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Sir Henry Merrivale no respondió a pregunta alguna hasta que el automóvil amarillo en que rodaban, después de marchar a través de la ciudad, corría veloz a lo largo de la autopista del West Side, a orillas del río Hudson.
Jean, con un pañuelo encarnado enrollado a la cabeza, iba al volante. Sir Henry, con los brazos cruzados y una expresión ruda en el rostro, iba comprimido entre Jean y Norton. Cy realizó un último esfuerzo.
—Escuche usted, sir Henry. Sobre la cuestión del tumulto que provocó esta tarde…
—Me están ustedes secuestrando… —replicó sir Henry—. Tengo que ir a visitar a una familia en Washington…
La capota del auto estaba bajada. Aunque el calor había aflojado, la presión continuaba, a pesar de la fresca brisa. A la izquierda del camino, las aguas del río eran de un azul oscuro, matizadas de luz en algunos puntos. Lejos, a la derecha, las casas de departamentos de River Side aparecían grises, como chalets italianos sobre un fondo de verdor.
Cy se sintió incómodo por la situación y no volvió a hablar hasta que llegaron al puente George Washington y lo cruzaron a la carrera.
—No ha habido alarma policíaca —dijo—. Nadie lanzó siquiera una mirada investigadora a nuestro auto.
—Ya lo sé —contestó Jean—. Pero a cada minuto he venido observando por el espejo lateral si alguien nos seguía, pues temía a cada instante empezar a oír las sirenas de la Policía detrás de nosotros. Y todo por causa de…
—Ahora, sir Henry…
—¡Oh! Por el amor de Esaú…
—Nosotros no le estamos secuestrando —dijo violentamente Cy—. La verdad es que usted nunca tuvo el propósito de ir a Washington…
—No sé de lo que me habla usted.
—Pues yo se lo probaré a usted —insistió Cy— con los elementos de su propia actuación. Y ahora ya sabe usted perfectamente cómo toda su trama se desenlazó.
—Bien…, ahora… —musitó incómodo el gran hombre.
—En cualquier parte, posiblemente a bordo del navío, aprendió usted ese truco para entrar en el Subterráneo sin pagar —Cy tragó saliva con dificultad. La curiosidad le acuciaba, lo mismo que había atormentado al policía O’Casey—. Y dígame, ¿en qué consiste ese truco?
—¡Ah, ja! —replicó sir Henry. El espectro de un espíritu maligno cruzó por la expresión de su rostro; después nuevamente adoptó un aire impasible de hombre de hierro—. Ese truco es una verdadera maravilla —dijo bromeando—. Quizá más tarde explique cómo hace efecto, quizá no lo explique… Pero, de todas formas, ¡es una maravilla!
Cy contuvo su furia.
—Entonces usted no pudo esperar a probarlo con otra persona. Se fue a la Gran Central, se sentó en su maleta como…
—Como una araña —agregó Jean.
—Exactamente. Usted esperó como una araña espera a la presunta víctima, y allí surgió aquel policía de tráfico. Todo marchó bien al principio, pero se le ocurrió decir que Churchill era un americano y entonces usted se enfadó y decidió vengarse de él. ¿No es así?
—A propósito —tronó sir Henry—, creo que no les he presentado a ustedes mutuamente…
—Exacto, no nos ha presentado —intervino sonriendo Jean.
—¡Qué ocurrencia! —dijo sir Henry, como si valiéndose solo de palabras pudiese desviar las cuestiones hacia otros derroteros—. Muy bien; esta es Jean Manning, hija de un viejo amigo mío. Y este compadre —y al decirlo se golpeó el hombro del lado de Cy— es Cy Norton, quien ha estado en Londres de corresponsal del Echo de Nueva York durante dieciocho años. Ya estamos, pues…
—Mucho gusto —dijo Jean con gravedad.
En efecto, la artimaña de sir Henry había desviado momentáneamente la atención de Norton.
Durante todo el tiempo, Cy había estado pensativo ante la presencia de Jean por su parecido con alguien. Claro que Jean era más joven y menos sofisticada. Pero el recuerdo de otros años…
—Ya no soy corresponsal del Echo —dijo—. Me destituyeron hace tres semanas.
—¿Cómo es eso, hijo mío? —preguntó con agudeza sir Henry.
Jean preguntó a su vez:
—¿Por qué le… dejaron irse?
Norton echó un rápido vistazo a su vida pasada y dijo medio en broma:
—Tal vez porque yo no era suficientemente buen corresponsal…
—No lo creo —dijo Jean—. ¿Cuál fue la causa verdadera?
El auto rodaba a pleno motor. Cy tenía la conciencia de que representaba más edad de la que tenía, de que probablemente necesitaba afeitarse, de que su sombrero —que había comprado hacía ocho años en la londinense calle Bond— estaba ya demasiado usado… y fuera de lugar en su patria…, igual que él mismo se sentía también fuera de lugar en ella.
—¿Por qué fue? —insistió nuevamente Jean.
—No lo sé, verdaderamente. Mientras trataba de localizar a sir Henry estuve buscando los motivos, que pueden ser varios… Y aún descubrí uno más…
Era una de las pocas cosas de este mundo capaces de poner a Cy furioso Pero era preciso que recordase la conveniencia de hablar despacio y así se lo recomendó a sí mismo.
—Es que yo odio las agallas del partido laborista —dijo— y nunca me preocupé en disimularlo. El propietario del Echo aquí en Nueva York es uno de esos liberales a quienes les place elogiar todo aquello que no entienden.
Cy hizo una mueca al tiempo que la sangre se retiraba de su rostro.
—Pero no tiene importancia, de todas formas —añadió—. Quizá sea yo quien esté equivocado. Ahora lo que quiero es que sir Henry me dé informes. Veamos, sir. Todo viajero, y no digamos uno que conoce este país tan bien como usted, sabría perfectamente la forma de ir a Washington. Entonces, ¿por qué no hizo sus experimentos de magia en la estación de Pensilvania en lugar de hacerlo en la Gran Central?
Inesperadamente sir Henry bajó su guardia.
—Muy bien, muy bien —dijo—. No es que yo no quisiera ir a Washington, pues preciso ir allá mañana. Sería una falta imperdonable si no fuese. Y dígame usted, apestosa comadreja, ¿soy yo alguna vez incorrecto?
—No; verdaderamente, nunca lo es.
—Bien —prosiguió sir Henry—. ¿Y no es en la Gran Central donde se toman los trenes para ir a un lugar llamado Maralarch?
Se hizo un prolongado silencio, roto apenas por el suave canto del rodar del automóvil.
—Entonces, ¿venía usted a visitarnos? —preguntó Jean. Una expresión casi de terror enrojeció su semblante—. ¿No le importa si yo le pregunto por qué viene usted a visitarnos?
—Pues porque recibí a bordo un radiograma de su papá. ¿Quiere usted leerlo?
Y rebuscando en el fondo de un bolsillo interior, sir Henry extrajo el radiograma, poniéndolo a la vista de Jean y Cy para que ambos pudieran leerlo. Las letras parecían saltarles encima. El texto decía:
VISÍTEME EN MARALARCH DEL CONDADO DE WESTCHESTER A SOLO VEINTIUNA MILLAS DE NUEVA YORK. LE MOSTRARE UN MILAGRO Y LO DESAFÍO DE ANTEMANO A QUE NO SERA CAPAZ DE DESCIFRARLO.
Sir Henry se guardó el radiograma, mientras Cy repetía en voz alta las significativas palabras:
—«Le mostraré un milagro y lo desafío de antemano a que lo descifre».
Después, Cy lanzó un silbido.
—Me preguntó… —dijo Cy—. No sé si usted lo ha oído ya, miss Manning…
Ella le corrigió:
—Jean, por favor…
—Muy bien, Jean. No sé si usted lo sabe ya, pero este sir Henry es el máximo detective técnico inglés, especializado en abrir habitaciones cerradas, resolver situaciones insolubles y crímenes indescifrables…
—¿Crímenes? —exclamó Jean súbitamente—. ¿Quién habló de crímenes?
—Lo siento; no quería decir eso. Solo pretendía hacer comparaciones.
—Pero ¿por qué dijo usted…? —Jean se detuvo. A pesar de ello, no podía dejar de personalizar—. ¿Sabe usted? Se parece usted mucho a Leslie Howard.
Cy cerró los ojos. Después murmuró:
—¡Oh mi Dios!
Jean resopló:
—¿Acaso he dicho alguna inconveniencia, señor Norton?
—No, en absoluto. Y no es que yo estuviese menospreciando a Leslie Howard. Todos sintieron, en Inglaterra, su muerte como una pérdida personal. Pero eso fue porque era un gran patriota y una buena persona… Son las malditas películas… ¿Es que nuestra expresión, nuestros pensamientos, nuestros valores han de estar gobernados por esa tontería barata que es el cine?
El rostro de Jean ardía bajo el áureo tostado de la piel.
—Pero es que una buena película que contenga verdadero arte…
—Jean —le replicó con gentileza Norton—, en general, las películas contienen aproximadamente tanta relación con el arte o la integridad como un folleto de caricaturas con un cuadro de Rembrandt. ¿Acaso sería usted capaz de tragarse un tipo de moralidades denominado política que le hubiera dado náuseas al propio Tartufo?
—Pero es que el cine tiene que atraer a todos los tipos de mentalidades.
—¡Ah! ¿Tiene que hacer eso?… —preguntó interesado Cy—. Vaya por Dios…
—Usted se expresa igual que mi padre… —dijo Jean.
—¿De veras? Entonces, Jean, eso es un gran elogio para mí, porque su padre es una de las mejores personas que he conocido en mi vida.
—¿Lo es verdaderamente? —preguntó Jean. El volante, en manos de Jean, tuvo una oscilación, y ella dijo—: Esto es terrible.
Estaban aproximándose al puente Henry Hudson, ya sobre el río Harlem. Por mutuo acuerdo, cuando Jean paró el gran auto amarillo, Norton pasó a su sitio y la sustituyó en el volante.
—Papá ha cambiado mucho —dijo Jean, poniéndose las manos sobre los ojos.
—¿En qué ha cambiado? —preguntó Cy.
—En primer lugar, anda con una terrible mujer… Repito: una mujer verdaderamente terrible, llamada Irene Stanley. Y ahora… Bien, yo no entiendo de negocios, pero dicen que papá ha estado desfalcando el dinero de la Fundación Manning, y que por eso puede ser enviado a presidio…
Sobre el río Harlem, el cielo estaba blanquiazul, con un suave toque oscuro en los bordes. Se respiraba aire de tormenta, aunque de momento distante, cuando cruzaron el puente.
—Papá habla de usted con el mayor entusiasmo, sir Henry —dijo Jean repentinamente—. ¿Cuál es la opinión de usted sobre el conjunto de la situación?
Cuando se hallaban al otro lado del puente, al mirar a sir Henry, se dieron cuenta de que la expresión de este había cambiado. Ya no era la del hombre estrepitoso que provocaba tumultos en el Subterráneo. Sir Henry era ahora el viejo maestro.
—Comprendo, mocita —dijo ser Henry, volviendo a echar un vistazo al radiograma—. Cuando recibí este mensaje esta mañana, creí que solo se trataba de una broma, quizá muy aguda y fascinadora, y pensé cómo Fred Manning podía imaginarse capaz de hacer un milagro.
—¿Qué es lo que, a fin de cuentas, quiere decir eso? —preguntó Jean.
—Todavía no lo sé. De todas formas, pensé que visitarlo a él sería como si visitase el Polo Grounds o a cualquier amigo mío en el Bronx. Pero no es así… No es así, mocita mía… Esto es una cosa seria…
Nuevamente se produjo un largo silencio.
—¿Qué opina usted sobre esto? —volvió a preguntar Jean—. ¿Cree usted que papá está realmente…, cómo diría yo…, que papá se ha convertido en un pícaro?…
—¡No! —exclamó sir Henry—. No lo creería, ni siquiera viéndole ante un tribunal…
—Yo estoy de acuerdo con usted —dijo Norton.
Los ojillos de sir Henry se pusieron a girar detrás de las grandes gafas.
—Y lo que es más aún, mocita mía: alguna cosa la ha sobresaltado a usted y la puso en ese estado de nervios. ¿Qué es ello?
Sabiendo que evidentemente se encontraba entre amigos, Jean contó lo ocurrido aquel día en la oficina de Manning entre este, ella y Davis; en aquella oficina tan tranquila, que ni siquiera el ruido del tráfico lograba perturbar su silencio. Algo en el relato de Jean logró llamar la atención de sir Henry y atraer en extremo su interés, aunque no lo comentó.
—¡Ah! ¡Robert Browning!… —murmuró sir Henry Merrivale.
Jean hizo un guiño significativo y dijo:
—Dos veces por semana, durante el curso en la Escuela, papá va hasta Albany a dar conferencias. Uno de los cursos que da es sobre Browning, y el otro sobre los novelistas de la época victoriana. Desde luego, papá está cien años atrasado, pero le gusta todo eso…
Sir Henry volvió a guardarse el radiograma y se pasó las manos por la calva cabeza.
—¿Cuánto tiempo hace que se entregó a esa extraña conducta?
—Desde el punto y hora que empezó a andar con esa mujer… —dijo Jean.
—Bien. ¿Y usted la conoce?
—Gracias a Dios, no… Pero yo he…
Jean se detuvo bruscamente, como si tragase la saliva con dificultad.
—Ya veo —dijo sir Henry, frotándose nuevamente la calva—. Fred Manning estaba en Inglaterra cuando le conocí. Yo sabía apenas que tenía familia, pero poca cosa más. ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde viven? ¿Cuál ha sido su pasado?
—Pero si no hay nada, prácticamente, que decir sobre eso… —dijo Jean.
—Cierto. Pero, a pesar de ello, diga usted lo que sepa.
—Pues bien: vivimos en esa finca llamada Maralarch. No es muy grande ni muy pretenciosa. Creo que papá está bien de intereses, pero que no es verdaderamente rico. En realidad, nunca me preocupé de eso…
—Entonces, mocita mía, si nunca se preocupó de eso es porque su papá es hombre acomodado. Prosiga.
Tratando de adivinar lo que habría de decir, Jean titubeó unos instantes. Después continuó:
—Hay mucho terreno alrededor de nuestra casa. Papá construyó para nosotros una piscina. Hay también bosques, y una cancha de tenis al extremo de la finca. Y finalmente, un cementerio abandonado, al que nadie puede tocar por no sé qué disposiciones legales…
Norton observó por el rabillo del ojo la pequeña nariz de Jean, su boca ancha y la curva dorada de sus cabellos.
—Mi hermana Crystal —dijo Jean— tiene veinticuatro años. Y ahora acaba de obtener su tercer divorcio. Es muy hermosa, no como yo, y extraordinariamente inteligente. También es muy dada a la sociedad, cosa que ninguno de los otros somos —Jean se echó a reír sin poder contenerse—. Sir Henry, estoy impaciente por ver la cara que pondrá Crystal cuando le conozca a usted.
Sir Henry no interpretó con exactitud lo que Jean quería decir.
—Bien…, ahora… —dijo sir Henry con una falsa modestia que no hubiera engañado ni a un niño —yo tengo una arrogancia natural, como usted ve, que cohíbe a las gentes hasta que empiezan a conocerme mejor. Prosiga.
—Bob es mi hermano, es el intermedio —dijo Jean—. Tiene veintidós años y es tremendamente buen mozo. Pero no es inteligente como Crystal. No se interesa apenas por nada, como no sea el base-ball y los automóviles. No sabe a qué dedicarse, ahora que se graduó y a en sus estudios. A veces, papá se pone, aunque en silencio, furioso contra él, al extremo de que me dan ganas de matarlo.
Sir Henry la miró con curiosidad.
—¿A cuál de ellos mataría usted? —le pregunto—. ¿A su hermano o al viejo?
—Quise decir a papá. Aunque no lo siento de veras…
—Ya comprendo. ¿Hay alguien más en esa casa?
—No. ¡Ah! Espere. Está también el viejo Stuffy; es uno de nuestros tres criados. En principio, está para cuidar de la casa, pero hace toda clase de trabajos, desde la limpieza hasta dar masaje a las rodillas de papá. Hace incontables años parece ser que fue un gran jugador de base-ball —en este punto, sir Henry tuvo un ligero sobresalto—, pero ya podrá usted interrogar a Bob sobre eso.
Jean hizo una pausa y seguidamente su voz pareció adquirir un tono histérico.
—¿Y qué más podría decirle a usted? —gritó—. Somos, simplemente, una familia corriente.
La mirada de sir Henry, capaz de ser tan desconcertante como el ojo del mal, estaba fija en Jean.
—Y ahora dígame: ¿qué tiene usted miedo que pueda ocurrir? —le preguntó.
—No lo sé; no lo comprendo…
—Sí lo comprende —dijo pacientemente sir Henry—. Después de la discusión en la oficina de su padre, ¿qué tiene usted temor que pueda suceder?
Jean alisó la falda sobre sus rodillas, miró a lo alto, como si implorase la ayuda del cielo, y después volvió a bajar la mirada. Norton sentía el roce del brazo desnudo de la muchacha. Esta reanudó las respuestas.
—Cuando Dave y yo fuimos a la oficina de papá esta tarde…
—¿Es Dave —interrumpió sir Henry— ese tipo llamado Huntington Davis? ¿El novio de usted?
—Sí. Es maravilloso. Se parece a…
Y como estaba a punto de compararlo también con algún artista cinematográfico, Jean echó una mirada a Cy Norton y le sonrió.
—Como quiera que sea… —continuó Jean—. Hablé con miss Engels, la secretaria de papá. Me dijo que papá había ido al Banco Token y que no regresaría al despacho hasta después del almuerzo. Cuando regresó, papá llevaba una voluminosa cartera de mano.
—¿Y qué?
Jean tragó saliva.
—Pues que… supongamos que se encuentra en apuros… Supongamos que se prepara para desaparecer con una gran cantidad de dinero, llevándose a esa terrible mujer con él…
—Pero en todo eso no veo por ninguna parte el milagro de que habla su radiograma… —interpuso Cy.
—¿Milagro?
—Él prometió mostrar a sir Henry un milagro y le desafía a que lo descifre. Nada tendría de milagroso el marcharse con una mujer. A menos —dijo pensativamente Cy— que proyecte convertirse en humo y esfumarse ante sus ojos…
—¡Cállese! —gritó Jean.
Cy le pidió perdón. No podía comprender qué es lo que había puesto en su imaginación semejante idea. Sin embargo, la tenía presente, vivida y como un fantasma que se hubiese fijado en el cristal del parabrisas del automóvil.
—Tómelo con calma, mocita mía —dijo sir Henry, tranquilizándola—. He visto en mi vida toda clase de cosas, pero nunca vi eso y tampoco espero verlo.
—Eso no me preocupa —replicó Jean—, porque es una tontería. Pero esta noche… —y se volvió hacia Norton—. Usted se quedará esta noche con nosotros, ¿verdad?
—¡Cielos! No. No puedo. No traje ropa ninguna conmigo.
—Tampoco las trae sir Henry —señaló la muchacha—. Papá tiene siempre gran cantidad de cepillos de dientes y máquinas de afeitar para los invitados.
Y Jean silenció las protestas de Norton con una mirada que este no pudo resistir.
—Porque, como ya les dije —continuó, nerviosa, Jean—, papá nos está congregando esta noche para anunciarnos algo que dice nos dejará atónitos. Y cuando él dice eso, estoy segura de que no está bromeando. Será tal cual lo pronostica…
—¡Oh! ¡Oh! —intervino sir Henry—. ¿Y cuándo va a producirse esa sorpresa?
—Esta noche —dijo Jean—, durante la cena.
Norton alzó los hombros. Hacia el Oeste, las nubes se iban ennegreciendo, cargándose de inminente tormenta.