento. El hombre Teofrasio se limpió la garganta; pero con respeto. «Y así vos complacido, jefe. Pedimos vuestra bendición…». Y yo concedí que el Teofrasio, medio jefecín de ellos, el del burro, que el burro pudiese traer. Entonces, hubo un pero. Que uno, el sin pescuezo, bajito desanimó, con la singracia, observó: «… ¿Quién es quien se va a hacer cargo de nuestras familias, en este mundazo de ausencias? ¿Quién cuida de nuestros cultivitos, de trabajar para el sustento de las personas de obligación?…». Lo que habló, lo había hablado por todos. «… ¿De los labrados? De los plantíos…». Y hasta otro, con las manos puestas como para rezar, lloriqueó: «Doy de comé a mi mujé y tres hijo, debajo de mi choza…», y era un hombre alto, desharrapado, con todos los remiendos en todos los harapos. «¿Cuál es tu gracia, seó?», indagué. Se llamaba Pedro Largo. Pero, entonces, yo ya había pensado. «¡Pues vamos! Las familias siegan y cogen, todo, mientras vosotros estéis en las glorias, por ahí afuera, guerreando para imponer paz completa en este sertón y para cumplir la venganza por la muerte traicionera de Joca Ramiro…», determiné. «Virgen María, vernos nosotros, de Cristo Jesús, yagunceando…», escuché de uno. Entonces, declaré más: «Vamos a salir por el mundo, tomando dinero de los que lo tienen y objetos y las ventanas, de toda valía… Y sólo vamos a sosegar cuando cada uno esté ya harto, y ya haya recibido unas dos o tres mujeres, mozas desenvueltas, pa el renuevo de su cama o su red…». Ah, mira tú, oh y ellos: todos, casi todos, en general, luciendo aprobación. Hasta mis hombres. Hice un gesto, con mi contento. Quería lo que sólo me faltó, que fue que el jumento del hombre rebuznase. Yo iba a transformar los regímenes de aquellos fueros. Convoqué a todos a las armas. «¿Y el Borromeo? ¿Y el Borromeo?», preguntaban aún. ¿Quién era aquel Borromeo? Le mandé venir. Un ciego; era muy amarillo, cretoso, transformado. «Responde tú, viejo Borromeo: ¿qué es lo que tú haces?». «Estoy en mi rincón, acá, señor mío… Me estoy acostumbrando al momento de mi muerte…». Ciego, por ser ciego, tenía derecho a no temblar. «¿Eres tú devoto?». «El peor pecador. El pecador sin nada que hacer, pide lo negro, pide un cura…». Apuntó con el dedo. Levanté los ojos. No vi nada. Es así, al azar, como actúan los ciegos. Aquél era el buen rumbo del Norte. «Ah, señor mío, lo que yo sé es pedir muchas limosnas…». Pues entonces, que viniese también el Borromeo, que viniese. Mandé que montasen al dicho en un caballo manso, que al lado de mi mano derecha debía siempre emparejarse. Algunos se rieron. Y, por lo que rieron, seguro que no lo sabían: que uno de aquéllos, viajando aparcero conmigo, adivina la venida de las calamidades que otros te envían, y va apartando su mal poder; conforme aprendí de los antiguos. Y, por nada, más me acordé, de repentinamente, del niño negrito, que en la casa del Vallado habíamos sorprendido, hurtando en un saco lo que encontraba fácil de cargar. Y tuvieron que campear a aquel niño. Estaba emboscado, todo el tiempo, con la boca en el suelo, en medio del mandiocal. Cuando fue cogido, insultaba, mordía y pateaba. Se llamaba Guirigó; con miradas demasiadas, muy expertas. «¿Guirigó, vienes vestido, o desnudo?». ¿Cómo que no venía? Prepararon un caballo para él solo, que debía emparejarse con el mío, del lado de mi mano izquierda. ¡Ha de ha, mi pueblo! Todos cabalgamos. Caballos que llegasen, bastantes, no había; pero, por delante, animales ajenos toparíamos, para enseñorearnos, a lazo y mano. Los muchos venían a pie, aquellos catetos aún medio vigilados. Ver lo siguiente. Yo quería aquellos campos. Pernoctamos, con marcha de diez leguas, asimismo. Terciando un total de proyectos, con los entusiasmos, en la cumbre de mi cabeza, poder, no pude dormir, ni, con el cansancio que tenía, pegué los ojos en toda la noche. Pero conversé surgidamente con los que paraban, esparcidos, de centinelas, y mandé encender fueguitos de asar mandioca y hogueras de iluminar. Ah, yo iba a llenar los espacios de este mundo adelante.
¿A dónde es adonde el yagunzo iba? Al tuntún, al tuntún. Tenía un deseo de estar en todas partes. Pero contando que primero, más hacia el norte: hacia el llano del Urucuia, donde tanto buey muge. Que yo me acordaba de ver mi río, de beber a su vera una porción de agua… Ah, y aquellos caminos de suelo blanco, que ofrecen más asunto a la luz de las estrellas. Pensé, quise. ¿Y el Hermógenes, los Judas? Bueno, enemigo, dé usted un paso, por un rumbo cualquiera, que frente a usted encuentra al malo… ¿No tenía yo todo el tiempo? Con la zafra encima, yo en mi opulencia. Hasta echado, sentía que estaba caminando, galopando. Cuando la madrugada batió las alas, ya estaba yo abrochándome la espuela. Otra vez, le digo: hay botín nuevo flamante y zapato viejo redomón. El día iba a ser lindo de levedad, por las orillas del cielo. Forramos el estómago; y salimos, deslizándonos con la mañana, con la llovizna del rocío. Lo que yo veía: ¡alturas de matorral y más allá! Todas las cosas pensaba yo, y nada ninguna me ensombrecía. Algún miedo no palpitaba frío por detrás de mis ojos; y, por vía de aquello, yo era el jefe de todos, hasta el silencio singular. Conforme así, llegamos al Pie-de-la-Piedra, hacienda de la Barbaraña. Cerca de siete leguas. Y lo que allí hubo, le cuento.
Al mientrastanto, le encontré gracia: en que el Alaripe, Juan Goañá, Marcelino Pampa, Juan Concliz, y hasta Diadorín, y otros más viejos no necesitasen formar consejo. Las cobas. Mi derecho era contrariar todas las reglas del jefe que antes hubo; para mí; sólo lo único que servía era libremente la ley de la acostumbración. Entonces, que no viniesen a decirme que la gente estaba sólo con tres días de harina y carne seca. Tontería. Todo buey, mientras está vivo, pasta. Razón y ración, todos los días admiten renovación. Que no faltase el valor; para engullir, la pulpa del burití y carnes de res brava. A las leguas, yo yendo, y siguiéndome ellos. «¿Estáis viendo tú el tamaño del mundo, Guirigó? ¿Cuál es la que te parece la mayor lindeza?». Así pregunté, a aquel sací chico de dos piernas, que negro reluciente aparte de los crecidos ojos blancos, remidiéndome, del lado de mi mano siniestra siempre iba, encaramado en su alto caballo. Y él, la cuya sirvengonzonería: «De todas las cosas, bonito mejor es ese cuchillito terciado, de metal, que usted atraviesa a la cintura…». Según había puesto su deseo en mi puñal empuñable de puño de plata, el diablillo. «A pues: en el primer fuego que tengamos, si tú no abres la boca y lloras buá, de miedo, el dicho cuchillo ganas tú, de presente…», le prometí. La falta de provisiones, ¿por eso iba yo a acortar riendas, a trabar el paso? La tontería. La otra receta que trasgredí era la de repartir al personal en pandillas. Cautelas… Que no. Si yo fuese a tener cautela, cogía miedo, tan sólo al comenzar. El valor es materia de otras praxis. Entonces, el creer en los imposibles, solo. «Seó Borromeo, ¿le están gustando estos generales, eh, seó Borromeo?», al ciego, al otro lado mío, pregunté, por disfrute. «Ah, Jefe: siempre está amaneciendo la mañana, y aquí uno lo merece todo: viento que no varea de ser… Pero viento que viene de los amables…», me respondió él. «Lo que no veo, no lo debo; no lo consumo», continuó respondiendo. Le gustaba conversar, pero también se preparaba. Iba agitándose encima de la silla del animal, con otra quietud diferente. ¿Podía dar consejo? «¿El arte del yagunzo, Jefe? Esto es oficio bonito, para el vivo». El refrán de éstos, sólo solamente para reír lo aceptaba yo. Pero, dividir a mi gente, por ahora, yo detestaba el hacerlo. Por motivo de que lo que me gustaba más era contemplar el volumen profundo de su ida, en escuadrón.
De a un lado. Todos ellos pasando, tropeando, todos nosotros, el ruido constante de los cascos. ¡Caballo, caballería! Cortejo que daba sus vueltas, por los yermos, por las vaguadas, por las alturas, la forma de una mezcla de gente montada, una continuación grande, empujando para delante el aplomo de mis hombres, sus sombreros casi todos bien engrasados con sebo de buey y nata de leche, de punta los cañones de los rifles de guerra, en bandolera. ¿Con qué continuación? Solo, lo que yo esperaba, era la parada para yantar; paseo hacia la estrella de la tarde. Pero, de lo que uno hablaba, otro mal oía y se reía; de lo que aquéllos se reían, otros hablaban todavía. Prosapeaban. Me placía. Me placía el rozar del cuero de los arreos, aquel chío de carne asándose. El polvo enrojecía y blanqueaba: polvos que ponían al viento más áspero. Unos hombres en caballos y armas. Quien lo viese, fuga huía, corría: tenían que temer, vigilando con sus ojos escondidos en el bosque que a los lados del camino. Hasta los bichos, desde la espesura, que escuchan el comienzo de todo, desde su lejos y desde su cerca, y luego saben esperar, ocultos en el rareamiento, así no se veían, ningunos, no se encontraban; los pájaros habían revoloteado ya. Ah, no, bien que había nacido yo para yagunzo. Aquello —para mí— que ocurrió: y todavía hoy es fuerte, como de un futuro mío. Yo me siento gallardo. En aquello, yo había amanecido. ¿Comí carne de onza? Extravagando, yo quería que la gente entrase, de aquella manera, en alguna verdadera gran ciudad.
Sólo a veces, en un repelente de recelo, todavía miré el vacío: con las presencias de Zé Bebelo me ensimismaba. Sé lo que sé. Con un arranque de freno, raciocinado. Pero, largando rienda sin descanso, derribé de los hombros aquella costumbre mía; Zé Bebelo se había acabado. Sólo mis hombres. Escuchaba, miraba, y eran aquéllos: los que muchas tropelías todavía habían de seguro de hacer, y mucha gente mala matar. De diez en dieces, digo, afirmo que me acuerdo de todos. Aquéllos pasan y traspasan mi recuerdo, voy destacando la cuenta. No es por alabarme de retentiva capaz, nombre por nombre, sino para limpiar la continuación de todo lo más que voy a narrar a usted, en esta mi conversación nuestra de relato. ¿Me entiende usted? La mismedad de los criollos yagunzos —al contemplar la caballada— al paso, los animales dando los cuartos, comunes así, que no levantan penachos, que no sacan harturas de la escasez. Los hijos nacidos de distritos de lugares diferentes, pero ahora debajo de mi estima completa, deber de corazón enérgico. Hasta los paletos y los catetos copiaban el comportamiento, unos montados, otros restantes apresurados a pie, e iban adquiriendo lo exacto. Hasta el cateto Teofrasio, en su asno, que, como servicial jumento, cumplía bien su ir, desde que tenía la compañía de otros animales. Y el Guirigó y el Borromeo, yo entremedias de los dos, al alcance de cualquier mano mía. Siempre, igual que siempre. Pero uno, era Diadorín: montado a la bahiana, a la jineta, con estribos cortos y rienda muy ponderada brindando bien, en su argel trabajo, a corcovetas: caballo bullidor, caballo de ojos negros conforme como la noche. Diadorín, que era el Niño, que era el Reinaldo. Y yo. ¿Yo? En los estribos de hierro, bocado de hierro, silla fuerte y silla maestra, ¡y el par de cartucheras! Asaz, entonces, cantaron:
Olereré, Bahiana,
yo iba y ya no me voy…
yo hago
que voy
allá, dentro, oh Bahiana,
y en mitá vuelvo p'atrás…
A lo demás lo oí, soturno sonriente.
Ahora entonces, que, de aquella manera, fuimos torciendo, entre las dos llanuras, pista del camino del río; y se llegó a la hacienda cercana, que estaba por allá, la Barbaraña llamada, en un lugar redondo y sencillo, en el Pie-de-la-Piedra. Lo que ya le dije a usted, respectante. Pero añado que el dueño, en lo actual, era un seó Ornelas: Josafá Jumiro Ornelas, por nombre completo.
—Hace unos tres días fue el San Juan, entonces, mañana es el San Pedro… —dijo alguien, de viva voz.
Supieron que aquel seó Ornelas era hombre de buen descendiente, poseedor de sesmería. Antes había privado, con muchos pasados, con motivo de la política y todavía privaba, compadre que era del Coronel Rotilio Manduca en su hacienda Baluarte.
—¿¡A lo que tiene, pero tiene, tiene mucho valor!? —me dije yo.
—Por ahí hablan de sesenta u ochenta muertes contables… —Afianzó el Marcelino Pampa—… y todavía no ha perdido los ánimos…
Llegamos, con proceder seguro, y el cielo, por cima de allí, estaba muy sereno. En la hacienda habían levantado un mástil, en frente del patio; vi movimientos de gente. Las mujeres, en la boca del horno humeando, lidiaban con hacer verdes de mariana y escobilla y cargaban las latas negras de cocer bizcochos. Sólo aquellos hermosos olores de la repostería y del horno caliente barrido, ya reconfortaban mi estómago. En el mástil, que había sido enarbolado para honra de la bandera del santo, até el cabestro de mi caballo.
Pero no desordené ni coaccioné, no caí en ninguna desvergüenza. Yo no tenía gusto de aperrear a nadie. Y el hacendero, señor de allí, de dentro salió, vino a saludar, a convidar para hospedaje, me hizo grandes recibimientos. Aprecié su soberanía, los cabellos blancos, los modos calmosos. Buen hombre, apreciable. Por él, por nobleza, me quité el sombrero y conversé con pausas.
—¿Amigo en paz? Jefe, entre, a su gusto: la casa vieja es suya, vuestra… —pronunció.
Yo dije que sí. Pero, para evitar algún embarazo o desarreglo, más tarde, también hablé: «Le ofrezco todo mi respeto, señor mío. Pero vamos a necesitar unos caballos…». Así luego le dije, en antes de suavizarse las situaciones y estorbar el expediente negocio la buena conversación cordial.
El buen hombre no trampeó. Sin plegarse ni sonreír, me respondió:
—Usted, mi jefe, requiere y merece, y con gusto le cedo… Me parece que tengo cosa de unos cinco o siete, en estado regular.
Y yo entré con él en la casa de la hacienda, pidiendo para ella en voz alta la protección de Jesús. Donde tuvo los usuales agrados, con regalías de comida en la mesa. Siendo que gallina y carnes de puerco, farofas, buenos manjares cenamos, sentados, allá en la sala. Diadorín, yo, Juan Goañá, Marcelino Pampa, Juan Concliz, Alaripe y algunos otros, y el niño negrito Guirigó y el ciego Borromeo, en cuyas presencias encontraban mucha gracia y recreación.
La dueña hacendera era mujer ya en edad fuera de galas; pero tenía tres o cuatro hijas, y otras parientas, casadas o mozas, bien lloviznosas. Aquieté su susto, y ninguna falta de consideración no proporcioné ni consentí, incluso porque mi gusto era estar viendo señoras y doncellas navegar así en medio de nosotros, garantizadas de sus honras y prendas, y con toda cortesía social. Yendo principiando la cena, solamente hablé también de serios asuntos, que eran la política y los negocios de labor y cría. Sólo faltaba allá una buena cerveza y alguien con el periódico en la mano para leer alto y respecto a todo aquello hablar.
El seó Ornelas me intimó a sentarme en posición en la cabecera, como principal. «Aquí es donde se sentaba Medeiro Vaz, cuando pasó…», aquellas palabras. Medeiro Vaz había gobernado en aquellas tierras. ¿Era verdad? Aquel viejo hacendero lo poseía todo. Conforme yagunzo de medio oficio había sido, y amigo hospedador, abastecido en sus propiedades. Por ser de linaje de familia, conseguía las ponderadas maneras, ciudadano, que se representaba; que aquello, aunque yo pelease constante, tarde sería para bien aprenderlo. La verdad. En aquel momento, yo, por lo que dijo, asumí incertidumbres. ¿Especie de miedo? Como si el miedo, entonces, fuese un sentido rastrero fino, que otros y otros caminos luego tomaba. Poco a poco, aquellas cosas me quitaban las ganas de comer harto.
—El sertón es bueno. Todo se pierde aquí, todo aquí se encuentra… —El seó Ornelas decía—, el sertón es una confusión en grande demasiado sosiego…
Aquella conversación hasta me agradó. Pero me encogí de hombros. Para aumentar mi ventaja, a veces me hacía cuenta de que no estaba oyendo. O, si no, rompía a hablar de otras diferentes cosas. Y eché los huesecillos de gallina a los perros, que allí a las márgenes esperaban, cerca de la mesa con toda atención. Cada perro alzaba la cabeza, que sacudía, hasta chasqueaba las orejas, y agarraba certero su hueso, bien lo abocaba. Y todos, con la mayor devoción por mí y simpatía, iban pasándome los huesos para que yo regalase a los perros. Así yo mismo me reía, así se reían todos, consentidos. El niño Guirigó comió demás, cabeceaba hundido en su sitio, se despertaba con las risotadas. Aquel niño ya había pedido que un día se mandase a coser para él una ropa, y proveer un sombrero de cuero para el tamaño de su cabeza, que hasta no era pequeña, y unas cartucheras adecuadas. «Tú eres existible, Guirigó… Vas a por los provechos y preceptos…», bromeaba yo. Entonces bromeé: «Si lo dudan, no hay más que ponerle un saco amplio en la mano y una ventana para saltar, para adentro y para afuera: capaz es de vaciar los rellenos y utensilios, todos, de una casa grande de hacienda, como ésta, que salva sea…». Y bien ya le estaba tomando afecto a aquel diablín. Pues con el Guirigó las señoras y mozas conversaban y pilleaban, como si sólo con él, por criaturita, perdiesen el embarazo de hablar. Pero el seó Ornelas permanecía sensato, me parece que afectaba de propósito no reparar en el niño. Por todo lo cual, parecía como si reprobase mi decisión de llevar a la mesa semejantes compañías. El niño y el ciego Borromeo, aquellos ojos preguntados. «Las cosechas…», supracitaba el seó Ornelas. Hombre sistemático, taciturno. Lo moderativo de ser, la apretada enseñanza en el adoctrinar a los perros, todo lo hacía con un estilo viejoso, de otras más apartadas tierras, no sé si sé. Y casi no comía. Solo, una que otra vez, se echaba a la boca un puñado seco de harina.
—Ojalá usted vaya, usted venga… El sertón lo necesita… Es decir, un hombre fuerte, ambulante, ¡si lo necesita! Vuelva usted, conforme cuando quiera, a esta casa Dios le traiga…
Disimulé un vejamen, por no conocer la respuesta concerniente, en un caso como aquél, respuesta que me parecía que debía parecer una sola, y la justa, como en lo teatral en circo en pantomima bien llevada. Lo que es igual que casi un callar. En poridad, yo sentía así: como si estuviese cogido en una ignorancia, pero que no era de falta de estudio o de inteligencia, y sí una falta mía de ciertos estados. Lo que son boberías: limpié la garganta, cambié de cara. «Mi amigo Medeiro Vaz, en otra ocasión, trabó combates, en el Cuenta-Buey, de aquí a unas dos leguas… Contra los de un Tolomeo Guillermo. El difunto amigo Medeiro Vaz, que en gloria esté… Adelante mandaba en frente, para el ejemplo… Enterramos los mejores muertos…», describía el hombre. «¡Lo sé!», dije, sin intentar decir nada. A ver: ¿y qué es lo que le parecía yo a aquel sordo viejo? Ah, exhibía los cabellos blancos, pero le faltaba una barba que atusarse. «Sepa usted, a lo que Medeiro Vaz fue quien me escogió entre todos, ante los ojos de la muerte, me determinó para capitanear y dar gobierno… Tolomeo Guillermo, al que conozco, es uno que debe estar presentemente embarcando cargas, en el puerto de Pirapora… Pero yo soy, de por mí, el Víbora-Blanca, Riobaldo, que Tatarana ya fue. ¿Lo habrá oído usted? ¡Entonces lo más grande tiene que ver este sertón, quién cava más y quién encuentra más!», así dije, un poco enfurecido. «Pues mayor honra es la mía, mi Jefe: que puesto de dueño, en la pobreza de esta mesa, solamente hombres de alta valentía y valía de carácter se han sentado…», glosó sin zozobra de perturbación. Me volví, de espaldas, chasqueando para los perros. Así había de sentir él el peligro de mi disgusto; había de recelar, de mí, aquello, como dice el otro: ¡cuando el burro vuelve la grupa…!
Entonces, en el ojear del instante, percibí los ojos de Diadorín, que me juntaban con una de las mocitas de allá, de las que estaban sirviendo, la más vistosa de todas. La mocita aquella de saya negra y blusita blanca, un pañuelo rojo a la cabeza, que para mí es la forma más apropiada de trajearse una mujer. Estaba parada, de pie, en medio de las otras, casi apoyada en la pared. La mirada de Diadorín era la que me estaba indicando: que a aquella mocita iba a admirar yo. Administrado, llamé: «La señora jovencita, lléguese aquí más cerca, hágame el obsequio de la bondad…». Y ella enrojeció las faces; pero vino; reparé que tenía las manos perfeccionadas bonitas, manos para tejer mi red. Le pregunté su gracia.
«Es mi nieta…», fue el seó Ornelas quien lo dijo. Y mal oí el nombre con que ella me respondió. Asuspirada, sólo que me gustó ver cómo se movía por quedarse quieta, vergonzosa como una cuajada en el plato.
Pero en los tonos del viejo Ornelas, yo había distinguido una divagación de susto, cejador, el leve miedo de temblor. Aquello fue lo que me satisfizo. Aquel hombre, vizconde y marchoso en todo, ah, por el mujeriíto de su casa o encubría lo comprado, eh, su familia. Apreciando lo de Diadorín, por igual, cómo mostraba —otros ojos— el desencaje de los celos. Aquí digo: se teme por amor; pero que por amor, también, es por lo que se cría valor.
Se hizo el silencio. Aquello tardó así: como el oso hormiguero saca la lengua, como quien quiere comulgar. La mocita tentándome, con su parar de aguas; su bonitura estuvo en mis carnes. Peligró ella. No peligró: al momento, encontré en mi idea, atrasada, una razón mayor: que es el sutil estatuto del hombre valiente. Aquella hermosura, aquella delicadecita, podían incluso ser así, con toda seguridad, si ella fuese, por ejemplo, hija mía. La mocita, yo de repente quería, me gustaba ofrecerle muy gran protección. Diadorín no se imaginaba aquello. Los ojos de Diadorín no me reprobaban: los ojos de Diadorín me pedían mucho socorro. El señor Ornelas empalidecido. Cierto que, en un rebote de rayo, yo —¡pronto!— el Ornelas estaba caído muy para muerto, con una bala entreojiojo, antes de notar siquiera que yo había pensado arisco en mover las ramas, Diadorín, si es caso se diese, yo le desarmaba; y mis hombres estarían allí, todos de pie, cerrando playa de mar. La niña-mocita, que yo agarraba por los brazos, era una cuantacosa primorosa que patalea… ¡Pero yo no quise! Ah, ha de, cuánto y cuál no quise, le digo a usted: y Dios mismo baja la cabeza que sí: ah, era un hombre condenado diferente, lo era, yo, aquel yagunzo Riobaldo… Donde lo que quisiese fue ofrecerle a ella garantía, para siempre… A lo que debatí en el aire las alturas de la cabeza. Afiancé mis cuernos. Así retenido, me sosegué; y mejor. Como que, después del fuego de hervir, en el aceite en el cuerpo con toda mi sangre, ahora aspiré aquel vapor fresco, fortísimo, de ventajas de bondades.
—Niña, tú has de tener novio correcto, bien presentado y trabajador, cuando sea el momento, conforme tú mereces y yo rindo plaza, que votos hago… No voy a estar por aquí, ese día, para celebrarlo. Pero, a cualquier hora necesitándolo, podéis mandar llamar a mi protección, que está prometida, ¡igual que si yo fuese padrino de bodas!
Alto estuve, detrás de lo que hablé. Ella se asustó, otra vez, sin capacidad ninguna, enrojeciendo todavía más. Y yo también recogí mercedes, de la alegría veraz, en mis ojos, de Diadorín. ¿Será que será, que, por contentar profundamente a Diadorín, yo había hecho aquello resuelto? O, por otra, por aquel propio hombre viejo, seó Ornelas, que en aquel intervalo de instantes diciendo estaba:
—Da las gracias, hija mía, a todas las palabras de este gran Jefe, que es declarado sagrado nuestro amigo, ante todas las vueltas que el mundo dé en dar.
Realmente, entonces me volví para él. Y, entonces, de veras fue atrevido como quise otras conversaciones con él, y aprecié la amistad de aquel hombre de los sertones pretéritos. El cuanto hice de preguntas. Acepté el té de naranjo, con el que siempre me he llevado bien, en una taza grande, con capricho dibujaba. Mi gente a la vez que yo escuchaba.
—¿Tiene usted noción de quién es Zé Bebelo? —indagué, en un momento, para asegurarme.
—¿Zé Bebelo? Puede ser, no digo que… Pero me figuro que ese nombre nunca lo oí, no, señor mío… —Fue lo que él respondió.
A lo que, ¿aquello era un hecho posible? Él no lo sabía. De Zé Bebelo, ni del Ricardón, ni del Hermógenes, no sabía él ni la preposición. Pero, entonces, todo en aquella parte de los Generales era ilusión de haber y no saberse. El mundo, allí tenía que ser recomenzado… «Soy de poca política, me he deshecho de serlo…», exteriorizó. Su propio jefe, no lo citó; como si yo ignorase cuál era. Célebre, aquél, también —y que usted puede haber conocido igualmente, pues era uno de los que viajaba a menudo hasta Río de Janeiro— si bien que famanacido hombre de criollos en armas, en la política del yaguncismo. Aquél, sequito, espigadito, vestido ciudadano, con manitas pequeñas, piececitos, y de aire siempre asustado, constantemente. De él solo, lo que se dice: ¡unas doscientas muertes! ¿Le ha conocido usted? En el barranco del San Francisco —el Coronel Rotilio Manduca— en su hacienda Baluarte. Ahora, paz.
Pero entonces pregunté yo respecto a aquel seó Habán, sólo mayormente por variar de conversación, mudando de propósito. En respuesta así oí:
—Ese uno, viene a ser hasta pariente de mi mujer, y de lejos mi emparentado… Pero desde más de unos diez años cortamos el conocimiento.
Y como yo atajé el asunto, por conveniente en las buenas normas, pues el recuerdo de un enemigo deja a cualquier hombre disgustado, el seó Ornelas nos relató diversos casos. Y el que en la mente guardé, por extravagante aunque en lo sencillo, fue el siguiente, conforme voy a reproducírselo a usted. El cual sucedió en la parte del lado de afuera de la ciudad de Januaria.
Seó Ornelas, en aquella ocasión, tenía amistad con el delegado doctor Hilario, rapaz instruido social, de mucho civismo, pero variado en sabiduría de inventiva, y capaz de una conversación tan sencilla, que era una simpatía tratar con él. «Me enseñó un medio-mil de cosas… Su valor era muy gentil y perezoso… Siempre sólo después del final sucedido era cuando uno reconocía que había sido un hombre en el suceder…».
A lo que, una tarde, el seó Ornelas —según su contar— conversaba en las calles de la ciudad, en corro con el doctor Hilario y otros dos o tres señores, y el soldado ordenanza, que a la misma paisana iba. De repente, fue llegando un hombre, viajero. Un paleto a pie, sin nada señalado, y que lleva un palo largo al hombro: con un saco vacío colgado de la punta del palo. «… Semejaba que aquel hombre debía de estar llegando de la Quemada Grande, o de la Sambaíba. No se veía en él fama de crimen ni deseo de proezas. Siendo que hasta su miserita era trivial por lo bien compuesta…». El seó Ornelas departía poco en las descripciones: «… Entonces, pues, apareció aquel hombrecín, con el saco mal-lleno establecido en la punta del palo, al hombro, y se aproximó a los del corro, suplicó información: ¿El cuál es el que es, aquí, modo que pregunte, por favor, el señor doctor delegado?», se arrancó. Pero, antes que el otro diese respuesta, el doctor Hilario mismo indicó a un Aduarte Antoniano, que estaba allí: el sujeto malo, agarrado a la ganancia y mentado de ser muy traicionero. «El doctor es éste, amigo…», falsificó, para reírse, el doctor Hilario. Arre, eih, y en esto ya el hombre, con insensata rapidez, desembarazó el palo del saco, e hizo descender el dicho sobre la cabeza del Aduarte Antoniano, como si se propusiese mutilarlo o matarlo el alboroto: el hombrecillo luego sojuzgado preso, y el Aduarte Antoniano socorrido, con el chichón y sangre en un roto de la cabeza, pero sin mayor gravedad. Ante lo que, el doctor Hilario, apreciador de los ejemplos, sólo me dijo: Poco se vive y mucho se ve… Repregunté cuál era el mote. Otro puede ser uno; pero uno no puede ser otro, ni conviene…, completó el doctor Hilario. Me parece que éste fue uno de los pasajes más instructivos y divertidos que hasta hoy he presenciado…