Monólogo 1
—Nonada. Los tiros que usted ha oído han sido no de peleas de hombres, Dios nos asista. Apunté a un árbol, en el corral, en el fondo del barranco. Para estar en forma. Todos los días lo hago, me gusta; desde apenas en mi mocedad. Entonces, fueron a llamarme. Por mor de un becerro: un becerro blanco, defectuoso, los ojos de no ser —habrase visto— y con careta de perro. Me lo dijeron; yo no quise verlo. Incluso que, por desperfecto de nación, remangado de hocicos, parecía reírse como persona. Cara de gente, cara de can: decidieron que era el demonio. Gente parva. Lo mataron. Dueño suyo, no sé quién fuese. Vinieron a que les prestase mis armas, se las cedí. No tengo supersticiones. El señor ríe ciertas risotadas… mire: cuando es tiro de verdad, primero la jauría empieza a ladrar, instantáneamente; después, se va entonces a ver si hubo muertos. El señor apechugue, esto es el sertón. Algunos quieren que no lo sea: que situado está el sertón por los campos generales de fuera a dentro, dicen ellos, al final de los rumbos, en las tierras altas, más allá del Urucuia. Tontunas. Entonces, para los de Corinto y del Curvelo ¿esto de aquí no es llamado sertón? ¡Ah, qué más tiene! El sitio sertón se extiende: es donde los pastos no tienen puertas, es donde uno puede tragarse diez, quince leguas, sin topar con casa de morador; es donde el criminal vive su Cristo-Jesús, apartado del palo de autoridad. El Urucuia viene de las montañas oestes. Pero hoy, de todo hay a su vera: hacendones de haciendas, praderíos de prados de buen rendir, las vegas; cultivos que van de bosque en bosque de maderas, bien gordas, que incluso vírgenes los hay por allí. Los campos generales mucho se extienden. Aquellos campos son sin tamaño. En fin, cada uno lo que quiere aprueba, ya lo sabe usted: pan o torta, según te importa… el sertón está en todas partes.
¿Del demonio? No estoy glosado. Pregunte usted a los habitantes. Con falso recelo, se desdicen de su nombre; sólo dicen: el Que-Diga. ¡Voto a tal! No… con quien mucho se evita, se cohabita. Lo que se dice de un tal Aristides —el que vive en el primer palmar a mi derecha mano, llamado el Atajo-de-la-Vaca-Mansa-de-Santa-Rita— todos se lo creen: no puede pasar por tres lugares marcados: porque entonces escucha uno un llantico por detrás, y una vocecita advirtiendo: «¡Ahí voy!… ¡Ahí voy!», que es el capirote, el que-diga… Y un Jisé Simpilicio, del que cualquiera de aquí jura que tiene un capeta en casa, satanasín chiquitín, preso, al que obliga a ayudarle en cuantos negocios emprende: razón por la que el Simpilicio está en camino de acabar en rico. Vaya, que por eso dicen también que a la mula se le pone el pelo de punta, le da bandazos, no permitiéndoselo, cuando el otro quiere montar… Supersticiones. Jisé Simpilicio y Aristides andan engordando, dando oídos o no. Y fíjese usted: ahora mismo, en tiempo de estos días, hay gente que propala que el mismísimo Diablo paró, de paso, en Andrequicé. Un mozo de fuera habría aparecido y allí se alabó de que para venir aquí —lo normal, a caballo, es un día y medio— él era capaz de que con sólo veinte minutos le bastase… ¡porque costeaba el río del Chico por las nacientes! O también, quién sabe —sin ofender— ¿no habrá sido, es un decir, incluso usted mismo quien así se anunció, cuando pasó por allí, por placentera diversión graciosa? ¡Ah, pues, no me recrimine, que sé que no fue! Y no buscaba pelea. Sólo que una pregunta a tiempo, a veces, alumbra razón de paz. Pero entiéndame usted: el mozo, si existe, quiso burlarse. Pues, vaya, que salvar el río por las fuentes sería lo mismo que un adentrarse en las entrañas de este nuevo Estado nuestro, viaje que cuesta unos tres meses… ¿Entonces? ¿Qué-Diga? Tonterías. El fantaseamiento. Y el respeto de darle, así, esos nombres de disfraz, ¡eso sí que es un querer invocarle para que forme forma, con sus presencias!
O quizá no. Yo, personalmente, casi he perdido la creencia en él, a Dios gracias; es lo que le digo a usted, verdad verdadera. Sé que está bien sentado, que anda en los Santos Evangelios. Una vez, hablé con un chico seminarista, muy en lo suyo, embebido en su libro de oraciones y revestido de ornamentos, con una vara de maría-negra en la mano, quien me contó que iba a asistir al cura para sacar al Cuyo del cuerpo vivo de una vieja, en la Cascada-de-los-Bueyes; iba con el vicario de Campo-Redondo… Aquí yo me entiendo. ¿A usted no le ocurre? No creí palabra. Mi compadre Quelemén dice que quienes la arman son los bajos espíritus descarnados, los de tercera, revolviéndose en las peores tinieblas y con ansias de enredarse con los vivos: los parasitan. Mucho me consuela mi compadre Quelemén, Quelemén de Gois. Pero tiene que vivir lejos de aquí, en Jijuján. Vereda del Burití Pardo… Ande, déjeme allá, que —endemoniamiento o con arrimo— ha debido usted conocer a varios, hombres, mujeres. ¿Pues no, sí? Yo, por mí, tantos vi que aprendí. Relincha-Madre, Sangre-de-Otro, el Mucha-Jeta, el Rasga-por-Bajo, Faca-Fría, el Maricabrón, un tal Treciziano, el Cardenillo, el Hermógenes… Puñados de ellos. Si yo pudiese olvidar tantos nombres… ¡No soy domador de caballos! E, incluso, quien a ser yagunzo[4] se mete, ya es de alguna manera nuncio del demonio. ¿No lo será? ¿Lo será?
Al principio, yo hacía y revolvía, y pensar, no pensaba. No administraba el tiempo. Viví sacando lo difícil de lo difícil, el pez vivo del asador: quien está a las duras no fantasea. Pero ahora, con la holganza que se me llega, y sin pequeños desasosiegos, ando rumia que rumia y le he tomado el gusto a especular ideas. El diablo ¿existe y no existe? Doy mi palabra. Abrenuncio. Estas melancolías. Usted puede verlo: existe la cascada ¿y entonces? Pero, una cascada es un barranco de tierra y agua cayendo por él, retumbando; usted consume esa agua, o deshace el barranco, ¿queda algo de la cascada? Vivir es un negocio muy peligroso…
Me explicaré: el diablo campea dentro del hombre, en los repliegues del hombre; o es el hombre arruinado o el hombre hecho al revés. Suelto, por sí mismo, ciudadano, no hay diablo ninguno. ¡Ninguno! Es lo que digo. ¿Está de acuerdo? Dígalo todo, con franqueza: es alta merced que me hace, y pedir puedo, encareciendo. Este caso —por muy extravagante que me vea— es de mi verdadera importancia. Ojalá no lo fuese… pero no me diga que usted, sesudo e instruido, cree en su persona. ¿No? ¡Se lo agradezco! Su alta opinión abona mi valía. Ya lo sabía, la estaba esperando: ahora respiro. Ah, uno, en su vejez, necesita una brisa de descanso. Se lo agradezco. No hay diablo ninguno. Ni espíritu. Nunca los vi. Alguien tendría que verlos y, entonces, sería yo mismo, servidor de usted. Si yo le contase… bien, el diablo organiza su estado negro en las criaturas, en las mujeres, en los hombres. Hasta en los niños, se lo aseguro. ¿Pues no es un dicho el que dice: «niño: trasto del diablo»? Y en los usos, en las plantas, en las aguas, en la tierra, en el viento… basura… El diablo en la calle, en medio del remolino… ¿Eh? ¿Eh? ¡Ah! Figuración mía, por si atrás queda, de ciertos recuerdos. ¡Maldita sea! Sufro pena de no contar. O mejor, fíjese: pues un mismo suelo, y con igual formato de ramas y hojas, ¿no da la mandioca mansa, la común que se come, y la mandioca brava, que mata? Ahora, ¿no nota usted una rareza? La mandioca dulce puede de repente ponerse irritada; no sé los motivos; a veces se dice que es por replantada siempre en el mismo terreno con cambios seguidos, de esquejes; se va haciendo amarga, poco a poco, toma de sí misma su propio veneno. Y ahora, fíjese: la otra, la mandioca brava, también puede a veces volverse mansa a lo tonto, comerse sin mal alguno. ¿Y qué es esto? ¿Ya ha visto usted, por ver, la fealdad de odio fruncido, carantoñero, en la cara de una serpiente cascabel? ¿Observó al puerco gordo cada día más feliz bruto, capaz de, si pudiese, roncar y engullir para su sucia comodidad el mundo todo? ¿Y el gavilán, y el cuervo, algunos de ellos, cuyas facciones ya representan la necesidad de tajar, rasgar y despedazar con el pico, que parece navaja muy afilada por un ruin deseo? Todo. Hay hasta malas razas de piedras, horrorosas, venenosas, que estropean mortal el agua si están yaciendo en fondo de pozo; dentro de ellas duerme el diablo: son el demonio. ¿Se sabe? Y el demonio, que es por ende el significado de un azogue maligno, ¿tiene orden de seguir su camino, tiene licencia para campear? Ea, en todo está mezclado.
Que quien lo gasta, va gastando al diablo dentro de uno muy poco a poco, es el razonable sufrir. Y la alegría de amor: lo dice mi compadre Quelemén. La familia. ¿De veras? Sí y no. A usted le parece y no le parece. Todo es y no es. Casi todos los más graves criminales feroces siempre son muy buenos maridos, buenos hijos, buenos padres, y son buenos amigos de sus amigos. Conozco algunos. Sólo que tienen sus despueses, y vaya por Dios. He visto muchas nubes.
Pero, en verdad, un hijo también ablanda. Mire: uno llamado Alejo, residente a una legua del paso del Podre, donde el río de la Arena, era el hombre de mayores ruindades calmosas que jamás se vio. Me agradó que cerca de su casa tuviese, entre las palmeras, una alberquilla, con peces traíras enormes, más-que-enormes, a lo vivo, que fama ganaron; el Alejo les daba de comer a horas fijas, ellos se acostumbraron a salir de sus escondrijos para manducar, que parecían peces enseñados. Un día, sólo por gracia rústica, mató él a un viejito que por allí pasaba desvalido rogando limosna. No lo dude usted: hay gente, en este aborrecido mundo, que mata tan sólo por ver hacer una mueca… Y pues, después, pruébeme usted el resto: viene el pan y la mano, viene el can, viene el rano. Este Alejo era hombre emparentado, tenía hijos pequeños; ellos eran su amor todo, una exageración. Fíjese bien que no había pasado un año de la muerte del viejito pobre y los niños de Alejo ahí se enfermaron. Infección de sarampión, se dijo, pero complicado; no se curaban. Cuando, entonces, sanaron. Pero sus ojos mucho se abermejaban, con una inflamación de sapiranga a lo rebelde; y subsiguientemente —lo que no sé es si fueron todos de una vez o uno primero y luego otro y otro— se quedaron ciegos. ¡Ciegos, sin remisión, de una brizna de esta luz nuestra! Imagínese usted: toda una escalita —tres niños y una niña— cegados todos. Sin remediable. El Alejo no perdió el juicio, pero cambió: ah, cambió por completo; ahora vive del lado de Dios, sudando para ser bueno y caritativo en todas sus horas de la noche y del día. Hasta parece que es feliz, que antes no lo era. Él mismo dice que fue hombre de suerte porque Dios quiso tener pena de él, cambiar el rumbo de su alma. Eso he oído y me dio coraje. Por causa de los niños. ¿Si era castigo, qué culpa tenían aquellos niños de las hazañas de Alejo?
Mi compadre Quelemén reprobó mis incertidumbres. Que, por cierto, en otra vida mudada, los niños también habían sido lo más malvados, de igual masa y paño que el padre, demonios de la misma caldera. ¿Qué le parece a usted? ¿Y el viejito asesinado? Sé que va usted a discutirme. Pues también que puede, por si tenía en el cuerpo un pecado de crimen que pagar. Si las personas, conforme mi compadre Quelemén es quien lo dice, si las personas vuelven a encarnar renovadas, yo pienso que hasta un enemigo mortal puede venir como hijo del enemigo. Mire vea: si me digo que hay un sujeto, Pedro Pindó, vecino de aquí a más de seis leguas, hombre de bien en todo y por todo, él y su mujer siempre tan buenos, gente de bien. Tienen un hijo de unos diez años llamado Valtei, nombre moderno que es lo que la gente de aquí aprecia ahora, ya lo sabe usted. Pues el talecito, el talecín, desde que algún entendimiento en él alumbró, pronto mostró lo que es: malvado hecho de encargo, acedo incendiario, amante de lo ruin desde el fondo de las especies de su naturaleza. El cual que hace judiadas, bien despacito, a todo bicho o criaturita pequeña que agarra; una vez, encontró a una criolla borracha perdida, durmiendo; cogió un cascote de botella, le cortó en tres sitios la pantorrilla. Cuando ese niño babea de gusto es cuando ve sangrar a una gallina o acuchillar a un puerco. «Me gusta matar…», me dijo en una ocasión, siendo pequeñito. Me dejó asustado, porque pajarito que aletea pronto echa a volar. Pues, fíjese bien: el padre, Pedro Pindó, por mor de corregirle, y la madre, le atizan de firme, dejan al niño sin comer, le atan a los árboles del terrado, desnudo desnudito, hasta en junio frío, le señalan el cuerpo con la maniota y la correa, después le limpian la piel de sangre, con jícaras de salmuera. Uno lo sabe, espía, mucho se disgusta. Al niño, ya le bajaron las carnes, los ojos hundientes, carita de huesos, acalaverada, y se entisicó, todo el tiempo con tos, tosedura que le deja secos los pechos. Anda, que ahora, bien que se ve, Pindó y la mujer se acostumbraron a sacudirle; poquito a poquito han ido encontrando en ello un placer feo de diversión; como regulan las sobas en horas fijas confortables, llaman ya a la gente para que presencien el buen ejemplo. Me parece que ese niño no dura mucho, ya está pelelín, no llega a la cuaresma que viene… Jujuí, ¿y entonces? No siendo la que quiere mi compadre Quelemén, ¿qué explicación daría usted? Aquel niño había sido hombre. Era deudor, en la balanza, de terribles perversidades. Su alma estaba negra como la pez. Bien lo mostraba. Y, ahora, pagaba. Ah, pero sucede que, cuando está llorando y penando, sufre igual que si fuese un niño buenecito… ¡Ave María, de todo he visto en este mundo! Hasta a un caballo he visto con hipo… que es la cosa más difícil que hay.
Bien, pero usted me dirá, debe de: ¿y al principio —para pecados y artes de persona— cómo, por qué se empezaron tantas enmiendas? Ah, ah, ahí tropiezan todos. Mi compadre Quelemén, también. Soy sólo un sertanero, entre tan altas ideas navego mal. Soy muy pobre cuitado. Envidia mucha tengo de gentes conforme usted, con toda lectura y suma doctoración. No es que yo sea analfabeto. Deletreé, año y medio, mediante cartilla, memoria y palmeta palmatoria. Tuve maestro, el Maestro Lucas, en el Curraliño, aprendí gramática, las operaciones, la regla de tres, hasta geografía y estudio patrio. En hojas grandes de papel, tracé con capricho bonitos mapas. Ah, no es por hablar: pero, desde el principio, me hallaban contumaz de sagaz. Y que yo merecía ir a cursar latín, en Aula Regia, que también lo decían. ¡Tiempo nostálgico! Todavía hoy, aprecio un buen libro, disgustado. En la hacienda El Limoncito, de un mi amigo Vito Soziano, están suscritos a ese almanaque grueso, de logogrifos y charadas y otras divididas materias; llega cada año. Sin embargo, doy primacía a la lectura provechosa, vidas de santos, virtudes y ejemplos: misionero experto engatusando a los indios, o San Francisco de Asís, San Antonio, San Gerardo… Me gusta mucho la moral. Raciocinar, exhortar a los demás al buen camino, aconsejar justamente. Mi mujer, que usted lo sabe, cela por mí: mucho reza. Es una bendecible. Mi compadre Quelemén dice siempre que yo puedo aquietar mi temer de conciencia, que estando bien asistido, terribles espíritus buenos me protegen. ¡Vaya! Con mucho gusto… como es de sano efecto, ayudó con mi querer creer. Pero no siempre puedo. Sépalo usted; toda mi vida he pensado por mí, libre, he nacido diferente. Yo soy yo mismo. Distinto de todo el mundo… casi que nada no sé. Pero desconfío de muchas cosas. Si me lo permite usted le digo: para pensar lejos, soy perro sabio; suelte usted frente a mí una idea ligera, que yo la rastreo hasta el fondo de todos los bosques, amén. Miré: lo que debía ser era que se reuniesen los sabios, los políticos, constituciones importantes, para dar carpetazo a la cuestión: proclamar de una vez, resultas de asambleas, que no hay diablo ninguno, no existe, no puede. ¡Valor de ley! Sólo así darían tranquilidad de la buena a la gente. ¿Por qué no se preocupa el Gobierno?
Ah, yo sé que no es posible. No me tenga usted por beocio. Una cosa es poner ideas concertadas, otra es lidiar con un país de personas, de carne y sangre, de mil y tantas miserias… Tanta gente —da susto percatarse— y nadie se sosiega: todos naciendo, creciendo, casándose, queriendo colocación de empleo, comida, salud, riqueza, ser importante, queriendo lluvia y negocios buenos… De suerte que es necesario escoger; o uno se organiza viviendo en la vileza común o cuida sólo de religión solo, yo podría ser padre sacerdote, si no jefe de yagunzos; para otras cosas no fui parido. Pero mi vejez ha empezado ya, me equivoqué de punta a punta. Y el reumatismo… Como aquel que dice: en las últimas. ¡Ay!
¿Eh? ¿Eh? Lo que más pienso, atestiguo y explico: todo el mundo está loco. Usted, yo, nosotros, todas las personas. Por eso es por lo que se necesita principalmente de la religión; para desenloquecerse, desenlocar. El rezo es el que sana de la locura. Por lo general. Él sí que es la salvación del alma… ¡Mucha religión, joven! Yo por mí, no pierdo ocasión de religión. Las aprovecho todas. Bebo agua de todos los ríos… Una sola, para mí es poca, quizá no me baste. Rezo cristiano, católico, me meto en lo cierto; y acepto las preces de mi compadre Quelemén, doctrina suya, de Cardequé. Pero, cuando puedo, voy al Mindubín, donde un Matías es creyente, metodista: la gente se acusa de pecadora, lee alto la Biblia y ora, cantando himnos, bien bellos de ellos. Todo me aquieta, me suspende. Cualquier sombrica me refresca. Pero yo soy muy provisional. Yo querría rezar todo el tiempo. Mucha gente no me aprueba, les parece que la ley de Dios es un privilegio, invariable. ¡Y yo! ¡Leñe! ¡Maldita sea! ¿Quién soy? Lo que hago, lo que quiero, es muy canónico. Y en la cara de todos lo hago, ejecutado. ¿Yo? ¡No me descarrío!
Mire: hay una negra, María Leoncia, que lejos de aquí no vive; sus rezos tienen fama de mucha virtud de poder. Pues a ella pago, todos los meses, por encomienda de rezar por mí un tercio, todos los santos días, y los domingos un rosario. Vale, que sí vale. Mi mujer no ve mal en ello. Y ahora, ya he mandado recado a otra, del Váu-Váu, una Izina Calanga, para que venga aquí; oí que reza también con grandes benemerencias y voy a hacer con ella un trato igual. Quiero un puñado de ésas, defendiéndome en Dios, reunidas alrededor de mí… ¡Por las llagas de Cristo!
Vivir es muy peligroso. Querer el bien con demasiada fuerza, de modo equivocado, puede ya estar siendo quererse el mal, para empezar. ¡Aquellos hombres! Todos tiraban del mundo hacia sí mismos para arreglar lo arreglado. Pero cada uno sólo ve y entiende las cosas a su manera. El destacado, el más superior, más serio, fue Medeiro Vaz. Un hombre a la antigua… El señor Juanito Bem-Bem, el más bravo de todos; nadie pudo nunca descifrar en qué consistía él por dentro. Joca Ramiro —¡gran hombre príncipe!— era político. Zé-Bebelo quiso ser político, pero tuvo y no tuvo suerte: raposa que se atrasó. Só Candelario se endemonió por pensar que estaba con dolencia mala. Titán Pasos era el que estaba por los amigos: sólo veía por ellos, de sus mismas amistades, fue el que tanto se ayagunzó. Antonio Dó: severo bandido. Mas sólo a mitad, por gran mayor mitad que sea. Andalecio, en el fondo, un buen hombre de bien, atolondrado rabioso en toda su justicia. Ricardón lo que de verdad quería era ser rico en paz: para eso guerreaba. Sólo el Hermógenes fue el que nació formado tigre, y asesino. ¿Y el «Víbora-Blanca»? ¡Ah, no me hable! Ah, aquel… desgraciado indócil, que lo fue; que era una pobre criatura del destino…
Está bien, conforme. Usted oía, yo le decía: lo ruin con lo ruin, terminan por romperse los espinos. Dios espera ese desgaste. Joven: Dios es paciencia. Lo contrario, es el Diablo. Se desbasta. Usted aprieta una faca contra otra —y afila— que se rozan. Hasta las piedras del fondo, una da en la otra, se van arredondicando lisas, que el riachuelo rueda. Por ahora, que yo piense, todo cuanto sucede en este mundo es porque se merece y precisa. Mayormente preciso. Dios no se comparece con rifle, no aprieta el reglamento. ¿Para qué? Consiente: bobo con bobo. Un día, alguno estalla y aprende: espabila. Sólo que, a veces, por más auxiliar. Dios echa en medio una pizca de pimienta…
¿Le parece? Pues, por un ejemplo: hace tiempo, fui en tren, allá en Siete-Lagunas, por cuestión de consultar a un médico de nombre, indicándome. Fui vestido bien, y en coche de primera, por mor de las dudas, no les oliese a yagunzo antiguo. Va y acontece que, cerca mismo de mí, enfrente, tomó asiento, volviendo de este bravo Norte, un mozo Jacevedón, delegado profesional. Venía con un valentón de los suyos, un secreta, y yo bien sabía de los dos, de que tanto el uno era ruin como ruin el otro era. La verdad que diga, primero tuve la estricta de desbancarme lejos de allí, cambiar de mi lugar. El juicio me dijo, mejor me quedase. Pues, quedando, miré. Y, se lo digo: nunca vi cara de hombre provista de brutalidad y maldad mayores, que en aquél. Como que era caballo frisón, sonso de achaparrado, relucía un crudo en los ojos pequeños, armado de una quijada de piedra, cejonas; no le salía ni cabeza. No se reía, no se rió una vez; pero, hablando o callado, uno le veía siempre un diente, colmillo puntiagudo de guará. ¡Arre! Y bufaba, un poquitito. Sólo gruñía corto, bajo, las medias palabras encrespadas. Venía reojando, historiando el papeleo, una a una las hojas con retratos y con el negro de los dedos de los yagunzos, ladrones de caballos y criminales de muerte. Aquella aplicación al trabajo en una cosa de ésas encendía en uno la ira. Él secreta, enredeta, bien cerca, sentado al lado, escuchando, encaprichado de ser un can. Me dio un recelo, pero sólo en lo bobo del cuerpo, no en lo interno de los corajes. Una vez, uno de aquellos folios cayó, y yo me agaché de prisa, qué se yo por qué, no quise, no lo pensé —hasta hoy tengo vergüenza de aquello—, cogí el papel del suelo y se lo entregué. Entonces, digo: me dio más rabia por hacer aquello; pero, ay, ya estaba hecho. El hombre ni me miró, ni dijo ningún agradecimiento. Hasta las suelas de sus zapatos —sólo mirando— qué suelas duras gruesas, dobladas de tan enormes, pareciendo hierro bronce. Porque yo lo sabía: aquel Jacevedón, cuando prendía a alguien, la primera pacífica cosa que procedía era que venía entrando, sin tener que decir, fingía prisa e iba y pisaba encima de los pies descalzos de los cuitados. Y en aquellas ocasiones soltaba carcajadas, las soltaba… ¡Pues, mierda! Le entregué la hoja de papel, y me fui saliendo de allí, para remediarme de no destruir a tiros a aquel sujeto. Carnes que mucho pesaban… Y él ombligueaba un principio de barriga barriguda, que me dieron ganas. Con mi blandura, alegre lo mataba. Pero las barbaridades que aquel delegado hizo y aconteció, usted no tiene callos en el corazón para poder escucharme. Consiguió de mucho hombre y mujer que llorasen sangre, por este simple universillo nuestro, aquí. Sertón. Usted lo sabe: el sertón es donde manda quien es fuerte, con las astucias. ¡Dios mismo cuando venga, que venga armado! Y una bala es un pedacito de metal…
Por lo tanto, digo: Jacevedón, uno así, ¿debía de existir, hacía falta? Ah, hace falta. El pellejo ruin llama al aguijón puntiagudo. Sea que después —negocio suyo particular— en esta vida o en la otra, cada Jacevedón, cumplido lo que tuviere, cae en su tiempo de pensar, también hasta pagar lo que debía; ahí está mi compadre Quelemén para fiscalizar. Usted sabe el peligro que es vivir… Mas sólo de ese modo, de aquéllos, por feo instrumento, es como el yaguncismo se acabó. ¿Usted piensa que Antonio Dó u Olivino Oliviano iban a quedarse sanitos por pura adivinanza suya o por ruego de los infelices o por siempre oír sermón de cura? ¡Te veo! Por las señales…
De yagunzo comportado, activo para arrepentirse en medio de sus bandidajes, sólo depongo por uno: llamado Joé Cazuzo; fue en el estropicio de un tiroteo, por cima del lugar Sierra Nueva, distrito del Río-Pardo, en el riachuelo Trasadal. La gente hacía mala minoría pequeña y echaban encima de nosotros al personal de un coronel Adalvino, fuerte político, con muchos soldados uniformados en el centro medio, mando del Teniente Reis Leme, que después quedó capitán. Aguantamos horas tras hora, y ya casi nos dábamos por cercados. Allí, de repente, aquel Joé Cazuzo —hombre muy valiente— se arrodilló loco en el suelo del cercado, levantaba los brazos como rama de yabotá seco, y sólo gritaba, bramido claro y bramido sordo: «¡He visto a la Virgen Nuestra Señora, en el resplandor del Cielo, con sus hijos los Ángeles!…». Gritaba, no tropezaba. «¡He visto a la Virgen!…». ¿Se visionó? Nos desigualamos. Venga mi caballo —que encontré—, salté en mal asiento, no sé en qué rompetiempo desaté el cabestro, amarrado a un árbol. Volé yendo. Bala venía. El cerrado[5] estruendaba. En el bosque, el miedo mío se mostró enterito, un miedo declarado. Yo podía cocear, hecho burro bruto, dale que dale. Dos o tres balas se clavaron en el borrén de mi silla, perforaron hasta arrancar casi mucha fibra del relleno. En pro se estremeció el caballo, en medio del galope, no sé: pensó en el dueño. Yo no podía estar mejor encogido. Baleado llegó también el zurrón que tenía a la espalda con pocas cosas mías. Y otra, de fusil, de rebote sin duda, me calentó un muslo sin herirme, véalo usted: una bala hace lo que quiere; se enfiló emprensada entre mí y el faldón de la silla. Tiempos locos… ¡Burumbún!: El caballo se arrodilló cayendo, muerto quizá, y yo, cayendo ya para adelante, abrazado a follajes gruesos, ramada y liana, que me balancearon y espetaron, hecho estaba yo, colgado, tela de araña… ¿Adónde…? Atravesé aquello, por vida de… De miedo en ansia, rompí por rasgar con mi cuerpo aquel mato, fui, qué sé yo, me despanzurré mundo abajo, rodaba hacia lo hueco de una gruta cerrada por las matas, siempre me agarraba —y aun así rodaba, después— después, cuando miré mis manos, todo lo que en ellas no había echado sangre era un amasijo verde, en los dedos, de hojas vivas que arranqué y estrujé… me posé en la hierba del fondo; y un bicho oscuro dio un repelón, con un estornudo, también loco de susto: que era un papamiel, que yo vislumbré; para huir, sólo sirve aquél. Siendo yo más grande, me mojó mi cansancio; me tendí todo. Y un pedacito de pensamiento: si aquel bicho irara había yacido allí, entonces no había allí culebra. Tomé su lugar. No había culebra ninguna. Podía abandonarme. Yo era tan sólo blando, blandura, pero que no amortecía los brincos dentro del corazón. Jadeé. Concebí que venían, me mataban. No estaba mal, no se me importó. Así, unos momentos por lo menos, aguardaba la licencia de plazo para descansar. Conforme que pensé en Diadorín. Sólo pensaba en él. Un pájaro hornero cantó. Yo quería morir pensando en mi amigo Diadorín, hermano-oh-mano, que estaba en la sierra del Pau d'Arco, casi en la raya bahiana, con nuestra otra mitad de los só candelarios… Con mi amigo Diadorín me abrazaba, mi sentimiento iba-volaba derecho hacia él… Ay, arre, pero: que esta boca mía no tiene orden ninguno. Estoy contando fuera, cosas divagadas. ¿Me fío en usted? Hasta que, hasta que. Diga el ángel de la guarda… Pero, conforme decía: después se supo que hasta los soldados del Teniente y los tipos del Coronel Adalvino cedieron en respetar dicho soplo de aquel Joé Cazuzo. Y que aquél acabó siendo el hombre más pacífico del mundo, fabricante de aceite y sacristán, en San Domingo Blanco. ¡Tiempos!
Por todo, bledo-comino, quedo pensando. Me gusta. Mejor, para que la idea bien se abra, es ir viajando en tren de hierro. Si pudiera, viviría para arriba y para abajo, dentro de él. Información que pregunto: ¿hasta en el Cielo, fin de fin, cómo es que el alma consigue olvidarse de tantos sufrimientos y maldades, en lo recibido y en lo dado? ¿Cómo? Ya sabe usted: hay cosas miedosas demás, toma. Dolor del cuerpo y dolor de la idea marcan fuerte, tan fuerte como todo amor y rabia de odio. Vete, mar… De suerte que, entonces, mire: el Firmiano, por el apodo Piojo-de-Cobra, se enlazaró con la pierna disconforme engrosada, de esa enfermedad que no se cura; y casi no veía, constante lo blancuzco de los ojos, de las cataratas. De antes, de años, tuvo que desparejarse del yaguncismo. Pues, en una ocasión, alguno estuvo en su rancho, en el alto Jequitaí; después contó que, pasa el tiempo, viene el asunto, dijo él: «Tengo añoranza de agarrar a un soldado, y tal, para que me las pague, con faca ciega… Pero, primero castrar…». ¿Usted lo concibe? Quien tiene más dosis de demonio en sí es el indio, cualquier raza de bugre[6]. Uno ve una nación de aquéllos, allá en el fondo de los Generales de Goiás, donde hay vagarosos, grandes ríos, de agua siempre tan clara apacible, corriendo en sesteo de cristal rosado… Piojo-de-Cobra se las daba de sangre de gentil. Usted me dirá: pero él diría aquello con la boca chica, manera de representar que todavía no estaba viejo decadente. Cuestión de contrariar, por miedo de ser manso, y causa para verse respetado. Todos traman por tal regla: se las dan de malos, para mejor valerse, porque la gente de alrededor es duro dura. Lo peor, pero, es que acaban, por el mismo vado, teniendo un día que ejecutar lo declarado, en lo real. ¡Vi tanta crudeza! Trabajo no cuesta contar; si voy, no tropiezo. Y me disgusta, bien que me enfada, todo eso. Lo que me place es que uno, hoy en día, tiene buen corazón. Esto es, bueno en lo trivial. Malicias maniáticas, y perversidades, siempre tiene alguna, pero escaseadas. Mi generación, la verdadera, todavía, no era así. Ah, un tiempo vendrá en que no se estile más matar gente… Yo, ya estoy viejo.
Bueno, iba diciendo: la cuestión, eso que me socava… Ah, formé aquella pregunta a mi compadre Quelemén. Que me respondió: que, por cerca del Cielo, la gente se ha limpiado tanto que todos los feos pasados se apresuraron a no ser; hechas sin modeces de cuantos niños, las malas artes. Como uno no necesita tener remordimiento de lo que difundió en el latido de sus pesadillas de una noche. Así que ¡se trasquiló, se floreó! Ajá. Por lo dicho, es por lo que la ida al cielo es demorada. Yo compruebo con mi compadre Quelemén, ya lo sabe usted: en razón de la creencia misma que tiene, que por todo el mal que se hace, un día se repaga lo exacto. Un sujeto así madruga tres veces, en denantes de querer facilitarse con cualquier menudencia reprensible… Mi compadre Quelemén nunca habla vacío, no subtrata. Sólo que esto no voy a exponérselo a él. Uno nunca debe declarar que acepta entero lo ajeno: ¡esa sí que es regla de rey!
Usted… Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no están siempre igual, todavía no han sido terminadas; pero que siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor. Es lo que la vida me ha enseñado. Eso es lo que me alegra, un montón. Y, otra cosa: el diablo, ése está a las brutas; ¡pero Dios es traicionero! ¡Ah, magníficamente traicionero, da gusto! ¡Su fuerza, cuando quiere —¡joven!— me da el miedo pavor! Dios viene viniendo: nadie lo ve. Como Él actúa es con la ley de lo suavecito; así es el milagro. Y Dios ataca bonitamente, divirtiéndose, se economiza. Pues: un día, en una curtición, mi faquilla cayó dentro de un tanque, sólo caldo de corteza de curtir, barbatimón ¿tanino?, qué sé yo. «Mañana la saco…», hablé conmigo. Porque era de noche, sin luz ninguna, yo no porfiaba. Ah, entonces, sépalo: al otro día, temprano, la faca, su hierro, había sido roído, casi por la mitad, por aquella agüilla oscura, tan quieta. La dejé, para más ver. ¡Estalla, espoleta! ¿Sabe lo que hubo? Pues aquella misma tarde, de la faquilla sólo se encontraba el cabo… El cabo, por no ser de frío metal, sino de cuerno de venado. Ahí está: Dios… Bien, usted me ha oído, lo que oyó sabe, lo que sabe me entiende…
Poco a poco, no crea que la religión debilita. Piense usted lo contrario. Es claro que en aquellos otros tiempos, yo me engañaba: greda que el caroá hace aflorar. Eh, buen asunto el mío… Juventud. Pero juventud es tarea para desmentirse más tarde. También, si hubiese dado en pensar, despacio en tanto, perdía mi mano de hombre para el manejo caliente, en medio de todos. Pero hoy, que he raciocinado, y pienso sin parar, ni por eso no doy por baja mi competencia, en una de fuego-y-hierro. A ver. Que viniesen aquí con guerra contra mí, con malas partes, con otras leyes, o con excesivos mirares, que yo todavía dispongo para encender esta zona ¡ay, sí, sí! Está en la boca del trabuco: está en el tere-te-retén… Y solisolico no estoy, ¿he de estarlo? Para que no, he que coloqué a mi alrededor a mi gente. Mire usted: aquí, pegado vereda abajo, el Paspe, mi aparcero, es mío. Una legua más, si llega a tanto, está el Acauán, y está el compadre Ciril, él y tres hijos, que sé que sirven. Del lado de esta mano, el Alaripe: ¡si usted supiese lo que se aprecia, en rifleo y a faca, un cearense de ese estilo! Luego más: el Juan Nonato, el Quipes, el Pacamán-de-Colmillos. Y el Fafafa; éste dio lances altos, codo con codo conmigo, en el combate de Tamanduá-tán: cortamos el viento de quien no tenía orden de respirar, y antes los envolvimos… El Fafafa tiene una yeguada. Cría buenos caballos. Hasta un poco más lejos, en el pie de la sierra, de mi bando serían el Sesfredo, Jesualdo, el Nelson y Juan Concliz. Unos otros. El Tríol… ¿Y no voy sumando? Les dejo tierra, de ellos lo que es mío es, nos unimos como hermanos. ¿Para qué quiero juntar riquezas? Están ahí, con las armas lijadas. Si el enemigo viniese, uno cruza llamando, nos juntamos: es hora de un buen tiroteamiento en paz, prueben a verlo. Le digo esto a usted en confianza. También, no vaya a pensar en el doble. Lo que queremos es trabajar, proponer sosiego. De mí, persona, vivo para mi mujer, que todo modo mejor merece, y para la devoción. Bienquerer de mi mujer fue el que me auxilió, rezos suyos, gracias. Amor viene de amor. Digo. En Diadorín pienso también; pero Diadorín es mi neblina…
Ahora, bueno: no quería tocar más eso, lo del Tiñoso, basta. Pero tiene un sinembargo: pregunto: ¿usted cree, encuentra un hilo de verdad en esa parlenda de poder tratarse pacto con el demonio? ¿No, no y no? Sé que no es. Hablaba de las habas. Pero me gusta toda buena confirmación. ¡Vender su propia alma…! ¡Invención falsa! Y el alma ¿qué es? El alma tiene que ser cosa interna supremada, mucho más de adentro, y eso es sólo de lo que uno se piensa: ¡ah, alma absoluta! Decisión de vender el alma es osadía vaga, fantasía momentánea, no hay obediencia legal. ¿Puedo vender esas buenas tierras, de ahí de entre las Veredas-Cuatro, que son de un señor Almirante, que reside en la capital federal? ¿¡Puedo algún!? Entonces, si un niño niño es, y por eso no se le autoriza a negociar… Y uno, eso lo sé, a veces es sólo un niño. El mal que en mi vida dispuse, fue en cierta niñez en sueños —todo corre y llega tan ligero—; ¿será que habrá luz de responsabilidades? Se está soñando; ya se hizo… ¡Di rapadura al jumento! Ajá. Pues. Si hay alma, y hay, es de Dios establecida, quiera o no quiera la persona. No es vendible. ¿No le parece a usted? Dígamelo, francamente, le ruego. Ah, se lo agradezco. Se ve que sabe usted mucho, firme de ideas, además de tener título de doctor. Se lo agradezco, por consiguiente. Su compañía me proporciona altos placeres.
En verdad, me gustaría que viviese aquí, o cerca, sería una ayuda. Aquí no se tiene convivencia que instruya. Sertón. Sabe usted: el sertón es donde el pensamiento de uno se forma más fuerte que el poder del lugar. Vivir es muy peligroso…
¿Eh, qué se va? ¿Jajá? Es que no. Hoy, no. Mañana, no. No lo consiento. Usted me disculpe, pero en empeño de mi amistad, acepte: usted se queda. Después, el jueves de mañana temprano, si usted quiere irse, entonces se va, aunque me deje sintiendo su falta. Pero hoy o mañana, no. ¡Una visita, aquí en casa, conmigo, es por tres días!
¿Pero intenta usted en serio explorar al raso este mar de territorios a efecto de comprobar lo que hay? Sus motivos tiene. Ahora —digo por mí— usted viene, vino tarde. Los tiempos fueron, las costumbres cambiaron. Casi que, de legítimo leal, poco sobra, ni no sobra ya nada. Los bandos buenos de valentones repartieron su fin; mucho que fue yagunzo, por ahí pena, pide limosna. Incluso que los vaqueros dudan en venir al comercio vestidos de ropa completa de cuero, les parece que el traje de jubón es feo y cateto. Y hasta el ganado en el gramal va menguando menos bravo, más educado: encastado con cebú, se desdice del resto, corralero y criollo. Siempre, en los Generales[7], se está a la pobreza, a la tristeza, una tristeza que hasta alegra. Pero entonces, para una cosecha razonable de bizarrerías, reaconsejo a usted emprender viaje más dilatado. Si no fuese por mi despoder, por acideces y reumatismo, allá iba yo. Yo le guiaba a usted hasta todo.
Mostrarle los altos claros de las Almas: el río se despeña de allí, en un afán, espuma próspera, bruje; cada cascada, sólo tumbos. El celo de la tigre negra en la Sierra del Tatú, ¿ya ha oído usted el gargarajeo de la onza[8]? La neblina rebrillante de la de los Confines, de madrugada, cuando el cielo se emblanquece: neblina que llaman de xererén. Quien me enseñó a apreciar esas bellezas sin dueño fue Diadorín… la de la Raizama, donde hasta los pájaros calculan el giro de la luna —se dice— y el jaguar muestra pisar alrededor. Luna de con ella acuñarse dinero. Cuando sueñe usted, sueñe con aquello. Olor de campos con flores, fuerte, en abril: la gitanilla, violenta, y la ñiíca y la pelotilla, amarillicas… Esto, en el Sariñén. Los pájaros cigarras forman bandos. Debajo de un tamarindo umbroso… ¡Eh, frío! Allí hiela hasta en la espalda de un buey, hasta en los tejados de las casas. O en el Meaelmeón; después de allí hay una tierra casi azul. Que no el cielo: ese es cielo azul vivoso como un huevo de macuco. Vientos que no dejan formarse rocío… Un puñado caliente de viento, pasando entre dos palmas de palmera… Recuerdo, desrecuerdo. O —usted va— en lo soporoso: con lluvia-lluvia. Ve un arroyo malo de pasar, o un río en turbación. En el Burití-Mirín, Angical, Extrema-de-Santa-María… ¿Caza usted? Hay allí más perdiz que en el Llano de las Vertientes… Cazar tapires en el Cabeza-de-Negro o en el Burití-Ancho; aquellos que comen un pasto diferente y roen cortezas de otros muchos árboles: la carne, de rica, es diferente. Por todas aquellas lejanías he pasado, con persona mía a mi lado, queriéndose bien la gente. ¿Sabe usted? ¿Ya calculó, sufrido, el aire que es añoranza? Se dice que hay añoranza de idea y añoranza de corazón… Ah. Se dice que el Gobierno está mandando abrir buena carretera rodadera, de Pirapora a Paracatú, por ahí…
En la Sierra del Cafundó, oír un trueno de allí, es retrueno, se tapa usted los oídos, puede que hasta llore de miedo malo ilusionado, como cuando fue niño. Ve usted una vaca pariendo en la tempestad… De a de, Urucuia arriba, el Urucuia, tan a las bravas va… Tanta sierra esconde la luna. La Sierra, allí, discurre torcida. La Sierra se pone de punta. En un lugar, en la cuesta, brota del suelo un vapor de azufre con extravagante barullo, el ganado huye de allí, por pavor. Se parece a las sierras del Estruendo y del Roncador, donde dan retumbos, de vez en cuando. ¿Eh? ¿Qué? Mire: el río Cariñaña es negro, el Paracatú, moreno; mío, por lo bello, es el Urucuia: paz de las aguas… ¡Es vida!… Pasado el Puerto de las Onzas, hay una haciendeja. Nos quedamos allí una semana, se descansó. Hacía falta. Porque la gente iba caminando de a pie, para no acabar a los caballos, con mataduras. Medeiro Vaz, en lugares así, fuera de la guerra, su placer era dormir con camisón y bonete; antes de echarse, se arrodillaba y rezaba el tercio. Aquéllos fueron mis días. Se casaba cada uno olvidaba lo que quería, de comer no faltaba, pescar pez en los riachuelos… Vaya usted allí, verá. Los lugares siempre están ahí, en sí, para confirmar.
Muy deleitable. Clarasaguas, fuentes, sombreado y sol. Hacienda Buey-Negro, de un Eleuterio Lopes, más antes del Campo-Azulado, rumbo a rumbo con el Quemadón. Allí fui en febrero o enero, en el tiempo del penacho del maíz. Talmente: con el capitán-del-campo de plateadas puntas, vicioso en el cerrado; el anís adornando sus matas; y con florecillas las deyaniras. Aquel pasto-mermelada es muy restible, redóblase luego en la brotación, tan verdemar, hijo de la menor llovizna. De cualquier mantel de mato, de entre casi cada arrimo de dos hojas, salían girando todos los colores de las mariposas. Como no se ha visto, aquí se ve. Porque, en los Generales, la misma raza de mariposas, que en otras partes es trivial regular, aquí crece, se vuelve mucho mayor, y con más brillo, es sabido; creo que es por lo seco del aire, por lo limpio de esta luz enorme. Márgenes nacientes del Urucuia, allí el poví canta altito. Y estaba el ave xenxén que tintipiaba de mañana en el revueleo, el saci-de-zarza, la quejosita, la caperucita, el tiempo-caliente, la tórtola vaquera… y el bien-te-vi que decía, y araras enronquecidas. Bueno era oír el mu de las vacas bebiendo su leche. Pero, pajarito de bilro en el desvelo de la madrugada, para toda tristeza que el pensamiento de uno quiere, él repregunta y finge respuesta. Tal, por la tarde, el benito-vieira revolaba, en va sobre viene bajo, repicando en vuelo todo bichico de finas alas; pájaro experto. Estaba de llover más y más. Tardecita que llena los árboles de cigarras; entonces, no llueve. Silbidos que cerraban el día: el papa-banana, el azulejo, la gaviota de zarza, el suirirí, el sabiá-ponga, el gruñatá del coquero… Yo estaba casi todo el tiempo con Diadorín.
Diadorín y yo, nosotros dos. Dábamos paseos. Con ese así, nos diferenciábamos de los otros; porque el yagunzo no es de mucha conversación continuada ni de amistades estrechas: muchos de ellos se mezclan y desmezclan, al acaso, pero cada uno está hecho uno por sí. De nosotros dos juntos, nadie nada no hablaba. Tenían buena prudencia. Dijese uno, se guasease, digo: podía morir. Se acostumbraban a vernos parejamente. Que no más maliciaban. Y estábamos conversando cerca de la acequia, conducto de vieja hacienda, donde el berro da flor. Con ese luz-fuz, iba oscureciendo. Diadorín encendió un fueguito, yo fui a buscar mazorcas. Mariposas, pasaban muchas, por entre nuestras caras, y abejorros grandotes tropezaban. Soplaban una brisbrisa. El i-ah del viento volvía, con un olor de alguna lluvia cerca. Y el chií de los grillos reunía el campo, a cuadros. Por mí, solo, de tantas minucias, no era capaz de arrecordarme, no soy de apararme en poca cosa; pero la añoranza me arrecuerda. Que fuese hoy. Diadorín me puso su rastro para siempre en esas quisicosas de la naturaleza. Sé lo que sé. Son de los sapos que cascarrabiaban. Diadorín, duro, serio, tan bonito, en el relumbrar de las brasas. Casi que uno no abría la boca; pero había un tilín que me empujaba hacia él: lo irremediable extenso de la vida. Por mí, no sé qué vértigo de vergüenza, con él callado le estaba obedeciendo quieto. Casi que, sin menos, era así: llegábamos a un lugar, él decía que me sentase yo me sentaba. No me gusta quedarme en pie. Entonces, después, él venía, se sentaba a su vez. Siempre mediante más lejos. Yo no tenía valor para cambiarme más cerca. Sólo de mí era de quien Diadorín parecía a veces tener un despabilo de desconfianza, ¡de mí, que era el amigo! Pero, en aquella ocasión, él estaba allí, más venido, a media mano de mí. Y yo —en vez de consentirme, nada, agarrarme a las dulcemente cosas que están feas—, yo me olvidaba de todo, en un recreamiento de contentamiento, dejaba de pensar. Pero sucedía una dubitación, rancio de disgusto: yo verseaba aquello en redondas y cuadradas. Sólo que el corazón mío podía más. El cuerpo no se muda pero sabe mucho, adivina si no entiende. Cerca de agua mucha, todo es feliz. Se escuchó, del lado del río, una nutria que otra: el silbido de plín, chupador. «Bueno que, ¡pero yo quiero que ese día llegue!», Diadorín decía. «No puedo tener alegría ninguna, ni mi mera vida misma, mientras aquellos dos monstruos no estén bien acabados…». Y suspiraba de odio, como si fuese por amor; pero en lo demás no se alteraba. De tan grande, el suyo no podía tener más aumento; se detenía siendo un odio sosegado. Odio con paciencia, ¿sabe usted?
Y aquello tan fuerte que él sentía se me iba pegando, pero no como odio, sino volviéndose en mí tristeza. Mientras los dos monstruos viviesen, sencillamente, Diadorín no vivía. Hasta que llegase a poder vengar el histórico de su padre, deliraba. Durante que estábamos así, fuera de marcha en ruta, tiempo de descanso en que yo más amistad quería, Diadorín sólo hablaba de los extremos del asunto. Matar, matar, la sangre pide sangre. Así, nosotros dos esperábamos allí, en las cabeceras de la noche, junto con junto. Callados. Me arrecuerdo, ah. Los sapos. El sapo sacaba fuelle de su voz, voces de asco, añejas. Yo miraba a la vera de la acequia. Todo el follaje del berro —ya lo sabe usted— a ciertas horas da, de sí, una luz en aquellas oscuridades; hoja a hoja, un fosforén; el berro se enciende por sí, como electricidad. Y yo tenía miedo. Miedo en el alma.
No respondí. De nada servía. Diadorín quería el fin. Para eso estábamos yendo. Bajo el mando de Medeiro Vaz, desde allí, después de aquel precisado reposo, desviaríamos el camino, iríamos encima de los otros —¡de ellos!— buscando combate. Munición no faltaba. Nosotros estábamos en los sesenta hombres; pero todos sujetos de los mejores. El jefe nuestro, Medeiro Vaz, nunca perdía guerreo. Medeiro Vaz era hombre conforme y sesudo, en los usos formado, no gastaba las palabras. Nunca relataba antes el proyecto que tuviese, qué marchas iban a amanecer, para darse. También, todo en él decidía la confianza de obediencia. Huesoso, con la nuca enorme, cabezota medio baja, era el dueño del día y de la noche; que casi no dormía más: siempre se levantaba en medio de las estrellas, recorría el alrededor, vagaroso, a pasito, calzado con sus buenas botas de jabalí caititú, tan antiguas. Si en honrado juicio pensaba que estaba en lo cierto, Medeiro Vaz era solemne de los de guardar el rosario en la faltriquera, hacerse la señal de la cruz y dar firme orden de matar una a una las mil personas. Desde el comienzo, aprecié aquella fortaleza de otro hombre. Su secreto era de piedra.
Ah, estoy vivido, repasado. Me acuerdo de las cosas antes de que sucedan… ¿Clarea con esto mi fama? Remé vida suelta. Sertón: estos vacíos suyos. Usted va. Algo, todavía encuentra. ¿Vaqueros? Cuanto antes —a uno, al Claro del Urucuia— a donde tanto buey berrea… O el más lejano: vaqueros del Matagal-Verde y del Riachuelo del Rompe-Enmiendas: su caballo conversa cuchicheo —lo que se dice— para dar sesudo consejo al caballero, cuando a nadie más tiene cerca, capaz de escuchar. Creo y no creo. Hay cosas y cosas y la o de la raposa… De allí para acá, viene usted, en los comienzos del Cariñaña y del Piratinga hijo del Urucuia; que los dos, de dos, se dan las espaldas. Salen de las mismas charcas, buritizales enormes. Por allá, la serpiente sucurí gime. Cada surucuiú de los gruesos: vuelta al cuerpo del venado y se le enrosca, ahoga: ¡treinta palmos! Todo allí es un barro pegajoso, que retiene hasta el casco de la mula, arranca herradura por herradura. Con miedo de la madre-culebra, se ve mucho bicho retrasarse ponderado, a la paz de la hora de poder beber agua, aquellos escondidos detrás de los tocones de buritirana. Pero el sasafrás forma matas guardando el pozo; lo cual que huele a un buen perfume… El yacaré[9] grita una, dos, las tres veces, ronco ronquido. El yacaré impresiona: ojarrón, rizado del barrizal, feo mirándole a uno. Eh, él sabe engordarse. En las lagunas en donde ni uno de alas se posa, a causa del hambre del yacaré y de la piraña sierra-fina. U otra: laguna que ni abre el ojo, de tanto junco. De allí, de lejos en lejos, los charcos se van volviendo ríos. El buritizal viene con ellos, el burití sigue, sigue. Para cambiar de cuenca, usted sube por laderas de el-de-mesa, entra de coz en la planicie, gran planicie que ya no se devuelve. Agua, allí no hay ninguna: sólo que usted lleva. Aquellas llanuras anchas, llenas de avispas mutucas aguijoneando a la gente ¡Mutucas! Da el sol, con fuerte oleada, dale que dale, la luz tanta machuca. Los caballos sudaban sal y espuma. Muchas veces, la gente hacía, por las picaduras, en el mato, por el camino del tapir, ida de la venida… De noche, si está de ser, el cielo exagera un brillo. La cabeza casi tropieza en ellas. ¡Bonito, en mucho comparecer, como el cielo de estrellas a mediados de febrero! Pero en no-luna, en lo oscuro hecho, es un oscurón que ata y te mata. Es noche de mucho volumen. Toda tiniebla del sertón me ha hecho siempre mal. A Diadorín, no, él no abandonaba el fuego de hielo de aquella idea; y nunca se preocupaba. Pero yo quería que la madrugada llegase. Día caliente, noche fría. Arrancábamos canela-de-ñandú para encender la hoguera. Si teníamos de qué comer y beber, me dormía en seguida. Soñaba, único sueño, mal o bien, librado. Yo tenía una luna recogida. Cuando el día quebraba las bandas, yo escuchaba otros pájaros. Tirirí, graúna, la olisqueadora, yurití-de-pecho-blanco o la paloma-roja-del-mato-virgen. Mas más el bien-te-vi. Detrás y delante de mí, por todas partes, parecía que era un solo bien-te-vi. «¡Tú! ¿No parece hasta que es siempre uno, el mismo?», pregunté a Diadorín. Él no asintió y estaba inseguro de facciones. Cuando mi amigo se ponía así, yo perdía mi buen sentir. Y permanecía dudando qué sería: si era un bien-te-vi, exacto, persiguiendo, a veces, mi vida, acusándome de las malas horas a las que aún no había procedido. Hasta hoy es así…
De allí viniendo, visitar le conviene a usted el poblado de los negros: aquéllos lavaban en los yacimientos en el recóndito breñal del Campiña-de-la-Cría, de donde oro ya se sacó. Me parece, de bajo quilate. Unos negros que todavía saben cantar gabos en su lengua de la Costa. Y andemos: el yagunzo era el que caminaba ligero; en el llano, los legítimos cuitados todos viven demasiado despacio, pasmamiento. Con tanta miseria. En el llano, en lo pardo, es igual, igual: a mucha gente la entristece; pero yo nací gustándome. Las lluvias se templaron…
Digo: otro mes, otra lejanía, en la Aroeiriña hicimos parada. A lo que, en un portal, vi una mujer moza, vestida de rojo; se reía. «Eh, el de la afeitada barba…», dijo ella. Delante de la boca, cuando reía, tenía todos los dientes, los mostraba en hilera. Tan bonita, sola. Yo me apeé y amarré el animal en un palo de la cerca. Por dentro, mis piernas dolían, por cuanto, en aquellos tres días, me paraba de costoso colgar: circunstancia de treinta leguas. Diadorín no estaba cerca para reprobarme. De repente, pasaron, a galope y gritos, unos compañeros que arreaban a un buey negro que iba a sangrar y carnear a la vera del agua. Yo no había empezado a hablar con aquella moza, y la polvareda fuerte que se armó en el aire nos juntó a los dos, en un gran arrastre abermejado. Entonces entré, tomé un café colado por mano de mujer, tomé refresco, limonada de pera del campo. Se llamaba Ñoriñá. Recibió mi cariño en el terciopelo del pelo: alegría que fue, casamiento hecho, esponsal. Ah, la mangaba buena sólo se coge ya caída en el suelo, de abajo… Ñoriñá. Después me dio de repente un colmillo de yacaré, para atravesarlo en el sombrero, con virtud contra mordedura de serpiente, y me mostró para besarla una estampa de santa, dicha medio milagrosa. Mucho fue.
Su madre llegó, una vieja espantada, por nombre Ana Duzuza; hablaba de ser hija de gitanos, y dueña adivinadora de la buena o mala suerte de la gente; en aquel sertón, ésta dispuso de mucho poder. Sabía que la hija era meretriz y hasta —con tanto que fuese para los hombres de fuera del lugarejo, yagunzos o arrieros— no se le importaba, hasta daba su complacencia. Comimos harina por rapadura. Y la Ana Duzuza me dijo, vendiendo fuerte secreto, que Medeiro Vaz iba a probar a pasar de lado a lado el liso del Susuarón. Acababa de llegar del rancho de Medeiro Vaz, que mandara a buscarla por desear sus profecías. ¿Locura de una? ¿Para qué? Yo no lo creí. Sabía que estábamos torciendo para la Sierra de las Araras —a ganar aquellas cornejeras en los bravíos de allí más allá, donde todo cuanto era bandido en asueto se escondía— allí se podía tener ocasión de combinar otros variables compañeros. Después, ni pintado: que el Liso del Susuarón no daba paso a gente viva, era el raso peor habiente, era un escampo de los infiernos. ¿Si lo es, sí? ¡Ah, lo es por tal! Eh… ¿Más que el Hueco-de-Agujero? Ah, no, esto es cosa distinta: antes de la controvertencia del Negro y del Pardo… También donde se forma calor de muerte, pero en otras condiciones… La gente, allí, roe rampas… Ah, ¿el Tablero? ¿Entonces lo conoce usted? No, aquél ocupa desde el Riachuelo-de-la-Vaca-Negra hasta el Arroyo Catolé, por aquí abajo, y desde el nacimiento del Paruasú hasta el río Cochá, que sale de la Vega del Ñandú. Después de los setos de los mangaberas…
Nada, nada nunca, y el demonio: aquél, el Liso del Susuarón es el más lejano: para allá, para allá, en los yermos. Se enmienda consigo mismo. Agua, no tiene. Crea que cuando la gente se mete en aquello el mundo se acaba: hay que dar la vuelta siempre. Uno no avanza por allí, espía sólo el comienzo, sólo. Ver la luna alumbrando, madre, y escuchar con cuántos gritos el viento se sabe solo, en la cama de aquellos desiertos. No hay excrementos. No hay pájaros.
Con aquello, apreté a aquella Ana Duzuza, y ella no aguantó la rabia de mis ojos. «El señor Medeiro Vaz, fue él mismo que me lo contó…» tuvo que decir. Soturnos. ¡No era posible!
Diadorín estaba esperándome. Había lavado mi ropa: dos camisas y una chaqueta y unos pantalones, y otra camisa, nueva, de bucarán. A veces yo lavaba la ropa, la nuestra; pero casi quien más hacía aquello era Diadorín. Porque a mí me parecía tal servicio el peor de todos, y también Diadorín lo practicaba con más estilo, mano mejor. Él no indagó dónde había estado y yo mentí que sólo había entrado allí a causa de la vieja Ana Duzuza, a fin de requerir el significado de mi futuro. Diadorín también de aquello no dijo; le gustaban los silencios. Si estaba con las mangas remangadas, yo miraba sus brazos: tan bonitos brazos albos, tan bien hechos, y la cara y las manos bermejizas y llenas de ampollas, de picaduras de las mutucas. En aquel momento, fue cuando caí en mí, que podía haber preguntado a Ana Duzuza algún pasaje de mí sino por venir. También una cosa, de tan mía, cerrada, debía yo preguntar. Cosa que ni yo para mí no estudiaba, no tenía valor. ¿Y si la Duzuza lo adivinase de verdad, conociese por detrás el paño del destino? No pregunté, no había preguntado. Quién sabe, podía ser, ¿estaba yo embrujado? Me arrepentí de no haber pedido el resumen a la Ana Duzuza. Ah, hay una repetición que siempre otras veces en mi vida acontece. Yo atravieso las cosas, ¡y en medio de la travesía no veo! Sólo estaba entretenido con la idea de los lugares de salida y llegada. Asaz lo sabe usted: uno quiere pasar un río a nado y pasa; pero va a dar en la otra orilla en un punto mucho más abajo, bien diferente del que primero se pensó. ¿Vivir, no es muy peligroso?
Redije a Diadorín lo que había rebañado: que el proyecto de Medeiro Vaz no era otro que conducirnos al Liso del Susuarón: dentro, adelante, hasta el fin. «Es cierto, es cierto», Diadorín me dijo, afrentándome con la sorpresa de que él ya sabía de aquello y a mí no me había anticipado ni menuda palabra. Y vea: yo venía tanto tiempo resistiéndome contra el querer gustarme Diadorín más de lo que, a los ojos vistas, un amigo debe gustar; y ahora aquella hora no me daba vergüenza de sentir unos celos amargosos. Siendo sabiendo que Medeiro Vaz depositaba en Diadorín una confianza mucho mayor que en nosotros todos, de forma que con él manifestaba los asuntos. ¿Esta diferencia de regla me turbaba ahora? Pero Medeiro Vaz era hombre de otras edades, andaba por este mundo con mano leal, no cambiaba nunca, no flaqueaba. Yo sabía que él, por decir bien, sólo guardaba memoria de un amigo: Joca Ramiro. Joca Ramiro había sido la admiración grave de su vida: Dios en el Cielo y Joca Ramiro en la otra orilla del río. Todo lo justo. Pero los celos son más costosos de calmar que el amor. Corazón de la gente: lo oscuro, oscuros.
Entonces, Diadorín me describió el resto. Para por más allá del Susuarón, ya en terrenos de la Bahía, uno de los dos Judas poseía su mayor hacienda, con muchos ganados, cultivos, y allí moraba su familia legítima, de raza: mujer e hijos. Si proveyésemos de atravesar el Liso con buenas farsas, llegábamos allí sin ser esperados, se reducía a aquella gente por dura sorpresa: ¡se acabó con el caso! ¿Y quién había de deducir que el Liso del Susuarón sirviese para imponerse en el camino? Ah, ellos prosperaban en su hacienda, hecha cuartel de bronce: que por los otros lados no se podía arremeter, pues alrededor cierto que tendrían vigías, refuerzo de munición y recua de camaradas, por los puntos de paso dificultoso, que ellos gobernaban en cada gruta y cada charca. Truco que, de repente, del lado más imposible, fuésemos a surgir por sorpresa, a zurrar a aquellos desprevenidos… Yo escuché y hasta esbocé un escalofrío. Pero Diadorín más serio, castigó: «Esa vieja Ana Duzuza es la que inferna y no se vale… De las preguntas que Medeiro Vaz hizo, ella sacó a tientas su intención, y no debía haber hablado por lo bajo… Ésa tiene que morir, para que no sea tan palabrera…».
Oí mal oí. Me vi en aguas frías. Diadorín era así: matar, se mataba; era por ser precaución. ¿Y el judas alguno? ¡Con la faca! Tenía que ser nuestra costumbre. ¿No lo sabía yo? No soy hombre de mediodía con orvallos, no tengo flaca naturaleza. Pero me dio pena de aquella Ana Duzuza, ella con los ojos para afuera, que se podrían coger con los dedos. Cierto que me contó tantos chismes. Trasto, desperdicio de vieja, boca que se cerraba reblandecida, por no tener dientes. Raspaba la rapadura con el cuchillo, iba juntando en la palma de la mano el serrín pegajoso negro; o, si no, agarraba el pedazo, rechupando, lamiendo. Uno criaba asco, salivaba. ¿Por qué, entonces, merecía tanto dolor? Yo no tuve tino para contradecir. Las voluntades de mi persona estaban entregadas a Diadorín. Su razón era del estilo terco. Sólo preví miedo de que dijese que yo mismo volviera allí, para acabar por mis propias manos con Ana Duzuza. Yo no sojuzgaba todo por sentimiento. Hacía tiempo que no miraba a Diadorín a los ojos.
Pero, de seguido pensé: si matan a la vieja para resguardar el secreto, entonces es posible que maten también a la hija, Ñoriñá… ¡entonces sería asesinar! Ah, que me empujó una decisión, y abrí siete ventanas: «De eso que dices, ¡discuerdo! Mezclarse en la vida de esa mujer, es un retraso para nosotros…». Fue cuanto hablé. Diadorín me adivinaba: «Ya sé que estuviste con la moza, su hija…», respondió seco, casi chillando. Diente de serpiente. Ahí, entendí la verdad: que Diadorín me quería tanto que sus celos también se excitaban por mí. Después de un presentimiento de contento, me embarazó aquella otra vergüenza, un extravagante asco.
Y casi grité: «¿Ahí está la intimidación? Pues hacedlo y salgo de en medio de vosotros para siempre jamás. ¡No has de verme más!…». Diadorín puso la mano en mi brazo. De lo que me estremecí, por dentro, pero repelí aquellos alborozos de dulzura. Me dio la mano; y yo. Pero era como si tuviese una piedra puntiaguda entre las dos palmas. «¿Ya pagas tan poco, entonces, por Joca Ramiro? ¿Por cuenta de una bruja hechicera y la mala vida de su hija, aquí en este confín de Generales?», exclamó bajo. Y tuve ira. «¡Tan poco!», dije. ¿Todo el mundo, entonces, todos, tenían que vivir honrando la figura de aquél, de Joca Ramiro, como si fuese Cristo Nuestro Señor, lo exacto? Y por entonces yo me había fumado dos cigarros. Ser dueño definitivo de mí, eso es lo que yo quería, quería. Pero Diadorín estaba enterado, parece que no me dejaba: «Riobaldo, escuchaba pues, entonces: Joca Ramiro era mi padre…», dijo; no sé si estaba pálido mucho y después fue cuando se ruborizó. Debido a lo cual, bajó el rostro para más cerca de mí.
Se me cortó el aliento. Me apretó aquella sorpresa. Me vi sentado en el vacío. Y yo le creí tan cierto, de prisa, que fue como si siempre hubiese sabido aquello. Dije menos. Espié a Diadorín, la dura cabeza levantada, tan bonito, tan serio. Y recorrí recuerdo de Joca Ramiro: porte lucido, paso ligero, las botas rusas, la carcajada, los bigotes, la mirada buena y mandona, la testa mucha, el copete de cabellos ensortijados, negros, brillando. Como que todo él brillaba. Porque Joca Ramiro era así mismo por encima de los hombres, tenía una luz, rey de la naturaleza. Que Diadorín fuese el hijo, ahora me alegraba, a la vez me asustaba. Ganas tuve de declarar: Redigo, Diadorín: estoy contigo, firme, en todo sistema, y con la memoria de tu padre. Pero fue lo que no dije. ¿Será por qué? Uno es no y cuestión, cuerda de tres cabos, tres trenzas. «Pues, para mí, para quien me odia, esa Ana Duzuza, ahora, será mi madre», fue lo que dije. Y, cargando, casi grité: «Por mí, puedes esperar sentado: ¡No voy! Me revuelvo contra esas barbaridades…».
Todo turbulento. Esperé lo que de él venía. Así excitado, de mí yo sabía: lo que componía mi opinión era que a mí locamente, me gustase Diadorín y también, apartamiento de algún modo, la rabia incierta, por cuestión de no ser posible que me gustase como quería, en lo honrado y en lo final. Mi oído retorcía su voz. Que incluso, al fin de tanta exaltación, mi amor se creció hasta empapar todos los follajes, y yo ambicionando coger a Diadorín, cargar a Diadorín en mis brazos, besar, muchas demás veces, siempre. Y sentía asco mayor de aquella Ana Duzuza, que venía tal vez a separar nuestra amistad. E incluso, casi reconocí un sordo prestigio de, si fuera preciso, ir allí, por mi cuenta, y acabar con la vieja; a quien no podía maltratar era a Ñoriñá, que, a tanto efecto, yo, yo sabía querer. ¿Sería que yo no regía bien leñe? No sé, no sé. No debía estar recordando esto, contando así lo sombrío de las cosas. Una tabarra. No debía de. Usted es de fuera, amigo mío pero mi extraño. Mas tal vez, por eso mismo. Hablar con el extraño así, que bien oye y luego lejos se va, es un segundo provecho: es como si hablase conmigo mismo. Mire vea: lo que es ruin, dentro de uno, uno lo pervierte siempre por apartarlo más de sí. ¿Para eso es para lo que mucho se habla?
Y sus ideas instruidas me proporcionan paz. Principalmente la confirmación, que me ha dado, de que el Tal no existe: ¿pues no es? El arrenegado, el Can, el Gramullón, el Individuo, el Gallardo, el Pie-de-Pato, el Sucio, el Hombre, el Tiznado, el Cojo, el Temba, el Azarape, el Cosa-Ruin, el Mafarro, el Pie-Negro, el Zurdo, el Dubá-Dubá, el Rapaz, el Tristón, el No-sé-qué-diga, el Que-nunca-se-ríe, el Sin-Gracejos… ¡Pues no existe! Y, si no existe, ¿cómo es que se puede contratar pacto con él? Y la idea me vuelve. De un malo imaginado deme usted lo lícito; que, o entonces, podrá también ser que todo es más bien revuelto pasado remoto, en lo profundo, en lo más crónico: que cuando tiene noción de resolverse a vender su alma, ¿es porque ya estaba dada vendida, sin saberse, y la persona sujeta está tan sólo certificando la regla de algún viejo trato, que ya se vendió poco a poco, hace tiempo? ¡Dios no lo quiera; Dios que todo lo rueda! Diga usted, sobre mí diga. ¿Hasta podría ser de alguien algún día oír y entender así: quién sabe, uno es criatura todavía tan ruin, tan, que Dios sólo puede a veces maniobrar con los hombres, mandando por intermedio del diá? ¿O que Dios, cuando el proyecto que empieza es para muy adelante, la ruindad nativa del hombre sólo es capaz de ver la aproximación de Dios en figura del Otro? ¿Qué es lo que de verdad presiente uno? Dudo diez años. Los pobres vientos, al burro de la noche. ¡Deja al mundo dar sus vueltas! Tengo las espaldas guardadas, poder de mis rezos. Ajá. Deamar, deamo… Recuerdo a Diadorín. Mi mujer que no me oiga. Joven: toda añoranza es una especie de vejez.
Pero ahí, yo estaba contando: cuando grité aquel desafío rabioso Diadorín respondió lo que yo no esperaba: «No haya discordia, Riobaldo amigo, cálmate. No es preciso tomar precaución de muerte con esa Ana Duzuza. Ni nosotros vamos con Medeiro Vaz para hacer barbaridades con la mujer y los hijos pequeños de aquel peor de los Judas, tanto que se lo merecían, porque él y los de su laya acostumbran a proceder así. Pero lo que queremos es únicamente coger a la familia prisionera con nosotros; ¡entonces viene, vaya si viene! Y viene obligado a combatir… Pero si tú algún día dejas de venir junto, te juro lo siguiente: he de tener la tristeza mortal…». Dilo. Había vuelto a poner la mano en mi mano, al empezar a hablar, que después retiró; y se espació de mí. Más nunca sentí que él estuviese mejor y cerca, por la cantidad de voz, de una voz hasta embebida. El corazón es esto, todos estos pormenores. Fue una explicación. El amor, ya de por sí, es un algo de arrepentimiento. Abracé a Diadorín, como las alas de todos los pájaros. En nombre de su padre, Joca Ramiro, yo, ahora, mataba y moría, si se terciaba.
Pero Diadorín no añadió lo que más no explicaba. Y sabiendo sacar partido de la conversación, me preguntó: «Riobaldo, ¿te acuerdas bien de tu señora madre? Cuéntame la clase de bondad que tenía…».
En estando oyendo, se lo digo a usted, tuve un menos gusto en preguntándome. Lo único, que rehúyo siempre cuando otro quiere saber directamente lo que es propio o mío en lo mío, ah. Pero me apeé, al minuto, viendo que sólo Diadorín era quien podía acertar ese tanto, en su amistad delicadeza. Así lo entendí. Así debía de ser. Toda madre vive por buena, pero cada una cumple su paga con prenda singular, que es la de ella y de ella, diferente bondad. Y yo nunca había pensado en ese orden. Para mí, mi madre era mi madre, esas cosas. Ahora, me parecía. Y la de, incluso en el castigar mis demasías, querer bien mis alegrías. Su recuerdo dejó correr mi fantasía, fraseó —sólo cosa de un momento— hecho grandeza cantable, como entre madrugar y amanecer.
«Pues a la mía yo no la conocí…», prosiguió diciendo Diadorín. Y dijo con cortedad sencilla, como quien está charlando: pa, pa, pa… Como si fuese ciego de nacimiento.
Por mi parte, lo que pensé fue: que yo no tuve padre; quiere decirse, pues yo nunca supe, autorizado, su nombre. No me avergüenzo por ser de oscuro nacimiento. Huérfanos de conocimiento y de papeles legales es lo que uno ve más en estos sertones. El hombre viaja, acampa, pasa: cambia de sitio y de mujer, algún hijo es el que perdura. Quien es pobre poco se apega, es un giro-el-giro en la vaguedad de los Generales como los pájaros de los ríos y lagunas. Usted ve: el Zé-Zin, el mejor aparcero mío de aquí, risueño y habilidoso. Pregunto: «Zé-Zin, ¿por qué no crías gallinas de Angola como hace todo el mundo?». «No quiero criar nada…», me dio respuesta. «Me gusta mucho cambiar…». Está ahí, está con una jovencita cobriza en casa, dos hijos suyos tiene. Un buen día, se larga. Es así. Nadie discrepa. Yo, tantas veces, lo mismo digo. Yo doy protección. Yo, es decir: Dios, por bajos pormedios… Aquélla tampoco le faltó a mi madre, cuando yo era niño, en el sertoncito de mi tierra: por bajo de la punta de la Sierra de las Maravillas, entre aquélla y la Sierra de los Alegres, hacienda de un sitio llamado del Caramujo, detrás de las fuentes del Verde, el Verde que vierte en el Paracatú. Cerca de allí hay villa grande, que se llamó Alegres, va a ver usted. Hoy, ha cambiado de nombre, se lo cambiaron. Van alterando todos los nombres. Por señal. ¿San Román, todo, no se ha llamado primero Villa Risueña? ¿El Cedro y el Bugre no han perdido el ser? ¿La Huerta Grande? ¿Cómo pueden remover unos nombres así? ¿Está usted de acuerdo? El nombre de un lugar donde alguien nació debía estar consagrado. Como quien dice: ¡¿Entonces alguien había de renegar del nombre de Belén, de Nuestro Señor Jesucristo en el pesebre, con Nuestra Señora y San José?! Hacía falta tener más conexión. Usted lo sabe: Dios es definitivamente; el Demonio es lo contrario… Así digo: yo, que usted ya ha visto que tengo retentiva que no falta, recuerdo todo lo de mi niñez. Buena fue. La recuerdo con agrado; pero sin añoranzas. Porque luego sopla la brisa de los ocasos. Para atrás, no hay paz. Ya lo sabe usted: la cosa más alejada de mi primera niñez que encuentro en la memoria fue el odio que tuve a un hombre llamado Gramacedo… La gente mejor del lugar era toda de aquella familia Guedes, Gideón Guedes; cuando salieron de allí, nos llevaron con ellos a mi madre y a mí. Seguimos existiendo en territorio bajío de la Sirga, en la otra orilla, allí donde el de Janeiro va al San Francisco, ya sabe usted. Yo tenía mis trece o catorce años…
De suerte que, de lo que le estaba contando a usted una noche pasó, todo el mundo soñando satisfecho. Declaro que era en abril, al entrar, Medeiro Vaz, para lo que tramaba, había querido adelantarse a las sobras de las lluvias de marzo —día de San José y su crecida temporal— para encontrar cielo perfecto, con los campos, todavía, subiendo verdes, pues visto que íbamos a bajar primero por campiñas de gándaras y desde allí avanzar aquello que se dijo después. Porque era extraordinaria verdad, luego me di cuenta; no me pareció terrible. Danzamos, parándonos dos días en el Vespé; allí teníamos buena caballería descansada, otros caballos bajo la custodia de un colono amigo, Joé Engracio por nombre. En los caminos todavía se pringaba mucho barro de ayer. «Practicar viaje a caballo sin haber carreteras, sólo un loco hace eso o un yagún…», habló aquel Joé Engracio, aquél era hombre serio trabajador, pero simplón demás; y de lo que él hablaba él mismo se reía en seguida, fuertemente. Mas error era; por cuanto Medeiro Vaz siempre supo rumbo práctico, por lo firme. Incluso de aquel modo, Joé Engracio reparó en la cantidad de comidas y víveres que habíamos reunido, en tanto burros cargueros: y que era despropósito, por mor de aquella hartura: las carnes y harinas, y rapadura, ni faltaba sal, ni café. De todo. Y él, viendo lo que veía, preguntó a dónde se iba, dando en decir que quería ir junto. «¿Estás delirando?», fue lo único que Medeiro Vaz protestó. «Deliré, jefe, perdón pido…». Joé Engracio reverenció.
Medeiro Vaz no era rutinario. Sólo de gran sesudez, de praxis, hombre sentado. A veces venía hablando sordo, de refunfuño. Con él, nadie administraba. De natural callado, siempre aceptaba todo justo y buen consejo. Pero no alababa al coro. ¿Estaban hablando todos juntos? Entonces, Medeiro Vaz no estaba allí. ¿Qué había sido antaño la misma historia suya sabe usted? Cuando mozo, de antepasados de posibles, recibió gran hacienda. Pudo administrar y quedar situado. Pero vinieron las guerras y los desmanes de los yagunzos: todo era muerte y robo, y desrespeto carnal de las mujeres casadas y doncellas, fue imposible cualquier sosiego, desde cuando que aquella inmundicia de locura subió a las sierras y se esparció por los Generales. Entonces, Medeiro Vaz, al final de fuerte pensar, reconoció su deber: lo dejó todo, se deshizo de lo que abarcaba, en tierras y ganados, se liberó leve como si quisiera volver a su solo nacimiento. No tenía bocas de personas, no sostenía herederos forzados. A lo último, hizo el hizo: con sus propias manos prendió fuego en la distinguida casa de la hacienda, hacendón sido de padre, abuelo, bisabuelo; vigiló hasta el vuelo de las cenizas; allí, hoy, hay arboledas. A lo que, ahí era donde la madre estaba enterrada, un cementerio al lado de la espesura; entonces, deshizo cerca, esparció las piedras: pronto, aliviado se juzgaba ahora, nadie podía descubrir, para removerlo con deshonra el lugar donde se conseguían los huesos de los parientes. Entonces, relimpio de todo, escurrido dueño de sí, montó a la gineta, con racimos de armas, reunió una chusma de la gente valerosa, mocedad de los campos, y salió por esos rumbos a imponer la justicia. Durante años, andaba. Dicen que se fue volviendo cada vez más raro. Cuando conoció a Joca Ramiro, encontró entonces una esperanza mayor: para él, Joca Ramiro era el único hombre, par de Francia, capaz de hacerse cargo de este sertón nuestro, mandado por ley de sobregobierno. El hecho es que Joca Ramiro también salía igualmente por justicia y alta política, pero sólo en favor de amigos perseguidos; y conservaba siempre sus buenos haberes. Pero Medeiro Vaz era de una raza de hombres que no encuentra usted ya; yo aún los vi. Tenía una visión tan fuerte que, a su lado, hasta el doctor, el cura y el rico se componían. Podía bendecir o maldecir, y un hombre más joven, por valiente que fuese, no se rebajaba por besar su mano. Por eso, todos nosotros obedecíamos. Cumplíamos llanto y risa, locura de juicio. Teniente en los campos generales era él. Éramos los medeiro-vaces.
Dicha la razón, de buena cara se aceptó cuando conforme Medeiro Vaz con sus pocas palabras: que íbamos a cruzar el Liso del Susuarón y avisar de guerrear en las hondonadas de la Bahía. Hasta, tanto, hubo, notándose un rebullicio de festejo. Lo que nadie todavía no había hecho, sentíamos que podíamos hacerlo. Como fuimos: desde allí, del Vespé, danzamos bajando barrancos y escurridero. Después subimos. La parte de más árboles, de la espesura, crece al caminar hacia las cabeceras. Un buey bravura puede surgir del matorral, muy furiado con que de nosotros nunca supo: viene, tan feo, peor que onza. Se veían bandos tan largos de araras, en el aire, que parecían un paño azul o rojo, desenrollado, deshilachado en los lomos del viento caliente. Entonces, bajamos más todavía y, de repente, llegamos a una bajada toda avistada, feliz de tan apacible, con una laguna muy correcta, rodeada de un buritizal de los más altos, palmera burití, verde que afina y reviste, bellibelleza. Y había los restos de una casa que el tiempo venía destruyendo; y un matorral de bambúes por antiguos plantado; y un ranchito. Allí se llamaba los Bambúes del Buey. Allí habíamos de pernoctar y disponer las finales preparaciones.
Yo estaba de centinela, apartado un cuarto de legua, en un alto altozano. Desde allí, veía aquel movimiento: los hombres, vistos tamañitos como niños, con alegría, como nubes de abejas en flor de arazá, aquel alborozo, como quitándose la ropa y corriendo para aprovechar y bañarse en el redondo azul de la laguna, de donde huían espantados todos los pájaros: las garzas, los yarburúes, los ánades y unos bandos de patos negros. Parecía que por saber que el otro día principiaba el peso de la vida, los compañeros querían ahora únicamente saltar, reír y gozar su porción. Pero diez tenían que quedar siempre pronto, con sus rifles y granaderas, que Medeiro Vaz así lo mandaba. Y, a la tardecita, cuando volvió el viento, era un fino soplado seguido, en las palmas de los buritíes, arrulladas una a una. Y el bosque de bambúes, casi igualmente. Sonido bueno de lluvias. Entonces, Diadorín vino a hacerme compañía. Yo estaba medio dudoso. Tal vez, quien tenía más recelo de lo que iba a suceder era yo mismo. Lo confieso. Yo, aquí, no madrugué en lo de ser valiente; esto es: el valor, en mí, era variable. Ah, en aquellos tiempos no lo sabía, hoy es cuando lo sé: que para que uno se transforme en ruin o en valentón, ah, basta mirarse un minutito en el espejo, porfiando en poner cara de valentía; ¡o cara de ruindad! Pero mi competencia fue comprada a todo costo, caminó con los pies de la edad. Y, le digo a usted, aquello mismo que la gente recela hacer cuando Dios lo manda, después, cuando el diablo lo pide, se realiza. ¡El Condenador! Pero Diadorín estaba de suaves. «Mira, Riobaldo», me dijo, «nuestro destino es de gloria. En hora de desánimo, tú te acuerdas de tu madre; yo me acuerdo de mi padre…». No hables de ellos, Diadorín… Quedarse callados sí que es hablar con los muertos… Me faltó seguridad para responderle lo que me estaba pareciendo. Que mi deseo era poner los dedos, levemente, lo leve, en sus dulces ojos, ocultando, para no tener que tolerar ver así la llamada, hasta qué punto aquellos ojos, me habían siempre —aquella belleza verde— enloquecido, tan imposible.
Dormimos bien. De mañanín —modal de aves y pájaros en revuelo, y píos y cantos— todos discurríamos, nos desparramábamos, atareados, ayudando para lo último. Los odres de cuero fueron henchidos en las nacientes de la laguna y angarillados en las espaldas de los borriquillos. También habíamos traído jumentos, por cuestión de cargar, los caballos todavía pastaban un poco, del pasto-grama que les tapaba los pies. Se decía mucha alegría. Cada uno agarraba también su calabaza de agua y en el morral lo diario de valerse con qué comer: pazoca[10]. Medeiro Vaz, después de no decir nada, dio orden de proseguida. Primero, por delante, fue un bando de cinco hombres, la patrullita. Constante que con nosotros estaban tres buenos rastreadores —Suzarte, Joaquín Beijú y Tipote—, aquel Tipote conocía medios de descubrir hoyos y grutas con lo potable, el Suzarte desempeñaba un olfato de perromaestro y Joaquín Beijú conocía cada rincón de los Generales, de día y de noche, referido deletreado, si quisiera podía mapear un plano. Salimos semovientes. Seis novillos gordos conducíamos, servían para carnear en ruta. De repente, con nosotros apartándonos, todos los pájaros volvían del cielo, que descendían a sus lugares, en punto, en las frescas orillas de la laguna; ah, el parlendaje en el buritizar, qué abaniqueniqueo. Cosa de ver, y el sol, en salto de avance, lejos por el lado de atrás, por cima de los bosques, reventaba, aquella grandiosidad. Día desdoblado.
En eso que nos metimos en un cerrado de mangabas, yendo sin volvencia, hasta cerca de la hora del almuerzo. Pero el terreno aumentaba de soltura. Y los árboles se iban bajando, menorcitos, arregazaban las sayas del suelo. De ir allí sólo algún armadillo, a por miel y mangaba. Después, se acababan las mangabaranas y mangaberinas. Allí donde el campo ensancha. Los urubúes[11] en lo vasto espaciaban. Se acabó el gramal de grama-redonda y espantajo, y árboles espinosos, que hasta las matas eran de planteados haces, pastos asina. Se acababa el gramal en aquellos parajes pardos. Aquello, llegando poco a poco, producía un peso extracto, el mundo envejeciendo, en el descampante. Se acabó el sapé silvestre de la llanura. Mirábamos para atrás. Desde allí, el sol no dejaba mirar a rumbo ninguno. Vi la luz, castigo. Un gavilán golondrina: fue el final de pájaro que publicamos. Hallándose, pues, se estaba en aquel sitio: hacendón de fondo, esponjoso abertal, aborrecido. Era una tierra diferente loca, y laguna de arena. ¿Dónde estarían sus restos, confinantes? El sol vertía en el suelo, con sal, centelleaba. De tarde en tarde, yerbas muertas; y porción de seca planta, como cabellera sin cabeza. Exhalarrastraba la distancia, delante, un amarillo vapor. Y fuego comenzó a entrar, como el aire, en nuestros pobres pechos.
Le expongo a usted que el sucedido sufrimiento sobrefue ya completado al comienzo; desde allí, sólo más aumentaba. Y lo que estaba para ser. Lo que está para suceder: ¡son las palabras! Ah, porque. ¿Por qué? Juro que: exactamente en los instantes de pisar el raso, un sujeto de los compañeros un Juan Bugre, me dijo, o dijo a otro, a mi lado: «… el Hermógenes tiene pautas… Se entendió con el Capiroto…». Yo oí aquello demás. ¡El pacto! Se dice; usted lo sabe. Tontuna. Una persona va, a medianoche, a una encrucijada, y llama fuertemente al Cuyo; y espera. Si siendo, viene que viene un remolino, sin razón, y, arre, comparece una puerca con una nidada de pollitos, si no es una gallina empujando una barrigada de lechones. Todo equivocado, remedador, sin completamiento… ¿Entiende usted imaginariamente? El crespo —la gente se sujeta— da entonces un olor de pez quemada. Y lo dicho: ¡el Cojo toma especie, se forma! Es preciso conservar el valor. Se firma el pacto. Se firma con sangre de persona. El pagar es el alma. Mucho más después. ¿Lo ve usted? Superstición parva. ¡Sandeces!… «El Hermógenes tiene pautas…». Probé. Lo admití. ¿Nadie podía con él? El Hermógenes: demonio. Sí, sólo esto. Era él mismo.
Las personas vinimos del infierno —todos nosotros—, mi compadre Quelemén instruye. De unos lugares inferiores, tan monstruo-miedosos que Cristo mismo sólo consiguió hundir allí un momento la gracia de su sustancia iluminable en las tinieblas de la víspera del Tercer Día. ¿Quiere creerlo usted? Que allí el placer trivial de cada uno es hacer judiadas a los demás, buen atormentar, y el calor y el frío persiguen más; y, para digerir lo que se come, es preciso hacer fuerzas en mitad, con fuertes dolores; y hasta respirar cuesta dolor; y ningún sosiego no se tiene. ¿Si me lo creo? Lo encuentro discutible. Repienso en el campamento de la Macaúba de la Jaíba, en vista de lo que vi y asaz me contaron; y en otros: las ruindades rutinarias que ejecutaban en tantos pobres campamentos: baleando, flaqueando, destripando, agujereando los ojos, cortando lenguas y orejas, no economizando a las criaturas pequeñas, disparando sobre la inocencia del ganado, quemando personas medio vivas todavía, en la orilla de estragos de sangres… ¿No han venido esos del infierno? Recuerdos. Se ve que han subido antes del plazo, me figuro que con destajo de castigar a los demás, ejemplificación para nunca olvidarse de lo que está reinando por debajo. Y más, que muchos recaen para allá, en muriendo… Vivir es muy peligroso.
Pero lo infernal, también estábamos midiéndolo. Digo. Igual, igualmente. Las lluvias ya estaban olvidadas, y el meollo del mal del sertón residía allí, era un sol en lo hueco. Avanzábamos unas pocas brazas, y pisábamos la densidad de la arenaza, arena que se escabullía, sin firmeza, echando para atrás los cascos de los caballos. Después, nos encontrábamos en un entrenzado de viceversa, con espinos y rastrojo de graviá, de áspera raza, verdinegro, color de culebra. No teniendo camino. Desde allí, se llega a un duro rosado o ceniciento, agrietado y escabroso; a desentenderse de aquello, los caballos se respingaban. Diadorín —siempre aplomada la cabeza— con su sonrisa me doblaba el ansiar. Como si dijese: «Eh valientes somos, echaos p'alante, más que nadie; que vamos a padecer y morir por aquí…». Los medeiro-vaces… ¿Se había adelantado Medeiro Vaz, con los que rastreaban? ¿Se podría, aún, retroceder? Poco a poco, vi visiones. Los compañeros prosiguiendo, sólo prosiguiendo, recelé tener un vértigo, como atontamiento de cogorza. ¿Habría yo de saber por qué? Me parece que procedía de excesos de ideas, pues caminatas peores ya había hecho, a caballo o a pie, bajo el tuestasol. Miedo, mi miedo. Aguanté. Me pesaba tanto todo lo que iba cargando; sentía las correas de los correajes, las formas. A la legua y media de andada, bebí mi primera chupada de agua, de la calabaza: sentía avaricias. Alguna justa noción no consideré, pensaba descoyuntadamente. Hasta que tropezamos. Hasta que, en el mismo modelo de lugar, sin mudanza ninguna, ningún árbol ni barranco, ni nada, se vio al sol deslizarse a un lado y armarse la noche por el otro. Ni auxilié en hacerme cargo de los bueyes, ni en soltarles a los burros la albarda. ¿Dónde iban a poder pastar los animales? Se redondeó la noche, noche sin boca. Desenjaecé, maniaté al animal, caí y dormí. Pero, en el extremo de adormecerme, todavía cavilé dos cosas, ¡por éstas!: ¿que Medeiro Vaz era un insensato? Y que ¡el Hermógenes era un pactario! Pienso que esos frenos cerraron mis ojos. De Diadorín, ahí que yace descansando a mi lado, así oí: «Duerme, pues, Riobaldo, todo ha de resultar bien…». Más bien palabras que punzaron en mí una comezón casada; pero su voz era el ea-ea para la nana de mi cuerpo. Noche aquella, astucia de sueño que yo tuve: Diadorín pasando por debajo de un arcoíris. Ah, si pudiese gustarme: los gustares…
¿Cómo voy a poner orden para decirle a usted la continuación del martirio, desde que quebró el alba, al siguiente, en la brumalba de aquel fallecido amanecer, sin esperanza en nada, sin lo sencillo de los pajaritos faltadores? Nos fuimos. Yo bajaba los ojos para no retener los horizontes, que cancelados no alteraban, complementaban. Del sol y de todo, usted puede completar, imaginado; lo que no puede, para usted, es haber sido, vivido. Sepa tan sólo: el Liso del Susuarón concebía silencio y producía una maldad ¡como una persona! No destruí aquellos pensamientos: ir, e ir, venir: ¡y solo!; y que Medeiro Vaz era demente, siempre existiendo enloqueciente, sólo que ahora peor, se destapaba; era lo que yo tenía urgencia de gritar: ¿Y los otros, los compañeros, qué es lo que los otros pensaban? ¡Qué se yo! Seguro que nadas y nones —iban como de costumbre—, sertaneros tan sufridos. El yagunzo es hombre ya medio desistido de por sí… ¡La calamidad de lo caliente! Y el abrasamiento, lo estufoso, el dolor del calor en todos los cuerpos que tenemos. Los caballos venteando; sólo se oía su resoplo, cava-balanceos, y el trabajo costoso de sus pisadas. Ni menos señal de sombra. Agua no había, pasto no había. De beber a los caballos en artesa de cuero hecha, y dosificar de a mitad, estirando ellos los pescuezos para pedir, miraban como a sus cascos, mostrando todo lo que se vencían en el esfuerzo, y cada quedar de bebida tenía que ser ahorrado. Se iba yendo, la pesadilla. Pesadilla misma, de delirios. Los caballos gemían incredulidad. Ya poco facilitaban. Y nosotros estábamos perdidos. Ningún pozo se encontraba. Toda aquella gente se surumpeaba con los ojos rojizos, se amorataban las caras. La luz asesinaba demás. Y dábamos vueltas, olfateando los rastreadores, buscando. Ya había quien besaba los escapularios, se rezaba. Por mi parte, entregué el alma al cuerpo, inclinado hacia la silla, en un rompimiento. Hasta la frente se me volvió plomo. ¿Vale la valentía a todas horas? Repensé cosas de cabeza-blanca. ¿O estaba desvariando? La añoranza que me resultó fue la de Otacilia. Moza que daba amor por mí, existía en las Sierras de los Generales —Buritíes Altos, fuente de vereda—, en la Hacienda Santa Catalina. Me refresqué con ella, como en el decir de una música, otra agua probaba yo. Otacilia quería vivir o morir conmigo, que nos casásemos. La añoranza se mantuvo corta. A partir de unos versos:
Burití, palmera mía,
en la vereda de allá;
casita del lado izquierdo,
ojitos de ola del mar…
Pero siendo los ojos verdes los de Diadorín. Mi amor de plata y mi amor de oro. De dolerme, mi vista se despista, se empañaba de renube, y no encontré término para mirar al cielo. Tuve pena del pescuezo de mi caballo: mocetón, tabla sudante, padeciente. ¡Volver para atrás, para las buenas sierras! Yo veía, quería ver, antes de cascarla, un pájaro volando sin movimiento, el suelo fresco removido por el hocico de un tapir, el cabecear de los árboles, la risa del aire y el fuego perfecto de una arara. ¿Sabe usted lo que es el rasque de un viento, sin una mata, sin una tapia que lo retrase? Diadorín no se apartó de mi lado. El caso es que balanceaba la cabeza, pensando adivinó que yo resbalaba lejos de él con mis pensamientos. «Riobaldo, no matamos a Ana Duzuza… No hicimos nada reprobable…», dijo. Y yo, no respondiendo. Ahora, ¿qué era lo que aquello me importaba: de perjuicios y castigos? Y ambicionaba el buen desliz manso de un arroyo en las lajas, el buen perderse de un riachuelo bosque adentro. Y advertí memoria de los últimos pájaros de los Bambúes del Buey. Aquellos pájaros ventilaban. Gritaban contra nosotros, cada uno asía su sombra en un palmo vivo de agua. Lo mejor de todo es el agua. En lo escaldado… «Si salgo de aquí con vida, deserto del yaguncismo, voy y me caso con Otacilia», juré, propuesta de todos mis sufrimientos. Pero incluso después, en aquella hora, yo no quería a nadie: ¡sólo me quería a mí, a mí! Yo era nuevo en lo viejo del infierno. El día de desexistir uno está por decreto: por eso es por lo que todavía hoy me ve usted aquí. Ah, y los pozos no se encontraban… Alguno se había declarado ya muerto. El Miquín, un rapaz serio sincero, que mucho valía en el guerreo, parose y se rió: «¿No será una suerte?». Después, sufrimos el grito de uno, delante: «Estoy ciego…». Pero aquél, el de lo peor, cayó total, vuelto retorcido; embarazando los pasos de las monturas. De repente, uno gruñó, reclamó por lo bajo. Otro también. Los caballos estaban atontados. Vi un corro de caras de hombres. Suyas las caras. Creo que alguno hasta las orejas las tenía cenicientas. Y otro: otro ennegrecido, y sangraba por las ventanillas y por los buches de los ojos. ¿No atendía a nada Medeiro Vaz? Oí mis venas. Allí, caminando, pude agarrar la rienda del animal de Diadorín —aquellas piezas dolieron en mi mano—, pensé que quedé un instante inclinado: «¡De aquí, de este mismo lugar no me voy! ¡Sólo arrastrado vencido!», pero hablé. Diadorín pareció de piedra, perro que mira. Sin embargo me miró con firmeza, con aquella belleza que nada hacía cambiar. «Pues vamos a volver, Riobaldo… Que veo que nada salió viable…». «¡En tal tiempo!», retruqué, más fuerte, ronco como guariba[12]. Fue ahí cuando el caballo de Diadorín se desfondó abierto, extendido en el suelo, y se agonizó. Yo me apeé del mío. Medeiro Vaz estaba allí con un aspecto repartido. Gente compañera, alrededor, se sofocaba, por el resultado. «¿Tenemos que volver, jefe?», solicitó Diadorín. Acabó de hablar y suspendió un gesto, hacia nosotros: que nos refrenásemos. Buen tono; pero se veía que Medeiro Vaz no podía querer otra que no fuese lo que Diadorín preguntaba. Medeiro Vaz, entonces, por primera vez, abrió las manos a los lados, por no poder hacer nada; y se mantuvo con los hombros bajos. Más no vi, y entendí. Cogí mi calabaza, eché un trago, amargo de hiel. Pero era el final ya de volverse. Dios me dijo. Y —sépalo usted— de sopetón ya estaba yo remozado, sano, dispuesto. Todos influidos así. Para atrás, siempre da gusto. Diadorín palpó mi brazo. Vi: sus ojos rezumantes. Por mor que, después, supe que la idea de atravesar el Liso del Susuarón fue él, Diadorín, quien a Medeiro Vaz la había aconsejado.
Mas ¿para qué contarle a usted, de pe a pa, lo demás que merecimos? Basta la imagen ligera de todo. Conforme Dios fue Servido, de allí, del estallar del sol, pudimos salir sin mayores estragos. Esto es, unos hombres muertos, además de muchos de los caballos. Incluso lo más grave ocurrido, que nos quedamos sin los burros, huidos por infelices, y la carga casi toda, con las provisiones, perdimos nosotros. Sólo no acabamos desaparecidos extraviados por medio del regular de las estrellas. Como fue. Salimos de allí en un pintar de aurora. Y en lugares errados. Más no se podía. Cielo alto y el retraso de la luna. Con los otros padecimientos nuestros, la gente maquinaba cosidos de hambre —no encontrábamos caza— hasta que abatieron a bala un mono voluminoso, lo trincharon, lo cuartearon y estaban comiendo. Lo probé. Diadorín no llegó a probarlo. Por cuanto que —se lo juro a usted— mientras estaban asando más todavía, y manducando, se supo que el corpulento no era bugío, no le encontraban el rabo. ¡Era hombre humano, morador, uno llamado José dos Alvés! Su madre vino de aviso, llorando y explicando: era criatura de Dios, aunque desnudo por falta de ropa… Es decir, tanto no, pues ella misma todavía estaba vestida con unos trapos, pero el hilo también se escabullía así por los bosques, por perjudicado de la cabeza. Fue un asombro. La mujer, hincada de rodillas, suplicaba. Alguno dijo: «Ahora que está bien fallecido, se come lo que no es el alma, para que no muramos todos…». No nos hizo gracia. No, no comieron más, no pudieron. Para acompañar, no tenían ni harina. Y yo desahogué. Otros, también vomitaban. La mujer rogaba. Medeiro Vaz se postró, con fiebre; varios, con perrendengue. «¡Ay!, ¿entonces es el hambre?», insultaban unos. Pero otros consiguieron información de la mujer: que había, cosa de un cuarto de legua de allí, un mandiocal abundante. «¡Arre, que no!», oí gritar, que, seguro, por venganza, la mujer había enseñado aquello por ser mandioca venenosa. Aquéllos miraban con terrible rabia. Entonces, el Yacaré cogió una tierra, de una calidad que dicen que es de buen provecho, y sabrosa. Me dio, comí sin encontrarle sabor, sólo el pegapega extraño, y engañaba al estómago. Mejor era engullir yerbas y hojas. Pero algunos ya llenaban hasta la mochila con turrón de aquella tierra. Diadorín comió. La mujer también aceptó, la pobre. Después Medeiro Vaz lo pasó mal, otros tenían dolores, pensaban que la carne humana envenenaba. Muchos estaban enfermos, sangrando de las encías, y con manchas rojas en el cuerpo, y condenado doler de piernas, hinchadas. Yo cumplía una disentería, llegaba a darme asco de mí en medio de los otros. Pero pudimos llegar a la orilla del de los Bueyes, en la Laguna Susuarana, allí, pescamos. Nos llevamos a aquella mujer, todo el tiempo; ella temía que le faltase otra cosa de comer, y serviría. «¡Quien quiera meterse con ella, aquí estoy yo!», aseveró Diadorín. «¡Y yo!», secundé a su lado. Mataron una capibara gorda, por fin. De un generalista roto, conseguimos harina de burití; siempre era una ayuda. Y seguimos la corriente que arranca de la Laguna Susuarana, y que recibe el del Jenipago y la Vereda-del-Vitorino, y que vierte en el Río Panderos; éste tiene cascadas que cantan, y es de aguas tan teñidas que los papagayos vuelan por cima y gritan, sin ponerse de acuerdo: ¡Es verde! ¡Es azul! ¡Es verde! ¡Es verde!… Y, lejos, piedra roja remelosa vi, Santas aguas, por vecinas. Y era bonito, al correr campo abajo, las flores del capitán-de-sala, todas rojas y anaranjadas, rebrillando estremecidas, de reflejo. «Es el caballero-de-la-sala…», dijo Diadorín, entusiasmado. Pero el Alaripe, cerca de nosotros, sacudió la cabeza. «En mi tierra, el nombre de ésa —dijo— es doñajuana… Pero su leche es venenosa…».
Desbaratados estábamos nosotros, defraudados en aquel fregado. Desanimados sí que no. Ninguno se quejaba, hijos de día, me parece incluso que nadie pensaba en darle importancia. El yagunzo es eso. El yagunzo no se cabrea con pérdida ni derrota; casi que todo le es igual. Nunca lo vi. Para él, la vida ya está establecida: comer, beber, apreciar mujer, reñir, y el fin final. ¿Y todo el mundo no presume así? ¿El hacendero tampoco? Lo que quieren es trueno en octubre y el granero lleno de arroz. Todo lo que yo mismo, de lo que mal hube, me olvidaba. Tornaba a tener fe en la claridad de Medeiro Vaz, no le maldecía más, digo. Confianza —usted sabe— no se saca de las cosas hechas o perfectas: A lo que rodea es a lo caliente de la persona. Y distraje a mi espíritu de ir a buscar a Otacilia, pedirla en casamiento, mandato de virtud. Fui fuego después de ser ceniza. Ah, a alguien, esto sí que sí, tiene uno que avasallar. Mire: Dios come a escondidas y el diablo sale por todas partes lamiendo el plato… Pero a mí me gustaba Diadorín para poder saber que estos generales son hermosos.
Talmente, también, hacía falta tomar reposo y aguardo. Por medios y modos, proveímos arreglados animales de montura, acampamos unos días en una hacienda hospitalaria en la Vereda del Alegre y vinimos viniendo atravesando el Parto y el Acarí; en todas partes éramos bien recibidos. En lo que se tardó fue en encontrar señal de los bandos de los Judas. Pero nuestra ventaja era que todos los moradores pertenecían a nuestro lado. Medeiro Vaz no maltrataba a nadie sin necesidad justa, no tomaba nada a la fuerza, ni consentía en desatinos de sus hombres. Parábamos en un lugar, las personas venían, daban lo que podían, en comidas, otros presentes. Pero los hermógenes y los ricardones robaban, desfloraban demasiado, determinaban saqueo en cualquier lugarejo insignificante, persistían como peste. En la ocasión, el Hermógenes costeaba la Bahía de allá, se supo, y eran un mundo enorme de mala gente. ¿Y el Ricardón? Que se estuviese, que esperase. Dando medias andadas, llegamos a un punto-verdadero, a un Burití-del-Zé. El dueño de allá, Sebastián Vieira, tenía corral y casa. Y guardaba munición nuestra: más de diez mil tiros de bala.
¿Por qué no se armó combate, después, en todos aquellos meses? La verdad le digo: los soldados del Gobierno nos perseguían. El Mayor Oliveira, el Teniente Ramiz y el Capitán Melo Franco, aquéllos no concedían espacio. Y lo que Medeiro Vaz pensaba era un pensamiento: que nos manemboscásemos para no guerrear con ellos, no desperdiciarse: que porque nuestras armas guardaban un destino, de deber. Nos escabullíamos, nos bandeábamos. De riachuelo en riachuelo, como los buritíes enseñan, atravesábamos para atrás. Se pasaba el Piratinga, que es hondo, se pasaba: o en el Vado de la Mata o en el Vado de la Boyada; o sino, cogiendo por más abajo, el Santo Domingo, por el Vado de José Pedro. Sino, subíamos orilla de éste hasta las fuentes, en el San Dominguito. Lo que de importante, que se tenía que estudiar, era avanzar de prisa en los buenos pasos de las divisorias, cuando el militar se venía previendo empujando. Es preciso saberse los trechos de bajar para Goiás: en inclinándose para Goiás, la llanura por allí va terminando, se despeña. Tiene quiebracarros y laderas terribles bermejas. Mire: muy para allá, vi lugares de tierra quemada y suelo que da sonido: un extraño. ¡Mundo extravagante! Matorral del Jatobacito: de miedo de nosotros, un hombre se ahorcó. Por ahí, extremando, se llegaba hasta en el Jalapón —¿quién conoce aquello?— tablero llanoso, proporema. Pues allá, un generalista me pidió que fuese padrino de su hijo. El niño recibió el nombre de Diadorín, también. Ah, quien ofició fue el cura de los bahianos, sépalo usted: población de un poblado bahiano, entera, que marchaba de mudada; hombres, mujeres, las crías, los viejos, el cura con sus pertrechos y cruz y la imagen de la iglesia; teniendo hasta bandica-de-música, como se fueron con todos, pareciendo nación de indio maracatú. Iban a los diamantes, tan lejos, diciendo ellos: «en los ríos…». Unos arreaban jumentos de almocreve, otros cargaban sus cosas: sacos de víveres, envoltorios de ropa, red de caroá en bandolera. El cura, con sombrero-de-cuero paratrasado. Únicamente era una procesión sensata llenando camino, a las polvaredas, con el plequeteo de las alpargatas, las viejas echaban letanías, gente cantable. Rezaban, yendo de la miseria para la riqueza. Y, por el placer de tomar parte en el confortamiento de la religión, acompañamos a aquellos hasta la Villa de la Piedra-de-Amolar. Allí sopla del lado del poniente en el tiempo-de-las-aguas; en la sequía, el viento viene de este rumbo de aquí. El cortejo de los bahianos daba comparanza con una fiesta. En el sertón, hasta un simple entierro es fiesta.
A veces yo pienso: sería caso de que se reuniesen personas de fe y posición, en algún apropiado lugar, en medio de los campos generales, para vivir sólo en altos rezos, fortísimos, alabando a Dios y pidiendo gloria del perdón del mundo. Todos iban compareciendo, allá se levantaba una enorme iglesia, no había más crímenes, ni ambición, y todo sufrimiento se desbordaba en Dios, dado luego, hasta la hora de cada muerte cantar. Raciociné esto con mi compadre Quelemén, y él dudó con la cabeza: «Riobaldo, la cosecha es común pero la mies está sola…», docto me respondió.
Mi compadre Quelemén es un hombre fuera de proyectos. Vaya usted allí, al Jijuján. Vaya ahora, mes de junio. El lucero del alba sale a las tres, madrugada buena helada. Es el tiempo de la caña. Ve usted, en lo oscuro, un quiébrase-el-pecho: y es él mismo, ya risueño y sudado, ingeniando su moler. Se bebe usted una cumba de guarapo y le da recuerdos míos. Hombre de mansa ley, corazón tan blanco y grande de bueno que hasta a una persona muy alegre o muy triste le gusta poder conversar con él.
Todo así, lo que mi vocación pedía era un hacendón de Dios, colocado en lo más cumbre, braseándose incienso en las lindes de los cultivos, el pueblo entonando himnos, hasta los pájaros y bichos venían a bisar. ¿Se lo imagina usted? Gente sana valiente, queriendo sólo el Cielo, finalizando. Pero distinto de lo que se ve, ora acá ora allá. Como le dio a una moza, en el Barrizal-Nuevo, aquélla desistió un día de comer y sólo bebiendo por día tres gotas de agua de pila bendita, a su alrededor empezaron los milagros. Pero el delegado regional llegó, trajo a los reclutas, determinó el desbanden del pueblo, trasegaron a la moza para el hospicio de los locos, en la capital, se dice que allí fue ella mala para comer, por armamiento de sonda. ¿Tenían derecho? ¿Estaba bien? Medio modo, creo que fue bueno. Aquello no era lo que en mi creencia yo apreciaba. Porque, en un crujido de tiempo, ya habían surgido viniendo millares de ésos, para pedir cura, los enfermos condenados: lázaros de lepra, tullidos por horribles formas, heridientos, los ciegos más sin gestos, locos encadenados, idiotas, héticos e hidrópicos, de todo: criaturas que hedían. Si usted hubiera visto aquello, usted se desanimaba. Sentía un gran asco. Ya lo sé: el asco es invención del Que-No-Hay, para estorbar que se tenga dolor. Y aquella gente gritaba, exigían salud expedita, rezaban alto, discutían unos con otros, desesperaban de fe sin virtud; lo que requerían era sanar, no deseaban Cielo ninguno. Viendo asaz, se espantaría de la seriedad del mundo para poder lo que no se quiere. Será acierto que los tullimientos y fealdades estén bien convenientemente repartidos, en los rincones de los lugares. Sino, se perdía cualquier valor. El sertón está lleno de ésos. Sólo cuando se jornadea de yagunzo, en lo tieso de las marchas, praxis de ir en movimiento, no se nota tanto: el estatuto de miserias y enfermedades. La guerra divierte; el demonio lo piensa.
Mire vea: un matrimonio, en el Río de Borá, de aquí lejos, sólo porque marido y mujer eran primos carnales, sus cuatro niños fueron naciendo con la peor transformación que hay: sin brazos y sin piernas, sólo las cepas… ¡Arre, no puedo figurar mi idea en aquello! Le refiero a usted: otro doctor, doctor rapaz, que explotaba las piedras turmalinas en el valle del Arasuaí, discurrió diciéndome que la vida de la gente encarna y reencarna, por progreso propio, pero que Dios no hay. Estremezco. ¡¿Cómo no haber Dios?! Con Dios existiendo, todo de esperanza: siempre un milagro es posible, el mundo se resuelve. Pero, si no hay Dios, estamos perdidos en el vaivén, y la vida es burra. Es el abierto peligro de las grandes y pequeñas horas, no pudiendo facilitarse, es todo contra los acasos. Habiendo Dios, es menos grave descuidarse un poquito, pues al final sale bien. Pero, si no hay Dios, entonces ¡uno no tiene licencia de cosa ninguna! Porque existe el dolor. Y la vida del hombre está presa arrinconada, yerra y rumbo, da en lesiones como ésas, de los niños sin piernas y brazos. ¿No duele el dolor hasta en las criaturitas y bichos, y en los locos, no duele sin hacer falta que se tenga razón ni conocimiento? ¿Y no nacen siempre las personas?, miedo tengo no de ver muerte, sino de ver nacimiento. Miedo misterioso. ¿No lo ve usted? Lo que no es Dios es estado del demonio. Dios existe hasta cuando no hay. Pero el demonio no hace falta que exista para que lo haya; sabiendo uno que no existe, entonces es cuando toma cuenta de todo. El infierno es un sin-fin que no se puede ver. Pero la gente quiere cielo porque quiere un fin: pero un fin con después de él, viéndolo uno todo. Si estoy hablando a locas, córteme usted. Mi modo es éste. Nací para no haber hombre igual en mis gustos. Lo que yo envidio es su instrucción de usted…
De Arasuaí, traje una piedra de topacio.
Esto, ¿sabe usted por qué yo había ido allí de aquellos lados? De mí le cuento. ¿Cómo se puede gustar lo verdadero en lo falso? Amistad con ilusión de desilusión. Vida muy esponjosa. Yo marchaba bien, pero tenía sueños que me fatigaban. De los que uno se despierta despacio. ¿El amor? Pájaro que pone huevos de hierro. Peor fue cuando empecé a enganchar crudas mis noches, sin coger el sueño. Diadorín era aquella estrecha persona: no hacía trasparecer lo que cavilaba profundamente, ni lo que presumía. Creo que yo también era así. ¿Quería saber yo de él? Sólo si quería y no quería. Ni para definirse callado, en sí, un asunto contrario absurdo, no concede proseguimiento. Volví a los fríos de la razón. Ahora, destino de uno, vea usted: yo traje la piedra de topacio para dar a Diadorín; se quedó siendo para Otacilia, por regalo; ¡y hoy se posee en mano de mi mujer!
¿O cuento mal? Recuento.
A lo que en los campamentos, al pie de unas zarzas, zarcal, cabo de vega. Hasta en favorable allí evitar que los caballos se escabullesen, por haber pasto natural, en el que echarse, y corrales falsos, de coger ganado bravura. Naturaleza bonita, la hierba mullida. Reveo, del todo, aquel día por día. Diadorín se quedaba algún tiempo con una calabaza entre las dos manos, yo la miraba. «Sea por ser, Riobaldo, que en breve rompemos para delante. Estas vez tenemos guerra…», pronunció, con placer, como siempre cuando así, en vísperas. Pero balanceó la calabaza: tenía un chisme dentro, un hierro, lo que me produjo disgusto; taco de hierro sin utilidad, sólo para producir disgusto en uno. «¡Echa eso fuera, Diadorín!», dije. Él no contestó, y me miró de una dudada manera, ni que yo hubiese hablado causa imposible. En lo que, guardó el pedazo de hiero en el bolsillo. Y se quedaba toda-la-vida con la calabaza en las manos, era una calabaza bahiana fabricada, dibujada con capricho, pero sirviendo ahora de enojo. Y, como me diera sed, cogí mi vaso de cuerno labrado, que nunca se rompe y fuimos a coger agua de un pozo que él me dijo. Estaba escondido por una palmera; una de nombre que no sé, de corta altura, pero regorda, y con llenas palmas vueltas para arriba y después para abajo, hasta posar en el suelo las puntas. Todas las palmas tan lisas, tan juntas, cerraban un cobertizo, remedando choza de indio. Firmo que fue de ver unas así de lo que los bugres sacaron la idea de formar sus casuchas. Allí, curvándonos, apartábamos el follaje, entrábamos. El pozo se abría redondo, casi, u ovalado. Como en lo recóndito del mato, allí dentrín toda la luz verdea. Pero el agua misma, azul, de un azul si lo hay, que luego se hacía violeta. Ah, mi corazón fue fuerte. Sofistiqué: ¿y si Diadorín clavase en mí los ojos, me declarase las todas palabras? Reacciono que repelía. ¿Yo? ¡Asco! Diadorín se encontraba normal, parado, observándolo todo sin importancia. No provenía secreto. ¿Y yo tuve decepción de logro por cuenta de aquel sensato silencio? Me incliné; iban a catar el agua. Pero, cómo, se vio un bicho: rana brusca, feosa: echando pompas que la superficie rompían discordes. Diadorín desconversó y desapareció por allá, por ahí, de acuerdo con sus rarezas, de siempre desaparecer a veces y volver a aparecer sin menos. Ah, ¿quién hace eso no es por ser y saberse persona culpable?
En lo que me fui para un grupo de compañeros; aquéllos estaban jugando al buzo[13], llenando holganza. Por acortar, que la compañerada, en aquellos últimos tiempos me importunaba con un fastidio, a todos los encontraba muy ignorantes, groseros sujetos. Sólo que en aquel momento yo quería su blanda presencia —fulano y mengano y zutano y romano—, personal ordinario. A lo que, incluso sin hambre, me providencié una yacuba[14], al come-y-calla. Y quise, que hasta me pregunté pensar en la vida: «¿Pienso?». Pero fue en el instante en que todos levantaron las caras: sólo por haber un bullicio, acullá, en la vuelta en que empezaba la vertiente, donde había otros que llamaban mucho, especial, haciendo señas. Pues fuimos, ligeros, a ver el qué, superando el desánimo.
Lo que pasaba era una recua, los diferentes lotes de burros, que venían de San Román, llevaban sal a Goiás. Y el arriero maestro relatando una infeliz noticia, de esas de la vida. «¿Era alto, facciones anchas, dentón?», Medeiro Vaz exigió certidumbre. «Mire, pues lo era —respondió el arriero— y, antes de morir, dio el nombre que era Santos-Reis… Más no propuso decir, porque ahí se exhaló. Comandante, créame usted, tuvimos mucha pena…». La gente, alrededor, se consternaba. Aquellos arrieros, en el Cururú, habían encontrado al Santos-Reis, que se moría urgente; habían encendido vela, y enterrado. ¿Fiebres? Por lo menos —más— que el alma descanse. Nos quitamos los sombreros, en voto todos de bendiciendo. Y el Santos-Reis era el hombre que vivo hacía más falta: estaba viajando para traer recado y combinación de parte de Só Candelario y Titán Pasos, jefes a nuestro favor del otro lado del Río.
«Ahora, alguien tiene que ir…», decidió Medeiro Vaz, mirando salteado; ¡amén!, nos apreciábamos. Yo observé, pescando a Diadorín, que allí bien enfrente de mí se portaba, hasta aseguraba un verduguillo de pasto, consideré en él cierto propósito, de desafío tunante. Aparté las vistas. Requerí, di un paso: «Si siendo órdenes, Jefe, lo que me gustaría sería ir…», Medeiro Vaz se limpió la garganta. A medias, yo me estaba lanzando, más provocando prosapia, dudoso de que él consintiese; ¿con lo buen tirador que yo era, el mejor y mayor, me necesitaban, habían de querer mandarme escotero, decidor de mensaje? Y ahí se dio lo que se dio: el esto es, ¡Medeiro Vaz estuvo de acuerdo! «Pero tienes que llevar un compañero…», propuso. ¿Ahí entre tanto no debía yo callar, dejar ajena la elección del segundo, que no me competía? Ah, ansia: que no quería lo que ciertamente quería, y que podía originarse de repente… y el deseo de fin, que me venía ahora a rechinar en la boca, me llevó a un avance… «Siendo órdenes suyas, Jefe, el Sesfredo viene conmigo…», hablé. Ni miré a Diadorín, Medeiro Vaz aprobó. Me encaró, demasiado, y despachó durísimo: «¡Ve entonces y en el camino no mueras!». Siendo que Medeiro Vaz, por aquel tiempo, ya acusaba enfermedad, la casi acabada: en el peso del aliento y en el desarreglo de los rasgos. Estaba amarillo almacigado, se curvaba sin querer y decían que gemía al verter aguas. Ah, pero otro igual no conocí yo. ¡Quiero ver al hombre de este hombre! Medeiro Vaz: el Rey de los Generales…
¿Por qué era por lo que yo estaba procediendo así sin reflexión? ¿Señor, lo sé? Vaya usted poniendo su percibir. Uno vive repetido lo repetido y, resbaladizo, en un minuto, ya está empujado en otra rama. Hubiese acertado yo con lo que después supe sabiendo, más allá de tantos asombros… Uno está siempre en lo oscuro, sólo que en lo último postrero es cuando iluminan la sala. Digo: lo real no está en la salida ni la llegada: cuando se dispone para uno es en mitad de la travesía. ¡Bien tonto que fui! Hoy en día no me quejo de cosa ninguna. No saco sombras de los agujeros. Pero, también, no hay manera de bajar de remordimiento. Sí, sólo de una cosa. Y de esa misma, lo que tengo es miedo. Mientras se tiene miedo, me parece que hasta el buen remordimiento no se puede criar, no es posible. Mi vida no deja bien-factorías. Pero me confesé con siete curas, acerté con siete absoluciones. En medio de la noche despierto y me peleo por rezar. Puedo. ¡Siendo que pueda, mi sudor no se enfría! Excúseme usted tanto decir.
Mire vea lo que uno es: apenas de allí a un instante, ensillando yo mi caballo y apañando mis alforjas, y ya me entristecía mucho. Diadorín me observaba de lejos, afectando una especie de vaguedad. Al despedirme, tuve precisión de decirle bajito: «Por tu padre voy, amigo, hermano-oh-mano. Por vengar a Joca Ramiro…». Mi flaqueza adulatoria. Pero él respondió: «Viaje bueno, Riobaldo. Y buena suerte…». Despedirse da fiebre.
Galopando junto con el Sesfredo, abandoné aquel lugar del Burití de las Tres Ringleras. Pesares que me desenrollaban. Y entonces descifré mi arranque de haber querido venir con el Sesfredo. Que él, se sabía, había dejado, hacía muchos años, en tierras de Jequitiñoña, una moza que enamoraba, y que era la mocita de cabellos rubios. «Sesfredo, cuéntame, háblame de aquel acontecer…», no bien habíamos andado cien brazas ya le pedía yo. Era como si yo tuviese que cazar prestada una sombra de un amor. «¿Y tú no vuelves por allí, Sesfredo? ¿Tú aguantas el existir?», pregunté. «Lo guardo para tener a veces añoranzas. ¡Berimbau! Añoranza sólo…», y ensanchó las narices de tanta risa. Vi que la historia de la moza era falsa. Inventando, poco se gana. La regla del mundo está muy dividida. El Sesfredo comía mucho. Y sabía silbar seguido, copiando el de muchos pájaros.
Por lo viable, yo tenía que atravesar las tantas tierras y municipios, ejecutamos un viaje por este Norte, media general. Así conozco las provincias del Estado, no hay donde yo no haya aparecido. A lo que vinimos por Extrema de Santa María-Barrizal Claro-Cabeza de Negro-Arroyo Piedra del Gervasio-Acarí-Viera y Hondo buscando manera de aproximarse al San Francisco. Novedad no hubo. Pasamos en una barca. Sólo andar siempre para las fuentes, directamente encima del Tremedal, llamadas hoy Monte-Azul. Sabíamos: un personal nuestro traspasaba por allí, en la Jaíba, hasta la Sierra Blanca, bravas tierras vacías del Río Verde-Grande. De madrugada, despertamos en su ventana a un viejecillo, dueño de un bananar. El viejecillo era amigo, ejecutó el recado. De ahí a cinco madrugadas, retornamos. Era para que viniese alguien, quien vino fue Juan Goañá, el propio. Y las descripciones que dio fueron, de todas las peores. ¿Só Candelario? Muerto en tiroteo de combate, ametralladoras habían serrado su cuerpo, al sesgo, por cima de la cintura. El Alipio, preso, llevado a la cárcel de algún lugar. ¿Titán Pasos? Ah, perseguido por una soldadesca, tuvo que escapar para la Bahía, mediante la protección del Coronel Horacio de Matos. Sólo Juan Goañá era quien todavía estaba. Comandaba el saldo de unos hombres, los pocos. Pero valor y munición no faltaban. «¿Y los Judas?», pregunté, con triste raciocinio: ¿por qué los soldados no dejaban en paz a la gente, pero no terciaban con aquéllos? «Se dice que tienen una protección negra…», me aclaró Juan Goañá: «El Hermógenes hizo el pacto. Es el demonio rabudo quien lucha por él…». En eso, todos creían. Por la flaqueza de mi miedo y por la fuerza de mi odio, creo que yo fui el primero que creí.
Todavía dijo Juan Goañá que estábamos en brevedad. Porque él sabía que los Judas, reforzados, habían resuelto pasar el Río por dos lugares y marchar encima de Medeiro Vaz para acabar con él de una vez, en el país de allá. De donde, por el peligro Medeiro Vaz nos necesitaba.
Pero no pudimos. Apenas enderezamos para la Cascada del Salto y tropezamos con tropa de soldados: el Teniente Plinio. Fue fuego. Huimos. Fuego en el Yacaré Grande: el Teniente Rosalvo. Fuego en el Jatobá Torcido: el Sargento Leandro. Dimos la vuelta. Sobre entonces, me sentí peor de suerte que una pulga entre dos dedos. En el formato de la forma, yo no era el valiente ni mencionado medroso. Yo era un hombre restante trivial. La verdad que diga, yo creía que no había nacido para aquello, ser siempre yagunzo no me gustaba. ¿Cómo es, entonces, que uno se repinta y se chapucea? Todo sobreviene. Creo, creo, que es del influimiento común y del tiempo de todos. Tanto un plazo de travesía marcada, sazón, como los meses de sequía y los de lluvia. ¿Será? La medida de muchos otros igualase con la mía, no sintiendo y no pensando tampoco ésos. Sino ¿por qué eran aquellos preparados versos que cantábamos tanto toda-la-vida, yendo en bando por caminos jornadas, a la alegría fingida en el corazón?
Olereré bahiana…
Yo me iba y ya no voy
yo hago
que voy
ahí dentro, bahiana,
y yéndome atrás estoy…
Juan Goañá, por valentón y verdadero, no necesitaba ostentar orgullo. Persona muy leal y briosa. Me dijo: «Ahora, no sé lo que va a ser de nosotros… Para guerra grande, me parece que sólo Joca Ramiro era capaz…». Ah, pero Juan Goañá también tenía sus cartas altas. Hombre de grito grueso. Y, aunque ignorante analfabeto, de repente sacaba, no sé de dónde, terribles meñiques ideas, muertes diversas. Así probábamos, acá y acá falseando fuga. Campos generales también hay allí. Cerros. Arre, los tremedales; ¿ya ha visto alguno? Su suelo consiste duro enjuto, normal que engaña; quién no sabe el resto, llega, pisa, va avanzando, tropa con caballos, cabalama. Sea sin espera, cuando ya están medio en medio, aquello chucrepita: empieza a estremecerse, ronca, tiembla escabulléndose, como yema de huevo en la heladera. ¡Ei! Porque debajo de la costra seca, se bambolea oculto un semifondo, de pantanazo engullidor… Pues alrededor de allí, Juan Goañá dispuso que nos embreñásemos —tres golpes de hombres— emboscando. A la mañana, primero pasaron los del Sargento Leandro, aquéllos eran los menos, y un guía pagaban, por conocer el camino firme. Pero fuimos allá, de prisa esparcimos del lugar las ramas verdes de árbol que habían colocado para información cierta. En el después, venían los del Teniente. ¡Teniente, Teniente, tú quieres! Seguidos por allí entraron ah. De los nuestros, unos, acullá, pegaron tiros por disfrazamiento. ¡Cebos! La cabellera de los soldados se acobardó. Ave, y pronto, de repente fue: la corteza de la tierra daba sacudidas, se rajó en bruces, estallando, en muchos metros: se ahuecó. Los caballos volcados —era como vaciar bazares llenos— y los soldados dando gritos, se abrazaban a los animales cayentes, o al aire, algunos al azar descargaban mosquetón. Pero pisoteados hundiéndose, para siempre jamás. Nosotros, si queríamos, mirábamos, todavía les acertábamos. Cosas que vi, vi, vi: uih… Yo no tiré. No tuve trabajo. Tal vez tuve pena.
Tanto por tanto, desde entonces se emperraron más en nosotros, por beber venganzas. De campos y matas, vegas y barrancos, en cada punto por detrás, por los lados y por delante de nosotros, sólo había soldados, un montón, generándose. Furado-del-Medio. Sierra del Dios-Me-Libre. Paso del Limero. Llanura del Cuevón. Solón Nelson murió. Arduiniño murió. Murieron el Figueiró, Patata-Cárdena, Dávila Mañoso, el Campelo, el Clange, Deovidio, Pescuezo-Negro, Toquín, el Suscribe, Elisiano, Pedro Bernardo; creo que fueron éstos, todos. Llanura del Sumidero. Arroyo del Potro. Muertos seis más, corrijo: con otros, que cogidos presos, ¡se dice que fueron liquidados! Enloquecimos. La Bahía estaba cercada en sus puertas. Pretendían tomar regalía de venganza en nosotros, hasta cualquier guiñapo de sujeto, paisano morador. Ah, a veces, perdían presto aquella gracia… Generales de la Piedra. Allí el Eleuterio se apartó de nosotros, unas cien brazas, y fue, a pie, llamó en la puerta de una casucha, para aclarar. El paleto surgió, enseñó algo, equivocado. Eleuterio dio las gracias, volvió la espalda, vino andando unos pasos. El paleto, entonces, llamó. Eleuterio volvió para atrás, para oír lo que había, y recibió en la cara y en los pechos el pleno de una carga de plomo fino. Cegó, rodó, entrompicado, crispaba los brazos, moteándose todo de las manchas rojas, que crecían. Su cabello aumentó en pie. Y la soldadesca tiraba, emboscados en las breñas del arroyo, y en la orilla de espesura, del otro lado. El paleto se cubrió detrás del horno de asar bizcocho —desde allí hacía puntería con la espingarda— y balas nuestras levantaban tierra alrededor de allí como escarbadura de perro grande. Dentro de la casucha también quedaban otros soldados; que rindieron cuenta a Dios. Ataliba, con el facón, clavó al paleto en la tapia de la casucha, murió mansamente, parecía un santo. Quedó allí, espetado. Nosotros, eh, bueno. Ganamos aire. Hasta el punto de conversar a salvo.
Sierra Oscura. Ni munición ni de comer no sobraban. De forma que teníamos que separarnos, cada cual por su riesgo, como pudiese cazar salvación. Se desparramaban los goañás. De sí por sí, quien viviese que viniese más acá del Río, para reunión: en la juntura de la Vereda Saco de los Bueyes con el Arroyo Santa Fé. O ir derechos para donde estuviese Medeiro Vaz. O, caso de que el enemigo rondase demasiado cerca, entonces en el Burití-de-la-Vida, San Simón del Bá, o más p'arriba, allí donde el Arroyo Ganado Bravo es vadeable. A lo que Juan Goañá mandó. La prisa era la prisa. El aire todo del campo olía a pólvora y a soldados. Delante de mí nunca terminaba de atar las correas del jubón un Cuña Blanco, valiente, sujeto viejo guerrero: en boca abierta, se almorzaba la lengua. Y miedo, mío, medí mucho mayor. ¡Que si nos despedimos! Escurriéndome sin rumbo, yo fui, vine, el Sesfredo conmigo también, vinimos. Con la gracia de Dios, salimos fuera del círculo del peligro. Llegamos al Arroyo Cansanción, no lejos del Arasuaí. Por durante algún tiempo, necesitábamos tener algún servicio reconocido, en el vivir todo cabe. Nuestras armas, con parte de las ropas, las acampamos en lugar seguro, las dejamos escondidas. Entonces, nos ajustamos entre el personal de aquel doctor, que estaba en la minería, que ya dije y usted sabe.
¿Por qué no nos quedamos allí? Lo sé y no lo sé. Sesfredo esperaba de mí toda decisión. ¿Algún remordimiento, de no cumplir el ir, de desertados? No que no, lo desaparto. En habiendo dos, es más fácil engatusarse, el etcétera de la traición no inspira escrúpulos, ni crimen ninguno, no enoja: como lobizón que cambia de piel. Sólo si, sobrando compañeros, uno reincide en enjuiciar el deshonroso asunto, eso sí, se enrancia el descrédito de ser tornadizo cobarde. Pero yo podía rever provecho, conseguir volver desde allí a la casa grande de Selorico Mendes, exigir mi estado debido, en la Hacienda de San Gregorio. ¡Temerían! Así silbando, como en otros tiempos, adelante, podía comparecer flauteado en los Buritíes Altos, por cuenta de Otacilia: continuación de amor. No quise. ¿Porque sudaba añoranza de Diadorín? A punto en el decir, menos. O no la tenía. Sólo como el cielo y las nubes por una golondrina que pasó. Tal vez, me parece, también, que fue rejuveneciendo en mí una inclinación de indiscreción: asaz quería yo estar mezclado allí, con los medeiro-vaces, ver el fin de todo. En mes de agosto, burití vinoso… Los de Arasuaí no eran mis campos… Vivir es un descuido proseguido. Ahí las noches caminando para el entrar de las lluvias, los días mal. Desembuché «Tiempo de ir, ¿vamos?», dije a Sesfredo. «Vamos, ¡no faltaba más!», respondió el Sesfredo.
Ah, eh y no, alto ahí conmigo, que así falseo, lo mismo da. Pues me iba olvidando: ¡el Vupes! No digo lo que digo si lo del Vupes no computo; que fue, talmente. Ése era un extranja, alemán, ya sabe usted: clareado, constituido fuerte, con la ojos azules, deporte de alto, bien colorado: un tipo, desde luego. Buena persona. Hombre sistemático, salutar en la alegría sería. Eh, eh, con toda la confusión de política y peleas, por ahí, y él no se adhería a cosa ninguna: viajaba sensato e iba desempeñando su negocio por el sertón, que era el de traer y vender de todo a los hacenderos: arados, azadas, descascadora, facón de acero, herramientas rógers y roscofs, latas de formicida, arsénico y creolinas; y hasta papa-viento, de esos molinos de viento de subir agua, con torre, él aceptaba la empresa de montarlos. Conservaba para sí un estatuto tan diferente de proceder que todos le respetaban. Se dice que vive todavía hoy, pero bien situado, en la capital, y que es dueño de venta grande, tienda, conforme prosperó. Ah, ¿le ha conocido usted? ¡Mundo mundillo! ¿Y cómo le dice usted? ¿Wusp? Sí. Señor Emilio Wuspers… Wúpsis… Vupes. Pues ese Vupes apareció allí, en seguida me reconoció, como me conocía del Curraliño. Me reconoció despacio, exactón. ¡Sujeto cepillado! Me miró, me dijo: «Huelgo. ¿Usted estar Bueno? Me alegro…». Y me gustó aquel saludo. Siempre me gusta volver a encontrar en paz a cualquier viejo conocimiento; conforme la persona se ríe, a uno le parece volver a los pasados, pero parece que escogidas sólo las peripecias apreciables las que agradables fueron. El alemán Vupes allí, yo recordé recuerdo de aquellas mocitas, de Miosotis y la Rosa'uarda, las que en el Curraliño pensaba yo que habían sido mis novias. «Señor Vupes, yo también huelgo. ¿También está usted bien? Huelgo…», le respondí, civilizadamente. Lo que él fumaba eran puros. Pero me dijo: «Sé usted hombre valiente, muy valiente… Yo necesitar hombre así valiente, mí viajar, quince días, sertón aquí ahora muy enredado, gente brava, todo…». Me destapé, ríe que ríe, de oírle.
Pero me sentí más garboso, aprecié mi profesión. Ah, la buena práctica del yagunzo. Era una vida aireada, vivida por alto. Uno, yagunceando, ni ve ni repara en la miseria de los otros, mierda. Ya lo sabe usted: tanta pobreza general, gente a las duras y en el desánimo. El pobre tiene que tener un triste amor a la honestidad. Son árboles que cogen polvo. Uno, a veces, va por ahí, los cien, los doscientos compañeros a caballo tañendo y tocando de tan armados; y aparece un sujeto magro, amarillento, salía de algún rincón, y venía, demostrando su miedo, harapiento: con una perra gorda acardenillada en el hueco de la mano, el hombre quería comprar un puñado de comida; aquél era casado, padre de familia famélica. Cosas sin cuento… Tanto pensé que pregunté: «¿Para qué lado tira usted?». Y el Vupes respondió: «Yo, derecho, ciudad San Francisco, voy de prisa». Para hablar, ni la punta del dedo movía gesticulando. ¡Entonces, era el mismo rumbo —acepté— el determinado! Luego hablé con el Sesfredo, que también quiso; el Sesfredo no presumía nada, él no tenía en aquello destaque propio.
Pero los caminos no se acaban. Tal por esas marcas del Gran Mogol, Matorral de las almas y Brasilia, sin confrontamientos de perturbación, trajimos al señor Vupes. Con las gracias, mucho aprendí de él. Vupes vivía lo regulado por lo menudo y para todo tenía sangre fría. Imagínese usted: parecía que no se lucraba nada, pero agarraba una cosa aquí, otra cosa allí, otra cosilla acullá —unas fresas, unos huevos, brotes de bambú, unas yerbas— y después, cuando se topaba con una cosa más mejorcita, encomendaba pagada una cena o una comida, platos diversos, hartura real, él mismo enseñaba a guisar, ¡todo se convertía en manjares! Allí en el sertón, y él formaba confort, lo que quería. ¡Que se sepa! Dejamos al hombre en el final, y yo cuidé bien de él, que había mostrado mi confianza…
Dimos en el Río, pasamos. Y, allí, la añoranza de Diadorín me volvió, después de tanto tiempo, costándome mucho ya andaba, esperanzado, con ahogo de llegar, llegar, y cerca estar. Caballo que ama al dueño, hasta respira como él. Bella es la luna, lunalú, que vuelve a salir de entre las nubes, más redondeada recortada. Fuimos por el Urucuia. Me río de amor es el Urucuia. La llanura donde tanto buey muge. De allí, los Generales con el pasto verdecido.
Allí es donde el vaquero brama, con sus boyadas despedazadas. Aire que da azote de movimiento, el tiempo de las aguas de arribo, tormenta tronando. Vaqueros vaqueando todos. El ganado se enfurecía. Malo, que las noticias referían demás la canalla de los Judas, aumentable, ¡la chusma! «¿Tantos cuántos?», respondo mi pregunta. «¡Los muchos! Toda una monarquía…», respondieron los vaqueros.
Pero Medeiro Vaz no se encontraba; los nuestros, ninguno de ellos lo sabía bien. Anduvimos, fin que el mundo tuviese. Tan sólo errábamos. Así como usted, que quiere tirar una instantánea de las cosas, aproximar la naturaleza. Yo me entiendo. Tropezamos en una vega, lugar escondido, por entre el de la Garapa y el de la Jiboia. Allí hay tres lagunas en una con cuatro colores: se dice que el agua es venenosa. ¿Y esto de qué me sirve? Agua, aguas. Usted verá un arroyo que vierte en el Cañabrava —el que vierte en el Taboca, que vierte en el Río Prieto, el primer Prieto del Río Paracatú—, pues la de aquél es sólo sal, vicia salada gruesa, azulea mucho: quien lo conoce dice que es la del mar, descritamente; ni al buey le gusta, no la traga, eh no. Y tanta explicación doy porque mucho arroyo y vereda, en los contornados de por ahí, redobla el nombre. Cuando uno no ha aprendido todavía, se lía, de coraje. Sólo Prietos, ya he mojado la mano en unos diez. Verdes, unos diez. Del Pacarí, unos cinco. De la Puente, muchos, del Buey, o de la Vaca, también. Y unos siete por nombre de Hermoso. San Pedro, Tamboril, Santa Catalina, una porción. El sertón es del tamaño del mundo.
Ahora, por aquí, ya lo ha visto usted: Río es sólo el San Francisco, el Río del Chico. El resto pequeño es vereda. Y algún arroyo. Y ahora me acuerdo: en el Arroyo Entre-Riberos, va a ver usted una hacienda vieja donde había un aposento casi del tamaño de la casa, por debajo de ella, socavado en el antro del suelo: allí hicieron judiadas con esclavos y personas, hasta matarlos poco a poco… Pero, para no mentir, le digo: yo no creo en eso. Reconditez de ocultar oro, tesoro y armas, munición o dinero falso amonedado, eso sí. Usted debe quedar prevenido: esta gente se divierte demasiado con los disparates; de un pedo de jumento forman tifón de vendaval. Por gusto de bullicio. Quieren-porque-quieren inventar maravillas glorieras que después ellos mismos acaban creyendo y temiendo. Parece que a todo el mundo le hace falta eso. Me parece que.
Así, mire: hay un marimbú, un matorral matador en el Riachuelo Ciz, allí se hundió una boyada casi entera, que se pudrió; por las noches, después, dio en verse, echado fuera, desplegándose en el viento, del pantano, y persiguiéndolo todo, un millón de llamaradas azules, de llama-la-llá, fuego-fá. Gente que no sabía, lo vieron, enloquecieron de correr fuga. Pues esta historia corrió por todas partes, viajó más, si es que lo duda, que usted y yo, decían que era señal de castigo, que el mundo iba a acabarse en aquel punto, porque, en tiempos, habían castrado a un cura allí cerca, a unas veinte leguas, por mor del cura no haber consentido en casar a un hijo con su propia madre. A lo que, hasta rimaron cantigas: del Fuego-Azul-del-Fin-del-Mundo. ¿Eh, eh?…
Ahora la horca yo vi: horca moderna, escuadrada, enarbolada bien erguida en lo elevado, de madera de buena ley, parda: sucupira. Estaba en un montecillo, después de San Simón del Bá, próximo al lado de la mano derecha del Pripitinga. La extravagante horca de ahorcar, construida, aprobada allí particularmente porque no tenía recurso de cárcel, y pajear a un criminal en viajes era dificultoso, apartaba a las personas de sus servicios. Allí, pues, la usaban. A veces, hasta de los alrededores venían trayendo al condenado, a caballo, para la horca pública. Sólo que un pobre fue a morar cerca, casi debajo de ella, cobraba su limosna, en cada caso útil, en seguida cavaba la cueva y enterraba el cuerpo, con cruz. No más nada.
Semejante no ocurrió cuando un hombre, Rudugerio de Freitas, de los Freitas rubios del Agua-Limpiada, mandó, obligado, a un hijo suyo a ir a matar a otro, a buscar para matarle, a ese otro, que robó un sagrario de oro de la iglesia de la Abadía. Allí entonces, en vez de cumplir la estricta, el hermano combinó con el hermano, los dos fueron y a quien mataron fue a su viejo padre de ambos, distribuido de cortes de hoz. Pero primero adornaron las hoces, urdiendo con cordones de embira y varias flores. Y cargaron el cadáver paterno encima de la casa: casita buena, de tejas, la mejor de aquel trecho. Entonces, reunieron el ganado, que iban llevando para, distante, venderlo. Pero en seguida los cogieron. A cogerlos ayudé yo. Así, prisioneros nuestros. Les dimos juicio. A lo que, si fuese Medeiro Vaz, los enviaba de inmediato a los dos a tan razonable horca. Pero, sin embargo, nuestro jefe, ya lo era en aquel tiempo, sépalo usted. ¡Zé Bebelo!
Con Zé Bebelo, ¡uy!, el rumbo de las cosas nacía constantemente diferente, conforme cada vez. De sopetón: «¡Coña! ¿Por qué adornasteis premeditadamente las hoces?», interrogó. Los dos hermanos respondieron que habían ejecutado aquello en homenaje a la Virgen para remitir por adelantado a Nuestra Señora el pecado que iban a obrar, y obraron dicho y hecho. A pesar de que Zé Bebelo se estiró serio, en el asiento, hinchado, pero sin arrugas en la testa, yo vi presto que por dentro estaba riéndose. Tal, tal, dijo: «Santísima Virgen…». Y todos nos quitamos los sombreros, por alto respeto. «Pues si ella perdona o no, yo no lo sé. Pero yo perdono en su nombre: la Purísima, Nuestra Madre», decretó Zé Bebelo. «¿No quería matar el padre? Pues entonces, ha muerto: da en lo mismo ¡Absuelvo! Tengo el honor de resumir circunstancia de esta decisión, sin admitir apelación ni revocación, legal y legalizado, conformemente…». Ahí, dijo además Zé Bebelo, según apreciaba: «Perdonar es siempre justo y cierto…», pirlipín, pirlipán. Pero, como los dos hermanos necesitaban algún castigo, requisó para nuestra banda aquella horda boyada, la cual pronto revendimos, y embolsamos. Y de este caso también derivaron una buena cantiga guitarrera. Pero depongo que Zé Bebelo sólo determinó así en aquella ocasión por ejemplo de decencia. Normalmente, cuando encontrábamos alguna boyada conducida, cobraba tan sólo el impuesto de una o dos reses, para nuestro sustento en aquellos días. Autorizaba que era preciso respetar el trabajo de los demás, y entusiasmar el ahínco y el orden, en medio del triste sertón.
Zé Bebelo, ah. Si usted no ha conocido a aquel hombre, dejó de certificar qué calidad de cabeza da a naturaleza, raramente de vez en cuando. Aquél quería saberlo todo, disponer de todo, poderlo todo, alterarlo todo. No tropezaba quieto. Seguro que ya nació, así majareta, estirado, criatura de confusión. Presumía de ser el más honesto de todos, o el más condenado, en el tiemblaluz, según y conforme. Sonaba en lo que hablaba, artes y hablaba, diferente en la autoridad, pero con una autoridad muy veloz. Desarmado, una vez, anduvo hacia el Leoncio Dú, que había echado a un lado a todo el mundo y meneaba un faconazo. Cómo gritó: «¿Tú quieres colorao? ¡Te rajo, frá!». A lo que, el Leoncio Dú decidió y dejó caer el facón, y se entregó. ¿Lo está oyendo y sabiendo? Zé Bebelo era inteligente y valiente. Un hombre consigue engatusar en todo; sólo en lo de inteligente y valiente no puede. Y Zé Bebelo las cazaba al vuelo. Llegó un valentón, criollo de la Zagaia, recomendado. «Tu sombra me pincha, yuaceiro», saludó Zé Bebelo con olfato. Y mandó amarrar al sujeto, sentar en él una zurra de correa. Actual, el tipo confesó: que había querido venir adrede para traicionar, en empresa encubiertada. Zé Bebelo le apuntó a los rizos con el máuser: estampido que despedaza, las seseras fueron a pegarse lejos y cerca. La gente empezó a cantar la Moda del Buey.
Por lo regular, Zé Bebelo pescaba, cazaba, danzaba las danzas, exhortaba a la gente, indagaba cada cosa, laceaba a la res o la derribaba con la vara, entendía de caballos, tocaba la guitarra, silbaba musical; tan sólo no practicaba en el juego del buzo ni con la baraja, declarando sentir recelos, por propenso demás a vicio y riesgos de juego. Sin menos, se entusiasmaba con la-cosa-cualquiera, lo que hubiese: llovió, alabada la lluvia; un asco de minuto después le gustaba el sol. Le gustaba, con desatino, dar consejos. Consideraba el progreso de todos —cuánto más de este Brasil, territorios— y hablaba horas, horas. «He venido a tiempo», dijo cuando volvió Goiás. El pasado para él era desde luego pasado, no derivaba. Y, de sí mismo, señal de flaco no daba, negado, nunca. Cierto día, hallándose trotando por un camino completamente nuevo, exclamó: «Eh, que las sierras estas a veces hasta cambian mucho de lugar…», en serio. Y era verdad. Era que estaba perdido, equivocado de ruta, ah, ah. Ah, pero con él hasta lo feo de la guerra traía alguna alegría, tejía su diversión. Acabando un combate, salía desgalopado, el revólver todavía en la mano, persiguiendo a quien encontrase, tan sólo a gritos: «¡Viva la ley! ¡Viva la ley…!», y era un pampán pimpán. O: «¡Paz! ¡Paz!» gritaba también; y bala; se entregaban dos más. «¡Viva la ley! ¡Viva la ley…!», y era un pampán pimpán. O: «¡Paz!», ¿lo sabía? De todo aquello, sucinto, la fama corrió. Le añadió: que una vez que corría a caballo por hacer ejercicio, y un labrador que aquello vio se asustó, saltó de rodillas en el camino requiriendo: «No haga vivalaley en mí, no, por amor de Dios, señor Zebebel, por perdón…». Y Zé Bebelo tiró al pobre un billete de dinero; gritó: «Monta aquí, hermano, en la grupa», y trajo al otro a comer con nosotros. Éste era él. Éste era un hombre. Para Zé Bebelo, mi mejor recuerdo está siempre pronto caliente. Como amigo, fue una de las personas en esta vida que yo más precié y aprecié.
Pues sin embargo, por fin empalmo, enmiendo lo que venía contando. Que es que, de campiñas a campos, por cerros, arenales y vegas, el Sesfredo y yo llegamos al Marcavano. Antes de allí, se hinchó el tiempo para llover. Lluvia de desenraizar todos los árboles. Tromba: lluvión que come tierra, viéndole uno. ¿Quién mide y pesa esos demases de agua? Los ríos se fueron desbordando. Nos apeamos en el Marcavano, ribera del Sueño. Medeiro Vaz murió en aquel país cerrado. Nosotros llegamos a tiempo.
Cuando encontramos la banda, fue allí, Medeiro Vaz ya estaba mal; tal vez por eso la alegría común no pudo expresarse, ni Diadorín me abrazó ni demostró unos salves por mi vuelta. Quedé sincero. La tristeza y la espera mala se hacían con uno. «Lo demás es lo peor: es que hay enemigo, próximo, emboscado…», me dijo Alaripe. Mucho lo llovido por la noche, los árboles esponjados. Daba también un viento frío, con humedades. Para abrigar a Medeiro Vaz, había levantado un buey; ya sabe usted: un cuero solo, espetado en una estaca, para resguardar a la persona del rumbo que trae el viento, el soplasopla. Acampamos debajo de grandes árboles. El barullito del río era de bicho en piojera. Medeiro Vaz, yacente en una manta de cabrón blanco; abierto, entre la ropa, el pecho lleno de cabellos grisáceos. La barriga se le había inflamado mucho, pero no era de hidropesía. Era de dolores. Cuando me vislumbró a mí, ahí trató de enderezarse, peleando para verme. Los ojos; la albura, como médula de hormiguero. Pero se abrió, arrió los brazos, y midió el suelo con las espaldas. «Está en el bilimbín», pensé yo. Ah, la cara: ¡qué amarilla, el amarilleo! ¡De paja! Así, de aquella manera, llevó el día casi a su término.
La tarde fue oscureciendo. Al menos. Diadorín me llamó a un aparte; tramaba las lágrimas. «Amistad, Riobaldo, que yo imaginé en ti durante todo este plazo…», y apretó mi mano. Confundido quedé, medio sin aire. Entonces, llamaron: «Acude, que el jefe está en la fatal». Medeiro Vaz, jadeando, cumpliéndolo todo. Y su barbilla no paraba de moverse; grandes momentos. Tardaba. Y vino el golpe, un aguacero fuerte, como de propósito. Una lluvia de arrobas de peso. Era casi el lubricán. Reunidos alrededor, arrodillados, sosteníamos unas pieles abiertas para proteger su muerte. Medeiro Vaz —el rey de los Generales—; ¡¿cómo podía acabar uno de aquéllos?! El agua caía, a cántaros, nos escurría por la cara, en hilos de gotas. Agachándose por debajo de las pieles, se podía ver el fin que el alma obtiene del cuerpo. Y Medeiro Vaz, gobernándose hasta en el remar de la agonía, trabó con esfuerzo el ronquido que arrastraba expectoración de su garganta, y tartamudeó: «¿Quién va a quedar en mi lugar? ¿Quién capitanea?…». Con el estrépito de la lluvia, pocos le oyeron. Sólo hablaba pedacitos de palabras. Pero yo vi que su mirada tropezaba en mí, y me escogía. ¿Se le enrojecieron los ojos? Pero con el estertor y lo vidrioso. El corazón se me encogió. ¡Yo no quería ser jefe! «Quien capitanea…». Vi mi nombre en su luz. Quiso levantar la mano para apuntarme. Las venas de la mano… ¿Con qué luz veía yo? Pero no pudo. La muerte puede más. Rodó los ojos, se consumía entre estertores. Fue a dormir en una red blanca. Entregó el aliento.
Era su día de alta tarea. Cuando escampó la lluvia, buscamos algo que encender. Sólo se trajo una vela de carnaúba, el cabo y un cirio de antorcha. Yo había pasado un susto. Ahora, me daba a medias un vértigo, desorientado por las ganas de hablar aquellos versos, como quien cantase un motete:
Mi buey negro zalamero,
¿con qué árbol te adornaré?
Palmera que no se inclina:
un burití, sin torcer…
¡Debían tocar las campanas de todas las iglesias! Cubrimos el cuerpo con palmas de burití nuevo, cortadas mojadas. Velamos todos hasta quebrar albores. Los sapos gritaban palpitando. El sapo-cachorro arañó su ronquido. Algún tapir silbaba, silbido más fino que el relincho-lincho de un potrillo. Con la aurora, cavamos una honda cueva. La tierra de los Generales es buena.
Tomamos café, y Diadorín me dijo, firme:
—Riobaldo, manda tú. Medeiro Vaz te señaló con las últimas órdenes…
Todos estaban allí, los bravos, a mí mirando —tantas niñas de los ojos oscuras saltaban: a las duras—, grano y grano, era como si yo recibiese, a millares, una carga de plomo grueso o lluvias de piedras. Aprobaban. Me querían gobernando. Así me estremecí por lo interno, me helé de no poder palabra. Yo no quería, no quería. Aquello, lo vi muy por encima de mis capacidades. ¡Qué desgracia no haber venido Juan Goañá! Prontamente, que yo no deseaba anda-glorias, mano a mando. Engullí saliva. Avante por fin, como que respondí tartaja, esto dije: «No puedo… No sirvo…».
—Mano viejo, Riobaldo, ¡tú puedes!
Fui cabezota. Pensé un nombre feo. ¡Que les pareciese lo que les pareciese!, pero nadie iba a manosear mi persona, para bromas…
«Mano viejo, Riobaldo: tú crees que no lo mereces, pero nosotros conocemos tu valía…», volvió Diadorín. Así instaba, la mano erguida. Donde fue que los otros, a la rueda rueda denotaban asentimiento. «¡Tatarana! ¡Tatarana!…», habían pronunciado unos, siendo Tatarana un apodo mío, que yo tenía. Temí. Terciaba lo grave. Así pues, ¿Diadorín disponía del derecho de hacer aquello conmigo? Yo, que soy yo, batí el pie:
—¡No puedo, no quiero! ¡Lo digo definitivo! Soy de ser y ejecutar, no me ajusto a producir órdenes…
Todo se paraba, por un instante. Todos esperando con suspensión. ¿Usted ha conocido por dentro una banda en pie de yagunzos, cuando un peligro crece; sabe que son tantos lobos? Pero, eh, no, lo que es peor es la calma, una sensatez de las oscuras. No que se maten, unos a otros, ver; pero, por una nada de cosilla, puede usted desperdiciar su respeto, sobrar desmoralizado para siempre, en este valle de lágrimas. Todo gruñe. Entremedias, Diadorín se más-hizo, avanzando un paso. Dejó de medirme, vigiló el aire de los otros. Él era maestro en aquello, certificándose astuto, con un rabeo ligero de mirada; tenía agilidad para contador de ganado. Y mucho dijo:
—Pues, entonces, yo tomo la jefatura. El mejor no soy, ojalá, pero porfío en lo que quiero y aprecio, conforme todos vosotros también. ¡La regla de Medeiro Vaz tiene que proseguir, con devoción! Pero, si a alguien le parece que no le parece lo justo, lo decidimos a punta de armas…
¡Eh, mandacarú! ¡Huy, Diadorín bello feroz! Ah, conocía los caminares. De yagunzo a yagunzo, el poder seco de la persona es lo que vale… Muchos allí, habían de querer morir por ser jefes, pero no habían conseguido ni tiempo de afirmarse con calor en las ideas. Y los otros estimaron y alabaron: «¡Reinaldo! ¡El Reinaldo!», fue su aprobación. ¡Ah!
En un momento, en esto, en aquel repente, del interior de mí un niego fuerte saltó. No, Diadorín, no. No lo podía consentir yo nunca. Jamás, por lo mucho que yo era loco amigo suyo, y concebía por él el vergonzoso afecto que me arruinaba, como un mal amor oculto; por eso mismo, nanai nada, era por lo que no podía aceptar aquella transformación: asunto de recibir por siempre mando suyo doliéndome de que Diadorín fuese mi jefe, no, ¿eh? No lo iba yo a encajar. No, eh, clamé, como campana que repica:
—Discuerdo.
¿Qué me miraban todos? No lo vi, no temblé. Visible, sólo vi a Diadorín; resumen de su aspecto y esbozo suyo para movimientos: las manos y los ojos; de reojo. Rápidamente eché un cálculo de cuántos tiros tenía para soltar a quemarropa —y una balita, primera, puesta en la aguja de la automática—, ah, ¡yo tenía maíz en el zurrón! Sin prisas, los compañeros, los otros, no se movieron, tanto esperaban; seguro que me saldaban antipatía, asqueados de que yo estuviese, de seguido, estorbando las decisiones, les parecía que yo no tenía ya derecho de dar parecer, pues había rehusado la propia jefatura. ¿Quién sabe si se gozaban de poder vernos a los dos; Diadorín conmigo, antes como hermanos, hasta allí despedazándonos con los cuchillos? Me dieron ganas de matar a alguien, para apaciguar mi aflicción; a alguien, a alguno, a Diadorín no, digo. Seguro que advirtieron aquello en mí. Los callados. Sólo el Sesfredo, así inesperado, dijo un también: «¡Discuerdo!». Por estimarme, me secundaba. Y el Alaripe, seria persona: «Hay de que. Dejad a Riobaldo razonar…». Me encampané. Desafié:
—Veo que Marcelino Pampa es quien tiene que mandar. Mediante que es el más viejo, valiente y consabido de juicioso.
La cara se le puso enorme a Marcelino Pampa. De lo que constaté en los otros, concordantes, establecí que había acertado astuto: ¡di en el clavo! Pero ¿y Diadorín? Prendidos los ojos: nosotros dos. Tontería, en aquel momento yo suscitaba alto mi mayor bienquerer por Diadorín; incluso, incluso, así mismo, yo arrostraba en frío el desafío, en cuanto él bravease, en cuanto él empujase. Tiempo instante, que empujó montes para pasar… Al final, allí, Diadorín bajó las vistas… ¡Pude más que él! Se rió después de mí. Siendo, pues, que habló firme:
—Con gusto. Mejor que Marcelino Pampa no hay ninguno. No ambicionaba poderes…
Habló como valiente. Y:
—Muy dicho que es el momento de estar agrupados, unidos sin porfiar… —completó el Alaripe.
Amén, todos, voz a voz, aprobaban. Marcelino Pampa principió entonces, habló así.
—Acepto por precisión nuestra lo que es obligación mía. Hasta tanto que no vengan algunos de los buenos, de realce mayor: Juan Goañá, Alipio Mota, Titán Pasos… Mientras tanto, preciso del buen consejo de cuantos lo tengan, segura fianza. Sentado lo cual…
Algo más dijo, sin importancia, sin noción; pues Marcelino Pampa poseía talentos menguados. Solamente pensé que se estaba echando un peso en las espaldas por sacrificio. Porque, en mejores tiempos, placía capitanear; pero ahora en la ocasión aquella, con la gente desmoralizada, y aquellas miserias, ¿a quién no había de disgustar la responsabilidad? Ah, entonces observé: ¡de qué manera Marcelino Pampa, desde aquel instante, exponía otro modo de ser, la sesuda extravagancia, soberbio satisfecho! Ser jefe, amarga un poquitillo por fuera, pero por dentro son rositas flores.
Para mí, era un alivio. Ni siquiera dudé de mi menor valer: ¿tiene alguien, allí, la fisonomía del rostro igual que la mía? Ah, al principio, mi corazón sabía latir copiándolo todo.
Hoy, desconozco el ruido rumor de sus golpes. Diadorín se vino cerca de mí, habló cosas de admiración, muy de afecto leal. Oí, oí aquello, disgustos fuera, miel de mejor. Lo necesitaba. Hay horas en que pienso que uno necesitaba, de repente, despertar de alguna especie de encantamiento. ¡Las personas, y las cosas, no son de verdad! Y ¿de qué es de lo que, a menudo, advierte uno ciertas añoranzas? ¿Será que, todos nosotros, ya hemos vendido nuestras almas? Boberías mías. Y ¿cómo había de ser posible? ¡¿Eh?!
Mire: le cuento a usted. Se dice que, en la banda de Antonio Dó, había un grando yagunzo, bien remediado de bienes; Davidón era su nombre. Va, y un día, cosas de esas que a veces acontecen, ese Davidón empezó a tener miedo de morir. El sinvergüenza, pensó y propuso este trato a otro, pobre de los más pobres, llamado Faustino: el Davidón le daba diez mil reis, pero, en ley de brujería —invisible en lo sobrenatural— si llegaba primero el destino de morir el Davidón en combate, entonces era el Faustino quien moría en vez de él. Y el Faustino aceptó, recibió, cerró. Parece que, en efecto, no creía mucho en el poder de hechizo del contrato. Entonces, tiempo después, descargaron un gran fuego contra los soldados del Mayor Alcides do Amaral, sitiado fuerte en San Francisco. Cuando terminó el combate, los dos estaban vivos, el Davidón y el Faustino.
¿A ver? Para ninguno de ellos había llegado la hora y día. Ah, y así fueron, durante meses, librados, no habiendo alteración ninguna; ni heridos salían… ¿Qué tal, qué le parece a Usted? Pues mire y vea: esto mismo narré a un rapaz de ciudad grande, muy inteligente, venido con otros en un camión, para pescar en el río. ¿Sabe lo que me dijo el mozo? Que era asunto de valor para componer una historia de libro. Pero que hacía falta un final intrigante, caprichoso. El final que él imaginó de aquello fue uno: que un día el Faustino empezó también a coger miedo, ¡quería revocar el ajuste! Devolvía el dinero. Pero el Davidón no lo aceptaba, no lo quería de forma ninguna. Del discutir, hirvieron, se enredaron en una lucha corporal. Al final, el Faustino se proveía de faca, embestía, los dos rodaban por el suelo, hechos bola. Pero, en la confusión, por su propia mano, la faca se clavó en el corazón de Faustino, que fallecía…
Aprecié demasiado aquella continuación inventada. ¡Cuánta cosa limpia verdadera no concibe una persona de alta instrucción! Entonces pueden llenar este mundo de otros movimientos sin los errores y volteos de la vida en su necedad de chapucear. ¿La vida disfraza? Por ejemplo. Dije esto al rapaz pescador, a quien sincero alabé. Y él me indagó cuál había sido el fin en realidad de verdad, de Davidón y Faustino. ¿El fin? ¿Qué sé yo? Supe solamente sólo que el Davidón decidió dejar el vaguncismo, se dio de baja en la banda y, con ciertas promesas, de ceder unas fanegas de tierra, y otras ventajas de más pagar, consiguió que el Faustino se diese también de baja, y fuese a vivir, siempre, cerca de él. Pero de ellos, ignoro. En lo real de la vida, las cosas acaban con menos formato, ni siquiera acaban. Es mejor así. Pelear por lo exacto, equivoca a la gente. Que no se quiera. Vivir es muy peligroso…
A lo que, lo que luego vi, que Marcelino Pampa, con su buena disposición, no daba la talla. Intentando acertar en los primeros rumbos de moverse, me llamó, y a Juan Concliz: «Los Judas están aquí mismo de nosotros a unas quince leguas, y saben de nosotros. De veras atacar, no atacan, con este tiempo de todas las lluvias y arroyos llenos. Pero se van cerrando a modo de rodearnos, de menos lejos, porque su cantidad es harta… El recurso, que yo encuentro, es dos: o huir para la llanura, mientras hay tiempo, pero es perder toda esperanza y disminuir de vergüenza… O, si no, forzarlo todo y probar un camino por entremedias de ellos: se va para el otro lado del Río, a pescar a Juan Goañá y a los otros compañeros… Pero todavía no sé, quiero toda razonable opinión». Así él, Marcelino Pampa, dijo. «Pero si supiesen la noticia de que Medeiro Vaz ha muerto, hoy mismo es posible que se vengan encima de nosotros…», fue lo que le pareció a Juan Concliz; y estaba muy en lo cierto. Yo no atinaba qué decir, las confusiones de aquellas horas me parasitaban. ¿Qué era lo que, en la situación, había de hacer Medeiro Vaz? ¿Y Joca Ramiro? ¿Y Só Candelario? Al azar, aquellos pensamientos en mí. Ay de, ocurrió que reconocí que una pandilla de hombres necesitaba una cabeza completa. Comandante es preciso para aliviar a los afligidos, para salvar la idea de la gente de perturbaciones disconformes. No sabía, quizás hoy lo sepa, la regla de ningún término medio. Sin acción, yo podía gastar allí mi vida entera, devanando. También, luego después, después de muchos silencios y pocas palabras, Marcelino Pampa resolvió que, por la tarde, nuestra conversación iba a tener repetición. Atontados tres.
De allí, me fui cerca de Diadorín. «Riobaldo», me dijo, «tú estás viendo que no tenemos remedio…». Ahí tropezó, pensó un momento, con una mano encima de la otra. «Y vosotros, ¿qué es lo que habéis determinado hacer?», me preguntó. Respondí: «Hoy por la tarde es cuando tomaremos una decisión. Diadorín. ¿Tú estás poco satisfecho?». Él enderezó el cuerpo. Fue y habló: «Yo sé lo mío. Aquí por mí, todo esto poco resuelve. ¡Quiero llegar caliente junto a uno de los Judas, para terminar!». Yo sabía que él decía cosas de pelear por cumplir. Yo tenía más cansancio, más tristeza. «Quién sabe, si… para conseguir llegar cerca de ellos, hasta si no era mejor…», así se desahogó, con aflicción, y recogido en un estado de secreto. Por sus grandes ojos, donde aquello se redondeó, creí que tramase agarrar el mando, por medio de encender toda la banda en rebelión. Cualquier locura, semejante, era la suya. Pero no; dijo más:
—Fuiste tú mismo, Riobaldo, quien lo gobernó todo hoy. Tú escogiste a Marcelino Pampa, tú decidiste e hiciste…
Era verdad. Me gustó, de lleno, escuchar aquello, soplante. Ah, sin embargo, me clavé en la punta de un pensamiento, y agudo temí, temí. ¡Cada hora de cada día, uno aprende una nueva clase de miedo!
Pero, después de la cena, cuando estábamos otra vez reunidos —Marcelino Pampa, yo y Juan Concliz—, no se tuvo ni tiempo de principiar. Por lo que oímos: un galope, el llegar, el rayar, el desapeo, el xa-xa-xa de alpargatas. Siendo así el Feliciano y el Quipes, que traían a un vaquerillo, escoltado. Que habían venido casi corriendo. El vaquerillo no debía de tener más de unos quince años, y sus facciones se demudaban, de maestro pavor. «Modo que este tal pasó, a la fuga, medio alocado. Le cogimos. Entonces tiene gran cosa que contar…», y empujaron un poco al vaquerillo. De miedo —le estábamos mirando— de nuestros ojos se desapartaba. Por fin, bebió un trago de aire y sollozó:
—Es un hombre… No sé más… Es un hombre…
—Sosiega, mocito. Aquí estás libre y salvo. ¿Adónde estás yendo? —razonó Marcelino Pampa.
—Es una pelea enorme… Es un hombre… Voy yendo lejos, a casa de mi padre… Ah, es un hombre… Bajó el Río Paracatú en una balsa de burití.
—¿Qué más hizo el hombre? —preguntó entonces Juan Concliz.
—Disparó… El hombre, con cinco hombres más… Avanzaron desde el bosque, dispararon contra los otros. Los otros eran un montón, más de unos treinta. Pero huyeron. Dejaron tres muertos, unos heridos. Escaramuzados. ¡Ay! Y estaban a caballo… El hombre y los cinco suyos están de a pie. Hombre terrible… ¡Dijo que va a reformar todo esto! Fueron a pedir sal y harina al rancho. Les presté. Habían matado un venadito campero, me dieron un cacho de carne…
—¿Cuál es su nombre? ¡Habla! ¿Cómo le dicen los otros? ¿Qué aspecto, qué semejanza de figura tiene?
—¿Él? ¿El aspecto que es el suyo, el que él tiene? Es más bajo que alto, no es viejo, no es mozo… Hombre blanco… Vino de Goiás… Como le hablan y tratan los otros: Diputado. Bajó el río Paracatú en una balsa de burití… «Estábamos ayunos de pelea…», dijo él mismo. Él y sus cinco dispararon como fieras. Gritaban aullido de onza… Dijo: «¡Va a conmoverse el mundo! Bajó el Río Paracatú en una balsa de burití… Bajaron… Ni caballo tienen…».
«¡Es él! ¡Pero si es él! Sólo puede ser…», se acordó entonces alguien. «Y, lo es. ¡Y entonces, está de nuestra parte!», completó otro. «Tenemos que mandar a por él…», fue la palabra de Marcelino Pampa. «¿Dónde estará? ¿En la Pavona? Alguien tiene que ir allí…». «Es él… Es ver la vida: ¡quién lo pensara! Y es hombre condenado, irritadizo…». «Está a nuestro favor… Y sabe guerrear». Y era verdad. Arreciaba la lluvia, a goterones, pero aun así el Quipes y Cavalcanti montaron y salieron a por él, de la Pavona en el rumbo. Seguro que no lo hallaron con facilidad, pues hasta la hora de oscurecer no habían aparecido. Pero: aquel hombre, para que usted lo sepa, aquel hombre era Zé Bebelo. Y, por la noche, nadie durmió bien en nuestro campamento. Por la mañana, con una braza de sol, llegó él. Día de abeja blanca.
Con el sombrero a la cara, pasos adelante, fue viniendo, acompañado de sus cinco criollos. Por las maneras, por las ropas, aquéllos eran gente del Alto Urucuia. Catetos de los «generales». Pobres, pero atravesados de armas, y con llenas cartucheras. Marcelino Pampa caminó a su encuentro; siguiente a nuestro comandante, formábamos nosotros. Valía verlo. Aquellas ceremonias.
—¡Paz y salud, jefe! ¿Qué tal lo ha pasado?
—¿Qué tal lo ha pasado, mano?
Los dos grandes se saludaban. Ahí. Zé Bebelo reparó en mí: «Profesor, ¡ora, viva! Siempre tiene que verse la gente…». De hombres y caras de personas, nunca se olvidaba. Vi que me apreciaba cordial, no dándome por traidor ni falso. Río redoblado. De repente, desrió: echó un pie para atrás.
—¡He llegado a tiempo! —dijo; lo dijo desafiando, casi.
—¡En buena hora vino, jefe! Es lo que todos, aquí, nos representamos… —respondió Marcelino Pampa.
—Ah, pues. ¡Salve Medeiro Vaz…!
—Dios con él, amigo. Medeiro Vaz ha ganado el reposo.
—Aquí lo he sabido Lux eterna… —Y Zé Bebelo se quitó el sombrero y se persignó, parándose un instante serio, con un aire de ejemplo, que uno hasta se conmovió. Después dijo:
—He venido a cobrar la vida de mi amigo Joca Ramiro, que la vida en otro tiempo me salvó de muerte… Y a liquidar a esos dos bandidos, que deshonran el nombre de la Patria y de este sertón nacional. ¡Hijos de perra…! —Y estaba con tanta rabia, que todo cuanto hablaba quedaba siendo verdad.
—Pues, entonces, somos hermanos… ¿Y estos hombres?
Los urucuianos no abrieron boca. Pero Zé Bebelo los envolvió a todos, con un mando de mano, y declaró fuerte y siguiente:
—He venido por orden y por desorden. ¡Éstos, aquí, son mis ejércitos!…
Placer, que lo fue, oír lo establecido. Si queríamos pelear, aquel hombre estaba al frente, crecía él sólo en las armas.
Fue cuando Marcelino Pampa dijo:
—Pues así, amigo, ¿por qué no combinamos nuestro destino? Juntos estamos, juntos vamos.
—Amistad y combinación, acepto, mano viejo. Ya, juntarse, no. Sólo obro lo que mucho mando; he nacido así. Sólo sé ser jefe.
En corto, Marcelino Pampa cobró sus cuentas. Echó para atrás la testa, tardó dentro de un momento. Circuló los ojos por nosotros todos, sus compañeros, sus bravos. Nada no dijo. Pero él entendió lo que cada voluntad pedía. De prisa otorgó, lo consumado:
—Y jefe serás. Bajamos nuestras armas, esperamos tus órdenes…
Con valor habló, como me miró otra vez.
—¡De acuerdo! —dije yo, dijo Diadorín, Juan Concliz dijo; todos hablaron—: ¡De acuerdo!
Ahí, Zé Bebelo no discrepó un plín de sorpresa, parecía hasta que esperaba aquel voto. —¿De todo poder? ¿Todo el mundo lealtea?, preguntó todavía, carraspeando seriedad. Confirmamos. Entonces él casi se puso de puntillas y nos llamó: «A mi alrededor, hijos míos. ¡Tomo posesión!». Se podía reír. Nadie reía. La gente a su alrededor, mezclando en medio nuestro a los cinco hombres del Urucuia. Adelante: «Pues estamos. Es lo duro diferente, pueblo mío. Pero los asesinos de Joca Ramiro van a pagar, con seiscientos-setecientos…», definió, cogiéndonos, uno por uno, en su mirada. «Asesinos; ellos son los Judas. Por este nombre, ahora, que es el suyo…», explicó Juan Concliz. «Arre, voto: dos judas. ¡Podemos romper en aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Carne en el plato, tajada tuya!…», aprobó, dijo aquello como viva. Nosotros respondimos. Y así era como Zé Bebelo era. Como cuando tronó: un trueno alto y largo, de los Generales, antes de los goteos de agua calentada: el trueno ahonda ancho, los pies palpan la tierra. Conforme fue: tronó de cortar las palabras; y Zé Bebelo hizo un gesto con el dorso de las manos, respetuoso dijo: «Esto va conmigo…». De lo que se trataba, retorno y cuento, él reveló lo siguiente: «En total no tenía, con los míos, munición ni para media hora…». Reconocimos aún más su valor. Esto es, cualquiera de nosotros sabía que aquello podía ser mentira. Incluso por eso, ordinario, por detrás de tanto papagayo, un hombre tenía que tener valentía muy grande.
Convenientemente comenzó en aquel día, en aquella hora; no tropezó más. Le pareció ir a ver el lugar de la cueva, y las armas y pertrechos, que Medeiro Vaz dejaba, aquéllas, determinó que, no teniendo parientes el muerto, entonces, para los mejores más allegados, como recuerdo quedasen: las carabinas y revólveres, la automática de estampido y ronquido, puñal, cuchillo, el capote, la cantimplora revestida, las mochilas y alforjas, las cartucheras de atravesar. Alguien dijo que el caballo grande, morcillo manchado, debía quedar para él mismo. No quiso. Llamó a Marcelino Pampa y le hizo donativo grave: «Este animal es tuyo, Marcelino, merecido. ¡Porque yo todavía estoy por ver otro de igual seso y carácter!». Apretó su mano, con unos golpes. Marcelino Pampa tomó aire, perturbado. De aquel hecho en adelante, era capaz de morir por Zé Bebelo. Pero, para sí mismo, Zé Bebelo guardó solamente la piel de carnero de forrar la silla y un escapulario milagroso con tres bayetas confeccionado.
Entonces empezó enseguida viendo, examinando, disquiriendo. Aprendió los nombres, de uno en uno, y en qué lugar nacido, resumen de la vida, cuántos combates, y qué gusto tenía, cualquier oficio de habilidad. Miró y contó los racimos de munición y las armas. Repasó los caballos, apreciando los mejores herrados y los de aguantada firmeza. «¡Herraduras, herraduras! Esto es lo importante…»; vivía diciendo. Repartió a los hombres en cuatro pelotones —tres drongos de quince y uno de veinte—, en cada uno, por lo menos, un buen rastreador. «Necesitamos cuatro bocinas de cazador, para los avisos…», reclamó. Él mismo tenía un pito, colgado del pescuezo, que de muy lejos se escuchaba. Para capitanear los drongos escogió: Marcelino Pampa, Juan Concliz y el Fafafa. Personalmente, se quedó con el mayor, el de veinte; en éste figuraban los cinco urucuianos, y yo, Diadorín, Sesfredo, el Quipes, Joaquín Beijú, Coscorrón, Dimas Loco, el Acauán, Mano-de-Lija, Marruaz, el Credo, Marimbondo, Rasga-por-Bajo, Jiribibe y José Bejigoso, llamado «Alpargatas». Sólo que, estados todos repartidos, todavía sobraban nueve; sirvieron para el escuadrón de aparte, tomar cuenta de los burros de carga, con pertrechos y provisiones. Su cabeza fue Alaripe, por bueno que fuera para todo ser. A los aquéllos, también, se impuso obligación: Quin Queiroz celaba los bultos de las balas; el Yacaré ejercía de cocinero, todo el tiempo debía decir la comida que necesitaba o faltaba; Doristino, herrador de animales, cuidador suyo; y los otros ayudaban; pero Raimundo Lé, que entendía de curas y medicinas, tuvo cargo de guardar siempre un zurrón con remedios. Lo que, remedio, por ahora, no había ninguno. Pero Zé Bebelo no se atontaba: «Por ahí, en cualquier parte, se compra después, se encuentra, hijo mío. Pero ve cogiendo hojas y raíces, ve teniendo, ve llenando… Lo que yo quiero es ver el zurrón a mano…». Nuestro campamento parecía una ciudad.
Dos asuntos principales, Zé Bebelo hacía lección y deducía órdenes. «Trabajar duro para dormir bien», publicaba: Gustadamente: «En muriendo yo, vosotros descansáis después…», y reía: «Pero yo no me muero…». Sujeto muy lógico, ya sabe usted, desata cualquier nudo. Y —tiene gracia decirlo— uno apreciaba aquello. Daba una esperanza fuerte. De manera que, mejor que nada, es cuidar minuciosamente trabajos de paz en tiempo de guerra. Los más eran ejercicios, a caballo, para acá y para allá, o paradas firmes en formación; entonces Zé Bebelo armaba ruido, silbando, maniobraba las patrullas, vete, vuélvete. Solamente: «Arre, no tenemos tiempo ninguno, vosotros. Esmérate…». Siempre, al fin, para animar, levantaba demás el brazo: «¡Todavía pretendo pasar, a caballo, llevándoos a vosotros, por grandes ciudades! Lo que me hace falta aquí es una bandera, y tambor y cornetas, más metales… ¡Pero he de! Ah, que vamos a Cariñaña y Montes Claros, allí, al venga vino… A acampar en el mercado de Diamantina… Eh, vamos al Paracatú del Príncipe…». Que boca, que el pito pitaba.
En serio, me llamaba a su lado, e iba mandando venir a los otros: Marcelino Pampa, Juan Concliz, Diadorín, el urucuiano Pantaleón, y el Fafafa, vicemandantes. Todos tenían que exponer lo que sabían de aquel generales, territorio: las distancias en leguas y brazas, los vados, el grado de fondo de los tremedales y de los pozos, los matorrales donde esconderse, los más hartos pastos. Cómo simplificaba los ojos Zé Bebelo, y preguntando y oyendo avante. A veces dibujaba con la punta de una vara en el suelo, todo representado. Iba organizando aquello en la cabeza. Estaba aprendido. Con poco, sabía más que todos nosotros juntos. ¡Bien conocía yo a Zé Bebelo, de otros corrales! Bien habría deseado haber nacido como él… Ahí, salía para cazar. Sucinto, que le gustaba cazar; pero lo que estaba era sujetando a examen el monte, discriminando. El bosque y el campo: como dos es un par. Fue y vino, parecía, tomaba la opinión de la gente: «Con diez hombres, en aquella altura, y otros diez esparcidos por la vertiente, se podía impedir el paso de doscientos caballeros por la umbría… Con otros algunos, dando retaguardia, entonces…». De este modo, sólo en eso pensaba, casi que. Siendo que expedía, al momento a alguien por delante a informarse del movimiento de los Judas, a traer noticias vivas. Y, hombre feliz, como Zé Bebelo en aquel tiempo, lo afirmo a usted, nunca no vi.
Diadorín también, que de los claros rumbos me apartaba.
Venía la buena venganza, alegrías suyas, callándose. Vengar, se lo digo a usted, es lamer, frío, lo que otro guisó demasiado caliente. El demonio dice mil ¡Ese! Dirige pero no rige… ¿Cuál es nuestro camino derecho? Ni de frente ni para atrás: sólo para arriba. O pararse en corto, quieto. Como los bichos hacen. ¿Los bichos están solos y esperando mucho? Pero ¿quién sabe cómo? Vivir… Ya lo sabe usted: vivir es etcétera… Diadorín alegre, y yo no. Pretérito en la luna. Yo agarré aquella oscuridad y por la mañana, los pájaros, que bien-me-veían todo en tal tiempo. Me gustaba Diadorín, de un modo condenado; no pensaba más que amaba, pero ya sabía que amaba siempre. ¡Ay, cuervo!, ¡lindo color!…
Dando el día, de repente, Zé Bebelo determinó que todo y todo estuviese pronto para una remarcha en ejercicios, como comúnmente. Sólo por fiesta. A lo que, los borriquillos comían emparejados, en buen pasto: «¡Hijitos, la responsabilidad de las angarillas es vuestra, al cargar la munición!», mandó Zé Bebelo. Pero, montado, declaró: «¡Mi nombre, de ahora en adelante, va ha ser, ah-oh-ah el de Zé Bebelo Vaz Ramiro! ¡Como confianza, sólo tengo en vosotros, compañeros, amigos míos: zé-bebelos! Ha llegado a la vez: ¡Vamos a la guerra! ¡Vamos, vamos, a reventar a aquella sarta de bribones!…». Salimos, sagaces entes.
Para aquello, la luna no era buena. ¿Quién pone provisión de caballos por desbarrancar de caminos embarrados, desarreglo empapado de suelo, la lluvia enjuagando todavía? Convenía esperar aguas en orden. «El Río Paracatú está lleno…», dijo alguien. Pero Zé Bebelo atajó: «El San Francisco es mayor…». Con él todo era así, extravagable; y no quería conversaciones sin importancia. Rompimos. Se mellaba un llover bajo, se memellaba. Hasta lo último del momento, parecía que íbamos a atravesar el Paracatú. No lo atravesamos. Todo aquel hombre, lo retenía estudiado. Entonces distribuyó las patrullas. Su drongo[15], vinimos, por la ribera, con el Paracatú siempre a la mano izquierda. Tronó de perturbar. Dijo: «Mejor, doy la sorpresa… Sólo rinde una buena sorpresa. ¡Lo que quiero es atacar!». Íbamos hacia el Burití-Pintado. Hasta allí consta de diez leguas, doce. «Cuando llegue el momento, cada uno debe ver sólo a algún judas de cada vez, mirar bien y tirar. El resto mayor está con Dios…», ahí va lo que hablaba. «Para el trabajo que se quiere, siempre la herramienta se tiene. Sólo con estos caballos, sólo con la ligereza, de lugar a lugar, hacia el frente y hacia atrás. Lo sé, pero lo principal de los combates lo vamos a dar bien a pie…». En la ribera del río Soniño[16], descansamos. Animales de carga, la punta de mulas, quedaron puestos escondidos en una cañada, en la espesura. Sólo tres hombres la cuidaban. «Yo soy quien elige la hora y el momento de embestir…», dijo Zé Bebelo. Y, en un lugar de remanso, pasamos el río Soniño, en lo oscuro, sin cargar, la bala de la boca.
Por la mañana, desde tres lados, disparamos.
Ahí, Zé Bebelo lo había meditado todo como un acto, de dibujo. Primero, Juan Concliz avanzó, con sus quince, iban como desprevenidos. Cuando los otros llegaron, todos nosotros estábamos bien emboscados, en puntos buenos. Desde un lado, entonces, el Fafafa recruzó sus caballeros: que estaban muy juntos, arracimados, de modo que una banda de caballeros o caballos tiene aire de ser mucho mayor de lo que, en lo real, es. Todos, caballos rucios o bayos; el color claro también aumenta mucho la visión de su tamaño. Ah, y gritaban. Asaz mal tiraban los judas, discordados, nadita no. Entonces, desde altura alcanzada antes, abrimos sobre ellos nuestra calamidad. Gente del Hermógenes… ¡No se dijo guayva-ahí! ¡Sopetonez! Sólo bala de acero. «¡Entro en duelo!…». «¡Eh, puaf!…». Sólo el tiempo de quebrarse rama o rasgarse ropa. Un judas corrió equivocado, hacia el lado donde el Jiribibe estaba: triste de aquél. «¡Uuuh!», fue lo que dijo con contrición perfecta. Otro levantó el cuerpo un poco demás. «¡Tú! ¿Piensas tú que hay Dios y medio?», dijo Zé Bebelo, después de derribar al tal, con un tiro de inambú[17], bajo. Otro huía experto. «Tiene talento en los pies…». Los que envié, dejé de enumerar a causa de la caridad. Ay de ellos. Victoria es esto. ¿O piensa usted que se trata de un alegre mal, como en una cacería?
¿Descansar? Quien lo dijo, no fue oído. «¿Voy a dejar a esa canalla bribonear por ahí en sosiego? ¡Halá, los míos! ¡Vamos a ellos!», se freía Zé Bebelo. Pero el mismo personal de Juan Concliz había puesto la mano en los caballos de aquéllos. «Cabalguemos a la mano del norte; allí es más mía la cara del suelo…». No, el camino era por el lado contrario. Teníamos que caer encima del grueso de las judadas. Por umbrías y atajos, con aquella caballada adiestrada, arreamos, arreamos. Camino capaz para cuatro, de lado a lado. En el Uy-Madre. Allí hay una pedriza, ancha, donde grandes rocas, del fondo del suelo, salen a flor. Llegamos descansadamente, despacito. Zé Bebelo recomendaba, como rondando cuarto de enfermo. Olía hasta el aire. Disimulado, parecía un gato. Viéndose que, en lo interno mismo de su cabeza, todo lo trazaba y guerreaba antes. Sea por un ejemplo: había un barranco grande, el enemigo estaba emboscado a los dos lados, en los socavones, en las paredes. ¿Cómo lo sabía ya Zé Bebelo? Calculando lejos una vuelta, Juan Concliz llevó a sus hombres muy adelante de allí, en la orla del campo, en celada. Dado tiempo, entonces, nuestro pelotón rastreó hacia los altos hasta llegar a que estuvimos encima de los rebordes del barranco. Ah, y ahí el Fafafa vino viniendo, descuidado a la muestra, con sus caballeros: surgían inocentemente, como venados para ser muertos… Pero —¡ah!— entonces, por encima del barranco, disparamos dimos gritos y rifleo, transcruzando en los inferiores: «Ahí va eso… ¡je-je!». Era como abejas en árbol hueco: los de los socavones entornaron su sangre fría, se asustaron demás, corriendo en fuga mayor debajo de los tiros, descompuestos, en lamentos. Juan Concliz, ya lo creo, sabe usted… Los urubúes pudieron volar ciernecierne: unos urubúes descarados.
Pero de allí volvimos, desatravesando otra vez el Soniño, hasta donde estaba nuestra muletada, con munición y lo demás. Incluso fuimos aparentando retroceder. Así era una pena pero necesitábamos flautear de aquella manera, nuestra sustancia no daba para acabar con aquellos judas de una vez. Siempre, siempre, para engañar en lo que viesen, Zé Bebelo variaba de viajar una hora casi todos juntos a otra despedidos esparcidos. Todavía, por suma ventaja de aquello, tuvimos un tiroteo ganado en la hacienda de San Serafín, ¡de los diablos!
Rumbo a rumbo de allá, pero mucho más para abajo, está un lugar. Hay una encrucijada. Los caminos van a Veredas Torcidas, veredas fallecidas. Lo dije, usted no lo oyó. No torne a hablar de ese hombre, no. Es lo que le pido a usted. Lugar no donde. Los lugares así son corrientes: no dan ningún aviso. Ahora, cuando pasé por allí, ¿no había rezado mi madre por mí, en aquel momento?
Así como en el Paredón. Pero el agua sólo es limpia en las fuentes. El mal o el bien están en quien hace; no en el efecto que producen. Oyendo usted lo siguiente, me entiende. El Paredón existe allí. Vaya usted, vea usted. Es un poblado. Hoy nadie mora ya. Las casas vacías. Hay hasta un sobrado. Se dio el césped en el tejado de la iglesia, se escucha en cualquier entrar el mariposeo rasgado de los murciélagos. Bicho que guarda muchos fríos en el cuerpo. El buey llega del campo se restrega en aquellas paredes. Se echan. Machacan. De nochecita, los murciélagos se enredan a recubrir a los bueyes con pañuelitos negros. Puntillas negras difunteras. Cuando se pega un tiro, los cachorros ladran, mucho tiempo. En todas partes es de ese modo. Pero aquellos cachorros son hoy del bosque, tienen que cazar su comida. Cachorros que ya han lamido mucha sangre. Incluso, el espacio es tan callado que allí pasa el susurro de medianoche a las nueve. Escuché un ruido. La antorcha de carnaúba[18] estaba alumbrando. No había nadie quedado. Sólo vi un papagayo manso hablante, que descuartizaba con el pico alguna cosa. ¿Aquél, de vez en cuando, para dormir volvía allí? No vi de nuevo a Diadorín. Aquel poblado tiene una calle sólo, es la calle de la guerra… El demonio en la calle, en medio del remolino… No me pregunte usted nada. Cosas de ésas no están bien preguntarlas.
Sé que estoy contando mal, por lo alto. Desenmiendo. Pero no es por disfrazar, no lo piense. De lo grave, por la ley de lo común, se lo he dicho a usted casi todo. No crío recelo. Usted es un hombre de pensar lo de los otros como si fuera lo suyo, no es criatura de hacer denuncia. Y mis hechos ya están revocados, prescripción dicha. Tengo mi respeto firmado. Ahora, soy tapir empozado, nadie me caza. De la vida poco me resta: sólo el deo-gratias; y el cambio. Tontería. En la feria de San Juan Blanco, un hombre andaba hablando: «La patria no puede nada contra la vejez…». Discuerdo. La patria es de los viejos, más. Era un hombre majareta, los dedos llenos de anillos viejos sin valor, las piedras retiradas; decía que todos aquellos anillos daban hasta choque eléctrico… No. Yo estoy contando así porque es mi estilo de contar. ¿Guerras y batallas? Eso es como juego de baraja, verte, reverte. Los revoltosos pasaron después por aquí, soldados de Prestes, venían de Goiás. Reclamaban posesión de todos los animales de silla. Sé que dispararon en la barra del Urucuia, en San Román. A donde aportó un vapor del Gobierno lleno de tropas de Bahía. Muchos años adelante, un campesino va a cortar un árbol, encuentra balas clavadas. Lo que vale son otras cosas. El recuerdo de la vida de uno se guarda en trechos diferentes, cada uno con su signo y sentimiento, los unos con los otros creo que no se mezclan. Contar seguido, hilvanado, sólo siendo cosas de rasa importancia. De cada vivimiento que yo, real, tuve, de alegría fuerte o pesar, de cada vez veo que yo era como si fuese diferente persona. Sucedido desgobernado. Así me parece, así es como lo cuento. Usted es bondadoso al oírme. Hay horas antiguas que han quedado mucho más cerca de uno que otras de reciente data. Usted mismo lo sabe.
Mire vea: aquella moza, meretriz, por lindo nombre Ñoriñá, hija de Ana Duzuza: un día, yo recibí una carta suya, carta sencilla, pidiendo noticias y dando recuerdos, escrita, me parece que, por otra ajena mano. Aquella Ñoriñá llevaba un pañuelo corto a la cabeza, como cresta de anú blanco[19]. Escribió, mandó la carta. Pero la carta gastó unos ocho años para llegarme; cuando la recibí, yo ya estaba casado. Carta que vagó, para un lado lejos y para otro, por estos sertones, por estos generales, por tantos buenos servicios, en tantos bolsillos y mochilas. Ella había puesto por fuera sólo: Riobaldo que está con Medeiro Vaz. Y vino traída por arrieros y viajeros, lo recruzó todo. Casi no se podía leer, de tan sucia doblada, rasgándose. Incluso la habían enrollado en otro papel, en canuto, con hilo negro de carrete. Unos no sabían ya de quién habían recibido aquello. El último, que me vino con ella, casi por equivocación de acaso, era un hombre que, por miedo de la enfermedad del toque[20], iba llevando su ganado de vuelta de los Generales para la caatinga[21], después de lluvia llovida. Yo estaba ya casado. Me gusta mi mujer, siempre me ha gustado, y hoy más. Cuando conocí de ojos y manos aquella Ñoriñá, me gustó de ella sólo lo trivial del momento. Cuando ella escribió la carta, yo le estaba gustando, de seguro; y, ahí, ya estaba morando más lejos, penal, en San Josefito de la Sierra: en el yendo para el Riacho de las Almas y viniendo del Monte de los Oficios. Cuando recibí la carta, vi que me estaba gustando, de gran amor a llamaradas; pero gustándome desde todo el tiempo, hasta desde aquel tiempo pequeño en que con ella estuve, en la Aroeiriña, y conocí concerniente amor. Ñoriñá, gusto bueno quedado en mis ojos y en mi boca. De allá para allá, los ocho años se frustraban. No estaban. ¿Subentiende usted lo que es eso? La verdad que, en mi memoria misma, había aumentado hasta ser más linda. De seguro, ahora, no le gustaría yo, quién sabe hasta si habrá muerto… Yo sé que esto que estoy diciendo es dificultoso, muy entrenzado. Pero usted va avante. Lo que envidio es la instrucción que usted tiene. Yo querría descifrar las cosas que son importantes. Y lo que estoy contando no es una vida de sertanero, sea que fuese yagunzo, sino la materia vertiente. Querría entender del miedo y del valor, y de la gana que le empuja a uno a hacer tantos actos, dar cuerpo al suceder. Lo que le induce a uno malas acciones extrañas es que uno está cerquita de lo que es nuestro, por derecho, y no lo sabe, no lo sabe, ¡no lo sabe!
Siendo así. Al loco, locuras digo. Pero usted es hombre sobrevenido, sensato, fiel como papel, usted me oye, piensa y repiensa y redice, entonces me ayuda. Así, es como cuento. Antes cuento las cosas que han formado pasado para mí con más pertenencia. Voy a hablarle. Le hablo del sertón. De lo que no sé. ¡Un gran sertón! No sé. Nadie sabe todavía. Sólo unas rarísimas personas; y sólo esas pocas veredas, vereditas. Lo que mucho le agradezco es su fineza de atención.
Fue un hecho que se dio un día, se abrió. El primero. Después verá usted por qué, devolviéndome mi razón.
Se dio hace tanto, hace tanto, imagine: yo debía de estar con unos catorce años, sí. Habíamos venido para aquí —circunstancia de cinco leguas— mi madre y yo. En el Puerto del Río de Janeiro nuestro, usted lo ha visto. Hoy, allí está el puerto del señor Juanillo, el negociante. Puerto, como quien dice, porque otro nombre no hay. Así siendo, verdad, que se llama en el sertón: es una orilla del barranco, con una venta, una casa, un corral y un pañol de depósito. Cereales. Había hasta un pie de rosal. ¡Rosasmías! Vaya usted después, verá. Pues, en aquella ocasión, ya era casi igual. El de Janeiro, de allí abajo media legua, entra en el San Francisco, bien recto va, forman una escuadra. Quien lo precisa, pasa el de Janeiro en canoa: es estrecho, no extiende anchura las treinta brazas. Quien quiere bandear cómodamente el San Francisco, también principia allí el viaje. El puerto tiene que estar en aquel punto, más alto, donde no da fiebre de marejada. La bajada del barranco es yendo por lo escarpado, mejora no puede ponerse porque la crecida viene y todo lo despedaza. El San Francisco ataja al de Janeiro, alto grande, a veces ya en sus primeras aguas de noviembre. En llegando diciembre, todo normal. Todo el tiempo, las canoas quedan esperando, con las cadenas presas a la raíz de un árbol de óleo, que hay. Había también una, dos o tres gameleras, de otrora, tanto recuerdo. Da dolor ver a las personas bajar al barro de aquel barranco, cargando sacos pesados, muchas veces. La vida, aquí es muy repagada, concuerde usted. ¿Otro, en mis tiempos, entonces, qué es lo que no había de ser?
Pues había sido que yo acababa de sanar de una enfermedad y mi madre había hecho promesa que yo había de cumplir cuando quedase bueno: tenía que sacar limosnas hasta completar un tanto, mitad para pagarse una misa, en alguna iglesia, la mitad para poner dentro de una calabaza bien tapada y embreada, que se tiraba en el San Francisco, a fin de ir, Bahía abajo, hasta tropezar en el Santuario del Santo Señor Buen Jesús de la Lapa, que en la vera del río todo lo puede. Ahora, el lugar de sacar limosna era en el puerto. Madre me dio una alforja. Yo iba, todos los días. Y esperaba por allí, en aquel parado, raro si alguien venía. Pero me gustaba, quería novedad quieta para mis ojos. De bajar el barranco, sentía recelo. Pero espiaba las calabazas para boya de anzuelo, siempre colgadas en la pared del rancho.
El tercer o cuarto día, que allí fui, apareció más gente. Dos o tres hombres de fuera, comprando celemines de arroz. Cada saco amarrado con brote de burití, la hoja nueva: verde y amarilla a lo largo, mitad y mitad. Se doblaban con aquellos sacos, y pasaban, en las canoas, para el otro lado del de Janeiro. Allí había, como todavía hoy hay, bosque alto. Pero por entre los árboles, se podía ver un carro de bueyes parado, los bueyes que masticaban con escasa baba, indicando venida de grandes distancias. Entonces, vea usted: tanto trabajo, todavía, por culpa de unos metros de agua mansita, sólo por falta de un puente. A lo que, más en el carro de bueyes llevan muchos días para vencer lo que en horas resuelve usted con su jeep. Hasta hoy es así, por bocabajo.
Así pues, de repente, vi un niño, recostado en un árbol, fumando un cigarro. Niño mocito, poco menos que yo, o debía de regular mi edad. Allí estaba con un sombrero de cuero, con el barbuquejo bajado, y se reía para mí. No se movió. Antes fui yo quien fui cerca de él. Entonces, me fue diciendo, con voz muy natural, que aquel comprador era su tío y que moraban en un lugar llamado Los Puercos, medio-mundo diferente, donde no había nacido. Aquello iba diciendo, y era un niño bonito, claro, con la testa alta y los ojos grandes, verdes. Mucho tiempo más tarde, supe que aquel lugarejo, Los Puercos, existe de verse, menos lejos de aquí, en los Generales de Lasance.
«¿Es aquello bueno?», pregunté. «Demás…», me respondió: y continuó explicando: «Mi tío planta de todo. Pero este año no ha plantado arroz porque enviudó de muerte de mi tía…». Así, parecía que tuviese vergüenza de estar comprando aquel arroz, vea usted.
Pero yo miraba a aquel niño, con un placer de compañía, como nunca por nadie había sentido. Me parecía que era él muy diferente, me gustaron aquellas finas facciones, la misma voz, muy leve, muy apacible. Porque hablaba sin cambios, ni intención, sin demás de esfuerzo, hacía de conversar una conversacioncilla adulta y antigua. Fui recibiendo en mí un deseo de que no fuese nunca, sino que se quedase, sobre las horas, y así como estaba siendo, sin palabreo menudo, sin bromas: sólo mi compañero amigo desconocido. Escondido enrollé mi alforja, ahí tanto, que hasta en fe de promesa tuve vergüenza de estar limosneando. Pero él apreciaba el trabajo de los hombres, llamando hacia ellos mi mirada, con un gesto de sensatez. Sentí, a mi manera de niño, que él también simpatizaba ya conmigo. Como quiera que tenía dinero suyo, compró un cuarto de queso y un pedazo de rapadura. Dijo que iba a pasear en canoa. No pidió licencia a su tío. Me preguntó si yo iba. Todo lo hacía con un realce de simplicidad, desmintiendo de tal modo la prisa, que uno sólo podía responder que sí. Me dio la mano para ayudarme a bajar el barranco.
Las canoas eran algunas, todas ellas largas, como las de hoy, excavadas cada cual en tronco de árbol. Una estaba ocupada, hecha pipa pasando sacos de arroz, y nosotros escogimos la mejor de las otras, casi sin agua ni lama ninguna en el fondo. Me senté allí dentro, como pollito en el huevo. Él se sentó frente a mí, estábamos vueltos el uno hacia el otro. Noté que la canoa se equilibraba mal, balanceándose en orden al río. El niño me había dado la mano para bajar el barranco. Era una mano bonita, suave y caliente, ahora yo estaba vergonzoso, perturbado. El vacilar de la canoa me producía un aumentante recelo. Miré: aquellos esmerados esmaltes ojos, puestos verdes, de frondosas pestañas, lucían un efecto de calma, que hasta me embebían. Yo no sabía nadar. El remador, un niño también, de mi misma laya, iba remando. No era bueno, aquello, tan poca firmeza. Resolví tener brío. Sólo era bueno por estar cerca del niño. Ni en mi madre no pensaba. Yo estaba yendo a mi ventura.
Sépalo usted, el de Janeiro es de aguas claras. Y es río lleno de bichos galápagos. Se miraba a un lado, se veía uno de aquellos vivientes: encima de una piedra, calentando sol, o nadando descubierto, exacto. Fue el niño quien me lo mostró. Y llamó mi atención para el bosque de la orilla, en pie, paredón, como a regla regulado. «Las flores…», apreció. En lo alto, eran muchas las flores, súbitamente bermejas, de ojo-de-buey y de otras trepadoras, y las moradas, del mucuná, que es una haba brava; porque se estaba en el mes de mayo, digo: tiempo de comprar arroz, quien no puede plantar. Un pájaro cantó. ¿Ñambú?, y periquitos, bandos, pasaban volando por cima de nosotros. No me he olvidado de nada, ya lo ve usted. Aquel niño, ¿cómo podría desrecordarlo? Un papagayo bermejo: «¿Arara sería?», me dijo. Y —¿qué-qué-qué?— preguntaba el arazarí. Él, el niño, era desemejante, ya lo he dicho, no ofrecía minucia de ninguna otra persona. Comparable a un ser suave, pero aseado y fuerte —así como si fuese un olor bueno sin olor ninguno sensible— represénteselo usted. Las ropas mismas no tenían manchas ni reguño ninguno, no se arrugaban. Por decir bien, poco hablaba él. Se veía que estaba apreciando el aire del tiempo, callado y sabido, y todo en él era seguridad en sí. Yo quería gustarle.
Pero, a poco, llegábamos al del Chico. Surja usted: es de repentemente, aquella terrible agua de anchura: inmensidad. El miedo mayor que se tiene, es venir bogando por un riachuelo y dar, sin esperar, en el cuerpo de un río grande. Hasta por el cambiar. La fealdad con que el San Francisco empuja, moliéndose todo, barroso bermejo, recibe para sí al de Janeiro, casi sólo una acequia verde sólo. «¿Vamos a volver desde aquí?», pedí ansiado. El niño no me miró, porque ya había estado mirándome, como estaba. «¿Para qué?», preguntó simplemente, con descanso de paz. El canoero, que remaba, en pie, fue quien se rió, seguro que de mí. Ahí, el niño mismo se sonrió, sin malicia y sin bondad. No guiñaba los ojos. El canoero, sin seguir resolución, vareaba allí, en la barra, entre dos aguas, menos hondas, jugando a dar vueltas suavemente, con la canoa paseada. Después, fue entrando en el del Chico, en el alero, hacia el rumbo de encima. Yo me enredé a mirar el bosque de la margen. Orillas sin playa, triste, todo pareciendo medio podrido, los aledaños embarrados todavía de la crecida última, ya sabe usted: cuando el del Chico sube sus seis o sus once metros. Y sucedió que el remador recostó casi la canoa en las canaranas, y se curvó, quería quebrar una rama de maracuyá del bosque… Con el mal gesto, la canoa se interrumpió, el niño también se había levantado. Yo dije un grito. «No pasa nada…», habló, hasta muy amable. «Pero, entonces, quedaos sentados…», me quejé. Se sentó. Pero, serio en aquélla su hermosa simpatía, dio orden al canoero, con una sola palabra, firme mas sin ofensa: «¡Atraviesa!». El canoero obedeció.
Tuve miedo. ¿Sabe? Eso fue todo: ¡tuve miedo! Columbré los confines del río, del otro lado. Lejos, lejos, ¿en qué plazo ir hasta allí? Miedo y vergüenza. El aguaza bruta, traicionera: el río está lleno de palpitaciones, de modos blandos, de escalofrío, y unos susurros de desamparo. Apreté los dedos en el tronco de la canoa. No me acordé del Indio del Agua, no me acordé del peligro que es la «onza del agua», como le dicen —la ariraña—, éstas se desumergen en bando y pican a la gente: rodeando y, entonces, haciendo girar la canoa, de estudio. No pensé nada. Yo sentía el miedo inmediato. Y tanta claridad del día. El arrastre del río, y sólo aquel disloque, y el riesgo extenso de agua, de parte a parte. Alto río, cerré los ojos. Pero hasta allí yo había agarrado una esperanza. Había oído decir que, cuando la canoa se vuelve, queda bogando, y es suficiente que uno se apoye en ella, arrimar aunque sea un dedo, para tener estabilidad, la constancia de no hundirse, y, entonces, ir siguiendo hasta sobresalirse en lo seco. Yo lo dije. Y el canoero me contradijo: «Ésta es la de las que se hunden enteras. Es canoa de peroba. Las canoas de peroba y de árbol de óleo no sobrenadan…». Me dio un vértigo. Odio que me den: ¡Ah, tantas canoas en el puerto!, buenas canoas boyantes, de faveira o tamboril, de imburana, viñático o cedro, y nosotros habíamos escogido aquella… ¡Hasta era un crimen fabricar de aquéllas, de madera burra! Quizás fuese mentira, pero yo debo de haber espantado, locos, los ojos. Quieto, compuesto, confrontado, el niño me veía. «Hay que tener valor…», me dijo. ¿Vio que se me venían las lágrimas? Me dolió responder: «Yo no sé nadar…». El niño sonrió bonito. Aseguró: «Yo tampoco sé». Sereno, sereno. Yo vi el río. Veía sus ojos, producían una luz. «¿Qué es lo que uno siente cuando se tiene miedo?», preguntó, pero no estaba burlándose; no pude tener rabia. «¡¿Nunca has tenido miedo?!», fue lo que se me ocurrió decir. Él contestó: «No acostumbro…», y pasado el tiempo de un suspiro mío: «Mi padre dijo que no se debe tener…». A lo que medio me pasmé. Aun terminó: «Mi padre es el hombre más valiente de este mundo». Entonces, el bamboleo de las aguas, el avance enorme rueda que rueda: lo que hasta hoy, en mi vida, he visto de mayor fue aquel río. Aquél, de aquel día. Las remadas que se escuchaban, el canoero, podíamos contarlas, por dudar si no satisfacían el término.
«Eh, tú, ¿no tienes miedo ninguno?», preguntó al canoero el niño, con tonillo. «¡Soy barranquero!», redijo el canoero, repuntando su orgullo. De tal, el niño gustó, porque con la cabeza aprobaba. Yo también. El sombrero de cuero que tenía era casi nuevo. Los ojos, yo sabía y aún hoy más sé, tomaban un oscurecimiento duro. Incluso con la poca edad que era la mía, noté que, de verme todo así temblando, el niño sacaba aumento para su valor. Pero yo aguanté el calor de su mirar. Aquellos ojos, entonces, fueron quedándose buenos, recuperando brillo. Y el niño puso su mano en la mía. Se incorporaba y quedaba formando parte mejor de mi piel, en lo profundo, como si diese a mis carnes alguna cosa. Era una mano blanca, con sus dedos delicados. «Tú también eres animoso…», me dijo. Amanecí mi aurora. Pero la vergüenza que yo sentía ahora era de otra calidad. Anda ya, el canoero cantó, feo, especie de copla que la gente barranquera usa: «… Río mío, San Francisco, en esta gran turbación; vine a darte un trago de agua y a pedir tu bendición…». Entonces, lo deseado, llegamos a la otra orilla, la de allá.
A verlo, el niño mandó atracar; solos descendimos. «Tú no te apartas de aquí, quedas al cuidado», dijo el canoero, que empezó a cumplir aquella autoridad desde que amarró la cadena a un árbol-palomo. ¿A dónde quería ir el niño? Cavilé, pero fui andando, fuimos por la vega, por el medio rojizo del pasto-podrido. Nos sentamos, por fin, en un lugar más destacado, con piedras, rodeado por áspera marisma. Siendo que permanecimos así, sin plazo, esto es, el casi callados, tan sólo. Los mosquitillos eran los que fastidiaban, lo vulgar. «Amigo, ¿quieres de comer? ¿Tienes hambre?», me preguntó. Y me dio la rapadura y el queso. Él mismo sólo tocó una miga. Estaba fumando. Acabó de fumar, cogía tallos de pasto-capivara, y los masticaba; tenía gusto de maíz verde, de él es del que come el capibara[22]. Así, cuando me dieron ganas de orinar, y lo dije, determinó: «Vete ahí detrás, lejos de mí, y hazlo…». Más no conversó; y yo reparé, me apocaba comparando lo pobres que eran mis ropas junto a las suyas.
Antojo, entonces, por detrás de nosotros, sin avisos, apareció la cara de un hombre. Sus dos manos apartaban los ramos del bosque, me dio un susto apenas. Por cierto, algún camino pasaba por allí cerca, el hombre había escuchado nuestra conversación. A fe que era un rapaz, mulato, regularmente de unos dieciocho o veinte años; pero alzado, fuerte, con las facciones muy brutas. Libertino, dijo esto: «¿Vosotros dos, hum, eh? ¿Qué es lo que estáis haciendo?…». Aducido, refunfuñó y, con la mano en lo cerrado de la otra, golpeó un figurado indecente. Miré al niño. Éste no parecía haber cogido ningún espanto, sordo sentado quedó, social con su práctica sonrisa. «Hem, hem. ¿Y yo? ¡También quiero!», vivo insistiendo el mulato. Y, entonces, yo conseguí hablar alto, contestando que no estábamos haciendo suciedad ninguna, lo que estábamos era contemplando las distancias del río y lo parado de las cosas. Pero, lo que yo menos esperaba, oí decir a la bonita voz del niño: «¿Tú, nego[23]?». Está bien, llégate aquí… El habla, su actitud, imitaban las de una mujer. ¿Entonces era aquello? Y el mulato, satisfecho, caminó para sentarse juntito a él.
Ah, hay lances, aquéllos, que se dibujan de prisa, que no acompañan nuestra mirada. ¿Ha dado ya el bote la serpiente urutú? Sólo fue así. El mulato saltó para atrás, oh de un grito, gemido berrido. Atravesó el bosque, en fuga, se oía aquella corredera. El niño abanicaba la faquilla desnuda en la mano y no se reía… Había embebido hierro en el muslo del mulato, rasgando hondo la punta. La hoja estaba escurrida de sangre ruin. Pero el niño no se separaba del lugar. Y limpió la navaja en el pasto, con todo capricho. «Faca que corta…», fue lo único que dijo, a sí diciendo, volvió a ponerla en la vaina.
Mi recelo no se pasaba. El mulato podía volver, haber ido a buscar una hoz, pistolón, a reunir compañeros; ¿qué sería de nosotros de ahí a un poco más? Al niño ponderé aquello, encareciendo que nos fuésemos luego. «Hay que tener valor. Hay que tener mucho valor…», me moderó, tan gentil. Me arrecordé de lo que antes había dicho, de su padre. Indagué: «Pero, entonces, ¿tú vives con tu tío?». Ahí se levantó, llamándome para volver. Pero fue demorado, despacito hasta donde la canoa. Y no miraba para atrás. No, miedo del mulato, ni de nadie, no conocía.
Hay de todo en este mundo, personas graciosas: el remadorcillo estaba durmiendo extendido dentro de la canoa, con sus mosquitos por cima y la camisa empapada de sudor de sol. Se alegró con el resto de la rapadura y del queso, nos trajo remando, en medio del río hasta cantaba más. De aquella vuelta no le doy dibujo: todo igual, igual. Menos que, aquella vez, me pareció demasiado de prisa. «¿Tú eres valiente siempre?», en aquella hora pregunté. El niño estaba mojando las manos en el agua bermeja. Estuvo pensando algún tiempo. Dando fin, sin encararme, declaró así: «Soy distinto de todo el mundo. Mi padre dijo que necesito ser diferente, muy diferente…». Y yo no tenía ya miedo. ¿Yo? Lo serio puntual es esto, escuche usted, escúcheme más de lo que estoy diciendo; y escuche desarmado. Lo serio es esto, de toda la historia —por eso es por lo que la historia le he contado—: yo no sentía nada. Sólo una transformación, pesable. A muchas cosas importantes les falta nombre.
Mi madre estaba allí en el puerto, a por mí. Tuve que ir con ella, no pude despedirme bien del Niño. De lejos, me volví, él saludó con la mano, yo respondí. No sabía su nombre. Pero no hacía falta. Nunca me he olvidado de él, después de tantos años todos.
Ahora que usted ha oído, preguntas hago. ¿Por qué tuve que encontrar a aquel Niño? Tontería, lo sé. Doy, dé. No me responda usted. Pero ¿qué valor enterizo, de una pieza, era aquél, el suyo? ¿De Dios, del Demonio? Por dos, por una, esto que yo vivo pregunta de saber, ni mi compadre Quelemén no me lo enseña. ¿Y qué era lo que intentaba su padre? En la ocasión, siendo aquella mi edad, no me importó esta indagación. Mire vea: un rapacito, en el Nazaret, fue injuriado y mató a un hombre. Mató, corrió a casa. ¿Sabe lo que su padre atemperó?: «Hijo, esto es tu mayoría de edad. En la vejez, ya tengo defensa, quien me vengue…». Caray, ahora. Usted ve, usted sabe. El sertón es lo penal, criminal. El sertón es donde el hombre tiene que tener la dura nuca y mano cuadrada. Pero donde es bobería cualquier respuesta, ahí es donde la pregunta se pregunta: ¿Por qué fue por lo que conocí yo a aquel Niño? Usted no lo conoció, mi compadre Quelemén no le conoció, millones de millares de personas no le conocieron. Piense usted otra vez, repiense lo bien pensado: ¿para qué tuve yo que atravesar el río, con el Niño enfrente? El San Francisco cabe siempre ahí, capaz, pasa. La llanura está en sobre lejos, costea hasta Goiás, extrema. Los Generales desentienden de tiempo. Ensoñación: me parece que yo tenía que aprender a estar alegre y triste juntamente, después, las veces que en el Niño pensaba, me parece que. Pero ¿para qué?, ¿por qué? Yo estaba en el puerto del de Janeiro, con mi morralillo en la mano, juntando limosnas para el Señor Buen Jesús, en el deber de cumplir promesa hecha por mi madre para curarme de una dolencia grave. ¿De veras se ve que nuestro vivir no es así tan zurcidito? Artes fueron, que quedo pensando: por ahí, Zé Bebelo un tanto sabía de eso, pero sabía sin saber, y saber no quería; como Medeiro Vaz, como Joca Ramiro; como mi compadre Quelemén, que viaja distinto caminar. ¿A lo que? No me dé, dé. Más hoy, más mañana, quiero ver que usted pone una respuesta. Así, ya me complace usted. Ahora por la manera de quedar callado alto, yo veo que usted me distingue.
¿Adelante? Cuento. Lo siguiente es sencillo. Mi madre murió; sólo la Bigrí, era como se llamaba. Murió, en un diciembre llovedor. Ahí, fue grande mi tristeza. Pero una tristeza que todos sabían, una tristeza de mi derecho. Desde, desde, hasta hoy en día, el recuerdo de mi madre a veces me exporta. Murió, y mi vida cambió para una segunda parte. Amanecí más. De Heredado, quedé, con aquellas miseriejas —miseria casi inocente— que no podía tomar en serio: allí largué a otros el pote, la bacía, las esteras, cazuela, chocolatera, una cacerola picuda y un barreño; solamente cogí mi red, una imagen de santo de palo, un jarro pintado de flores, una hebilla grande con ornamentos, un cobertor de bayeta y mi muda de ropa. Me lo pusieron todo en un hato, como que cupo en la mitad de un saco.
Hasta que un vecino caritativo cumplió de llevarme, a causa de las lluvias, en un viaje durado seis días, a la hacienda San Gregorio, de mi padrino Selorico Mendes, en la orilla del camino boyadero, entre el rumbo del Curraliño y el del Bugre, donde las sierras van descendiendo. Nada más llegar allí, mi padrino Selorico Mendes me aceptó con grandes bondades. Él era rico y tacaño, poseía tres haciendas de ganado. Aquí, también fue suyo, la mayor de todas.
«De no haberse conocido, todos estos años, purgo mis arrepentimientos…», fue la sincera primera palabra que me dijo, mirándome antes. Llevé días pensando que él no fuese de juicio regulado. Nunca habló de mi madre. De las cosas de negocio y uso, en lo lidiante, tampoco hablaba casi. Pero le gustaba conversar, contaba casos. Altas artes de yagunzos —eso lo amaba, constante—, historias.
—Ah, la vida vera es otra, de ciudadano del sertón. ¡Política! Todo política y potentes jefaturas. La pena, que aquí ya es una tierra avenida conforme, pereza de paz, y soy hombre particular. Pero, adelante, por ahí arriba, todavía un hacendero crecido se reina mandador: todos dueños de dependientes valientes, pandillas de criollos sobre el trabuco y la carabina escopetada. Domingo Toro, en el Alambique, el Mayor Urbano en la Macazá, los Silva Sales en la Crondeúba, en el Bau-Bau Doña Próspera Claziana. Doña Adelaida en el Campo-Redondo, Simón Avelino en la Barra-de-la-Vaca, Mozart Vieira en el San Juan de Canastrón, el Coronel Camucín en los Arcángeles, comarca de Río Pardo; y tantos, tantos. En esto, que en la extremidad de cada hacienda desaparece y surge un camarada, de centinela, que sobraza el palo de fuego y vigila como una onza que come osamentas. Eih. Lo mismo en el barranco del río, y si se baja aquel San Francisco, que aprueba, cada lugar es sólo de un gran señor, con su familia general, sus yagunzos mil, pacíficos: ver San Francisco de la Impaciencia, Januaria, Cariñaña, Urubú, Pilón Arcado, Chique-Chique y Siento-Sede.
Demás hablaba; habiendo conocido al Neco, se acordaba de cuando Neco forzó Januaria y Cariñaña, en las eras del año de 79: tomó todos los puertos —Jatobá, Majada y Manga—, hizo como quiso; y sentó sede de sus fuertes armas en el poblado de Yacaré, que era su tierra. «Estuve allí, con carta firmada por el Capitán Severiano Francisco de Magallanes, que era compañero combinado del Neco. El personal que ellos numeraban en guerra complacía una babilonia. Botaban hasta barcas, llenas de hombres con trabucos, cruzando para abajo y para arriba del río, de parte a parte. Día y noche, se oían gritos y tiros. Caballería de yagunzos galopando, saliendo hacia distancias marcadas. Abrían fiestas de cohete y coheteo cuando entraban en una ciudad. Mandaban tocar la campana de la iglesia. Echaban abajo la cárcel, soltando los presos, arrancaban el dinero de la recaudación y cenaban en el Ayuntamiento…».
Mi padrino Selorico Mendes era muy medroso. Contaba que en tiempos había sido valiente, se alababa, valentía. Quería que yo aprendiese a tirar bien, y a manejar cachiporra y faca. Me dio luego un puñal, me dio un pistón y un trabuco naranjero. Más tarde me dio hasta un facón terciado, que había mandado forjar para propio, casi del tamaño de espada y con formato de hoja de gravatá. «Me senté a la mesa con Neco, bebí vino, almorcé… Bajo su jefatura, paraban unos ochocientos bravos que sólo obedecían y rendían respeto». Mi padrino, huésped del Neco; de recontar aquello, siempre se engrandecía. En aquella dicha ocasión, todas las personas importantes habían huido de Januaria, desamparadas del poder de la ley, fueron a esperar mejor suerte en Piedras de María de la Cruz. «¿Neco? ¡Ah! Mandó más que Renovato, o el Lióbas, expolió más que Juan Brandón y los Filgueiras…». Y mi padrino me mostró un papel, con escritura de Neco; era un recibo de seis barriles con pólvora y una remesa de yoduro; la firma rezaba así: Manuel Tavares de Sá.
Pero yo no sabía leer. Entonces, mi padrino tuvo una decisión: me envió al Curraliño para tener escuela y morar en casa de un amigo suyo, señor Maroto, cuyo Gervasio Lé de Ataíde era el verdadero nombre social. Buen hombre. Allí, yo no necesitaba trabajar, de forma ninguna, porque el padrino Selorico Mendes concertó con el señor Maroto pagar todo fin de año el asentamiento de tenencia y dispendio, hasta de botas y ropa que yo necesitase. Yo comía mucho, el gasto no era pequeño, y siempre me ha gustado de lo bueno y de lo mejor. Siendo que alguna vez señor Maroto me pedía un u otro servicio, usando mucho pico de palabreo, agradándome y diciendo que lo estimaba como un favor. Nunca le negué mis pies y manos, e incluso no era ningún trabajo notable. Va, sucede, me dijo: «Baldo, tú necesitarías estudiar y sacar diploma de doctor porque para cuidar de lo trivial no tienes ninguna condición. Tú no eres habilidoso». Aquello que me dijo me impresionó, que en seguida le hice pregunta, al Maestro Lucas. Él me miró, un rato; era hombre de tan justa regla, y de tan visible correcto parecer, que no ahorraba a nadie: a veces hubo un día que dio a todos los niños con la palmeta; e incluso así ninguno de nosotros le tenía rabia. Así, Maestro Lucas me respondió: «Es cierto. Pero lo más cierto de todo es que tú serías un maestro de una vez…». Y, desde el comienzo del segundo año, me determinó ayudar en el repaso de la instrucción, yo explicaba a los niños menores las letras y la tabla.
Curraliño era un lugar muy bueno, de vida contentada. Con los rapacitos de mi edad, organicé compañerismo. Pasé allí aquellos años, no separé añoranza ninguna, ni con el pasado resumía. Allí enamoré en falso, asnal, ah aquellas niñas con nombres de flores. A no ser la Rosa'uarda —moza hecha, más vieja que yo, hija de negociante fuerte, señor Asís Wababa, dueño de la venta El Primer Baratillero de la Primavera de San José—, ella era estranja, turca, todos los turcos, almacén grande, casa grande, el señor Asís Wababa de todo comerciaba. Siendo tan bizarro atento, y muy ladino, me agradaba él, decía que mi padrino Selorico Mendes era un clientazo, varias veces me convidó a almorzar en mesa. Lo que aprecié: carne molida con simiente de trigo, otros guisos, relleno bueno en calabacilla o en hoja de uva, y aquella moda de agriar el quiabo: excelentes manjares. Los dulces, también. Estimé al señor Asís Wababa, a su mujer, doña Abadía, y hasta a los niños hermanitos de Rosa'uarda, pero con tamaña diferencia de edad. Lo único que me invocaba era el lenguaje garganteado que hablaban los unos con los otros, la algarabía. Así mismo, afirmo que a la Rosa'uarda le gusté, me enseñó las primeras picardías, y las completas que juntos hicimos en el fondo del corral, en un escondite, lo hice con mucho anhelo y deleite. Siempre me decía unos cariños turcos y me llamaba «ojos míos». Pero los suyos eran los que brillaban exaltados, y extraordinarios negros, de una hermosura en verdad singular. Toda la vida me ha gustado demasiado lo extranjero.
Hoy es cuando reconozco la forma en que mi padrino hizo mucho por mí, él, que había criado amparado amor a su dinero, y que tanto avarientaba. Pues, varios viajes, vino al Curraliño a verme —en verdad, también aprovechaba para tratar de vender bueyes y algunos negocios más— y traía para mí cajitas de dulce de burití o de araticún, requesón y mermeladas. Cada mes de noviembre mandaba buscarme. Nunca me riñó, y me daba de todo. Pero yo nunca le pedí cosa ninguna. Diez veces más me diese, y no se daba mérito. No me gustaba él, ni me disgustaba. Mas cierto era que yo no sabía acostumbrarme a él. Acabé, por otra razón, huyendo del San Gregorio, va a ver usted. Nunca más vi a mi padrino. Pero, por eso, no me deseó mal; no entiendo. Ciertamente quedó entusiasmado cuando tuvo noticia de que yo era el yagunzo. Y me dejó por heredero, en hoja de testamento: de las tres haciendas, agarré dos. Sólo la San Gregorio fue la que testó para una mulata, con la que al fin de su vejez se emparejó. No me importó aquello. Ni lo que recibí menos me lo merecía. Ahora, últimamente, destaco: cuando viejo, penó remordimiento por mí; yo, viejo, criando arrepentimiento por él. Me parece que nosotros dos éramos pertenecientes.
Poco después de que volvía del Curraliño, definitivo, gran hecho se produjo, que a usted no le escondo. Cierta madrugada, todos los perros ladraron en el San Gregorio, alguien estaba llamando. Era mes de mayo, en mala luna, el frío arreaba. Y, cuando era tan mozo, me costaba mucho levantarme, no por flaca salud, sino por pereza mal corregida. Así que salí de la cama y fui a ver si había que abrir, mi padrino Selorico Mendes, con la lamparilla en la mano, ya estaba colocando dentro de la sala a unos hombres, que eran seis, todos con sombrero grande y trajeados con capotes y capas, arrastraban espuelas. Allí entraron con una brisa que me dio susto por posible incomodo. Admiré: tantas armas. Pero no eran cazadores. Por lo que me olí: pie de guerra.
Mi padrino me mandó ir adentro, a llamar a alguna de las mujeres, que colase café caliente. Cuando volví, uno de los hombres —Alarico Totone— estaba exponiendo, explicando. Todos continuaban sin tomar asiento. Alarico Totone siendo un hacendero del Gran Mogol, conocido de mi padrino. Él, con su hermano Aluí Totone, personas finas, gente de bien. Habían encomendado el auxilio amigo de los yagunzos por una cuestión política, luego entendí. Mi padrino escuchaba, aprobando con la cabeza. Pero a quien siempre estaba mirando, con una admiración completamente perturbosa, era al jefe de los yagunzos, el principal. ¿Y sabe usted quién era aquél? ¡Joca Ramiro! Sólo de oír el nombre, me paré, en la mayor suspensión.
Adrede Joca Ramiro estaba con los brazos cruzados, su sombrero bajaba el ala muy ancho. De él hasta la sombra, que la lamparilla arriaba en la pared, se transponía diferente, en la imponencia, ganaba volumen. Y vi que era un hombre bonito, en todo bien rematado. Vi que era hombre gentil. A los lados, hombreaban con él dos yagunzones; después supe que sus segundos. El uno se llamaba Ricardón: corpulento y quieto, con modo simpático de sonrisa; adoptaba el aire de un hacendero abastecido. El otro, Hermógenes, hombre sin ángel de la guarda. De momento no lo noté de una vez. Poco, poco fui recelando. El Hermógenes: estaba de espaldas, pero unas espaldas disconformes, la corcova se amontonaba, con el sombrero liso encima, pero sombrero redondo de cuero, como si una calabaza en la cabeza. Aquel hombre se arrugaba por no tener pescuezo. Sus pantalones como que se arrugaban más de la cuenta, se afollaban en dobleces. Las piernas, muy abiertas; pero, cuando caminó unos pasos, se arrastraba —me pareció— que no quería levantar los pies del suelo. Reproduzco esto y me quedo pensando: ¿será que la vida socorre a uno con ciertos avisos? Siempre me acuerdo de él, me acuerdo mal, pero detrás de muchas humaredas. En aquella hora, yo estaba queriendo que él no volviese la cara. La volvió. La sombra del sombrero le daba hasta casi en la boca, ennegreciendo.
Al terminar. Alarico Totone pidió que necesitaban un rincón oculto, donde la tropa de los hombres pasase el día que venía, puesto que viajaban de noche, dando sorpresa y deshaciendo rastro. «Hay un óptimo escondrijo…», consintió mi padrino. Y mandó que yo fuese a guiar a aquella gente, hasta donde el pozo del Cambaubal, en una espesura, bosque caapoero. Primero, se tomó café. Así, Joca Ramiro corría pronto los ojos por todo aquello, sonriendo franco, la cara muy gallarda, y puso las manos en los bolsillos. Ricardón reía grueso. Y aquel Hermógenes vino para salir conmigo, y el otro hombre, un cabezachata blanquecino, con mucha viveza en la mirada; éste me gustó, Alaripe se llamaba, hasta hoy se llama. En lo que, aquellos dos a caballo, yo a pie, fuimos hasta donde estaban esperando los otros, a dos pasos, en lo bajo de la carretera.
Entonces, mes de mayo, hablé con la estrella del alba. El rocío piripingando, bacinadas. Y los grillos con el chirilín. De repente, a cierta distancia, henchía espacio aquella masa fuerte, antes de poder verla, ya la presentía. Un estado de caballos. Los caballeros. Ninguno no se había desapeado. Y debían de ser cerca de unos cien. Respiré: uno sorbía la vaharada: el olor de crines y rabos sacudidos, su pelo, de sudor viejo, sembrado de las polvaredas del sertón. Adonde el movimiento parado que se susurra de una tropa así, hecho de una porción de ruidillos pequeños, como el de un gran río, lo de a flor. A bien decir, toda aquella gente estaba callada. Pero una silla cruje de por sí, retiñe una hebilla, estribo, y estribera, o el bocado, cuando el animal lame el freno y mastica. El cuero raspa el cuero, los caballos dan con la oreja o golpean con el pie. De aquí, de allí un soplo, un medio-jadeo. Y un caballero u otro tocaba mansamente su montura, avanzando entre aquel ayuntamiento, mudando de lugar, brideaba. Yo no sentía a los hombres, sabía sólo de los caballos. Pero los caballos mantenidos, montados. Es diferente. Grandiosado. Y, poco a poco, distinguía los muchos bultos, a modo de árboles crecidos lado a lado. Y los sombreros embozados, las puntas de los rifles subiendo de las espaldas. Porque no hablaban —y se quedaban esperando así—, yo tenía miedo. Allí debían de estar algunos de los hombres más terribles sertaneros, encima de caballos mantenidos, parados contrapasantes. ¿Sabía yo si soñaba?
Seguro de guardia, apartado de los más, se veía un caballero, entero. Fue viniendo para acá, su caballo era oscuro; era un alazán de buen pisar.
—Capixún, es yo, y el señor Hermógenes… —habló aviso el cabeza-chata.
—¡Ah, bueno, Alaripe! —el de allá respondió.
La gente se apoyaba en el frío, escuchaba el orvallo, el bosque lleno de oloroso, estallido de estrellas, el deducir de los grillos y la caballada en peso. Empezaba a rayar, entreluz de la aurora, cuando el cielo blanquea. En el aire yendo quedando ceniciento, la formación de aquellos caballeros, escurrida, se divisaba. Y usted me disculpe por estar retrasándome con tantas menudencias. Pero hasta hoy me represento en los ojos aquella hora, todo tan bueno; y lo que es añoranza.
Junto con el Capixún, se aproximó otro, también de subjefe, al que el Hermógenes trató de sié-Marqués. El Hermógenes tenía una voz que no era gangosa ni ronca, pero así desgobernada desigual, voz que se zafaba. Así —fantasía de decir— el ser de una irara, con su olor hediondo. «Ah, uéh, ¿alguien hermano?», preguntó aquel sié-Marqués, tratando de mi persona. «De paz, mano viejo. Amigo que ha venido a mostrar el rancho a la gente…», contestó el Hermógenes. Hizo, todavía, un ruido de boca y garganta, cual un rebuzno. Sin más largas ningunas, salí, caminando al lado del caballo del Hermógenes, empujando a todos para el Cambaubal. Detrás de nosotros, oía los pasos puestos de la gran caballería, lo regular, ese empujón continuado. Yo no quería volverme a espiar, no hallasen que yo era entrometido. Pero ahora conversaban, algunos reían, decían gracias. Presumí que estaban muy contentos de ganar el reposo de horas, pues habían navegado en la silla toda la noche. Uno habló más alto, aquello era bonito y sin tino: «Siruíz[24], ¿dónde está la moza virgen?». Dejamos la carretera, en el pasto mojado mis pies se lavaban. Alguno, aquel Siruíz, cantó, palabras diversas para mí, toda la tonada extraña:
Urubú es villa alta,
la más vieja del sertón:
mi patrona, vida mía,
vine de allí, no voy, no.
Vine de allí, ¿no voy, no?
Paso el tiempo en estos verdes,
buey mocho de terciopelo:
burití, agua azulada,
carnaúba, sal del suelo…
Remanso de río ancho
guitarra de este sertón:
cuando voy a dar batalla
convido a mi corazón…
Venían quebrando albores. Día de mayo, con orvallo, ya lo he dicho. El recuerdo mío es así.
Me prestaron un caballo, y yo fui, con el Alaripe, a esperar la llegada de la recua de burros, adelante, en la boca del puente. No tardaba, ya venían apareciendo. Un lote de diez mulas con los cargueros. Pero venían con los cencerros tapados, taponados con rama de algodón: fuera del gime-gime de las angarillas, no hacían ningún rumor. También guiamos a los arrieros para el Cambaubal. Pero, ahí, mi padrino llegó con Joca Ramiro, Ricardón y los Totones. Mi padrino insistió, me trajo otra vez para casa. El día ya estaba clareando completo. Mi corazón quedaba lleno de cosas puestas en movimiento.
No vi más su campamento, las espuelas tilintín. No pude, El padrino Selorico Mendes mandó que yo fuese a El-Chiquero, a buscar a un hombre llamado Rosendo Pío, aquel hombre —me dijo mi padrino— rastreaba. Y era para que viniese, debajo de todos los secretos, a encaminar a la banda de Joca Ramiro por buenos caminos y atajos, por la Sierra de las Treinta Vueltas, por mor de caber en dos noches, sin peligro mayor, lo que sino duraría seis o siete. Siendo así, sólo yo mismo merecía confianza de ir. Fui, con disgusto. Tres leguas, tres leguas y media lejos. Pero yo tenía que llevar un caballo enseñado para el hombre. Y aquel Rosendo Pío era burlón y disparatado. Tardó mucho, con disculpa de preparativos. En el camino, en la venida, no sabía él de nada, de yagunzos, casi no hablaba, no quiso hacer demostración. No le daba placer aquello. Cuando llegamos era el anochecido. La banda estaba pronta para salir. Se separaban en pequeños golpes. Mi padrino había mandado amarrar todos los perros de la hacienda. Se fueron. Me pareció que todo había perdido la gracia, lo de verse.
Semanas siguientes, mi padrino sólo habló de los yagunzos. Dicho que Joca Ramiro era un jefe cursado: muchos iguales no nacen así. ¡Dueño de glorias! Aquella pandilla de criollos, si tuviese suerte, podía imponer carácter al Gobierno. Mi padrino había pasado todo aquel día en medio de ellos. Contaba: el cuidado en los preparativos, las cosas todas reguladas, aquel dormir en orden, aquella autoridad enorme en el entremezclamiento. Ni nada faltaba. Las sacas de harina, tantas y tantas arrobas de carne curada al sol, la munición bien celada, cajón con barras de jabón para lavar cada uno la ropa y el cuerpo. Hasta tenía un maestro herrador, con su tiendita y los adminículos: una bigornia y las tenazas, fuelle de mano, herramienta exacta; y mochila de albéitar, con varios surtidos flemes de sangrar caballos enfermados. Y las más cosas las describía mi padrino con mucho agrado, de que había oído sincera narración. Las luchas de los jocaramiros, los alardes, las mañas trazadas para ganar en combate, un mazo de historias de todas las razas de artes y estratagemas. De oír a mi padrino contar aquello, complaciéndose sin sencillez, me comenzaba a dar una náusea. Parecía que quería prestarse las hazañas de los yagunzos y que Joca Ramiro estaba allí junto a nosotros, obedeciendo mandados, y que la total valentía le pertenecía a él, Selorico Mendes. Mi padrino era antipático. Ahora lo era más. Me parecía. En un lugar parado, así, en el campo, es preciso que la gente vaya alterando de vez en cuando los asuntos.
No estoy cazando disculpa para mis errados, no, reflexione usted. Lo que me agradaba era recordar aquella cantiga, extravagante, que reinó para mí en medio de la madrugada, ah, sí. Simplemente le digo a usted: aquello mojó mi idea. Aire, me endulzó tanto, que di en inventar, de espíritu, versos de aquella cualidad. Hice muchos, montón. Yo mismo por mí, no cantaba, porque nunca tuve entonación de voz, y mis labios no sirven para saber silbar. Pero los reproducía para las personas y todo el mundo admiraba, muy recitados repetidos. Ahora llamo su atención para un punto: y, oyendo, usted concordará con lo que, por no saberlo yo mismo, no digo. Pues fue que yo escribí los otros versos, que yo encontraba, de los verdaderos asuntos, míos y míos, todos sentidos por mí, de mi añoranza y tristeza. ¿Entonces? Pero aquéllos, que en la ocasión aprecié, están hueros, remitidos, en mí bien murieron, no dieron ceniza. No me acuerdo de ninguno de ellos, ninguno. Lo que yo guardo en el giro de la memoria es aquella madrugada doblada entera: los caballeros en lo sombrío amontonados, a modo de bichos y árboles, el refinfín del orvallo, la estrella del alba, los grillitos del campo, el pisar de los caballos y la canción de Siruíz. ¿Tiene esto algún significado?
Mi padrino Selorico Mendes me dejaba vivir en la lordez[25]. En el San Gregorio, de lo razonable, de todo disponía yo, queriendo querer. Y, de trabajar seguido, yo no precisaba. Hiciese o no hiciese, mi padrino me apreciaba; pero no me alababa. Una cosa no toleraba él, y era solo; que alguien indagase justo cuánto era el dinero que él tenía. Con eso yo nunca sumé, no soy especula. Yo vivía con mi buen cuerpo. ¿Alguien ha de encontrar algún régimen mejor?
Pero un día —de tanto querer no pensar en el principio de aquello, he acabado olvidando quién— me dijeron que no era por acaso por lo que mis facciones copiaban el retrato de Selorico Mendes. ¡Que él había sido mi padre! Afianzo que, al escuchar, alrededor de mí lo tonto tuve: todo el mundo me desproducía, en una gran deshonra. Pareció hasta que, de alguna encubierta manera, yo sabía ya de aquello. Así, ya había oído de otros, a pedacitos, dichos e indirectas, que yo desoía. ¿Iba a preguntarle a él? Ah, yo no podía, no. Preguntar a ninguna persona más; bastaba. No descalenté la cabeza. Junté mis pertrechos, mis armas, ensillé un caballo, huí de allí. Fui hasta la cocina, conduje un pedazo de carne, dos puñados de harina en la mochila. Si hubiese encontrado dinero a mano, lo cogía; de esto no tenía yo ningún escrúpulo. Me volví bien huido. Cabalgué derecho para el Curralín.
¿Razón por qué lo hice? Sé o no sé. De aes, yo pensaba claro, me parece que de bes no pensé, no. Yo quería el hervir. Aquello casi me engrandecía, desrazonado, como el vicio de un ruin placer. Yo producía mi rabia. Rabia exactamente no era, esto es: sólo una especie de desafío dentro, el vejamen que me infestaba no ofrecía rumbo para continuación. El único regir era empinarme y soplar en esta cabeza mía, entonces, la confusión y el desorden y altas desesperaciones. Lancé el caballo, galopé demás. No iba a casa del señor Maroto. Antes antes iba con el señor Asís Wababa: en aquel momento yo sólo quería gente extraña, muy extranjera, ¡extranjera entera! Aunque sólo fuese para ver un poco a Rosa'uarda, ¿la amaba yo? Ah, no. Me gustaría Rosa'uarda pero no pudiéndola afirmar en las delicias de mi cabeza, porque aumentaba el desamparo de mi vergüenza. Iba a la escuela de Maestro Lucas. Allá cerca de la casa de Maestro Lucas, moraba un señor llamado Dodó Meireles, que tenía una hija llamada Miosotis. Así, a lo tonto, a los tanticos, aquella mocita Miosotis también había sido novia mía, ahora por muchos momentos yo encontraba consuelo en que ella me viese, que supiese: yo, con mis armas mataderas, había armado insurrección contra mi padrino, había salido de casa, a gritos, rabioso sobre el animal, por el cerrado afuera, ¡capaz de capaz! Entonces, yo tenía que dar una explicación a Maestro Lucas. No me gustaba aquella Miosotis, era una bobita, en el San Gregorio nunca había pensado en ella, la que me gustaba era Rosa'uarda. Pero Señor Maroto había de saber luego que yo había llegado al Curralín y mi padrino iba a tener pronto aviso. Mandaba a alguien a buscarme. Venía él. No me importaba. De repente, yo sabía: lo que estaba queriendo era eso mismo. Que viniese, me pidiese volver, prometiéndome todo, ah, hasta a mis pies se arrodillaba. ¿Y si no viniese? ¿Si tardase en venir? Entonces, lo que había de hacer, cazar medio de vida, aguantar burlas —¡qué sé yo!— de todos, repartirme en lo menudito de cada día, tan penoso aborrecido. Al bis, entonces, creció mi rabia. Tuve unas lágrimas en los ojos bobos. Adramado, pensé en mi madre, con todo querer, y afirmé alto que sería sólo por cuenta de ella por lo que yo estaba procediendo al revés, grité. Pero aquello se fingía mal, mi especie de vergüenza se puso a ser mayor. Como que el caballo, en ruego de misericordia, oscureció el pelo de todo sudor. Sosegué las espuelas. Fuimos a paso de marcha. Yo tenía miedo por mi vida cuando entramos en el Curraliño.
En casa del señor Asís Wababa me dieron trato regocijante. Mientras yanté, reí, conversé. Sólo la llaga de una sorpresa me declararon: la de que la Rosa'uarda estaba ahora siendo novia para casarse con un Salino Curi, otro turco negociante, en los últimos meses para allá llegado. Asumí, en traílla, tristeza y alivio; aquel amor no sería para mí, por los motivos personales. Nublado en que me vi, mas me goberné: trencé las piernas, empecé cara de hablar poco, no señor, sí señor, cauteloso sesudo, e indagando sobre los grandes precios; que así fuesen a pensar que aquel viaje mío era para tramar importante encargo para mi padrino Selorico Mendes. El señor Asís Wababa mucho se complacía aquella noche, con lo que el Vupes noticiaba: que en breves tiempos los raíles del ferrocarril se armarían hasta llegar allí, el Curraliño, entonces, se destinaba a ser lugar comercial de todo valor. El señor Asís Wababa engordaba concordando, trajo un cangilón de vino. Me arrecuerdo: yo entré en lo que imaginé; en la ilusioncilla de que para mí también estaba todo, así, resuelto, el progreso moderno: y que yo me representaba allí rico, establecido. Hasta vi cuán bueno sería, si fuese verdad.
Pero estaba allí el Vupes, Alemán Vupes, que dije: señor Emilio Wusp, como dice usted. De las voces que pasara por el Curraliño, ya era conocido mío. Triplicado hombre. Siendo que entendía todo de manejarse con armas, pero viajaba sin cañón ninguno; decía: «¡Melindres! Desarmado yo completo, yo así, ellos todos van mucho más respetarme, oh, en el sertón». Me vio afinar la puntería, una vez, y me alabó por saber yo también de nacimiento, en la horita, asegurarme de no respirar. Hasta decía: «Tira usted bien porque tira con espíritu. Siempre es el espíritu el que acierta…». Como si dijese: siempre es el espíritu el que mata… Pero, bien, ahora a aquella hora, estaba allí el Vupes, así fue. Porque, en un desastre de instante, yo había empezado a pensar: lo que resolvía mi situación era trabajar para él, viajar vendiendo herramientas por ahí, descascadora de algodón. No ponderé, pero dije: «Señor Vupes, ¿no querrá usted ajustarme a su servicio?». Estupidez mía. ¡Melindres!, conforme el Vupes constantemente exclamaba. Allí, no acabé de hablar, y en mí mismo ya estaba arrepentido, a toda velocidad. Idea nueva que imaginé: que incluso una persona amiga y cortés, convirtiéndose en patrón de uno, se vuelve más ruda y reprobadora. Me mordí la boca, ya había hablado. Todavía quise enmendar, garantizando que era por gracejo; pero el señor Asís Wababa y el Vupes me miraban menos, con desconfianza, me sentí demasiado rebajado. Contra mí con todo en contra, la propia oportunidad de las cosas me sisaba. De allí salí luego, despidiéndome bien. ¿Adónde? Sólo si fuese a ver al Maestro Lucas. Así fui andando, mediante desesperación. Me recuerdo, iba andando y ahora era cuando empezaba a pensar libre y suelto en la Rosa'uarda, lindas piernas las lindas gruesas, en el vestido de algodón, nunca había de ser par mi regalo. De un modo sentí, como me acordé, tiempos después, cuando fue moda cantar una cantiga:
«Si tu padre fuese
rico con dinero,
contigo casaba
y el gusto era nuestro…».
Esto, pero por completo; a veces.
A lo que, le digo a usted, pregunto: ¿en su vida es así? En la mía, ahora es cuando veo, las cosas importantes, todas, en caso corto de acaso fue como se sucedieron —por el salto fino de darse sin verse— la suerte momentera, por un cabello por un hilo, un cric de crin de caballo. Ah, y si no fuese por cada acaso, no hubiese sido, ¿cuál habría, entonces, sido mi destino siguiente? Cosa vana, que no configura respuestas. A veces, esta idea me aporta susto. Pero vea usted: llegué a casa del Maestro Lucas, me saludó tan natural. También lo encontré todo natural, lo que yo estaba era cansado. Y cuando Maestro Lucas me preguntó si iba de paseo o de recado de la hacienda, expliqué que no: que había merecido licencia de mi padrino para comenzar vida propia en Curraliño o adelante, con designio de desarrollar más estudios y aprovechamiento sólo de ciudad. Diciendo lo que dije, yo mismo juraba que Maestro Lucas no lo iba a creer. Pero lo creyó, hasta mejor. ¿Sabe usted por qué? Porque aquel día, justo, estaba él metido en medio de un asunto que preparaba su deseo de creerme entonces. Digo: me oyó y dijo:
—Riobaldo, ¡pues llegas en buena ocasión!
Ahí me explicó: un señor, en el Pajón, en la hacienda Ñanva, altas orillas del Jequitaí, para la enseñanza de todas las materias, estaba encargando un profesor. Con urgencia, era hombre con su situación, garantizaba buena paga. Así, quería que Maestro Lucas fuese, que dejase a alguien dando escuela en su lugar, en el Curralín, por un tiempo; eso, claro, no podía. ¿Quería ir yo?
«¿Cree usted que puedo?», pregunté; para empezar cualquier tarea, casi que yo solo nunca tuve valor. «Sí puedes», declaró el Maestro Lucas. Ya estaba acondicionando en una maleta todos los libros —geografía, aritmética, cartilla y gramática— y goma, lápiz, regla, tintero, todo lo que pudiese tener utilidad. Acepté. Un entusiasmo, nuestro, me ponía brioso. Mejor era para en seguida, para lo siguiente: dos camaradas del dicho hacendero estaban allí, en el Curraliño, esperando decisión, ahora me llevaban. Doña Dindiña, mujer de Maestro Lucas, en la despedida, me abrazó, me ofreció unas lágrimas de bondad: «Hay tanta gente mala en este mundo, hijo mío… Y tú así tan mozo, tan bonito…». Entonces, ni siquiera llegué a ver a aquella niña Miosotis. A Rosa'uarda vi de lejanos mirares.
Los dos camaradas, entre tanto lo noté, eran unos matones. Pero sujetos con su trato, sin altos y bajos ni las mayores asperezas, me dieron toda consideración. Viajamos juntos cuatro días, casi treinta leguas, buen tiempo bordeando el Riachón y divisando a mano izquierda los bultos de la Sierra del Cabral. Mis compañeros casi no me informaban, de nada o nada. Tenían otras órdenes. Pero, incluso antes de entrar en las tierras del Pajón, fui viendo cosas calculosas, hallé motivos para dudar. Patrullas de caballeros en armas; cambio de palabras de vigilancia; y una recua de burros cargueros, pero en medio de los arrieros venían tres soldados. Más cerca, en mayores me vi. Llegar allá declamaba sorpresa. La ñanva estaba enjambrada de gente hombre; blablablá de feria en la plaza. Y era vistosa hacienda, con sobrado, con grandes corrales y una gran explanada. Vi en seguida al dueño.
Era inmediatamente extravagante, vestido de brin azul y calzando botas amarillentas. Era nervioso, magro, un poco por debajo del tamaño mediano y con brazos que parecían demás de largos, de tanto como podían gesticular. Fui yendo, él fue viniendo, el gran revólver a la cintura; un pañuelo revoloteaba en su pescuezo. Y aquel buen cabello, despeinado alto, copete erizadillo. Apresuré el paso, y él se detuvo, con las manos en las caderas. Me miró frenteante, soltó una risotada: seguro que no estaba sabiendo quién era yo. Y gritó, bromeando «Ven a saltos de sapo, aquí…».
Ah-oh-ah, el destiempo de estar siendo burlado me llenó de ira. Me paré también. Me hice el sordo. Pero él vino hacia mí entonces, saludó con un modo sensato de simpatía. Atrasado dije: «Soy el joven profesor…». Su alegría, al oírme, fue estupefacta. Me agarró del brazo, con porción de palabras y agrados, subió la escalera conmigo, me llevó a un cuarto, allí dentro, ligero, parecía hasta que queriendo esconderme de todos. Una locura ¿de qué? Ah, pero ah, ¿quién era aquél, el hombre? Zé Bebelo. De fijo de hecho, todo en él, para mí, rebosaba una real novedad.
¿Se lo he dicho a usted?: yo estaba pensando que iba a dar lección a los hijos de un hacendero. Engaño. Lo común, con Zé Bebelo, se volvía diferente más adelante, aplazaba un engaño. Siendo él mismo el estudiante. Me avisó. Quiso antever los cuadernos, libros, cogerlos con las manos. Así, leer y escribir y las cuatro cuentas, ya las sabía, consumía periódicos. Removió, tempestad, y todo lo fue amontonando en la mesa grande del cuarto, Señor Jesucristo, cómo silbaba, el tarareado. Pero —y ahí habló en serio conmigo— de aquello se tenía que sorber secreto: que me fijase. «Vamos a decir que estoy preparando los planes. Tú quedas siendo mi secretario». En aquel mismo día ido, empezamos. Aquel hombre me ejercitó loco, eh, oh, me hizo afinar. Ansia tal, y poder de entender demasiado, nunca encontré en otro. Lo que él quería era meterse en la cabeza, de una vez, lo que los libros dan y no. ¡Era la inteligencia! Devoraba, de corrido, pasaba de lección a lección y preguntaba, repreguntaba, parecía hasta sentir rabia de que yo supiese y él no, despechos de todavía tener que aprender, contrafín. Quemaba por noche dos o tres velas. Él mismo decía: «El reloj, no voy a mirarlo. Estudio, estudio, hasta que doy una cabezada. Me viene la cabezada y entonces dejo el libro y me echo, que me duermo». Por su tesón, sencillamente. De día estábamos desgranando páginas, y de repente se levantaba, llegaba a la ventana, pitaba con un pito, administraba aquel bramido de órdenes; diez veinte ejecutaciones de una vez. La gente corría, cumplían; aquello parecía un circo, buen teatro. Pero, con menos de un mes, Zé Bebelo se había enseñoreado de retenerlo todo, sabía mucho más de lo que yo mismo supiera. Entonces, su alegría fue demasiadamente. Sobrevenía con el libro, me hacía a quemacara un puñado de preguntas. Mientras yo me demoraba, treteaba en el explicar, errando al azar, trampeaba. Ay-ay-ay, de atajar él mis palabras, mostrar en el libro que yo estaba falso, corregir lo dicho, enmendarme. Estallaba en carcajadas, daba manotazos, explicaba otras normas, propias de su propia idea; y siendo feliz de verme en aquellas dificultades, yo ya ignorante, desalentado y encabritado. Sólo entonces, digo, fue cuando yo empecé a gustarle. Cierto. Me dio un abrazo, me gratificó con dinero, me hizo firmes elogios. «Señor Baldo, ¡ya he tomado las alturas de todo! Pero es preciso que no te vayas, no, sino antes proseguir siendo mi secretario… A punto que vamos por este Norte, para grandes hechos, que no te arrepentirás…», me dijo, «Norte, malos mundos». Sopló, solo; efecto de viento.
Porque me había estatuado todos los proyectos. Cómo estaba reuniendo y granjeándose aquella gente, para salir por el Estado arriba, en comando de gran guerra. El fin de todo, que lo sería: romper contra banda y banda, acabar con ellos, liquidar a los yagunzos, hasta el último, relimpiar al mundo de la yagunzada brava. «Solamente haberlo hecho, señor Baldo, estoy presto: ¡entro derecho en la política!». Antes me había confesado aquel único sino que ambicionaba, de mucho corazón: y era ser diputado. Pidió secreto, y a mí no me gustó. Porque yo sabía que todos aventaban ya aquel disparate, por detrás de él hasta anticipaban apodo: «el Diputado»… El mundo es así. Pero, incluso de aquella manera, todo el personal no le regateaba la mayor dedicación de respeto. Por vía de su machez. Ah, Zé Bebelo era el de lo duro; ¡siete puñales de siete aceros metidos en una sola vaina! Tiraba y mucho con cualquier quilate de arma, siempre certera la puntería, laceaba y campeaba hecho todo un vaquero, domaba animales de la mayor bravura: burro grande o caballo; combatía a faca, con los espíritus astutos de onza arrinconada, sin parar de poner; y al miedo, o a cada pariente del miedo, él le escupía encima y desconocía. Contaban: entraba de lleno, personalmente, y ponía paz en cualquier gresca. ¡Oh, hombre rompe-y-rasga, enfrentador! Daba los rugidos. E incluso, para él, parecía no haber nada imposible. Con tanto tonteo, disfrutable y boberil, y ay de quien pensase en echar ojo de chacotas: moría vertiginoso… «El único hombre-yagunzo que yo podía acatar, señor Baldo, ya está fallecido… Ahora, hemos de rendir este servicio a la patria: ¡todo es nacional!». Aquel que ya había muerto, de quien él hablaba, era Juanito Bem-Bem, de las Aroeiras, de redondeante fama. Se decía que había estudiado su vida, en los pormenores, con tanta devoción especial que hasta un apellido en sí se puso: Zé Bebelo: a causa de que, de nombre, en verdad, era José Rebelo Adro Antunes.
«¿Se ha de consentir que siempre haya esa vergüenza de yagunzos, la supercanalla? Deja, que de aquí a unos meses, en este nuestro Norte, no se va a ver ningún jefe más contratar para las elecciones a las pandillas de hipócritas, burlando a la justicia, sólo para destruir todo lo civilizado y legal». Así diciendo, en verdad sentaba el decir con ira razonable. Uno debía desde luego reprobar los usos de que bandas en armas invadiesen ciudades, arrasasen el comercio, saqueasen al asalto, embarrasen con estiércoles humanos las paredes de la casa del juez, corcoveasen al fiscal montado a la fuerza en una mala yegua; con la cara para atrás, con una lata amarrada a la cola, y todavía la canalla dando mueras y soltando ahí cohetes. ¿Pues no llegaban a despedazar pipas de aguardiente delante de la iglesia, o a aquello de exponer a un padre sacerdote desnudo ante los ojos de la calle, y ofender a las doncellas y a las familias, gozar señoras casadas, por parte de muchos hombres, obligado el marido a verlo? Cuando hablaba, con el fuego que sacaba de sí, Zé Bebelo tenía que detenerse, iba hasta el balcón o la ventana, a tocar el pito, dictar las buenas órdenes. Entonces, más renovado, volvía junto a mí, reponía: «Ah, que si voy, Señor Baldo, voy. Soy yo quien soy capaz de hacer y acontecer. ¡Siendo porque fui yo sólo quien nació para tanto!». Diciendo lo cual, después, establecido que aboliese el yaguncismo, y diputado fuese, entonces relucía perfecto el Norte, poniendo puentes, cimentando fábricas, remediando la salud de todos, satisfaciendo a la pobreza, estrenando mil escuelas. Comenzaba por ahí, seguía algún tiempo, creciendo su voz en el fraseo, lo mucho instruido en el periódico. Me iba aburriendo. Porque siempre acababa en lo mismo.
¿Pero, mi vida en la hacienda era ruin o era buena? Ni que mejor fuese. Yo estaba hecho un no hay más. Entonces vicié. Me acostumbré al fácil movimiento, entré en amistad con los matones. Siempre llegaban personas de fuera, que conversaban a solas con Zé Bebelo, gente de ciudad. De uno, supe que era delegado, en misión. Y él me presentaba con el honor de: Profesor Riobaldo, secretario siendo. En las holganzas desocupadas, yo iba con los compañeros, a una legua de allí, en el Leva, donde estaban acampadas las mujeres, más de cincuenta. Ellas iban viniendo, tantas que casi todos los días tenían que rebajar. No faltaba ese buen divertirse. Zé Bebelo aprobaba: «¿Dónde se ha visto hombre que valga si no tiene a mano situadas muchachas? ¿Dónde?». Hasta aguardiente proporcionaba, con regla. «Mejor, si no, se lo providencian ellos, dan luego en abusos, patuleas…», esto explicaba. Con exceso, de todo allí se disfrutaba hartura confortable. Harta comida, armamento de primera, montón de munición, ropas y calzados para los mejores. Y el cobre para semanal de pago, pues ninguno de aquellos hombres estaba allí por amor de Dios, sino procurando su medio de vivir. Decían que era dinero del arca del Gobierno. Parecía.
Hasta que, en fin, llegó el día de salir, guerreramente, por valles y montes, toda la gente. ¡Huy, el alarido! Y cuántos gritos, un bando de araras revuelo avante de pájaros; usted mismo nunca ha visto cosa así, sólo en novela descrito. De gloria y avío de soldadesca propia, y caballos que daban hasta miedo de no encontrar pasto que bastase, y personal cerca de unos mil. Acompañado de los jefes de pandilla —que él daba patente de ser sus subtenientes y oficiales de su tercio—, Zé Bebelo, montado en un fornido rucio palomo y con un distinguidísimo sombrero en la cabeza, revistaba de acá para allá, yegüeando[26] bien, vistoseaba. Me llamó para cerca, yo había de tener a mano un cuaderno gordo, para poner orden de asentar en él nombres, números y diversos, amanuense. Con ellos estaba yo yendo, entonces, usted ve. Iba para conocer aquel destino-dios-mío. Lo que me animó fue que él predijo, cuando yo no más quería, que era sólo oponer una seña y él daba baja y alta de irme.
Digo que fui, digo que me gustó. A paseo fuerte, pronta comida, buenos reposos, compañerismo. Mi tenor se distraía bien. Veía los nuevos caminos, diversidad de tierras. Si amanecía en un lugar, se iba a oro por la noche, todo lo que podía ser rancio o discordia consigo quedaba para atrás. Era el enfín. Lo era. «¡Más, más, cuando será será delante, cuando se arme el combate!», conversaban unos. Cuando Zé Bebelo quisiera. Sabía lo que quería, hombre de mucha zorrería. Ya al salir de la Ñanva, había compuesto a su pueblo por separado: cada grupo cada rumbo. Uno por el San Lamberto, a mano derecha; otro cogió el Riachuelo Hondo y el Arroyo del Sañar; otro se separó de nosotros en el Solo-Aquí, yendo para el Arroyo de la Barra; otro tomó siempre a mano izquierda, arrimando el hombro al San Francisco; pero nosotros, que íbamos con el propio Zé Bebelo en capitanía, rompimos, por medio, siguiendo el trazado del Arroyo Felicidad. Pasamos cerca de Villa Inconfidencia, fuimos a acampar en el poblado Piedra-Blanca, a orillas del Agua-Blanca. Y todo corriendo bien. De un batallón a otro, se expedía gente con órdenes y recados. Arrastrábamos una red grande, para coger peces grandes. Y así fue. Yo no vi aquella célebre batalla; me había quedado en la Piedra-Blanca. No por miedo, no. Pero Zé Bebelo me mandó: «Ten paciencia, tú esperas, para reunir a los municipales del lugar y echar un discurso, luego que una estafeta venga a relatar cuál ha sido nuestra primera victoria…».
Sucedió lo que se dijo. Sólo que, en vez de estafeta, al galope, vino Zé Bebelo mismo. Yo me había quedado con un rimero de cohetes, y hubo fiesta. Zé Bebelo mandó disponer una tabla por cima de una esquina de la cerca, conforme que allí se subió y mucho habló. Refirió. Del otro lado del Río Pacú, en el municipio de Brasilia, habían puesto patas arriba una banda de yagunzos —con el valentón Hermógenes a la cabeza— y derrotado total. Más de diez muertos, más de diez tipos agarrados presos; desgraciadamente sólo fue que aquel Hermógenes consiguió huir. ¡Pero no podía ir lejos! En lo que Zé Bebelo elogió la ley, dio viva al Gobierno, para cercano futuro prometió muchas cosas republicanas. Después acumuló que yo pronunciase también un discurso. Tuve que. «Tú debes citar más en mi nombre, lo que por recato no ponderé. Y hablar muy nacionalmente…», me sopló. Cumplí. El que un hombre así debía ser diputado, yo dije, recalqué. Acabé, él me abrazó. Me parece que la gente apreciaba. Entonces, cuando se estaba en el después del almuerzo, llegaron caballeros nuestros, conduciendo el cuerpo de presos. Sentí pena de aquellos pobres, cansados, escarnecidos, casi todos sucios de sangres secas; se veía que no tenían ninguna esperanza decente. Iban de leva para la cárcel de Extrema, y de allí para otras cárceles, de seguro, hasta para la de la Capital. Zé Bebelo, mirando, me miró, advirtió blandura. «No tengas dolor. Son los condenados por hazañosos…». Ah, era verdad. Yo lo sabía. ¿Pero cómo no iba a tener pena? Lo que excede en uno es la fuerza fea del sufrimiento, la propia, no es la calidad del sufridor.
Pensé que ahora podíamos merecer mayor descanso. ¿Ah, sí? «Montar y galopar. Hay más. Hay…», llamó Zé Bebelo. Cabalgamos. Conversando, en el camino, yo pregunté, no sé: «¿Y Joca Ramiro?». Zé Bebelo se encogió de hombros, parece que no quería hablar de aquél. Entonces me dio un gusto, de menor maldad, de explicar cuán fabuloso era el estado de Joca Ramiro, como todo él sabía y proveía, y hasta que traía un hombre sólo para el oficio de herrador, con la tiendita y las herramientas, y todo lo más versante animales. Oyendo lo que, Zé Bebelo se detuvo. «Ah, es una idea que vale, ¡mira tú! Esto tengo que concebirlo yo también, el buen ejemplo es para aprovecharse…», atinó. Y yo, que ya iba a contar más, de lo diverso, de las peripecias que mi padrino decía que Joca Ramiro inventaba al dar la batalla, entonces, como me concerté en mí y callé la boca. Mire vea usted todo lo que en la vida se estorba, razón de presentimientos. Porque me estaba pareciendo que, si contase, consumaba acto de traición. Traición, pero ¿por qué? Chasqué la lengua. Uno no sabe, uno sabe. Callé la boca del todo. Separamos los caballos.
Entre el Condado y la Lontra, fuimos a fuego. Allí, vi, aprendí. La mitad de los nuestros, que se apeaban, en el avance, entremediados disfrazantes, sus armas a punto —escamoteados por los árboles— y de repente ligeros se yacían: para el rastreo; con las cabezas, husmeaban; ¡toda la vida! ¿Desde qué nacimiento sabían pelear aquéllos? Sólo avisté aquello un instante. Siendo que siguiendo Zé Bebelo, retorcimos vuelta, hacia el Gameleras, donde hubo lo peor. Lo que era, era la banda del Ricardón, que casi próximo que cercamos. ¡Para azuzar, faltando sólo canes! Y dimos infierno. Se enredó. Un tiro suena mucho, en medio de la espesura: se dice que es estampido, que es rimbumbun. Tuve noción de que habían muerto bastantes. Vencimos. No me bajé de mi animal. Ni serví, ni estuve, al final, cuando el galope se desencadenó: los hombres persiguiendo a unos, que con el mismo Ricardón se escapaban. Pero más no se aprovechó, el Ricardón ya había tenido fuga. Entonces los nuestros de ojeriza, con los ocho prisioneros hechos querían concluir. «¡Eh, de ninguna manera, yepa! ¡No consiento cobardía de perversidad!», se enfadó Zé Bebelo. Aprecié su excelencia, en el sistema de no matarse. Así quise yo que el aire de paz luego retornase, el limpiado, gritando menos la gente. Aquel día había habido fuerte cosa. De lejanía y sosiego sentí necesidad, demás. Se tuvo poco. Arreglado lo preciso, sólo se tomó plazo breve, porque recombinaron por delante los proyectos y nos desarrancamos para la Tierra Fofa, casi en la linde con el Gran Mogol. Pero allí no llegué. En cierto punto del camino, resolví mejor mi vida.
Huí. De repente, vi que no podía más, me gobernó un disgusto. No sé si era porque yo reprochaba aquello: de irse, con tanta mayoría y largueza, matando y prendiendo gente, en la constante brutalidad. Solucioné que se descuidasen de mí, quedé escondido retrasado. Me fui. Y eso que, por lo ajustado, yo no necesitaba hacer así. Podía acercarme a Zé Bebelo, desdecir: «Me he desanimado, declaro volverme al Curralín…». ¿No podía? Pero, en la hora misma en que la decisión tomé, luego me dio un hastío de Zé Bebelo, con repeluses, la conversación. Ni yo no estaba para tener confianza alguna en nadie. Por bien: me huí, y más no pensé exacto. Sólo eso. Usted sabe, se desprocede: la acción escurrida y afligida, pero sin sustancia narrable.
Mi caballo era bueno, yo tenía dinero en el bolsillo, yo estaba bien armado. Viré, vagaroso. Mi mismo rumbo era el de lo más inseguro. Viajé, fui, creo que no tenía ganas de llegar a ninguna parte. Con veinte días de cachacear[27], y sin los enredos mayores, fue como me arrimé para el Río de las Viejas, a la vista de la barra del arroyo Batisterio. Dormí con una mujer, que mucho me agradó: su marido estaba fuera, en los alrededores. Allí no daba la malaria. Por la mañana temprano, la mujer me dijo: «¡Mi padre existe de aquí a un cuarto de legua! Ve, almuerza y cena allá. De noche, si mi marido no hubiese vuelto, yo te llamo, dando aviso». Yo hablé: «Tú, enciende una hoguera en aquel alto, yo la diviso, yo vengo acá…». Habló ella: «Eso no puedo, alguien más viéndola había de poder desconfiar». Yo hablé: «Así mismo, yo quiero. Hoguera: una hoguerica de nada…». Habló ella: «Quién sabe si la enciendo…». A los serios, ni sonriéndose. Entonces, me fui.
Pero el padre de aquella mujer era un hombre finolis de tan despierto, con el modo de sacar de uno la conversación que él constituía. Su casa —espaciosa, casa de tejas y encalada— era en la ribera, allí donde el río tiene más bancos de arena. Se llamaba Manuel Ignacio, dicho Malinacio, y administraba unos buenos pastos, con caballada pastando, y los bueyes. Me dio almuerzo. Me puso a hablar. Yo estaba queriendo ser sincero. Y noté que él, en el hablar me encaraba y en el oír guiñaba los ojos; y al que encara en el hablar, pero guiña los ojos en el oír, no le gustan mucho los soldados. Poco a poco, entonces, conté: que de los zé-bebelos no había querido hacer parte; lo que era la valiente verdad. ¿Y Joca Ramiro?, me preguntó. Yo dije, un poco por engrandecerme y por mi prosa, que ya había servido a Joca Ramiro y con él conversado. Que, por eso mismo, era por lo que no podía quedarme con Zé Bebelo, porque mi seguimiento era por Joca Ramiro, en corazón en devoción. Y hablé de mi padrino Selorico Mendes, y de Aluíz y Alarico Totone, y de cómo Joca Ramiro pernoctó en nuestra hacienda del San Gregorio.
Más cosas de seguro dije, y aquel hombre Malinacio me oía, sólo dando muestras de sosiego. Pero yo noté que él no lo estaba. Encontró el modo de aconsejar que me fuese. Que allí miasmaba brava malaria. No acepté. Yo quería esperar para ver si la hoguera, por suerte mía, se encendía, me había gustado mucho su hija casada. Por un instante, el sabido del hombre se retrasó en lo que hacer. Pero requiriendo yo un lugar para armar mi red, en la sombra, y descansar —dije que no andaba bien de salud—, aquello pareció ser de su agrado. Me llevó a un cuarto donde tenía una cama de varas con jergón, me dejó allí a mis anchas, cerró la puerta. Eché el cerrojo; abrazado a mis armas.
Sólo me desperté en lo que aquel Malinacio me llamaba para cenar. Llegué a la sala y di con otros tres hombres. Dijeron de sí que arrieros eran, y estaban así vestidos y parecidos. Pero el Malinacio comenzó a glosar y reproducir mi conversación tenida con él; de aquello me disgusté, secretos frescos contados no son para todos. Y el arriero dueño de la recua —que era el de cara redonda y tirando a clara— me hizo mucha interrogación. No estuve a mi buen agusto. Construí desconfiar. No por el hecho de tanto encarecer él —pues todo arriero siempre pregunta mucho— sino de la manera como los otros ayudaban a aquél a verme, de todo lo perseverado tomando cuenta. Él quería saber para dónde yo mismo me iba además. Quería saber por qué, si yo apretaba por Joca Ramiro, y estaba en armas, por qué entonces yo no había buscado manera de trotar para el Norte, a fin de juntarme con los ramiros. Quien desconfía, se vuelve sabio; diciendo como pude, mucho confirmé; pero confirmé añadiendo que había llegado hasta allí por dar vuelta cautelosa e incluso para tener la calma de resolver los proyectos de mi espíritu. ¡Ah, pero ah!, mientras me oían, un hombre más, arriero también, venía entrando, en el umbral de la puerta. Aguanté a aquél en mis ojos, y recibí un estremecer, en susto disparado. Pero era un susto de corazón alto, parecía la mayor alegría.
Infraganti, conocí. El mozo, tan variado y vistoso, era ¿pues sabe usted quién era, pero quién, de verdad? ¡Era el Niño! El niño, sí señor, aquel del puerto del de Janeiro, de aquello que le conté, el que atravesó el río conmigo, en una vacilante canoa, toda la vida. Y él se llegó, yo del banco me levanté. Los ojos verdes, semejantes grandes, lo recordable de las largas pestañas, la boca mejor bonita, la nariz fina, afiladita. Arbolamiento de ésos, uno se pasma y no lo entiende: ¿qué dirá usted si sólo lo cuento así? Yo quería irme a él, para abrazo, pero mis valores no bastaron. Porque él faltó con el paso, en un rechazo de apocamiento. Pero me reconoció, visual. Nuestros ojos dueños de nosotros dos. Sé que debe de haber sido un establecimiento fuerte porque las otras personas lo nuevo notaron: aquello lo percibí en el estado de todo. El Niño me dio la mano; y lo que la mano dice a la mano es lo corto; a veces puede ser lo más adivinado y contenido, esto también. Y él como que sonrió. Le digo a usted hasta hoy está sonriéndome. Digo. Se llamaba el Reinaldo.
¿Para qué referirlo todo en el narrar, por menos y menor? Aquel encuentro nuestro se produjo sin lo razonable común, sobrefalseado, como de lo que sólo en periódico y en libro es donde se lee. Hasta lo que estoy contando, después fue cuando pude reunir lo recordado y verdaderamente entendido; porque, mientras una cosa así se ata, lo que uno siente más es lo que el cuerpo propiamente es: corazón latiendo fuerte. De lo que el qué: lo real rueda y se pone delante. «Esas son las horas de uno. Las otras, de todo el tiempo, son las horas de todos», me explicó mi compadre Quelemén. Como si fuese como estando lo trivial del vivir hecho un agua, dentro de ella se esté, y que todo lo junta y amortigua: sólo raras veces se consigue subir con la cabeza fuera de ella, como un milagro: pidió el pececito. ¿Por qué? Dizque le diré a usted lo que no es tan sabido: siempre que se comienza a tener amor a alguien, en runrún, el amor agarra y crece porque, de cierta manera, uno quiere que eso sea, y va, en la idea, queriendo y ayudando; pero, cuando es destino dado, mayor que lo menudo, uno ama enterizo fatal, necesitando querer, y es un solo darse de cara con las sorpresas. Amor de éste, crece primero; cuando brota es después. Mucho hablo, lo sé: machaqueo. Mas sin embargo es preciso. Pues entonces. Entonces, respóndame usted: ¿el amor puede venir del demonio? ¡¿Podrá?! ¿Puede venir de uno-que-no-existe? Pero convenga usted callado. Pido no obtener respuesta; que, si no, mi confusión aumenta. Sabe, una vez: en el Tamanduá-tán, en el barullo de la guerra, venciendo yo, entonces me estremecí en un golpe claro de miedo; miedo sólo de mí, que yo más no me reconocía. Yo era alto, mayor que yo mismo; y, de mí mismo riéndome, carcajadas daba. Que yo, de repente me pregunté, para no responderme: «¿Eres tú el rey-de-los-hombres…?». Hablé y reí. Relinché, como un caballo cimarrón. Disparé. Soplaba el viento en todos los árboles. Pero mis ojos veían sólo el alto temblar del polvo. ¡Y más no digo; mus! Ni usted, ni yo, nadie no sabe.
Cuento. Reinaldo, se llamaba él. Era el Niño del Puerto, ya expliqué. Y desde que él apareció, mozo e igual, en el portal de la puerta, yo no podía más, por mi propio querer, ir a separarme de su compañía, por ley ninguna; ¿podía? Lo que entendía en mí: derecho como si, en el reencontrando en aquella hora a aquel Niño-Mozo, hubiese acertado a encontrar, para todos los siempres, las regencias de alguna familia mía.
Si sin peso y sin paz, sí lo sé. Pero, así como siendo, ¿el amor podía venir mandando por el Dé? Desmiento. Ah, ¿y Otacilia? Otacilia, usted verá, cuando yo le cuente; a ella la conocí en conjuntos suaves, todo dado y clareado, suspendiendo, como se dice: cuando los ángeles y el vuelo alrededor, casi, casi. La Hacienda Santa Catalina, en los Buritíes-Altos, fuente de la vereda. Otacilia, su estilo, era toda exacta, criatura de bellezas. Después le cuento; todo tiene su tiempo. Pero el mal mío, doliendo y viniendo, es que yo tuve que compensar, en una mano y en otra, amor con amor. ¿Se puede? Vienen horas, digo: si un aquel amor vino de Dios, como vino, ¿entonces el otro?… Todo tormento. Conmigo, las cosas no tienen hoy y anteayer mañana: es un siempre. Tormentos. Sé que tengo culpas de manifiesto. ¿Pero cuándo fue cuando mi culpa comenzó? Usted por ahora mal me entiende, si es que al final me entenderá. Pero la vida no es entendible. Digo: quitados esos dos —y aquella mocita Ñoriñá, de la Aroeiriña, hija de Ana Duzuza— yo nunca suplí otro amor, ninguno. Y a Ñoriñá, yo la desamé en el pasado, con un retraso costoso. En el pasado, yo, digo y sé, soy así: recordando mi vida para atrás, me gustan todos, sólo criando desprecio y disgusto por mi misma antigua persona. Medeiro Vaz, antes de salir por los Generales con mano de Justicia, prendió fuego en su casa, ni de las cenizas necesitaba la posesión. Casas, por orden mía a bramidos, yo incendié; me quedaba escuchando: el ruido de cosas rompiéndose y cayendo y estallando sordo, desamparadas, allá dentro. ¡Sertón!
Luego que el Reinaldo me conoció y me saludó, no tuve más dificultades en dar certezas a los otros de mi situación. Al casi sin sobrar palabras, afianzó mi valimiento a aquel maestro de cara redonda y buen parecer, que pasaba por arriero de la recua y se llamaba Titán Pasos. De hecho, arrieros no eran, lo supe, sino personal reñidor de Joca Ramiro. ¿Y la recua? Aquélla, que estaba para seguir por cuanto para el Norte, con los tres lotes de buenos animales, era para llevar munición. No tuvieron más prevención de esconder aquello de mí. Aquel Malinacio era el guardador: con las municiones bien encubiertas. Enfrente de su casa, exactamente, y por encima y por debajo, el río poseía los bancos de arena, cada cual con su nombre, que los remeros del de las Viejas ponían, y que todos tanto conocían. Tres bancos y una isla. Pero una de ellas tres, mayor, también siendo medio isla: esto es, isla de tierra en la parte de abajo, con grandes piedras y árboles, y sucia de bosquecillos, pasto, el romero vicioso remojando sus follajes en el agua y el culo-de-negro verde viviente; y banco, sólo de arena, en la parte de encima. Un banco-con-isla, que es conforme se dice. El Banco-con-Isla del Malinacio, llamado. A allá que es donde estaba lo oculto, se iba en canoa, a trasegar la munición. Los otros compañeros, afectados de arrieros, siendo el Triol y el Juan Vaquero, y también Acrisio y Asunción, de centinelas, y Vove, Jenolín y Admeto, que acababan de asegurar la carga en la muletada. Nosotros, se cenó, ya estábamos de salida, para todo viaje. Yo iba con ellos. Pues fuimos. No tuve pesar ninguno de no esperar la señal de la hoguera de la mujer casada, hija del Malinacio. Y ella era bonita, desenvuelta. Mujer así de ser: como brazada de caña, del caño al cuenco, del cuenco al cazo. Menos pensé. La andada de noche principiaba como sobre algodón: producida cuidadosa. Aquello era munición de cuentos y cuentos de reis, preciábamos grandes responsabilidades. Se iba sin orillar, pero sabiendo del río. Titán Pasos comandaba.
De seguir así, sin la dura decisión, como perro magro que espera viajantes en punto de rancho, a usted quién sabe le va a parecer que yo sea hombre sin carácter. Yo mismo lo pensé. Conocí que estaba vano, dado en el mundo, vacío de un mi deber honesto. Todo, en aquel tiempo, y de cada lado que yo fuese eran personas matando y muriendo, viviendo en una furia firme, en una certeza, y yo no pertenecía a razón ninguna, no guardaba fe y no hacía parte. Abatido por aquello tanto, trastorné un imaginar. Solo no quise arrepentimiento: porque aquello siempre era comienzo, y descorazonamiento era modo de materia que yo ya había aprendido a prorrogar. Pero el Reinaldo venía conmigo, en el mismo lote, y no procuraba mi compañía, no se llegó para cerca de mí, ni una vez, no daba señal de proseguir amistad. Uno no necesitaba cuidar los burros, uno por uno, alineados en aquella paciencia; en la oscuridad de la noche, todo lo columbraban ellos. Si yo no hubiese pasado por un lugar, una mujer, la combinación de que aquella mujer encendiese la hoguera, ¿nunca más, en esta vida, me habría topado con el Niño?, era lo que pensaba. Vea usted: yo estiraba esa idea; y con ella en vez de alegre quedarme, por haber tenido tanta suerte, yo sufría lo mío. ¿Suerte? Lo que Dios sabe. Yo vi la neblina llenar el bulto del río y estallar del otro lado el rompimiento de la madrugada. Asaz las seriemas[28] para atrás cantaron. A lo que, nos paramos en un sitiejo, se avistó un negro, el negro ya levantado para el trabajo, descampando bosque. El negro era nuestro; hicimos paraje.
Entonces, recé mi ave mariíta de mañana, mientras se desalbardaba y echaba el pienso. Otros cepillaban a los burros y mulas, o los trebejos iban arreglando, la carga toda se pudo resguardar, casi que ocupó entera la casita del negro. El cual era tan pobre desprevenido que hasta tuvimos que dar comida a él y a la mujer, y a sus hijitos, cantidad. Y noticia ninguna, de nada, no se encontraba. Por lo menos íbamos a dormir el día pero tres tenían que sobrequedar, de vigías. Diciéndose el Reinaldo ser uno de ellos, yo tuve valor de ofrecer también que me quedaba; no tenía sueño, todo en mí era nerviosismo. El río, objeto así uno lo observó, con un banco de arena amarilla, y una playa ancha: mañaneando, allí estaba relleno en instancia de pájaros. El Reinaldo mismo llamó mi atención. Lo común: aquellas garzas, enfileradas, de toda blancura; el yaburú; el pato-verde, el pato-negro, moñudos; anaditos danzantes; martín pescador; somormujo; y hasta unos urubúes, con aquel triste negro que mancha. Pero mejor que todos —conforme el Reinaldo dijo— el que es el pajarín más bonito y graciosito del río abajo y del río arriba: el que se llama manolito-del-banco.
Hasta aquella ocasión, yo nunca había oído hablar de pararse apreciando, por placer de adorno, la vida mera de ellos, pájaros, en su comenzar y descomenzar de los vuelos y posamientos. Aquello era para agarrarse la espingarda y cazar. Pero al Reinaldo le gustaba: «Es hermoso de veras…», me enseñó. Del otro lado había vega y lagunas. P'acá y p'allá, los bandos de patos se cruzaban. «Vigila cómo son esos…». Yo miraba y me sosegaba más. El sol daba dentro del río, estando las islas claras. «Es aquél: ¡lindo!». Era el manolito-del-banco, siempre en pareja, yendo por cima de la arena lisa, con altas piernecillas rojas ellos, sostenidas muy atrás traseras, desempinaditos, pechugones, escrupulosos catando sus cosillas para comer alimentación. Machito y hembra —a veces se daban besos de piquiquín, su galleíto. «Es preciso mirarlos con todo cariño…», dijo el Reinaldo. Lo era. Pero lo dicho, así causaba sorpresa. Y la blandura de la voz, el bienquerer sin propósito, el encaprichado ser —y todo en un hombre de armas, bravo bien yagunzo—, ¡yo no entendía! De otro que yo lo oyese, pensaría: flojo, aquí hay uno que amaga y no da. Pero del Reinaldo, no. Lo que hubo fue un mayor contento mío, de escuchar aquellas palabras. Pareciendo que podía gustarme más. Siempre me acuerdo. De todos, el pájaro más bonito gentil que existe es desde luego el manolito-del-banco.
Después, conversamos sobre cosas menudas sin valor ajeno, y yo tuve cierta influencia para contar artes de mi vida, hablar levemente al azar, abrirme en amables, bueno. Todo por delante me complacía, no necesitaba prolongares. «Riobaldo… Riobaldo…», de repente él se dejó decir esto: «Hacen pareja nuestros dos nombres…». La de dar, palabras aquellas que se habían repartido: para mí, impulso en el que ya estaba, de alegría; para él, un viceversa de tristeza. ¿Que por qué? Así, yo no lo sabía todavía. El Reinaldo, fumaba mucho; no acierto cómo podía conservar los dientes tan aseados, tan blancos. Al tanto que también se necesitaba fumar: porque, a vuelta y media, nos avispaban los mosquitillos chupadores, dueños de la orilla, unos mosquitillos danzadillos, tantos de desesperar. Yo fui contando mi existencia. No escondí nada, no. Relaté cómo había acompañado a Zé Bebelo, el coheteo que solté y el discurso hablado, en la Piedra Blanca, el combate dado en la orilla del Gameleras, los pobres presos pasando, con las camisas y las caras de secas sangres. «Riobaldo, tú eres valiente… Tú eres un hombre por el hombre…», habló él al fin. Sopesé mi corazón, poblado henchido, se dice; me creí capaz de alturas, para toda seriedad cierta proporcionado. Y entonces desde aquella hora conocí que el Reinaldo, cualquier cosa que él hablase, para mí se volvía siete veces.
Disculpa me dé usted, de que estoy hablando demás, por los codos. Resbalo. Esto es lo que hace la vejez. También, ¿qué es lo que vale y qué es lo que no vale? Todo. Mire vea: ¿sabe por dónde es por donde no purgo remordimiento? Me parece, lo que no lo deja es mi buena memoria. La lucecita de los santos arrepentidos donde se enciende es en lo oscuro. Pero, yo, me acuerdo de todo. Tuve grandes ocasiones en que yo no podía proceder mal, manque quisiese. ¿Por qué? Dios viene, le guía a uno durante una legua, después se larga. Entonces, todo queda peor que antes. Esta vida es de cabezabajo, nadie puede medir sus pérdidas y cosechas. Pero cuento. Cuento para mí, cuento para usted. Al cuando bien no me entienda, espéreme.
Ahí en aquel mediodía, rendidos de la vigilación, el Reinaldo y yo no teníamos sueño, él fue a buscar una bolsa bonita que tenía, con bordados y tres botoncillos de abotonar. Lo que en ella guardaba era tijeras, tijeritas, peine, espejo, jabón verde, brocha y navaja. Colgó el espejo en una rama de membrillo del bosque, se arregló el cabello, que ya estaba cortado bajo. Después quiso cortar el mío. Me prestó la navaja, me mandó hacerme la barba, que estaba bien crecida. Aconteciendo todo con risotadas y dichos amigos, como cuando con su mal agüero por lo oscuro una ñaúma devoló, o cuando salté para coger un ramillo de flores y casi caí largo en el suelo, o cuando oímos un hiim de mula, que cerca pastaba. De estar holgando así, y con el pelo de ciudadano, y la cara raspada lisa, era una felicidacilla la que me principiaba. Desde aquel día, por animación, nunca dejé de cuidar de mi estar. El Reinaldo mismo, en el demás tiempo, compró a alguien otra navaja y brocha, me los dio, en aquella dicha bolsa. A veces, yo tenía vergüenza de que me viesen con una pieza bordada e historianta; pero guardé aquello con mucha estima. Y el Reinaldo, de otros viajes, me dio otros presentes: camisa de rayadillo fino, pañuelo y par de calcetines, todas esas cosas. Sea, usted lo ve: hasta hoy soy hombre cuidado. Persona limpia, piensa limpio. Me parece.
Después el Reinaldo dijo que yo fuese a lavarme el cuerpo, en el río. Él no iba. Sólo por costumbre, como él tomaba baño era sólo en lo oscuro, me dijo, al señalar la madrugada. De siempre yo sabía tal superstición, cómo algunos procedían tan extrañamente: los portahigas, sujetos que tienen el cuerpo cerrado a las heridas. En lo que era verdad. No me espanté. Solamente tenga usted: tanto sacrificio, incomodidad de tropezar con los garranchos, a tientas en la ceguera de la noche, no diferenciándose un ay de un ei, y por los barrancos, lajas escurridizas y lama atollante, ¡mas el recelo de arañas cangrejeras y de serpientes! No, yo no. Pero el Reinaldo me instruyó aquello y me dejó en la ribera de la playa, alegrías del aire en el pensamiento. Llegué a encarar el agua, el Río de las Viejas pasando su mucho, un río nunca tiene antigüedad. Llegué a quitarme la ropa. Pero entonces noté que estaba demasiado contento de lavar mi cuerpo porque el Reinaldo lo mandase, y era un placer fofo y perturbado. «¡Agansamiento!», pensé. Destapé rabias. Torné a vestirme y volvía a casa del negro; debía de ser hora de comerse la cena y arrear la recua para los caminos. Ahora lo que yo quería era ímpetu de viajar por lo alto de ir muy lejos. A punto que ni quería avistar Reinaldo.
Le estoy contando a usted lo que necesita de un explicado. Pensar mal es fácil porque esta vida es enzarzada. Uno vive, me parece mismamente para desilusionarse y desmezclar. La sinvergüenzonería reina, tan leve y leve pertenecidamente, que por primero no se cree en lo sincero sin maldad. Está bien, lo sé. Pero deposito mi fianza: ¡hombre muy hombre he sido, y hombre por mujeres!, nunca tuve inclinación para los vicios opuestos. Repelo lo que, lo sin precepto. Entonces —me preguntará usted— ¿qué era aquello? Ah, ley ladrona, el poder de la vida. Derechito declaro lo que, durante todo el tiempo, siempre más, a veces menos, conmigo pasó. Aquella mandante amistad. Yo no pensaba en adición ninguna, de peor propósito. Pero él me gustaba, día más día, más me gustaba. Diga usted: ¿cómo un hechizo? Eso. Como cosa hecha. Era estar él cerca de mí, y nada me faltaba. Era endurecer él la cara y estar tristón, y yo pedía mi sosiego. Era estar él por lejos, y yo sólo en él pensaba. ¿Y yo mismo no entendía entonces lo que era aquello? Sé que sí. Pero no. Y yo mismo entender no quería. Me parece que. Aquella ternura, que él sabía desigual esconder lo más de siempre. Y en mí el deseo de llegarme muy próximo, casi un ansia de sentir el olor de su cuerpo, de los brazos, que a veces adiviné insensatamente: una tentación de esas yo la distraía, ahí duro conmigo renegaba. Muchos momentos. Conforme, por ejemplo, cuando yo me acordaba de aquellas manos, de la manera como se apoyaba en mi rostro, cuando me cortó el pelo. Siempre. ¿Del Demonio, digo? ¿Con qué entendimiento entendía, con qué ojos era con los que yo miraba? Yo cuento. Usted va oyendo. Otras partes vinieron después.
Así mismo, en aquel estado exaltado en que anduve, concebí fundamento para un consejo: en la jornada por delante, teníamos que dejar a un lado el río, ir a pasar la Sierra de la Onza y emprenderla con la travesía del Jequitaí, por donde podía haber tropa de soldados; pero ¿juicioso no sería enviar sólo uno hasta allí, a espiar lo que ocurriese y coger otras informaciones?
Titán Pasos era hombre ponderado en sencillo, encontró buena mi razón. Todos la encontraron. Aquella munición era de ida urgente, pero también valía más que el oro, que sangre, se necesitaba de todo cuidado. Fui alabado y dicho valedor, acertado en las ideas. A usted confieso, desmedí satisfacción, al oír aquello: que el soplo en la vanidad es la alegría que produce llama más de prisa y más al aire. Pero luego me reduje, atinando que mi opinión era sólo por el deseo encubierto de poder quedarme más tiempo allí, en aquel lugar que me concedía tantos regalos. Así un runrún de remordimientos: tantos peligros amenazando y la vida tan seria encima, y yo enredando y revolviendo por vía de pequeños placeres. Siempre fui así, excedido, desamarrado. Pero mi querer surtió efecto, nuevas órdenes. Para observar y ver con ver, el Jenolín salió rumbo del Jequitaí, de su Laguna Grande; y, con el mismo designio, disfrazado viajó el Acrisio, hasta Porteras y el Puntal de la Barra, con todos los oídos bien abiertos. Y nosotros nos quedamos esperando su vuelta, cinco días allá, con gran regocijo y reposo, en la casa del negro Pedro Segundo de Resende, que era guarda en tierras de la Hacienda San Juanito, de un coronel Juca Sá. ¿Hasta hoy, no me arrepiento retratando? Los días que pasamos allí fueron diferentes del resto de mi vida. A ratos, andábamos por los bosques, viendo el fin del sol en las palmas de los tantos cocoteros macaúbas, y cazando, cortando palmito y sacando miel de la abeja-de-pocas-flores, que arma su cera color de rosa. Había la cantidad de pájaros felices, posados en los bancos y en las islas. Y hasta pez del río pescamos. Nunca más, hasta el último final, nunca más vi yo al Reinaldo tan sereno, tan alegre. Y fue él mismo, al cabo de tres días, quien me preguntó: «¿Riobaldo, nosotros somos amigos, de destino fiel, amigos?». «Reinaldo, ¡pues muero yo y vivo siendo amigo tuyo!», respondí yo. Los afectos. Dulzura de su mirar me transformó para los ojos de la vejez de mi madre. Entonces yo vi los colores del mundo. Como en el tiempo en que todo era parlante, ay, lo sé. De mañana, el río alto blanco, de neblina; y el ouricurí retuerce las palmas. Sólo un buen toque de viola podía liberar la viveza de todo aquello.
De los otros, compañeros con nosotros, dejo de decir. Me aparté de ellos. Buenos hombres en lo trivial, braceros simplones de ese Norte pobre, unos así. No por orgullo mío, sino antes por faltarme lo llano de la paciencia, me parece que siempre me disgustaron las criaturas que con poco y fácil se contentan. Soy de ese modo. Pero a Titán Pasos, digo, le aprecié; porque lo que salvaba su apariencia era tener un corazón nacido grande, capaz de grandes amistades. A él le parecía el Norte natural. Cuando que conversamos, le pregunté si Joca Ramiro era hombre bueno. Titán Pasos midió un espanto: una pregunta de esas seguro que nunca la esperó de nadie. Me parece que nunca pensó que Joca Ramiro pudiese ser bueno o ruin: él era el amigo de Joca Ramiro, y eso bastaba. Pero el negro de Resende, que estaba cerca, fue quien dijo, risueño simplón: «¿Bueno? ¡Un mesías!…». Ya sabe usted: un negro, cuando es de los que miran de frente, es el hombre que existe que sabe ser más agradecido. A lo que, entre tanto, al oír hablar de Joca Ramiro, el Reinaldo se aproximó. Parecía que no le gustaba verme en larga conversación amiga con los otros, se quedaba casicito enfurruñado. Con el tiempo de los días, fui conociendo también que él era siempre igual de tranquilo, tal como antes yo había pensado. Ah, le gustaba mandar, primero mandaba suave, después, visto que no fuese obedecido, con las siete piedras. Aquella fuerza de opinión suya ¿me gustaba más? Apuesto que no. Pero yo estaba de acuerdo, quién sabe si por esa blandura, que a veces tiene uno, sin tal ni razón, blandura en lo diario, cosa que hasta me parece ser pariente de la pereza. Y él, el Reinaldo, era tan gallardo garboso, tan gobernador, así en el sistema pelao[29], que rellenaba en mí una vanidad, de haberme escogido por su amigo todo leal. Tal vez también sea. El tapir entra en el agua, se le eriza el pelo. Pero no. No era. Era, era que me gustaba. Me gustaba cuando yo cerraba los ojos. Un bienquerer que venía del aire de mi nariz y del sueño de mis noches. Usted entenderá, ahora todavía no me entiende. Y lo demás, que yo estaba criticando, era de mí para mí engaño: macanas.
«Vas a conocer en breve a Joca Ramiro, Riobaldo…», vino diciendo el Reinaldo. «¡Vas a ver que es el hombre más valiente que existe!». Me miró, con aquellos ojos cuando dulces. Y concluyó: «¿No sabes que quien es entero valiente, en el corazón, ése tampoco puede dejar de ser bueno?». Esto habló. Miré. Pensé. Repensé. Para mí, lo indicado dicho, no era siempre completa verdad. Mi vida. No podía ser. Pero yo, pensando en eso, una hora, otra hora. Pregunté a mi compadre Quelemén: «De lo que el valor de esas palabras tienen dentro», me respondió, «no puede haber verdad mayor…». Mi compadre Quelemén siempre está en lo cierto. Repienso. Y usted al fin va a ver que la verdad referida sirve para aumentar mi vergüenza de tribulación.
El fin de lo bueno luego viene, pero. El Acrisio retornó: pasmarote en la barra del río, la ninguna novedad. Retornó el Jenolín: el Jequitaí estaba pasable. Y salimos sencillo con la recua, sin menos desasosiego ni más recelo, sierra arriba, por los caminos pensados. Entonces, hora grave me llegó, con tres leguas de marcha. Llagas de más pesares. Y donde menos temí, en lo peor me vi. Titán Pasos comenzó a preguntarme.
Titán Pasos era hombre llano bueno; me hacía las preguntas con naturaleza tan honrosa que yo no tenía ánimo para mentir ni de contenerme callado. Ni podía. De allí más adelante, atravesar el Jequitaí, todo iba a abrirse a ser para todos nosotros campo de fuego y a los peligros de las muertes. Las pandillas de caballeros de Zé Bebelo campeaban en aquel país, cazando gente, venciendo, vigilando. Del pueblo morador, no faltaba quien, sospechando de nosotros, les mandase envío de denuncia, pues todos querían aprovechar la ocasión de acabar con los yagunzos para siempre. «Morir, morir, la gente sucumbe sin ostentación…», dijo el Reinaldo. «¡Pero la munición tiene que llegar a poder de Joca Ramiro!». ¿Podía yo pensar tranquilo en mi muerte por allí? ¿Podía pensar en el Reinaldo muriendo? Y lo que Titán Pasos quería saber era todo lo que yo supiese respecto a Zé Bebelo, de las malas artes que usaba en la guerra, de sus aprobadas costumbres, sus fuerzas y armamentos. Todo lo que yo hablase podía ayudar. El saber de unos, la muerte de otros. Para mejor pensar, fui malrespondiendo, callándome, hablando lo que era basto. ¿Cómo iba yo a declarar? ¿Podía? Todo lo que yo mismo quisiese. Pero traición no.
No. No era por retente de deber, por ley honesta ninguna, o floreado de noción. Pero yo no podía. Todo dentro de mí no podía. Vendo por perdidas riquezas todo lo que me fatigué en aquella hora, mi cara debía estar echando fuego. Que si yo contase, no contase, aquellas ansias. Yo no podía, como un bicho no puede dejar de comer la comida vista, como un bicho hembra no puede huir dejando sus criaturitas enfrente de la muerte. ¿Debía? ¿No debía? Vi vago el adelante de la noche, con sombras más presentadas. ¿Yo, quién era yo? ¿De qué lado estaba yo? ¿Zé Bebelo o Joca Ramiro? Titán Pasos…, el Reinaldo… De nadie era yo. Yo era de mí. Yo. Riobaldo. Yo no quería querer contar.
Hablé y rehablé lo inútil, conforme; ¿y quiere ver que Titán Pasos lo aceptaba así? Me creía. Recordé que todavía tenía, guardada estrechadamente conmigo, aquella lista de nombres y cosas de Zé Bebelo, en un cuaderno. ¿Alguna valía tenía aquello? No sé, no sabía. Andando, lo cogí, ocultamente, lo rasgué en pedacitos, lo tiré todo al naufragio de un riachuelo. Aquellas aguas me lavaban. Y, de todo lo que respecto del resto sabía, busqué en mí un esfuerzo de olvidarme por completo. Después dijo Titán Pasos: «Tú puedes ser de mucha ayuda. Si topamos con la zebelancia, entras astutamente: di que eres uno de ellos, que tú estás llevando esta recua…». Con aquello, me conformé. Poco a poco, hasta componía una alegría de ser capaz de auxiliar y por efecto, como el justo compañero. Puesto que, en la banda de Joca Ramiro, yo había de prestar toda mi diligencia y valor. Y no era malo que yo no relatase respecto a Zé Bebelo más, por cuanto el perjuicio que de eso se tuviese, por él yo también padecía y pagaba. En el caso, en vista de que ahora yo estaba también siendo un ramiro, formaba parte. De pensar esto, disfruté un orgullo de alegría de gloria. Pero duró corta. Huy, barros del agua del Jequitaí, que pasaron por delante de mi flaqueza.
Fue que Titán Pasos, pensando más, me dijo: «Todos tenemos que tener cautela… Si ellos supieran ya noticia de que tú fuiste, y te encuentran, son sujetos como para querer matarte luego inmediato, por culpas de desertor…». Oí retrasado, no pude dar respuesta. Me amargó en el cabo de la lengua. Miedo. Miedo que maniata. Esquinado que me vino. La bananera da con el viento para todos los lados. ¿El hombre? Es cosa que tiembla. El caballo iba llevándome sin data. Burros y mulas del lote de recua, yo tenía envidia de ellos… Hay diversas invenciones de miedo, yo lo sé, usted lo sabe. La peor de todas es ésta: que atonta primero, después vacía. Miedo de lo que siempre puede haber y todavía no hay. Usted me entiende: cuestas del mundo. Entre tanto, yo debía pensar tantas cosas: que de repente podía cursar por allí gente zebebela armada, me agarraban: por tal, por mal, yo estaba infraganti copado, rendido, sin salves, tirado para morir con el suelo en la mano. Debía de acordarme de otras aperturas, y dar recuerdo de lo que yo sabía, de odios de aquellos hombres querientes de ver sangres y carnes, de las maldades de ellos, capaces, demorando venganza con toda judiada. No pude, no pensaba delineado. El miedo no dejaba. Estando yo con un vapor en la cabeza, el meollo revuelto. Cambié mi corazón de lugar. Y el viaje en nuestra noche seguía. Purgué el paso del miedo: gran vado atravesaba.
La tristeza. Entonces el Reinaldo, en la parada, vino cerca de mí. A causa de mi tristeza, sé que yo le gustaba más. Siempre que estoy entristecido es cuando les gusto más a los demás, mi compañía. ¿Por qué? Nunca digo queja, de nada. Mi tristeza entra una vez en medida; pero mi alegría es demasiado fuerte. Yo atravesaba por medio de la tristeza, el Reinaldo vino. Él me bienquiso, aconsejó bromeando: «Riobaldo, tira de las orejas a tu jumento…». Pero yo no estaba enfurruñado. Respondí solamente: «Amigo…», y no dije más. Con toda mi cordura. Pero, en efecto, yo necesitaba quedarme solo. Ni la persona especial del Reinaldo no me ayudaba. Solo soy, siendo solo necesito siempre en las estrechas horas; eso procuro. El Reinaldo conmigo, par con par, y la tristeza del miedo me viciaba de no darle valor. A un hombre como yo, la tristeza cerca de persona amiga le enflaquece. Y yo quería también alguna desesperación.
La desesperación quieta a veces es el mejor remedio que hay. Que ensancha el mundo y deja a la criatura suelta. Por donde el miedo le coge a uno es por lo enraizado. Fui yendo. De repente, de repente, tomé en mí el trago de un pensamiento, estallido de oro: piedrecita de oro. Y conocí lo que es socorro.
Con usted oyéndome, yo declaro. Cuento. Pero primero tengo que relatar una importante enseñanza que recibí de mi compadre Quelemén. Y usted verá después que en aquella noche mía yo estaba adivinando cosas, grandes ideas.
Mi compadre Quelemén, muchos años después, me enseñó que uno alcanza a realizar todo deseo si tiene ánimo para cumplir, siete días seguidos, la energía y paciencia fuerte de sólo hacer lo que le produce disgusto, asco, comezón y cansancio, y de rechazar toda clase de placer. Dice él, yo lo creo. Pero me enseñó que, mayor y mejor todavía, es, al final, rechazarse hasta aquel deseo principal que sirvió para animarle a uno en la penitencia de gloria. Y dar todo a Dios, que de repente viene, con nuevas cosas más altas, y paga y repaga, sus réditos no obedecen a medida ninguna. Esto es de mi compadre Quelemén. ¿Especie de rezo?
Bien, rezar, aquella noche, no lo conseguía. En eso no pensé. Hasta para acordarse uno de Dios, hay que tener alguna costumbre. Pero fue aquel grano de idea el que me aguijoneó, me lo argumentó todo. Ideíta. Sólo un comienzo. Poquito a poco es como uno abre los ojos; me pareció, de por mí. Y fue: que en el día que amanecía, yo no iba a fumar, por fuerte que fuese el vicio de mis deseos. Y no iba a dormir, ni a descansar sentado ni echado. Y no iba a buscar la compañía del Reinaldo, ni conversación, lo que más apreciaba de todo. Resolví aquello y me alegré. El miedo se alargaba de mis pechos, de mis piernas. El miedo ya ablandaba las uñas. Íbamos llegando a una hacienda abandonada, en las Lagunas del Arroyo Mucambo. Allá teníamos nosotros pastos buenos. Lo que resolví cumplí.
Ah, aquel día me colmó, abrevié el poder de otros vientos. Cabeza alta, digo. Esta vida está llena de ocultos caminos. Si usted supiese, sabe; no sabiendo no me entenderá. A lo que, por otra, todavía un ejemplo le doy. Lo que hay, que se dice y se hace: que cualquiera se vuelve bravo valeroso si puede comer crudo el corazón de una onza pintada. Sí, pero, la onza, la persona misma es quien tiene que matarla; ¡pero matar con mano corta, a punta de cuchillo! Pues entonces, por ahí se ve, yo ya he visto: un sujeto medroso, que tiene mucho miedo natural de la onza, pero que tanto quiere transformarse en yagunzo, valentón; y ese hombre afila su cuchillo, y va al cubil, capaz de matar la onza, con mucha enemistad; ¡se come, el corazón, se llena de valores terribles! ¿No es usted buen entendedor? Cuento. De no fumar, me venían unos crujidos repentes, como si tuviese ira de todo el mundo.
Aguanté. Soberbiamente salí caminando, con firmes pasos: bis, tris; iba y volvía. Me dieron ganas de beber el de la botella. Gruñí que no. Anduve más. Si no tenía sueño ninguno, contradije fatiga. Reproduje, de mí, otro aliento. Dios gobierna grandeza. ¿Miedo más? ¡Ningún alguno! Que viniese ahora una pandilla de zé-bebelos o una tropa de cachimbos, y me encontraban. Me encontraban, ah, bastantemente. Yo aceptaba cual-cual-riña de guerra, y me iba encima, enorme sangre, hierro por hierro. Hasta quería que viniesen, de una vez, por lo definitivo. Ahí, cuando los pasos escuché, vi: era el Reinaldo, que viniendo. Él quería directo comprobarse conmigo.
Yo no podía cerrarle mi corazón tan de prisa. Sabía de aquello. Lo sentí. Y él incubaba un error: pensó que yo estaba mohíno, y no lo estaba. Lo que era sesudez de mi fuego de persona, él lo tomó por mala molicie. ¿Quería traerme consuelo? «Riobaldo, amigo…», me dijo. Yo estaba respirando muy fuerte, con poca paciencia para lo trivial; por lo tanto respondí alguna palabra solo. A él en hora común, con mucho menos que aquello le irritaba la gente. En la vez, no se ofendió. «Riobaldo, no había calculado que eras geniero…», bromeó todavía. Di la ninguna respuesta. Un momento callados quedamos, se oía el ran-rán de los animales que pastaban a lo bruto en la hierba alta. El Reinaldo se llegó cerca de mí. Cuanto más le había mostrado mi dureza, más amistoso parecía él; maliciando, eso pensé. Me parece que le miré con qué ojos. Eso, no lo veía él, no lo notaba. Ah, él me quería bien, se lo digo a usted.
Pero, gracias-a-dios, lo que él habló fue con la sucinta voz:
—Riobaldo, pues hay un particular que tengo que contarte y que esconder más no puedo… Escucha: yo no me llamo Reinaldo de verdad. Éste es nombre apelativo, inventado por necesidad mía, es preciso que no me preguntes por qué. Tengo mis hados. La vida de uno da siete vueltas, se dice. La vida no es de uno…
Él hablaba aquello sin arrogancia y sin entonaciones, más antes con prisa, quién sabe si con un pedazo de pesar y vergonzosa suspensión.
—Tú eras niño, yo era niño… Atravesamos el río en la canoa… Nos topamos en aquel puerto. Desde aquel día somos amigos.
Que era, confirmé. Y oí:
—Pues entonces: mi nombre verdadero es Diadorín… Guarda este secreto mío. Siempre, cuando estemos solos, es de Diadorín como debes tratarme, digo y pido, Riobaldo…
Así oí, era tan singular. Mucho quedé repitiendo en mi mente las palabras, por mor de acostumbrarme a aquello. Y él me dio la mano. De aquella mano yo recibía certezas. De los ojos. Los ojos que él ponía en mí, tan externos, casi tristes de grandeza. Dio el alma en la cara. Adiviné lo que nosotros dos queríamos; luego dije: «Diadorín… ¡Diadorín!», con una fuerza de efecto. Él sonrió serio. Y me gustaba, me gustaba. Entonces tuve el fervor de que él necesitaba mi protección, toda la vida: terciando yo, garantizando, castigando por él. A lo más, los ojos me perturbaban; pero siendo que no me enflaquecían. Diadorín. Ponerse-el-sol, salimos y partimos de allí, hacía el Cañabrava y el Barra. Aquel día fue mío, me pertenecía. Íbamos por una llanura de vegas; la luna allá venía. Poda de luna. Vecindad del sertón: ese Alto-Norte bravo comenzaba. El sertón es esto, usted lo sabe: todo inseguro, todo seguro. Día de luna. La luz de luna que pone la noche hinchada.
Reinaldo, Diadorín, diciéndome que éste era real su nombre: fue como si dijese noticia de lo que en tierras lueñes sucedía. Era un nombre, a ver el qué. ¿Qué es lo que es un nombre? El nombre no da: el nombre recibe. De la razón de aquel encubierto no resumí curiosidades. Caso de algún crimen arrepentido, fuese, fuga de alguna otra parte; o devoción a un santo fuerte. Pero habiendo el querer él que yo sólo supiese y que sólo yo ese nombre pronunciase. Entendí aquel valor. Nuestra amistad no la quería él acontecida simple, en lo común, sin rastro. Su amistad, él me la daba. Y amistad dada es amor. Yo venía pensando, cómo toda alegría a gritos pide: pensando en prolongarse. Cómo toda alegría, en lo mismo del momento, abre añoranza. Hasta aquélla: alegría sin licencia, nacida detenida. El pajarillo se cae de volar, pero bate sus alitas en el suelo.
Hoy en día, verso esto: enmiendo y comparo. ¿Todo amor no es una especie de comparación? Y de qué manera despunta el amor. Mi Otacilia, voy a decir. Bien que cuando yo conocí a Otacilia fue tiempos después; después se produjo la salvaje desgracia, conforme usted va a oír todavía. Después, después de. Pero mi primer encuentro con ella, desde ya lo cuento, aunque esté contando antes de la ocasión. ¿No es que ahora me está subiendo todo más fuertemente al recuerdo? Pues fue. Así es que de este lado de acá habíamos padecido toda resma de reveses; y que supimos que los judas también habían atravesado el San Francisco; entonces pasamos nosotros, fuimos a buscar el poder de Medeiro Vaz, única esperanza que restaba. En los Generales. ¡Ah, el burití crece y merece en los Generales! Yo venía con Diadorín, con Alaripe y con Juan Vaquero y Jesualdo, y el Fafafa. A los Buritíes-Altos, les digo a usted —vereda arriba— hasta llegarse a una hacienda Santa Catalina. Teníamos ciencia de que el dueño era favorable de nuestro lado, allí se debía esperar recado. Fuimos llegando de tardecita, nochecita ya era, noche, noche cerrada. Pero el dueño no estaba, no, sólo iba a llegar al siguiente, y señor Amadeo era su gracia. Quien acudió y habló fue un viejito, ya santificado de tan viejo, sólo se apareció en el parapeto del balcón: parece que estaba receloso de nuestra forma; no solicitó que subiésemos, ni mandó dar nada de comer, pero dijo licencia de que durmiésemos en lo bajo del ingenio. Abuelo de Otacilia era aquel viejito, se llamaba Ñó[30] Vó[31] Anselmo. Pero, en tanto que él hablaba, e incluso con la confusión y los ladridos de muchos perros, yo divisé, cual que una luz de candela casi dejaba, la dulzura de una moza en el recuadro de la ventana, allá dentro. Y, lo que fue más, fue una sonrisa. ¿Eso bastase? A veces basta, a veces, artes de muerte y amor tienen parajes marcados. En lo oscuro. Pero sentí: me sentí. Aguas para hacer mi sed. Que juré en mí: Nuestra Señora, si un día en sueño o sombra me apareciese, podía ser así: aquella cabecita, figurita de rostro, encima de alguna curva en el aire, que no se veía. ¡Ah, la juventud de uno pone en pie lo imposible de cualquier cosa! Otacilia. ¿El premio como ese yo me merecía?
Diadorín, dirá usted: ¿entonces no noté yo viciación en su modo de hablarme, mirarme, quererme bien? No, que no; fío y digo. Ha de lo, otras cosas… ¿Duda usted? ¡Esas futesas!, usted es una persona feliz, voy a reírme… Era que yo le gustaba a él con el alma; ¿me entiende? El Reinaldo. Diadorín, digo. Eh, él sabía ser hombre terrible. ¡Rediez! ¿Ha visto usted una onza: boca de lado y lado, rabiable, por los hijos? ¿Ha visto riña de toro en el alto campo, braveando; serpiente yararacusú acrecentando siete botes estallados; bando loco de jabalíes pasando, produciendo fiebre en el bosque? ¡Y no vio usted guerrear al Reinaldo!… Esas cosas se creen. El demonio en la calle, en medio del remolino… ¡Hablo! ¡¿Quién es quien me impide hablar cuantas veces quiero?!
Así, a lo sucedido cuando luego que nos apeamos en el campamento del Hermógenes; ¡y cuando! Ah, allí era un cafarnaún. Batiburrillo de malas gentes, todo en la desley del yaguncismo bribón. Se estaban entre el Claro-de-San-Roque y el Claro-del-Sapo, ribera del Riachuelo de la Macaúba, por el final de la Mata de la Jaíba. Allá llegamos en un de tardecita. A las primeras horas comprobé que era el infierno. Entonces, con tres días me acostumbré. Lo que yo estaba era medio trastornado del viaje.
A ver lo que yo contaba: quien no conocía al Reinaldo, pronto le conoció. Digo, Diadorín. Nosotros habíamos llegado por fin, sin soberbia ninguna, contentos de topar con tanto número de compañeros en armas: de todos, todos eran garantía. Entramos por medio de ellos, mezclados, para acuclillarnos y conversar nos arrimamos a un fuego. Novedad ninguna, ya sabe usted: alrededor de una hoguera, toda conversación son menudillos tiempos. Alguno explicaba los combates con Zé Bebelo, nosotros lo nuestro: ruta completa del viaje, poco a poco, para historiarla. Pero siendo Diadorín tan galante mozo, las facciones caprichosas. Uno o dos de los hombres no encontraban en él aire de machote, aún más que pensaban que él era novato. Así lueguito, empezaron, ahí, chulos. De aquellos dos, uno se llamaba de apodo el Mari-Cabrón, granujazo. El otro, un desarrapado, se decía Fulorencio, ya ve usted. Mal par. El humo de los tizones dio en la cara de Diadorín. «El humillo va al lado del delicado…», teatralizó el Mari-Cabrón. Conforme que habló soez, con soltura, con propósito en la voz. Nosotros, quietos. ¿Se va a aceptar bronca así, gratis? Pero el sujeto no quería paces. Se levantó y se movió de modo, tirando besos, contoneándose y castañueleando, en una danza de pasito-a-paso. Diadorín se estuvo en pie, se apartó de cerca de la hoguera; vi y más vi: preparaba espacio. Pero aquel Mari-Cabrón era abusón, venía a querer dar un ombligazo. Y el otro, muy comparsa, pringante negro, azuzó, así como fingió falsete, canturreando por la nariz:
«Para gaudeamus, Gaudencio…
¿Y aquí para el Fulorencio?».