CAPITULO CUATRO

EN BUSCA DEL TIBURON

Sabía que no tenía otra alternativa que llamar a su viejo amigo Javier de la Rosa. Finales de julio de 1991. La fina inteligencia granadina, incisiva, sarcástica, de Matías Cortés conoce como pocas las virtudes y flaquezas del financiero catalán. El abogado sabe que hay muy poco donde elegir en este país, y llama a Barcelona, necesito hablar contigo, pues háblame, no, lo que quiero decirte no es para el teléfono, pero Matías, ¿tan importante es? Sí, esto merece de sobra un viaje a Barcelona.

Ambos se encuentran a las 9.30 de la mañana del 23 de julio en el despacho del financiero, en plena Diagonal.

—Estos están muy solos. El batacazo de la prensa les ha dejado temblando, más que un jarro de agua fría. Creían que tenían amigos y no tienen a nadie, tremendo. Yo, que he sido estas semanas como su médico de cabecera, te puedo decir que ha sido dramático ver cómo se han escondido los que supuestamente pertenecen a su grupo.

—Bueno, eso es Madrid y ese mundo de Madrid, ¿no? ¿De qué se extrañan?

En julio de 1991, los dueños de Ibercorp, que se creían con patente de corso para hacer mangas y capirotes de la legislación mercantil, que se imaginaban a salvo de las acechanzas de la prensa en razón de su proximidad al poder, prueban por primera vez la hiel de ver sus ilustres nombres cuestionados en negrita del cuerpo 36. Los Conchas y Sotos se quedan solos. ¿Dónde están las risas de Sotogrande, las cenas de Marbella, las estadías de Guadalmina? De pronto parece claro que el espíritu que anima y sirve de argamasa al clan es sólo el éxito. En esta honorable sociedad sólo funciona la solidaridad del éxito, del triunfo, pero se disgrega, se diluye como un azucarillo con la llegada de los malos tiempos, con las vacas flacas, con el fracaso.

Los dueños de Ibercorp contemplan asustados y enfadados al tiempo cómo los grandes nombres de sus supuestos amigos desaparecen de su entorno como por ensalmo, se esconden para no verse salpicados por un escándalo que intuyen, pero cuya profundidad desconocen.

De la Concha y Soto, la segunda línea de la beautiful, se quedan solos, como apestados. Nadie acude en su ayuda. No eran tan poderosos como parecían, ni tan invulnerables, ¿o era todo un espejismo?, se preguntaba contrito Manuel de la Concha. Sólo acude en su defensa el editor Juan Tomás de Salas, pero hubiese sido mejor que no lo hiciera. Su dialéctica entre «guapos» y «feos» horroriza el buen gusto del propio De la Concha, y contribuye a su descrédito más que otra cosa.

Paradójicamente encuentran a su lado a alguien a quien no apreciaban gran cosa. Contar con los buenos oficios de Matías Cortés es casi una bendición del cielo. Matías ha movido con pericia el timón de Ibercorp entre los bajíos de Mecalux y su propietario, el catalán José Luis Carrillo, y ahora va a prestar nuevos servicios a la causa de los Concha/Soto en la búsqueda de nuevos socios capitalistas para la aventura de Ibercorp. No había otra forma de salir del atolladero.

El drama del Grupo Ibercorp, aquel dechado de virtudes destinado en sus orígenes a causar el asombro de la comunidad financiera nacional e internacional, al tiempo que a llenar los bolsillos de sus dueños, comenzó a fraguarse en la primavera de 1989, coincidiendo con la salida de Carlos Viada y la llegada a la casa de Manuel Fernández Fontecha. Precisamente, la primera misión de envergadura encargada a éste por Manuel de la Concha será la causa de todos los males que afectarán al Grupo Ibercorp a partir de entonces.

En el mes de mayo de dicho año, una repentina alarma sacudió el grupo, ante las compras misteriosas de acciones de Sistemas Financieros (SF) que se estaban detectando en bolsa. La empresa tenía entonces 5.000 millones de pesetas de tesorería, provenientes de la venta de los activos industriales de Sistemas AF, y un balance saneado.

Manuel de la Concha, para el que Sistemas era su obra maestra, ordenó efectuar un rastreo interno para detectar quién podía estar tras aquellas órdenes de compra. Pero el resultado de la investigación fue nulo.

Tras mucho cavilar, De la Concha llegó a la conclusión de que solamente podía existir en España una persona con la audacia suficiente para intentar arrebatarles su juguete favorito, un hombre con bastante dinero como para no temer la capacidad de respuesta de un grupo tan poderoso como el suyo. Ese hombre no podía ser otro que Javier de la Rosa. No había ningún dato, ninguna base real para apoyar tal tesis, pero una deducción lógica suponía por entonces al financiero catalán detrás de cualquier operación bursátil de enjundia que estuviera en marcha en España.

Con el miedo en el cuerpo, De la Concha, Soto y Tamayo llegaron al convencimiento de que Javier de la Rosa estaba preparando una OPA sobre SF, sabiendo de antemano que ellos ya no la controlaban accionarialmente. En efecto, los dueños de Ibercorp, no contentos con haber hecho un gran patrimonio a cuenta de la empresa vendida a precio de saldo por el Urquijo, habían ido realizando sus beneficios con la venta de sus propias acciones, hasta el punto de que en la primavera de 1989 su paquete inicial del 65 por ciento en Sistemas había quedado reducido prácticamente a cero.

Para hacerse con el control de SF, Javier de la Rosa debía estar en connivencia con Carnegie, un activo banco de inversiones británico que había estado comprando paquetes de Sistemas desde 1988 y que ya contaba con un porcentaje muy importante de la empresa. Carnegie se movía en España como pez en el agua, de la mano del agresivo Marc Giacopazzi, un londinense de origen italiano que con sólo veinticinco años movía al año más de cien mil millones de pesetas desde el Reino Unido hacia nuestro país.

Ibercorp tenía la exclusiva de Carnegie en España y, como a otros brokers extranjeros, el dinámico departamento de Internacional le había colocado montones de acciones de SF, hasta tal punto que en 1989 tenía bajo su control más del 20 por ciento de la empresa. Bastante más que sus dueños originarios.

Los rumores de que el paquete colocado por Carnegie estaba en poder de una sola mano corrieron como la pólvora en los círculos bursátiles. Algunos artículos publicados en la prensa especializada a primeros de año consideraban a Sistemas como una de las sociedades «opables» de la bolsa española.

La sombra de Javier de la Rosa comenzó a flotar sobre la máquina de hacer dinero de Manuel de la Concha. El propio asesor de comunicación de Ibercorp, al tiempo que jefe de prensa de la Bolsa de Madrid, Jaime Sanz, se dedicó a filtrar el rumor de la OPA de Javier de la Rosa sobre SF.

A primeros de mayo de 1989, Manuel de la Concha era un manojo de nervios. «Si nos hacen una OPA es como si nos metieran un gol en casa», comentaba a sus amigos, presa del pánico.

De la Concha creyó ver la luz. Ya está, se dijo, sólo una persona del grupo con información suficiente sobre la posición accionarial de Ibercorp en Sistemas Financieros podía haber puesto sobre la pista al tiburón desconocido. En la casa había un traidor. Una constante de la casa cuando surgen problemas.

Las sospechas se dirigieron inmediatamente a las personas que trabajaban en el departamento de extranjero de Ibercorp Bolsa: Javier Fernández Galiano, Diego Prado, Alvaro Yanza y Enrique Pérez Plá. «Los chicos», como se les conocía en Ibercorp a causa de su juventud y precocidad (en tomo a los veinticinco años), habían desarrollado en poco tiempo un enorme negocio canalizando inversión extranjera. Eran ambiciosos, hablaban idiomas y disfrutaban con su trabajo en la bolsa. Eran, en suma, la quintaesencia del yuppy triunfador y sin complejos que Tom Wolfe había elevado a los altares un año antes.

Giacopazzi acababa de formular al grupo una oferta para constituir una sociedad de valores en España, aprovechando la reforma del mercado que ya estaba en marcha y su descontento con el trato recibido diariamente por parte de Manolo de la Concha, para quien «los chicos» no eran más que unos niños de buena familia que habían tenido la suerte de trabajar a su sombra.

Pero la constitución de Carnegie en España era un peligro para Ibercorp, no sólo porque le privaba de una de sus fuentes más saneadas de ingresos (sólo con la intermediación extranjera, Ibercorp Bolsa ganaba más de setecientos millones al año), sino, y esto era lo realmente preocupante, porque con su marcha «los chicos» podían arrebatarle el control de SF.

El día 11 de mayo, los cuatro jóvenes comunicaron a Carlos Sebastián —responsable del departamento de análisis de Ibercorp Bolsa— su decisión de abandonar la casa para establecerse por su cuenta. Sebastián trasladó inmediatamente la nueva a De la Concha, quien, tajante, respondió destemplado:

—Quiero que se marchen hoy mismo.

El 17 de mayo tuvo lugar una tensa reunión en la sala de juntas de Ibercorp. Galiano, Prado, Yanza y Pérez Plá habían pedido audiencia al presidente de la empresa para anunciarle su intención de montar su propio negocio. Manuel de la Concha perdió su tradicional flema y amenazó a «los chicos» con utilizar sus influencias para que no les fuera concedida licencia para operar como sociedad de valores[1].

Las amenazas sólo tuvieron un efecto: acelerar la salida de los jóvenes de Ibercorp. Aquel 17 de mayo fue el último día que «los chicos» pusieron los pies en Velázquez 150. Sin embargo, la política de intoxicación de Manuel de la Concha dio sus frutos[2].

En pleno mes de junio, Benito Tamayo convocó a Diego Prado a una reunión en su despacho, en la que le acusó, a él y a sus amigos, de haber montado una estrategia para quitarles SF y vendérsela a Javier de la Rosa.

Prado rechazó las acusaciones y ofreció a Tamayo un pacto: vender los títulos de Sistemas controlados por Carnegie al Grupo Ibercorp o a cualquier cliente que éste designara. Tamayo no aceptó el acuerdo. La gran estrategia antitiburón ya estaba en marcha.

En efecto, de cara a la junta de accionistas de SF que debía celebrarse en el mes de junio, De la Concha, Soto y Fernández Fontecha, nombrado secretario del consejo, pusieron manos a la obra en el diseño de un complejo plan de blindaje de la compañía.

Lo primero que había que hacer era diluir la participación del presunto tiburón. Para ello, se acordó aumentar los recursos propios de Sistemas Financieros en casi 6.000 millones de pesetas[3].

Pero la estrategia de defensa no sólo se circunscribió a la emisión de papel. Fernández Fontecha, ya plenamente integrado en su rol de abogado de confianza de De la Concha y Soto, propuso también en la junta de SF la reducción del consejo de administración a cinco miembros, lo que obligaba a tener un 20 por ciento del capital, al menos, para formar parte del mismo.

Esta operación, sin embargo, no sirvió para identificar al comprador desconocido, como tampoco el pago de una prima de asistencia a la junta de accionistas.

La propuesta de Fernández Fontecha, avalada por sus jefes, sí fue útil, en cambio, para dejar caer a un miembro tradicional del grupo: Juan José Macaya. El presidente de Sistemas AF, que había colaborado desde el principio en la conformación del grupo, ya no tenía sitio en la casa. Macaya llevaba ya bastante tiempo cuestionando la forma de actuar de los propietarios de Ibercorp. La última de sus disputas tuvo lugar precisamente con ocasión de la ampliación de capital y la emisión de convertibles diseñada por Fontecha. Para Macaya esta operación traería como consecuencia la ruina del grupo. Pero De la Concha no le dio más oportunidades para criticar sus métodos. Sencillamente lo cesó, colocando en su puesto a Benito Tamayo.

El nulo resultado de las pesquisas para descubrir al tiburón emboscado tras las compras de Carnegie, llevó a Manuel de la Concha y a Jaime Soto a agarrar el toro por los cuernos. Decidieron echar mano de Juan Peláez, marqués de Alella, amigo de Javier de la Rosa y que, a la postre, había sido abogado y secretario del consejo de SF hasta la llegada de Fontecha, para que les gestionara un encuentro con el financiero catalán.

La reunión tuvo lugar a finales del mes de junio en un restaurante madrileño. Pero De la Rosa negó cualquier implicación por su parte en la operación contra Sistemas, y mostró a los compungidos comensales su disposición a ayudarles como y cuando hiciera falta.

Fueran o no ciertas las palabras de De la Rosa, el caso es que, tras aquella reunión, las acciones de SF comenzaron a caer. Y la aparente desaparición de la amenaza no desactivó, sin embargo, la ofensiva contra los supuestos traidores en el seno del Grupo Ibercorp[4].

Femando Escardó, abogado de Ibercorp, fue el encargado de hacer explícita y formal la acusación de traición a Sistemas que, unos meses antes, no se había atrevido a formular Manuel de la Concha. Escardó amenazó a «los chicos» con llevarles a los tribunales y denunciarles a la Comisión Nacional del Mercado de Valores por haber utilizado información confidencial y haber facilitado a Carnegie la posición accionarial del Grupo Ibercorp en SF.

La intervención del abogado Rodrigo Uría, cuñado de Diego Prado, evitó en septiembre del mismo año que la sangre llegara al río. Uría despachó el bicho de dos muletazos.

—Esto se arregla enseguida. Cogéis a vuestros clientes, yo aviso a «los chicos», y todos juntos nos vamos de la mano a ver a Croissier y a hablarle de información confidencial...

—¿Nos estás amenazando?

—¡No, sois vosotros quienes amenazáis con el juzgado!

¿Cómo podía Manuel de la Concha colocar sobre la mesa una acusación de información confidencial? Era como si el inventor de la nitroglicerina acusara a sus empleados de manejar explosivos.

Uno de los acuerdos que se adoptaron en aquellas reuniones fue la puesta en práctica del plan que Diego Prado había ofrecido a Benito Tamayo: vender las acciones controladas por Carnegie a Ibercorp[5].

La política de capitalización llevada a cabo en el verano de 1989 (ampliación de capital y emisión de convertibles) para diluir la participación de Carnegie y recobrar el control de Sistemas Financieros fue acompañada de la puesta en marcha de un complicado mecanismo para evitar que dicha operación supusiera coste alguno para los bolsillos de sus beneficiarios.

En la operación de reconquista de Sistemas, De la Concha, Soto y Tamayo, flamante presidente de la sociedad tras la junta de junio, emplearon 3.000 millones de pesetas, es decir, el 50 por ciento del papel puesto a la venta.

Si en la operación de blindaje de SF tuvo un papel destacado Fernández Fontecha, el auténtico cerebro de la estrategia paralela para recuperar el control de la sociedad a coste cero iba a ser el asesor fiscal de Jaime Soto, el abogado Rafael Vázquez Padura[6]. Estaba naciendo el Ibercorp paralelo.

Vázquez Padura iba a realizar un trabajo de filigrana. Semanas antes de que se produjera la emisión de convertibles de Sistemas, esta sociedad realizó tres depósitos en otros tantos bancos —Bankinter, Banco del Comercio y Bankers Trust— por valor de 1.000 millones de pesetas cada uno. Los depósitos se hicieron a plazo fijo y con un interés de entre el 10,57 y el 12 por ciento.

Con la garantía de dichos depósitos, los tres bancos concedieron otros tantos créditos de 1.000 millones de pesetas cada uno a tres sociedades, Sirne, Ratiol y RTS Internacional, que habían sido creadas para tal fin por el despacho del propio Padura y tenían como accionistas a otras tantas sociedades fantasma —Igna, Katana y Anónima—, creadas con capitales de 100.000 pesetas y sin actividad alguna.

Con los 3.000 millones, Sirne, Ratiol y RTS Internacional se dedicaron a comprar acciones y convertibles de SF. Al margen de quedarse con la mitad del papel salido al mercado, logrando la recuperación del control de Sistemas y dejando fuera de juego a Carnegie y al pretendido tiburón, De la Concha, Soto y Tamayo se aseguraron un pingüe negocio[7].

Además de hacer ganar al fabuloso trío unos 1.700 millones de pesetas, la emisión de obligaciones convertibles sirvió para apuntar al negocio a los viejos amigos de toda la vida. El gobernador del Banco de España, Mariano Rubio; el ex ministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer, y su esposa Isabel Preysler; el también ex ministro de Economía, Juan Antonio García Díez; el ex ministro de Defensa, Alberto Oliart; el abogado Femando Escardó, gran amigo de Rubio y de De la Concha; el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, y un sinfín de nombres ilustres, deseosos de rentabilizar su dinero, fueron invitados al banquete de las convertibles de Sistemas Financieros.

Para el trío De la Concha-Soto-Tamayo, la llamada a rebato a sus amigos era mucho más que un «caramelo» a repartir de forma comunitaria entre la beautiful people, cuyos miembros nunca hicieron ascos a ganar unas perras. Era una llamada de socorro, envuelta en papel de seda, para evitar que un desaprensivo les arrebatara de las manos SF, su gran máquina de hacer dinero.

Al repique acudieron todos. Nombres menos frecuentes en los enjuagues de De la Concha, pero personas todas de gran patrimonio, como Alfonso Cortina, Federico Lipperheide, José Antonio Torrontegui (el marido de «Cuqui» Fierro), Germán López Madrid (que acababa de vender el concesionario de Volvo en la capital de España), Ana María de Santiago («Chita» Sobrino) y la viuda de Ruiz de Alda, Pilar Moreno, cuyo hijo, Alvaro, se había incorporado al consejo del Grupo Financiero Ibercorp tras la muerte de su padre. También el fondo de Prudential Bache gestionado por Ibercorp, el First Iberian Fund, compró casi el 10 por ciento de la emisión de convertibles.

Para celebrar el éxito de la «operación antitiburón», y como adelanto de los sustanciosos beneficios que esperaban obtener de la misma, Jaime Soto y Manuel de la Concha cumplieron uno de sus más íntimos anhelos: la compra de un avión privado.

Todos los hombres de negocios realmente importantes del país, los March, los Botín y algún que otro nuevo rico como Mario Conde, tenían ya su propia aeronave. Viajaban de un lado a otro sin tener que pasar por la humillación de utilizar los servicios de Iberia. Soto, para el que los viajes y la caza suponen las dos cosas más importantes de este mundo, estaba cansado de repetírselo a su socio y amigo.

—Tener un avión es una cuestión de nivel, Manolo, y nosotros somos el top en este país.

Aunque menos viajero que su partenaire jerezano, De la Concha tuvo finalmente que rendirse ante argumento tan demoledor. Así fue como el 27 de julio de 1989 adquirieron un Cessna Citation III de segunda mano, por el módico precio de ochocientos millones de pesetas[8].

Por supuesto, De la Concha y Soto tan sólo pagaron una pequeña parte del coste del capricho (cien millones cada uno), que ni siquiera llegaron a desembolsar, porque el avión se compró bajo la fórmula del leasing. Los seiscientos millones restantes fueron costeados por SF y RTS Internacional.

Pero la euforia iba a durar poco tiempo. Tres días después de la compra del Cessna, el Gobierno decidió poner en práctica las primeras medidas duras para enfriar la economía.

Efectivamente, el 30 de julio el Banco de España publicó una circular en la que limitaba el crecimiento del crédito al 10 por ciento y obligaba a todas las entidades financieras a cubrir coeficientes sobre riesgos, al igual que sucedía en la banca[9].

Aquella fue una nefasta noticia para Ibercorp. La nueva normativa, en efecto, suponía un golpe mortal para las sociedades más agresivas del grupo, Ibercorp Leasing e Ibercorp Financiaciones. Por un lado, les imposibilitaba crecer al ritmo que lo estaban haciendo. Por otro, obligaba a sus propietarios a capitalizarlas para cubrir sus riesgos. En una palabra, había que poner más dinero sobre la mesa para hacer menos negocio. Un asunto ciertamente grave.

La situación era tan acuciante que en octubre de 1989 las dos sociedades tuvieron que ampliar capital en 800 millones de pesetas cada una, para lo que se recurrió a la cada vez más exhausta tesorería de Sistemas Financieros, que, de esta forma, se hizo con el 20 por ciento de Ibercorp Leasing e Ibercorp Financiaciones. A comienzos de 1990, SF tuvo que comprar otro 10 por ciento de las dos empresas, llegando así a alcanzar su definitiva participación del 30 por ciento.

El frenazo al crecimiento de estas empresas no sólo era malo porque les impedía ganar cuota de mercado, sino porque ponía de manifiesto la mala calidad de sus riesgos. Dicho y hecho, al poco tiempo comenzaron a proliferar los fallidos y, con ellos, las pérdidas.

La luz roja de las dos sociedades financieras era sólo un síntoma de la enfermedad, mucho más grave, que aquejaba al conjunto del grupo. En efecto, a pesar de la buena acogida que tuvo la emisión de obligaciones convertibles de Sistemas, la ampliación de capital puesta en marcha en el mes de agosto no cautivó a casi nadie. Hasta tal punto que la mitad del papel puesto a la venta (1.481 millones de pesetas) tuvo que ser adquirido por la propia sociedad para su autocartera, evitando así que la cotización se desplomara, lo que hubiera arruinado al trío y a todos sus amigos.

A pesar del fabuloso drenaje producido por SF, la cotización de sus títulos sufrió un recorte de más de 400 puntos en cinco meses.

Junto a este panorama externo realmente poco alentador, la situación interna de Sistemas, la joya del grupo, comenzaba a ser preocupante[10].

Como colofón de la mala racha que comenzaba a amenazar la buena salud de los negocios de Ibercorp, en noviembre de 1989 se produjo la incorporación al grupo de Gonzalo Milans del Bosch y seis hombres de su equipo procedentes de Banif[11].

En noviembre de 1989 se cerró el acuerdo redactado por Escardó y que suponía el ingreso de los «siete magníficos» de Banif con contratos blindados de cuatro años. Los salarios negociados por el grupo de amigos suponían para la nómina de Ibercorp Bolsa 140 millones de pesetas al año. Para cubrir esta cifra (que no incluía otras prebendas, como coches o tarjetas de crédito), Milans del Bosch y sus muchachos tendrían que haber aportado al grupo la gestión de fondos por cuantía de 25.000 millones de pesetas.

La realidad demostró que, entre los siete, sólo consiguieron atraer desde Banif patrimonios valorados en 3.000 millones de pesetas. Al año siguiente, Ibercorp Bolsa comenzó a sufrir en sus cuentas el desastre de esta operación, perdiendo para empezar 160 millones de pesetas.

Los operadores de bolsa bautizaron humorísticamente el desembarco de Milans y sus hombres en Ibercorp como «el timo del sotomocho».

Por primera vez desde 1986, Manuel de la Concha y Jaime Soto comenzaron a sentir el vértigo de perderlo todo. Para situar la nave en aguas seguras, tomaron la determinación de poner a la venta las sociedades financieras, acelerar la salida a bolsa de Mecalux y aguantar la cotización de Sistemas por encima del 700 por ciento, de modo que la conversión de las obligaciones no fuera un completo descalabro.

A finales de 1989 De la Concha y Soto pusieron en marcha la venta de Ibercorp Leasing e Ibercorp Financiaciones. Teodoro Bergés, máximo responsable de las dos empresas, recibió el encargo de cerrar cuanto antes la operación. Bergés entró en contacto con el banco francés Crédit Agricole a través de un broker domiciliado en Madrid, MGM Patricof Group, cuyo máximo responsable, Nicolás Bonilla, era un experto conocedor del sector del leasing [12].

Ibercorp Leasing e Ibercorp Financiaciones fueron liquidadas en un proceso relativamente rápido. En mayo de 1990 estaba ya completamente perfilada la operación, a realizar en dos fases, que se firmó el 5 de julio de dicho año. En la primera, Crédit Agricole pagó 5.234 millones de pesetas por el 70 por ciento de las dos compañías. De esta cantidad, 3.809 millones fueron a parar al Grupo Financiero Ibercorp (propietario del 43 por ciento del capital). Pero los 1.425 millones restantes fueron directamente a los bolsillos de Manuel de la Concha, Jaime Soto y Benito Tamayo, que, entre los tres, controlaban el 27 por ciento de ambas sociedades[13].

El pago del 30 por ciento restante de ambas sociedades, propiedad de Sistemas Financieros[14], quedó aplazado al 31 de diciembre de 1994. El hecho de que vendieran sus propias acciones y las del Grupo Financiero Ibercorp, dejando aplazada la venta de los títulos en poder de SF, empresa cotizada en bolsa, es una muestra más que evidente de que De la Concha, Soto y Tamayo habían decidido liquidar a toda prisa sus participaciones personales antes de abandonar definitivamente a su suerte a los incautos accionistas que habían decidido invertir en su sociedad.

Con todo, lo más llamativo del acuerdo con Crédit Agricole fue el pago de una comisión del 8 por ciento sobre el precio mínimo de venta, unos 610 millones de pesetas, a una sociedad domiciliada en Zurich, cuyos honorarios fueron percibidos en concepto de «intermediación». La comisión fue desembolsada por el Grupo Financiero Ibercorp (unos 410 millones) y por SF (200 millones), y fue ingresada en la sociedad Unifinter. La desconocida sociedad suiza, sin embargo, jamás apareció en el escenario de las negociaciones, que fueron pilotadas siempre por Teodoro Bergés, por parte de Ibercorp, y por Jean Paul Vacogne, en nombre de Crédit Agricole[15].

Benito Tamayo era por aquellos días un hombre en el umbral de la felicidad. No sólo había ingresado sus buenos millones con la venta de su participación en las empresas, más la comisión añadida que se había metido en el bolsillo allá donde Solchaga no puede llegar, sino que, además, había reforzado su imagen como artífice de fenomenales «pelotazos» frente a sus socios. Con meliflua sonrisa, Benito no se recataba al contar a sus amigos con pelos y señales los pormenores de la operación, en un relato que siempre concluía con la misma frase:

—No es que yo haya engañado a los franceses. Es que ellos han comprado mal.

Al mismo tiempo que los dueños de Ibercorp intentaban encontrar comprador para Mecalux y vendían las dos financieras a Crédit Agricole, se produjo la compra masiva por parte de Sistemas Financieros de las acciones procedentes de la ampliación de capital lanzada en junio de 1989.

La caída de los títulos retrasó la puesta en circulación de las acciones nuevas para la conversión de las obligaciones, incumpliendo así la normativa vigente. Por fin, entre finales de 1989 y principios de 1990, se produjo la conversión de la mayoría de tales obligaciones. Hubo, sin embargo, quien se quedó fuera de juego, como el First Iberian Fund, al que no convirtieron sus títulos, provocándole una fuerte pérdida[16].

Viendo la evolución de la bolsa, la inmensa mayoría de los accionistas de Sistemas Financieros decidió poner a la venta sus títulos. Estaba comenzando a fraguarse la tragedia del Grupo Ibercorp. Aquellos que, en su día, acudieron al reclamo del gran negocio que les ofrecía Manuel de la Concha, querían realizar sus plusvalías antes de que se las llevara el viento. En los primeros meses de 1990, con el valor todavía por encima del 900 por ciento, se podían hacer buenos duros, ya que con la conversión al 700 por ciento, aún se ganaban más de 1.000 pesetas por cada acción convertida.

Naturalmente, si todos ponían sus acciones a la venta al mismo tiempo, el negocio se venía abajo, ya que el valor no podía ser soportado sine die al 900 por ciento, a pesar de que ya se había puesto en marcha otro sofisticado mecanismo de autocartera para reforzar el ya existente con Sirne, Ratiol y RTS Internacional.

Entre marzo y junio de 1990 se llevaron a cabo toda una serie de operaciones que tuvieron por objeto la venta de las acciones de Manuel de la Concha, Jaime Soto, Benito Tamayo y algunos amigos importantes, a precios todavía rentables, dejando fuera a una mayoría de accionistas que son los que, a la postre, corrieron con las pérdidas originadas por las prácticas irregulares que aquéllos ordenaron.

La división entre buenos y malos (amigos y no amigos) era tan burda, que incluso las carteras de los que estaban asignados a uno y otro grupo estaban gestionadas por sociedades distintas[17].

El 90 por ciento de las operaciones que se realizaron entre los meses de marzo y junio de 1990 correspondieron a autocartera, bien porque los títulos los compró directamente Sistemas Financieros, bien porque fueron comprados por el Grupo Financiero Ibercorp[18], o bien porque los títulos fueron comprados por sociedades fantasma, creadas a tal fin por el despacho de Vázquez Padura. En esa operativa entraron, cómo no, Ratiol, Sirne y otra sociedad de nombre revelador, Sincapital. En total, la cuantía de las compras realizadas por estas tres vías en aquellos tres meses se elevó a 4.300 millones de pesetas.

Todas las sociedades fantasma creadas por Vázquez Padura, que llegó a constituir hasta veinte empresas distintas, operaban con créditos de la propia Sistemas. Su fin era doble: comprar acciones de los dueños de Ibercorp y sus amigos y, además, mantener altos los precios de los títulos para que hicieran un buen negocio con su venta. Una vez que estas sociedades cumplían su función, eran compradas por SF, que asumía así la pérdida por las minusvalías de sus carteras y sus deudas.

Los beneficiados por esta operativa no necesitan presentación: Manuel de la Concha y toda su familia (quienes vendieron acciones directamente y a través de sociedades patrimoniales como Afinbur o Terrenos y Recintos); Jaime Soto y su hermano Pedro (que vendieron a través de Padilla de Inversiones); Benito Tamayo (quien, a través de la sociedad instrumental PCP Internacional, se embolsó 125 millones); Mariano Rubio; Miguel Boyer y su esposa; los ex ministros Alberto Oliart y Juan Antonio García Díez (éste en una cuantía ridícula); y un largo etcétera en el que aparece también una misteriosa sociedad denominada Schaff Investments.

En el mes de julio de 1990, el triunvirato formado por Manuel de la Concha, Jaime Soto y Benito Tamayo había liquidado prácticamente todas sus acciones en Sistemas Financieros. Detrás suyo, el diluvio. Había llegado el momento de dejar de sostener la cotización. ¿Consecuencia? Los títulos comenzaron a caer.

En los meses siguientes, con la cotización en picado, Madrid se convirtió en un hervidero de rumores sobre nombres ilustres que habían resultado seriamente perjudicados a causa de la operación especulativa llevada a cabo en Sistemas por los dueños de Ibercorp. La primera mitad de 1991 demostró a De la Concha y Soto que el negocio estaba huero, se había acabado. Las condiciones del mercado habían empeorado, y era preciso hacer caja y salir corriendo. Se imponía llevar a cabo la triple fusión prevista, y «dar el pase» al producto resultante. La aparición, en julio de 1991, de las noticias en El Mundo contribuyó a empeorar la situación.

De modo que cuando Matías Cortés viajó a Barcelona, el 23 de julio de 1991, el abogado tenía muy clara su misión.

—Creo, Javier, y te lo digo de corazón, que sería bueno para ti echarles una mano. Las cifras a invertir ahí no suponen nada para ti, una coña marinera, y a cambio podrías conseguir algunas cosas que desde hace tiempo vienes persiguiendo.

—¿Quééé? ¿Quééé? ¿A qué te refieres?

—Lo sabes muy bien. Tú siempre te has quejado de no ser aceptado en ese mundo, entre esta gente, y ayudarles ahora podría franquearte definitivamente la entrada a ese club difícil y elitista de Madrid.

—Mira, a lo mejor no te lo crees, pero me importa un pito formar o no parte de ese mundo madrileño; yo miro otras cosas, por ejemplo si eso que me propones es o no negocio.

—¡Bueno, Javier, que nos conocemos hace mucho tiempo y sabemos de qué pie cojeamos todos! Claro que se trata de un negocio, como bien dices, pero además puede ir acompañado de otras ventajas que siempre te han importado, porque no me dirás que nunca te ha importado el gobernador del Banco de España y sus relaciones contigo...

—Al grano. ¿De qué se trata?

—Pues de que entraras ahí tomando un tercio del grupo.

Javier de la Rosa acepta mantener una entrevista con De la Concha y Soto en Madrid para tratar el asunto. Lo hace ante Cortés con gesto resignado, pero en el fondo se siente encantado de pensar que la poderosa «gente guapa» de Madrid tiene que pedirle ayuda porque no hay nadie dispuesto a prestársela.

El encuentro se concreta para el día siguiente, 24 de julio, en Madrid, ya todo son prisas en Ibercorp, en un almuerzo en Jockey, el restaurante/escaparate por el que diariamente desfila el mundo del dinero madrileño para ver y ser visto. Los tres comensales toman asiento en el comedor principal, nada de saloncito privado en la primera planta, a la vista de todos, dispuestos a poner en práctica un consumado ejercicio de cinismo.

—Oye, Javier, que Matías nos ha dicho que a lo mejor tú estarías interesado en tomar una participación en...

—¡Yoooo..! No, no, a mí Matías me ha dicho lo contrario, que sois vosotros los que queréis que os eche una mano.

Se trataba de «ir a tercios», dijeron, unos 3.500 millones por el bocado, lograr una entrada de capital nuevo para dar un cambio radical al negocio, ahora emboscados tras la máscara de la ortodoxia bancaria, moverlo todo de arriba abajo. Ellos no habían sido nunca industriales, por eso habían vendido Mecalux, y tenían que concentrarse en lo que sabían hacer, banca, y para ello tenían planteada la fusión de Sistemas Financieros, Grupo Financiero Ibercorp y Banco Ibercorp. De aquella operación saldría un banco, únicamente un banco, con unos recursos propios muy interesantes[19].

—Esta es para ti una oportunidad de volver a la banca, tú que siempre has querido regresar después de tu experiencia en la Garriga-Nogués... —asegura De la Concha.

—Te equivocas, te advierto que a estas alturas me importa un bledo la banca.

—Además, ya sabes que entrar aquí conllevaría el final de tus problemas con Mariano y, en fin, cierta protección del gobernador.

—¡Yo no necesito protección de nadie, tú sí, Manolo!

—Bueno, pelillos a la mar —interviene Soto—. Creo que ésta es una buena oportunidad para ti y punto.

—Yo me lo puedo mirar como un favor a vosotros —advierte De la Rosa—. Acabo de hacer lo de la Corporación Nacional del Leasing y tengo liquidez suficiente. Es cuestión de estudiarlo. Así que podéis enviarme los números, me los miro, y ya os diré algo a la vuelta de las vacaciones.

A los pocos días Javier de la Rosa tenía en su poder cierta documentación de Ibercorp, nada exhaustivo, los Concha no se fiaban un pelo, cuatro papeles que De la Rosa no llegó a estudiar en serio durante sus vacaciones en el Caribe, porque estaba predispuesto a no entrar en la operación.

El catalán había consultado con un amigo influyente, muy bien relacionado con la alta sociedad de Madrid y los propios dueños de Ibercorp.

—Oye, mira, me han ofrecido esto... ¿qué te parece?

—Ni mirártelo.

—¡Cómo que ni mirarlo! ¿Por qué?

—Nada, ni mirártelo. Deja pasar un par de meses o tres y en septiembre les dices que no, educadamente para que no se enfaden, pero vamos, ni hablar.

—¿Pero hay algo malo, hay alguna porquería ahí dentro?

—No lo sé exactamente, pero te diré que hay gente que ha perdido dinero de forma extraña en una sociedad de estos dos. Eso debe estar podrido por dentro, y éstos pueden estar intentando pasar el muerto a otro.

A la vuelta de septiembre, coincidiendo con uno de los ataques de Juan Tomás de Salas al financiero en Cambio 16, éste aprovechó la oportunidad para enviar un fax a De la Concha y Soto, excusándose de todo compromiso.

Concha se sintió ofendido por el sistema empleado, y llamó por teléfono a De la Rosa.

—Comprenderás, querido Manolo, que encima de puta no voy a poner la cama. Yo no puedo entrar ahí cuando un amigo tuyo me está poniendo a caer de un burro.

—¡Mira, Javier, te he dicho muchas veces, y te lo repito ahora; que yo no tengo nada que ver con eso!

—No sé si tendrás que ver o no, pero eres consejero de ese grupo y comprenderás que no puedo tolerar esos ataques.

Y no hubo más. O eso pensaba Javier de la Rosa.

Craso error, porque a partir de entonces el financiero, representante de la Kuwait Investment Office (KIO) en España, empezó a notar ciertas dificultades en los bancos con los que el grupo kuwaití había hecho buenos negocios hasta entonces. El Banco Santander, por ejemplo, la entidad que mejor entendió y aprovechó el fenómeno KIO en nuestro país, le cierra la espita y no le renueva algunas líneas de crédito.

Manuel Guash, el elegante Manolo Guash, el bello, educado Guash, embajador plenipotenciario de Javier de la Rosa en Madrid, presidente de la azucarera Ebro Agrícolas (grupo KIO) y consejero de Torras por delegación de De la Rosa, además de presidente rubber & stamp de Fasa-Renault, con importantes apoyos en el mundo de la «biutiful» madrileña, se echaba las manos a la cabeza, oye Javier, que es Mariano, ¡pero qué cosas dices, Manolo!, que sí, que me lo han jurado por activa y por pasiva, que anda por detrás sembrando cizaña...

De la Rosa se negaba a creerlo, pero Guash repetía hasta la saciedad que el culpable era Mariano, no daba más explicaciones, prefería callar lo que sabía, y sabía mucho, hasta que un sábado de la segunda mitad de septiembre, en el curso de una cena entre ambos matrimonios, Mercedes y Margarita como testigos, Manolo volvió a acusar con total determinación a Mariano Rubio, es él, lo que yo te diga, créeme, si hubieras entrado en Ibercorp no hubiera pasado esto.

El gobernador no estaba atravesando uno de sus mejores momentos. Los problemas conyugales se habían agudizado en Sotogrande, la urbanización de lujo propiedad de «los Albertos» donde Rubio había alquilado una casa a Ortiz Patiño durante el mes de agosto, al lado de la de sus buenos amigos los Garrigues (Antonio y «Fran») y los Gómez-Acebo («Paddy» e Isabel), entre otros. A primeros de septiembre, las desavenencias amenazaban convertirse en una nueva edición de la espantada protagonizada años antes por su primera mujer, Isabel Azcárate. «No le encontrarás con muy buena cara», advertían sus íntimos a quien fuera a visitarle, «pero es que tiene problemas con Carmen». El gobernador, sin embargo, estaba dispuesto a sublimar sus problemas emocionales con la misma tremenda actividad subterránea que siempre desplegó en el terreno bancario. Ahora le había tocado el turno a KIO. Se iba a arrepentir Javier de la Rosa.

A la vuelta del verano, el gobernador realizó algunos discretos comentarios sobre la situación de KIO y Javier de la Rosa ante determinadas audiencias bancarias muy selectas. Rubio aseguraba manejar información de primera mano, facilitada nada menos que por su amigo Leigh-Pemberton, gobernador del Banco de Inglaterra y hombre muy enterado, en razón de su cargo y de la importancia de las inversiones kuwaitíes en el Reino Unido, de todo lo concerniente a KIO. Según ello, la «Office» podría estar estudiando una retirada estratégica de España, entre otros motivos por las necesidades financieras derivadas de la reconstrucción del propio emirato tras la invasión iraquí. Además, la salida de Fouad Jaffar, amigo personal de De la Rosa, de la dirección de KIO-Londres, había supuesto un debilitamiento considerable de la posición de Javier en España. Sus días pueden estar contados como hombre de KIO en nuestro país.

El efecto de los comentarios de Mariano Rubio fue inmediato. La ventaja del gobernador de un banco central es que no necesita ser muy explícito a la hora de manifestar sus intenciones a un banquero. Entre sus colegas españoles, Emilio Botín era, con José María Amusátegui, entonces copresidente del BCH, el hombre más cercano al gobernador del Banco de España. Es una relación de amistad que viene de lejos, y que Emilio Botín jr. heredó de su padre, el viejo Emilio Botín Sanz de Sautuola y López, actualmente recluido en su castillo-residencia de Santander. Botín júnior acababa de hacerle un favor importante a Rubio facilitándole financiación para la compra de un piso contiguo al que el gobernador y su esposa ocupan en la calle Jovellanos de Madrid. Y Botín júnior presta oídos a las sugerencias de Rubio y cierra el grifo de la financiación al grupo Torras/Ercros, no renovando las líneas de crédito que le tenía concedidas.

Javier de la Rosa se vio entre la espada y la pared. Más de una entidad financiera quería amortizar a toda prisa su riesgo con las sociedades del grupo KIO en España. En pleno desconcierto en la sede de Torras, el consejero delegado del Banco Santander, Rodrigo Echenique, reconoció un día a Javier de la Rosa la situación. El financiero, sometido a la humillación de tener que reclamar fondos frescos del emirato para tapar necesidades de tesorería, salvó la situación instrumentando un crédito jumbo por importe de 500 millones de dólares, 50.000 millones de pesetas, con aval de KIO, que fue concedido por el Bank of America y el Crédit Suisse. El financiero catalán canceló al tiempo todo su riesgo personal con el Santander, y prometió vengarse.

Las dificultades bancarias de KIO no llegaron a trascender a los medios de comunicación, pero mucha gente estaba convencida de que no había otra explicación para lo que estaba ocurriendo.

Las tribulaciones financieras de KIO no habían conseguido enturbiar el horizonte personal de Javier de la Rosa, que aquel otoño se sentía muy fuerte. Seguramente 1991 era el año que más dinero había ganado nunca. Personalmente no tenía problemas de liquidez, con más de 35.000 millones de pesetas listos en CNL[20] para ser utilizados. El proyecto de fusión de CNL con Tibidabo, que debía dar origen a Grand Tibidabo, estaba en marcha, y con él la progresiva entrada en órbita de Javier de la Rosa como potencia financiera individualizada, desvinculado ya de su lanzadera kuwaití.

Fracasada la «operación De la Rosa», Manuel de la Concha y Jaime Soto adoptaron a finales de octubre de 1991 una iniciativa mucho más arriesgada en busca de comprador para el futuro Banco Ibercorp resultante de la fusión de esta entidad con Sistemas Financieros y el Grupo Financiero Ibercorp, operación que las juntas de accionistas de las tres sociedades habían aprobado en el mes de junio de dicho año.

El lunes, 11 de noviembre, Manuel de la Concha llamó a la sede de Banesto, quería hablar con don Mario, sin previo aviso, Manolo Concha al aparato, me gustaría verte, tengo algo importante que contarte, pues nada, hecho, vamos a fijar hora, irá Jaime conmigo, estupendo, el banquero les cita, qué querrán estos dos, se dice mientras cuelga el teléfono, un punto intrigado.

El 14 de noviembre, De la Concha y Soto hacían su entrada en Alcalá 14, sede central del Banco Español de Crédito. La entrevista entre tan preclaros representantes de dos bandos antagónicos, trinchera contra trinchera, fue un modelo de exquisito diálogo versallesco. Los de Ibercorp educados, cordiales, muy en su papel, el futuro de la banca en España pasa por las grandes unidades, Mario, lo sabes mejor que nosotros, y los bancos pequeños y medianos lo van a tener cada día más crudo, y bueno, esto de ser banquero en pequeña escala se ha puesto realmente difícil y más que se va a poner, sospechamos, muy difícil, y el de Banesto que sí, que por supuesto, ya lo vengo diciendo yo, creo que podrán subsistir unidades muy especializadas en cierto tipo de banca, pero siempre que estén incardinadas en un gran grupo, cierto Mario, cierto, esa misma reflexión nos la hemos hecho nosotros, y eso es precisamente lo que nos trae hoy aquí, en fin, para qué más rodeos, estaríamos dispuestos a ceder la mayoría del control de Ibercorp, hemos estado pensando largamente en el socio ideal para nosotros, pensando a quién podíamos ofrecerle esto, lo hemos hablado largo y tendido, muchas veces, bancos nacionales o extranjeros, pero no hay muchas alternativas y, pues, la verdad, al único que vemos con capacidad para operar en unidades funcionales especializadas es precisamente a Banesto, así que hemos tomado la determinación de venir a hablar contigo, sí, antes de ofrecérselo a otro, antes que a otro nos hemos dicho Banesto, ya está, la mejor solución para nosotros...

Y hay un momento en que Mario Conde, su gomina impoluta, los dedos índice y pulgar de su mano derecha describiendo imposibles arabescos con un retazo de pelo, coletilla torera que le asoma tras la oreja derecha, un ir y venir de abeja obrera tejiendo y destejiendo sortijas en la nada, círculos enloquecidos, y aunque no se le mueve un músculo, que parece todo atención, está riendo por dentro, está riendo a carcajadas, viendo enfrente, casi de rodillas, a dos eximios representantes del grupo que cien veces ha querido matarle, cien, y ahora pidiendo árnica, no tienen mejor árbol donde ahorcarse, precisamente a Banesto, y Conde, que no olvida, no olvida nunca, se acuerda de aquel Manolo de la Concha ebrio de poder, del poder delegado de su amigo Rubio, de sus amigos de la «biuti», que movió Roma con Santiago en noviembre de 1987, OPA del Banco de Bilbao sobre Conde/Abelló, buscando desesperadamente acciones de Banesto para cedérselas al Bilbao a buen precio y sacar tajada, rastreando aquel macropaquete que decía poseer Javier de la Rosa, acabar con aquella pareja de outsiders salida de nadie sabía dónde, barrerlos, no eran nadie en el mapa del poder madrileño, y ahora la venganza, había tardado cuatro años y medio, casi cinco, en llegar, mejor así, más sabrosa, lo dice el proverbio árabe, la venganza es plato que debe tomarse frío...

Y sí, pudiera ser que nos interesara, dice Mario, habría que estudiarlo, responde por fin el banquero con gesto interesado, ha dejado de hacer bucles imposibles con su pelo, pudiera ser, mandadme los datos del banco, se los pasaré a Juan Belloso y que los vea, por supuesto el asunto tendría que ir a comisión ejecutiva, por supuesto, por supuesto, replican a dúo los de Ibercorp, no te preocupes, vas a tener toda la documentación que quieras, te la mandamos enseguida.

Que Manuel de la Concha y Jaime Soto escogieran Banesto para colocarle su «perla», no puede por menos que resultar insólito para quien haya seguido, siquiera someramente, la reciente historia financiera española. Acudir a la puerta de Mario Conde, el personaje más denostado por la «biutiful», parecía algo contra natura, cosa digna de libros de caballerías. A no ser que, como era el caso, no se tratase de una ganga, sino de un muerto de proporciones descomunales[21].

A sensu contrario, no menos sorprendente resulta comprobar que el banquero que con mayor ardor ha resistido el rodillo de la beautiful y su embestida, aprobara entrar en tratos con sus más preclaros enemigos.

¿Qué ocurrió en el otoño de 1991 para que el presidente de Banesto aceptara siquiera negociar un acuerdo de este tipo? ¿Acaso sucumbió seducido por los argumentos del ex síndico? ¿Pensó por un casual que el Banco Ibercorp le daría a Banesto la rentabilidad que por sí solo no podía alcanzar? ¿O, sencillamente, todos se volvieron locos con la caída de las hojas?

No. Todo fue mucho más sencillo, pero, a la vez, mucho más maquiavélico o, por utilizar una expresión popular, también más adecuada a la calificación de los hechos, más golfo.

En la primera semana de noviembre, Mario Conde acudió al Banco de España, a petición del gobernador, para darle cuenta de la marcha del ejercicio de su banco. El año 1991 fue un mal año para toda la banca en general y para Banesto en particular. La incipiente crisis había provocado una caída en la demanda de crédito, el número de morosos se disparó y, para colmo, los bancos estaban sufriendo todavía las consecuencias de haber elevado sus costes de pasivo con cuentas únicas, supercuentas y requetecuentas.

Todos estos problemas afectaban a Banesto de forma especial, al haber iniciado una agresiva política de crecimiento tras la ruptura de la fusión con el Banco Central. El banco presidido por Conde se había quedado además sin plusvalías de fusión y, por lo tanto, necesitaba sacar del negocio, y no de la milagrería contable, recursos suficientes como para cubrir los agujeros históricos heredados de la etapa Garnica.

Con todo, lo peor para Banesto consistía en que, como consecuencia de la creación de su grupo industrial, la Corporación Banesto tenía enquistados dos cánceres que parecían incurables: su déficit de recursos propios y su excesiva concentración de riesgos[22].

Dos asuntos que hacían bastante delicada la situación de la entidad. Si el Banco de España le hubiera forzado a cumplir estos requisitos a rajatabla, Banesto tendría que haber puesto en marcha de forma urgente una ampliación de su base de capital (empeño ciertamente difícil, dada la situación del mercado), o bien haber reducido sus beneficios en el mismo porcentaje que su déficit de recursos propios. En suma, aquello significaba dejar ese año a Banesto sin beneficios, colocando a Mario Conde en la tesitura de tener que presentarse ante sus accionistas con un lacónico «lo siento, pero este año no repartiremos dividendos».

En esta situación estaba Conde la primera semana de noviembre cuando fue a ver al gobernador del Banco de España. Pero el encuentro en la cumbre, por increíble que parezca, discurrió como una seda. Mariano Rubio, que suele recibir a los banqueros, especialmente a algunos, con cara de pocos amigos, mostróse incluso amable. Simpático y dicharachero, el gobernador parecía otro hombre. Ante ese panorama, Mario Conde, de natural chistoso, desplegó también sus dotes de encantador de serpientes.

—No te preocupes por los recursos propios, ni por la concentración de riesgos. Te voy a dar un plazo especial de seis meses a partir de diciembre para que cubras coeficientes. No voy yo ahora a ponerte la zancadilla, que bastantes enemigos tienes.

—¡Qué me vas a contar a mí, Mariano!

Ambos tenían in mente al ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, que continuaba, ahora con renovados bríos, su particular duelo con Mario Conde desde que éste rechazara la OPA del Bilbao sobre Banesto.

Solchaga se había opuesto a la concesión de exenciones fiscales para la Corporación Banesto y, por aquellas fechas, mantenía una pelea a brazo partido con el banquero a cuenta de la venta de La Unión y el Fénix a la aseguradora francesa AGF, cuya autorización por parte del Ministerio de Economía y Hacienda estaba paralizada.

¿Qué acontecimiento habría hecho cambiar el humor de Mariano de forma tan llamativa? Agotada a estas alturas su capacidad de asombro, Mario Conde creyó haber dado pronto con la explicación para actitud tan solícita, ya está, no puede ser otra cosa, éste se quiere presentar a la reelección y anda buscando apoyos, trata de estar a bien con todo el mundo.

En efecto, el segundo mandato de Rubio como gobernador del Banco de España expiraba en el mes de julio de 1992, y Mariano estaba decidido a pujar por tercera vez por el sillón de Alcalá 50.

Esta explicación, con todo, no parecía suficiente para despejar totalmente el enigma. ¿Cómo era posible que mientras Carlos Solchaga intentaba acorralar a Conde para darle el puntillazo final, su fiel escudero, el gobernador, le dejara escapar concediéndole un plazo especial para cubrir coeficientes? Si Rubio hubiera forzado la mano en ese momento, con la posición de choque frontal del Ministerio de Economía contra Banesto, Conde quizá hubiera tenido que dimitir. Ofrecer al ministro Solchaga la cabeza de Conde en bandeja de plata hubiera sido para Mariano su mejor carta para lograr la reelección. Lo tenía fácil, en el punto de mira y, sin embargo, no había querido apretar el gatillo. Era como tener a tiro la pieza soñada durante años para, cuando está encañonada, dejarla escapar con un gesto galante. ¿Por qué?

Por aquellos días, Casimiro tuvo la fortuna de toparse en los alrededores del Ministerio de Economía y Hacienda con un viejo amigo que ocupa en éste un cargo relevante. Se trata de una relación intermitente pero viva, basada en la confianza y el afecto mutuo. Aquel encuentro casual iba a tener una gran trascendencia en meses venideros para el desarrollo de la investigación sobre el escándalo Ibercorp. Tras los saludos de rigor se encaminaron a una cafetería cercana para, en el amable abrazo de un café, dar un rápido repaso a las novedades más recientes de la actualidad. «El topo», como en meses venideros llamaríamos en clave a nuestra fuente en Economía, pareció mostrar un especial interés por un tema que, lógicamente, captó enseguida la atención de Casimiro.

—Hay un asunto bonito ahora, que parece tener preocupado al navarro.

—¿Cuál?

—Mario Conde ha estado en el Banco de España viendo a Mariano Rubio.

—¿Y qué tiene eso de especial?

—Pues que salieron muy amigos, que no hubo combate.

—¡Qué me dices, eso sí que es una novedad! ¿Y se sabe qué pasó para que no acabaran a hostias?

—Sí, pues que parece que Mariano ha llegado a un pacto con él.

—¿Un pacto? ¿De qué tipo?

—Desgraciadamente no lo sé, pero llama al Banco de España. Es difícil que te digan algo, pero a lo mejor te dan alguna pista. O llama a Conde a ver qué pasa.

Cuando «el topo» no quiere soltar prenda, es inútil insistir. Llega hasta donde quiere llegar y punto. Ni en el potro de tortura consentiría en decir una palabra de más. Parecía un tanto extraño que Rubio y Conde hubieran hecho las paces de repente. No había una explicación razonable para semejante alianza.

Sobre la base de aquella revelación, Casimiro comenzó a trabajar y a los pocos días tuvo información suficiente como para publicar en El Mundo una pequeña historia sobre el acuerdo entre ambos personajes. «El gobernador del Banco de España y el presidente de Banesto firman la paz», aseguraba el titular del diario aparecido el 7 de noviembre.

Antes del mediodía, Casimiro ya había tomado conciencia cabal de la importancia de la noticia que había redactado como una más. Estaba claro que había tocado fibra sensible.

Tanto el presidente de Banesto como el gobernador del Banco de España llamaron aquella mañana a la redacción de El Mundo. La preocupación de ambos, sobre todo del gobernador, parecía desmesurada. Quien haya trabajado alguna vez en la información económica, podrá atestiguar que Mariano Rubio, con alguna singular excepción, no acostumbra a telefonear a los periodistas. Un gobernador de un banco central no puede rebajarse tanto. Y cuando quiere dar un recado se dirige siempre al editor o al director del medio. Pero aquel 7 de noviembre de 1991 llamó personalmente.

—No le voy a preguntar de dónde ha salido esa información, porque sé que no me lo va a decir, pero quiero que usted sepa que hay temas que afectan a las entidades que son confidenciales y que no es bueno que se vayan contando por ahí o que se publiquen.

Seco y conciso, como siempre, Rubio estaba preocupado por la repercusión que la noticia pudiera tener en el Ministerio de Economía y Hacienda. ¿Qué opinión tendría Solchaga de ese pacto?

En plena luna de miel entre el Banco de España y Banesto, la documentación sobre el grupo Ibercorp recaló en la ensenada de Banesto como habían prometido De la Concha y Soto. Conde remitió la documentación a su consejero delegado, Juan Belloso, y se olvidó momentáneamente del asunto hasta que, a primeros de diciembre, una nueva llamada de Manuel de la Concha le devolvió repentinamente a la memoria el envite Ibercorp, oye Manolo, perdona, no hemos resuelto todavía nada, lo estamos mirando, no, Mario, no te preocupes, quería comentarte otra cosa, y es que me gustaría verte de nuevo porque tenemos un problema de autocartera en una de nuestras sociedades y quería pedirte que nos ayudaras a solucionarlo.

De la Concha pidió a Conde que Banesto adquiriera un cinco por ciento del capital de Sistemas Financieros[23]. Era un suculento aperitivo del gran banquete que, necesariamente, habría de venir después con la compra de todo el grupo.

Si alguna duda le quedaba al presidente de Banesto sobre la repentina fiebre amistosa del gobernador del Banco de España hacia su persona, la segunda visita de Manolo de la Concha la despejó totalmente. Durante los meses de diciembre y enero, rara era la semana en que no recalaba en los predios del banquero el testimonio de alguna cena, reunión o ágape en que el gobernador no hubiera resaltado discretamente las virtudes de Conde y su buen hacer en Banesto, siempre incidentalmente, como de pasada, siempre cerca de algún espía, de alguien que pudiera poner a Conde al corriente del buen tono vital de la autoridad monetaria hacia su persona.

La otra cara del pacto, el precio que tenía que pagar por la paz, no era otro que la compra de Ibercorp. Unos 14.000 millones de pesetas. Ese era el precio en que Mariano Rubio tasó la cabeza de Conde.

Pero el banquero pensó que su testa valía mucho más y estaba decidido a comprarla. La primera letra de esa curiosa transacción se pagó el 27 de diciembre de 1991, cuando Corpobank, una sociedad de la Corporación Banesto, compró Beut y Supraholding, dos empresas que, además de autocartera de Sistemas Financieros, tenían unas deudas de 800 millones de pesetas. Antes de dar el visto bueno a la compra, Conde consultó con el gobernador del Banco de España. La operación no era cualquier cosa. Banesto, un banco con problemas de recursos propios, iba a adquirir el cinco por ciento de una sociedad en práctica situación de quiebra. Aquello necesitaba el permiso de la autoridad. No hubo problema: el placet le fue concedido con la mayor naturalidad.

Pero Conde estaba dispuesto a rentabilizar aún más su favor a los «biutifuls», porque antes de aprobar la compra de aquella autocartera exigió a los dueños de Ibercorp que la operación se hiciera con pacto de recompra, lo que convertía la transacción en un simple «aparcamiento» de acciones. A punto de cerrar los balances anuales, la situación de los amigos de Rubio era tan apurada, que no tuvieron más remedio que aceptar una operativa que atenta contra el Derecho Mercantil. Mario Conde los tenía ya bien prendidos en sus redes.

Para Sistemas Financieros, la adquisición de esas sociedades suponía una forma de enmascarar ante la Comisión Nacional del Mercado de Valores una autocartera que sobrepasaba con creces los límites legalmente permitidos. Conde tenía claro el juego que estaba jugando el gobernador.

Por esas fechas, Mariano Rubio ya tenía conocimiento de un primer informe de la inspección del Banco de España sobre el Banco Ibercorp (el correspondiente a todo el grupo se terminaría posteriormente). En dicho informe, elaborado por la inspectora María Luisa Tallón, se dice claramente que el valor del 400 por ciento establecido para el canje de las acciones del Banco Ibercorp en la fusión con Sistemas Financieros y con el Grupo Financiero Ibercorp es «arbitrario». Por lo tanto, la cifra de 4.000 millones en la que sus dueños valoraban el banco no se correspondía con su valor real, mucho menor[24].

A la vuelta de la Navidad, la decisión en torno a la operación planteada por los dueños de Ibercorp estaba clara en Banesto. Juan Belloso no había necesitado demasiado tiempo para saber que aquel era un negocio poco o nada interesante para su banco. ¿Qué podía aportar Ibercorp al Español de Crédito? Aquel era un banco de goodwill, con muy poca banca tradicional, pocos acreedores, poca inversión, y unos profesionales dedicados a un tipo de actividad que Banesto ya tenía cubierta con Bandesco.

Con la decisión del «no» ya tomada, el asunto pasó a una comisión ejecutiva abierta. Entre las miradas de sorpresa de alguno de los presentes, Conde presentó la operación de forma circunspecta, se ha recibido este ofrecimiento, comprar Ibercorp, sí, sí, comprar Ibercorp, pero hemos estado estudiándolo y hemos llegado a la conclusión de que al banco no le aportaría nada esta compra, Ibercorp sólo tiene ahora badwill, no nos interesa.

La respuesta oficial de Banesto estaba lista a mediados de enero. Por entonces, en Velázquez 150 ya habían dado por descontada la negativa y estaban en contacto con otros potenciales compradores. A primeros de febrero, De la Concha y Soto viajaron en un par de ocasiones a París para negociar con la Banque D’Argill.

Mario Conde dio telefónicamente su «no» definitivo a la compra de Ibercorp el 12 de febrero. Jaime Soto escuchó la noticia de forma resignada, porque las desgracias nunca vienen solas. Aquel día la «bomba» Ibercorp había estallado en las páginas de El Mundo.