Capítulo Ocho
Lewis olvidó la idea de intentar seguir fingiendo.
Madeline estaba sentada frente a él a la mesa de la cocina, jugando con el entrecot y las patatas que le había hecho. Acababa de contarle los detalles de su visita al hospital y parecía exhausta. Y él había dejado de fingir que ya no quería ayudar.
Sabía muy bien cómo los actos de un padre impactaban en la vida de un hijo y lo modelaban. Si era lo bastante afortunado como para tener hijos, pensaba cerciorarse de que cualquier error fuera admitido y compensado, no enterrado hasta que los niños quedaran marcados para siempre por él.
—Un día duro, ¿eh?
Ella sonrió con tristeza.
—Más de uno.
Tampoco él había tenido un día bueno. La declaración que le había hecho al periodista había causado cierto revuelo entre el consejo administrativo. Por las llamadas recibidas, a nadie le molestaba que se acostara con la nueva directora de operaciones. Sin embargo, sí albergaban dudas acerca de un posible conflicto de intereses.
Con la ayuda de Kay, había pasado el día organizando una conferencia telefónica con todo el consejo para el día siguiente. La mayoría regresaba a su país de residencia. Sólo dos de los consejeros vivían en Nueva Zelanda y por la mañana iba a recogerlos en el aeropuerto. Había varios en Australia, y algunos tan lejos como París y los Estados Unidos, de modo que había que tomar en consideración sus zonas horarias. Al final había podido comprometerlos para el mediodía del día siguiente. Esperaba recibir una reprimenda severa por sus actos, pero no lo lamentaba. Madeline era inocente. Había conseguido el trabajo por mérito propio. Por lo que a él concernía, no existía ningún conflicto de intereses.
Al final ella apartó el plato, apoyó los codos en la mesa y juntó los dedos.
—Acerca de la declaración que hiciste…
No lamentaba haberse expuesto por ella. Si se mantenían en la misma onda, estaba seguro de que podría manejar a los consejeros.
—Espero que mitigue parte del bochorno que has sufrido con esto.
—Lo hace y te lo agradezco —guardó silencio un momento—. Pero no es verdad.
—No te obliga a nada en ningún sentido —se apresuró a aclarar Lewis—. No es más que un frente unido hasta que se acabe el alboroto.
Ella respiró hondo.
—Me obliga a perpetuar la mentira.
Lewis la imitó y juntó los dedos.
—Suena un poco mejor que lo que piensa todo el mundo, que bebimos demasiadas copas y decidimos echar uno rápido en un ascensor público.
Ella parpadeó.
—Como he dicho, te estoy agradecida. Lo que hiciste fue… amable. Pero estas cosas tienen la mala costumbre de salir a la luz. La gente va a querer conocer los detalles. Estamos cavando nuestra propia tumba.
«Pero estamos juntos en esto», pensó él.
—Bueno, creo que ahora se olvidará pronto. Cuando vayas a trabajar y la gente te vea en acción…
Ella se mordió el labio inferior.
—Quizá mi posición en la empresa podría quedar comprometida.
Lewis debería haber sabido que ella comprendía cómo funcionaba la mente corporativa. Se encogió de hombros.
—He organizado para mañana una conferencia telefónica con el consejo de administración, pero no te preocupes por eso. Creo que podré aplacar sus preocupaciones.
Ella enarcó las cejas.
—Tema de conflicto de intereses. Cuánto sabías sobre la adquisición y todo eso. Déjamelo a mí. No hay nada de qué preocuparse, mientras mantengamos el mismo guión.
—¿El mismo guión? —inquirió.
Lewis suspiró con paciencia.
—Si alguien pregunta, nos conocimos en el extranjero y yo te pedí que te trasladaras a Australia. Tú no sabías nada de la adquisición, ya que llevabas años fuera y no perdimos el poco tiempo del que disponíamos hablando de negocios.
Sus cejas subieron aún más.
—Mantuviste en secreto la noticia del trabajo en Premier y viniste para asistir a la conferencia y arreglar algunos temas personales. Diremos que representó una gran sorpresa para ambos vernos en la reunión del comité ejecutivo —sonrió irónicamente—. Al menos eso era verdad.
Madeline mantuvo su mirada.
—Suena como si necesitáramos un guionista para todo eso.
Eso lo irritó. Creía estar ayudando.
—Los periódicos me persiguen en pos de un comentario —indicó ella—. Son muchas mentiras las que hay que decir. ¿Y si piden fechas y lugares, dónde y cuándo nos conocimos?
—Sólo di «sin comentarios». No tardarán en aburrirse y yo me ocuparé del comité ejecutivo, por eso no te preocupes —afirmó confiado.
—No tendrías que hacerlo si lo hubieras hablado primero conmigo —indicó ella con serenidad.
Lewis se reclinó en la silla y juntó las manos detrás de la cabeza.
—Ahora estás muy ocupada.
—Es mi madre —apartó la vista de él—. No sé cuánto tiempo le queda.
—¿Qué dicen los médicos?
—No se trata de los médicos. Soy yo. Creo que ahora debería permanecer aquí para ella.
Lewis suspiró.
—Bueno, tómate un permiso. Un par de semanas, y luego, cuando parezca estable…
—Quiero compensárselo para que al menos no me tenga también a mí en su conciencia.
Recogió los cubiertos y comenzó a pasar los restos de su plato al de Lewis.
—Deja eso —espetó él—. Tómate un tiempo…
—Mis prioridades han cambiado —comenzó ella.
Él se preguntó por qué se tomaba tantas molestias.
—Usa la cabeza, Madeline. ¿Qué diablos harías aquí? Eres una mujer de negocios, no una chica de pueblo.
Recogió los dos platos y se puso de pie.
—Eso creía, pero… —dio la vuelta y fue hacia el fregadero.
—¿No crees que te estás dejando llevar por la emotividad en toda esta situación?
Soltó los platos de forma ruidosa.
—¡Es mi madre, por el amor de Dios! Tengo derecho a ser emotiva —se le tensaron los músculos de la espalda y se quedó ante el fregadero, sin mirarlo.
Lewis perdió la batalla con su paciencia.
—Hay residencias en Sydney. Le pediré a mi secretaria que te envíe información.
Madeline giró en redondo con los ojos encendidos.
—Éste es su hogar. Ha vivido aquí toda su vida.
Él pudo ver que algo había cambiado. Respiró hondo y decidió ser claro.
—Padece Alzheimer, Madeline. La mayor parte del tiempo no sabrá ni le importará dónde diablos esté.
Se sacudió como si la hubiera abofeteado. Sus ojos proyectaron la decepción que sentía y dejó de mirarlo, haciendo que se sintiera vacío. Se marchó al salón.
Diablos, no había tenido la intención de sonar tan duro.
Pero nadie lo había dejado plantado. La siguió y se detuvo al verla sentada en el sofá con la cabeza en las manos.
¿Su formidable directora de operaciones? ¿Su amante sexy y entregada? ¿Cuál era? De repente los límites se habían tornado borrosos y no supo quién era más importante para él. Lo único que sabía era que la quería en Sydney para averiguarlo.
Ella alzó la cabeza y lo vio observándola.
—Careces de corazón —afirmó.
Y Lewis supo que, si no le daba algo, algo de sí mismo, la perdería.
Se sentó junto a ella y vio que lo miraba con la misma decepción. Retorció las manos en el regazo.
—¿Qué te ha vuelto tan duro? —susurró ella.
—He tenido que serlo.
Jacques de Vries había sido su única razón de vivir durante los dos últimos años. Una vez extirpada esa espina contaminada de su costado, lo sensato era establecerse unos objetivos más y expurgar la venganza de la que había estado alimentándose.
O de lo contrario, con demasiado tiempo en las manos, corría el peligro de enamorarse de una rubia hermosa con ojos azul verano.
Jamás le había hablado a alguien de su infancia. No quiso analizar por qué se sentía impelido a contárselo en ese momento a Madeline. Quería tomarse tiempo con ella, y para eso, debía ir a Sydney, de modo que más le valía compensarle el dolor que acababa de causarle.
Ella aguardó con una ceja enarcada.
—Jacques de Vries mató a mi padre.
Se quedó boquiabierta.
—¿No es lo que esperabas? —preguntó Lewis con ligereza—. Descubrí esa maravillosa noticia hace un par de años, mientras identificaba el cuerpo de mi hermano, en cuya muer te Jacques también participó.
Madeline dobló las piernas bajo su cuerpo y se reclinó en el sofá sin dejar de mirarlo.
«Empieza por el principio», pensó él.
—A comienzos de los ochenta, mi padre y Jacques eran socios de negocios. Dirigían una empresa de transporte que llevaba ayuda por todo el continente africano. Nosotros, mis padres y yo, vivíamos a las afueras de Nairobi.
Era una vida fantástica para un niño. Kenia era tan colorido y la gente tan cálida. Sus padres no eran ricos, pero vivían con la suficiente holgura como para tener una casa amplia a las afueras de la ciudad, con un ama de llaves y una cocinera. Lewis asistía a la escuela en Nairobi y pasaba los demás minutos teniendo aventuras.
—Pero un día, cuando yo contaba siete años, la policía vino a buscar a mi padre para encerrarlo, acusado de robar los suministros de ayuda y venderlos en el mercado negro. Jacques se hallaba en Francia visitando a su esposa. Mi madre trató de obtener ayuda, algunas respuestas, pero no lo consiguió. Pasada una semana, me sacó de la escuela y me llevó de regreso a Australia. Me dejó en la casa de mis abuelos en Sydney y eso fue lo último que vi de ella en meses. Volvió a Kenia para ver qué podía hacer para sacarlo de la cárcel.
Fue la peor época de su vida. Sus abuelos eran personas severas que jamás habían aprobado a su padre. Creían que llevarse a una esposa joven y a un niño a África era de una irresponsabilidad extrema. Metieron a Lewis en la escuela y le prohibieron hablar de su padre. Él odiaba la casa mortalmente silenciosa, con el gran reloj de pared y todas las superficies brillantes.
—Cuando al fin mi madre regresó a casa, estaba embarazada y muy deprimida. No había conseguido que liberaran a mi padre y tuvo que confiar en que Jacques obraría algún milagro. Intentó prepararme para lo peor. Al ritmo en que la justicia se movía en África, podían pasar años hasta que volviéramos a verlo.
Todo el dinero de la familia estaba metido en la empresa. A pesar de lo mucho que su madre y él odiaban alojarse en casa de los hostiles abuelos, carecían de medios propios. Lewis jamás había dejado de insistirle en que se fueran, algo que en ese momento lamentaba, pero había detestado vivir en aquella casa. Su madre conocía, algo que entonces él no, las penurias que se podían pasar sola con un hijo y la inminente llegada de otro.
—Cuando Ed, mi hermano, tenía un par de años, mi madre solicitó ayuda a la seguridad social y nos trasladamos a un apartamento pequeño. Creo que por ese entonces mis abuelos se alegraron de deshacerse de nosotros.
Su madre jamás salió de la depresión y, en cuanto se alejaron de sus abuelos, comenzó a beber. Muchos días Lewis tenía que saltarse la escuela para cuidar del pequeño, porque su madre recorría la ciudad en busca de dinero para la bebida o se encontraba inconsciente en la cama. Pero debía ir con cuidado. Sus abuelos sospechaban algo y sabía que llamarían a las autoridades si tuvieran alguna duda de que no cuidaba adecuadamente de los niños.
—Mi padre murió de cólera, pero no nos enteramos en mucho tiempo. Aún seguía en la cárcel, pendiente de juicio, pero sin condena. Era como si todo el mundo se hubiera olvidado de él. El pobre Ed jamás lo conoció. Los años siguientes fueron duros en términos económicos. Mamá puso a Ed en cuidados infantiles y se dedicó a limpiar casas. Yo repartía periódicos, pero gran parte del dinero se gastaba en bebidas. Y Ed crecía salvaje —sonrió con cariño—. Fue un bala perdida desde el día en que nació, siempre queriendo lo que no podía tener. Cuando empezó a ir al colegio, simplemente les quitaba las cosas a los otros chicos si las quería. Mis nudillos estaban permanentemente magullados de mantener alejados de él a los matones de la escuela. Todo el mundo decía que parecía raro. Tenía la cabeza redonda… —le daba vergüenza contarle la verdad.
Los matones decían que Ed apestaba. Y era porque mojó la cama cada noche de su vida, y con trece o catorce años, Lewis carecía del sentido común para insistirle en que se duchara antes de ir al colegio.
—Supongo que Ed heredó la depresión de mamá —musitó, reacio a entrar en muchos detalles. Recordó un día en que había encontrado a su hermano borracho con una botella de whisky que su madre no había terminado la noche anterior. El pequeño apenas tenía siete u ocho años.
Cuando Lewis iba a la escuela, jamás sabía lo que se vería en casa al regresar. A veces había un hombre, tan ebrio como su madre. A menudo la encontraba boca abajo, con la cara metida en vómito propio. Ed y él la arrastrarían por el pasillo hasta el dormitorio, luego Lewis la limpiaría, le colocaría una almohada bajo la cabeza, la taparía y la dejaría durmiendo la mona en el suelo. En cuanto se hizo mayor, pudo meterla en la cama.
Alzó la vista y vio que lo observaba atentamente.
—Supongo que los cuidé. Nadie más iba a hacerlo. Dejé la escuela con dieciséis años y conseguí un trabajo en un almacén de una empresa de mensajería, pero estando todo el día fuera de casa, Ed apenas fue al colegio y mamá ya no se molestó en volver a trabajar. Pero las cosas mejoraron. Con algo de ayuda de mi jefe, con dieciocho años inicié mi propio negocio, una franquicia de mensajería. No dejamos de reinvertir y al poco tiempo el dinero empezó a entrar generosamente. Gané mi primer millón al cumplir los veintitrés años.
Sin importar lo bien que iban las cosas, su madre siguió siendo una alcohólica… sólo que una alcohólica mejor vestida y con una casa mejor.
—Pero Ed —añadió con pesar—, se me escapó de las manos. Abusó de las drogas durante toda su adolescencia.
Era imposible que pensara en abandonar la casa familiar… ¿quién habría cuidado de ellos? Eso frenó su vida amorosa durante la década de sus veinte años. Como jamás sabía qué encontraría en casa al llegar del trabajo, era imposible incorporar una novia a esa combinación.
Entonces las cosas mejoraron durante una temporada.
—Al cumplir los veinte años, de pronto Ed decidió que ya había tenido suficiente de drogas. Era un mago de la tecnología, de modo que le ofrecí todo el apoyo que pude. Al fin tuve mi propia casa al cumplir los treinta. Mamá seguía bebiendo, pero asistía a reuniones de Alcohólicos Anónimos y conoció a alguien allí. Siguen juntos, siguen bebiendo, pero se tienen el uno al otro y una casa agradable en la que emborracharse.
Madeline sonrió sin humor.
—Y entonces, hace un par de años, recibí una llamada de la policía, o de Interpol, diciendo que debía ir a Singapur para identificar el cuerpo de Ed. Fue una sobredosis. No podía creérmelo. Llevaba tres años limpio.
Sintió que el pie de ella le rozaba el muslo y con gesto distraído apoyó la mano en él y allí la dejó. No se iba a molestar en contarle ese horror. Que lo clasificaran como culpable por asociación y soportar inspecciones exhaustivas tanto en Singapur como cuando regresó a Australia. No iba a contarle el fracaso que sintió al estar ante el cuerpo pálido y sin vida de su hermano menor en una morgue lejos de casa.
Ella movió el pie bajo su mano y lo pegó contra su pierna.
—¿Por qué? —murmuró.
Él se encogió de hombros.
—En su momento no lo entendí. Tardé semanas en acabar con la burocracia, en llevar el cuerpo a casa y tratar con la policía de allí y de Australia.
—Tu pobre madre —se compadeció ella—. Pobre tú.
El dolor y la culpa lo habían consumido, pero había tenido que ser fuerte para su madre, que se entregó por completo a la bebida. En un punto, había pensado seriamente en meterla en un programa de rehabilitación o algo parecido.
—En el funeral apareció una mujer, Natasha, que dijo ser amiga de Ed. Yo… llegué a conocerla.
No estaba orgulloso consigo mismo por el modo en que se había comportado. Natasha era francesa, hermosa, salvaje. Después de la tensión de las últimas semanas, se entregó a una lujuria desbocada. Pasaron una semana en la cama antes de que él empezara a preguntarse si de verdad estaba loca o, peor, era drogadicta como Ed.
—Quería conocer a mi madre, de modo que un día la llevé a su casa, y de pronto se puso a gritarle, la atacó y la abofeteó y tuve que quitársela de encima. Me enteré de que Ed no era el hijo de mi padre. Era de Jacques. Se trataba de la hermanastra de Ed. Después de echar a Natasha, mi madre lo confesó todo. Jacques se mostró amable, había sido la única persona en Nairobi que intentó ayudarla a que las autoridades comprendieran que su marido no era un estafador. Pero no pasó nada. Día tras día iba a la prisión, suplicaba ante la autoridad necesaria. Jacques le dijo que el soborno era el único modo, así que también recurrió a eso. Los abogados no querían tocar el caso. No sucedió nada, todo el mundo no paró de decirle que fuera al día siguiente, que entonces tal vez pudiera pasar algo. Finalmente, supongo que mi madre se vino abajo —«y Jacques de Vries estuvo ahí para recoger las piezas», pensó amargamente—. Jacques la «consoló». Pero en cuanto le contó que estaba embarazada, la echó. No quería una relación con la esposa de su socio encarcelado. Regresó a Francia junto con su esposa y su hijo. Mi madre no dispuso de más opción que volver a casa. Él le dio unos miles de dólares, ni por asomo lo que le correspondía por el negocio; y ella se rindió, regresó a casa y trató de llevarlo como mejor pudo.
—No me extraña que estuviera deprimida —murmuró Madeline—. ¿Qué fue de Natasha?
—Regresaba a Singapur cuando la alcancé. Dijo que tenía pruebas de que era Jacques, no mi padre, el responsable de haber desfalcado millones destinados a la ayuda. No podía demostrarlo, pero sospechaba que había sobornado a la policía y a funcionarios de seguros. Pero sí tenía documentos que mostraban que había recibido una vasta cuantía del seguro cuando la empresa cerró. Regresó a Francia, se divorció de su esposa y estableció su corporación hotelera con las ganancias de la compañía de transporte, aparte de lo que supongo que obtuvo de sus tratos en el mercado negro. El idiota dejó un montón de papeles en la casa familiar, y de ahí los sacó Natasha.
—¿Puedes demostrarlo? ¿Limpiar el nombre de tu padre?
Lewis respiró hondo. Si hubiera manera de lograrlo en ese momento, sería un hombre feliz.
—Es complicado. Contraté a algunos investigadores privados. Los hallazgos que hicieron y algunos de los documentos que aportó Natasha, conseguirían establecer un caso bastante sólido contra Jacques. Pero algunos de los documentos tienen la firma de mi madre. Ella jura que no sabe nada del fraude, pero había firmado cosas bajo la supervisión de Jacques. Creía que se trataba de certificados de regalo que él le había dicho que ayudarían a liberar a mi padre. Desde luego, ella no se beneficio del pago del seguro o con el cierre de la empresa. Jacques le dijo que también él lo había perdido todo. No hay nada que quiera más que verlo entre rejas —soltó una risa breve—. De hecho, me gustaría más ver cómo se le salen los ojos de las órbitas por la presión de mis manos en su cuello. Pero no puedo estar absolutamente seguro —concluyó— de que las autoridades no actuaran contra mi madre. Madeline se acercó y no pudo contener un bostezo.
—De modo que te decidiste por apoderarte de su empresa.
Sus brazos se tensaron alrededor de ella.
—Mi empresa —gruñó—. Nacida de la destrucción de mi familia.
Permanecieron en silencio unos minutos y Lewis se preguntó si se habría quedado dormida. Él mismo se sentía cansado. De pronto ella emitió un suspiro sonoro y él apoyó el mentón en su cabeza.
Pero sigo sin entender por qué Ed hizo lo que hizo.
—¿Quién sabe? Natasha se puso en contacto con él por correo electrónico y le dijo que sabía quién era su padre verdadero y que se reuniera con ella en Singapur. Le dio el nombre de Jacques. Es lo único que sé con certeza. Creo que encaró a Jacques y las cosas fueron mal; eso lo dejó tan angustiado que recurrió a las drogas. Es mi punto de vista personal, pero podrían haber influido muchos factores. Jacques niega haberlo visto en persona aunque admite que Ed discutió con él por teléfono. Sea cual fuere la cadena de acontecimientos, algo llevó a Ed a tomar una dosis masiva de heroína. Una dosis que, con su experiencia, debía saber que lo mataría.
—Bueno, ¿qué dijo Jacques cuando le contaste que conocías su historia?
Sintió que un puño de odio le estrujaba el corazón. Pero estaba demasiado cansado.
—Se rió en mi cara y me deseó suerte para poder demostrarlo.
—¿Qué me dices del chantaje… —no pudo contener otro bostezo— no se lo puede convencer con las pruebas de que dispones?
—Señorita Holland —rió entre dientes—. Cómo funciona tu mente —había dedicado meses a evaluar sus opciones antes de decidirse por apoderarse de la empresa—. Jacques creía que era intocable, pero en su caída es capaz de arrastrar a todo el mundo, mi madre incluida. Mi manera requirió más tiempo, pero está bien. Yo gané.
Un leño crepitó en la chimenea, haciendo que se elevara un torrente de chispas. Lewis tenía las manos unidas alrededor de su cintura y en ese momento ella se las cubrió con las suyas y las acarició.
—¿Estoy perdonado por mostrarme tan desconsiderado antes acerca de tu madre? —murmuró sobre el fragante cabello.
Ella asintió.
—Estás perdonado —convino con sencillez.