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Todavía reinaba la oscuridad cuando el gran automóvil amarillo salió de Nueva York con Jean, que ahora dormía un sueño feliz en el asiento posterior. Bob se había quedado con su madre. Norton iba al volante, con Crystal en medio y sir Henry al otro extremo. Se habían detenido solo lo necesario para comprar un montón de diarios de primera hora de la mañana, y que llevaban en el asiento posterior. Las luces en las altas columnas del alumbrado brillaban a lo largo de la autopista del West Side, junto al río, que a esa hora despedía solamente un ligero perfume mañanero.
Probablemente entre todos no habían cambiado más de diez palabras. Pero el automóvil iba repleto de felicidad, porque tanto Manning como su mujer habían vuelto a la vida. Y aún había algo más.
En torno a los aros de las gafas de sir Henry Merrivale mariposeaba algo endiablado, indicador de que no se sentía cansado ni soñoliento. Aquella misma mirada, ya sin intención maligna, se dirigió al rostro de Norton. Crystal dormía con la cabeza apoyada en su hombro.
El motor del automóvil zumbaba.
Cuando doblaron la avenida Denford, entrando en la carretera de Elm, en Maralarch, el cielo parecía un inmenso fantasma gris. Las siluetas de los árboles iban adquiriendo cuerpo. Hacía más bien frío y se divisaba una ligera neblina estival; en ese paisaje matinal, el automóvil pareció bramar cuando Norton lo condujo rápido hasta un lado de la fachada de la casa.
Dos pares de ventanas estaban iluminadas; un par a la izquierda de la puerta principal y el otro a la derecha. Sir Henry miró en dirección a la biblioteca.
—Ahí está él, hijo mío —dijo sir Henry, refiriéndose a Manning.
—Sí, ¡ahí está! —replicó Norton—; quizá esté esposado.
En la amplia biblioteca, con ventanas a ambos extremos, se encontraba el fiscal general, Gilbert Byles, esperando.
Byles no revelaba señal alguna de cansancio ni desconcierto. Su cráneo arqueado, del cual el negro cabello iba desapareciendo; sus ojos oscuros, siempre alerta, y su mirada, un tanto indefinida; su rostro, que se ensanchaba en las mandíbulas, estrechándose después hasta hacerse puntiagudo, le daban, en conjunto, un aspecto de paciente Mefistófeles.
—Jean no puede tenerse en pie todavía —gritó Crystal desde la puerta de entrada—. La llevaré a acostarse y prepararé después café.
—Es una idea admirable, miss Manning —dijo Byles, inclinándose hacia ella levemente—. Hágalo, por favor.
Byles estaba recostado contra una estantería de viejos libros. Exactamente detrás del fiscal general, Norton divisó un tomo de La historia de la Inquisición española, la obra, en dos tomos, de Lea. El otro tomo estaba en las propias manos de aquel aspirante a inquisidor que parecía ser Byles, el cual hojeaba el volumen distraídamente.
—He estado buscando en este libro algunas sugerencias. Pero temo que no serán legales y que la Justicia no las acepte —dijo el fiscal.
Esta manera de proceder, teniendo en cuenta especialmente las gruesas venas en las sienes de Byles, no sorprendía a nadie Era una clase de individuo susceptible, en cualquier momento, de empezar a emitir gritos salvajes y a dar saltos por toda la estancia.
—En cuanto a usted, sir Henry…
—Hola, Gil —le dijo sir Henry con sorprendente gentileza.
—Siéntese usted —contestó Byles.
Mientras Norton dejaba los paquetes de periódicos en una butaca, sir Henry se sentó en otra, estiró las piernas, colocando los pies encima de la mesa, sacó el resto de un puro y después lanzó un cómico estornudo.
—Vamos a empezar —dijo Byles, señalando con un dedo el libro sobre la Inquisición española— por examinar la conducta de usted en el Subterráneo el lunes último.
—¿Y no sería mejor que empezáramos por cualquier otra cosa? —interpuso otra voz extraña.
Norton se sobresaltó ligeramente. No había visto, rondando por allí ni recostado sobre otra estantería de libros, al corpulento abogado Betterton, que aparecía en este momento medio sumergido en una butaca tapizada. La cara de Betterton ofrecía un aspecto sereno, con sus inevitables lentes y sin huellas de fatiga ni arrugas en el traje.
—Míster Betterton —dijo Byles, hinchándosele las venas de las sienes—, comenzaremos por donde yo diga. Y no me alegue que estamos en el condado de Westchester, fuera de mi jurisdicción, porque lo que voy a decir atañe a la ciudad de Nueva York.
—Como usted guste —replicó el abogado, encogiéndose de hombros.
—Usted destrozó el maldito Subterráneo —dijo acusadoramente Byles, dirigiéndose a sir Henry y señalándole la Inquisición española—. Eso es un delito muy serio. Hubo personas lesionadas…
—¿Quién resultó lesionado, hijo mío?
—El dinero fue robado de la cabina de cambios, lo cual es todavía más grave.
—¿Cuánto dinero, Gil?
—La cantidad, que fueron treinta y siete centavos, no significa diferencia alguna para los principios de la Ley. Su delito es tan grave…
—Bueno, escuche, Gil —interpuso con aire de fastidio sir Henry—. ¿Por qué han de andar ustedes exagerando las cosas y dándose más importancia de la que en realidad tienen? Mi lema es: «Que Dios nos proteja a todos». Si usted pretende armar mucho escándalo por veinte dólares, entonces yo pago siempre. Pero en este caso es diferente.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Cree usted?
—Puede usted llevarme a los tribunales si quiere —replicó sir Henry, contemplando su puro—. Pero tanto en su Ley como en la mía, Gil, eso es una infracción, pero no un delito.
—Entonces usted lo confiesa —dijo rápidamente Byles—. Lo que verdaderamente me hiere —añadió con aire profundamente dolorido— es la gran ingratitud demostrada por su conducta en público. ¿Sabe usted quién echó tierra a este escándalo? ¿Sabe usted quién devolvió su maleta inglesa? Se lo diré a usted. El Departamento de Policía.
Sir Henry miró inocentemente su puro.
Byles, lanzado ya por la pendiente de la elocuencia, se dirigió a Norton.
—Se sorprendería usted —dijo, imitando el estilo retórico de cualquier artículo de una revista barata— al descubrir cómo muchas cosas pequeñas llegan a la mesa del propio comisario de Policía. La maleta de este viejo réprobo fue abierta. Aparte de diversos artículos que había en ella modestamente marcados con la palabra YO, su nombre estaba escrito por todo el interior.
—Entonces, fue así como ustedes lo identificaron —dijo Norton, imperturbable, como si su rostro fuese de palo.
—Él es muy conocido. Él tiene un título nobiliario. Él… es mi amigo. Esa misma tarde en los periódicos, él alcanzaba considerable notoriedad al utilizar en unas declaraciones el adjetivo bastardo refiriéndose al ministro inglés de Vulgaridad.
—Pero precisamente eso es el tal ministro —dijo justificándose angelicalmente sir Henry.
—Por esas consideraciones —dijo Byles—, el comisario pensó que haríamos mejor olvidando todo el incidente y devolviéndole la maleta de una manera anónima.
—¿Qué hicieron para devolvérsela? —preguntó con afectada curiosidad Norton.
—Abandonarla tras la puerta de la cocina —replicó Byles— cuando en esta no había nadie. Yo ni siquiera sabía dónde se hospedaba sir Henry.
En el fondo de su corazón, Norton estaba pensando que la muchachada del Subterráneo había realizado una faena bonita y muy decente. Sir Henry pensaba exactamente lo mismo.
—Pues yo le estoy profundamente agradecido por todo eso, Gil. Ya sospechaba que todo se había producido así…
—¡Ah! Lo sospechaba usted, ¿eh?
—¡Oh! ¡Hijo mío! Esta mañana, junto a la piscina, cuando ese polizonte, O’Casey, sufrió un ataque de furor y pretendió que me llevasen ante el juez, usted lo ablandó igual que una madre. Cualquiera que no fuese un imbécil podía ver claramente que usted lo sabía todo. La voz de usted así lo revelaba.
La memoria de Norton realizó una maniobra de retroceso y descubrió que todo esto era la pura verdad. Pero sir Henry no estaba interesado en ese asunto.
—Me pregunto, Gil, si yo podría inquirir de usted una cuestión relativa a esa maleta.
—Pregunte usted —dijo Byles, amenazador.
—Cuando usted me devolvió la maleta, ¿acaso envió con ella un revólver de calibre treinta y ocho?
Byles cerró los ojos. Haciendo un indescriptible esfuerzo, dominó una autoexplosión de furor.
Ya más calmado, replicó:
—Pues no. Nunca hacemos eso, por regia general. Desde luego, cuando la maleta pertenece a una persona muy importante, entonces es posible que le enviemos con ella una matraca o una bomba de gases.
Pero, al fin, la explosión de Byles se produjo.
—¡Maldita sea! Pero ¿es que esperaba usted que le enviásemos también un revólver?
—Despacio, Gil, despacio. No vaya a perder la camisa con la excitación.
—Yo tengo la camisa bien puesta —contestó el fiscal general, al mismo tiempo que desabrochaba el chaleco lentamente y sacaba aproximadamente un cuarto de camisa para demostrar su afirmación—. Es que además tengo mi genio. Pero no lo tendré demasiado tiempo.
Seguidamente, puso el libro de la Inquisición a sir Henry delante de las narices.
—Usted está loco —le dijo.
A pesar de ello, sir Henry mantenía el aire de un perro arrepentido.
—Ciertamente, Gil —dijo sir Henry—. Pero ¿puedo hacerle otra pregunta más?
—No. Espere un momento. ¿Qué es ello?
—Si sus contadores —murmuró sir Henry— han acabado su tarea de examinar los libros de contabilidad de la Fundación Manning a eso de las once y media de anoche.
Byles, que estaba luchando afanosamente por volver a enfundar su camisa en los pantalones, le miró con crudeza.
—¿Y cómo sabe usted que terminaron?
—Pues es muy sencillo —contestó sir Henry paladeando su puro—. Si usted desafía a un yanqui a hacer algo en veinticuatro horas, no se conformará con eso. Se pone tan furioso que insiste en hacerlo en doce horas, solo para demostrárselo a usted. No sé por qué lo hacen, pero es así.
Byles iba a empezar a hablar, pero volvió a cerrar la boca.
—Cuando usted no me buscó anoche, a las once y media, y usted tenía el número de mi teléfono, que yo comuniqué a su despacho, ya adiviné que la revisión de la contabilidad había sido terminada. Las once y media eran precisamente el tiempo límite para nuestra apuesta. También adiviné el resultado de la investigación. ¿La ha acabado usted, Gil?
—Si.
—¿Es Manning un desfalcador? ¿Robó Manning los cien mil dólares? ¿Qué es lo que hay de irregular en sus libros de contabilidad?
Carraspeando para aclarar su voz, Betterton se irguió en su butaca tapizada y se dirigió hacia la mesa para actuar como abogado de Manning.
—Eso precisamente —dijo Betterton— es lo que temo que está desconcertando e inquietando al fiscal general: que en los libros de míster Manning no hay nada irregular ni anormal.
—¿No hay un solo centavo perdido?
—Ni un modesto centavo.
—¡Caramba! ¡Qué sorprendido me deja! —dijo sir Henry, respirando fuertemente de satisfacción y llevándose de nuevo el puro a la boca.
—De hecho —prosiguió Betterton, apoyando las manos sobre la mesa—, nunca la Fundación Manning ha estado en tan excelente situación económica como ahora. ¡Ah! Otra cosa, sir Henry y míster Norton: creo que ustedes oyeron una historia sobre un joven de Michigan y otro de West Virginia…
Norton asintió.
—Pues a ambos les fueron pagadas sendas becas. A uno en Poesía y a otro en Música. Se decía que Manning les había inducido a aceptar las becas…, pero sin paga, guardándose el dinero que les correspondía. Y esa calumnia fue lo que lanzó al fiscal general del distrito a entrar en acción. Exactamente —prosiguió Betterton—. Aquí tengo una copia de la carta enviada por míster Manning a míster Digby Purcell, tres días antes que aquel se esfumase. Míster Purcell es el joven de Michigan. Y una carta similar dirigida al otro joven está en los archivos.
Betterton entregó la copia a que aludía a sir Henry, y Norton la leyó por encima del hombro de este. El texto decía:
«Estimado míster Purcell:
»Me siento apenado al descubrir, después de mi carta del 10 de junio, que el descuido de un empleado me llevó a un desafortunado error. Tendré mucha satisfacción en aclarárselo a usted cuando nos veamos. Pero puedo asegurarle que la situación económica de nuestros fondos es y ha sido siempre satisfactoria. Para darle satisfacción a usted, tengo el gusto de enviarle adjunto un cheque por 2.500 dólares», etc.
—Gracias —dijo Betterton recogiendo nuevamente la carta y metiéndola en su bolsillo.
Ahora era cuando Byles resultaba verdaderamente peligroso. Había recuperado su actitud y su calma mefistofélicas.
—Usted sabía todo esto, ¿verdad? —dijo a Betterton.
—Yo sabía que la Fundación Manning marchaba bien.
—Y por eso usted no puso piedras en mi camino.
—Yo le pedí que no hiciese una investigación. Pero si usted insistía…
En la boca de Byles asomó una sonrisa.
—Es un complot bastante bien hecho —dijo mirando a sir Henry—. Y es más, usted participa en él.
—Despacio, hijo mío. Pare el carro. Todo lo que hice fue emplazarle a usted para que investigase sobre Manning, porque yo sabía perfectamente que no era un estafador.
—Pero usted, deliberadamente, me dio informaciones falsas. Me dijo que la amiga de Manning era una bailarina de cabaret.
—Yo no dije eso, Gil; fue Manning quien lo dijo. Crystal propagó ese informe.
—Usted, deliberadamente nos dio una dirección y un número de teléfono falsos. La Policía anduvo desorientada un día entero.
—¿Por la amiga de Manning?
—No de Manning, sino la amiga de usted, viejo vampiro.
—¡Oh hijo mío! Eso es muy sorprendente.
—Y otro pequeño cargo contra usted. No solo obstruyó usted la labor de la Policía en el cumplimiento de su deber, sino que usted ayudaba a un criminal a escapar de las garras de la Ley.
—¿Y qué crimen ha cometido Manning?
—Eso —replicó Byles con los ojos relampagueantes— es lo que vamos a determinar.
Retrocedió unos pasos hojeando las páginas de la Inquisición española.
—Yo le acuso —dijo como si estuviera ante un tribunal— de que todo este conflicto para detener a Manning fue tramado por él mismo. ¿Quién escribió esas cartas tan sospechosas sobre becas? Manning. ¿Quién envió a esos jóvenes las cartas anónimas que vinieron a mí, de rechazo? Manning. ¿Quién lanzó los rumores de que la Fundación estaba en quiebra? Manning. ¿Quién desafió, prácticamente, a la Policía a que lo detuviese? Manning. ¿Quién desapareció, haciéndonos pensar que las acusaciones eran verdad? Manning.
Y cada vez que repetía la palabra Manning, sir Henry asentía.
—¿Y todo por qué? —preguntó Byles—. ¿Por qué demonios lo hizo? Él no está loco. Tampoco puede desear que le señalen como un ladrón, incluso si los cargos no son ciertos. Hay un complot y usted y Betterton son cómplices. En todo caso yo les pregunto a ustedes: ¿por qué?
—Yo puedo explicárselo, Gil. Pero también tengo un porqué para usted. ¿Por qué está usted tan empeñado en envolver en las redes de la Justicia a alguien, sea quien sea? ¿Por qué?
Súbitamente, el fiscal general bajó su guardia.
—Muy bien —dijo—. Se lo diré inmediatamente. Estoy en un grave compromiso; quizá no debí lanzarme a esto porque detesto a Manning; quizá debí dejar a las autoridades de Westchester que corriesen con este caso. Pero yo me metí en él. Y lo propagué por doquier. Me lancé a las oficinas de Manning con el doble de los contables que necesitaba y no descubrí nada. Mañana, cuando tenga que presentar mi informe, habré hecho un estúpido de mí mismo. Por si fuera poco, el comisario de Policía se pondrá rabioso. A la Policía de Nueva York no le concierne este caso, pero cada lector idiota de la Prensa cree que sí. Suponen que poseen el misterio de la piscina y ven que fracasan. Y los desmentidos no sirven. Cuando hay lío entre el fiscal general del distrito y el comisario de Policía, entonces el problema va a la propia Municipalidad. En este caso, yo tendré que ser la víctima propiciatoria, el cordero a quien van a degollar.
Sir Henry lo observaba con curiosidad a través del humo de su puro.
—Entonces, lo que usted quiere es agarrar a alguien para arrojárselo a las fieras.
—No digo eso precisamente.
—Pues bien, hijo mío: puede usted arrojarme a mí. Yo no voy a defenderme, aunque podría hacerlo. Pero, dígame: ¿va usted a encerrarme a mí o a alguien más?
Byles titubeó. Extendiendo su brazo y apuntando con un dedo a un centímetro de la nariz de sir Henry, dijo:
—Yo podría…
Byles calló y bajó el brazo, poniéndose a pasear por la biblioteca en silencio.
—Bueno; que se vaya todo al diablo —dijo Byles, y parándose ante la chimenea arrojó en ella el tomo de la Inquisición española que llevaba en la mano, añadiendo—: No; no lo haré. Estaba solamente agriado. Olvidemos esto.
Después volvió junto a la mesa, se sentó y apoyó la cabeza en sus manos.
—Yo sabía, Gil —dijo sir Henry—, que usted iba a decirme eso. El problema es que todos ellos se lanzarán contra usted por cosas de las que usted no tiene culpa.
—Sí.
—¿El comisario de Policía está furioso?
—Ya se lo dije antes.
—Pues yo, honradamente, creo que debe usted echar un vistazo a estos periódicos de la mañana. No empiece a jurar y a maldecir. Póngalos aquí, sobre la mesa —dijo a Norton, el cual así lo hizo. Sir Henry continuó—: Léalos cuidadosamente. No diga una sola palabra y, por el amor de Esaú, no pierda la cabeza hasta que haya leído la última línea.
En torno a la casa empezaba a amanecer, y Norton se preguntó dónde andaría Crystal, que había anunciado que iba a preparar café.
Después comenzaron a salir ruidos extraños de la garganta del fiscal; Norton hubiera deseado tener una cámara fotográfica para recoger cada expresión. La última de estas se produjo cuando Byles se puso en pie con los ojos desorbitados.
—Tranquilícese usted, hijo mío —díjole suavemente sir Henry, el cual, bajando los pies de la mesa, abandonó el resto del puro en un cenicero.
—Sin que yo pueda decirlo en el estilo periodístico americano exacto, yo redactaría la información más o menos así: «La inocencia de Frederick Manning —dijo entonando— ha sido probada por el fiscal general Byles, el cual nunca creyó en el puñado de insinuaciones propagadas contra la honradez de aquel». «Yo se lo demostraré —declaró el fiscal general—. Y en la más vertiginosa operación jamás realizada por la oficina del fiscal general…».
Byles emitió un ruido semejante al de un fantasma que se lanzase a su trabajo. Norton, acercándose a sir Henry, le dijo:
—El misterio de la piscina.
—¡Ah! ¿Eso debe ir primero?
—Absolutamente.
—«El enigma de la piscina, descifrado» —entonó sir Henry—. «El agente de Nueva York, Aloysius J. O’Casey, que es un policía raso y un irlandés de los pies a la cabeza, ha descifrado el misterio de la piscina de Manning. Al hacer esto, triunfó abiertamente sobre el detective inglés, un viejo pescado en escabeche, llamado Merrivale, que fue batido y ha reconocido su derrota. Gran parte de los méritos en el triunfo de O’Casey deben, en justicia, reconocérsele al fiscal general Byles. El fiscal general llevó consigo a este agudo irlandés-americano cuando fue a inspeccionar la piscina. El experto ojo de O’Casey en seguida descubrió en el agua una pelota de polo acuático…».
Tal parecía como si sir Henry estuviese leyendo un periódico imaginario.
—«Como ustedes habrán visto al principio de este relato —dijo sir Henry—, se explica la forma en que Manning metió la cabeza en aquella pelota, esperó y después logró eclipsarse mientras todos los presentes se hallaban distraídos escuchando a sir Henry. Al eclipsarse, Manning resultó herido al tropezar con algo, porque, llevando la cabeza dentro de la pelota, no podía ver. Ahora está postrado en cama a causa de este accidente».
Byles, con incontenible alegría, lanzó al aire un ejemplar del Record.
—Pero ¡nada de esto es verdad! —exclamó inocentemente.
—¡Oh!, Gil —replicó sir Henry como si hablase a un niño—. Claro que no es verdad. Dígame, ¿cuál es el nombre del comisario de Policía?
—Finnegan.
—¿Y el del alcalde?
—O’Donnell.
—Muy bien —dijo sir Henry—; ya los estoy viendo castañeteando los dientes con esta historia.
—Pero y eso de la pelota de polo acuático… —dijo Byles, tragando saliva con dificultad.
—¿Qué tiene de malo?
—Pues…
—Que es absurdo, Gil. Yo mismo tuve mis dudas cuando lo oí, y medité mucho sobre ello. Todo consiste en poder meter la cabeza en esa pelota.
—De hecho —dijo Byles—, ya ha ocurrido antes. Y esto es legítimamente americano. ¿Acaso leyó un viejo libro titulado Las Tumbas de Nueva York, publicado en mil ochocientos setenta y cuatro?
—No, hijo mío. ¿Debo leerlo?
—Aquí está —dijo Byles, encaminándose a una estantería y cogiendo de ella un volumen encuadernado en verde—. En el viejo tiempo, parece que había un río o algo parecido detrás del presidio de las Tumbas, y de allí se escapó un preso con la cabeza metida en un pato de madera.
Norton golpeó con un puño sobre la mesa.
—Míster Byles —le dijo enfadado—, ¿dónde está su sentido del periodismo?
—Perdón; no le entiendo.
—Pues esto es muy aprovechable. Veamos. «Hace años, de las viejas Tumbas se escapó un preso con la cabeza metida en un pato de goma».
—Pero si era un pato de madera…
—Pero nosotros lo haremos de goma. Así suena mejor. «El policía O’Casey, que es un agudo estudiante de criminología, recuerda este caso ocurrido antes». Y así todo el mundo lo creerá.
—Míster Norton, ¿acaso es usted el autor de este memorable paquete de mentiras?
—Lo únicamente ocurrido es que me pareció entrever la trayectoria sobre la cual estaba sir Henry operando: que Manning era inocente y así quedaba probado. En cuanto a O’Casey…
—Dice aquí —interrumpió Byles, echando mano del Echo— que O’Casey abordó al aristócrata inglés cuando este estaba bebiendo una botella de dos litros de champaña en el Club Stork.
—La realidad —replicó Norton con la seriedad de las gentes de Nueva Inglaterra— es que lo que estaba tomando eran unos perros calientes en un mostrador en la Gran Central, y que O’Casey le expuso sus teorías delante de multitud de testigos. Después, sir Henry le estrechó la mano y proclamó que la mayor parte de los méritos en la solución de este caso correspondían a O’Casey. Este le preguntó si con sus teorías el misterio quedaba aclarado, pero el no con que le replicó sir Henry no fue oído en medio del tumulto. ¿Comprende usted? O’Casey creyó realmente que él había dado el gran campanazo. Yo me imagino que entonces el policía marchó vertiginosamente a su cuartel acompañado de algunos testigos. Es posible, incluso, que hasta fuese al Cuartel General de la Policía. Cuando yo telefoneé a los periódicos, antes de salir del estudio, comprobé que así lo había hecho.
El abogado Betterton, sonriendo ligeramente, dio una palmada en el hombro del desconcertado fiscal general.
—Estimo —dijo Betterton— que usted hará bien telefoneando y confirmando estas teorías lo más rápidamente posible, en especial lo que se refiere a que Manning tuvo un accidente.
—Pero yo no puedo hacer eso —replicó Byles.
—¿Y por qué no, hijo mío? —inquirió sir Henry.
—Porque no hay ni una sola palabra de verdad en todo esto. Además, no es ético y va contra la Ley.
—¡Oh!, Gil —dijo sir Henry—, ¿cómo, en nombre de esa Ley, va usted a esperar justicia si no da flexibilidad a la Ley?
—¿Es que ustedes hacen cosas como estas en Inglaterra? ¿Y no van ustedes nunca a parar a la cárcel?
—Ya he estado en la Corte Civil. Pero nunca fui condenado. Usted consérvese sereno y tranquilo, Gil.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Byles no apartaba los ojos de sir Henry, dirigiéndole una mirada saturada de tantas emociones que resulta indescriptible.
—Dos veces —exclamó Byles— dije que usted era un hijo de perra. Pero nunca llegué a comprobar como hoy que es usted un extraordinario hijo de perra —Byles se detuvo y después murmuró—: Gracias; me asocio a los mentirosos.
—Magnífico —exclamó Betterton.
—Pero lo que todavía no comprendo —dijo Byles con terquedad— es por qué Manning realizó ese truco. Por qué, prácticamente, confesó que había robado dinero si no lo había robado. Por qué se esfumó cuando no precisaba hacerlo.
—Eso es lo que yo le voy a explicar a usted —dijo sir Henry, que saco otro puro y miró después hacia el abogado Betterton, diciéndole—: Crystal lleva ya demasiado tiempo preparando ese café. ¿Quiere usted ir a echarle una mano y ayudarla?
—Claro que sí, sobre todo a una hora como esta… —dijo Betterton.
—Pues apresúrese, hijo mío.
—Usted lo ordena —asintió Betterton, saliendo con gran solemnidad.
Sir Henry se inclinó sobre la mesa, de cara a Byles.
—Manning hizo eso porque era la única forma en que podía realizar lo que quería hacer. Lo que él quería era desenmascarar a una persona nauseabunda, la cuál trató de matarle.
Los ojos de Byles revelaron inquietud y sospecha.
—Pero ¡es que no se puede achacar un intento de asesinato a cualquiera, así como así! —replicó Byles—. Ha hablado usted con el teniente Trowbridge, y si la víctima se niega a declarar, no hay nada que hacer.
—Bien lo sé. Todo tiene que limitarse a murmuraciones; estoy de acuerdo. Pero ¿no podríamos entre usted, Trowbridge y yo, de una manera extraoficial, dar una lección a esa persona, en tal forma que se sintiese hasta asqueada de sí misma?
—Pare usted un momento —dijo Byles, alarmado.
Pero en ese instante alguien tocó en el hombro de Norton. Era Emilia, la criada de los Manning, cuya cara revelaba una tremenda falta de sueño.
—Miss Crystal desea verle a usted —murmuró la criada.
—Lo siento, pero estoy muy ocupado.
—Miss Crystal dice que es muy urgente —añadió Emilia, cogiéndole de un hombro.
Si hubiese sido otra persona…, pero era Crystal…
Norton, lleno de curiosidad hasta el tuétano, se marchó con Emilia. Sir Henry continuó cara a cara con Byles tratando de convencerle.
—Pero ¿quién es ese presunto asesino? —preguntó Byles. Y alzando más la voz añadió—: ¿Cómo, en nombre de Satanás, Manning logró salir de esa piscina?
—Escuche —dijo sir Henry.