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El eco estentóreo de incontables altavoces alcanzaba hasta los últimos rincones de la gigantesca estación Gran Central, transmitiendo espectros de mensajes e instrucciones a los viajeros.
Uno de estos mensajes clamaba:
«¡Sir Henry Merrivale!». (Ligera pausa). «¡Sir Henry Merrivale!». (Nueva pausa). «Por favor, acuda a la oficina del jefe de estación, en el piso superior, cerca de la vía treinta y seis».
Sin embargo, el anciano sir Henry no dio muestras de hallarse presente.
Cy Norton, fumando un cigarrillo, se mantenía a la expectativa cerca de la oficina de Información, vigilando y observando, sin perder detalle, a la comparativamente pequeña multitud que iba y venía por la estación.
Dieciocho años antes, cuando primeramente le enviaron a Londres en calidad de corresponsal del Echo, no se había asombrado —como tampoco se asombran otras gentes sensitivas— ante lo imponente de la Catedral londinense de San Pablo.
Entonces había comentado en una crónica que la Catedral de San Pablo era exactamente como la estación Gran Central, con un vasto espacio dotado de asientos levadizos.
Ahora, al hallarse en pie en el enorme vestíbulo del piso superior de la estación, escuchando el incesante ruido de pasos sobre el piso de mármol, aquel viejo recuerdo revivió en su memoria. ¡Como tantos otros recuerdos, gratos unos, desagradables otros! Y en medio de ellos, como siempre también, la imagen del rostro de alguna bella muchacha…
«¡Sir Henry Merrivale! ¡Sir Henry Merrivale! Acuda, por favor, a la oficina del jefe de estación, en el piso superior, cerca de la vía treinta y seis».
Nuevamente el eco de los altavoces se extendió por todo el ámbito, taladrando los oídos de la muchedumbre.
Parado como allí estaba, vistiendo un viejo traje de franela gris que había comprado ya antes de la guerra, con la corbata azul saliéndose por entre las solapas de la chaqueta cruzada, hubiera sido difícil clasificar a Cy Norton. Tenía buen carácter; así se advertía fácilmente. Su rostro, sin embargo, mantenía una expresión irónica y su cabello era fino y rubio en extremo. Rebasaba los cuarenta años, y su aspecto físico los representaba claramente.
No obstante los estragos de los años y de la guerra, Cy conservaba un extraordinario aire juvenil, hasta el extremo de que solo había lanzado una cantidad muy relativa de juramentos cuando pocas semanas antes —y de forma muy delicada— le habían despedido de su empleo de corresponsal en Londres.
En el cablegrama que le enviaron le decían como pretexto: «Creemos que está usted perdiendo el punto de vista americano».
Cy Norton pensó que, con tantos años de ausencia, hasta el propio diablo tenía que tender a perder el famoso punto de vista americano. Reflexionando, pero sin tratar de engañarse a sí mismo, Norton se preguntaba si era posible que fuese capaz de ver las cosas desde muy distintos puntos de vista, desde muy distintos países. Quizá ocurría que ahora estaba realizando verdadero periodismo y no pura rutina, como al comienzo. Como quiera que fuese…
En ese punto de sus reflexiones, una voz agria, acompañada de estrépito de pasos, gritó:
—¡Míster! ¡Míster!
La cara de un muchacho de unos doce años apareció súbitamente ante Cy, el cual había contratado al jovenzuelo mediante una cantidad y la promesa de que iba a desempeñar un papel detectivesco.
—No está aquí ese señor —dijo el muchacho, respirando agitadamente y dando a sus palabras tono confidencial, a la par que miraba en torno con aire de conspirador—. Ya lo han reclamado cinco veces por el altavoz y no lo harán más. De todas formas, no está aquí.
El corazón de Norton sufrió un choque.
—Mala cosa —dijo Norton—. Yo estaba seguro de que se encontraría aquí. Contaba con que así fuese…
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que ese hombre no podría resistir a la tentación de esos altavoces. Al oírlos, habría querido acudir a ellos y utilizarlos él mismo para dirigir su palabra a la estación entera.
—¡Diablos! —dijo el muchacho—. ¿Qué le hace pensar así?
Y el chico, sorprendido, abrió desmesuradamente los ojos como dos grandes discos blancos.
—Porque… —confesó Cy —eso es precisamente lo que yo mismo me sentí tentado a hacer muchas veces…, pero me faltó valor. No es que yo crea que iban a permitirle recitar una historia fantástica de una muchacha oriental. Pero él no dejaría de intentarlo…
—¡Míster! ¡Tenemos que encontrarlo!
Los ojos febriles de Cy buscaron el reloj iluminado que estaba en lo alto de la oficina de Información. Faltaban veinticinco minutos para las cuatro. Cy concluyó:
—Si no ha oído el altavoz, entonces es que abandonó ya la estación; o bien se encuentra en alguna de las tiendas de este edificio. Probablemente estará en una librería.
—Hay muchas librerías aquí —dijo el chico—. Vamos a verlas.
Corriendo, salió en dirección de la Avenida Vanderbilt. Cy Norton, recordando satisfecho que no había aumentado una sola libra de peso en quince años, echó a correr tras el muchacho.
Exploraron todas las tiendas iluminadas de aquel sector, en las que se veían infinidad de artículos multicolores, formando una especie de arco iris, cuya abundancia tenía que seducir y marear a un londinense, pues incluso seducían y mareaban a Cy. Sus pasos resonaban sobre el mármol, lanzando ecos agudos, hasta que el chico, patinando y girando graciosamente junto a la última tienda, señaló con un dedo hacia adelante.
Al fondo, a la izquierda, había otra librería, pero tampoco allí encontraron a sir Henry, Sin embargo, Cy, al mirar a la fila de puertas de cristal del ferrocarril subterráneo que tenía enfrente, al fondo del corredor, y ver quién se encontraba tras una de esas puertas, lanzó un gruñido de triunfo.
—Toma —dijo al chico, poniéndole otro billete de un dólar en la mano—. Eso es todo, Dick. Ya lo encontramos.
Y penetró presurosamente por una de las puertas de cristal.
El aire caliente, pesado, con olor a aceite, del Subterráneo envolvió a Cy apenas entró. Enfrente, a la derecha, había una escalera automática que servía de comunicación entre la Gran Central y la estación del subterráneo de Times Square.
A la izquierda, junto a la pared de mosaicos blancos, había una cabina con una ventanilla, para cambiar moneda los viajeros. A un lado, sobre el suelo, veíase una maleta inglesa, muy grande y muy vieja, cubierta de antiguas etiquetas de hoteles y transportes. Sobre la maleta, con los brazos cruzados en la actitud de Napoleón partiendo para Santa Elena, estaba sentado, ni más ni menos, el propio sir Henry Merrivale.
Frente a sir Henry, con los puños apoyados en las caderas, se hallaba en pie un enorme policía.
Algunas personas podrán argüir que si Cy Norton hubiese intervenido en ese instante, antes que nada ocurriese, todo hubiera quedado resuelto bien. Pero para quienes así piensen, Cy Norton tiene una respuesta definitiva.
«El policía —les replicaría Cy— no estaba de servicio. Era un policía motorista del tráfico, con polainas de piel negra y demás atuendo. Además de lodo esto, el policía estaba de buen humor».
Por lo menos, lo estaba cuando se encaró con sir Henry.
—¿Qué le ocurre, abuelo? —dijo jovialmente a sir Henry el policía—. ¿Acaso no tiene usted dinero para pagarse el billete en el Subterráneo?
Sir Henry lo miró por encima de las gafas con intención maligna.
—Claro que tengo dinero… —le replicó, a la vez que sacaba de los bolsillos puñados de monedas. Después, mostrando al policía una moneda de plata de diez centavos y otra de níquel de cinco, le dijo—: Que me quemen durante cincuenta años si entiendo esto: ¿por qué la moneda pequeña vale más que la grande?
—¿Qué es lo que dice usted? —replicó sorprendido el policía.
—No se preocupe. Estaba divagando solamente.
El policía, que era joven y tenía un buen tipo con su uniforme azul, adquirió un aire de sospecha y se puso a observar meticulosamente a sir Henry.
—Dígame, abuelo: ¿quién es usted?
—Yo soy el viejo —replicó sir Henry, volviendo a meter su dinero en los bolsillos y palmeteándose con ostentación el pecho—. Y además estoy loco. Y soy bueno y malo…
—No; lo que quiero decir es si acaso no es usted una especie de inglés.
—¿Qué quiere significar usted con las palabras especie de inglés? Yo huelo a inglés por los cuatro costados.
—Pero usted habla igual que un americano —arguyó el policía, como si estuviese cazando algún recuerdo fugitivo—. Espere un momento; ya lo sé: usted habla igual que Winston Churchill. Y Churchill habla igual que un americano. Le he oído por la radio. Desde luego, en la mayor parte de las cosas, Churchill es un americano —terminó afirmando despreocupadamente el policía.
El rostro de sir Henry se tiñó del color púrpura más fuerte.
—Pero escuche, abuelo —añadió persuasivamente el policía—: ¿por qué está usted sentado ahí en el suelo, sobre su maleta? Además, ¿por qué está usted tan enfurecido?
Solo mediante un extraordinario esfuerzo fue capaz de contenerse sir Henry. Su voz, que al principio parecía venir de las profundidades de un sótano, se fue moderando. Pero no pudo impedir el replicar con crudeza:
—Quiero hacerle una declaración, hijo mío.
—Okay. Hágala usted.
—Quiero declarar —dijo sir Henry— que este Subterráneo, de todos los que yo he entrado, es el más maldito, sin lugar a duda alguna.
Aunque el policía poseía el más genuino buen carácter, las palabras de sir Henry le sacaron de quicio. Había nacido en el barrio del Bronx, se llamaba Aloysius John O’Casey y la indignación en él subía de punto.
—¿Qué es lo que tiene de malo este Subterráneo?
—¡Oh hijo mío! —murmuró sir Henry accionando en forma desolada con una mano.
—Yo le pregunto, abuelo, qué es lo que tiene de malo este Subterráneo…
A Cy Norton, que se encontraba en pie cerca de la puerta de cristal, observando la escena, la pregunta del policía le pareció justificada. Todavía no era la hora en que las grandes multitudes invaden el Subterráneo y solo escasas personas entraban y salían. Cerca de la ventanilla de cambios había abandonado un trozo de cuerda, probablemente dejado allí por algunos obreros de la empresa. En los andenes subterráneos las luces rojas y blancas de señales parpadeaban alternativamente, mientras los trenes iban sucediéndose.
—Le estoy preguntando, abuelo, qué es lo que le pasa a este Subterráneo…
—Pues nada —dijo sir Henry—; llegué aquí, eché una moneda de diez centavos en el aparato que da entrada, penetré, me metí en un tren, como es natural, y…
—Muy bien. ¿Y qué más?
—Pues… la primera estación a la que llego se llama Times Square. Bueno… Miro por la ventanilla en la próxima estación y veo que es Gran Central. Entonces me digo: «¡Dios me salve! Debo de haberme equivocado…, pues no creo que haya dos estaciones con el mismo nombre…». El tren arranca de nuevo y, que me ardan los pantalones si miento…, otra vez Times Square…, y la próxima…, nuevamente Gran Central…
El policía O’Casey habló suavemente:
—Mire, abuelo: esta es una estación terminal y de enlace que circula solo entre aquí y Times Square.
—Eso es lo que yo sospeché… y lo que me parece también absurdo… —dijo sir Henry.
—¿Por qué dice usted absurdo?
—Pues porque, ¡voto al diablo!, nada puede ser más absurdo que un tren que circula solo entre dos estaciones.
—Pero usted puede cambiar en ellas para cualquier otro tren y lugar… El servicio es así… —el policía O’Casey empezaba a tragar la saliva con dificultad, pero tuvo una chispa de inspiración—. Bueno, abuelo —suplicó—, ¿adónde quiere usted ir?
—A Washington, a la capital…
—Pero usted no puede ir a Washington por esta estación…
Sir Henry extendió el brazo en forma majestuosa e insultante hacia aquel Subterráneo tan amado por O’Casey.
—Usted está borracho —dijo el policía— y tengo que llevármelo detenido.
—¿Ve usted esas máquinas para abrir paso después de depositar la moneda? Pues bien: acabo de embrujarlas. Les he echado un sortilegio africano —dijo sir Henry. Después, alargando el rostro, añadió—: ¿Quiere usted apostar algo a que ni echo una moneda en ellas ni entro por ellas?
—Oiga de una vez, abuelo…
—¡Ah! Usted cree que estoy bromeando…
Sir Henry, cuyo pesado traje invernal le hacía aparecer más extravagante, se puso en pie y majestuosamente se dirigió a las máquinas de entrada. Después, con mucha gracia, como una bailarina que fuese a iniciar un ballet, empujó con el cuerpo las aspas horizontales del aparato de entrada. Este produjo un chasquido y las aspas horizontales giraron, dejando pasar a sir Henry…
—Vuelva usted aquí —gritó furioso el policía.
—Claro que vuelvo —replicó sir Henry, saliendo nuevamente por las aspas y volviendo a entrar repetidamente por ellas sin echar la correspondiente moneda ni una sola vez.
—Vudú! —gritó sir Henry, pronunciando la palabra mágica de la brujería negra.
El policía, evidentemente desconcertado, contempló durante unos momentos a sir Henry. Después, en una arrancada, se lanzó como un toro contra la puerta de entrada en aspa, pero esta no cedió.
—¿Lo ves, hijo mío? —le dijo compasivamente sir Henry—. Usted no puede hacerlo, no siendo que conozca las palabras mágicas del vuduismo— después añadió—: Creo también que ese sujeto que está en la ventanilla de cambios está en este momento sufriendo de alta presión arterial…
Y era verdad, según pudo comprobar el policía O’Casey al echar una ojeada. En efecto, el joven empleado de cambios estaba perdiendo la consciencia detrás de las rejas de su ventanilla.
—¿Qué demonios está pasando ahí? —gimió al fin el empleado.
Sir Henry no le prestó la menor atención.
—Les advierto nuevamente a todos ustedes que todas las entradas están embrujadas por mí —dijo sir Henry—. Nadie puede entrar sin pagar, a menos que conozca las mágicas palabras del vudú.
El color del policía O’Casey cambió nuevamente. El revólver de calibre 38, que llevaba en la respectiva funda, experimentó una sacudida dentro de aquella, golpeando en la cintura a O’Casey. Pero su ardiente curiosidad era en él más fuerte que su instinto de hacer cumplir y respetar la ley y el orden.
—Oiga, abuelo —dijo en voz baja—, voy a picar el anzuelo. Bien sé que esto es una broma. Pero dígame: ¿cuáles son esas misteriosas palabras de vudú?
Sir Henry le replicó inmediatamente:
—Esas palabras son: Hocus, pocus. Allagazan. Hierro frío y Robín buen amigo. Eso es todo.
—Pero yo no puedo pronunciar eso… —gimió el policía.
—¿Por qué no?
—No lo sé —confesó O’Casey, al tiempo que se ruborizaba hasta el cuello del uniforme—. Me parece cosa de locos. Me suena a…
Después cambió enteramente de tono.
—Hocus, pocus —dijo el policía, extendiendo el dedo y apuntando a la máquina de la puerta giratoria de aspas—. Allagazan. Hierro frío y… Robin Hood.
Apenas terminó la mágica invocación se lanzó contra la puerta y la cruzó con tal facilidad e ímpetu que casi fue a caer por la cercana escalera abajo.
Pero ni sir Henry ni el policía habían previsto lo que inmediatamente iba a ocurrir.
Una atronadora salva de aplausos y vítores llenó repentinamente el ambiente subterráneo, cuyo eco devolvían, de rechazo, las paredes. El policía no advirtió la masa de público que se había ido congregando durante aquellas extrañas experiencias de magia, y que parecía tan embrujada como las mismas puertas. La multitud acudía por todas las entradas de la Gran Central.
O’Casey se puso tan colorado como un tomate. Pero sir Henry, a quien ni el peor enemigo podía calificar de vergonzoso, adoptó la actitud de dignidad del propio Napoleón en Austerlitz, se inclinó ante la multitud agradeciendo las ovaciones, doblándose tanto como su cuerpo le permitía. Para probar sus artes a la concurrencia, volvió varias veces a entrar y salir corriendo por las embrujadas puertas sin depositar moneda alguna, y así hubiera continuado si el policía no le hubiera echado la mano.
—¡Atrás todo el mundo! —dijo autoritariamente O’Casey, dirigiéndose a la multitud—. Se lo advierto a ustedes: ¡atrás todo el mundo!
O’Casey empuñaba su revólver y todo el público retrocedió prudentemente.
—Jake —gritó el policía, llamando al empleado de la ventanilla de cambios, que parecía estar a punto de desmayarse.
Jake salió apresuradamente de su garita, cuidando antes de cerrar bien la puerta tras él.
—Mire, Jake, algo funciona mal en esas puertas automáticas.
—Y yo puedo decirle —replicó contundente Jake— que no hay nada que funcione mal en ellas. El público las ha estado utilizando para entrar y salir durante todo el día. Usted mismo lo ha visto.
—Todo lo que les pasa es que tienen vudú —dijo tranquilamente sir Henry.
—Abuelo, usted se calla, ¿eh? Jake, allí hay un trozo de cuerda junto a la pared —O’Casey lo señaló con el dedo—. Usted ata una punta de la cuerda a la reja de su ventanilla y la otra punta a la puerta automática para que nadie más entre… Andando…, manos a la obra.
Mientras inspeccionaba la tarea de instalar la cuerda, O’Casey parecía sentir que estaba perdiendo poco a poco la razón.
—Mire, hijo mío —le dijo consoladoramente sir Henry—, enfrentemos la realidad. Si usted conoce la palabra mágica, la clave, el ábrete, sésamo, entonces puede viajar gratuitamente en el Subterráneo cuanto se le antoje, y eso sin tener que saltar por encima de la puerta ni escurrirse por debajo…
Fue una verdadera desgracia que estas palabras de sir Henry, dichas en fuerte voz, llegasen a oídos de gran parte de la multitud presente, la cual empezó a lanzar imprecaciones.
—¿Qué están haciendo esos ahí? —se oyó gritar.
—¿No lo han oído ustedes? Esta puerta está clausurada…
—Sí, pero se puede viajar gratis en el Subterráneo si se salta sobre la puerta o se desliza uno bajo ella —se oyó decir entre la multitud, al mismo tiempo que una especie de sacudida eléctrica estremecía a aquella. La noticia corrió como la pólvora en medio de silbidos y gritos.
—Le doy mi palabra —decía un hombrecito minúsculo a una especie de gigante— que usted puede viajar gratis en el Subterráneo.
—Eso es tan verdad como el Evangelio —gritó un viajante de comercio, que andaba buscando la forma de salir de entre aquella multitud—. Es apenas un experimento psicológico.
—¿Y todo lo que hay que hacer para ello es saltar sobre la puerta? —preguntó otra voz entre aquella masa.
—Exactamente…
—Entonces, ¿qué es lo que estamos esperando? Adelante…
Hay momentos en que el cronista, por muy verídico que esté obligado a ser, preferiría callarse y correr un tupido velo sobre los hechos. Además de esto, los hechos comprobados en este caso son muy pocos.
Aquello no era verdaderamente una multitud. Aquello era un aluvión humano. Cuando la avalancha rompió la cuerda, esta arrancó consigo la ventanilla enrejada de la cabina de cambios, produciendo el sonido de la campanada de un gong cuando da la señal para el primer round en un combate de boxeo. Después de esto ya no hubo dos personas que estuviesen de acuerdo sobre quién inició el tumulto, aunque por el suelo rodaron muchos cuerpos humanos, cayendo después escalera abajo.
Lo único comprobado es que alguien se lanzó por la ventanilla de cambios adentro y comenzó a llevarse el dinero. Pero de este sujeto, a efectos de identificación, solo fue posible percibir los fondillos de sus pantalones, que precisamente eran azules, sobre los cuales una vieja señora, armada de un paraguas, descargó furiosamente fuertes golpes El policía O’Casey, en medio de su asombro y desorientación, se limitó a saltar por encima de la maleta de sir Henry y permanecer a un lado como una estatua de piedra. En cuanto a sir Henry —citando sus propias palabras—, se quedó tan tranquilo en un rincón, quieto como un santo y sin molestar a nadie.
En medio de la confusión general, una mano surgió de no se sabe dónde y agarró fuertemente de un brazo a sir Henry. Esta vigorosa mano pertenecía a Cy Norton.
—¡Vamos! —dijo Norton.
—¡Dios sea loado! —exclamó sir Henry al verle—. ¡Hijo mío! Ni siquiera sabía que estaba usted aquí.
—Dentro de diez minutos ya podré decirle dónde estará usted sí continúa aquí. Estará usted encerrado en la Comisaría. Y permanecerá allí, sin remisión, treinta días…
—Tengo aquí mi maleta —protestó sir Henry como queriendo desasirse mientras Norton le arrastraba—. Y he perdido mi valiosa gorra también…
—Volveremos a buscar eso más tarde. Huyamos hacia el vestíbulo de la Gran Central…
Dicho esto, ambos huyeron velozmente.
Cuando llegaron al vestíbulo, otra muchedumbre —pero pacífica y de simples espectadores— estaba allí congregada. Entre ella se mezclaron, como dos inocentes, sir Henry y Norton. Pero Cy vio que dos policías acudían presurosos hacia el centro del tumulto; pensó que ni siquiera allí estarían seguros y decidió ir con sir Henry a refugiarse en una farmacia cercana, provista de una buena puerta de escape, útil en caso necesario.
En la farmacia reinaba la paz, a pesar de que en la fuente de soda había mucho público. Cy tranquilizó a sir Henry.
—Escuche —le dijo—. ¿Conserva usted en su poder todos sus documentos de valor, es decir, pasaporte, cartas de crédito, dinero, etcétera?
Con expresión significativa, sir Henry se palpó los bolsillos del pecho.
—Muy bien; entonces lo único que se ha perdido es su maleta de viaje. ¿Conoce usted acaso a alguna persona influyente en Nueva York?
Sir Henry reflexionó unos momentos.
—Conozco al fiscal general del distrito. Le llaman Bloke, aunque su nombre es Gilbert Byles. Me escribió una carta poco antes que yo emprendiera este viaje. Recuerdo que esa carta comenzaba así: «¿Cómo estás, viejo, hijo del diablo?». Era puro estilo americano y por ello comprendí que constituía una misiva muy amistosa…
Cy Norton respiró aliviado.
—Entonces, si es así, usted podrá lograr salir de este conflicto sin grandes dificultades. Ahora me voy a arriesgar tratando de rescatar su maleta. Mientras tanto, y antes que envíen la señal de alarma a toda la Policía, es preciso que le lleve a usted a Maralarch, en lugar de que usted se vaya a Washington. Tengo que…
Cy se quedó repentinamente mudo.
Frente a ellos, a corta distancia, con una mirada de duda, se encontraba una esbelta muchacha vestida con un traje blanco sin mangas. Su rostro tenía un ligero tinte dorado que hacía resaltar la intensidad azul de sus ojos y el rojo de sus labios entreabiertos. Su cabello, rubio como el oro, estaba peinado al estilo de los pajes y brillaba resplandeciente bajo las luces.
Durante unos segundos Norton quedó absorto. Estaba profundamente sorprendido por la semejanza de esta muchacha con… En este punto, Cy cerró herméticamente sus pensamientos. Era un estrecho parecido… Y allí estaba ante él…
La muchacha, por su parte, miraba fijamente a sir Henry con la expresión de quien se esfuerza en recordar y comparar la descripción que le hicieron de una persona.
—Perdóneme —dijo la muchacha, avanzando unos pasos—, ¿acaso es usted sir Henry Merrivale?
Sir Henry carraspeó e hizo a la muchacha una modesta inclinación.
—Que me asen vivo, pero en verdad es usted una hermosa niña —dijo sir Henry con franca admiración. La muchacha le escuchó inmóvil—. Este país —prosiguió sir Henry— está lleno de hermosas muchachas, aunque la mitad de ellas están tan echadas a perder que sería preciso azotarlas. Usted no precisa ser azotada…
La muchacha pareció hacer grandes esfuerzos para contener una estrepitosa carcajada en las propias barbas de sir Henry.
—Infinitas gracias, señor —murmuró ella—. Soy Jean Manning. Mi padre me envió aquí a buscarle a usted, porque el señor Davis tenía que ir a su despacho.
Los ojos de Jean revelaron preocupación creciente.
—Por no sé qué misteriosa razón, mi padre tuvo el presentimiento de que se encontraba usted en apuros. ¿Está usted en apuros? Tengo aquí un automóvil…
—¿Tiene usted un automóvil aquí? —preguntó Cy Norton.
—Sí.
—¿Dónde está? Es decir, ¿podemos meternos en él rápidamente?
—Conozco muy bien esta estación —dijo Jean en extraño tono. Después, ante la urgencia demostrada por Cy, añadió—: Por ejemplo, conozco un pasaje junto al entresuelo que nos llevará fuera de aquí, nada menos que hasta la esquina de la calle Cuarenta y Seis y Park Avenue.
—Entonces haremos bien en marcharnos hacia Maralarch, miss Manning. Lo siento, pero lo que ocurre es una cosa seria. Si dan la alarma a la Policía…
—¿Alarma a la Policía?… —preguntó Jean, asustada.
—Sí… ¡Oh! No, no va usted… —dijo Cy al propio tiempo que retenía a sir Henry agarrándole por la chaqueta cuando aquel se disponía a irse hacia la fuente de soda—. Lo llevaré a usted a Maralarch aunque me cueste la vida. Y me contestará usted a algunas preguntas durante el camino.
—¡Oh! ¡Hijo mío!… —gruñó sir Henry—. Ya estamos a salvo. Ahora ya no hay posibilidad de que…
Seguidamente, como si el instinto le hubiese advertido por telepatía, su calva cabeza giró mirando en derredor.
En la puerta de cristales de la farmacia vio aparecer el rostro del policía O’Casey, con la boca rumiando implacable venganza…
—¡Huyamos por la otra puerta! —gritó Norton—. Corramos…