Capítulo Cuatro
Daba la impresión de que cada vez que iba a la ciudad, alguien la reconocía y se detenía a charlar. Acababa de decidir que no conocía a la mujer que tenía delante en la cola del supermercado, pero entonces ésta se volvió y le sonrió. Resultó ser su profesora de Lengua del instituto.
La mujer le preguntó por su madre y luego sugirió que Madeline diera una charla a los estudiantes sobre los caminos universitarios que se podían abrir.
—Siempre es agradable ver que a alguien de los nuestros le ha ido bien.
Su corazón sintió júbilo. Era la segunda invitación que le hacían esa semana. La presidenta de la Asociación de Mujeres Empresarias de Queenstown la había llamado hacía unos días para pedirle que hablara de cómo triunfar en el mundo corporativo en la próxima reunión que fueran a celebrar. Tuvo la impresión de que detrás de aquello estaba la mano de Kay, pero no pudo evitar sentirse complacida.
Disfrutaba inmensamente dando conferencias de motivación y era lo bastante afortunada como para que se las solicitaran dos o tres veces al año.
—¿Qué piensas de tu nuevo jefe?
Sonrió. La pregunta del millón de dólares.
Era otra de las cosas que parecían obsesionar a la gente de la ciudad. Lewis había agitado un poco el oleaje con su charla de cambio e inspecciones súbitas de sus hoteles.
—Hasta ahora no he tratado mucho con él —le respondió a su antigua profesora—. No asumiré mi puesto hasta dentro de un par de semanas.
—La gente dice que en el fondo no tiene las mejores intenciones para la ciudad.
Kay había mencionado que las salas de descanso para el personal bullían de rumores. Acerca de la amenaza de cierres y del exceso de trabajadores. Parecía que todo el mundo conocía a alguien o tenía un familiar trabajando en alguno de los hoteles. Sería una pena que los habitantes de la ciudad sintieran la misma reserva hacia ella por quién era su jefe.
Se despidió y metía las bolsas de la compra en el coche cuando sonó su teléfono móvil.
Era su jefe en persona, pidiéndole que se reuniera con él en el nuevo Ice Bar. Decidió ir andando mientras gruñía para sus adentros que la conferencia había terminado y que no tenía derecho sobre un minuto más de su tiempo. Pero su paso se aceleró, igual que su corazón, ante la idea de volver a verlo.
Al llegar, un asistente le entregó una parka con capucha forrada de piel y guantes, le informó de que había un límite de tiempo de treinta minutos y un límite de bebida de tres cócteles, el primero de los cuales estaba incluido en la tarifa de entrada.
El bar la dejó sin aliento, y no sólo por la temperatura gélida. Entró en una caverna enorme donde todo estaba hecho de hielo. Las paredes, la barra, las mesas y los taburetes altos, incluso un sofá cubierto con pieles de animales. La iluminación la proporcionaban velas y una asombrosa araña de hielo. A las tres de la tarde ofrecía un sorprendente perfil bajo, pero como todo el mundo lucía una parka igual, tardó un minuto en localizar a Lewis. Estaba sentado en un rincón, contemplando la pared mientras tamborileaba con un bolígrafo sobre la superficie de hielo.
Frenó un momento antes de que él se percatara de su presencia. Bebió su cóctel a través de una pajita y se preguntó en qué estaría pensando él. Su preocupación principal era la reunión que Lewis había tenido con Kay, pero debajo del frío y del sabor limpio del vodka al calentarle el estómago, se agitó otra sensación. Quizá ésa fuera la última vez que lo viera hasta que se presentara en la oficina de Sydney.
Desde la noche que habían compartido, la había puesto furiosa, a prueba, y en los últimos días, había mostrado señales de que la respetaba. Pero quizá la noche que habían pasado juntos significaba poco para él. Una noche más. Una ejecutiva más en su cama.
Lewis alzó la vista y la vio; ella avanzó y guardó todos sus pensamientos en un rincón de la mente.
—Sólo tú celebrarías una reunión de negocios en un lugar a cinco grados bajo cero.
Él la miró.
—La conferencia se ha acabado. Estamos de vacaciones.
Decidió no recordarle que se suponía que ella debía haber estado de vacaciones desde comienzos de la semana anterior.
Se sentó en el taburete a su lado.
—¿Qué tal tu reunión con Kay?
—Ominosa —cruzó los brazos—. Pero no te he pedido que vinieras para hablar de negocios.
—¿No? —nerviosa de repente, se movió y estuvo a punto de volcar la copa que sostenía en la mano enguantada. Él la miraba con demasiada intensidad y calor en el entorno en el que se hallaban.
—Te deseo, Madeline —le manifestó con voz grave—. Esta noche. Una última noche.
Se quedó boquiabierta, y a través de una combinación de excitación y consternación, no trató de interpretar las palabras más allá del significado que sabía que él quería darle.
Lewis no dejó de mirarla, sin disculparse ni defender su ridícula proposición.
La sorpresa parecía haberla dejado muda. Lo único que logró manifestar fue un pragmático:
—Oh.
«¡Piensa, Madeline!». ¿Cómo se sentía? Excitada. Con miedo. Escandalizada. Y, no obstante, ¿no había soñado con ello todas las noches desde aquella noche perfecta?
Quedaba descartado. Era su jefe.
—No creo que sea una buena idea.
La mirada de él no vaciló.
—Créeme, es una buena idea.
—¿Por qué?
—Porque lo deseamos —respondió con sencillez—. Una última noche —prosiguió—, en el Alpine Fantasy Retreat.
«Recházalo de inmediato», le ordenó su parte realista. «Dile que no mantienes relaciones interdepartamentales, en especial con el jefe. Que lo que te propone es una locura, incluso inmoral».
¿Por qué no se había marchado ya?
Comprendió que porque también ella lo deseaba. Una noche, los dos solos, en aquel entorno mágico y completamente en secreto.
—¿He mencionado que me voy a primera hora de la mañana?
Esa última acotación le asestó un golpe a su resistencia. Dispondría de dos semanas enteras para pensar en cómo encarar la situación cuando volviera a verlo.
¿Cómo enfrentarse a sus compañeros si alguno llegaba a averiguarlo…?
—No creo que pueda hacerlo —soltó.
—La otra noche lo hiciste de maravilla.
—No sabía quién eras o jamás… Lewis, he trabajado duramente para llegar adonde estoy. Si esto se supiera alguna vez, no podría soportarlo. Necesito el respeto, es lo único que tengo.
—Tienes mi respeto y admiración —declaró él sin titubeos.
—Dime que se trata de una prueba a la que me sometes.
Él movió la cabeza.
—No te lo pido como tu jefe, sino como hombre. Y si dices que no, jamás te lo recriminaré, jamás volveré a mencionarlo. Aunque… —su boca se suavizó —no prometo no volver a intentarlo.
Ella suspiró y el vaho flotó entre ellos.
—¿Y si… y si después queremos más? —inquirió.
Él podía llegar a ser adictivo. ¡Y si se enamoraba! Nunca le habían roto el corazón y no era algo que quisiera probar.
—¿Quieres más? —preguntó él con cortesía.
Tuvo ganas de reír por el tono empleado por Lewis.
—No —respondió con igual cortesía.
—Yo tampoco.
Eso quedaba solucionado, aunque experimentó una ligera decepción porque ambos descartaran la idea de antemano, con tanta facilidad e inmediatez.
—¿Eres capaz de afirmar con sinceridad que no te sientes tentada?
Lo miró a los ojos. Por supuesto que se sentía tentada. Ahí radicaba todo el problema. ¿Quién no lo estaría? Sin ataduras, sin recriminaciones. Sin futuro.
—Una noche, Madeline. Una noche para desarrollar todas nuestras fantasías y aplacarlas para siempre.
El pensamiento desolador de no volver a tocarlo la desanimó. Anheló poder reflexionar en ello en algún lugar privado, lejos de sus ojos penetrantes.
Una noche ilícita con su fantasía más descabellada. Alzó la copa con las dos manos y bebió un sorbo para ganar tiempo. Si fuera un programa virtual con todas las elecciones del mundo, ¿cuál escogería? ¿Una noche… no, una semana con él en la villa en Grecia en la que había estado dos o tres veces?
Depositó la copa con cuidado sobre el mostrador, convencida de que no querría otra cosa que la que él le ofrecía: una noche de pasión con Lewis Goode, en una cabaña junto a la chimenea, con champán y una bañera grande.
—Antes insinuaste que era fuerte —manifestó, desesperada por darse un motivo para rechazarlo—. Si lo fuera, podría declinar esta… esta locura… sin pestañear. ¿No es una debilidad ceder a algo tan trivial como el deseo cuando sólo podrá interferir en nuestra relación laboral?
—Únicamente si nosotros lo permitimos —se adelantó ceñudo—. Y rechazo de pleno que lo que tuvimos la semana pasada fuera trivial. Fue demasiado intenso.
Casi tuvo ganas de disculparse bajo su mirada peligrosamente brillante. Estaba totalmente de acuerdo con él.
Quería lo que Lewis quería, con la salvedad de que era demasiado buena chica como para manifestarlo en voz alta, ante su cara.
Entonces, inadvertidamente, él le dio lo que buscaba. Se puso de pie y la miró con los ojos encendidos antes de tomarle una de las manos enguantadas.
—Estaré en el Alpine Fantasy Retreat desde las seis de la tarde. Si decides no ir, será un placer darte la bienvenida a las oficinas centrales en dos semanas —luego se inclinó y le dio un beso fugaz en la mejilla fría antes de abandonar el bar.
Fue el turno de ella de sentarse sola y clavar la vista en la pared de hielo. Tenía veintiocho años. Estaba soltera. Trabajaba duramente, se tomaba muy pocas vacaciones y vivía en habitaciones de hotel. ¿No se merecía una escapada de su realidad?
Y la realidad era que se sentía sola, inhibida y sin raíces. Carecía de amigos porque pasaba todo su tiempo en el trabajo y su éxito suponía que casi todas las personas que conocía la miraran como a la jefa.
Una noche, en absoluto tiempo suficiente para enamorarse. Secreta, tal como le gustaba. Tal vez doce horas de sexo ilícito.
Claro que se sentía tentada.
El texto le llegó cuando iba de camino al hotel. «Cabaña 3», ponía.
Sintió un hormigueo en el estómago. Había ido al despacho de Kay. Quería que su amiga le dijera: «¡No seas estúpida!». Pero había llegado el marido de aquélla con las adorables gemelas. Quizá eso había forzado la decisión. Dos preciosas niñas trepando por su elegante y eficaz amiga, transformada en una maravillosa madre, mientras las niñas provocaban el descontrol en el ordenado escritorio y en la ropa de Kay.
Ante semejante felicidad doméstica, esperó poder dar marcha atrás de la idea de horas de sexo ilícito, pero sucedió lo opuesto. Salió de allí convencida de que su cuerpo carecía de reloj biológico. Era ambiciosa y quería la vida que tenía Lewis como presidente de una compañía enorme. Como su madre, en su cuerpo no había ni un hueso maternal.
No pensaba tirar por la borda doce años de trabajo duro y estudios por sentirse conmovida al ver esos deditos regordetes y manchados en la cara y la ropa de su madre, en la expresión suave que aparecía en el rostro de Kay al mirar a esos pequeños tesoros.
Esa vida no era para ella. Entró en una lencería y gastó dinero, luego fue a su suite y se mimó con caras cremas y lociones para la ducha.
En ese momento se hallaba ante la puerta de la cabaña tratando de no pensar en las películas que había visto en las que la prostituta llega a una habitación de hotel y llama a la puerta. Respiró hondo, abrió y entró.
Como la última vez, unas velas de colores en pequeños recipientes titilaban en muchas superficies. Un fuego vivaz crepitaba en la chimenea y las pesadas cortinas de terciopelo se encontraban cerradas. Unas flores frescas sobre una mesa perfumaban el aire y la música sonaba suavemente desde un estéreo.
Dejó la bolsa con ropa en el suelo. No había ni rastro de Lewis. Se preguntó si ya estaría en la cama. ¿O dándose un baño?
Echó el cerrojo y luego fue al cuarto de baño al tiempo que él aparecía en la puerta.
Se detuvo, casi sin respirar. También Lewis se detuvo y se apoyó en el marco, tan relajado como ella tensa. La recorrió lentamente con la vista. Tenía el pelo algo húmedo y caído sobre la frente. El leve hoyuelo en su mandíbula cuadrada quedaba acentuado por haberse afeitado hacía apenas unos momentos. Como la última noche que pasaron juntos, llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta negra, sin zapatos o calcetines.
Esbozó una leve sonrisa.
—Mi primera fantasía cumplida —murmuró—. Has venido.
—¿Pensaste que no lo haría?
—No eres una cobarde —se apartó de la puerta—. ¿Me permites el abrigo?
Ella giró hacia el fuego y se desabotonó el largo abrigo de lana de color camello y se lo entregó.
—¿Champán?
Madeline asintió.
Lewis guardó su abrigo, sirvió dos copas altas de una botella en una cubitera al lado de la mesa y fue a situarse junto a ella delante del fuego. Hizo entrechocar la copa con la suya.
—¿Has traído una fantasía?
El sonido del cristal reverberó por su pecho. Se tomó su tiempo mirando alrededor de la habitación.
—Todo está aquí.
Contuvo el aliento cuando él le tomó la mano. Recordó las pequeñas cosas que había hecho aquella noche para que se sintiera atractiva, respetada, un poco más serena. Como en ese momento, al besarle la yema de los dedos.
—¿Querrías cenar en el restaurante esta noche?
Ella movió la cabeza. Si era necesario, podían recurrir al servicio de habitaciones, como la vez anterior. Tomada la decisión, no quería perder ni un minuto con otras personas, aparte de que permanecer en la habitación reducía las posibilidades de que alguien más los viera.
Él le apretó la mano.
—¿Nerviosa?
—Quizá un poco —inclinó la cabeza.
—¿Más que la última vez?
Asintió de nuevo. En ese momento era su jefe y tendría que volver a verlo, quizá de manera habitual.
Con una sola palabra o una insinuación maliciosa, podía potenciar o derribar su carrera. Pero al mirarlo a los ojos, asimiló la reafirmación que vio allí y su mundo se alineó en un eje de paz. Estaba bien haber ido.
—¿Cuál es tu fantasía? —preguntó con un hilo de voz.
La miró a los labios y desterró la distancia que los separaba.
—Tengo unas cuantas —susurró él, dándole un beso fugaz en la boca—. Pero todas empiezan de la misma manera.
Con la lengua trazó el borde de sus labios, instándola a abrirse a él mientras Madeline cerraba los ojos. Aparte de la boca y de las manos que le sostenía, no la tocó. Ella se concentró en el contacto sedoso de los labios, en la caricia hábil de la lengua, en el aliento que se derretía en su boca. Tan distinto de la embestida codiciosa del ascensor. Todo sensación, paciencia, pausa, tentándola y preparándola para algo más sustancial.
Un minuto más tarde, sin pensar; estiró la mano para dejar la copa en alguna parte con el fin de poder tocarlo. Lewis se echó para atrás, se la quitó de entre los dedos y depositó las dos sobre la repisa.
Madeline apoyó ambas manos sobre su torso, pero él le rodeó las muñecas y las mantuvo apartadas.
—No puedes tocar —le susurró, inclinando la cabeza de nuevo hacia ella.
—Pero quiero… —miró con ansia la ceñida camiseta que moldeaba esos músculos, los bíceps con la piel tensa y suave. Anhelaba tocar, sentir esa piel bronceada bajo sus dedos.
Lewis sonrió despacio.
—Mi primera fantasía tiene que ver con estar sentado ahí… —con el mentón indicó un sillón en las sombras —contigo aquí mismo, quitándote la ropa, una prenda por vez.
Madeline rió con voz trémula.
—¿En serio? ¿Eso es todo? ¿Un espectáculo para mirones?
—Oh, no es más que el comienzo —sus dientes centellearon en la penumbra.
Esperó mientras ella lo asimilaba al tiempo que le acariciaba la mejilla con el dedo pulgar. Madeline se lo capturó con la boca y remolineó la lengua alrededor de él antes de soltárselo. Vio que sus ojos se oscurecían por el placer.
—¿Me darás instrucciones?
—Desde luego.
La voz ronca le aflojó las rodillas. Luego Lewis fue a sentarse en la oscuridad y ella ya no pudo distinguirle las facciones, sólo los nudillos que reposaban sobre las piernas.
De sus labios estuvo a punto de salir una risa nerviosa. Se preguntó si podría hacerlo, si podría ser la mujer que creía que era. Si una semana atrás le hubieran dicho que conocería a un extraño sexy durante sus vacaciones y que pasaría la noche haciendo el amor con él, tal vez lo hubiera creído. Pero si alguien le hubiera revelado que iría por propia voluntad a una cabaña aislada con el propósito expreso de mantener sexo con su jefe, y que terminaría desnudándose para gratificarlo, habría reído hasta llorar.
Bebió un buen trago de Champán, satisfecha del gasto excesivo que había realizado en la lencería. La música elegida por él era lenta y seductora, y aunque no reconoció al grupo, le gustó el sonido. Se quedó un instante absorbiendo el ritmo. Se aconsejó tomarlo como una prueba. Pero al dejar la copa la mano todavía le temblaba. Luego giró hacia el desconocido sin rostro, se llevó los dedos a la blusa y desabrochó el primer botón perlado.