CAPITULO SIETE
«GARGANTA PROFUNDA»
Nunca me fié del «señor Nebot». Tenía la impresión de que nos estaba utilizando, de que alguien le estaba dando instrucciones para orientamos en una determinada dirección.
Al margen de mi desconfianza, las relaciones con él eran bastante frustrantes. Siempre prometía el papel definitivo y luego nunca aparecía con él. Jesús insistía una y otra vez. Quizás yo estaba siendo prematuramente injusto con el «señor Nebot». Al fin y al cabo, algunas de las empresas que nos había facilitado en su «carpeta negra» correspondían a sociedades fantasma creadas por Rafael Vázquez Padura. El hilo que nos llevó al descubrimiento del Ibercorp sumergido estaba en aquellos papeles.
Por entonces, a partir de la segunda quincena de enero, yo iba casi todos los días al Registro Mercantil. Mi amigo José Luis me aguardaba en su despacho, sentado detrás de su mesa siempre desordenada, llena de papeles y con un ordenador recién instalado con el que parecía no simpatizar, pero por qué no harán estos cacharros para que los entienda la gente normal, otra vez se ha vuelto a bloquear.
José Luis es un granadino sabio y poco convencional, alto, rubio, cuarentón y con un ligero acento andaluz que convierte sus broncas en paternales reprimendas.
—Hombre, Casimiro, a ver qué me vas a pedir hoy. Pero, ¿dónde quieres ir a parar tú con tantos nombres?
—Nada, hoy es cosa de poco. Esta lista. Quiero ver los accionistas de estas sociedades, cuándo se constituyeron y los cambios en el consejo.
—Que te he dicho mil veces que los accionistas no se pueden saber, que lo único que podemos darte es quiénes son los consejeros.
—Bueno, tú ya me entiendes. Anda, vamos a tomar un café mientras van preparando la información.
—Me vas a volver loco. Un día tú me vuelves loco.
AB Master, SF Trust, AC Holding, Afinbur, Sirne, Ratiol, RTS Internacional, Igna, Katana, Anónima, Sistemas Financieros, Terrenos y Recintos, PCP Internacional, Holding 2, Holding 3, Coinsa... La lista sería interminable. Un montón de sociedades que nos llevaban a otras sociedades siempre constituidas por el mismo despacho: Rafael Vázquez Padura.
Pero no avanzábamos, estábamos como al principio, como en julio de 1991. Teníamos una operación de autocartera muy importante en Sistemas Financieros, teníamos unos clientes deseosos de apuñalar a Manuel de la Concha, y muchos rumores. Nada más.
Los papeles que el «señor Nebot» nos había puesto sobre la mesa tan sólo aportaban sospechas, pistas si acaso, nunca eran pruebas concluyentes. Incluso a veces tenía la impresión de que nos estaban llevando en una dirección equivocada.
Mi desconfianza aumentó hasta el límite cuando comprobé que la sociedad que supuestamente pagó doce millones a Mariano Rubio mediante un cheque del Banco Ibercorp no existía.
AB Holding no aparecía por ningún lado. Tan sólo estaba inscrita en el Registro una sociedad de nombre similar, AC Holding, ligada a Jaime Soto.
—Casimiro, no insistas, si no aparece en el ordenador es que no está inscrita.
—¿Seguro que no te has equivocado? Compruébalo otra vez.
El bueno de José Luis tecleó varias veces el nombre en su ordenador y, para mayor seguridad, mandó a uno de sus empleados a que comprobara en persona la lista de sociedades, con resultado igualmente negativo.
—Jesús, no puede ser. Es imposible que un cheque esté equivocado. No se puede confundir AB Holding con AC Holding. Y, en caso de que así sea, no nos vale de nada. No sirve como prueba porque siempre nos podrán decir que AB Holding no existe. Yo creo que esto puede ser una trampa.
—Hay que esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Y si al final resulta que el material es bueno? Tenemos que seguir insistiendo, aunque hay que exigirle a «Nebot» que cumpla, que no nos haga perder más tiempo. Tenemos que darle otra oportunidad.
Pero Jesús también acabó perdiendo los nervios, y un buen día despidió con cajas destempladas al contumaz «señor Nebot», con el que, al final, tuve que lidiar haciendo de «hombre bueno», es que Jesús dice que os engaño, no le hagas caso, ya sabes cómo es, al final se le pasará, ¿tú crees que me pagarán la cantidad acordada?, no sé, yo creo que si cumples tu palabra...
Al margen de las conversaciones con «Nebot» (en cuyo resultado había perdido casi por completo las esperanzas), seguía un método de trabajo bastante más rudimentario. Uno por uno iba llamando a todos los directivos del Grupo Ibercorp y a todos los que habían pasado por aquella casa.
Por norma general, ninguno de ellos quería hablar. «Yo no sé nada, no te voy a poder ayudar. Lo siento», solía ser la contestación más habitual.
Otros aceptaban una entrevista, siempre con muchas precauciones, en lugares discretos, muy al estilo de las películas de serie B. «Llevaré un traje azul y un Cambio 16 en la mano». Pero, al final, estas entrevistas resultaban siempre un fiasco. «No, de eso no sé nada. Quienes saben esos asuntos son Quesada y Fandila Mesa. Son los hombres de confianza de Manolo Concha de toda la vida».
El 28 de febrero había quedado con uno de los que todavía seguían trabajando en el grupo. La cita era en la cafetería de Mayte Commodore a las 13.30 horas.
—Me han dicho que Concha y Soto están vendiendo el grupo.
—Sí, esa es una vieja historia. Lo están intentando desde hace meses. Las cosas van mal.
—Pero ahora tienen mucha prisa. Me dicen que están negociando con las Koplowitz.
—Yo no sé si están negociando con ellas. Lo que sí sé es que están negociando con Miguel Boyer. Con él, seguro. Se han visto varias veces en las últimas semanas. Es probable que les quieran colocar el muerto a las hermanas, pero Boyer sabe lo que pasa allí dentro. Así que si compran el grupo será para tapar algo, para hacer algún favor a sus amigos.
—Pero, ¿qué pasa realmente?
—No lo sé. Sólo sé que están muy nerviosos, que tienen miedo de que no les salga la fusión. Si fracasan en la fusión están arruinados.
—¿Tú crees que el Banco de España o el Ministerio de Hacienda pueden parar la fusión?
—No creo que Mariano le haga ese feo a su amigo. Pero las exenciones fiscales no se las han dado todavía. Y, además, tienen miedo a la prensa. Os tienen mucho miedo. Desde que publicasteis aquellos artículos en el mes de julio no duermen tranquilos. Hay demasiada gente que ha perdido dinero, demasiados perjudicados, demasiados empleados «cabreados» con ellos. Temen que alguien pueda revelar algún secreto. Pero yo no sé nada más. Lo único que te puedo decir es que estoy harto, que en ese ambiente de tensión no se puede trabajar. Es como si todo se fuera a hundir de un momento a otro.
No era mucho, pero, al menos, me había confirmado un rumor que se estaba extendiendo entre los iniciados: que Manuel de la Concha quería vender su banco a Grucycsa, la empresa en la que las Koplowitz habían depositado a Miguel Boyer para que siguiera cobrando ciento veinte millones al año.
La comprobación de esta información, sin embargo, fue igualmente frustrante.
Ese mismo día llamé a Javier Hernández a la sede de Construcciones y Contratas.
—¿Qué dices? ¿Que Boyer está negociando la compra del Banco Ibercorp? No me suena nada eso. Lo único que te puedo decir es que hablaré con Alicia para que me diga lo que hay del asunto. Te llamaré más tarde.
La contestación del responsable de comunicación de Construcciones y Contratas no tardó en producirse.
—Alicia me ha dicho que de eso no hay nada. Nosotros no queremos para nada un banco. No hemos hablado nunca de ese tema con Manuel de la Concha.
Javier no es de los que te engañan. Yo le conozco bien, y sabía que me había dicho la verdad. Entonces, ¿qué negociaba Miguel Boyer con Manuel de la Concha? Una de tantas preguntas sin respuesta que iba apuntando en mi libreta, a la espera de que algún día alguien pudiera dar una explicación convincente.
Pasaban los días, y seguíamos sin avanzar lo más mínimo. Jesús insistía por su lado, pero sin ningún resultado. Con todo, yo tenía que seguir el día a día en la sección de economía de El Mundo. Y puedo asegurar que ya con eso no me sobraba el tiempo para aburrirme. El caso Ibercorp era por esos días como un catarro leve: lo tienes presente, pero no te impide trabajar.
El lunes, 27 de enero, llegué a la redacción, como casi todos los días, dispuesto a leer la prensa y comenzar a cavilar enseguida por qué derroteros dirigir la sección. Pocas novedades en letra impresa. Renfe había regalado ciento veinte millones al pagar indebidamente el IVA por unas fincas rústicas. La empresa ferroviaria se había convertido en un agente especulador de primera magnitud.
Para el martes teníamos previsto un informe sobre el crecimiento del PIB en 1991. A las 10.45 sonó el teléfono.
—¿Casimiro García-Abadillo?
—Sí, soy yo.
—No sé si te acuerdas de mí. Nos vimos hace algunos meses. Yo trabajo en Ibercorp. Me llamo... Bueno, no sé si recuerdas mi nombre...
—Sí, ya recuerdo. Estuve contigo en tu despacho. Dime.
—¿Te sigue interesando escribir sobre el tema?
—Sí, por supuesto. Pero la verdad es que estoy un poco desilusionado. Tus jefes lo han hecho tan bien que no hay por dónde cogerlos. Jesús Cacho y yo llevamos meses trabajando y no hemos conseguido nada.
—Bueno, ahora sí hay por dónde cogerlos.
—¿Estás seguro?
—Sí, completamente. Alguna vez todos cometemos errores.
—¿Y se puede saber de qué se trata?
—¿Cómo tenéis ahí los teléfonos?
—Bien, sin problemas, puedes hablar lo que quieras.
—Sólo te voy a avanzar una cosa para que te des cuenta de lo que está pasando. Se trata de una falsificación. De la Concha ha falsificado un documento muy importante, y eso es un delito grave.
—¿Por qué no quedamos y me cuentas esa historia con más detalle?
—Bien, de acuerdo. Pero hoy no puedo. Deja que yo te llame. La próxima vez que lo haga me identificaré como «Alberto».
Justo en ese momento aparecía Jesús Cacho por la redacción, con su gabán verde en el brazo y vistiendo uno de sus elegantes trajes. No recuerdo muy bien por qué venía tan contento.
—¿Qué hay, chicos? ¿Alguna llamada?
—No menos de quince.
En un aparte, le conté a Jesús la conversación que acababa de tener con «Alberto».
—¿Es de fiar ese tipo, o es uno más de los que luego no saben nada?
—Saber, sabe. Yo estuve con él hace unos cuantos meses y era una tumba, pero sabía, aunque sólo sea por el puesto que ocupa en el grupo, tiene que saber muchas cosas.
«Alberto» no llamó al día siguiente. Ni tampoco el miércoles ni el jueves. El viernes, por fin, decidí llamarle a su despacho, pero su secretaria me cortó en seco.
—Lo siento, no le puedo pasar llamadas. Estará reunido todo el día.
¡Qué se le va a hacer! Quizá aquella era otra de tantas falsas alarmas. O quizá «Alberto» tuvo miedo y no se atrevió a dar el paso definitivo.
El martes, 4 de febrero, se presentaba como un día de tantos. Estábamos a la espera de las repercusiones políticas de los sucesos de Cartagena. Una manifestación convocada por los sindicatos para protestar contra el desmantelamiento industrial de la región había derivado en duros enfrentamientos con la policía y el incendio del Parlamento regional.
Eran las nueve de la noche, y estábamos cerrando la segunda edición del periódico. Habían venido a verme dos amigos de una sociedad de valores, y estábamos tomando una cerveza en la redacción mientras comentábamos la situación de Banesto. Sonó el teléfono.
—¿Casimiro?
—Sí, soy yo.
—Soy «Alberto». Perdona que no te haya llamado, pero es que he tenido bastante trabajo. ¿Podemos vernos hoy?
—Por supuesto que sí. Jesús Cacho está a punto de llegar al periódico. Me gustaría que te conociera. Ya sabes que estamos trabajando juntos en esta investigación.
—Por mí no hay problema. Lo único que quiero es que seáis muy discretos. Mi nombre no lo tiene que conocer nadie. Nadie tiene que saber que nos vemos. Yo puedo tener libre hasta las once de la noche. Después me tengo que marchar. ¿Dónde está vuestro periódico?
—En Sánchez Pacheco, paralela a López de Hoyos y Pradillo. Cerca del auditorio de Príncipe de Vergara.
—¿Conoces una gasolinera que hay en Corazón de María, al final de López de Hoyos, a la derecha?
—Sí, la conozco.
—Enfrente hay una cafetería, Navariños. Allí os espero a las 9.30.
—Bien, bien, de acuerdo. Hasta luego.
Llegamos a las 9.25 a la cafetería de nuestra cita. Jesús pidió un gin tonic y yo una cerveza, as usual. Almendras de aperitivo.
Aquel no era precisamente un lugar como para desvelar grandes secretos. Era una cafetería ruidosa, pequeña, con una zona de mesas frente a la barra, separada de ella por dos escalones y una barandilla tapizada en eskai de color verde. Los cojines de las sillas también eran de tonos verdes, queriendo evocar un ambiente tropical. Las sillas y las mesas estaban hechas con una madera que imitaba caña de bambú. Todo ello amenizado por el hilo musical.
A las 9.35 apareció nuestro hombre. En un primer momento casi no le reconocí. De hecho, fue él quien se dirigió hacia la mesa donde estábamos Jesús y yo. Llevaba un chaquetón verde, de los que usan los cazadores, un jersey de tonos oscuros y pantalón de pana. Era como si viniera de la finca. Yo le recordaba encorbatado, con un traje demasiado serio para su edad, muy en plan ejecutivo. Ese nuevo aspecto, más informal, le hacía más joven, más accesible, más próximo a nosotros.
«Alberto» parecía un poco nervioso. Hablaba muy bajito, lo cual, en aquella cafetería, nos obligaba a inclinar la cabeza sobre la mesa para seguir en lo posible el hilo de la conversación.
—¿Te acuerdas cuando fuiste a verme? Ibas buscando algo, y no sabías muy bien qué.
—Sí, lo recuerdo bien. Tú estuviste muy en tu papel. Me lo pusiste todo de color de rosa y yo me tuve que marchar con el rabo entre las piernas.
—Entonces yo tampoco conocía muchas cosas. Sabía lo que todo el mundo en aquella casa. Que Manolo Concha hacía sus negocios al margen de Ibercorp, que tenía muy buenas relaciones con Mariano Rubio, y poco más. No creáis que allí la información la conoce mucha gente. Los asuntos internos de las casa sólo los conocen cuatro o cinco personas. El resto no sabe nada.
—Bueno, ¿y qué es eso de la falsificación que nos quieres contar?
—Antes de contar nada quiero explicaros por qué hago esto, por qué os he llamado. Yo no busco nada. No quiero dinero. No os puedo ocultar que ellos me deben dinero a mí, una cantidad no muy importante para su patrimonio, pero sí para el mío. Llevan meses dándome largas y ya estoy cansado. Sin embargo, no es el dinero que me deben la razón por la que os he querido ver. Ya lo doy por perdido. Lo que me ha llevado a hablar con vosotros es la profunda decepción que me ha producido trabajar con esta gente. Se creen unos empresarios modelo, y no son nada. No son empresarios.
—¡Qué me vas a contar a mí de estos beautiful! —terció Jesús.
—Es que vosotros no os lo podéis imaginar. Lo único que quieren es ganar mucho dinero, dar el «pelotazo» y listo. Eso sí, trabajar, poquito. Y yo que pensaba cuando me fui con ellos que eran lo más moderno, lo más profesional de este país. Y luego, el descaro con el que hacen sus negocios aprovechándose de sus poderosos amigos. En fin, que estoy harto y creo que hay que desenmascararlos, contar de una vez quién es esta gente. Aunque he de confesaros que tengo bastante miedo. Son muy poderosos, y pueden hacer mucho daño.
—Mira, antes de que nos cuentes nada —Jesús estaba encantado con lo que estaba oyendo—, quiero decirte que me parece muy bien tu actitud. Hay que ser valiente alguna vez en la vida. La única forma de perder el miedo es denunciándolos, decir quiénes son, para que se sepa de una vez por todas cómo se han enriquecido y cómo se han aprovechado de sus relaciones con Mariano y gente como Mariano. De todas formas, al margen de la discreción puedes contar con todo nuestro apoyo, por tu seguridad no tienes nada que temer. Nosotros te garantizamos que nadie va a saber nunca quién eres, que nadie va a saber de dónde sale la información.
—Es que, si éstos se enteran, a mí me hunden. Yo les tengo mucho miedo, vosotros no sabéis cómo son.
—Hombre, yo no me imagino al señor De la Concha comportándose como un mafioso.
—Vosotros andaros con mucho ojo. Les conozco muy bien y os digo que hay que tener mucho cuidado con ellos.
Yo no podía aguantar más. Estaba en ascuas por conocer lo que sabía «Alberto». Algo, sin duda, muy importante, al menos a juzgar por el miedo que le procuraba a «Alberto» su revelación.
—¿Por qué no entramos en harina?
—Esta gente ha ganado mucho dinero, como sabéis, aprovechándose de sus amistades. Han hecho grandes negocios. Pero, bueno, son cosas que pasan. Nos pueden gustar más o menos, pero es así. Sin embargo, ahora han metido la pata. Han cometido un error muy grave y no sólo se pueden arruinar, sino que pueden ir a la cárcel.
—¿Estás seguro?
Jesús, que estaba sentado frente a mí, no pareció dar crédito a sus oídos.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
—Que han cometido un delito grave y les han «trincado». Que pueden ir a la cárcel.
—Pero, ¿de qué se trata?
—Han falsificado unas listas de accionistas para la Comisión de Valores. La Comisión pidió unos listados a Ibercorp Bolsa porque estaba investigando una operación de autocartera de Sistemas Financieros que se hizo en junio de 1990, y éstos le enviaron una lista falsa para ocultar sus nombres y los de sus amigos.
—¿Quiénes figuraban en la lista?
—Entre otros, Mariano Rubio, Miguel Boyer y su mujer, Soto, el propio Manolo Concha...
—¿Cómo es posible que salga ahora a la luz un asunto de hace año y medio?
—Porque la lista les fue pedida en octubre del año pasado. La Comisión pidió la lista por los artículos que publicasteis vosotros en el mes de julio.
A esas alturas de la conversación, el ruido se había hecho insoportable. Con buen criterio, Jesús propuso aplazar para otro momento la interesante charla.
—Estas cosas no son para hablarlas aquí. Yo te propongo que nos veamos en un sitio más tranquilo, por ejemplo en mi casa, si tú no tienes inconveniente, y allí, con calma, libreta en mano, nos cuentas lo que sea.
—Por mí no hay ningún problema. Aunque no sé si es muy prudente que aparezca yo por tu casa. ¿Tú estás seguro de que no te vigilan?
—Hombre, me parece que exageras un poco con tus miedos. Yo no creo que nadie esté vigilando mi casa.
—Bien, de acuerdo. No quiero que penséis que soy un paranoico, pero insisto en que hay que tomar muchas precauciones. Mañana yo no voy a poder veros, tengo cosas que hacer. ¿Os viene bien el jueves?
—Sí, sí, estupendo, el jueves por la mañana.
—¿Dónde vives?
—Mira, como Jesús vive en Aravaca y puede ser un poco complicado, lo mejor es que quedemos tú y yo aquí en Madrid y vayamos en mi coche.
—De acuerdo. ¿Conoces la cafetería de Serrano 240?
—Sí, es la que hace esquina con Príncipe de Vergara.
—¿A las diez?
—Bien, a las diez.
—Ahora, salid vosotros primero. Yo saldré después. Cuanto menos se nos vea juntos, mejor.
Esa noche, Jesús me llevó hasta mi casa en su coche. En el trayecto, comentamos nuestro alucinante encuentro con «Alberto».
—¿Qué te ha parecido?
—No sé, tú le conoces. ¿Te fías de él?
—Yo sólo le conozco de haberle visto una vez en su despacho, así que no tengo muchos más elementos que tú para juzgar, pero creo que lo que nos ha dicho es verdad. Tengo la convicción de que es verdad. Por fin hemos encontrado a nuestro «ronco».
Jesús me miró esbozando una leve sonrisa. Sus ojos brillaban con intensidad.
—«Kas», yo también creo que estamos en el buen camino. Lo que hay que hacer ahora es no decirle a nadie quién es este tío. A nadie. Y atarlo todo muy bien, no soltar nada hasta que no estemos completamente seguros.
—Lo que más me ha sorprendido ha sido verle tan acojonado. ¿Tú crees que esta gente puede ser tan peligrosa?
—No lo sé, pero a mí no es la primera vez que me ponen sobre aviso. Ya te he comentado en un par de ocasiones que personas distintas me habían confesado tenerles miedo físico. Sólo sé que estamos metidos en un asunto muy gordo. Tengo la impresión de que esta historia nos va a marcar.
Al día siguiente, lo primero que hice al llegar al periódico fue llamar a la Comisión Nacional del Mercado de Valores.
—¿Pedro? Hola, soy Casimiro. Mira, Jesús y yo tenemos un asunto importante que nos gustaría comentar con Croissier.
—¿Os urge mucho?
—Tenemos cierta prisa. Nos gustaría verle esta semana, si puede ser.
—¿Puedes adelantarme algo?
—Es un tema relacionado con Manuel de la Concha.
—¡Hostias! Vale, hablaré con él y luego te llamo.
Pedro Cases, el responsable de comunicación de la Comisión de Valores, un profesional de los pies a la cabeza, con el que trabajé y del que aprendí muchas cosas en los primeros tiempos de la revista Mercado, me devolvió la llamada a los pocos minutos.
—Oye, el jefe dice que puede veros un ratito hoy antes de almorzar. Sobre las 13.30. Si no podéis, tendría que ser ya la semana que viene.
—Estupendo, hoy a las 13.30.
Inmediatamente localicé a Jesús en su casa y quedamos citados en el despacho del presidente de la CNMV.
Croissier nos recibió en la sala contigua a su despacho, en la última planta del edificio que sirve de sede a la Comisión, en Castellana 17. Amable, como siempre, nos ofreció algo de beber. Él, como es su costumbre, pidió Coca-Cola y una cucharilla para quitarle el gas.
—Bueno, vosotros diréis.
—Tenemos noticias de que la Comisión pidió el año pasado una información a Ibercorp. Una lista de accionistas de Sistemas Financieros.
—A mí no me consta. Si no me das algún dato más...
—La Comisión estaba investigando una operación de autocartera de Sistemas Financieros, y por eso se pidió la lista a Ibercorp Bolsa, porque las operaciones de autocartera se habían llevado a cabo a través de la sociedad de Manuel de la Concha.
—No tengo ni idea. Claro, que hay muchas informaciones que pide la Comisión a las sociedades de valores de las cuales yo ni me entero. A mí sólo se me informa cuando se descubre algún dato significativo. Los requerimientos de la Comisión son muy numerosos. Muchos de ellos son de simple rutina. Requerir información no significa necesariamente que la sociedad en cuestión esté cometiendo alguna irregularidad. De todas formas, esa petición no la recuerdo, pero puedo preguntar a mi gente. Yo voy a estar fuera hasta el fin de semana, llamadme el lunes y os podré decir si se ha pedido esa información. Ahora, que quede claro que sólo puedo comentaros si se ha pedido la información. Nada más. Si se está investigando alguna cosa no puedo decíroslo, porque, como comprenderéis, nosotros estamos obligados a guardar secreto. Sólo cuando una irregularidad, si es que la hay, es significativa y entendemos que debe conocerla el público, entonces la transmitimos.
Aquella breve charla con Luis Carlos Croissier fue como un jarro de agua fría. No era posible que Croissier desconociera un tema tan importante como la falsificación de unas listas.
Por lo tanto, o nuestro «ronco» nos había engañado, o bien la Comisión no había detectado la falsificación.
Y, para colmo, ni siquiera teníamos la seguridad de que la información sobre los accionistas de Sistemas Financieros se hubiera pedido a Ibercorp Bolsa.
Cuando salimos de la Comisión, fuimos caminando Castellana arriba en dirección a la plaza de Emilio Castelar.
—¿Qué impresión has sacado?
—Muy mala. Yo esperaba que Croissier nos confirmara la falsificación, y ni siquiera sabe si se han pedido las listas.
—¿Tú crees que el «ronco» nos habrá engañado?
—No, yo me fio de él, pero tampoco creo que Croissier nos haya mentido. Hay algo que no cuadra.
—¿Tienes comida?
—No.
—¿Vamos a comer al Polentinos?
El Polentinos es un pequeño restaurante situado al final de la calle General Martínez Campos, a cincuenta metros de la plaza de Emilio Castelar. Su aspecto es bastante cochambroso, pero la comida es estupenda.
Desde el restaurante llamamos a dos buenos amigos para que nos acompañaran. En momentos de depresión no hay nada mejor que una comida en buena compañía para levantar el ánimo.
Del Polentinos salimos con la moral bastante más alta, pero aquella tarde fue imposible avanzar un paso más en la comprobación de la información que nos había dado el «ronco» el día anterior. Lo intenté por activa y por pasiva. Llamé a algunos de los empleados de Ibercorp Bolsa que habían abandonado la empresa recientemente, a directivos de otras sociedades de valores... Y siempre las mismas respuestas: «Ese asunto no lo conozco»; «De eso no sé nada»; «Tal vez sea así, pero yo no puedo ayudarte porque a mí nunca me dieron esa información»; «Con las compras de acciones del Hispano sí hubo algo, pero con Sistemas Financieros yo creo que la Comisión no ha hecho nada...».
Por un momento comencé a dudar de «Alberto». ¿Y si todo no fuera más que una trampa? Otra buena pista, como las que nos había puesto sobre la mesa el «señor Nebot» para que picásemos, para que metiéramos la pata, para hundirnos en el descrédito profesional y para, de paso, poner en cuestión la credibilidad de nuestro periódico. Esta tesis no era descabellada, conociendo, como conocíamos entonces, las maniobras para acabar con la línea informativa de El Mundo llevadas a cabo por uno de los personajes claves de nuestra investigación: el mismísimo gobernador del Banco de España, Mariano Rubio.
No pude dormir muy bien esa noche. Todo quedaba pendiente de la reunión con el «ronco» a la mañana siguiente. En esa cita podríamos resolver todas nuestras dudas. Si es que «Alberto» se presentaba.
Eran las 8.45 de la mañana, me estaba afeitando en el cuarto de baño y tenía la radio puesta. De repente, una noticia me sobresaltó. Atentado de ETA en Madrid. Un coche bomba cerca de Capitanía. Se habla de varios muertos. Estos hijos de puta no van a parar nunca de matar. Estaba frente al espejo, con la cara embadurnada todavía de espuma, dándome cuenta de lo pequeñas que son a veces nuestras aspiraciones, nuestras preocupaciones y nuestras vidas. Yo angustiado por saber si unos tipos habían cambiado o no los nombres en unas listas, y a unos centenares de metros de mi casa una bomba acababa de matar a varias personas. Me sentí como un auténtico imbécil.
Al tiempo que me dirigía en mi coche hasta Serrano 240, pensaba en que el «ronco» no se presentaría a la cita. Me dio un poco igual. Estoy harto de dar tantas vueltas, de preguntar, de buscar, quiero volver a escribir sobre la banca, sobre el PIB y el déficit público, no me pagan para vivir en esta tensión. Apagué la radio y puse una cinta de James Taylor. A esas horas, la circulación era extrañamente fluida.
Llegué a la cafetería a las 9.55. No había hecho más que pedir un café cuando vi entrar por la puerta a nuestro hombre. Esta vez había cambiado el chaquetón verde por un tres cuartos de piel, y la ropa informal por un traje de tonos discretos.
—¿Cómo estás? ¿Te has enterado del atentado de ETA?
—Sí, lo venía ahora escuchando en la radio del coche. Creo que ha sido terrible. Estaban diciendo que había cuatro o cinco muertos.
—Yo creo que hoy no deberíamos ir a casa de Jesús. Lo más probable es que la policía ponga algún control en la salida de la carretera de La Coruña. Nos podemos tirar toda la mañana en el coche.
—Yo también lo había pensado. ¿Qué hacemos entonces?
—Podemos ir a un hotel. ¿Qué te parece el Miguel Angel?
—Un hotel no me gusta mucho, pero bueno, si no hay otro remedio...
—Llamaré a Jesús para avisarle del cambio de planes. Le diré que le esperamos en el Miguel Angel.
En la parte de arriba del hall del hotel, subiendo las escaleras, al fondo y a la derecha, había una mesa relativamente discreta. El enorme salón, en el que siempre hay algún ejecutivo leyendo la prensa o charlando sobre negocios con otros «vips» recién afeitados, estaba aquella mañana completamente vacío.
—¿Qué hacemos, esperamos a Jesús?
—Mejor vamos a empezar, no sabemos lo que puede tardar, según está el tráfico.
—Antes de seguir con lo que os conté el otro día, quiero que sepas que la situación se ha precipitado. El tema puede estallar en cualquier momento.
—¿Qué ha ocurrido?
—Carlos Sebastián, el consejero delegado de Ibercorp Bolsa, se marcha. Ayer por la mañana estuvo reunido con De la Concha en su despacho. Discutieron. Hubo voces. Se enteró todo el mundo de la pelea. Concha le dijo que si se iba del grupo iba a ser su ruina. Después de la bronca, por la tarde, Sebastián fue al notario para presentar su dimisión por vía notarial. Eso es tremendo, porque Sebastián era uno de los pocos hombres de prestigio que todavía seguían en el grupo.
—¿Qué relación hay entre la dimisión de Carlos Sebastián y la falsificación de listas de la que nos hablaste el otro día?
—Toda. Su salida es consecuencia de esa falsificación.
—¿Por qué no me cuentas todo desde el principio?
—Sí, claro, perdona. En octubre del año pasado la Comisión de Valores pidió a Ibercorp Bolsa una lista de los accionistas que habían vendido acciones de Sistemas Financieros en junio de 1990 para la autocartera de la empresa. Después de lo que publicasteis Jesús y tú en El Mundo en el mes de julio, la Comisión estaba en la obligación de investigar el asunto.
—Los testimonios que nosotros recogimos apuntaban claramente a que De la Concha había discriminado a sus clientes.
—Claro, la Comisión pidió la información a Ibercorp para saber quiénes se habían beneficiado con la venta de las acciones a la autocartera de Sistemas Financieros.
—¿Y entre los que se habían beneficiado estaban el gobernador del Banco de España, Boyer y todos los demás?
—Por supuesto. Por eso falsifican las listas, para ocultar sus propios nombres y los de sus amigos de la beautiful. Porque ellos fueron los que se beneficiaron vendiendo a precios caros a la propia empresa, mientras que el resto de los accionistas han perdido un montón de dinero.
—¿Quién falsificó las listas?
—El autor material fue José Manuel Quesada, el contable de Ibercorp Bolsa, un hombre de confianza de Manuel de la Concha, que trabaja en su despacho desde la época de su padre. Cuando tuvo que mandar los listados a la Comisión, Concha le dijo que cambiara una serie de nombres que él mismo punteó con un lápiz en la lista original.
—Entonces, ¿cuál es el papel de Carlos Sebastián?
—Él es el que firma la lista. Al ser el consejero delegado de Ibercorp Bolsa tiene que firmar los requerimientos que se envían a la Comisión de Valores. La lista ya falsificada se la dio Quesada a Sebastián, y éste la firmó sin saber que se habían manipulado los nombres.
En ese momento, Jesús hizo aparición en el hall del hotel con cara de circunstancias.
—Perdonadme, chicos, pero es que hay un follón de tráfico de no te menees. Ya veo que habéis empezado. ¿Cómo vais?
—Será mejor que te sientes y escuches, porque lo que está contando «Alberto» es muy interesante. Estamos hablando de la falsificación de las listas.
—¿Le has contado a nuestro amigo que ayer estuvimos con una persona muy importante de la Comisión y nos dijo que no sabía nada de las listas de Ibercorp?
—No, todavía no le he dicho nada de eso, pero mira, ya que lo mencionas, no estaría mal que tocáramos el asunto.
—¿De qué se trata?
—Ayer, como dice Jesús, estuvimos con una persona de la Comisión de Valores. Le preguntamos por las listas de Sistemas Financieros, y nos dijo que no sabía nada. Nos quedamos un poco perplejos, porque la Comisión debería saberlo.
—¿Por qué? La Comisión no sabe nada. Ellos pidieron unas listas, e Ibercorp Bolsa les envió una serie de nombres con sus documentos de identidad y el volumen de ventas que habían hecho. Pero en la Comisión no saben nada de la falsificación. No se han dado ni cuenta. Por eso es tan importante la salida de Carlos Sebastián, porque se puede destapar todo el escándalo.
—¿Qué es eso de Carlos Sebastián?
—Es el consejero delegado de Ibercorp Bolsa. Antes de que llegaras, «Alberto» me ha contado que ha presentado su dimisión.
—Carlos Sebastián tampoco sabía nada de la falsificación hasta que, hace una semana, Fandila Mesa, otro de los hombres de confianza de Manuel de la Concha, que era uno de los pocos que conocían la falsificación desde el principio, se lo dijo. Naturalmente, Sebastián se quedó completamente «acojonado».
—En caso de descubrirse la falsificación el responsable sería él.
—Exacto. Por eso en estos últimos días Sebastián ha estado intentando conseguir algún tipo de garantía por parte de Manuel de la Concha para que éste le exonerara de responsabilidades.
—¿Y cuál ha sido la respuesta de De la Concha?
—Se ha negado en redondo. Le ha dicho que no va a pasar nada, que nadie se va a enterar y que, en caso de que se descubriera, él asumiría la responsabilidad.
—Y con ese papelón, ¿Carlos Sebastián no ha puesto el asunto en manos de algún abogado?
—Sí, creo que ya ha hablado con uno. Me parece que con Cobo del Rosal. Claro que, en principio, Carlos ha querido arreglarlo por las buenas, pero no ha habido forma. Por eso ayer se montó la bronca en el despacho de Manuel de la Concha, porque no había manera de hacerle entrar en razón. Por más que se empeñó, Concha se negó a firmar un documento exonerándole de responsabilidades.
—¿Tú crees que podríamos hablar con él?
—¿Con Carlos Sebastián? No, no lo creo. Está tan asustado que no se pondrá ni al teléfono. Yo creo que eso es imposible. Aunque la situación está muy mal en la casa y me han dicho que Manuel Fernández Fontecha, el secretario del consejo de Sistemas Financieros, también se va a marchar. Y también Fandila Mesa. Bueno, es que aquello es un desastre. Mi opinión es que este tema, por un lado o por otro, va a terminar estallando.
—¿Tú sabes cómo falsificaron los nombres?
—Quitaron los nombres y los primeros apellidos de la gente que querían enmascarar. Por ejemplo, Boyer aparece en la lista falsa como «M. Salvador». Así es imposible saber que se trata de Miguel Boyer. El gobernador aparece como «M. Jiménez». Y así con todos ellos. Hay incluso algo más grave. Se trata de la sustitución de un nombre por otro falso.
—A ver, a ver, cuéntanos eso con más detalle.
—Jaime Soto es uno de los que más vendió para la autocartera de Sistemas Financieros. Lo hizo a través de una sociedad suya que se llama Padilla de Inversiones. Pues en la lista que tiene la Comisión, esa sociedad no aparece, la que aparece es P. K. Banken, un banco sueco que no ha vendido ni una sola acción para la autocartera de Sistemas.
—Pero esto que nos estás contando es un escándalo.
—Ya os dije el primer día que si esto se sabe, Manuel de la Concha podría acabar en la cárcel.
—Son unos golfos. Si yo les conozco muy bien, y se lo he dicho a «Kas» muchas veces, que estos tíos son unos golfos.
—Bueno, yo creo que con esto que os he contado ya tenéis material para publicar. Yo me tengo que marchar ahora. Espero que tengáis suerte con vuestra investigación y que digáis la verdad sin dejaros nada en el tintero.
—No, por eso no te preocupes. Pero creo que nos deberíamos volver a ver. Seguro que hay muchas más cosas que sabes y que nos pueden servir para adornar esta historia.
—No, con lo que os he contado ya hay suficiente. Vosotros sabéis muchas cosas de esta gente. No vais a necesitar mucho más. Tirad del hilo y encontraréis más cosas.
—Mira, «Alberto», tú te has portado muy bien con nosotros. Pero, al final, somos mi amigo y yo quienes nos la vamos a jugar publicando esto en el periódico. Por lo tanto, yo creo que deberíamos vernos una vez más, antes de publicar nada, y después de haber hecho algunas comprobaciones sobre lo que nos has dicho.
—Bien, de acuerdo. Una vez más y punto. Ya os he dicho que no me fío nada de esta gente, y si saben que he hablado con vosotros se me cae el pelo.
—¿Quedamos en este mismo sitio mañana?
—No, yo no puedo. Tengo que salir fuera de Madrid y no volveré hasta el domingo por la noche. El lunes. El lunes a las diez en este mismo sitio. ¿De acuerdo?
Las revelaciones del «ronco» eran de tal envergadura que su publicación podía dar al traste con uno de los grupos más poderosos de este país. Desde ese momento fuimos conscientes de que teníamos una auténtica «bomba» en nuestras manos. Pero también sabíamos de las dificultades para contrastar lo que nos había contado nuestra fuente, y del enorme riesgo que corríamos si cometíamos alguna imprudencia.
¿Cómo averiguar si la falsificación se había producido? De la Concha lo negaría en redondo, y su fiel Quesada ni siquiera atendería nuestra llamada.
Sebastián era el hombre clave. Había que intentar hablar con él. Había que localizarle a toda costa. Intentar hablar también con ese tal Fandila Mesa y con Fernández Fontecha. Teníamos que conseguir que, al menos, otra persona nos confirmara la increíble historia que «Alberto» nos desveló aquella mañana.
Todos los esfuerzos fueron en vano. Lo intenté en Ibercorp. Las secretarias de los tres dijeron exactamente lo mismo: «¿De parte de quién? Ah, periodista. ¿De qué medio es usted? El Mundo. Ya. Hoy no ha venido por la oficina, llámele mañana, por favor. ¿Desea dejarle algún mensaje?».
Buscamos en la guía sus teléfonos particulares, pero todo fue inútil. No conseguimos hablar con ninguno de ellos a pesar de haberlo intentado durante toda la tarde.
—¿Te has dado cuenta de que es imposible comprobar lo que nos cuenta «Alberto»?
—Sí, es cierto. Bueno, esta vez al menos sabemos que el trío de descontentos no ha ido por la oficina, lo que en cierto modo avala su versión de que han dimitido. A no ser que las secretarias tuvieran órdenes de decir que no estaban si llamaba por teléfono algún periodista.
—¿No habrá alguna forma de encontrar a alguien que pueda servirnos de enlace con esta gente? ¿Tú no conoces a nadie de las sociedades de bolsa que pueda conocer a Carlos Sebastián?
—Ya lo he intentado. Uno de mis amigos le conoce, pero no parece llevarse muy bien con él. Sin embargo, se me ha ocurrido algo que puede resultar. Yo tengo bastante buena relación con Manuel Cobo del Rosal.
—¡No me digas! Pues, «Kas», es la única persona que puede confirmarnos todo lo que nos ha dicho el «ronco».
Llamé al instante. Pero, para colmo de desdichas, Cobo del Rosal tampoco estaba en su oficina. Se encontraba fuera de Madrid.
—¿Espera usted hablar con él hoy o mañana?
—Sí, seguro. El siempre me llama cuando está fuera. Si quiere le puedo decir que le ha llamado.
—Sí, por favor, dígale que tengo mucho interés en hablar con él, que es muy urgente.
—¿Me puede adelantar de qué se trata?
—Dígale... Sólo dígale que quiero hablarle de Carlos Sebastián.
—¿Nada más?
—No, sólo dígale ese nombre: Carlos Sebastián.
Ahora sólo quedaba esperar. De todas formas, no convenía hacerse muchas ilusiones con aquella gestión. El «ronco» no nos había dado el nombre de Cobo del Rosal con mucha seguridad. Si, al final, resultaba que Cobo no era el abogado en cuestión, otra vez volveríamos a estar como al principio: una magnífica historia que no podíamos contar.
De nuevo el viernes lo intenté en Ibercorp. Y, de nuevo, las tres secretarias me dijeron lo mismo:
—Insista el lunes, por favor. Hoy no ha venido por la oficina.
—Pero, ¿qué ocurre? ¿No se habrá marchado del trabajo?
—No, no. Es que hoy no ha venido. Lo siento.
Estaba en un callejón sin salida. Por más que le daba vueltas no encontraba la fórmula para romper ese círculo de silencio. Fue entonces cuando decidí llamar a mi amigo, nuestro «topo» en el Ministerio de Economía y Hacienda. El está siempre muy bien informado. Nadie en el periódico sabe que hablo con él. Tampoco creo que en el Ministerio él vaya pregonando que me conoce. Tan sólo una de sus secretarias sabe quién soy. Conoce perfectamente mi voz. Yo también la suya. Por eso, cuando llamo y no es ella cuelgo el teléfono. Ninguna otra tiene una voz tan dulce.
—¿Está el jefe?
—Hombre, cuánto tiempo sin llamar. ¿Te ha pasado algo?
—No, bonita, que no me dejan en paz. Siempre metido en líos, en vez de dedicarme al déficit.
—No te quejes. Espera un momento, voy a ver si se puede poner.
Y al momento.
—Ha habido suerte. Te pongo. Hasta luego.
—¿Casimiro? Cómo estás, ya no llamas a los amigos.
—No, es que estoy metido en una historia que me trae frito. No sé cómo amarrarla, pero creo que es buena.
—¿No será algo de la casa? No me asustes.
—No... bueno, podría serlo, pero indirectamente.
—¿Cómo?
—Es algo que tiene que ver con Mariano Rubio, con Manuel de la Concha y toda esa gente.
—Ah. Lo que vosotros, los periodistas, llamáis la beautiful
—Sí, eso.
—¿Y en qué puedo ayudarte yo? Ya sabes que de la «biuti» sólo sé que todos sus miembros son muy feos.
—Me gustaría verte para hablarlo con más calma.
—Bueno. Si quieres puede ser esta tarde a las ocho, donde siempre.
—Vale, de acuerdo, donde siempre.
Mi amigo y yo solemos quedar en una cafetería muy mona que hay cerca de la Castellana. Allí van las viejecitas del barrio de Salamanca a tomar el café por las tardes y, de vez en cuando, algún ejecutivo maduro a alternar con su secretaria. Todo es muy tranquilo, un lugar ideal para hablar del gobernador del Banco de España y sus amigos.
Nos sirven dos cervezas, y unas almendras de aperitivo.
—Tú dirás. Me tienes intrigado.
—Jesús y yo estamos siguiendo una historia desde hace tiempo. El año pasado ya escribimos algo. Es el asunto Ibercorp.
—Me acuerdo de aquello. Los artículos que publicasteis montaron mucho follón.
—Manuel de la Concha ha pedido las exenciones fiscales para la fusión del Grupo Financiero, el Banco y Sistemas Financieros. ¿Todavía no se ha resuelto el expediente?
—No. Y no se ha resuelto porque no es fácil. Todo lo que tenga que ver con De la Concha siempre es enrevesado, complicado. Aunque es muy probable que al final se la den.
—Pero, ¿tú qué opinas?
—No seas tramposo. Yo no te voy a decir lo que opino. Sólo te puedo decir que no es sencillo. O, al menos, que no va a ser tan sencillo como ellos se creían. De todas formas, tú no me has llamado para hablar de las exenciones de Ibercorp.
—No. Te he llamado porque tenemos dos historias entre manos muy fuertes que afectan directamente al gobernador.
—A ver, a ver.
—Una de ellas se refiere a unos pagos que le hace el Banco Ibercorp. Unos cheques que le abona una sociedad propiedad de Manuel de la Concha.
—¡Toma! ¿Esos cheques los tenéis vosotros?
—Tenemos unas fotocopias.
—No sé qué decirte. Debéis tener mucho cuidado, aunque me imagino que ya estáis tomando vuestras precauciones. Yo eso lo dudo, aunque es evidente que Mariano vive por encima de sus posibilidades; o, mejor dicho, que gasta más de lo que gana como gobernador del Banco de España. Eso es evidente. Por lo tanto, de algún sitio le tiene que venir el dinero. ¿Que es Manolo Concha el que le paga? Es probable. Pero dudo de que lo haga de una forma tan burda.
—Si quieres que te diga la verdad, yo tampoco me fío mucho de esa historia.
—¿Y la otra?
—La otra es más creíble, aunque no tenemos ni un solo papel, ni una sola prueba. Unicamente la versión de una persona que ha trabajado en la casa. Se trata de una falsificación. Manuel de la Concha ha falsificado unas listas de accionistas de Sistemas Financieros que le había pedido la Comisión de Valores por las operaciones de autocartera que publicamos el verano pasado.
—A mí me suena que algo se pidió, pero no sé nada de la falsificación de que me hablas.
—Es que la Comisión no sabe nada. Pidió la información, pero no descubrió que habían falsificado los nombres de algunos accionistas. Entre ellos están el propio Mariano, Miguel Boyer, Jaime Soto, casi toda la panda.
—¿Eso lo vais a publicar?
—Queremos publicarlo, pero nos falta una comprobación.
—Hijo, amarradlo muy bien porque me temo que os vais a meter en un lío tremendo. No hace falta que te diga el poder que tienen los que llamáis beautiful. Y Mariano Rubio es mal enemigo, muy mal enemigo. Así que, si vais a publicar algo, que no quede ni un resquicio de duda, porque si no, van a por vosotros. Sería la excusa ideal para hundiros a vosotros y a vuestro periódico. Ya sabes las simpatías que tenemos en esta casa y en todo el Gobierno a El Mundo.
Después de la charla con mi amigo me marché a casa. Estaba muy cansado. Aunque, afortunadamente, aquel fin de semana no tenía que trabajar. Nada más llegar, mi mujer, Paloma, me dijo que me había llamado una de las secretarias del periódico. Que llamara, porque era urgente.
—¿Sí, qué ocurre?
—Casimiro, tienes un mensaje. Te ha llamado el señor Cobo del Rosal. Que te ve el lunes en su despacho a las doce de la mañana. Su secretaria me ha dicho que, si no puedes ir, la llame a un teléfono que me ha dado. ¿Qué hago?
—Pues decirle inmediatamente que sí, que encantado de verle a las doce de la mañana.
Maravilloso. Estupendo. Magnífico. Cobo del Rosal era su abogado, era el abogado de Carlos Sebastián. Si no, no habría devuelto la llamada citándome en su despacho. ¿O tal vez sí? No, no puede ser.
Lo mejor es no hacerse ilusiones. Esperar al lunes y ver. Por cierto, el lunes estamos citados con el «ronco» en el Miguel Angel. Cobo tiene el despacho en José Abascal. Fenómeno. Está al lado del hotel. Hay tiempo para las dos cosas. Este fin de semana espero olvidarme de todo esto. Descansar. Hasta el lunes. Vaya día, el lunes.
Fin de semana en El Escorial. Días deliciosos de frío y sol. Paseos por los jardines de la Casita del Príncipe con mi hija María. El tiempo pasa volando, pero, afortunadamente, duermo como un tronco. A las diez de la mañana, Jesús, «Alberto» y yo acudimos muy puntuales a la cita del Miguel Angel.
—¿Ha habido alguna novedad?
—No, nada importante. Uno de mis amigos de dentro de Ibercorp me ha dicho que la semana pasada estuvo allí Javier de la Rosa, acompañado de Manuel Prado. Acudieron en un Bentley azul imponente. Todo el mundo se enteró de que De la Rosa se entrevistó con Manuel de la Concha.
—¿Sabes algo de esa entrevista?
—No, no sé nada. A lo mejor están intentando venderle otra vez el grupo. Ya lo intentaron el año pasado.
—Conocemos esa historia, pero ahora dicen que se lo está vendiendo a su amigo Miguel Boyer.
—Sí, eso es cierto. Están negociando con Miguel Boyer, aunque no sólo con él. También están negociando con un banco francés, la Banca D’Argill. La semana pasada fueron a París a negociar con ellos. De la Concha y Soto conocen en ese banco a un tal Mikimoto. Creo que el asunto no les fue nada bien. También le han querido vender el grupo a La Mondiale. A los franceses les han pedido nada menos que 14.000 millones.
—Por pedir que no quede. Lo que es increíble es lo de Boyer. Negociando la compra del grupo de sus amigos, del que es accionista, para colmar sus apetencias de ser banquero.
—Boyer les ha ayudado ya en varias ocasiones. Por ejemplo, al poco tiempo de ponerse en marcha las sociedades financieras, Ibercorp Leasing e Ibercorp Financiaciones, les dio líneas de créditos por valor de 1.500 millones de pesetas.
—¿Hubo otros bancos que les prestaran dinero?
—Sí, yo creo que la mayoría de los grandes bancos les dieron dinero. ¡Cualquiera se negaba a darle un crédito a don Manuel de la Concha! Uno de los que más dinero dio a las financieras fue el Central. En total, unos 3.000 millones. Ese crédito lo gestionó personalmente Manuel de la Concha con Escámez. Eso fue en 1988, en la primavera, en plena fusión con Banesto. Las cosas no estaban como para hacerle un feo al amigo del gobernador.
—Por cierto, ¿cómo son las relaciones de De la Concha con Mariano Rubio?
—Eso ya lo sabéis vosotros: excelentes. Se ven todas las semanas por lo menos dos o tres veces para comer. Y todos los miércoles juegan al golf en Puerta de Hierro. Manuel de la Concha le llama mucho. Prácticamente todos los días, por la mañana. No es una cosa que Concha oculte, ni mucho menos. Presume de ello. Alguna vez, estando yo con él, le ha pedido a su secretaria, Ofelia, que le pusiera con don Mariano Rubio.
—¿Y de qué hablan?
—No lo sé, me imagino que de cosas importantes algunas veces, y otras de tonterías. Cuando yo estuve en su despacho, la conversación fue absolutamente intrascendente. Querían quedar junto con sus mujeres para ir a no sé qué sitio.
—Alguna gente nos ha dicho que Mariano pasa información confidencial a De la Concha. ¿Tú sabes algo de eso?
—Sí, claro. Yo os puedo dar una pista para que la investiguéis. ¿Por qué el Banco Ibercorp, un poco antes de la suspensión de pagos del Banco Europeo de Finanzas, cambió su posición en el mercado interbancario de un día a seis meses? Ese es uno de tantos favores de Mariano a sus amigos. Después del estallido del BEF ningún gran banco dio liquidez en el mercado a los pequeños. Pero el Banco Ibercorp no tuvo problemas y, a pesar de ello, el Banco de España le dio más de 5.000 millones de pesetas. Otro favor de Mariano. ¿Cómo es posible que el Banco Ibercorp, que no tiene prácticamente ningún negocio, gane 400 millones al año sólo con la mesa de contratación? Pues porque conocen perfectamente la evolución de los tipos de interés antes que los demás.
—¿Tú crees que De la Concha le paga a Mariano? Nosotros tenemos un cheque del Banco Ibercorp por el que una sociedad le paga doce millones al gobernador.
Jesús sacó de su cartera la carpeta negra del «señor Nebot» y extrajo algunos papeles, entre los que se encontraba la fotocopia del cheque de doce millones de AB Holding a Mariano Rubio, que mostró a «Alberto» con candorosa expectación.
—¿De dónde habéis sacado esto?
—Nos lo ha dado un amigo. ¿Tú reconoces ese tipo de papel?
—Vamos a ver... Bueno, esto es un impreso normalizado del Consejo Superior Bancario, igual para todos los bancos, pero esto no es bueno, en nuestro encabezamiento figura «Banco Ibercorp», no «Ibercorp» a secas, como dice aquí. Y nosotros lo llamamos «traspaso interior», no «transferencia interior»... Este papel es absolutamente falso. Además, los códigos de las cuentas del banco empiezan por 1, no por 4, y esa clave de ahí abajo también es falsa.
—¿Y la empresa? ¿Conoces esa AB Holding?
—No, yo la que conozco es AC Holding, que es una sociedad de Jaime Soto, donde cobró casi 500 millones por la venta de las financieras al Crédit Agricole. También hay otra sociedad que se llama AB Master, esa es de Manuel de la Concha, que se metió en el bolsillo otros 500 «kilos» por la misma operación. Tamayo los ingresó en SF Trust. En las grandes operaciones, los tres iban a partes iguales. Pero AB Holding no la conozco. No digo que no exista ni que ese papel sea falso, ni mucho menos, pero yo no la conozco.
—Es decir, que la única relación entre Rubio y De la Concha es que el gobernador le tiene confiados sus dineros.
—No, yo no digo eso. Seguramente habrá otras cosas que yo no sé. De todas formas la gestión de De la Concha ya es mucho. Porque todos sus amigos han ganado mucho dinero con él. Y luego están los pequeños detalles, los viajecitos y cosas por el estilo.
—¿Qué clase de viajecitos?
—De vez en cuando, Manuel de la Concha y su mujer invitaban a Mariano Rubio y a Carmen Posadas a dar una vuelta en su avión privado. Que yo sepa, han estado juntos en Montecarlo. Y, por supuesto, a gastos pagados por las empresas del grupo.
—No me lo puedo creer.
—Pues créetelo, porque ese viaje lo hicieron a cuenta de una de las empresas que yo conocía bien. La factura la tuve yo en mis manos. Pero es que ese tipo de cosas era normal en la casa. Nadie se extrañaba. Concha y su mujer fueron al concierto de fin de año en Viena el 31 de diciembre de 1990, y se gastaron tres millones, que pagó otra de las empresas del grupo. Jaime Soto batió el récord pagándole a su amigo Juan Abelló una cacería en Rumania que costó nueve millones de pesetas. Todo a cuenta de las empresas del grupo.
—Eso quiere decir que estos señores, de su bolsillo, no gastaban ni un duro.
—Por supuesto. Todos los gastos corrían a cargo de las empresas. Las comidas de lujo, los hoteles, todo.
—¿Cuánto ganaban al año Manuel de la Concha y Jaime Soto?
—Si descontamos sus operaciones y sus negocios, sólo contando sus honorarios por consejos y por sus cargos en las empresas, unos cien millones cada uno al año, gastos aparte.
Eran las 11.50 de la mañana, y yo ya no podía esperar más. Tenía que ir al despacho de Cobo del Rosal, y la verdad es que, con aquella conversación, me hubiera quedado horas escuchando a «Alberto».
—Me vais a disculpar, pero yo me tengo que marchar.
—Yo también tengo prisa.
—Hombre, ahora que estabas entrando en harina.
—No, no, de verdad, es que me tengo que marchar.
—Déjame preguntarte un par de cosas más —insistió Jesús.
—Está bien, pero a las doce y cuarto me tengo que marchar, en serio.
Dejé a Jesús en plena faena, y me dirigí andando hasta el despacho de Cobo del Rosal. Más que un paseo, fue una carrera contra reloj. A las doce en punto estaba llamando a su puerta.
En un recodo del pasillo, a la derecha, según se entra, hay un pequeño recoveco que sirve de sala de espera, con su mesa baja llena de revistas. Ojeé un ejemplar de un semanario. Comenzaba a leer un artículo sobre «El acoso sexual a las secretarias en las empresas españolas», cuando apareció Cobo luciendo una amplia sonrisa.
—¿Cómo estás, Casimiro? Cuánto tiempo sin verte.
—Sí, esta es la primera vez que vengo a este despacho. El otro, el de Eduardo Dato, era mucho más oscuro.
—Sí, nos hemos venido aquí hace poco tiempo. Aún hay algunas cosas por poner. Pero aquí se trabaja más a gusto que en el otro. Toma asiento y cuéntame qué te trae por aquí.
—Iré directo al grano: ¿estás llevándole un caso a Carlos Sebastián?
—No. Te diré. Carlos Sebastián vino a verme hace unos días. Vino acompañado por un amigo común, José Terceiro, el hermano de Jaime, el presidente de Cajamadrid. Me comentó un asunto, el hombre estaba muy asustado, y luego se marchó. Me pidió un consejo, yo se lo di, y quedó en volverme a llamar. Pero, hasta el momento, no lo ha hecho.
—¿Lo que te comentó tiene que ver con la falsificación de unas listas para la Comisión de Valores?
—Sí, una lista en la que aparecen determinados personajes.
—Entre ellos, Mariano Rubio, Boyer y algunos más.
—Sí. Creo que también hay algún otro importante que no recuerdo.
—Y te vino a ver porque la lista la falsificaron sin su consentimiento.
—Claro. Es que, por lo visto, el tal De la Concha mandó cambiar los nombres a otro empleado suyo.
—¿Quesada?
—Sí, creo que se llama Quesada. Y entonces a él no le dijeron ni pío. Cuando a Sebastián le contaron que la lista estaba trucada, se puso por las nubes. Imagínate cuando la Comisión descubra el pastel. El muerto se lo querrán cargar a este pobre hombre.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que les pida por las buenas un escrito en el que le eximan de responsabilidades. No es que eso solucione todos los problemas, pero es un paso. La verdad es que lo tiene difícil.
—¿Tú viste la lista falsificada?
—Sí, a mí me trajo una lista con un montón de nombres. Yo la tuve en mis manos. ¿Y a ti quién te ha contado esas cosas?
—Un amigo mío que trabaja en Ibercorp.
—¿Vais a publicar este lío en el periódico?
—Naturalmente.
—Pues se va a montar un follón de aquí te espero.
—¿Tú crees que podría hablar con Carlos Sebastián?
—Cuando me llame se lo puedo comentar. Pero no sé lo que hará. Llevo varios días sin hablar con él.
—Dile que vamos a publicar esta historia uno de estos días. Mañana o pasado. Que queremos hablar con él, guardando la confidencialidad, por supuesto.
—No te preocupes, yo le diré que hable contigo.
A medida que bajaba en el vetusto y elegante ascensor, la excitación iba en aumento. Siete, seis, cinco, cuatro, tres... Increíble. Teníamos la confirmación que estábamos buscando. La mejor posible. Las fantásticas historias que nos había contado el «ronco» eran ciertas. Teníamos a los beautiful cogidos por el cuello. Los arquetipos del capitalismo moderno español, bendecidos por el ala liberal del PSOE, modélicos en su comportamiento, exquisitos en las formas, los que se presentaban a sí mismos como representantes de una nueva cultura, más europea, más pura, los que nada tenían que ver con los empresarios cavernícolas enriquecidos a la sombra del proteccionismo franquista, resultaban ser unos estafadores de la peor especie.
En el taxi, camino del periódico, saqué mi libreta y apunté en una de sus hojas: «Cobo confirma la falsificación de las listas en las que están Mariano Rubio, Miguel Boyer y otros personajes de la beautiful people». Eso jamás se me podría olvidar. Pero necesitaba escribirlo en algún sitio. Quizá para convencerme a mí mismo de que lo que estaba viviendo no era un sueño. Era verdad.
Cuando llegué al periódico, Jesús y Pedro J. Ramírez estaban charlando animadamente en la sección de economía.
—¿Qué tal, cómo ha ido eso?
—Venga, cuéntanos, que por lo que me estaba diciendo Jesús tenéis una historia extraordinaria.
Puse mala cara. Tenía ganas de bromear, así que hice un gesto de decepción.
—Será mejor que vayamos a tu despacho, Pedro. Allí hablaremos más cómodos.
Sería difícil describir la cara de angustia de Jesús al oír mis palabras. Ni Pedro J. ni Jesús se sentaron. Los dos esperaban ansiosos mis palabras.
—Cobo del Rosal ha confirmado todo lo que nos ha contado el «ronco».
—¿Qué? ¿Qué dices?
Lo que distingue a un periodista de verdad de otro que no lo es, es su capacidad para entusiasmarse con las historias. En esos momentos, cuando yo les dije con voz tranquila que todo estaba atado, los rostros de Jesús y de Pedro se iluminaron como por encanto. Nada en el mundo les hubiera hecho más felices que lo que acababa de decirles. Como niños excitados al desempaquetar sus regalos de reyes, comenzaron a hacerme atropelladas preguntas.
—¿Quieres decir que Cobo tiene las listas falsificadas?
—No. Lo que quiero decir es que Carlos Sebastián ha ido a ver a Cobo y le ha contado lo de la falsificación. Cuando estuvo con él le enseñó la lista falsificada. Cobo la ha visto, pero no la tiene.
—¿Y vosotros creéis que con eso es suficiente? ¿Creéis que la historia se puede publicar?
—¡Joder, Pedro, no sé qué más quieres!
—¿Le has dicho que os ponga en contacto con Carlos Sebastián?
—Sí, claro que se lo he dicho. Y Cobo me ha asegurado que se lo dirá, que hará lo posible para que hable con nosotros.
—¿Y no sería mejor esperar, antes de publicar nada, a hablar con él?
—Yo creo que no, porque existe el peligro de que nos pisen la historia. Cobo me ha dicho que Sebastián fue a verle con un amigo común, José Terceiro, que es consejero de Prisa.
—¡Qué putada!
—Así que tú crees que en El País conocen la historia.
—No lo sé. Es probable que no. Puede que Sebastián le pidiera a Terceiro que le acompañara a ver a Cobo por ser amigo suyo, y que le rogara que no dijera nada. Pero también es posible que le haya pedido ayuda para presionar a De la Concha, y que en El País estén a la espera de que Sebastián dé luz verde para publicarlo todo.
—¿Vosotros confiáis en el «ronco»?
—Yo confío en él a pie juntillas.
—Yo también.
—Pues entonces vamos a empezar a publicar la historia a partir de mañana.
Todo el mecanismo se puso en funcionamiento. Planificar cómo íbamos a publicar lo que sabíamos. Establecer los sistemas de comprobación del resto de las informaciones que nos había pasado «Alberto». Recopilar documentación.
Pero aún ese día faltaba por producirse una conversación muy importante. Una llamada telefónica que podría poner de nuevo en duda nuestra historia, o que la reforzaría de manera definitiva. Se trataba del compromiso de Luis Carlos Croissier de ratificar o desmentir si, en efecto, se había pedido una lista de accionistas de Sistemas Financieros a Ibercorp Bolsa en octubre de 1991.
Eran las 14.15, y aún no se había recibido la llamada. Los compañeros de la sección de economía me aseguraron que no me había llamado nadie de la Comisión de Valores en toda la mañana. Decidí llamar a Pedro Cases.
—¿Pedro? Soy Casimiro. Te llamo para ver si Croissier tiene aquello que nos dijo.
—No lo sé, pero me ha dicho que hoy te iba a llamar. Aunque ya tendrá que ser por la tarde. Tenía un almuerzo, y ya se ha marchado.
—¿Tú no sabes nada?
—No. Pero no te preocupes, esta tarde te llama, seguro.
Ese día no figuraba en mi agenda ningún compromiso para comer, así que decidí quedarme en el periódico para ir avanzando la historia que había que publicar al día siguiente. Pensamos que lo mejor sería empezar con una primera entrega en la que se contase el intento de venta del Grupo Ibercorp y la sangría de ejecutivos de alto nivel que se había producido en los últimos meses.
Las frases surgían con fluidez. Cuando me quise dar cuenta, llevaba más de setenta líneas de ordenador y aún me quedaban cosas por contar.
—Tendremos que cambiar la maqueta. Hacer una especial con texto a cinco columnas.
A las cinco de la tarde todo estaba prácticamente listo.
—Jesús, échale una ojeada.
—¡Pero si tienes un montón de texto. No has dejado nada para escribir!
—Corta lo que quieras.
—¡Casimiro!
Francisco Justicia, el redactor jefe de la sección de economía, me hizo una seña significativa con el teléfono.
—Te llama la secretaria de Luis Carlos Croissier.
—Un momento, que te paso con el señor Croissier.
—¿Luis Carlos?
—Hola, Casimiro, cómo estás. Mi gente me ha mirado eso que me preguntasteis y, efectivamente, se pidió una lista de ordenantes finales de Sistemas Financieros a Ibercorp Bolsa el año pasado. No hay ningún expediente abierto ni nada por el estilo. Sólo quiero confirmarte que, en efecto, la lista de la que me hablasteis se pidió a Ibercorp.
—Gracias, muchas gracias, Luis Carlos.
Lunes, 10 de febrero de 1992, Santa Escolástica. Sin duda, no podíamos haber elegido un mejor día para comenzar a publicar nuestros artículos, que se convirtieron poco a poco en un gigantesco silogismo encadenado que, con el tiempo, daría al traste con el poder de un grupo hasta entonces considerado invulnerable.
Ni Jesús, ni yo, ni seguramente mucha otra gente, podremos olvidar fácilmente esa fecha.