Capítulo Dos

La noche siguiente, Madeline dejó los cubiertos en el plato y miró alrededor del salón de baile del Premier Waterfront Hotel. El inspirado tema navideño de mediados de invierno de Kay deslumbraba, completo con un árbol enorme y suntuosamente decorado. Mesas grandes y circulares acomodaban a los quinientos delegados ante un estrado de altura intermedia. Era una obra maestra visual, con estrellas en el techo, una cornucopia de cambiantes temas navideños generada por ordenador que danzaban alrededor de las paredes.

Cada una de las mesas para diez comensales exhibía como centro un pequeño árbol de Navidad con pequeños regalos primorosamente envueltos ante cada plato. Madeline pensó que Kay se había superado a sí misma mientras observaba a su amiga en el escenario, dándoles la bienvenida a los invitados a medida que comenzaba la parte formal de la velada.

Había llegado gente de todo el mundo y supo que ella jamás habría sido capaz de organizar algo de esa magnitud.

—Está desperdiciada en los hoteles —le susurró a John, el orgulloso marido de Kay, sentado a su lado—. La organización de acontecimientos de alto nivel es su fuerte.

Miró hacia la mesa principal, donde se sentaba Lewis Goode con el consejo de administración, a la espera de que Kay lo presentara. Ya se habían iniciado los rumores de los planes que tenía el presidente nuevo para los hoteles de la ciudad. Madeline desconocía si ya había tomado una decisión acerca de los hoteles supuestamente no rentables de Queenstown, Esperó que respetara el puesto de Kay.

El tema de sus pensamientos subió al estrado y estrechó con calidez la mano de Kay.

—La mayoría de los eventos de este tamaño —comenzó— requiere un equipo de coordinadores de tamaño olímpico para lograr lo que Kay ha conseguido con su pequeño grupo del personal del hotel. Es prueba de la estima que se le tiene en esta comunidad que haya podido montar todo con semejante visión y estilo.

Radiante, Kay abandonó el estrado y ocupó su sitio junto a su marido y Madeline.

Por primera vez, Lewis Goode se hallaba ante la mayoría de los ejecutivos de su corporación multinacional.

Madeline lo observó cautivar a la multitud durante los siguientes veinte minutos, en que reinó un silencio absoluto en las mesas. A pesar de sus sentimientos encontrados, no pudo evitar admirar el porte de absoluta seguridad y el impresionante conocimiento del mundo empresarial que mostraba. Nadie que lo oyera podía dudar de que se trataba de un hombre con elevadas expectativas que sabía exactamente adónde iba. Instó a todo el mundo a trabajar con él para llevar a Premier otra vez a la vanguardia de la industria hotelera internacional.

—Durante demasiado tiempo —expuso—, esta empresa ha estado incapacitada por unas pocas personas en la cumbre que la exprimían en detrimento de todos los demás. En los últimos años, la expansión se ha estancado, se ha descuidado el mantenimiento y prescindido de contratar personal cualificado y entrenar adecuadamente a los que ya estaban con nosotros.

A juzgar por el aplauso que recibió, era evidente que los delegados internacionales coincidían con esa evaluación. Madeline se preguntó si la población local estaría tan entusiasmada con ese discurso de cambio.

Abandonó el estrado ante una ovación clamorosa. A su alrededor oyó las palabras susurradas de «magnetismo» y «carisma».

—¡Vaya! —Kay la miró con los ojos en blanco—. Lo seguiría al campo de batalla cuando lo pidiera.

A regañadientes, Madeline estuvo de acuerdo. ¿Cómo contarle a su amiga que ella había recibido el impacto de ese mismo carisma y magnetismo, pero de un modo mucho más personal? Su vergonzoso secreto era como un ancla de hierro en su pecho, que anhelaba compartir.

Pero Kay tenía más que suficiente con la carga de la conferencia y con la amenaza de Lewis de inspeccionar los hoteles bajo su jurisdicción en los próximos dos días.

—Hablando de sorpresas —continuó Kay, indicando el vestido de cóctel de su amiga.

Madeline se alisó el vestido negro de satén, estirando el bajo que se detenía justo por encima de las rodillas.

—Tú lo elegiste —gruñó, recordándole a Kay las compras que habían realizado el mes anterior cuando Kay fue a Sydney a ofrecerle apoyo moral ante su entrevista de trabajo.

—Relájate. Se te ve estupenda —le comentó Kay mientras ella se arreglaba el corpiño que potenciaba su modesto escote.

No tenía sentido arrepentirse de la compra. Sus pertenencias estaban de camino de su último destino en el Darling Harbour Premier Hotel en Sydney, su alojamiento hasta que encontrara un apartamento. No tenía nada más que resultara apropiado para una velada como ésa.

Kay se volvió a hablar con alguien de la mesa próxima y Madeline experimentó un hormigueo incómodo por la espalda, como si alguien la observara. Involuntariamente, miró hacia la mesa de Lewis. Los ojos de él la taladraron al tiempo que inclinaba la cabeza hacia uno de sus colegas y daba la impresión de escuchar con atención.

Apartó la vista con presteza y se preguntó cómo había podido cometer semejante disparate. Era una buena chica, que jamás había escapado de las inhibiciones que le había grabado su puritana madre. Su vida amorosa era una broma. Con el paso de los años, había trabajado como una condenada para estudiar y ganarse su impresionante serie de ascensos. Su profesionalidad mantenía a raya la tentación en la oficina, y como el trabajo era su vida, aparecían pocas oportunidades. Los encuentros sexuales eran raros, en las vacaciones, lejos del terreno familiar y de cualquiera a quien pudiera conocer. Dulces, breves y, por encima de todo, secretos.

Técnicamente, reconoció que había estado de vacaciones en el Alpine Fantasy Retreat, pero acostarse con un desconocido al que sólo conocía de unas horas era estúpido en extremo.

No se parecía en nada a la mujer que Lewis Goode creía que era.

Un grupo musical subió al estrado, las luces se atenuaron y la atmósfera cambió de negocios a placer. A su lado, Kay y John conversaban en voz baja. Con la copa de champán en los labios, Madeline miró alrededor, a los nuevos compañeros de trabajo a los que no conocía. Quizá pudiera escabullirse pronto. Ya había dormido poco hacía dos noches y los sueños que había tenido la noche anterior habían estado salpicados de imágenes ominosas.

—¿Aburrida, señorita Holland?

Lewis Goode ocupó la silla vacía que había junto a ella, y su presencia le avivó todos los nervios. Se concentró en dejar la copa con mano firme.

—En absoluto —miró a Kay de reojo, aún enfrascada en conversación con su marido—. De hecho, estaba a punto de marcharme.

Lewis frunció el ceño y miró su reloj.

—Antes del postre y sin ser aún las diez. ¿Quiere dar la impresión de que la nueva directora de operaciones se cansa tan pronto?

Alzó los hombros… hasta que recordó el escote del vestido.

—No tenía intención de quedarme mucho tiempo —se obligó a mirarlo a los ojos.

—Sería una pena llevar ese vestido a casa sin bailar al menos una canción en la pista —se puso de pie y extendió la mano.

Madeline cerró brevemente los ojos y deseó estar en cualquier otra parte del globo. Su simple presencia era recordatorio suficiente de la falta de criterio que había exhibido.

Pasar un segundo en los brazos de su jefe con todo el mundo mirando representaría una tortura.

Pero Lewis permaneció allí con sonrisa relajada, sabiendo que no era la clase de mujer que montaría una escena.

Con un suspiro, se puso de pie y enlazó el brazo con el suyo, soslayando la mano. Caminaron con andar rígido hacia la pista de baile.

Cuando la giró hacia él y le pasó una mano por la cintura, logró absorber las palpitaciones que le provocó el contacto.

—¿Por qué haces esto? —musitó, centrándose en un punto encima del hombro de Lewis.

Él ladeó la cabeza y Madeline recibió una deliciosa oleada de fragancia masculina, familiar pero prohibida.

—¿Bailar con mi directora de operaciones? —preguntó con tono ligero—. Somos nuevos aquí. Lo mejor es que permanezcamos juntos.

A pesar de que lo intentó, no logró captar ninguna inflexión sarcástica.

—Tienes toda una reputación en esta pequeña ciudad —prosiguió él, con los labios a meros centímetros de su oreja.

A ella se le hundió el corazón. De modo que ya se había enterado de su deshonra juvenil, el motivo por el que se había marchado. Quizá por eso se le había insinuado en el hotel… por considerarla una mujer de costumbres relajadas sobre la que tenía una posición de poder o tal vez había oído hablar de las excentricidades de su madre, apodada la Mujer de la Biblia, que solía condenar en las esquinas la malignidad del alcohol y el sexo, por lo que ella había recibido más de una burla y escarnio.

—Allí por donde voy —murmuró Lewis—, la gente habla de lo lejos que ha llegado la pequeña señorita Holland.

En la boca de él continuó el fantasma de una sonrisa.

Madeline se había mantenido lejos durante años, preguntándose si alguna vez sería aceptada. Conseguir el trabajo con base en Sydney, Australia, parecía la mejor opción. Podría mantener la distancia, pero estar lo bastante cerca como para correr a casa si la salud de su madre se deterioraba.

Lewis se echó un poco atrás con el fin de mirarla a la cara.

—Estás un poco tensa esta noche. Charlemos un poco de cosas intrascendentes. ¿Has visto alguna película buena últimamente?

¡No era justo! La maliciosa referencia a su primer encuentro en el cine privado del Alpine Fantasy Retreat le provocó un rencor que la impulsó a apretar los labios para no replicar.

Su vana esperanza de que tal vez se sintiera abochornado por la sórdida aventura que habían tenido quedó desterrada. Era evidente que Lewis Goode no creía en la caballerosidad. Y que tampoco compartía su punto de vista de que guiarse por algo tan primario como la lujuria los rebajaba a ambos, no sólo a ella.

—¿Sabías quién era cuando me sedujiste en el hotel? —soltó mientras la conducía por la pista.

Los ojos de Lewis se avivaron.

—¿Que yo te seduje? Mmmm. Pensaba que había sido una decisión mutua.

—¿Lo sabías? —persistió con un susurro intenso.

Él inclinó la cabeza.

—Había leído las fichas de los ejecutivos. Fuiste una espía encantadora.

—¿Qué quieres decir con eso de espía?

En los ojos de él apareció un destello acerado.

—Vamos, señorita Holland. Jacques te envió al hotel para que me vigilaras.

Sin saber cómo, Madeline logró seguir bailando, aunque con rigidez. Bajo ningún concepto quería que sus compañeros pensaran que había algo más que una relación de trabajo entre ellos. Pero el descubrimiento de que sólo la creía la prostituta de Jacques de Vries representó un duro latigazo.

—Para tu información, jamás he visto al señor de Vries. El hotel fue un regalo de bienvenida de Kay. Si no me crees, puedes preguntárselo —se apartó levemente. Le resultaba abominable que la considerara capaz de acostarse con él porque se lo hubiera pedido su jefe. Bajó la vista e intentó tragarse la furia y calmar la respiración.

Lewis le apretó los dedos y luego le rozó el muslo con el suyo, poniéndole la mente en blanco con una veloz descarga de energía sexual que pareció fluir entre ambos. «Ahora no», pensó consternada. «No cuando necesito toda mi lucidez».

La acercó más.

—Baila —susurró.

De algún modo, Madeline logró que sus pies se movieran, pero no pudo hacer nada con el rubor que le quemó las mejillas.

Lewis respiró hondo.

—Debes valorar la coincidencia —le dijo con la boca próxima a su oído—. Nadie sabía que yo estaba en la ciudad, pensaba mantener un perfil bajo hasta la conferencia, y ahí apareciste tú.

—Mi llave… —murmuró con calor, pero ¿de qué serviría? Él sabía que se había dejado la llave en el asiento del cine y que eso había llevado a su encuentro.

Mientras intentaba mantener la compostura, él bajó la cabeza y la miró a los ojos durante unos momentos. Luego se enderezó con un suspiro.

—De acuerdo, en beneficio de forjar una amigable relación laboral con mi mano derecha, te concederé el beneficio de la duda —se encogió de hombros con gesto indiferente—. Considéralo olvidado.

—¿Olvidado? —¡ojalá pudiera!—. ¿Olvidar que me tenías en desventaja conociendo mi identidad al tiempo que no revelabas la tuya?

Volvió a apretarle la cintura con el brazo, acercándola. Madeline sintió que los músculos de los muslos de Lewis se movían.

—Nada de nombres, ¿lo has olvidado? —sonrió tenso—. Creo que fue tu idea.

Madeline parpadeó. Tenía razón. Con el cerebro obnubilado por la atracción sexual, le había sugerido que se dejaran llevar por el hechizo mágico que proyectaba el lugar y que no divulgaran quiénes eran ni aportaran detalles personales. La única pregunta directa que le había hecho era si vivía en Queenstown. Resultaba evidente que era australiano y él le había respondido que se encontraba allí por negocios.

Eso fue todo lo que había querido saber. No le había interesado qué hacía él, quiénes eran sus seres queridos, qué consecuencias podía provocar una unión instigada únicamente por la lujuria. A los pocos minutos de conocerlo, había sabido que acabarían el día en la enorme cama con dosel. Habían paseado, charlado, cenado y bebido vino. Habían pasado cinco horas hasta que la besó por primera vez. Poco después, se había ahogado en la pasión.

Sonaba barato, pero ni por un minuto había sido así. No en su momento.

—¿Vas… vas a contarlo?

Él enarcó las cejas.

—Debes reconocer que me brinda cierta ventaja, y no me vendría mal una aliada.

Madeline palideció e intentó apartar la mano, pero Lewis se la sujetó con fuerza, indicando a los otros bailarines con un movimiento del mentón.

—Si los rumores ociosos te causan angustia, te sugiero que dejes de hacer una escena y hagas entender que este baile es una excusa para que dos colegas de trabajo se conozcan un poco mejor.

Odió el hecho de que tuviera razón. «Respira», se ordenó. «Fluye».

—Eso está mejor —murmuró Lewis, sin mirarla.

Se obligó a relajar el cuerpo y siguió la dirección en que él los condujo. Era un buen bailarín, pero ya sabía eso de la otra noche. El recuerdo de aquella melodía lenta, unido al calor de la mano de él en su cintura, del contacto de los muslos, le provocó un hormigueo y la quemó.

¿Cómo iba a poder trabajar alguna vez con ese hombre cuando sólo mirarlo y sentir el contacto leve de su mano le recordaba lo que habían hecho? Abrumada por su magnetismo, se odió por desearlo de esa manera.

—Esto no va a funcionar —murmuró, sin importarle que la oyera o no.

Lewis sonrió con gesto lóbrego.

—Eres mejor que eso, Madeline. No has llegado hasta donde estás por ser cobarde.

Quizá no, pero nunca antes había sentido una atracción de esa magnitud.

—Además —prosiguió él, bajando la cabeza de modo que con la boca le rozó la oreja—, creo que poseo el suficiente autocontrol como para mantener las manos quietas en la oficina. Y si no puedo, entonces tendremos que modificar la descripción de tu trabajo.

«¡Canalla!».

Supo que, si no se defendía en ese instante, no tendría esperanza alguna de hacer carrera en esa empresa. Y era lo que quería, por encima de cualquier cosa.

—Mi posición está confirmada, señor Goode. Tú mismo lo dijiste.

—Si no recuerdo mal, puedes ser bastante flexible en lo referente a la posición.

Algo en ella murió. No había respeto ahí. Jamás lo habría. Dio un paso atrás, soltándose la mano. ¿A quién le importaba lo que pensaran sus compañeros?

—Esto no va a funcionar. Tendrás mi carta de dimisión mañana a primera hora.

Giró en redondo y se alejó lo más rápido que le permitieron sus tacones de diez centímetros, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para recoger su bolso de la mesa y dedicarle un gesto de asentimiento a una sorprendida Kay.

Salió de la sala, pero ver a Kay le hizo pensar en lo que estaba abandonando. ¿Qué había hecho? Su trabajo de ensueño, el premio por el que tanto se había esforzado. ¿Cómo podía ser tan estúpida, tan carente de carácter, para dejar que la indujera a dimitir?

La sorprendió que pudiera ser tan cruel. También habían hablado aquella noche en el hotel, no había sido sólo sexo. ¿Cómo pudo haber escuchado cuáles eran sus esperanzas y sueños y hacerle el amor con tanta intensidad, y en ese momento tratarla como a un juguete?

Sus tacones sonaron en el suelo de mármol del vestíbulo del hotel mientras se dirigía hacia los ascensores. Agarraba con fuerza su bolso de noche como si fuera el cuello de él. Pero la verdad es que su ira y su humillación iban dirigidas contra sí misma. ¿Qué hombre rechazaría a una mujer dispuesta para una aventura sin ataduras? E incluso en ese momento, cegada por la consternación y la decepción, aún lo deseaba, y quería que él la deseara.

Las puertas del ascensor se abrieron y entró, ansiosa por estar sola. Pero de pronto Lewis estuvo allí, sus hombros anchos ocupando todo el espacio. Mareándola con la sorpresa y la excitación.

—Oh, no, no lo harás —indicó—. No me dejarás plantado. Y que ni se te ocurra dimitir. No lo toleraré.

Aturdida por su audacia, sólo pudo mirarlo y no amilanarse ante la tormenta que veía en sus ojos.

—La gente de esta ciudad sufrirá, tu amiga Kay sufrirá, si cometes la estupidez de dimitir.

Ella se quedó boquiabierta.

—¿Qué? ¿Cómo?

Él habló con voz sombría.

—¿Crees que me importan unos hoteles de mala muerte en el fin del mundo? ¡Cerraré estos tres hoteles así! —chasqueó los dedos bajo su nariz.

A su espalda, las puertas se cerraron. Como ninguno había apretado un botón, no se movieron.

—No lo harías —apenas pudo reconocer su propia voz.

—Ahí es donde te equivocas —espetó—. El nombre de Premier en esta ciudad es de risa. Nos iría mejor recortando pérdidas.

Madeline supo que tenía que despejar su cabeza, evaluar la situación, pensar. De lo contrario, su amiga sí tendría algo de qué preocuparse. Pero la proximidad de él en ese espacio cerrado le desbocaba el corazón y la llenaba de excitación.

—¿Qué quieres? —susurró.

—¿Qué quiero? —su voz se suavizó de manera considerable.

La luz en sus ojos adquirió una tonalidad mucho más peligrosa que las amenazas de cerrar los hoteles. Porque ya la había visto justo antes de que la besara por primera vez.

Como si quisiera recalcarlo, alzó la mano para rozarle la mejilla, diciéndole lo que ella misma acababa de reconocerse a sí misma.

—Eso ya lo has tenido —murmuró con voz ronca, rezando para poder resistir.

—¿De verdad pensaste que una noche iba a bastar? —se humedeció los labios mientras miraba su boca con expresión hambrienta.

—Me despreciaste al pensar que era la prostituta de Jacques —manifestó, aferrándose a su autocontrol, al último vestigio de su ira—. ¿Ahora quieres que sea tu prostituta exclusiva?

—Extraño, ¿verdad? —avanzó un paso—. No dejo de pensar en irme, pero entonces te veo, me acerco lo suficiente como para tocarte y olerte…

Un fatalismo ominoso le indicó que no podría ni querría resistir. No cuando lo tenía tan cerca, quitándole el aire, la capacidad de pensar y de razonar. Era como si estuviera a sus órdenes.

Entonces el ascensor se sacudió y la empujó hacia él. Su nariz terminó casi en el centro del torso de Lewis. Una excitación efervescente estalló en su pecho y alzó las manos involuntariamente para apartarlo, pero terminó por encontrar esas manos fuertes cuyos dedos se entrelazaron con los suyos.

—Y pienso —continuó él con suavidad—, sólo un contacto más, un beso más…

Tenía los labios a milímetros de los suyos. La palpitación de su cuello se disparó. Sintió la vista y el cerebro nublados mientras la cara de él descendía, pero fue lo bastante consciente como para saber que alzaba el mentón para salirle al encuentro. Y separaba los labios levemente para recibirlo, igual que la otra noche.

Y cuando se tocaron, resultó tan estimulante como recordaba, tal vez más por el absoluto tabú que representaba. Su jefe, un lugar público…

Lewis le tomó los labios con fuerza y ardor. Ella cerró los ojos y lo acercó tirando de sus dedos.

Le devoró la boca y le traspasó el calor del cuerpo. Madeline le devolvió el beso, absorbiendo todo, aceptando el peligro. El calor de él estalló por su interior, mezclándose con el vino, el deseo, la necesidad primigenia. Atrapada en una lujuria atolondrada, sólo anhelaba estar entre esos brazos.

Su lengua fue erótica y embriagadora. Se pegó a él, soltándose las manos para poder tocarlo, acariciarle la espalda y los hombros poderosos hasta llegar a la piel desnuda del cuello.

Lewis plantó una mano en la pared detrás de la cabeza de Madeline y se apoyó contra ella, pegando los cuerpos. Luego, con la mano libre le soltó el cabello recogido, haciendo que sintiera el pelo sobre los hombros antes de que él se lo agarrara y con gentileza le echara la cabeza atrás con el fin de exponer su garganta. Entonces bajó la boca, quemándole la piel mientras le recorría el cuello y continuaba hasta el inicio de la unión de sus pechos, donde se detuvo y respiró hondo durante un momento.

Bajó las manos con firmeza por su espalda hasta posarlas sobre su trasero. Extendió los dedos y los clavó con fuerza en los glúteos, dejándola débil al tiempo que la pegaba con fuerza contra él. Con ojos encendidos, volvió a capturarle la boca y las lenguas jugaron y las caderas se encontraron.

Igual que el primer día, Madeline fue plenamente a su encuentro.

El ascensor se detuvo.