CAPITULO ONCE

POLICIAS Y LADRONES: ¡SU R-ll PUEDE VOLAR!

Había llegado a mi casa de Aravaca en torno a las 10.30 de la noche. En la redacción de El Mundo me había tocado vivir otra jornada presidida por las pesquisas en tomo al escándalo Ibercorp: la intervención del banco de De la Concha/Soto por parte del Banco de España, una vez fracasada la operación de venta al millonario Várez; la persecución, tan ardua como infructuosa, del financiero, para que explicara las claves de su retirada, y las llamadas a algunos amigos ginebrinos que me estaban ayudando en el rastreo suizo de Schaff, habían consumido muchas horas en la garita de Sánchez Pacheco 61.

A la hora de abandonar la faena diaria, empezaba a notar un cierto agotamiento producto de las muchas jornadas dedicadas por entero a Ibercorp, veintiún días desde que saliera el primer «entremés», y ello sin tomar en consideración los meses de seguimiento previo, tan silencioso como frustrante, del caso. Comenzaba a sentirme saturado de Ibercorp, pero lo peor de aquella sensación era ser consciente de que el asunto quizá no hubiera hecho más que empezar, y que los mayores misterios en torno al caso podrían estar por llegar.

Como de costumbre en los últimos tiempos, llegaba a casa a dormir. Casa fría, solitaria, recordando con frecuencia el viejo blues según el cual a house is not a home. Encendí la calefacción, me quité el mono de trabajo, y me enfundé el pijama. Ni siquiera subí al estudio. Aquella noche estaba decidido a leer un rato, y a apagar pronto la luz. Había que darle lo menos posible al «coco». Cuando uno siente ciertas inquietudes llamando a las puertas del alma que no puede atender a corto plazo, lo mejor es abandonarse al trabajo y al sueño, y mañana será otro día.

Estaba a punto de acostarme cuando sonó el teléfono. Eran las once de la noche, y al otro lado sonaba una voz desconocida, metálica, joven, con prisas y algún titubeo. No era un sonido curtido, seguro.

—¿Es usted Jesús Cacho?

—Sí, lo soy.

—Pues escuche atentamente lo que le voy a decir, porque no se lo pienso volver a repetir. Y entonces tuve la intuición, rápida, como un flash, de que aquello era una amenaza, sí, en efecto, tuve miedo, como un relámpago, era una amenaza, la voz del otro lado estaba ya enfrascada en una serie de considerandos sobre mi vida, demostraba conocerla al dedillo, parecía estar leyendo un papel, una nota redactada por alguien, yo no tenía categoría para meterme con los señores de Ibercorp, que eran unos señores, y yo un don nadie, así que me recomendaba que dejara de perseguirles, porque mi R-ll podía saltar por los aires, de repente me dieron ganas de colgar, hice ademán de colgar, despreciarle, y aparté el auricular de mi oído, estaba a punto de hacerlo cuando en el último instante me dije, todo en un suspiro, Jesús, no seas tonto, entérate por lo menos de lo que dicen, lo que piensan de ti, lo que quieren hacerte, tú sabes lo que vale la información en nuestros días, y volví rápido a colocarme el auricular en la oreja, me había perdido alguna frase, me pareció que había vuelto sobre mi coche, la tenía tomada con mi R-ll, ahora yo sólo sentía curiosidad, no sería la primera vez que un coche salta por los aires, y ya palabras mayores, irreproducibles, o que a sus hijas les (...), y de su mujer (...), así que váyase una temporada a Palencia, el loro parlante leía con nervios, sin fluidez, a veces daba la impresión de que se atrancaba, no parecía ser persona culta, seguramente un «pringao», márchese usted de Madrid inmediatamente si quiere conservar el pellejo, deje usted en paz a estos señores, usted no tiene categoría, algún recordatorio para mi compañero García-Abadillo, citándole por su apellido, no puedo recordar exactamente qué, pero no éramos nadie para meternos con esos señores, no señor...

No recuerdo nada más. Seguramente dijo más cosas, ¿un minuto?, quizá dos, ¿medio folio? No puedo recordar si entre sus protegidos, además de los señores de Ibercorp, citó al gobernador del Banco de España, no pude grabar la conversación, tampoco hubiera tenido con qué hacerlo, y no me fue posible solicitar el menor detalle aclaratorio, porque el mafioso colgó sin darme un segundo de respiro, sin poder improvisar una réplica, siquiera un insulto, tampoco me había dado tiempo a prepararla, abstraído como estaba, alucinado con la primera amenaza de muerte por teléfono que recibía en mi vida.

¿Qué hacer? La pregunta se me planteó al instante, imperiosa, atronadora, me puse a dar cortos paseos por mi habitación, de nuevo el miedo, solo en casa, casi me abalancé a cerrar el pestillo de la puerta, ¡qué hacer!, ¡qué hacer!, el cerebro tomado por cien caballos desbocados, salir, marcharme, pero ¿adonde?, llamar a los amigos, eso, a la familia no, sería preocuparles, traté de serenarme y analizar lo acontecido, centrarme en lo que acababa de oír, ponderarlo, ¿era tan serio como para salir corriendo?, fui recobrando la calma, la voz al otro lado del hilo no había conseguido inspirarme temor, no era una voz seria, segura. Era un mensaje leído por un «mandao», no tenía sentido pensar que aquella noche fueran a intentar algo contra mí y en mi propia casa. Decidí llamar a un amigo. Se alarmó, pero no acepté que viniera a acompañarme. «Kas», mi compañero de fatigas en El Mundo, estaba comunicando, no paraba de comunicar, y de pronto tuve la sospecha de que quizá estuviera en esos momentos recibiendo un mensaje similar al mío. Colgué, volví a llamar. Seguía comunicando. Lo volví a intentar varias veces, no recuerdo cuántas, frustrado, pero el teléfono de mi amigo no dejaba de contestarme con su mecánico pi, pi, pi...

Lo seguí intentando hasta bien pasadas las doce de la noche, con el mismo resultado, así que decidí acostarme, resuelto a no dejarme impresionar, a rechazar el miedo, a ignorar ese ruido extraño que uno cree haber oído cuando está predispuesto a oírlo, resuelto a dormirme. No sé a qué hora lo conseguí. Al día siguiente supe que «Kas», tras una dura jomada de trabajo, había tomado la noche anterior la decisión de descolgar el teléfono y meterse pronto en la cama. Eso me ha hecho pensar que quizá fue esa circunstancia la que le salvó de recibir un regalo telefónico similar al mío.

Desperté pronto. Lo primero que hice fue marcar otra vez el número de teléfono de Casimiro, por fin con éxito. Bello inicio de jornada. Quedamos en vernos en el periódico. Había que acudir a cursar la correspondiente denuncia, cosa que hice en la 112 comandancia de la Guardia Civil de Aravaca, a doscientos metros de mi casa. Entrar en un cuartel de la Guardia Civil es retroceder súbitamente en el túnel del tiempo, ver a un guardia sénior, lleno de buena voluntad, mal pagado, golpeando con desigual fortuna una vieja máquina de escribir, dos dedos, todo es chino, el periodismo, Ibercorp, todo tan cerca y a la vez tan lejos, repetir los nombres, al dictado, repetirlo todo, paciencia, hasta que al final, buena gente, consigue culminar su obra, y pide firmas mientras coloca ruidosos tampones, ya está, ya se puede usted ir, ¿no andarán por aquí Starky y Hush, por casualidad? No, no andan por Aravaca, pero, ¿quiénes son esos señores? No, nada, era una broma, y ¿qué otra cosa se podría hacer...?

En el periódico, la noticia de mi amenaza causó el natural impacto. Pedro decidió publicarlo al día siguiente con cierto alarde, y yo asentí, convencido del efecto disuasorio que la publicidad de lo ocurrido podía surtir sobre los autores de la fechoría y sus mentores, al tiempo que aumentaba grandemente mi seguridad. Ni por un instante se nos ocurrió la posibilidad de abandonar el asunto Ibercorp. Comencé a atar cabos respecto a algunas situaciones que machaconamente habíamos presenciado en los últimos meses. Empezaba ahora a tener sentido la actitud de tantos ejecutivos como habían desfilado por Ibercorp y que se negaban en redondo a hablar pretextando una extraña mezcla de precaución y miedo, a menudo sencillamente miedo a las represalias físicas. ¿Cómo podían aquellos señores de Ibercorp tan brillantes, elegantes y exquisitos, provocar el miedo en el cuerpo a la gente? Ahora comenzaba a entenderlo.

Aquello no era una broma. Ibercorp no era una broma. Desde primeros de año, algunos amigos importantes me habían avisado de que me estaban siguiendo, seguían mis pasos, querían saber con quién hablaba, quién podía estar informándonos, ojo al teléfono, debía tener cuidado con el coche, tomar la precaución de mirar antes de montar, antes de poner en marcha el motor, es sencillo, casi un hábito, ver si hay cables sospechosos, tener la costumbre de echar una ojeada al retrovisor cuando se va circulando, y apuntar mentalmente si algún coche realiza la misma ruta, los mismos cambios de dirección. Pero todo aquello me había parecido música celestial. Uno es capaz de seguir esas instrucciones un día, y al siguiente olvidarse completamente de ellas. Para un adulto, es difícil jugar a policías y ladrones si uno no es policía o ladrón.

Lo que estaba claro es que quienes habían intentado amedrentarme para forzarme a dejar el asunto Ibercorp, conocían con todo detalle mi vida y milagros, muy posiblemente me habrían seguido, llevaba dos meses y medio viviendo en Aravaca, y apenas hacía veinte días que conducía mi R-ll, puesto que anteriormente utilizaba el R-5 de mi mujer. Ya sabía que alguien había estado en la Caja de Madrid husmeando en mis cuentas, y que era una gestión realizada «por arriba». ¿Quién estaba interesado en conocer mi situación financiera? Este detalle, que cuando me fue comunicado careció para mí de importancia, adquiría también ahora todo su significado.

No había de transcurrir mucho tiempo sin que fuera protagonista de una de esas situaciones que uno ha contemplado muchas veces en el cine y siempre pensó que no podrían ocurrirle en la vida real. Fue al día siguiente, miércoles 4 de marzo. Aquel día habíamos salido en primera página de El Mundo con la noticia de que «un primo carnal del gobernador del Banco de España es el administrador de Schaff Investments». Aquello se ponía al rojo vivo. Y en aquella misma fecha dábamos publicidad a la amenaza telefónica que recibí en la noche del lunes.

A las dos de la tarde abandoné la redacción para dirigirme hacia la zona del hotel Palace, donde tenía concertado un almuerzo. Ya antes del cruce de López de Hoyos con la calle Velázquez noté a prudente distancia la presencia de un coche matrícula de Madrid, marca Peugeot 205, de color rojo, con un par de ocupantes abordo, que parecía seguirme. Sin duda estaba especialmente sensibilizado, todo fresco, dispuesto a mirar por el retrovisor, podía ser una falsa alarma. Enfilé la calle de Serrano, muy cargada de tráfico, y dos coches más atrás distinguí al Peugeot rojo. Por la populosa calle tuve la sensación de haberlos perdido, no me seguían, pero en el disco de Ayala los detecté de nuevo detrás, casi pisándome los talones, así que resolví abandonar Serrano, podía ser una casualidad, giré a la derecha por Goya, plaza de Colón, para tomar el lateral de la Castellana, allí no tendría duda de si seguían mis pasos o no. En el disco de la calle Génova, el Peugeot rojo se situó en una fila a mi derecha, dos vehículos más atrás, sus ocupantes efectivamente jóvenes, morenos, uno de ellos con barba corta, no parecían especialmente fornidos, les miré con descaro, el disco en rojo, unos segundos, pero ellos parecían comentar algo mirando en dirección Génova arriba, ¿o estaban disimulando? Arranqué rápido con el disco en verde, y pronto les vi circulando varios coches detrás de mí. Entonces decidí torcer inopinadamente a la derecha, por detrás del Ministerio del Ejército. Concebí la idea de refugiarme en el aparcamiento de la plaza del Rey. Ahora ya no me cabía la menor duda de que iban siguiéndome, porque cuando yo giraba a la izquierda por la calle de Barquillo el coche rojo iniciaba a toda mecha el descenso por la calle de Prim.

Me introduje, el corazón en un puño, en el aparcamiento, decidido a enfrentarme a ellos. Frené apenas rebasada la barrera, el motor en marcha, de pie al lado de la puerta abierta, mirando hacia el cobrador que a quince metros se aburría detrás de su cabina acristalada. Podría ser que necesitara su ayuda, en realidad la estaba necesitando. Fueron unos segundos que me parecieron eternos, pero el Peugeot rojo no asomó su morro por la rampa de bajada.

A los pocos minutos pagué mi ticket, ante la mirada extrañada del cajero, y salí de nuevo a la plaza. Ni rastro de mis perseguidores. Y lo peor es que no había podido tomar la matrícula completa, un fiasco, la falta de experiencia o, mejor, de sangre fría.

Apenas unos días después pude asistir de nuevo a otro de estos curiosos episodios, que esta vez tuvo a mi compañero «Kas» como víctima y testigo al tiempo. Fue la segunda y última vez a lo largo del affaire Ibercorp que tuve constancia de estar siendo seguido. Aquella noche habíamos quedado a cenar en Los Remos, autopista de La Coruña, con un amigo mío a quien «Kas» deseaba conocer, ajeno a la investigación en marcha. Como se trataba de «hacer risas», no pusimos especial impedimento en reunimos en un lugar tan poco discreto como el citado restaurante.

Acordé con «Kas» que yo me dirigiría primero a Aravaca para cambiarme y dejar mi coche, y desde allí iríamos los dos al restaurante en el suyo. Cuando diez minutos después de mi llegada Casimiro pulsó el timbre de mi casa, lo encontré en un estado de notable excitación, él siempre tan ecuánime, joder, me ha seguido un coche, ¿cóooomo?, que sí, tío, que me ha seguido un coche hasta la misma puerta, y creo que está aparcado ahí fuera, enfrente, esperándonos. Subimos corriendo, nerviosos, a la terraza, y nada más asomarnos lo vimos, allí estaba, como cincuenta metros alejado de la puerta, en la acera de enfrente, esperando junto a un bosquecillo de bojs anexo a un descampado.

Se trataba de un Alfa Romeo 33, color blanco. Su ocupante había parado el motor y se había bajado tranquilamente a dar un paseo. No se distinguía la matrícula, pero tampoco reparamos en tomarla. Un error. Podíamos haber usado el teléfono para llamar al cercano cuartelillo de la Guardia Civil, y en dos minutos hubiéramos tenido la respuesta a muchos interrogantes. Tampoco lo pensamos. En lugar de ello decidimos abandonar la casa y montar en el coche de «Kas». Comprobar si nos seguía. Si lo hacía, decidimos prepararle una emboscada en las estrechas calles de Aravaca que conducen a la salida de la autopista de La Coruña. Aquello parecía sencillo. Consistía en parar de repente, bajarnos al tiempo del coche y pescarle detrás sin posibilidad de reacción, éramos dos contra uno.

«Kas» puso su coche en marcha y torció a la derecha, yo le iba guiando, Íbamos a pasar a diez metros del Alfa Romeo, pero, ¿qué está haciendo? En cuanto nos ha visto salir y arrancar, el individuo ha abandonado el bosquecillo de bojs y se ha apresurado a montar en su coche y ponerlo igualmente en marcha, aquello parecía el colmo, joven, vistiendo un chandal de colores claros, «Kas» tuerce a la derecha por la calle Baja de la Iglesia, de subida, nada más rebasar la ermita será el momento de actuar, estaba ya detrás, encajonado, nervios, esto del periodismo no está bien pagado, mi amigo «Kas» es un sabueso de cuidado como investigador, pero habría que ver cómo se comporta en plan Colombo, yo mal, pero, ¿qué ocurre?, nuestro perseguidor ha torcido de repente a la derecha por la calle Calvario, nada más rebasar la iglesia de Aravaca, y nos ha dejado con dos palmos de narices, ¿por qué? Paramos el coche, retrocedí corriendo por la acera, pero sólo alcancé a ver unas luces rojas perdiéndose en un recodo.

No éramos sólo nosotros quienes estábamos paladeando las «delicias turcas» con que los afectados del escándalo Ibercorp estaban obsequiando a sus potenciales enemigos. También Paloma, la ex mujer de Manuel de la Concha, y otros personajes de su entorno estaban siendo víctimas de tales «regalos».

El 11 de febrero, Paloma Altolaguirre emprendía desde Barajas un viaje de recreo a la India de más de veinte días. Ya en pleno vuelo, se llevó la gran sorpresa al echarse a la cara la portada del diario El Mundo. Aquel asunto monopolizó los comentarios de buena parte de la travesía. Parecía que a Manolo se le estaba desmoronando su imperio, Sebastián se iba, no estaba mal que le dieran un buen capón, Fontecha también, todos personas conocidas. La traca parecía haber empezado a estallar, y Paloma se alegró de estar lejos de Madrid durante casi un mes.

Pero cierto día, en un hotel de Delhi, los amigos que la acompañaban pudieron observar la preocupación de Paloma, largo rato pegada al teléfono hablando con Madrid, alguien la estaba asustando o eso parecían traslucir sus exclamaciones, el asunto Ibercorp se había salido de madre, gran escándalo, lo de Manolo iba en serio, le están haciendo picadillo, en Madrid había un lío tremendo, oye, ¿no se habrán pasado con el capón? ¿No se estarán pasando con Manolo?

El regreso a Madrid estuvo marcado por la preocupación. Con cinco hijos habidos del matrimonio, nada de lo que ocurra a Manolo Concha le es indiferente a Paloma Altolaguirre. Pero ella jamás pudo imaginar que el aterrizaje en Barajas llegara a ser tan violento. En efecto, con los fotógrafos haciendo guardia a la entrada de su casa en El Viso, Paloma tuvo que desplegar una complicada estratagema para pasar desapercibida. Pero lo peor estaba a punto de llegar, porque con las maletas aún sin deshacer, su hija mayor, también de nombre Paloma, se presentó en la casa como un vendaval, hecha una furia.

—¡Eres un monstruo, una harpía, has arruinado a papá...!

—¡Pero qué estás diciendo —las manos a la cabeza—, qué barbaridades estás diciendo, Paloma, hija!

—¡Lo sabes muy bien, no te hagas la despistada, que eres mala y envidiosa —gritando, fuera de sí—, y no le perdonarás nunca, que le quieres destruir porque te abandonó!

—¡Pero tú estás loca, o qué te pasa!

—¡No estoy loca, no, tú has sido la que has dado toda la información a los de El Mundo, tú has entrado en Ibercorp y te has llevado unos diskettes del ordenador de papá con información, y se lo has pasado luego a esos cabrones a través del tío ese con el que sales ahora...!

Paloma tardaría tiempo en recuperarse de este encontronazo, disgusto sobre disgusto, ella se hacía de cruces, ¡qué locura es esta de acusarme a mí de entrar por la noche en Ibercorp y robar unos diskettes, dónde, con qué llave, qué diskettes, para qué! Al final resultó que el robo del diskette, o del PC, que nunca se supo con exactitud, fue en la calle Antonio Rodríguez Villa, donde Manolo ha tenido su despacho personal toda la vida, que no fue en Ibercorp, cada día decían una cosa distinta, como era todo mentira...

Había perdido a su hija mayor, quizá para mucho tiempo, y a su nieto, encariñado con él como estaba, también al hijo varón, el menor, que ha optado por militar en el bando de su padre, frente a su madre.

Pero otras sorpresas aguardaban a Paloma. Porque, casi inmediatamente después de regresar de la India, la revista Cambio 16 publicaba unas declaraciones de Alfredo Fraile, el hombre de prensa de KIO y Javier de la Rosa, inculpando a Paloma y al constructor Salvador Cutillas en el trasvase de información a El Mundo [1].

Aquello era demasiado, Paloma no sabía qué hacer, llamar a los amigos de verdad, los de toda la vida, los que la habían ayudado a soportar su viacrucis, ¿cómo era posible que Juan Tomás publicara esas cosas?, con las veces que le dio de comer en su casa de El Viso, y en Guadalmina, de nuevo abierta, sangrante, la herida de la ruptura matrimonial, la separación, de nuevo presentes, como en un amargo flash-back, los años que pasó aguantando las infidelidades de Manolo, por los hijos, sólo por los hijos, siempre en silencio, siempre resistiendo el acoso de la prensa, porque Paloma nunca hablará, nunca perjudicará a sus hijos.

A través de sus amigos ha sido posible reconstruir parcialmente el drama de esta mujer, que juzgó tarea digna de empeño dedicar su vida a pulir el diamante en bruto que creyó descubrir en Manuel de la Concha cuando le conoció. Porque ella era la rica, la «chica bien de familia bien», una auténtica belleza, un tipazo, cuando se topó con él. Ella fue la que compró el primer piso de la pareja en el Paseo de La Habana, que Manolo era un don nadie, ella fue quien le introdujo en sociedad, paleto, sin cultivar, buena gente, sí, Manolo era entonces muy buena gente, porque él no era así, él no era ni de lejos el monstruo en que se ha convertido ahora, una buena persona, un chico encantador, un hombre siempre con muchos complejos, eso sí, con montones de complejos que a Paloma le costó Dios y ayuda suprimir, complejos que parecían obligarle siempre a caminar sobre el alambre, necesitado todos los días de hacer el triple salto mortal, todo para llamar la atención, reafirmar su personalidad, para al final, tanto hacer de funambulista, terminar estrellado en el suelo y sin red...

Manolo era un hombre que se dejaba fascinar fácilmente, a quien resulta sencillo epatar por gente con mundo, con gracia. A Manolo siempre le han deslumbrado los hombres, siempre los hombres, nunca las mujeres. Manolo es muy enamoradizo de los hombres. Son hombres quienes le epatan, nunca mujeres. Ellos son los que tienen poder, los que hacen gala de inteligencia, los que manejan las grandes cifras. Nunca mujeres. Una mujer no puede estar nunca a la altura de esos hombres que admira, de sus amigos, nunca a su nivel, el nivel de Juan Antonio, de Mariano, de Jaime, de Miguel... Manolo no puede por ello respetar a las mujeres, ni valorarlas. En este sentido es un consumado machista. La mujer es un ser inferior. Simplemente un trofeo añadido al éxito social, un aditamento más del triunfo profesional, algo bien vestido y enjoyado de lo que presumir, para lucir del brazo.

Pero ahora aquel tipo encantador en sus orígenes se ha vuelto malo, una mala persona, un «mal bicho». A Manolo lo cambia Jaime Soto. Jaime le enseña lo que es ser «gente bien». Soto, un señorito jerezano, casado con una Fernández de Córdoba nada menos, yerno de Gonzalo Arión, duque de Arión, un hombre que navega con el Rey, y de Beatriz «Teñu» Hohenlohe, con la gran finca de Malpica, con unos cuñados (Joaquín y Fernando Fernández de Córdoba) que son amigos del príncipe Felipe, «Sotito», frío como un témpano, con finca, con casa en Londres, con tienda de antigüedades montada para Marina, tan inglés, tan elegante, con tanto idioma, que sabe estar, que tiene mundo... El simple Manolo cae literalmente rendido a sus pies.

Y si esa admiración va unida al dinero, tanto mejor. Porque Manolo descubre con Jaime las grandes cifras. Manolo pertenecía al mundo de las pequeñas cifras hasta que se topa con Soto, que venía de ser consejero delegado del Banco Hispano Americano, acostumbrado a manejar decenas, centenas de miles de millones, y es Soto quien mete a Manolo en la montaña rusa de las grandes cifras, donde ganar cincuenta o cien millones de pesetas es una ordinariez, lo elegante es ganar cinco mil millones de una tacada, otra galaxia, otra dimensión.

Tenía que hacer lo que hacía Soto, tener lo que tenía Soto. Nada más pegar el «pelotazo» de sistemas AF, Jaime se compró un Porsche, el más caro, de color negro, y otro tanto hizo Manolo, idéntico modelo, idéntico color, lo mismo ocurrió después con los BMW de la serie 7, los más caros, los más grandes, los más llamativos. Como Jaime tenía finca en Oropesa, Manolo se tuvo que comprar una en Garciotún (Toledo), cuando a él le disgusta el campo, detesta el campo, él es un animal urbano, no sabe montar a caballo, ni le gustan los caballos, ni le gusta la caza, un desastre este Manolo sincrético que quiere tener lo mejor de todos como sea, al precio que sea[2].

Lo mismo pasa con el avión, Soto no paró de «comerle el coco», Manolo, que necesitamos un avión, que es una cuestión de nivel, que nuestro status exige un avión, hasta que se compraron el avión, Jaime era ya el perfecto gentleman, ya podía ir a cazar faisanes al condado de Surrey en el «Jet-Soto», como le gustaba llamar al Cessna Citation, el aparato comprado con dinero de otros, claro, porque éstos jamás emprendían nada con su dinero, era la regla de oro de Manolo, un negocio nunca se puede emprender con dinero propio, no tiene gracia y se corre el riesgo de perderlo.

No siempre los días fueron de vino y rosas entre los dos, porque al principio Manolo odiaba a Soto. Después de la traición de Banif, Manolo lo ponía a caer de un burro, pero luego se arreglaron, les arregló la perspectiva de forrarse con Sistemas AF, pelillos a la mar, se trataba de hacer negocio, el negocio de sus vidas.

Por eso Ruiz de Alda se enfadó tanto cuando De la Concha montó Ibercorp con Soto, parece mentira, Manolo, que hayas sido capaz de montar eso a mis espaldas, y con ese traidor, falso, Juan Antonio era la voz crítica de Manolo, la conciencia de Manolo, él nunca hubiera permitido a Manolo romper su matrimonio con Paloma, la muerte de Juan Antonio fue un desastre para él, perdió al único hombre capaz de poner orden en su vida, se lo advertía Juan Antonio, eso que estáis haciendo (en Ibercorp) es una locura, no os podéis montar así, vais a ir al desastre...

Manolo ha comprado en su vida a todo el que tenía alrededor. Con dinero, con favores, con encanto, con seducción... Con lo que fuera menester, pero casi siempre con «caramelos». ¿Esto cuánto vale?, era su pregunta favorita. Todo se podía comprar, todo lo podía alquilar el magnífico Manolo, representante eximio en la piel de toro de esa especie de hombres que a principios de siglo emigraron desde el Palermo natal hasta Manhattan, pasando por Ellis Island, y en poco tiempo se adueñaron de la Gran Manzana.

Manolo también quiso comprar a Paloma a la hora de su separación, y por cuatro perras. Aquella separación fue muy dura, meses luchando contra él y sus amigos, que hasta entonces también habían sido los suyos. Porque él no la ha dejado, como ha ido diciendo por ahí. Fue ella quien le puso la maletita a la puerta de la calle, harta ya de aguantarle, fue ella quien al final dijo «basta», llevaba ya siete u ocho años saliendo con la Falabella, qué risa cuando oye por ahí decir que se ha casado con una más joven y más guapa, ni hablar, más hortera sí, pero tan mayor como ella, sólo que Isabelita se lo ha estirado todo y Paloma no, pero de joven nada, los mismos años, ni uno más ni uno menos, ¡y lo que ha luchado por mantener vivo el matrimonio!, por los hijos, porque Manolo ha tenido veinte amantes en su vida, todas dentro de aquellos cánones de «trofeo» para exhibir en la vitrina, un tipo al que le gusta jugar con las mujeres, gambetear con ellas, un jugador de ventaja, un tramposo en las relaciones con Paloma, presididas siempre por una pulsión amor/odio muy intensa.

Manolo no se quería separar, se encontraba cómodo en casa con esa doble vida, con esa situación, claro, tenía una tonta que le resolvía los problemas domésticos, Paloma es una mujer de muchas relaciones, atractiva, lo ha sido siempre porque lo mamó en su casa, inteligente, que resolvía con brillantez todo el tráfago de la organización de la vida social de Manolo, él se encontraba cómodo con una mujer en casa capaz de sacarle las castañas del fuego, hasta que se cansó.

Y luego la quería despachar con 350.000 pesetas al mes, ella que sabía el dinero que tenía, las sociedades que tenía, dónde lo tenía... ¡350.000 pesetas al mes para sacar adelante a sus hijos!

Se sintió terriblemente presionada. Y todas las tardes Mariano Rubio aparecía en casa de Paloma, en pleno El Viso, en cuanto salía del despacho, Paloma firma, el gobernador del Banco de España, presionarla, Paloma firma, erre que erre, asustarla, todas las tardes a tomar el té a su casa, intimidarla, que es lo mejor para ti, firma, y todo para hacerle un favor a su amigo, el gobernador del Banco de España nada menos...

Estaba desesperada, no sabía qué hacer. Ya tenía el teléfono «pinchado», porque lo que hablaba con sus amigas lo sabía Manolo al instante, y hasta la llamaba nada más colgar para reprocharle lo que hablaba con ellas, porque también alguna amiga, la que ella creía su íntima, Pilar Ruiz de Alda, también la presionaba, firma, Paloma, firma, así que decidió llamar a Luis María, que siempre la ha ayudado mucho, un cielo con ella, y ni hablar, no firmes, le dijo, yo te busco un abogado, yo te recomendaré un buen abogado, y así lo hicieron, se puso dura, estaba en su derecho, «tú has hecho tus 15.000 millones gracias a mí», le espetó a Manolo, «y ahora me quieres dejar tirada como un trapo, me quieres despachar con cuatro duros, ni hablar, hasta ahí podíamos llegar», y con la ayuda de su abogado, Antonio Ceballos, consiguió hacerse con todas las sociedades del antiguo síndico, sociedades fantasma, instrumentales, más de cuarenta, por cierto que lo que más le ha llamado la atención cuando ha salido lo de El Mundo, las listas de empresas descubiertas por El Mundo, es que en ellas no figura ni una de las que manejaron ella y su abogado, de las que descubrieron ellos dos, de manera que se ve que las han cambiado todas...

Todas aquellas sociedades las tenía con el Quesada hijo de testaferro, todas, un tío a quien ella despidió de su tienda, le echó, y cuando viene Manolo y le dice un día que ha cogido al Quesada, Paloma alucinaba, pero Manolo, «¿cómo puedes haber cogido a un tío a quien yo he tenido que poner en la calle?», sí, porque le necesito, le respondió, claro, después se dio cuenta de para qué le necesitaba.

El caso es que le sacó la casa de Madrid y la de Guadalmina, que dicho sea de paso es una carga, porque es un casón de no te menees, llena de gastos, que cuesta un riñón mantener. También se quedó con los cuadros, tenían muchos, Manolo era uno de esos parvenúes que compran cuadros como inversión y confunden un Millares con un Antonio López, un Ortega con un Barceló, le da lo mismo, no sabe apreciarlo, para él no es pintura, sólo dinero, y también una cantidad en metálico importante, pero nunca lo que se ha dicho por ahí, ni hablar. Eso sí, exigió que el dinero se lo dieran en talones conformados del Banco de España, se puso firme, ni hablar de otra cosa, nada de promesas, Manolo no quería ni a tiros, que ya se lo iría dando, decía, pero si no lo llega a hacer así se queda sin un duro, si se fía de él no le hubiera dado ni una peseta, de sobra lo sabía.

Todo terrible, con una presión enorme, al final había una disparidad de 180 millones de pesetas y ¡bah!, dijo Paloma, «voy a firmar por quitarme este suplicio de en medio», y el mismo día de la firma, en junio de 1989, ya desesperada, le dejó que se llevara de casa unos cuadros, bueno, llévatelos, y él mismo cogió unos cuantos...

Pero salió del infierno, y además tuvo el acierto de no dejar un duro metido en Ibercorp, que también eso se lo recomendó su amigo Luis María, y ahora está más contenta que unas pascuas por haber seguido el consejo. Por aquellos días era su cumpleaños, así que cogió a sus hijas y después de firmar se fueron a celebrarlo a Jockey.

Y en cuanto firmó, Mariano Rubio desapareció de su vida, le dejó de hablar, después de haber estado todas las tardes yendo a su casa a presionarla para que aceptara las condiciones de separación que le proponía Manolo, y hasta este verano mismo, sí, verano de 1992, se ha encontrado de bruces Paloma al ya ex gobernador en casa del abogado Garrigues Walker, en Sotogrande, con ocasión de una representación teatral (La Oda, de Antonio), y le ha dado la espalda, no la ha saludado.

Y como Mariano hizo la mayoría de los amigos comunes que tenían. Gente a la que ella se había hartado de dar de comer en su casa de Guadalmina, a la que había tenido que soportar en Madrid y en Guadalmina durante años, porque Manolo ha sido el síndico, pero ella era «la sindica», ella tenía una tienda y le salían ampollas de llevar bultos a los coches de las señoronas que venían a comprar, pero por la noche, en cuanto cerraba, se ponía de tiros largos y era «la sindica», lista para el besamanos.

Al propio Mariano tuvo que aguantarle lo indecible. En los años de su matrimonio con Manolo, Paloma asistió a representaciones sublimes de seducción a conveniencia de las partes. Cuando Mariano ascendió a gobernador se convirtió en la personificación del Poder con mayúsculas, él era el Poder, todo el Poder, y Manolo sedujo y a su vez fue seducido por Mariano. Cuando Isabel Azcárate le dejó plantado, el día después del homenaje a su padre, Justino Azcárate, con una carta sobre la cama para irse con Javier los Arcos, Mariano quedó tocado del ala, más solo que la una, como cojo, y entonces llegó la gran oportunidad de Manolo, que le acoge, le protege, le mima y le cura las heridas. Ya separado, Mariano ha pasado muchas vacaciones en la casa de los De la Concha en Guadalmina, y luego también con Carmen.

Es entonces cuando se forma la «santa alianza» entre los dos, todos para uno y uno para todos, Manolo siempre pendiente de Mariano, de saber qué hacía Mariano, dónde estaba Mariano, incluso cuando estaban sentados a la mesa si no les había tocado juntos, mirando si Mariano estaba bien atendido, si le faltaba algo, buscándose con la vista.

—Yo siempre he creído que lo de Manolo tiene mérito —asegura una de las mujeres del grupo—, y que tenía que haberse aprovechado mucho más de la información confidencial, porque haber aguantado tantos años a un pelma como Mariano tiene realmente mucho mérito. ¡Si es que te caía al lado en una cena, y te daba la noche!

Y Mariano igual, sólo tenía ojos para Manolo, a ver dónde estaba Manolo, como enamorados, siempre hablando de economía, de sus cosas, formaban una especie de cofradía, una onorata societá a la manera italiana, ya me entiendes, por eso Paloma se ha reído mucho cuando ha salido lo de la información confidencial y lo han desmentido con aquella aparente firmeza...

Luego, eso sí, Manolo era una autoridad cuando entraba por la puerta del Banco de España, gorrazos a diestro y siniestro en honor de don Manuel.

Paloma ha tenido que soportar los altibajos de Mariano, los cambios de humor de Mariano, los enamoramientos de Mariano.

—Mariano ligaba mucho —asegura otra fémina del grupo—. Tenía éxito con las mujeres, en realidad era un pendón desorejado, pero obviamente no por su físico sino por el sex-appeal del cargo. Mariano, por cierto, estuvo unos meses ennoviado con Isabel Falabella, que luego se casaría con Manolo, y, agárrate, salió también una temporada con Mari Luz Barreiros, hasta que la dejó, dijo que no le gustaba porque se pintaba demasiado la cara, y Mari Luz, otra «cazatalentos», cazó después a Polanco, que es como una segunda edición de su padre, el Barreiros, un tonel regordete, o sea, un Electra mal resuelto.

Paloma ha asistido en primera línea al nacimiento y desarrollo de eso que después se llamó la beautiful people, los ha visto desfilar a todos delante de sus narices, los ha amamantado a todos, porque ese grupo se formó en torno a su casa de Guadalmina, en torno a cuatro parejas que empezaron a juntarse durante el verano, los Garrigues, los Entrecanales, los Ruiz de Alda y los De la Concha, a las que Antonio puso nombre y calificó de «el grupo del amor», qué risa, y no porque allí resplandeciera el amor, no, qué va, que allí resplandecía el cinismo y la superchería, sino porque todos eran muy amorosos, muy de mua, mua, mucho besuqueo, oh la la!, todo maravilloso, huuuuy, todos maravillosos.

Luego al grupo se fue añadiendo más gente, nuevas estrellas del papel couché, nuevas constelaciones de «amorosos», gente como Mariano Rubio, y es que José María Entrecanales siempre estaba dando la barrila con que, ay, tengo una prima, mi prima por arriba, mi prima por abajo, y su prima resultó ser Isabel Azcárate, hasta que un día se presentó con su prima, una belleza, Isabel, la verdad, pero al lado iba el plasta de su marido... Aquel tío aburrido y peñazo resultó ser Mariano Rubio.

Y Plácido Arango, un tío con dinero incluso ya antes de los VIPS, y con mucho mundo, encantador, mucha clase, «que al principio nos deslumbró a todas», siempre más cercano a José María Entrecanales que a ningún otro, luego íntimo de Polanco, pero siempre marcando distancias, Plácido es muy rico, quizá tanto como Polanco, no, éste no andaba con el grupo de los «amorosos», Polanco ha participado con la «biutiful» en la utilización en su provecho del poder político, pero no ha participado en su vida social, no.

Y a continuación llegó por allí Boada, y Boada llevó a Boyer, que era un chico al que admiraba mucho, decía Claudio, porque había trabajado con él y tenía un talentazo, los Bustelo, y gente así, Rafael del Pino poco, Del Pino mucho menos de lo que la gente cree, y alguna vez también Solchaga, ah, claro, y también llegó Salas, Juan Tomás, y Juan Tomás metió en casa de Paloma a todos los socialistas cuando aún estaban en la oposición, a ella no le gustaban demasiado, la verdad sea dicha, pero tragaba, todo sea por la causa. «Recuerdo a uno de ellos que era un poema», asegura una testigo, «no quiero decir el nombre porque ahora manda, pero el tío guarro se admiraba, yo no sé por qué oléis tan bien las señoras ricas, decía, ¿pero qué os ponéis para oler tan bien? Pues no sé, respondía yo, será cuestión de jabón...».

Con Miguel de «superministro» y Mariano en el Banco de España, el grupo alcanzó el cénit de su gloria. La guinda la ponía su proximidad al rey Juan Carlos, las cenas que hacían con el Rey, qué cenas aquellas, sentábanse a cenar en torno a Su Majestad los Garrigues, Ruiz de Alda, Mariano Rubio, José María Entrecanales, Manolo Concha, José María Echevarría, y alguno más. Por riguroso turno, los miembros del grupo iban oficiando de anfitriones de Su Majestad, una vez cada tres o cuatro meses, y pronto el asunto fue derivando en una especie de competición por ver quién lo hacía mejor, quién servía la cena más exquisita, quién lograba la velada más rumbosa, más épatante, el siguiente mejor que el anterior y así sucesivamente.

La cena con Su Majestad les perturbaba hasta la esquizofrenia, les hacía superiores, les convertía en élite. El anfitrión de turno andaba semanas preocupado, obsesionado por lograr el reconocimiento real, el elogio real. Se alquilaba un cocinero especial para la ocasión, que hacía un menú especial, se preparaba con sumo cuidado la mesa, todo en una escalada, un constante in crescendo que alcanzó su éxtasis cuando Juan Tomás de Salas, ya instalado en su casa de Hoyos del Espino, en Puerta de Hierro, se trajo la cena de Londres en avión particular, claro, porque el roast-beef inglés es incomparable, y se trajo también el mantel de Inglaterra, porque en España no encontró el damasco adecuado.

Hasta que un día, en casa de Manolo Concha, o fue quizá en la de Antonio Garrigues, el Rey se enfadó con algún comentario, se disgustó, y puso punto final a esas cenas. Además, había ya otras fuerzas fácticas, gente poderosa, con títulos, que se sentían molestas, celosas al ver a este grupo monopolizar el favor real, y hubo alguien que maniobró en la Casa Real para poner fin al espectáculo.

Toda esa troupe dio de lado a Paloma cuando se separó. Gracias a que había seguido conservando sus amigos y amigas de siempre, los de toda la vida, y ésos han sido los que la ayudaron a salir a flote, a seguir adelante, porque todos éstos la abandonaron. Todos menos Isabel Preysler y Miguel Boyer, hay que decirlo en su honor, que son los únicos del grupo que demostraron a Paloma su señorío. Como lo que le hicieron el día de la boda de Beatriz, una de las hijas del matrimonio De la Concha, julio de 1990, Paloma preparándolo todo, y después de la ceremonia la dejan plantada y se van todos los amigotes a cenar por su cuenta a Jockey, una vergüenza, todos menos Isabel y Miguel. Pero una cosa ha quedado clara: ni el divorcio, ni Manolo, ni sus poderosos amigos han conseguido sacarla del circuito social en el que siempre se ha movido, ni hablar.

Por cierto que a los pocos días de la separación, todavía estando en comunicación civilizada con Manolo, Paloma decidió escribirle una larga carta diciéndole lo que pensaba de la educación de los hijos, cómo veía su futuro, esas cosas que se piensan en un momento así, cuando uno se pone trascendente, y el caso es que Paloma se acordó de Carmen Posadas, se le ocurrió decirle a Carmen, oye Carmen, tú que dominas eso de escribir, ya ves que a Manolo le encanta cómo escribes, por qué no me redactas bien esta carta. Y así lo hicieron, Carmen, muy amable, reescribió la misiva antes de remitirla.

Seguramente no había terminado de leerla, cuando Manolo llamó por teléfono indignado, es que ya no sabes ni escribir, Paloma, tú que siempre has dicho las cosas bien claritas y resulta que ahora te has vuelto engolada y pedante.

Así que Paloma, malonaza, le dice a Carmen, mira Carmencita, mira lo que piensa de ti y de tu forma de escribir Manolo, él que tanto te regala el oído con que eres la mejor escritora de España...

La pareja se separó, en efecto, pero desde entonces Manolo y los demás han vivido bajo el temor de que algún día Paloma pudiera «cantar la gallina», hablar, ha llegado a tener miedo físico, contar lo que sabe, y cuando estalló el escándalo Ibercorp se asustaron mucho, para ellos el peligro era Paloma, que hablara con los de El Mundo, que les contara, y por eso la han sometido a un infierno de amenazas y presiones, y eso que saben que nunca hablará para no perjudicar a sus hijos, por ellos no lo hará jamás, y bien sabe Dios que el día que Juan Tomás sacó aquello en Cambio 16, Paloma estuvo a punto de hacer una locura, no podía más, no podía resistir más, llamó a Luis María llorando, «no aguanto tanta provocación, voy a hablar», y él la ayudó, la aconsejó bien, gracias a Luis María.

¿Cómo pudo decir Salas en Cambio 16 que había sido Paloma quien había pasado la información a El Mundo? ¿Cómo pudo hacerle Salas eso a Paloma? Aquello la sublevó. Este es otro de los que deslumbró a Manolo, un tío ocurrente, con ángel, un tipo encantador, de nuevo Manolo cayó rendido a los pies de un hombre, otra vez epaté, cautivado, y todos los días con ellos, cenando juntos, viajando juntos, la de veces que Juan Tomás ha comido y cenado en casa de Paloma. Juan Tomás podía haber llegado muy alto, esa es la verdad, porque valía mucho, pero, ¿cómo ha podido enloquecer de esta forma? Ya hace tiempo que se dieron cuenta.

—De repente te dejaba de hablar, sin saber por qué, sin avisar, cuando a lo mejor la noche anterior habías estado poco menos que haciendo manitas con él.

A los De la Concha les dejó de hablar un año entero, entre 1988 y 1989, así que Paloma empezó a cogerle manía, hasta que un día de mayo de 1989, con la pareja ya al borde de la ruptura, vino Manolo con el cuento, oye, Paloma, nos ha invitado a cenar Juan Tomás, pesado, tenemos que ir, y ella que no, ¿por qué tenemos que sentarnos con un tipo que lleva un año sin dirigirnos la palabra? Anda, que sí, por favor, a lo mejor quiere explicarse, tenemos que ir.

Así que allí se presentaron. Bueno, el editor les montó un espectáculo de miedo a cuenta del valor de la amistad, engolado como es, que si es lo único que merece la pena en esta vida, que si la poesía de la amistad, que si los amigos de toda la vida, que si no hay nada más gratificante, que si pelillos a la mar, y todo sin dar ninguna explicación de por qué les había mantenido en el ostracismo durante un año. Así que, muy mosca, a la salida de la casa Paloma explotó.

—Oye, Manolo, ¿qué te querrá pedir este sinvergüenza para que nos haya dado este baño? ¿Qué favor te querrá pedir?

—¡Ay, que no, mujer, tú siempre tan desconfiada!

—Bueno, ya verás como éste te va a pedir algo.

Pues justo a los tres días llegó Manolo, cabizbajo.

—Oye, Paloma, tenías razón, Juan Tomás me ha pedido un favor, y de cojones.

—¿Qué te dije?

—Tenías toda la razón. Me ha pedido un crédito para el grupo, y un crédito importante.

Este es Juan Tomás. ¿Qué clase de locura se ha apoderado de este hombre? «Yo estoy convencida de que todo empezó a cambiar cuando se fue a vivir a Puerta de Hierro», explica una mujer del grupo. «De repente parece que le entraron las ínfulas de los títulos nobiliarios, los Mercedes, los BMW, se dejó la perilla, y esas camisas con los cuellos redondos, un marqués redivivo. Casado con Bárbara, una canadiense que no se había visto en otra igual, quedó fascinado por una señora que le comió el coco, Isabel Carvajal, mujer de “Paddy” Gómez-Acebo, y a partir de ahí todas las demás dejamos de tener el menor interés para él, a menos que te necesitara, claro, que este es el típico “trepa” aprovechado».

«No sé lo que hará», prosigue la misma señora, «todos dicen que está arruinado, pero ahí está la casa de Nueva York, seguramente a nombre de Barbarita; la que se está haciendo en Puerto Rico con todos los detalles, que yo creo que éste sale huyendo de la quema y se larga a Puerto Rico; la que alquila en verano a Jaime Parladé al lado de San Pedro de Alcántara, y en el grupo dicen que está rehabilitando un casón antiguo en el Périgord francés, donde vive su hermana María Elena».

A Paloma le han hecho de todo. A la vuelta del viaje a la India, ha tenido el teléfono «pinchado» durante mes y pico. No se trataba de algo misterioso o sofisticado. Era una intimidación burda. Se trataba de asustarla, de hacerle saber que la vigilaban, ojo, no te vayas de la lengua, Paloma ha pasado miedo, sí, el operativo empezaba a partir de las diez de la noche en el teléfono de abajo, el del salón, matemáticamente cada cuarto de hora sonaba el riiing, riiing. Si descolgabas, nadie respondía; sólo se oía un ruido como de arrastre de una grabadora sobre el sonido de una máquina que digitalizaba una serie de números. Nada más. Al cuarto de hora el teléfono volvía a sonar.

A partir de las once y media, hora en que ella suele subir a sus habitaciones en la planta alta, el mecanismo pasaba a operar sólo en el teléfono de su dormitorio, Manolo conocía bien sus costumbres, y cada cuarto de hora volvía a sonar, lo ha pasado muy mal, así que a partir de las doce Paloma descolgaba el teléfono todas las noches para poder dormir, mucho miedo, porque Manolo se ha convertido en un monstruo, hasta el punto de que ha tenido que pagar durante un tiempo los servicios de un guardia de seguridad nocturno, miedo, ha temido que le hicieran algo, sí, bien sabe Dios que lo ha temido, las provocaciones de Manolo buscaban intimidarla, hacerle mantener el pico cerrado, porque ella ha amamantado a toda la «biutiful» y conoce bien las debilidades y flaquezas de cada uno de ellos.

Pero no ha sido sólo Paloma. También Salvador Cutillas, todo un caballero que ha intentado ayudarla después de su divorcio, ha sufrido la furia de esta gente, que hasta Rafael Calleja, «Coke» Calleja, el marido de su hija Paloma, un tipo que tras la ruptura de la pareja pasó a militar decididamente en el bando del dinero, en el bando de Manolo Concha, le llamó un día por teléfono con el siguiente mensaje, todo claro, por la cara:

—Esta noche te voy a esperar en el jardín de la casa de mi suegra y te voy a partir la cara, cacho cabrón. Y como eres un viejo, te recomiendo que te lleves a tus dos hermanos para defenderte...

Y Salvador le contestó como se merecía.

—Yo con personas de tu calaña no pierdo un minuto hablando por teléfono.

«Lo ha pasado mal Paloma, muy mal», asegura uno de sus allegados, «ha temido que pudieran asaltarla, robarle, se ha comprado una nueva caja fuerte que tiene a buen recaudo, para esconder los papeles, todo lo que tiene, comprometedores, todo, porque ella lo sabe todo, ha estado presente en conversaciones, sabe dónde tienen el dinero, en qué sitios, a través de qué sociedades, quién se lo ha montado, hasta las claves de las cuentas en Suiza conoce Paloma Altolaguirre».

Y ya en el verano Manolo llamaba a las hijas que viven con ella, las pequeñas, llorando casi, estoy sin un duro, arruinado, no puedo salir ni a cenar, el otro sábado estuve en Horcher y gracias a que me invitaron... Y todo para decirles a continuación que tenía que vender los pisos que les había comprado a cada una, que estaban en leasing y a nombre de una de esas sociedades fantasma, total, que las ha dejado en la calle... Cuando en el grupo saben que se lo está poniendo todo a nombre de la Falabella, ese casón que se están haciendo en Somosaguas, con auditorio, ojo, con auditorio en la planta baja, todo a nombre de ella.

Por cierto que lo de trucar los nombres era uno de los jueguecitos favoritos de Manolo de toda la vida, desde que era síndico, por eso a nadie le extrañó el tema cuando lo contamos en el periódico.

Este ha sido el drama de Paloma Jiménez Altolaguirre. El mío no había terminado con la amenaza de muerte. En realidad estaba comenzando cuando la llamada telefónica se produjo. Las advertencias de los amigos eran constantes en torno a la utilización del teléfono, cuidado con el teléfono, ojo con lo que dices por teléfono, pero uno se inclina a pensar que ese tipo de cosas no pueden sucederle jamás, a otros quizá, pero no a uno mismo.

Todas las señales de alarma se me dispararon al tiempo el 19 de marzo, fiesta de San José, cuando Diario 16 publicó una información según la cual «Un abogado de De la Rosa informa y asesora a El Mundo de los pasos a dar en el caso Ibercorp», con un subtítulo que decía: «Juan Peláez era secretario de Sistemas Financieros hasta 1990».

Aquella información era la transcripción casi literal de una conversación telefónica que yo había mantenido unos días antes desde mi propia casa con un abogado catalán afincado en Madrid. En efecto, el lunes 16 de marzo, poco después de llegar a mi casa, recibí una llamada del abogado Juan Peláez, marqués de Alella. Aquella fue una más de las conversaciones que un periodista puede mantener a lo largo del día, quizá con la relajación mental añadida de hablar desde casa, con un amigo, y a una hora tan distendida como las diez de la noche.

Juan me comentó la marcha judicial del asunto Ibercorp y me hizo algunas consideraciones de su cosecha sobre el futuro de la misma, todo ello aderezado con las consabidas bromas y la textura propia del lenguaje coloquial. No di la menor importancia a esta llamada, que comenté de pasada a la mañana siguiente con mi compañero «Kas», antes de olvidarla.

Pero estaba claro que no iba a ser fácil lograrlo. La noticia aparecida el 19 de marzo en el diario propiedad de Juan Tomás de Salas me produjo algo parecido a un shock. Parecía imposible, pero allí estaba, en letras de molde[3].

Juan Peláez me llamó en la mañana del jueves, alarmado. Estaba claro que «las fuentes solventes» de Diario 16 tenían «pinchado» nuestro teléfono, y habían pasado el contenido de nuestra conversación al periódico. Juan Tomás de Salas había decidido tirar por la calle de en medio de la «teoría de la conspiración» para defender a sus hermanos de sangre de Ibercorp, sin reparar en medios. No había la menor duda de que estábamos «pinchados», pero, ¿quién de los dos?

La respuesta tardó veinticuatro horas en llegar, y vino también de la mano de Diario 16. En efecto, al día siguiente el periódico de Salas insertaba otra información en la que aseguraba que destacados periodistas de El Mundo estaban asesorando al Partido Popular en su preparación frente a la intervención parlamentaria que Carlos Solchaga llevaría a cabo en el Congreso para explicar el affaire Ibercorp.

El domingo anterior, 15 de marzo, «Kas», Pedro y yo habíamos tomado parte en una cena informal celebrada en el hotel Villa Real de Madrid con el diputado del PP Rodrigo Rato. El político quería conocer nuestra opinión sobre el entero escándalo Ibercorp y, naturalmente, cuáles eran los puntos débiles de la argumentación oficial en torno al affaire. La cena en cuestión me resultó soporífera. Rato venía del campo, con sus pantalones de pana, y me dio la impresión de que no se había tomado en serio el asunto, en contra de lo que demostraría después. A pesar del entusiasmo puesto por Pedro en aclararle las ideas, me desazonó verme a esas horas en una reunión que consideré una pérdida de tiempo, pudiendo estar tranquilamente en casa.

A los efectos del relato, lo sustantivo es que aquel domingo por la tarde yo había recibido varias llamadas telefónicas en mi domicilio, mediante las cuales mis compañeros de cena me especificaron la hora y lugar de la cita. Teniendo en cuenta que mi teléfono ya estaba «pinchado», Diario 16 poseía buenas razones para estar informado.

En la mañana del viernes, 20 de marzo, yo tenía por tanto la certeza casi absoluta de ser la víctima de las escuchas telefónicas ilegales. Por lo demás, Juan Peláez me había hecho saber que él estaba «limpio», después de que alguien de su confianza hubiera revisado sus teléfonos.

Me dispuse a hacer inmediatamente lo propio, y para ello recurrí a la única firma especializada en estos menesteres que conocía, propiedad de Francisco Alvarez, un ex policía a quien hacía dos años había conocido en Barcelona.

De manera que a las 8.30 de la tarde de aquel viernes, ya anochecido, tres jóvenes al mando de Alberto Crusat, un técnico de Check-In, aparcaban con sus bártulos frente a la puerta de mi casa y procedían a efectuar un «barrido» en mi línea telefónica. Alguien preguntó enseguida por la situación del cajetín terminal. Yo lo ignoraba, así que juntos nos encaminamos escalera abajo. A nivel de planta existían unas portezuelas en el pasillo de salida a los jardines comunes que podían contener contadores de luz, quizá de agua. Pero estaban cerradas a cal y canto, de modo que continuamos ruta hacia el sótano. Y en un pequeño rellano donde confluyen escalera y ascensor, y que sirve de antesala al garaje del inmueble, descubrimos una pequeña caja metálica empotrada de color gris, de 50 por 30 centímetros, cuya tapa estaba sujeta por dos goznes que se abrían manualmente y en cuya existencia yo no había reparado. Alguien procedió de inmediato a manipular los citados goznes, medio giro a la izquierda y la tapa se abrió con toda facilidad, ¡ahí está, míralo!, gritó alguien admirado. En efecto, allí estaba, un pequeño artilugio negro, del tamaño de una barra de labios, enrollado a los cables en una conexión tipo serie con cinta aislante también negra, a la vista, yo mismo hubiera podido descubrirlo de haber reparado en la caja metálica y haberme decidido a abrirla.

Me sentía excitado y lleno de dudas al mismo tiempo. ¿Qué hacer? Habría que dar cuenta a la Guardia Civil, y llamar inmediatamente al periódico para que enviaran un fotógrafo. Los técnicos de Check-In estaban ya midiendo con los instrumentos adecuados la potencia del microtransmisor descubierto. Con la portezuela metálica cerrada de nuevo, uno de ellos, instalado en la calle con un receptor, apenas podía recibir la voz de su compañero que hablaba por el teléfono desde mi casa. La potencia del artilugio, pues, era escasa, a lo que contribuía el efecto de apantallamiento que producía la caja metálica. Los jóvenes de Check-In concluyeron que los autores de la fechoría debían necesariamente tener instalado muy cerca un receptor-amplificador de potencia o bien una grabadora. De modo que uno de ellos pasó a revisar minuciosamente el garaje, sin resultado, mientras otro salía de nuevo a la calle y tomaba las matrículas de todos los coches aparcados en los alrededores.

Convinimos en desmontar temporalmente el artilugio para hacer las llamadas pertinentes de forma segura, e inmediatamente volverlo a instalar como lo habíamos localizado. Así lo hicimos. Hablé con el cuartelillo de Aravaca, mis viejos conocidos, y con la redacción de El Mundo. No recuerdo si llamé también a «Kas». Alberto procedió a examinar el aparato, que definió como un microtransmisor de UHF, seguramente controlado por cristal de cuarzo, de escasa potencia, que utilizaba la propia línea telefónica como antena.

La Guardia Civil ha argumentado luego que fue un error proceder a desmontar el aparato, porque se borraron las huellas que podrían haber delatado a los autores. Mucha gente me ha dicho después que el error fue de principio: una vez descubierto el montaje no tenía que haber efectuado ningún movimiento extraño, de forma que los autores hubieran seguido confiados en nuestra ignorancia del asunto, lo cual nos hubiera permitido tenderles una emboscada inmediatamente.

El caso es que a los pocos minutos de desmontado el artilugio, los que estábamos en el rellano de acceso al garaje pudimos escuchar una serie de «clics» en la línea telefónica. Alberto concluyó con gesto preocupado que los autores del «pinchazo» estaban comprobando que acabábamos de descubrir su fechoría.

Con el paso de los días me fui dandó cuenta de que la pretensión de haber tendido una trampa a los malhechores era una idea ilusa. Los que me tenían «pinchado» tuvieron ocasión durante el jueves 19 de tomar buena nota de mis sospechas, que el viernes 20 se transformaron en certidumbre, sospechas que manifesté en mis conversaciones con amigos y fuentes. El error, pues, fue mi exceso de confianza y falta de picardía.

De modo que los «mafiosos» tuvieron tiempo suficiente para levantar el campo. De hecho hay quien ha sugerido que, ante la inminencia de ser descubiertos, los propios autores del «pinchazo» pudieron encargarse de colocar el microtransmisor (puede que el aparato descubierto no fuera el bueno) en el cajetín de forma un tanto chapucera, al objeto de confundirnos, dar pistas falsas y ocultar el verdadero artilugio o sistema de grabación utilizado.

Esta hipótesis, sin embargo, contradice el tono general del affaire Ibercorp, donde lo que ha brillado no ha sido precisamente la astucia, la habilidad o la sofisticación, sino la descarada utilización de los dineros ajenos, la prepotencia, la soberbia y la seguridad que proporciona el haber actuado muchos años en la más absoluta impunidad, con el respaldo del Poder.

El comandante del puesto de la Guardia Civil de Aravaca se presentó al poco tiempo, con el microtransmisor ya reinstalado, y poco después lo hacía un fotógrafo de El Mundo. A la mañana siguiente presenté la correspondiente denuncia, y sobre las doce del mediodía una pareja de especialistas de la Guardia Civil, dos representantes, jóvenes e inteligentes, de la nueva imagen del cuerpo, procedieron a retirar definitivamente el microtransmisor del cajetín de mi terminal e incorporarlo a las investigaciones policiales del caso.

¿Durante cuánto tiempo estuve «pinchado»? Ese es uno de los misterios que a mí y a mi compañero «Kas» más nos han intrigado en toda esta historia. Algunos testimonios procedentes del Grupo 16 y recogidos por personas amigas sostienen que mi teléfono ya estaba intervenido mucho antes del 11 de febrero, día del pistoletazo de salida del escándalo Ibercorp.

Juan Tomás de Salas dice tener en su poder veintitrés cintas con conversaciones mías. Si ello fuera cierto, y teniendo en cuenta que cada cinta puede contener varios días de conversaciones, podría haber estado «pinchado» varios meses. El editor del Grupo 16 entregó a requerimiento judicial en el Juzgado número 16 de Madrid dieciocho cintas. Pero hay quien asegura, citando fuentes internas del Grupo 16, que Salas dispone en realidad de cuarenta y ocho cintas con conversaciones grabadas de distintas personas, entre ellas yo.

Sabemos de forma fehaciente que en julio de 1991, con motivo de la pelea que enfrentó al Grupo Ibercorp con el industrial catalán José Luis Carrillo a propósito de la sociedad Mecalux, Manuel de la Concha y Jaime Soto encargaron a la firma de seguridad de José Luis Alcocer, hermano de Alberto Alcocer y primo de Alberto Cortina, los famosos «Albertos», «ampliar a Cacho» la intervención que ya tenían en marcha de los teléfonos de Carrillo y de Ignacio Loring, consejero delegado de Sistemas Financieros, y a quien dentro de Ibercorp acusaban de estar en connivencia con el empresario catalán[4].

¿Cuál fue la naturaleza del «trabajo» de José Luis Alcocer sobre mi persona y, lo que es más importante, qué periodo de tiempo abarcó? Este tipo de empresas funcionan por un sistema de subcontratas un tanto peculiar. El titular del encargo subarrienda el trabajo a un segundo, a cambio de una cantidad de dinero, y éste hace lo propio con un tercero, dentro de una estrategia de vasos no comunicantes, hasta llegar al «pringao» final que es quien materialmente hace el trabajo de «pinchar» el teléfono por una cifra ciertamente irrisoria. El fin que persigue esta estrategia es dificultar al máximo el rastreo ascendente de esa escalera hasta llegar al último peldaño, el del cliente que realiza el encargo y paga la cifra gorda, una tarea que resulta prácticamente imposible de realizar[5].

Como posibles eslabones en esta cadena se han citado diversas empresas pertenecientes a ese submundo en el que se mueven un número importante de ex miembros de las fuerzas de seguridad del Estado que han abandonado el cuerpo y se ganan la vida de esta manera, ante la indiferencia de las autoridades. Un nombre importante en estos ambientes es el de José (Pepe) Villarejo, con domicilio en la madrileña calle Pobladora del Valle, propietario de la empresa RV Consultores de Investigación, que además posee una serie de empresas pantalla o de cobertura cuya titularidad corresponde a testaferros de su entorno, entre las que se encuentran Visound y Prosound, domiciliadas en la avenida de San Luis de Madrid. Otra de tales empresas es Vilper Consulting, cuyo domicilio social coincide con el de la firma Dun and Brabstreet, S.L., dedicada a las investigaciones comerciales sobre empresas.

Pepe Villarejo es un hombre muy introducido en el Ministerio del Interior, donde cuenta con casi tantos defensores como detractores. Villarejo, que ya trabajó en la OPA del Banco de Bilbao sobre Banesto, subcontrata habitualmente sus encargos, aunque siempre se queda con la información.

Entre los que suelen colaborar con RV Consultores se encuentran las firmas Centripol, Detectives Saint Germain, y Rocha e Hijos, S.A., firma dirigida por Guillermo de la Rocha Puigmal, un hombre de quien se asegura que podría mover los hilos del propio Villarejo en la sombra. Otro subcontratista habitual de Pepe Villarejo es Francisco Javier Díaz de Quijano.

En los ambientes de este submundo madrileño, fue comentada la desaparición de Madrid de Pepe Villarejo cuando estalló el escándalo de las escuchas ilegales en mi domicilio. Se afirma que Villarejo decidió colocarse fuera de la circulación y pasar una temporada en casa de sus familiares cordobeses.

Si mi teléfono hubiera estado intervenido antes incluso de las Navidades de 1991, ello querría decir que ya estaba siendo seguido en mi antigua casa de Pozuelo de Alarcón, como alguna vez he sospechado. Con todo, eso no es lo más relevante, sino la posibilidad de que los señores de Ibercorp hayan estado perfectamente al corriente, durante el segundo semestre del año pasado, de todas mis idas y venidas en torno a la fallida investigación con el enigmático «señor Nebot».

La conclusión que cabría extraer en tal caso es que fueron los propios dueños de Ibercorp, al tanto de mis exigencias para con el misterioso personaje, los que fabricaron las pruebas falsas que hicieron llegar al «señor Nebot» y que a su vez éste me entregó a mí, con el fin de hacernos caer en un error monumental. Se explicarían así las palabras de De la Concha en el restaurante Fortuny: «¡Ay, si llegáis a salir por donde yo pensaba, entonces sí que os hundo...!».

El «señor Nebot» podría haber sido utilizado en la misma medida en que lo fuimos nosotros, y de una manera tan refinada y maquiavélica que contradiría radicalmente mi personal opinión sobre las capacidades de los señores de Ibercorp para la finezza.

El resultado final de la intervención ilegal de mi teléfono, al margen de las consideraciones que puedan hacerse sobre la calidad o chapucería del microtransmisor descubierto, sirvió plenamente a los fines que los autores de la fechoría se marcaron: sembrar la confusión en torno al caso. Como resultado de la operación, Juan Tomás de Salas cargó su zurrón de grabaciones más o menos pintorescas, pero irrelevantes en sí mismas, que no obstante fueron utilizadas por el editor para intentar demostrar que todo el escándalo Ibercorp no era sino una «conspiración» urdida por Javier de la Rosa, primero; Mario Conde, a continuación; Jacques Hachuel, más tarde; y Alfonso Guerra antes y después. Ni una palabra de los millones estafados a tantos ahorradores, los expedientes sancionadores puestos en marcha por la CNMV, o sobre la actuación judicial.

Durante semanas Juan Tomás de Salas publicó fragmentos de las conversaciones intervenidas en el teléfono de mi domicilio. Al final, el editor frustrado que un día soñó con emular a Jesús Polanco se cansó de su propia farsa, y la «teoría de la conspiración» se fue diluyendo en sí misma, vacía de contenido, como una tormenta seca de verano, estéril, llena de aire.

La posición de Juan Tomás de Salas encontró un aliado, tan sorprendente como efímero, en el diario El País [6]. El domingo 31 de mayo, el diario de Polanco se embarcó en una increíble pirueta en apoyo a la «teoría de la conspiración», reproduciendo mi conversación con Juan Peláez del lunes 16 de marzo, que Cambio 16 había publicado el miércoles anterior. Dos días después, el diario plegaba velas con un editorial donde condenaba sin paliativos las escuchas ilegales y su publicación. ¿Arrebato de locura, o intento desesperado, una vez «muerto» Mariano y reconocido de facto el éxito de la investigación de El Mundo, de dañar la imagen del periódico? El País no podía consentir que todo el activo del escándalo Ibercorp fuera a parar al haber de un periódico que le está hurtando lectores de forma preocupante.

Dos días después se conocía el acuerdo por el que la Dirección General del Patrimonio del Estado vendía a la SER (Polanco) el 25 por ciento del capital que aún conservaba en la cadena de radiodifusión, por algo más de 2.600 millones de pesetas. Algunos se apresuraron a sacar conclusiones, relacionando esta nueva brillante operación de Jesús Polanco con el sorprendente alineamiento de El País con las tesis de la beautiful.

La fechoría de Cambio 16 marca seguramente un hito en la moderna historia del periodismo, más cercano a los métodos de Lucky Luciano que a los de Mariano José de Larra. Unos periodistas revelaban por escrito las fuentes de otro periodista, haciendo uso de un material obtenido ilícitamente. ¿Es esto posible en un Estado de Derecho? Aparentemente sí. El delito es «pinchar» un teléfono sin el consentimiento de su dueño, pero no publicar las conversaciones obtenidas por el ilegal sistema, a menos que se pueda demostrar ante un juez que quien publicó el material fue a la vez quien realizó el «pinchazo». Pero la pregunta aquí no es quién «pinchó» mi teléfono, sino quién mandó «pincharlo».

Pero mis cintas no terminaron su aventura en la cueva de Salas y sus publicaciones, sino que tuvieron el privilegio de instalarse, mucho antes de que Cambio 16 comenzara su publicación, en las ilustres mesas de despacho de gran parte del Gobierno socialista. En efecto, los hombres de la «biutiful», ¿De la Concha?, ¿el propio Rubio?, utilizaron al teniente general Emilio Alonso Manglano, un «donjuanista» de los tiempos de Estoril y actualmente director general del Centro de Estudios Superiores para la Investigación de la Defensa (CESID), para hacer circular las grabaciones por los distintos ministerios del Gobierno.

Nuestro «topo» en el Ministerio de Economía y Hacienda fue quien alertó a Casimiro.

—Las cintas de las conversaciones de Jesús Cacho están en poder de Carlos Solchaga.

—Pero, ¿las has visto tú personalmente?

—No, yo no he visto cintas, lo que he visto ha sido una transcripción parcial.

—¿Y se sabe quién ha hecho de «correo»?

—No tengo ni idea, pero de todas maneras el ministro no le ha dado el menor crédito.

Estaba claro que haciendo circular las grabaciones por las alturas, los hombres de Ibercorp pretendían que su «teoría de la conspiración» aprobara el examen de grado del Gobierno de la nación, tomando así carta de naturaleza oficial. Obviamente, no lo lograron. Tenemos la certeza absoluta de que las cintas llegaron a la mesa del vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, que las tiene en su poder. Sabemos también que le fueron ofrecidas al ministro del Interior, José Luis Corcuera, y al presidente de la CNMV, Luis Carlos Croissier. Lógicamente han debido llegar a Felipe González, de quien jerárquicamente depende Emilio Alonso Manglano, aunque es de esperar que el Presidente del Gobierno no perdiera un minuto de su tiempo en estos menesteres, y al actual ministro de Defensa, García Vargas.

Que el CESID estaba empeñado en esta tarea de «acarreo» me fue dado a conocer por un antiguo miembro de la institución, amigo mío, que sigue conservando fuertes lazos de amistad dentro del espléndido tinglado montado en la Cuesta de las Perdices, en la salida de la autopista de La Coruña. Algunos de los profesionales que participaron en el reparto del material se sentían molestos por la utilización que se estaba haciendo de la institución, y parecían dispuestos a denunciarla. En la primera semana de mayo mantuve una entrevista en la cafetería New Yearling, en la calle General Martínez Campos, con un hombre del CESID que conocía el caso.

Durante varias semanas mi amigo había tratado de convercerle para que aceptara verme cinco minutos, dándole todo tipo de seguridades de reserva absoluta. Finalmente consintió en ello. Minutos antes de las ocho de la tarde, la hora fijada para el encuentro, mi amigo y yo nos presentamos en la cafetería citada, tomamos asiento en una de las mesas de esquina del local y nos dispusimos a esperar. Transcurrió un cuarto de hora, pasó media hora, y nuestro hombre no aparecía. Mi impaciencia se había desbocado ya, y comencé a urgir a mi amigo a que abandonásemos el local, aquello había fracasado, su «espía» nos había dado esquinazo, que no, replicaba, vamos a esperar unos minutos más, que éstos son así, se toman su tiempo para hacer descubiertas, seguro que alguno de estos que han entrado y salido es compañero suyo, gente que ha venido a chequear si estamos solos, si no has colocado por los alrededores algún fotógrafo camuflado...

Y a las 8.35 apareció por las escaleras un hombre de mediana edad, más bien alto, pelo escaso aunque sin canas, gesto amable y aspecto nada amenazador. Podría tratarse de un profesor de matemáticas en un instituto de enseñanza media. Tenía prisa y no consintió en tomar nada. Tras felicitarme por el trabajo sobre Ibercorp, fue directo al grano. El no estaba directamente al corriente del encargo que había recibido «la casa» de hacer circular las cintas, pero sí sabía quién lo había hecho. De acuerdo con su información, había sido el propio CESID el que había «pinchado» mi teléfono. Yo le mostré mi escepticismo ante esa tesis, y le aseguré que más bien creía que se había dedicado a tareas paralelas como la de actuar de «correo» entre los señores de Ibercorp y el Gobierno. Le pedí ayuda, le ofrecí toda la reserva del mundo, intenté el discursito, era un deber democrático desenmascarar a los culpables de la fechoría, traté de encontrar las frases más rotundas, los argumentos más poderosos para conseguir una promesa de ayuda, pero creo que aquel no fue mi mejor día desde el punto de vista de la oratoria. El «espía» sonreía, y volvió a regalarme los oídos con frases de elogio hacia el periodismo de investigación. Parecía que le divertía conocer a un tipo como yo, pero no daba señales de querer inmiscuirse en el caso, era un asunto complicado, aseguraba, tenía que comprenderle, pero en todo caso trataría de ayudarme, no me prometía nada, estaríamos en contacto a través del amigo común, que a partir de entonces debería llamarme a mí y no yo a él, para evitar sospechas, utilizando un nombre en clave. Y de repente se levantó de su silla, me tendió la mano y con la misma sonrisa se despidió, subiendo a saltos las escaleras del pub que conducen a la calle.

No volví a saber nada más de él, ni tuve la menor ayuda de su parte. ¿Qué ocurrió? Durante cerca de un par de semanas esperé alguna señal de mi amigo, el amigo común, en los teléfonos del periódico. Después abandoné las precauciones pactadas y traté de localizarle directamente. Guando lo logré, casi un mes después de la entrevista en Martínez Campos, mi amigo estaba bastante más frío con respecto al caso de lo que lo había estada nunca, me pidió calma, la gestión no había fracasado, ni hablar, pero las cosas de palacio iban despacio. Tendría que esperar su llamada. Hasta hoy.

El lunes, 28 de septiembre, mantuve una entrevista con el teniente general Alonso Manglano, en la sede del CESID. Don Emilio, un valioso ejemplar de militar demócrata, reconoció la participación de los servicios de inteligencia españoles en el affaire Ibercorp, aunque la enmarcó adecuadamente. «Nosotros efectuamos una valoración del escándalo Ibercorp desde el punto de vista de su impacto sobre el prestigio de la institución Banco de España en el extranjero, valiéndonos de nuestra red exterior. El posible daño causado al Banco de España como institución esencial del Estado era un tema de nuestro interés». ¿Actuó Alonso Manglano de «correo» en el traslado de las cintas a los miembros del Gobierno? Don Emilio, que ni afirma ni niega, esquiva por dos veces la pregunta. «Nosotros no hemos realizado un trabajo exhaustivo con esas cintas. Lo que sí puedo asegurarte es que ni el ministro de Economía, ni el Presidente del Gobierno, ni el vicepresidente, de quienes jerárquicamente dependo, creyeron nunca en la “teoría de la conspiración”. Ahí hubo una investigación periodística clara, que luego derivó en un problema político». ¿Fue el CESID el que «pinchó» los teléfonos de mi casa? «Puedo asegurarte categóricamente, y lo hago empeñando en ello mi palabra, que el CESID no ha “pinchado” ningún teléfono en relación a Ibercorp, y naturalmente tampoco el tuyo. Quienes han expandido esa teoría saben perfectamente que no ha sido esta casa».

Otros muchos han sufrido los rigores justicieros de Juan Tomás de Salas a cuenta de las famosas cintas. El 21 de julio pasado, el periodista Teodoro Guerrero, que fuera redactor de Cambio 16 hasta unos días antes de esa fecha y que firmó algunos trabajos publicados por la revista en torno a Ibercorp, realizó ante el titular del Juzgado de Instrucción número 2 de Madrid, donde se sigue una demanda del abogado Juan Peláez contra Juan Tomás de Salas, una comprometedora declaración contra el editor/director de Cambio 16, según la cual «el trabajo de intervenir los teléfonos [de Jesús Cacho, entre otros] había supuesto un gasto de veinte millones de pesetas que había pagado Manuel de la Concha a través del señor Salas»[7].

El celo justiciero puesto por Juan Tomás de Salas, marqués de Montecastro, en la defensa de sus amigos de la «biutiful» ha alcanzado cotas insospechadas. En efecto, el marqués-periodista, como un terrible predicador que espada en mano y entre la niebla amenaza a caballo con las penas del infierno a los herejes, se ha dedicado a fustigar y amonestar a diversos personajes cuyas voces aparecen registradas en las cintas como fuentes y/o amigos míos. Uno de estos amigos salía en la madrugada de un sábado de la pasada primavera de cenar con su esposa en el restaurante El Olivo, cuando, al dirigirse hacia su coche, vieron venir a Salas y De la Concha que, acompañados de sus respectivas morganáticas, abandonaban el cercano restaurante Cabo Mayor. Al verlo, Salas interpeló con grandes voces a mi amigo:

—¡Ay, Antonio, traidor, te hemos descubierto, estás en las cintas de Cacho, y te anuncio que te vamos a sacar en Cambio 16!

En pleno éxtasis de voces, la figura de Javier Los Arcos, que aparentemente acababa de salir del restaurante Sacha, todos en un palmo de terreno, apareció por los alrededores, y fue entonces Manuel de la Concha quien comenzó a proferir grandes voces:

—¡Mírales, cómo huyen, como ratas saliendo de las cloacas!

Salas cumplió su promesa sacando en su revista a mi amigo Antonio como parte de la conspiración. Peor le fue, sin embargo, a Graciano Palomo, veterano periodista y autor de libros de éxito, que estando a punto de empezar a publicar en Cambio 16, fue descubierto en mis cintas y por tanto condenado de forma automática a las penas del averno.

Mientras todo esto ocurría, el Fiscal General del Estado permanecía mudo a tan escandalosa vulneración de los derechos de la persona, reconocidos en nuestra Constitución[8]. Ni el Fiscal ni el Defensor del Pueblo, tan sensibles por contra a los deseos del Ejecutivo, han dicho esta boca es mía. Nada se sabe del resultado de las investigaciones policiales en tomo a la autoría del «pinchazo», y no será —verde y con asas— por falta de pistas. Mientras, un señor llamado Estado de Derecho se arrastra penosamente por la vida española, prematuramente envejecido tras diez años de Gobierno socialista.

Pero ha habido más personas que han probado los métodos empleados por la onorata societá de Ibercorp con sus considerados enemigos. Tal es el caso de Carlos Sebastián, consejero delegado de Ibercorp Bolsa, y un testigo clave a la hora de determinar la culpabilidad de Manuel de la Concha en la falsificación de las famosas listas de accionistas remitidas a la CNMV.

La vida de Sebastián, catedrático de la Universidad Complutense y amigo de Luis Angel Rojo, comenzó a complicarse aquel 21 de octubre de 1991 cuando, como consejero delegado de Ibercorp Bolsa, puso su firma en un listado de accionistas trucado, a remitir a la CNMV, que De la Concha y Soto le pusieron sobre la mesa con la visa del director administrativo, Juan Manuel Quesada.

Sólo meses después, en febrero de 1992, supo Sebastián el engaño. Temeroso de haber incurrido en responsabilidad penal, presentó la dimisión de su cargo por vía notarial, y puso su caso en manos de un abogado.

De la Concha, sabedor de la condición de testigo de cargo de Sebastián, siguió cortejándole de forma estrecha para asegurarse su favor o al menos su neutralidad cuando llegara la hora de la investigación judicial. Los consejos del abogado Cobo del Rosal fueron, sin embargo, convenciendo paulatinamente a Sebastián de la necesidad de afrontar el problema de forma resuelta y sin subterfugios. Manuel de la Concha comenzaba a estar en peligro.

A primeros de mayo, el automóvil de Carlos Sebastián sufrió el primer tropiezo serio con algún desaprensivo que le rompió la luna delantera. Seguramente se trataría de una casualidad, un borracho, aunque no dejaba de llamar la atención que los daños se hubieran producido estando el coche en un aparcamiento.

Unos días después volvió a ocurrir lo mismo. Cristales rotos, abolladuras. Sebastián comenzó a preocuparse seriamente, aunque, obstinado en negar la evidencia, quería seguir pensando ciegamente que se trataba de un accidente o una nueva casualidad.

Pero al tercer asalto, la ficción no pudo sostenerse por más tiempo. Era necesario afrontar la realidad. Su abogado le ayudó a convencerse de que estaba siendo víctima de un proceso de amedrentamiento, sin duda destinado a atemorizarle para que no dijera lo que sabía ante el juez.

Los ataques a su automóvil, hasta seis, se sucedieron con periódica regularidad, cuatro de ellos cometidos en un aparcamiento de la céntrica calle de Velázquez. Pero el proceso alcanzó su clímax el sábado 30 de mayo, cuando entre las ocho de la tarde y la una de la madrugada unos desconocidos asaltaron su domicilio, llevándose 30.000 pesetas en dólares y un par de gemelos en los cuales, curiosamente, estaba grabado el logotipo de Ibercorp[9].

En el revoltijo de papeles esparcidos por el dormitorio y el salón, los ladrones no parecieron advertir, o quizá no era eso lo que perseguían, distintos objetos de mucho más valor que los sustraídos, como varios relojes de oro y otras joyas que permanecían intactas en su sitio. Ello avala la tesis de que los asaltantes sustrajeron tan magro botín con la intención de dejar una pista falsa que sirviera para ocultar sus verdaderas intenciones: el robo de documentos comprometedores. El domingo, 31 de mayo, Sebastián presentó la correspondiente denuncia ante la comisaría de policía del distrito de Chamartín.

Después de este asalto, el automóvil de Sebastián sufrió un nuevo ataque, el día 15 de junio, a las diez de la mañana, media hora después de haberlo dejado en el parking de la plaza de Colón. Esta vez los agresores se limitaron a romper el cristal del conductor. Estaba claro que Sebastián era seguido desde el mismo momento en que abandonaba su casa.

Aquel día, nada más dejar su coche, Carlos Sebastián se dirigió al cercano hotel Tryp Fénix, donde tenía concertada una entrevista. Aproximadamente una hora después, cuando acompañado de un amigo abandonaba el hotel, ambos pudieron descubrir a un joven que, apostado al pie de un árbol del cercano paseo de La Castellana, esperaba la salida del catedrático con un walkie-talkie en la mano, y que rápidamente se dio a la fuga al verse descubierto.

Ha habido otros afectados en la guerra de Ibercorp. El 4 de junio Juan Peláez se veía en la tesitura de acudir a la comisaria de policía del distrito de Usera para interponer una denuncia por las repetidas amenazas que venía recibiendo. Desde que Cambio 16 publicara su conversación conmigo, el abogado debió soportar un rosario de anónimos e insultos telefónicos en su casa y en su propio despacho, escritos irreproducibles, plagados de insultos, por parte de gente que demostraba conocer al dedillo la vida y milagros del abogado.

Igualmente ha denunciado amenazas el abogado Emilio Rodríguez Menéndez, fustigador judicial del caso Ibercorp como abogado de la acción popular, que denunció el 18 de mayo ser objeto de presiones para que retirara su querella contra los responsables de Ibercorp, y amenazas telefónicas por parte de desconocidos. También su padre recibió amenazas, al igual que dos abogados de su despacho[10].

Otra de las víctimas de la ira de Salas ha sido el financiero catalán Javier de la Rosa, atacado con saña desde Cambio 16 a cuenta de su supuesta responsabilidad en la «teoría de la conspiración». El 4 de abril el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, realizó una defensa cerrada del financiero: «Me siento moralmente obligado a decir que no creo que haya tenido ninguna intervención en todo el asunto Ibercorp»[11]. La guerra de Ibercorp se ha cobrado, pues, numerosas víctimas. Tenía razón Manuel de la Concha cuando, a finales de enero, aseguró en el restaurante La Misión que iba a morir matando.