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En el amplio pasillo de cemento del aeropuerto de La Guardia de Nueva York no había mucho público, por lo que sir Henry Merrivale y sus acompañantes allí reunidos pudieron disfrutar de un poco de aislamiento.
Frente a sir Henry encontrábanse Crystal Manning y Cy Norton. A un lado estaba el fiscal general del distrito, Byles, con sus mejillas azuladas, a pesar de un reciente afeitado y sus ropas tan planchadas como si no hubiese permanecido en pie toda la noche.
—Escuche usted, sir Henry —decía Norton—: ¿quiere usted mirar a aquel reloj?
—Ya lo sé, hijo mío, ya lo sé; pero…
—Son ahora las diez. Su avión no sale hasta las once y cuarenta y cinco. Usted está aquí ya y no hay posibilidad de que lo pierda.
En el exterior, el día era azul y brillante, con un sol acariciador, pero ya empezaban a temblar en el pasillo de cemento las ondas de calor de esta jornada estival.
—Ya sabemos todos la armazón de esta historia —decía insistentemente Norton con relación a lo que Manning pretendió hacer, lo que hizo o lo que falló—. Pero lo que continúa sin aclararse es esa laguna que queda en medio: su desaparición de la piscina y lo que después ocurrió entre Manning y Davis en el cenotafio.
—Yo pienso lo mismo —interrumpió Crystal.
—El fiscal general, a juzgar por la forma en que está sonriendo burlonamente —continuó Norton—, ya lo sabe. Pero Crystal y yo no lo sabemos. Ahora, díganoslo usted.
—Muy bien, muy bien —gruñó sir Henry como si estuviese cansado, aunque, en realidad, sentíase encantado y por nada del mundo hubiera perdido esta ocasión.
Rechazando nuevamente un magnífico habano que le ofrecía Byles, sir Henry sacó y encendió su habitual puro barato con desprecio de todas las reglas.
—Ya les he dicho junto a la piscina —dijo sir Henry— que desde un principio teníamos tres grandes claves, que a su vez producirían otras. Y voy a recordarlas nuevamente. Primera: un busto de Robert Browning. Segunda, predecida y pronto encontrada: un pedazo de papel de periódico mojado, de unas siete pulgadas de largo por una de ancho, doblado varias veces. Y tercera: un par de tijeras grandes de jardinero.
—Un momento —interpuso Norton—. ¿No olvida usted el reloj de pulsera y los calcetines?
Sir Henry le miró con cómica acritud.
—¡Oh! Pues bien: incluya eso también y así tendremos cuatro claves. Y ahora, por un momento —prosiguió sir Henry, mascando la punta del puro—, olviden ustedes el busto de Browning, que fue la verdadera clave de una escena importante a la que yo no asistí. Esa escena fue representada y se produjo entre Manning, de una parte, y Jean y Davis de otra en el despacho de Manning el lunes, después del almuerzo. Yo me enteré de ella por Jean cuando nos dirigíamos en automóvil a Maralarch aquella misma tarde. Más importante aún fue que anoche yo tuve una larga conversación por teléfono, de la que hablé al vendedor de perros calientes, con miss Engels, la secretaria de Manning. Esa escena resultó para mí tan iluminadora en ciertos aspectos que de momento vamos a dejarla a un lado.
Sir Henry lanzó un refunfuño.
—De esa forma volvemos a mí —y se golpeó con una mano el pecho— exactamente en el momento en que Manning se arrojó a la piscina el martes por la mañana. Yo estaba tan furioso como desorientado. Pero hubo una cosa que se me metió en la cabeza, aunque vagamente. Era esta: «Cuando Manning se lanzó al agua, ¿por qué no se le cayó el sombrero?».
—¿El sombrero? —dijo Crystal como un eco.
—La madre de Crystal —exclamó Norton— dijo anoche que el sombrero estaba relacionado con esto. Pero ¿qué quiere decir usted con eso de que no se le cayó?
—No; no se le cayó —dijo sir Henry. Y señalando a Norton añadió—: Usted mismo es testigo de que el sombrero volvió a la superficie después que Manning había desaparecido, lo cual es muy extraño, si ustedes lo piensan bien. Como ustedes saben, Manning llevaba puesto un sombrero blando de Panamá, que además le estaba un poco grande. Lo llevaba puesto cuando llegó junto a la piscina. Esto me ha intrigado tanto que anoche, para experimentar, me compré yo también uno igual.
Al decir esto, sir Henry se tocó su sombrero de Panamá, se lo echó hacia adelante, después hacia atrás y por último a los lados, acompañando toda esta extraña operación con miradas de reojo.
—Es un sombrero bastante corriente, que no tiene cinta. Anoche, por ejemplo —sir Henry señaló a Byles, que hizo una mueca—, me encontraba en el Estudio Stanley hablando por teléfono con usted. Me sentía furioso, agarré el teléfono y, al inclinarme, mi sombrero se cayó, pero esta mañana estuve meditando acerca de cómo era posible que Manning se echase de cabeza al agua sin que perdiese el suyo. No creo razonable pensar que se lo habría pegado a la cabeza con cola o cemento. Por eso recordé el recurso a que todos apelamos cuando queremos ajustarnos un sombrero que nos queda grande. Consiste en un pedazo de papel de periódico, doblado varias veces y de una pulgada de ancho por seis o siete de largo, que se mete en el borde interior del sombrero. En efecto, ese pedazo de papel fue encontrado en la piscina. Por consiguiente, Manning estaba decidido a conservar su sombrero puesto, lo cual tenía que obedecer a alguna razón. La primera preocupación de alguien que va a hacer un truco para esfumarse tiene que ser el ocultarse el cabello. Después vienen las grandes tijeras de jardinero que nos puso delante de las narices. Como pude comprobar después, se acercó a nosotros para decirnos una mentira innecesaria. Incluso ordenó a Stuffy que jurase que él estaba recortando con ellas la cima del cercado. Pero la verdad era que no había estado recortando nada, pues las tijeras estaban secas y sin partículas vegetales, como yo demostré después. ¿Por qué hizo esto si no formaba parte de sus planes? El objetivo era prepararse para desorientar, y utilizó las tijeras únicamente para distraernos de otras cosas que teníamos ante nuestros propios ojos, pero que no advertimos.
—Espere —insistió Norton—. Pero nada había ante nuestros ojos que no viésemos.
—¿Acaso ha olvidado usted —preguntó sir Henry— que Manning llevaba un par de guantes de algodón blancos, unos guantes de jardinero?
Hubo un silencio durante el cual la memoria de Norton recordó aquellos guantes.
—Primero tenía que ocultar su cabello y después tenía que ocultar sus manos. Fue un poco más tarde cuando empecé a descifrar algo. Me encontraba hablando con Gil y otras personas en la biblioteca, cuando apareció Betterton insistiendo en que quería celebrar una entrevista con el fiscal general. Fui con ellos, acompañándonos también Bob Manning, y nos encerramos en el estudio inmediato, sentándome junto a una mesa de ajedrez; pero la puerta doble, como recordarán, no cerraba completamente, y así pude oír lo que se decía en la biblioteca.
Vestida con un traje azul y blanco, Crystal se quedó mirándole y dijo:
—Pero si Cy y yo estábamos en la biblioteca y no había nadie más, porque Jean se había marchado…
—¡Uh! ¡Uh! —añadió sir Henry—. No obstante, mientras estaba en el estudio escuché una observación que me hizo dar un salto y casi derribé aquella maldita mesa de ajedrez…, aunque eché la culpa de ello a Bob.
—Pero ¿qué fue lo que oyó usted y quién lo dijo? —preguntó Crystal.
—Usted misma —replicó sir Henry—. Norton había estado hablando sobre el tostado de la piel de Jean y usted dijo: «¡Oh! Eso es artificial. Esa es una loción para tostarse la piel, que Jean compra en la perfumería». En efecto, según me explicaron, hay lociones que no se quitan con el agua por mucho que se nade. Pero no nos preocupemos más de eso. Hubo otra cosa que surgió y me espoleó aún más. Cuando Manning se dirigió hacia la piscina, aparentemente llevaba puestos un par de calcetines. Por lo menos, yo lo creía así. Pero los calcetines no aparecieron después en la piscina. Dígame —preguntó sir Henry a Norton—: ¿de qué color eran esos calcetines?
—Debo decir que no los vi —contestó Norton—, pero Jean me dijo después que eran oscuros.
—Oscuros —repitió sir Henry—. Ahora vean ustedes los hechos eslabonados, que no pueden ser puras coincidencias. Ya tenemos a Manning cubriéndose las manos con guantes, más un pañuelo que le oculta el cuello, más unos calcetines oscuros que no lo son, más la alusión a una loción para teñirse la piel. Es notorio que Manning no se puede tostar al sol, porque se le pone la piel del color rosáceo de las langostas. Esto ayudábale a despistarnos también. Supongamos, por ejemplo, que Manning se había cubierto todo el cuerpo, desde los pies hasta el cuello, con esa tintura que se compra en cualquier perfumería, aplicándose varias capas de ella, para conseguir un tono bronceado. Esa tintura es muy resistente al agua y la piel no se desteñiría permaneciendo en aquella poco tiempo. Esto podía dar la impresión de que llevaba calcetines oscuros, tanto más cuanto que Manning calzaba unas sandalias que le ocultaban los dedos de los pies y el talón. Pero ¿con qué objeto se había pintado Manning de oscuro y se había vestido un traje blanco? La realidad es que, entre todas las personas que había en Maralarch, el único que tenía la piel tostada como un indio era Huntington Davis, y ese no era el único parecido que existía entre ambos hombres. Davis es esbelto y atlético y Manning también. Este tiene veinte años más que Davis, pero se conserva esbelto, al extremo que anoche mismo la mujer de Manning decía que él tiene los brazos, los hombros y el torso de un hombre veinte años más joven. Y eso no es todo, pues ambos tienen también la misma estatura.
—¿La misma estatura? —preguntó Crystal, que estaba desconcertada.
—Sí. ¿Recuerda usted, mocita mía —dijo sir Henry—, el lunes por la noche, en el salón, cuando durante la tormenta su papá y Davis tuvieron una disputa? Ambos estaban en pie frente a frente, rígidos como granaderos, mirándose fijamente en los ojos. Si lo recuerda, comprobará que uno era tan alto como otro. Pero hay una diferencia entre ellos, vistos de espalda. Davis tiene el cabello negro y su papá gris plateado. Así llegamos a la explicación de por qué Manning se calase el sombrero y lo ajustase bien a la cabeza para cubrir su pelo. Ahora, supongamos que Manning se tiñó el pelo con uno de esos tintes que venden también en las perfumerías. Hecho esto, podría ocultar su falso cabello negro fácilmente. Él llevaba su cabello gris bastante largo, aunque recortado detrás de las orejas. Para taparlo por detrás se puso un pañuelo al cuello y el sombrero muy calado. Finalmente, supongamos que debajo de sus ropas interiores llevaba puestos también unos calzones de baño encarnados. Y con la imaginación pongamos ahora juntos a Fred Manning y a Davis y comprobaremos que ambos tienen la misma estatura, la misma corpulencia, el mismo tostado del sol y el mismo cabello negro. Coloquémoslos lado a lado, de espalda a nosotros, a unos doce metros de distancia, que es aproximadamente el ancho de la piscina, y yo desafío a cualquiera que no los conozca mucho a que los distinga.
—Entonces, ¿lo que hubo fue una especie de sustitución? —preguntó Norton.
—Y aun siendo así, ¿cómo pudo hacerse? —preguntó Crystal.
—Facilísimo. Ya se lo diré. Antes, déjenme hablarles sobre la clave número uno, que era el busto de Browning. Gracias a esta clave logramos conocer las voces, expresiones y otras características, además de las físicas, que nos llevan al desenlace.
Por el gran pasillo del aeropuerto pasó un pequeño camión cargado de equipajes. El altavoz funcionó, anunciando algo sobre salida de aviones que sir Henry no percibió claramente; dio un salto y se puso nervioso, hasta que el fiscal general Byles le tranquilizó diciéndole que mirase al reloj.
—Tiene usted tiempo sobrado —dijo Byles—. Prosiga.
—El lunes por la tarde —continuó sir Henry—, Manning regresó del almuerzo a su oficina poco después de las tres, tras dejar en el restaurante un sobre abandonado para usted, Byles. Cuando Manning llegó a su oficina, la empleada de recepción le llamó y él se le acercó. La empleada le dijo, inquieta, que Jean y Davis estaban en su despacho. Manning pareció contrariarse por esto, pero se limitó a preguntar si su secretaria estaba en su oficina. Ahora veamos lo que pasó, valiéndonos de los ojos y los oídos de aquella secretaria, llamada miss Engels. Esta se hallaba sentada en su escritorio junto al despacho de Manning, separada de este solamente por unas divisiones de cristal que no llegan al techo. Cuando Manning iba a entrar en su despacho, vio sobre el piso el busto de mármol de Browning, que sostenía entreabierta la puerta. ¿Por qué estaba allí? El sugerir que era para dejar circular el aire acondicionado es una simpleza, porque el aire acondicionado funciona lo mismo en todas las habitaciones. Manning mostró una expresión indignada al ver aquel busto allí. A pesar de ello, no lo recogió y lo dejó donde estaba. ¿Por qué? ¿Y por qué, también, aparecía miss Engels tan turbada cuando él la llamó por teléfono? ¿Por qué dijo ella que no había querido molestarle con una llamada telefónica? Pues porque ella había oído todo lo que ellos dijeron a través de aquella puerta abierta. Y esto era precisamente lo que Manning quería. En otras palabras: toda aquella escena en la oficina de Manning era una pura comedia, preparada, ensayada y repetida para que fuese oída por los demás. Las tres personas que la representaron en el despacho estaban plenamente de acuerdo en llevarla a cabo.
Crystal, que jugaba nerviosamente con su bolso de mano, interrumpió diciendo:
—Ya había oído que Jean andaba mezclada en eso. Pero lo creo imposible. Si efectivamente lo estuviese…
—Lo estaba, pero inocentemente —replicó sir Henry—. Jean no tenía la más remota idea de que se tratase de algo malo. Ella es ingenua y honrada y una actriz muy mala, como habrán comprobado ustedes por su conducta posterior. Yo tuve una terrible entrevista con ella cuando ella creía que estaba protegiendo a su padre. Esta muchacha está saturada de ideas románticas. Después de Davis, su ídolo era su padre. Así, si él le dijo que estaba arruinado y que había estafado mucho dinero y tenía que huir todavía con mucho más, cosas que siempre ocurren en las películas, ella lo encontraba completamente natural. El único error que con Jean cometió Manning fue comunicarle lo de la otra mujer y, sobre todo, decirle que era una bailarina de cabaret. No creo que Manning se diese cuenta del desastroso efecto hasta que Jean lo sacó a relucir en su despacho, y aquí ya no había comedia; probablemente, un observador extraño hubiera comprobado que el reproche alcanzó a Manning desprevenido. Pero Jean se mantuvo leal. Todavía hubo algo más en aquella comedia del despacho, que no era comedia. Y es que Manning odiaba y despreciaba realmente a Davis, lo mismo que Davis le odiaba a él. Ese es el secreto. Por eso, la empleada de recepción en la oficina de Manning se mostró tan turbada cuando le dijo que Davis estaba allí, pues todos los empleados conocían ese sentimiento ya antes que la cuestión de la desaparición de Manning surgiese. Aunque hablo a través de referencias, me parece estar viendo a Manning desahogando sus verdaderos sentimientos fogosamente en el curso de esa escena. Esos desahogos no consistían, precisamente, en sus gritos de «márchese usted», sino todo lo contrario, cuando estaba quieto, cuando Manning se dominaba a sí mismo; por ejemplo, al decir a Davis: «Me estaba preguntando por qué usted y yo nos detestamos tanto». Y cuando Davis le preguntó: «¿No tiene usted confianza en mí?», y Manning le replicó: «Ni una millonésima de una pulgada». Esta era la encrucijada del plan completo. Él había recuperado a su mujer. Quizá tenía algunos amigos en el mundo. Y se sentiría completamente feliz si solo pudiese realizar una cosa. Aquí Gil —y señaló al fiscal— ha estado preguntando siempre la misma cuestión: ¿por qué simuló que había robado dinero sin haberlo robado; por qué manchaba su nombre y por qué el esfumarse si no era necesario? La respuesta no puede ser más breve: por Huntington Davis. Jean, la hija predilecta, estaba enamorada de Davis. Jean no admitiría ni escucharía una sola palabra contra él, como todos ustedes saben. Pero Manning iba a demostrar a Jean, sin lugar a réplica alguna, que su adorado héroe era solo un sonriente y despreciable pícaro.
—¿Y si Davis sabía que Manning le odiaba…? —interrumpió Norton.
—¡Cállese! —ordenóle sir Henry—. Ahora llegamos a la explicación del misterio de la piscina.
El puro se había apagado, pero sir Henry se lo puso en la boca para mascarlo.
—Como ustedes saben, Manning trazó sus planes a toda prueba para realizar su desaparición. Ocurriese lo que ocurriese y cualquiera que fuese la reacción de las gentes, estaba preparado para ello. El lunes por la noche, Gil le telefoneó anunciándole que en la próxima mañana iría a buscarle «con la sirena de la Policía». Pero yo le apuesto a usted, Gil, que si usted no lo hubiera llamado, él le habría llamado a usted. ¿Le hubiera perseguido usted?
—Sí —dijo Byles—. Me tenía tan agriado como habitualmente se encuentra usted.
Sir Henry prefirió ignorar ese insulto y prosiguió hablando:
—Incluso si eso no hubiese ocurrido, no habría tenido importancia. Cualquier mensaje hubiera bastado para llevar allí a la Policía. Las sospechas de Byles sobre desfalco habrían hecho el resto. Tampoco hubiera importado que la Policía no hubiese llegado cuando Manning la esperaba, o mucho después, porque Manning tenía dos testigos de calidad, Norton y este servidor de ustedes, que jurarían que él había realizado una desaparición absoluta mediante un milagro tan limpio como el oro. En efecto, nosotros éramos los testigos e incluso nos puso a ambos en el mismo dormitorio. Allí nos llegó un recado de Jean, por la mañana, para que acudiésemos a la piscina. Manning ya se las habría arreglado para llevarnos allí. Tampoco importaba que al llegar nos hubiésemos echado o no al agua, porque Manning se las habría arreglado también para que saliéramos de ella mediante recados de una u otra índole. Tanto, que consiguió que nos pusiéramos exactamente donde él quería. Así, allí estábamos presentes, unas dentro y otras fuera de la piscina, nada menos que seis personas. Davis, Jean y Betterton, dentro. Norton y yo en las proximidades, momento en el cual presentóse Manning con su piel tostada artificialmente, su pelo teñido y sus calzones de baño ocultos bajo su ropa exterior. Pero antes que Manning pudiera arrojarse al agua, había algo de lo que tenía que asegurarse bien. Tenía que estar seguro de que Davis saliera de la piscina sin que nadie le viese.
—Un momento —dijo Crystal—. ¿Por qué tenía que salir Davis de la piscina sin que le viesen?
Sir Henry la miró con aire desmayado.
—¡Oh mocita mía!, porque cuando Manning estaba preparado para lanzarse al agua, Davis ya no podría estar allí. Era preciso que en la piscina estuviesen solo dos personas: Jean y Betterton. Manning sería la tercera. Después que Manning se hubiese arrojado al agua, los que estábamos presentes supondríamos, según sus cálculos, que había cuatro personas en la piscina, pues de lo contrario el truco habría fracasado. Manning, para hacer que Norton y yo nos pusiéramos de espalda a la piscina, apeló a una simple artimaña. ¡Y decir que yo caí en ella, cuando yo mismo utilicé una artimaña similar con el policía O’Casey en el Subterráneo!… Como usted recordará, Norton, Manning señaló hacia la parte posterior de la casa, diciéndonos: «¡Caramba! Miren allí…». Y nos acercamos a él, poniéndonos de espalda a la piscina. Tenía que señalar hacia algo que estuviese seguro que iba a tenernos en esa posición durante algún tiempo. Lo que señalaba era simplemente a Crystal, que acababa de aparecer en la puerta de la casa y avanzaba hacia nosotros.
—Pero yo no tenía nada que ver con eso —protestó Crystal.
—Ya lo sé. Esta era la segunda parte del problema, después que resolví la primera, y casi me volví loco descifrándolo hasta medianoche ayer.
—¿Y por qué? —insistió Crystal.
—Se lo diré a usted, mocita mía. Norton sabe, igual que yo, la fenomenal agudeza de su padre para oír. Así, cuando estuve encerrado en la bodega del vino, descifrando la primera parte del problema, yo sabía solo una cosa: que Manning había oído las sirenas de las motocicletas perfectamente muchísimo antes que los demás, y así supo que había llegado la hora, si, como pretendía, iba a hacer una exhibición espectacular. Y así lo hizo. Sin echar siquiera una mirada previa, se volvió y pronunció la frase: «¡Caramba! Miren allí…». Crystal estaba saliendo por la puerta. Todo estaba prácticamente en silencio; solamente Manning había oído las sirenas. Usted, Crystal, no pudo oírlas. Si usted fuera su cómplice, el cómplice vital que distrajese nuestra mirada mientras Davis salía de la piscina, ¿cómo diablos hubiera podido él comunicarse con usted? En realidad, Manning no lo hizo ni usted era su cómplice. Usted estaba allí solo por casualidad. Aunque apuntó hacia usted, a lo que verdaderamente tenía proyectado apuntar era a aquella parodia de silla eléctrica en la terraza que él había colocado allí, quizá a medianoche, y de la que nadie se había dado cuenta porque, como han testimoniado varias personas, estaba cubierta con un paño. Cuando Manning vino caminando hacia nosotros, todo lo que tuvo que hacer fue quitarle la cubierta y echarla debajo de la silla. Esta era una estratagema segura, porque si usted ve repentinamente en un campo una silla eléctrica, es seguro que esta retendrá su atención algún tiempo. En cuanto a la frase «¡Caramba! Miren allí…», era, en realidad, la señal de Manning a Davis en la piscina. Davis miró en torno para comprobar que no le veíamos, lanzó algunas palabras para que por la voz creyésemos que continuaba en la piscina y se escurrió a ocultarse por el otro lado, yéndose por el sendero de hierba hasta los macizos de plantas, desde donde se deslizó hacia las casetas de baño, perdiéndose allí de vista. Crystal no pudo ver tampoco a Davis, porque nosotros tres se lo impedimos. Pero ella constituía un nuevo elemento que podía desbaratar el plan. Por eso, Manning, para asegurarse de que Crystal no viese a Davis, apuntó directamente a ella en lugar de hacerlo a la silla, con lo cual Crystal miraría hacia Manning mientras este hablaba. En cuanto a Betterton, en la piscina era incapaz de ver nada, pues, como ustedes habrán observado, es en extremo miope, y un hombre miope en el agua resulta casi ciego. Lo primero que hizo después, al oír que el fiscal había llegado, fue correr a buscar sus lentes, sin los cuales, como dijo, no podía ver nada. Volvamos al momento espectacular. Las sirenas de la Policía llegaron gimiendo por la carretera y se detuvieron. Manning retrocedió de espalda hasta el borde de la piscina, pero continuando hablando y diciendo que no las esperaba tan temprano. Me entregó las tijeras y se lanzó al agua. Puedo afirmarles que ignoro completamente cuánto tiempo permanecí mirando aquella piscina, pero me consta que no fue mucho. La cabeza de Betterton salió casi de debajo de los pies de Norton cuando este se encontraba parado en la orilla. Por el lado opuesto de la piscina, a unos doce metros de nosotros y vueltos de espalda, surgieron Jean y aparentemente Davis, saliendo del agua muy juntos, unidas las cabezas y al parecer muy felices. Era un cuadro enternecedor. ¿Quién iba a sospechar que esta feliz pareja no eran realmente Jean y Davis? ¿Quién iba a sospechar que en realidad eran Jean y su padre? Como recordarán, el falso Davis no volvió el rostro un solo momento ni dijo nada. Únicamente se volvió Jean y gritó: «Ya es hora de que salga del agua, míster Betterton»; seguidamente, Jean y su compañero corrieron hacia los macizos de plantas y las casetas de baño. Lo que hicieron era bellamente efectivo y fácil de realizar. Recordemos: el Davis real, con su piel tostada legítima, estaba esperando oculto entre los macizos de plantas. Cuando Jean y Manning llegaron cerca de aquel lugar, Jean se encaminó hacia las casetas de Señoras y el falso Davis hacia las de Caballeros. Repentinamente, Jean se dio la vuelta y corrió hacia la piscina, como si alguien la hubiese llamado. En su escondrijo, el Davis real se limitó a cruzarse con el falso Davis, tomó su puesto y se volvió también corriendo hacia la piscina. Así, ambos estuvieron simultáneamente ocultos apenas un segundo. El inmediato regreso de Jean y Davis eliminaba cualquier sospecha, pues todo se había realizado con extrema sencillez y con tal prisa que incluso cualquiera que hubiese estado contemplando la escena no habría advertido nada de extraño. Así se hizo el milagro.
Pero Norton parecía no estar completamente convencido.
—Juré entonces y aun juraría ahora —dijo Norton— que nunca aparté mis ojos de aquella pareja. Puede que me engañasen, sí, pero aún no lo creo…
Sir Henry le miró con expresión divertida e irónica.
—Usted cree sinceramente lo que dice Pero yo podía probar con el propio testimonio de usted, si lo hubiéramos escrito, que lo que usted juró podría no resultar exactamente la verdad.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que Betterton, al salir del agua, le agarró a usted por un tobillo, dijo algo y usted agachó la cabeza mirándole y diciéndole: «Salga ya de esa piscina», o algo semejante; por consiguiente, usted perdió de vista a la pareja algunos instantes para mirar a Betterton. En consecuencia, se contradice al asegurar que no apartó los ojos de Jean y Davis si al mismo tiempo miró a Betterton. Repito: nada habría cambiado los hechos, porque la transformación de Manning en Davis se hizo con la rapidez del relámpago. Por otra parte, ¿recuerda usted lo de anoche?
—¿Qué parte especial?
—Cuando Jean huyó del cenotafio y usted la siguió, alcanzándola junto a aquellos mismos macizos de plantas próximos a la piscina. Fue entonces cuando, prácticamente, ella le contó toda la historia, que usted no supo escuchar. Ella le tiene a usted extraordinaria simpatía, hijo mío.
—¿De verdad? —preguntó Crystal, con sus oscuros ojos llameantes.
—¿No recuerda usted —dijo sir Henry— que por vez primera Jean parecía furtiva? Estaba asustada; repentinamente sintió temor de que la relacionásemos directamente con la desaparición de Manning. Golpeó el tacón del zapato sobre la hierba y preguntó a usted, con extraña voz, si acaso sospechábamos que ella era… esto y lo de más allá, ¿recuerda?
—Pero ¿cómo sabe usted esto si usted no estaba allí?
—Diga usted mejor que no me vio; yo estaba espiando y me presenté a ustedes en el momento preciso. Jean le decía a usted, incluso, que ella pensó en girar hacia la derecha y Davis a la izquierda y recalcó que no habían llegado hasta allí. Recuerde también que usted no gritó a Jean o Davis, sino solamente a Betterton. ¿Por qué, entonces, habrían de volverse ambos?
—Dígame, sir Henry: ¿qué piensa usted sobre el reloj de pulsera de Manning?
Sir Henry echó hacia atrás su sombrero de Panamá.
—Bien. Manning saltó a la piscina con él puesto, pero me pregunto yo por qué no resplandecía como un diamante cuando Manning, el supuesto Davis, salió del agua por el lado opuesto. Recordemos que al encontrar a Manning tendido en el cementerio tenía el reloj puesto hacia la parte interior de la muñeca. Una mirada al reloj me convenció de que no debía preocuparme esto, porque cuando el falso Davis salió de la piscina, la parte interior de sus muñecas estaba en dirección a nosotros. El reloj, como recordará usted, tenía una correa oscura con una pequeña hebilla que a doce metros de distancia y con el brazo tostado, como lo tenía Manning, resultaba completamente invisible. Lo que ocurrió, simplemente, fue que Manning olvidó quitarse el reloj. Ahora llegamos a lo del cementerio. Yo había lanzado a distancia algunas pelotas de base-ball, y solo porque una de ellas cayó en el cementerio encontramos a Manning allí tendido. Después fui al cenotafio y…
Sir Henry callóse y movió la cabeza.
—Dije a Jean —prosiguió sir Henry— que yo admiraba a su padre; y así era, porque allí en el cenotafio estaba la cumbre o culminación de su estratagema. Es completamente cierto que él estuvo yendo al cenotafio durante algunos años para lavar aquel paisaje mural de la guerra Revolucionaria; se aprovechó bien de ello, pues todos aquellos materiales de limpieza vinieron a servirle, en realidad, para quitarse el tinte que se había puesto sobre la piel, así como el teñido del pelo, antes que nadie volviera a verlo. Jean nos dijo con toda prontitud que Manning había estado recientemente en el cenotafio para proseguir su trabajo de lavar el paisaje, aunque la verdad era que el paisaje no había sido lavado tan recientemente. Cuando nosotros llegamos allí, menos de doce horas después de la desaparición de Manning, ¿qué encontramos? Tres jarros, dos de ellos todavía con sedimentos en el fondo; dos esponjas, una negra como la tinta, utilizada claramente para limpiar el muro, seca como un hueso. La otra, manchada de oscuro, con un borde amarillo por donde alguien la había cogido con los dedos para utilizarla, todavía estaba húmeda. También había sedimentos en una taza de metal. Finalmente, él había roto parte de una ventana y existían manchas oscuras en el friso, indicando que alguien había arrojado por la ventana agua teñida de oscuro. Estas eran pruebas evidentes. Más aún, dije que todavía habría otras pruebas en aquella maleta nueva de piel de cerdo, dentro de la cual estaba seguro de que se encontraban unos calzones de baño. Manning disponía de todo el tiempo que quisiera y de un escondrijo que nadie sospecharía. Ya les he dicho que esas lociones para tostar la piel, aun aplicando varias capas de ellas, no resisten eternamente el agua y se pueden quitar con jabón y agua frotando fuertemente. Manning utilizó aquellos jarros para lavarse; limpió el agua que cayó en el piso, y el cálido sol de aquel día secó todo rápidamente. El quitarse el tinte del pelo ya no era tan fácil. Sin embargo, todo lo que precisaba, según me explicaron en la perfumería donde pregunté en la Gran Central, era aplicarse un nuevo tinte gris sobre el negro, y uno y otro desaparecerían rápidamente. Mientras tanto, disfrutaría de una imitación aceptable de su cabello natural, sobre todo no viéndoselo con muy buena luz. Después, cuando encontramos a Manning medio muerto y poseíamos ya todas estas pruebas de lo ocurrido, tuve que proceder respecto a Jean. Allí estaba, asustada y temerosa, en aquel cenotafio, consciente de cuanto aquello significaba, teniendo miedo hasta del reflejo de una luz sobre su rostro. Yo tenía que interrogarla y averiguar dónde vivía realmente Irene Stanley, que yo sospechaba que era la mujer de Manning. Y todo esto con Manning agonizando, al parecer, allí cerca de nosotros.
Lentamente, sir Henry sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente repetidas veces.
—Yo sospechaba que, probablemente, Manning había expuesto todos sus planes a Jean. Si ella se enteraba de que Manning había sido agredido, ella sabría que el autor no era otro que Davis, con lo cual podría echar todo a rodar. Eso mismo también podía ocurrirle al asesino, con lo cual Irene Stanley no estaría muy segura; era, pues, preciso ponerla en guardia antes que lo supiese por los periódicos. Sin embargo, yo estaba equivocado. Hasta yo —dijo sir Henry, tosiendo— puedo equivocarme algunas veces. Por ello, me desconcerté un poco cuando después la interrogué. Pero manejar a Jean era cosa de poner los pelos de punta. Allí, en el cenotafio, preguntó cosas, hizo preguntas sobre su padre y luego repetidamente las hizo sobre Davis. ¿Me comprenden ustedes?
—Sí. Si Jean hubiera siquiera sospechado que su adorado Davis había tenido alguna participación en el intento de matar a su padre, Dios sabe lo que hubiera hecho —dijo Norton.
—Por eso yo le mentí —repuso sir Henry— y aparté toda sospecha de Davis, diciéndole que este no tenía el valor ni el cerebro para hacerlo, lo cual era casi completamente exacto. Aparté toda sospecha de Davis, porque estaba hablando con Jean y no tenía otro remedio. En tales circunstancias, ¿qué otra cosa podía hacer? Davis no era solo fachada por fuera y celuloide por dentro, aunque tenga la mitad de todo esto. Aunque lo hubiera estado madurando dos siglos, nunca habría sido capaz de tener el cerebro necesario para imaginar un plan como el de Manning; para lo único que podía servir era para ayudarle a llevarlo a la práctica y hasta aprovecharse de él en propio beneficio. Al propio tiempo, Manning y Davis rebasaron sus papeles en la comedia que representaron en el salón en Maralarch el lunes por la noche. Tenían que simular un nuevo choque entre ambos. Con histriónico heroísmo, Davis dijo que él podía sostener a Jean económicamente. Manning no pudo contener su desprecio y le lanzó aquel; «Conociendo la posición de usted en la oficina de su padre, lo dudo mucho». Davis replicó que también él conocía la situación económica de Manning. Pero ¿cómo podía saberlo Davis? Este pasaje de la farsa saltó del original como las garras de un tigre en una comedia de salón. Davis era el hombre, no había duda. Es más, como creo haberlo recordado, Manning dijo una gran mentira esa noche, y que yo descubrí cuando afirmó que el secreto de cómo iba a desaparecer solo lo sabía él.
—Si Manning y Davis se odiaban tanto —preguntó Norton—, ¿cómo pudo Manning persuadir a Davis a que lo ayudase en sus planes? ¿Y por qué precisaban aparentar que se detestaban?
—¡Oh hijo mío! Si en los planes de Manning, Davis era cómplice, ¿cómo iba a sospechar la gente que lo fuese, sabiendo que Manning no lo estimaba ni tenía confianza en él? Davis era consciente de esto. No podía creer que Manning ni nadie pudiese no estimarlo, aun cuando muchos de nosotros instintivamente lo hacíamos; en cuanto a la forma en que Manning lo atrajo y lo atrapó…, creo que usted, Gil —dijo, dirigiéndose al fiscal—, ya ha oído el tiroteo que celebramos en honor de Davis en el cementerio esta mañana.
—Ni oficial ni extraoficialmente —replicó Byles, dirigiéndole una fría mirada— nada sé de eso. Usted me sorprende…
—Comprendo, comprendo; tampoco el teniente Trowbridge oyó nada de esto. A esta hora usted habrá comprobado…
—Yo debí haber comprobado entonces —interpuso agriamente Norton— que nadie en el mundo entero podría ser un tirador tan malo como usted, a menos que estuviese tratando de no hacer blanco sobre nada. ¿Por eso usted no usó bombas de gas? ¿Y por qué los policías eran tan malos tiradores? ¿Para estar seguro de que no iban a alcanzarlo?
—Lo único que quería era asustarlo hasta que perdiese la cabeza y quebrarle los nervios como ya se le habían quebrado anteriormente —dijo el viejo villano con toda tranquilidad—. Al terminar todo, dije a los guardias: «Muchas gracias, amigos; esto es todo», y me llevé al desvencijado Davis a la casa y allí le saqué la verdad.
—¿Cómo había logrado convencer a Manning?
—Hace algún tiempo, para probarle, Manning propuso a Davis una operación bastante sucia y Davis no reaccionó como un hombre verdaderamente honrado. Entonces, Manning llevó las cosas más lejos. Le propuso que si ambos iban a asociarse para operaciones de esa naturaleza, debían firmarse mutuamente documentos en los cuales cada uno de ellos recabaría para sí toda la responsabilidad, por si alguna de las partes traicionaba. Hicieron dos copias, escribiendo cada uno de ellos, alternativamente, un párrafo de su propia mano con ese objeto y en este tono: «Frederick Manning, que proyecta evadirse con una mujer, desfalcará la suma de cien mil dólares de los fondos de la Fundación. En consideración a que Huntington Davis le va a ayudar en su truco de esfumarse, Davis recibirá cincuenta mil dólares, a condición de que renunciará a toda pretensión respecto a Jean».
—¿Y los dos firmaron un acuerdo como ese? —preguntó Norton.
—Efectivamente, hijo mío. Manning sabía, en lo que a él afectaba, que estaba seguro como una roca. A Davis no le preocupaba tal referencia a Jean, aun en el caso de que pudiese ser hecha pública, pues en realidad no podía serlo. Si Manning daba en quiebra, entonces Jean ya no tenía interés para Davis.
—Pero este individuo estaba verdaderamente enamorado de Jean —protestó Norton—, puedo jurarlo. Él no es tan buen cómico para representarlo así de no ser cierto.
—Claro que está enamorado de Jean. Creo que usted no comprende la baja moral de estos jóvenes encarrilados por un camino de éxito a cualquier precio. Davis, que pertenece a esa clase, es capaz de decirle a usted con lágrimas sinceras en sus ojos que casarse con la hija de un hombre pobre no es de buen sentido, porque su ascendencia social, su historial atlético, la firma a que pertenece, etcétera, exigen algo mejor.
—Comprendo —dijo Norton—. Al parecer, usted piensa que Manning lo tenía ahora ya envuelto en la red. Pero ¿cómo?
—Pues muy sencillo, si me deja explicarle la escena final de lo que voy a contarle. Anoche, a las siete y media, Davis se deslizó desde el campo de base-ball al cementerio con un revólver de calibre treinta y ocho que él creía que estaba cargado. Y aquí se plantea la pregunta de cómo aquel revólver de calibre treinta y ocho apareció mezclado con mi equipaje. Ustedes saben que la Policía me devolvió mi maleta. Davis fue a Maralarch con un revólver porque tenía sus planes especiales. En lugar de poner el revólver en su maletín, este estúpido lo metió en el bolsillo de su impermeable. Después se dio cuenta de que tenía que colgar el impermeable en el vestíbulo, lo mismo que había hecho Betterton, y se apresuró a buscar un sitio para ocultar el arma. En esta búsqueda, descubrió que no había nadie en la cocina; al encontrarse allí con el revólver en la mano, oyó que llegaba alguien y se asustó, no encontrando otra forma de deshacerse del arma más que abandonándola encima de mi maleta, junto a la puerta de la cocina. Los criados tienen por costumbre estimar que todo cuanto se encuentra encima de una maleta pertenece al dueño de esta, ya sean raquetas de tenis o palos de jugar al golf. Davis sabía que podía irse a otra habitación y recuperar después el arma, y así lo hizo, mas no se dio cuenta de que ya los cartuchos no eran los mismos, pues Manning se había encargado de cambiarlos. Por eso, al día siguiente, mientras yo estaba bateando en el campo, Davis se escurrió hasta el cenotafio, donde Manning, vestido nuevamente y ya sin su disfraz, se encontraba esperándole. Estaba atardeciendo y aproximándose el ocaso, y con este también un ajuste de cuentas entre ambos hombres. Verdaderamente, siento escalofríos al recordar que Elizabeth Manning, cuando nos hablaba anoche de «un cementerio para alquilar», estaba en realidad, sin darse cuenta, pensando en lo que Davis proyectaba hacer a su marido. Davis, a condición de reunir valor suficiente para ello, iba dispuesto a no aceptar la tontería de dividir el dinero con Manning. Simplemente lo mataría. Suponía que Manning llevaría consigo la llave del cenotafio y, una vez muerto, se la quitaría y dejaría encerrado allí el cadáver. En esos lugares, si se coloca el protector metálico que cubre el agujero de la cerradura, el aire no entra en ellos prácticamente. Nadie, pues, descubriría el cadáver. En opinión de todo el mundo, que de ello quedaría convencido, Manning se había fugado y le buscarían por todas partes menos en el cenotafio. Cuando Davis penetró en el cenotafio y cerró la puerta, no se dio cuenta del cristal a medio romper en la ventana. Por eso pensaría que el ruido de los disparos no desbordaría el interior del cenotafio. «¿Ha traído usted los cien mil dólares?», preguntó seguramente Davis. «Ahí están», dijo Manning, señalando la maleta de piel de cerdo. Pero lo que en realidad Manning llevaba eran solo unos dos mil dólares sacados de su cuenta personal del Banco. Entonces, Davis sacó el revólver que llevaba a la cintura, bajo una amplia chaqueta de deporte, y disparó. Pero el revólver solo produjo un chasquido. Davis empezó a perder la serenidad y volvió a apretar el gatillo, con el mismo resultado. Allí estaba Manning, con los ojos fulgurantes que todos conocemos, mirando fijamente al asesino. «Estoy satisfecho de que haya usted realizado esto —dijo Manning suave y fríamente—, porque así no se llevará usted ni un solo centavo de los cien mil dólares. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar que yo soy ahora un fugitivo y que he desaparecido? Todo el mundo lo sabrá dentro de pocos días. Usted no me puede denunciar con su copia de nuestro acuerdo, porque se denuncia también a sí mismo. Mi copia la guardo en mi caja de caudales. Mi secretaria tiene órdenes de entregársela, en un sobre lacrado, a Jean mañana a mediodía. Jean sabe que ha habido un robo de dinero, pero lo que ella no sabe es que usted está dispuesto a abandonarla por razones económicas. Lo comprobará con la propia letra de usted. ¡Márchese inmediatamente!». En verdad, eso era lo que Manning había hecho con su copia. El efecto que su lectura pudiera causar a una muchacha de veintiún años, idealista como Jean, ya pueden imaginárselo. Claro es, Manning continuaba todavía su farsa con Davis en cuanto a los cien mil dólares, lo cual acabó de enloquecer a Davis, que llevaba una navaja en el bolsillo, de esas automáticas que se pueden comprar en cualquier parte sin llamar la atención. En aquella semioscuridad del cenotafio, Davis pudo abrirla colocándosela detrás de sí mismo. Una vez que la abrió, se lanzó a matar con ella a Manning, pero este se arrojó contra Davis valiéndose solo de sus puños. En la lucha, Manning recibió dos puñaladas en el costado, produciéndole dos heridas de esas que no se sienten inmediatamente. Una herida en el pulmón, por lo general, se siente como si fuera un hierro al rojo vivo. Manning, herido, empezó a desplomarse sobre una rodilla, pero volvió a ponerse en pie, decidido a vencer a Davis a pesar de la navaja. Davis ya no podía encarar aquellos ojos de fuego; sus nervios se quebraron, se acobardó y salió huyendo por la puerta hacia el cementerio. Manning, con una calma aterradora, cerró la puerta del cenotafio, metió la llave en el bolsillo y salió en persecución de Davis. Mas no pudo continuar la carrera, cayendo a poca distancia. Davis huyó, con la seguridad de que Manning estaba mortalmente herido, y pensó que ya podría volver a otra hora a buscar el cadáver y hacerlo desaparecer. Pero cuando estaba pensando esto, una pelota de baseball, providencialmente, pasó por encima de él y oyó que alguien venía a buscarla. Solo tuvo tiempo ya para escabullirse y deslizarse subrepticiamente entre la gente, en el campo de juego, que en ese momento me rodeaba. Eso es prácticamente todo lo ocurrido. Desde luego, Manning se ha negado a acusar a nadie ni a perseguirlo ante la Justicia. Incluso no ha querido revelar el nombre de su agresor, aunque no es por proteger, como es lógico, a Davis, sino por proteger a Jean para que no se vea envuelta en este asunto. En cuanto a la pequeña trampa que yo armé, colocando al policía de guardia en el cenotafio, y esperando que Trowbridge lo dejaría allí, fue porque dentro del cenotafio había unas pruebas importantes; las pruebas de que Manning se había disfrazado de Davis…
—Usted sospechaba que Davis trataría de entrar allí para destruir esas pruebas, ¿verdad? —interpuso Norton.
—¡Dios santo! No —replicó sir Henry.
—¿No? Pero si Davis estaba allí en pie, en el cenotafio, cuando usted le dio las órdenes al policía…
—Ya lo sé. Y lo dije todo para que él lo oyera. No era precisamente el disfraz lo que a Davis interesaba. ¿No ve usted que lo que verdaderamente le interesaba eran los cien mil dólares que él creía estaban aún en la maleta de piel de cerdo? ¡Cien mil dólares! ¿Cómo no iba a intentar apoderarse de ellos? Yo esperaba que así lo hiciera. Y así lo hizo cuando después de irse el policía por la mañana apareció cautelosamente en el cementerio y fue capturado. Y aquí termina la historia.
—¿Y qué me dice usted de Jean? —preguntó suavemente Crystal.
—Usted sabe igual que yo —replicó sir Henry— que Jean acabará sobreponiéndose y hasta olvidando esto. Ninguna vida queda arruinada nunca a los veintiún años.
—Ni aun a cualquier otra edad —intervino Norton.
—Además —añadió sir Henry—, no podemos permitir que ninguna de nuestras muchachas adore a uno de esos individuos de los clasificados en el género de éxito a cualquier precio.
Cuando Crystal se disponía a abrir la boca para decir algo, por el altavoz anunciaron: «Vuelo número veintiocho. Vuelo número veintiocho. A Filadelfia, Baltimore, Washington…».
Sir Henry Merrivale empezó a hacer gestos de enfado, buscando una maleta que ya un mozo había cogido para transportarla al avión. Junto con otros pasajeros, llegados en la pretendida limusina de la Compañía el gran hombre fue empujado hasta el salón principal.
Allí fueron concluidas todas las formalidades que faltaban. Crystal, Norton y el fiscal estuvieron contemplando a través de los cristales del salón cómo el avión de sir Henry con este, al fin, ya dentro, empezó a rodar entre el trepidar de motores para ir a situarse en la pista de arranque para alzar el vuelo.
—Él dijo eso por mí —contestó Crystal, refiriéndose a las últimas palabras de sir Henry.
—¿Qué es lo que dijo por ti? —preguntó Norton.
—Es que yo siempre estaba diciendo que tú habías triunfado, alcanzando el éxito —replicó Crystal con emoción—. Pensaba siempre que no me importa nada la forma en que lo habías logrado. Pero ahora ya no creo en eso.
—Para mí, ángel mío, al triunfo a cualquier precio prefiero una vida tranquila y fácil —contestó Norton, haciendo un guiño expresivo—. Excepto, claro es, en una cuestión…
—¿Dos meses en las Bermudas? —gritó Crystal.
—Dos meses en las Bermudas —replicó Norton, estrechándola en sus brazos.
En el exterior, el avión plateado, en que brillaban algunas luces, se deslizó por la pista, al tiempo que sus motores zumbaban a toda presión. El fiscal general Byles, apoyando su codo en una mano y en la otra apoyado el mentón, contemplaba la escena con aire tan siniestro que Norton hubo de preguntarle:
—¿Ocurre algo malo, míster Byles?
El roncar de los motores se hizo más profundo y, suavemente, el plateado avión despegó de tierra y se elevó.
—¡Oh!, no —replicó Byles—. Nada malo, en absoluto. Únicamente estaba sintiendo un poco de pena por esa simpática y hermosa capital de Washington.
—Pero ¿por qué?
—Porque estoy preguntándome —contestó Byles— qué es lo que irá a hacer en Washington ese viejo demonio.
El avión pasó sobre las copas de unos árboles y puso proa rumbo a su destino.
F I N