Capítulo 39
Lord Raith nos llevó hasta la cueva que él llamaba La Fosa, y la barbie guardaespaldas no dejó de apuntarme con su pistola mientras se cuidaba mucho de guardar las distancias conmigo. No era como Trixie Vixen. Si me hubiese lanzado a por ella, me habría pegado un tiro y punto. Aunque yo tampoco estaba para pegar muchos saltos con los grilletes de los tobillos. Bastante complicado era avanzar arrastrando los pies mientras bajaba la cabeza para no darme con el techo rocoso de la cueva.
—¿Murphy? —sondeé—. ¿Qué tal vas?
—Me siento un poco oprimida —respondió. Había dolor en su voz—. Estoy quedando perfecta en el papel de rehén y eso me cabrea bastante.
—Muy bien —dijo Raith. Todavía la tenía agarrada por el cuello y con el cuchillo presionando un poco en la herida que ya le había hecho—. El desafío aporta un goce extra a la comida, señorita Murphy. —La llamó señorita con cierto desdén—. Después de todo, es mucho más placentero conquistar que dominar. Y a las mujeres como tú hay que conquistarlas antes de dominarlas por completo.
Ignoré a Raith.
—¿Qué tal el costado?
Murphy miró de reojo y furiosa a su captor.
—¿Te refieres a este rasguño? No es nada.
En respuesta, Raith la empujó contra la pared. Murphy se soltó y dio media vuelta, dispuesta a golpearlo con un rápido movimiento de mano.
Pero Raith era un vampiro. Interceptó su golpe casi con los ojos cerrados. Le cogió la muñeca y la empotró contra la pared al tiempo que presionaba con la ensangrentada punta de su cuchillo bajo su barbilla. El labio superior de Murphy se retorció en un gesto desafiante y subió la rodilla, en un intento de inmovilizarlo. Pero Raith la bloqueó con una pierna y se apretó contra ella, con una velocidad y fuerza sinuosas y serpentinas; acabaron frente a frente, su rostro frente al suyo, su pelo negro como las plumas de un cuervo mezclado con el rubio ceniza de Murphy.
—Todas las guerreras sois iguales —dijo Raith con los ojos fijos en los de Murphy. Hablaba en voz baja, lenta y melodiosa—. Sabéis cómo enfrentaros contra otros cuerpos, pero no sabéis nada de lo que el vuestro necesita.
Murphy lo miró fijamente, sus hombros temblaban y sus labios se abrieron lentamente.
—Lo lleváis en las entrañas —susurró Raith—. Está oculto, más profundo que los músculos y los huesos. El deseo. La única forma de escapar a la oscuridad de la muerte. No lo podéis negar. No podéis escapar. En la alegría, en la desesperación, en la oscuridad, en el dolor, los mortales siempre sentís deseo. —Deslizó una mano lentamente desde su cintura y la acarició con las yemas de los dedos. De la garganta de Murphy se escapó un suave gemido.
Raith sonrió.
—¿Lo ves? Ya sientes cómo pierdes fuerza. He tomado a miles como tú, preciosa. Las he tomado y las he domado. Y no pudieron hacer nada para resistirse. Estáis hechas para sentir deseo. Y yo, para utilizarlo en vuestra contra. Es el ciclo natural. Vida y muerte. Sexo y muerte. Depredador y presa.
Raith se inclinaba más hacia ella con cada palabra y rozó con sus labios el cuello de Murphy mientras decía:
—Nacida mortal. Nacida débil y fácil de dominar.
Murphy abrió los ojos como platos. Su cuerpo se arqueó sorprendido. Dejó escapar un suave llanto, al intentar acallar su voz sin conseguirlo.
Raith apartó la cabeza lentamente con una sonrisa en sus labios.
—Y eso solo ha sido un primer contacto, niña. Cuando sepas lo que se siente al ser tomada por mí esta misma noche, comprenderás que tu vida acabó en el momento en que yo te escogí. —Su mano se movió, rápida y brusca, para introducir el pulgar en la herida del costado. Murphy palideció, y otro grito parecido escapó de su garganta. Se derrumbó y Raith la dejó caer al suelo. La miró desde arriba por un momento y luego dijo:
—Tenemos días, pequeña. Semanas. Podrán ser una tortura o un placer. Lo importante es que te des cuenta de que yo seré quién lo decida. Ya no eres dueña de tu cuerpo. Ni de tu mente. No puedes elegir.
Murphy reunió valor y consiguió alzar los ojos de nuevo. Eran desafiantes, estaban bañados en lágrimas, pero también pude ver terror en ellos, y una especie de deseo enfermizo y repugnante.
—Mientes —susurró—. Soy dueña de mis actos.
—Siempre sé cuándo una mujer me desea, señorita Murphy —dijo lentamente—. Y siento tu deseo. Parte de ti está cansada de tanta disciplina, cansada de tener miedo, cansada de sacrificarse por los demás. —Se arrodilló y Murphy esquivó su mirada—. Esa parte de ti es la que querría sentir el placer que te acabo de dar. Y es esa parte de ti la que crecerá con cada caricia. La desafiante mujer ha muerto. Solo estás demasiado asustada para admitirlo.
La cogió del pelo y comenzó a arrastrarla sin miramientos ni delicadezas. Vi su rostro por un segundo, y en él la confusión, el temor y la rabia luchaban por dominar su expresión. Pero sabía que le había infligido una herida mucho más grave que cualquier lesión física que la había visto soportar. Raith la había obligado a sentir algo, y había sido incapaz de detenerlo. Había hecho todo lo posible para destrozarlo y él la había abofeteado como si fuera una niña. Murphy no tenía la culpa de haber perdido esa batalla. No tenía la culpa de que la obligaran a sentir. Joder, ese tío era el señor de una puñetera nación de depredadores sexuales y aunque sus poderes estuvieran debilitados y amortiguados por la maldición de mi madre, había logrado sobrepasar las defensas psíquicas y emocionales de Murphy.
Si conseguía recuperar todos sus poderes, lo que le haría a Murphy para vengarse de mi madre sería peor que la muerte.
Lo peor de todo era que yo no podía hacer nada para evitarlo. No porque estuviera esposado, me apuntaran con un arma y probablemente fuera a morir, aunque eso también dificultaba las cosas, sino porque aquella era una batalla en la que solo ella podía luchar. La verdadera guerra se libraba en su interior, su fuerza de voluntad contra sus bien fundados miedos. Incluso si apareciera yo montado en un caballo blanco para salvarla, eso solo significaría que se vería obligada a cuestionar su fuerza e integridad más tarde, y supondría la muerte lenta de su carácter y confianza en sí misma.
Yo no podía salvarla de aquello.
Es más, le había pedido que se enfrentara a aquello.
Raith la llevaba sujeta por el pelo como si fuera la correa de un perro.
Murphy no se resistió.
Apreté con fuerza los puños, impotente. Murphy corría peligro de morir esa noche, aunque siguiera respirando y su corazón no dejara de latir. Pero debía ser ella la que se salvase a sí misma.
Lo mejor era no hacer nada. Lo mejor era no decir nada. Me quedaba algo de poder, pero ahora no serviría para ayudar a Murphy.
¡Joder, puñetera ironía!