Capítulo Siete
Lewis voló hacia la residencia y encontró a Madeline, de pie en la entrada, hablando con una pareja de policías. Desde la distancia tenía la cara pálida. Kay se hallaba a su lado, retorciendo las manos enguantadas. Todos los ojos se posaron en él al abrirse paso entre el gentío e ir hacia ellos.
La preocupación en los ojos de Madeline lo atravesó, pero en vista de los acontecimientos del día, consideró mejor no tomarla en brazos.
—Hace dos horas la vieron cenando en su habitación —le informó Kay—. Ya no estaba allí cuando fueron a recoger la bandeja.
—Han comprobado su ropa —aportó Madeline con voz que contenía el llanto—. Sólo llevaba puesto el camisón y unas zapatillas.
En el suelo se veían restos de la nieve de la noche anterior.
—¿Se le ocurre algún lugar al que haya podido ir? —preguntó un policía—. ¿A ver a una amiga? ¿Un lugar que para ella sea especial?
Madeline se mordió el labio y movió la cabeza con tristeza.
—La granja —un hombre mayor, con un impermeable con capucha oscura y guantes gruesos avanzó un paso—. Quizá trate de ir a casa —palmeó el brazo de Madeline—. Hola, cariño. No te veía desde que eras pequeña…
Madeline estudió su cara.
—Lo siento, yo…
—No puedes recordarme. Soy Brian Cornelius. Amigo de tu madre de toda la vida.
Una mujer con uniforme blanco asintió.
—Brian visita a Adele a menudo.
El señor Cornelius bajó la cabeza.
—Bueno, visito a todo el mundo. Así paso el tiempo del domingo desde que murió mi esposa.
—¿Qué le hace pensar que iría a la granja? —susurró Madeline.
El anciano pareció abochornado de ser el centro de atención.
—Echaba de menos a su hija y a su marido —tosió con timidez—. No todo el tiempo, claro.
—Tal vez deberías volver a la granja —le dijo Lewis a Madeline.
—No —movió la cabeza—, siento… siento que debería estar aquí.
Aunque nadie lo había mencionado, todo el mundo se preguntaba hasta dónde llegaría la anciana en dos horas bajo ese gélido aire nocturno y apenas vestida.
—Iré yo —dijo el señor Cornelius.
—¿Sí? —Madeline le tomó la mano—. Muchas gracias. La llave está bajo el felpudo, entre y caliéntese. Si hay alguna noticia lo llamaré al teléfono de la casa.
Todo el mundo se dividió y se desplegó por la ciudad. Al parecer, Adele Holland había vivido allí toda la vida y disfrutado de una razonable salud física hasta los últimos días. Lewis sintió un aguijonazo de culpa al haber monopolizado todo el tiempo de Madeline en la última semana, cuando era evidente que su madre no se encontraba bien.
Pareció que toda la ciudad se volcó con la búsqueda y el quieto aire nocturno resonó con el nombre de Adele Holland. Pero a medida que pasaban las horas, las esperanzas de Madeline fueron declinando.
En repetidas ocasiones le preguntó si no preferiría ir a la granja y esperar en casa, pero le respondió que se volvería loca sin nada que hacer.
Se mordió el labio inferior.
—Lewis, no puedo quitármelo de la cabeza. ¿Y si… y si nos vio en la televisión?
Él mismo se lo había preguntado. Le tomó las manos y se las apretó.
—Tiene Alzheimer —respondió con firmeza—. Cualquier cosa podría haber detonado su confusión.
Ella no pareció convencida. Lewis experimentó la honda necesidad de consolarla. No le importó quién los viera o que fueran las estrellas de las páginas de sociedad. Comenzó a atraerla hacia él, pero alguien se acercó y Madeline apartó las manos, dejándolo allí de pie con los brazos extendidos y sintiéndose tonto.
Bajó los brazos y comprendió que ella odiaría que la vieran aceptando confort a la vista de todos, en especial del hombre que le había mostrado cómo ser humana.
Buscaron durante tres horas con cero grados y completa oscuridad antes de que se oyera un grito y la noticia se diseminara como un incendio. Adele Holland se encontraba a salvo. La habían encontrado en uno de los helados caminos comarcales que salían de la ciudad. Su viejo amigo había tenido razón; iba en dirección a casa. De no haber sido por las muchas personas dedicadas a buscar cada calle, cada parte y cada metro del paseo marítimo, las consecuencias habrían sido demasiado terribles.
Corrieron al hospital y descubrieron que se hallaba ilesa pero con hipotermia y una posible infección de pecho. Kay y Lewis se quedaron mientras Madeline se sentaba junto a su madre en el departamento de urgencias, pero la anciana no la reconoció ni mencionó su aventura y no tardó en dormirse.
Era la una de la mañana cuando Lewis llevó a Madeline de vuelta a la granja. El caballero amigo de su madre se había marchado después de que lo llamaran para informarle de que la búsqueda había concluido, pero había encendido la estufa de la cocina.
Madeline permaneció en el centro de la habitación, tan cansada y emocional como jamás había creído sentirse.
—¿Tienes algo para comer? —preguntó Lewis, abriendo algunos armarios.
Ella se encogió de hombros, luego lo miró con expresión culpable. Él parecía tan cansado como se sentía ella, sólo que mejor vestido. Probablemente tampoco había comido, ya que le había estropeado los planes para la cena.
La orden que le había dado esa tarde la había enfurecido. Había asistido a talleres, bailes, incluso había permitido que la colgaran de un risco. Que le insinuara que el futuro de los hoteles seguía dependiendo de ella si no hacía lo que quería había sido la gota que había colmado el vaso.
Mientras había estado allí ensimismada, Lewis había abandonado la cocina. En ese momento volvió, la tomó de la mano y la llevó al salón. Había encendido la chimenea y la empujó sobre el sofá.
—Prepararé algo para comer.
Aliviada de estar a solas unos minutos, clavó la vista en el fuego, agradecida por el apoyo recibido esa noche por sus viejos amigos y vecinos. A pesar de todo, parecía que su madre era querida en la comunidad.
Por primera vez se cuestionó si hacía bien en irse. Esa noche ninguna persona había mencionado el escándalo, pero muchas habían dicho lo orgullosas que se sentían por todo lo que había logrado y le habían preguntado cuándo iría para quedarse definitivamente.
La reserva que mostraban hacia Lewis era evidente, pero nadie lo cuestionó, ya fuera por el asunto del ascensor o por las intenciones que tenía respecto de los hoteles.
Demasiado cansada para pensar con claridad, se preguntó cuáles serían las ramificaciones legales de cancelar el precontrato firmado por la granja. Quizá llamara al agente al día siguiente. Bostezó y se reclinó en el sofá, sintiendo el calor del fuego en la cara.
Lewis se presentó con una bandeja con tostadas con mantequilla y algo más que no alcanzó a ver.
—Sólo es sopa —dejó la bandeja con un par de cucharas—. Pero te hará entrar en calor.
Lo observó regresar a la cocina, conmovida por los mimos que le dedicaba. Se dijo que a veces podía ser agradable. Ciertamente, esa noche había sido una roca de apoyo. Anhelaba conocerlo. ¿Habría estado alguna vez casado, enamorado? ¿Por qué trabajaba tanto y qué le brindaba placer?
Se acurrucó en el sofá y supo muy bien qué le daba placer. ¿Habría sentido alguna vez él lo mismo? Nadie la había hecho sentir a ella jamás de esa manera. ¿No sería agradable si hubiera tocado en ese hombre algo a lo que nadie hubiera tenido acceso?
Lo siguiente que supo fue que estaba en brazos de Lewis y que la llevaba a un sitio frío. Le rodeó el cuello con los brazos, contenta de que estuviera presente para ofrecerle calor.
La llevó por el pasillo y, adormilada, ella le indicó el camino. El dormitorio estaba frío. Las cajas que contenían todo lo que había querido y dejado se alineaban contra una pared. El fue hacia la cama individual y apartó las colchas. Madeline metió la nariz en la piel de su cuello e inhaló, extrañamente avergonzada de que se hallara en el dormitorio que había ocupado en la infancia, en absoluto parecido al lujo al que debía de estar acostumbrado.
Él le dio un beso fugaz en la mejilla mientras la depositaba en la cama. Con sorpresa borrosa, Madeline pensó que con anterioridad nunca había unido la ternura a Lewis.
Se sentó en el borde de la cama junto a ella.
—Alza los brazos.
Obedeció y él le quitó el jersey, dejándola con la camiseta de manga larga. Volvió a tumbarse sobre el colchón y él giró para quitarle las botas.
—Podría llegar a gustarme este lado tuyo más amable —murmuró, sin darse cuenta hasta muy tarde de que había hablado en voz alta.
Lewis sonrió y dejó las botas en el suelo.
—He tenido mucha práctica.
Madeline frunció el ceño.
—¿Práctica?
La cubrió hasta el mentón.
—Mi madre era alcohólica —repuso—. La tuve que acostar cientos de veces.
¡Vaya! Un detalle personal. No era muy aficionado a revelarlos. Aunque ella tampoco. Pero sólo se quedó con la palabra «madre» y la embargó la tristeza.
—Lewis, no creo que pueda dejar a mi madre —murmuró, arrebujándose bajo las mantas y cerrando los ojos.
Él tardó tanto en contestarle que sus pensamientos vagaron al sueño que había tenido en que se inclinaba y le besaba la mejilla. La añoranza de que hiciera eso mismo entró unos instantes en su mente.
—Creo que te encuentras demasiado cansada y emocional para tomar alguna decisión ahora —musitó—. Duerme un poco.
«Por mí, perfecto», pensó con un suspiro, «si no vas a besarme».
—¿Puedes decirme dónde puedo encontrar algunas mantas? Me echaré en el sofá.
Madeline movió vagamente la cabeza.
—En la habitación contigua —farfulló—. Cajas. Estaba dormida cuando él salió.
Durmió nueve horas.
Al llegar al salón encontró unas mantas perfectamente dobladas en el sofá, las cortinas abiertas y ni rastro de Lewis o del coche ante la casa.
Al llamar al hospital le informaron de que su madre se hallaba cómoda y en el pabellón, y que querían tenerla un día más para vigilar su infección de pecho.
Aliviada, desenrolló el periódico que Lewis debió de dejar allí. De algún modo, el escándalo había pasado a un segundo plano debido a los acontecimientos del día anterior.
¡Lewis y nuestra Madeline son pareja!, ponía el titular. Su lado pragmático suspiró al considerar que un rumor pasaba por noticia en el único diario serio de la ciudad.
Respiró hondo y leyó el artículo.
El señor Lewis Goode, de Pacific Star Airlines y nuevo presidente ejecutivo del Grupo Hoteles Premier, ha roto su silencio acerca del asunto del beso en el ascensor que publicó ayer este periódico.
—Madeline Holland y yo tenemos una relación desde hace un tiempo —afirma.
Le había solicitado a la alta ejecutiva que se trasladara a Australia para estar más cerca de él. Niega haber tenido noticia de que ella solicitara y consiguiera el puesto de directora de operaciones de Premier en el momento en que la semana pasada concluyera la adquisición de la enorme empresa. Anoche fue imposible contactar con la señorita Holland para conocer su opinión.
La población local quedará aliviada al saber que el señor Goode insinuó que la señorita Holland en persona lo había convencido de reconsiderar sus planes para cerrar los tres hoteles Premier de la ciudad.
Se llevó el periódico y la taza de café al escalón del porche para releerlo al sol.
¿Qué lo había impulsado a hacer algo así? ¿Sentiría Lewis algo por ella? Las posibilidades bulleron en su cerebro. ¿Quería una relación? Lo más probable fuera que sintiera pena por ella por lo sucedido con su madre… no, tenía que haber hecho esa declaración antes para que apareciera en la edición de la mañana.
Se sintió conmovida. Lo había dicho porque quería hacer que se sintiera mejor. Sabía lo avergonzada que se encontraba por la cinta grotesca que había saltado a las noticias. Debía reconocer que desde luego lo conseguía y que tal vez apaciguara a su madre.
Su alegría duró tres minutos. El hecho era que no había hechos. Era una gran mentira y eso la incomodaba. Las mentiras debían sustentarse. Pero tenían la costumbre de salir a la superficie. El periódico, si no ése, otro, seguiría tratando de contactar con ella. Le harían preguntas para las que no tenía respuestas, como dónde se habían conocido o cuándo. ¿Qué diablos podía decir que tuviera un halo de verdad?
Sonó el teléfono y, para su sorpresa, era la presidenta de la Asociación de Mujeres Empresarias, confirmando la invitación para que hablara ante ellas al día siguiente. Sintiéndose mejor que lo que había estado el último día y medio, llamó al agente inmobiliario para hablar sobre la situación del contrato que había firmado.
—En este momento ha pasado a manos de los abogados.
—Digamos que, hipotéticamente, cambio de parecer acerca de vender. ¿Cómo saldría eso?
Le indicó que en ese momento el único que podía cancelar el trato era el comprador.
—Habría multas sustanciales si reniega de un acuerdo de compra ya firmado —expuso con un deje de irritación.
—Sólo era una pregunta —dijo, y colgó, ceñuda. Aún no había tomado una decisión final acerca de su futuro, pero era agradable disponer de opciones. ¿Podía considerar la idea de quedarse en Queenstown y no vivir en la granja?
Contempló el lago y las montañas.
No lo creyó.
Entonces, tendría que pagar las multas. Podía permitírselo, siempre y cuando tomara esa decisión.
Su madre estaba saludablemente estridente esa tarde.
—Gracias a Dios que has venido —dijo cuando Madeline entró en el pabellón—. Tienes que llevarme a casa.
Madeline ya había hablado con la enfermera de guardia. Su madre tenía fiebre y les preocupaba la tos que padecía. Era alérgica a los antibióticos fuertes, otra cosa que había desconocido.
Le tomó una mano y se sentó junto a la cama.
—Mamá, tienes que dejar de dar problemas. Sufres una infección de pecho. Necesitan tenerte aquí un poco más y mantenerte cobijada.
Por una vez, su madre pareció confortada por su presencia. Hablaron de la granja y de los perros que habían tenido. Madeline pensó que se la veía muy mayor. Suponía que lo era, pero por primera vez parecía frágil. Y ésa era la última palabra que habría empleado para describir a su madre.
—Madeline —dijo la anciana de pronto, con voz perfectamente serena y lúcida… algo raro en esos días—. He de contarte algo muy importante.
Madeline se temió lo peor, y si conocía a su madre, la reprimenda la oirían todos.
Se equivocaba. De hecho, descubrió que había estado equivocada toda la vida.
Su madre había tenido una relación amorosa que había durado varios años, pero el día que la rompió, dándose cuenta de que quería a su marido y a su hija demasiado para continuar, fue el día en que murió el padre de Madeline.
Todo el mundo había pensado que después del fallecimiento de John Holland el dolor había cambiado a su madre y la había convertido en la fanática que era. Pero era mucho más que eso.
—¿No lo ves? —exclamó su madre—. Jamás obtuve su perdón. Por eso he sido tan horrible y te he apartado todos estos años. Fui la mayor pecadora en el reino de Dios y por eso castigué a todos los demás, principalmente a ti.
Se sintió aturdida por esa revelación. ¿Cuándo iba a detenerse esa montaña rusa emocional? Intentó tranquilizar a su pobre madre, dominada por la culpa y la vergüenza, que no paraba de disculparse por haberla alejado todo ese tiempo.
Cuando finalmente se fue del hospital horas más tarde, no pudo desterrar la ominosa sensación de que les quedaba poco tiempo para perdonarse la una a la otra. ¿Acaso Madeline no tenía culpa también por permitirle librarse de proyectar la culpa sobre ella? Simplemente, había aceptado que así eran las cosas y había abandonado a su madre, cuando tal vez un poco de amor y comprensión habrían podido forjar una relación más íntima y Adele habría podido perdonarse a sí misma.
Al entrar en el camino de la granja vio las luces encendidas y humo saliendo de la chimenea. Y la decisión quedó hecha.
Se encontraba en casa.