Capítulo 7
Chicago es una ciudad de negocios. Empresarios de toda clase y condición luchan ferozmente por conseguir el sueño americano, dejando a su paso los cadáveres de aventuras empresariales fallidas. La ciudad está repleta de cuarteles generales de antiguas empresas, en su mayoría en manos de longevos gigantes comerciales. Para las empresas nuevas es más barato instalarse en uno de los nuevos parques empresariales construidos en las afueras. Todos tienen el mismo aspecto: una red de edificios cuadrados, discretos y maleables, de dos o tres plantas, sin ventanas, sin jardines y con aparcamientos de gravilla. Parecen enormes y feos mazacotes de hormigón, pero son baratos.
Arturo había alquilado por poco tiempo un edificio en uno de esos parques empresariales a unos veinte minutos del centro, al oeste de la ciudad. Cuando yo llegué, ya había tres coches más en el aparcamiento. Llevaba una mochila de nailon llena de varias herramientas mágicas que quizá necesitase para ahuyentar las energías malévolas: sal, un puñado de velas blancas, agua bendita, un llavero, una campanita de plata y chocolate.
Sí, chocolate. El chocolate vale para repeler toda clase de cosas perversas y si te entra hambre mientras ahuyentas el mal, te lo puedes comer. Es una herramienta multiusos.
Por el borde de la mochila sobresalía el extremo de mi varita mágica por si, en caso de necesidad, tuviera que sacarla rápidamente. También llevaba mi brazalete escudo, el pentáculo de mi madre, mi anillo de fuerza y un aparatejo nuevo en el que estaba trabajando: una hebilla de cinturón de plata con la forma de un oso que se alzaba sobre sus patas traseras. Mejor ir con todo el arsenal mágico y no necesitarlo, que echarlo de menos y acabar muerto.
Salí del coche. Llevaba unos pantalones y un polo, porque no tenía ni idea de lo que debía ponerse un ayudante de producción de película porno. El cliente tendría que contentarse con este estilo de hombre de negocios sport. Me colgué la mochila de un hombro y cerré el coche. Justo en ese momento apareció un vehículo alquilado de color verde y aparcó junto al Escarabajo azul.
Se bajaron dos tipos. El conductor era un hombre con pinta de estar en forma, de unos treinta y tantos años. Era un poco más alto de lo habitual, y tenía la constitución de alguien que hace ejercicio, pero sin caer en el fanatismo. Tenía el pelo castaño claro y lo llevaba un poco largo, lo justo para parecer un tanto desaliñado. Llevaba gafas de montura redonda, una camiseta Nike, unos pantalones Levi's y unas deportivas que probablemente le habrían costado más de cien pavos. Me saludó con una inclinación de cabeza.
—Buenos días —dijo con un tono de genuina alegría.
—Hola —contesté.
—¿Eres el nuevo? —preguntó.
—El mismo.
—¿Cámara?
—No, doble.
—Guay. —Sonrió, sacó del maletero del coche alquilado una bolsa de gimnasio de diseño y se la echó al hombro. Luego se acercó con la mano extendida—: Soy Jake.
Estrechamos las manos. Las suyas tenían las durezas de alguien que trabajaba con ellas, y mostraba una seguridad que transmitía fuerza, aunque no intentó estrujarme los dedos. Me cayó bien.
—Harry —respondí.
El segundo hombre que había bajado del coche parecía un anuncio de levantamiento de pesas andante. Era alto, y bajo la camiseta de deporte sin mangas y los estrechos pantalones de cuero, se adivinaba una musculatura digna de Hércules. Lucía un falso bronceado de los buenos, el pelo negro como el carbón, y no creo que tuviera edad para pagar una cuota sensata por el seguro de su coche. Sin embargo, su rostro no iba con aquel cuerpo olímpico. Si hubiera que utilizar un gráfico para analizar su atractivo físico, yo diría que su cara estaría en la línea descendiente. Aunque para ser justos, quizá la cara de asesino con la que me estaba mirando influyera negativamente en mi percepción.
—¿Quién coño eres tú? —gruñó.
—Coño, yo soy Harry —contesté.
Sacó su propia bolsa de deporte y cerró la puerta del coche de un portazo.
—¿Siempre eres así de gracioso?
—No, a veces duermo.
Dio un par de pasos hacia mí y me incrustó la parte inferior de la palma de la mano en el hombro con un beligerante empujón. Un movimiento clásico del macho-jitsu. Yo podría haberle hecho toda una serie de cosas terribles en respuesta, pero procuro no meterme en peleas en los aparcamientos con gravilla, si puedo evitarlo. Encajé el empujón sin moverme y gruñí.
—Tienes la muñeca un poco floja —dije—. Si quieres te puedo enseñar un ejercicio o dos para fortalecerla un poco.
Su rostro se retorció con repentina furia.
—¡Hijo de puta! —dijo y tiró la bolsa para poder cerrar sus enormes manos en enormes puños.
—Eh —dijo Jake interponiéndose entre los dos y plantando cara al grandullón—. Eh, vamos, Bobby. Es demasiado temprano para estas gilipolleces.
Bobby se puso mucho más agresivo en cuanto Jake intentó contenerlo, y comenzó a gruñir y a insultarme. Me he enfrentado a demasiados ogros de verdad como para que me impresionara uno metafórico, pero me alegré de que la cosa se quedara ahí. El chaval era mucho más fuerte que yo, y con que supiera moverse un poco, lo veía capaz de estropearme el día.
Bobby se calmó después de un minuto, recogió su bolsa y me miró con ojos asesinos.
—Sé lo que estás pensando y ya te puedes olvidar.
Alcé las cejas.
—¿Así que además lees el pensamiento?
—Mira qué gracioso es el doble —gruñó—. Solo pasó una vez. Jamás te harás un nombre a mi costa, así que ya te estás largando.
Jake suspiró.
—Bobby, no es un doble.
—Pero ha dicho que…
—Estaba bromeando —dijo Jake—. Joder, él es más nuevo en esto que tú. Oye, ve preparándote. Tómate un café o agua o lo que quieras. Olvida esto y céntrate en el rodaje.
El chico me miró con rabia de nuevo y me señaló con el índice.
—Te lo advierto, gilipollas. Aléjate de mí si no quieres acabar mal.
Intenté disimular todo el pánico y el terror que me inspiraba.
—Muy bien.
El chaval gruñó, escupió al suelo en mi dirección y luego entró como un huracán en el edificio.
—Alguien se ha levantando con la testosterona por las nubes —dije.
Jake observó cómo se alejaba Bobby y asintió.
—Está bajo mucha presión. No te lo tomes como algo personal, tío.
—Hombre —dije—, después de los insultos y de intentar pegarme…
Jake torció el gesto.
—No tiene nada que ver contigo, tío. Es que está preocupado.
—¿Le preocupa que lo reemplace un doble?
—Sí.
—¿En serio? ¿Y qué clase de trabajo hace un doble en una película porno?
Jake señaló disimuladamente su cinturón.
—Planos extremadamente cortos.
—Ah… ¿qué?
—La verdad es que no suele pasar. Y ahora con la viagra mucho menos. Pero no es tan raro que el director traiga a un doble para cerrar la escena, si el actor tiene problemas para rematar.
Lo miré sorprendido.
—¿Creía que era un doble de pene? Jake rió ante mi reacción.
—Tío, sí que eres nuevo.
—¿Llevas mucho en esto?
—Un tiempo —contestó.
—Parece el trabajo ideal, ¿eh? Mujeres guapas y todo eso.
Se encogió de hombros.
—No tanto como crees. Por lo menos no después de un tiempo.
—¿Entonces por qué lo haces?
—¿La costumbre? —preguntó con una media sonrisa—. Además de falta de otras opciones. En una ocasión pensé en formar una familia, pero no funcionó. —Guardó silencio y su rostro se ensombreció con un dolor lejano. Luego sacudió la cabeza para alejar el recuerdo y dijo—: oye, no te preocupes por Bobby. Se tranquilizará en cuanto elija un nombre artístico.
—¿Un nombre artístico?
—Sí. Creo que eso es lo que le pone tan nervioso. Esta es su segunda película, la primera ya está enlatada, pero aún falta un poco para que la editen y esas cosas. Tiene hasta la semana que viene para elegir su nombre artístico.
—Así que un nombre artístico…
—No te burles —dijo con expresión seria—. Los nombres tienen poder, tío.
—¿Tú crees? ¿De verdad?
Jake asintió.
—Un buen nombre inspira confianza. Y es importante para un tío joven.
—Como la pluma mágica de Dumbo —dije.
—Sí, exacto.
—Bueno, ¿y cuál es tu nombre artístico? —pregunté.
—Jack Pedernal —contestó enseguida y me observó durante un momento como esperando una reacción.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Es que no te suena ese nombre? ¿No te suena mi cara?
Me encogí de hombros.
—No tengo tele y tampoco voy a esa clase de cines.
Las cejas se le dispararon.
—¿De verdad? ¿Eres amish o qué?
—Sí, exacto. Soy amish.
Sonrió.
—Más vale que entres conmigo. Te presentaré a todo el mundo.
—Gracias.
—De nada —dijo Jake.
Entramos en el edificio, un lugar con estériles paredes en beis e inexpugnable moqueta marrón. Jake me condujo a una puerta con un cartel con letra de ordenador donde se leía «Habitación verde» y la traspasamos.
En el centro de la sala, de tamaño considerable, había una larga mesa de reuniones y sobre ella bandejas de bollos, bebidas, fruta, medias noches rellenas y comida de todo tipo. La habitación olía a café recién hecho y enseguida me acerqué a la máquina para servirme una taza.
Entró una mujer de unos cuarenta años y rostro vulgar, vestida con vaqueros, una camiseta negra y una camisa de franela roja y blanca. Llevaba el pelo recogido hacia atrás debajo de un pañuelo rojo. Cogió un plato de papel y se sirvió comida al tuntún.
—Buenos días, Guffie.
—Joan —contestó Jake con tranquilidad—. ¿Conoces a Harry?
—Todavía no. —Me miró de reojo y asintió—. Caray, eres muy alto.
—En realidad soy enano, pero este peinado me hace parecer más alto.
Joan rió y se metió un donut en la boca.
—Eres el ayudante de producción, ¿no?
—Sí.
Asintió con la cabeza.
—Pues a producir.
—Creía que eso era lo que hacía Arturo.
—Él es el director y el productor ejecutivo. Yo soy la productora. Maquillaje, cámaras, iluminación, lo que sea. Yo me encargo del equipo y de los detalles. —Se volvió a mí y me ofreció la mano, no sin antes sacudirse el azúcar del donut—. Joan Dallas.
—Un placer —dije—. Harry Dresden.
Joan asintió.
—Pues venga. Aún tenemos mucho que hacer antes de empezar a rodar. Guffie, ve al camerino y aséate bien.
Jake asintió.
—¿Han llegado ya?
La voz de Joan mostró fastidio.
—Giselle y Emma sí.
Se produjo un silencio lleno de tensión. Jake se estremeció y se dirigió hacia la puerta.
—Harry, encantado de conocerte. Joan es maja, pero te hará trabajar hasta que no puedas más.
Joan le tiró una manzana. Jake la cogió cuando rebotó en su pecho, luego le hincó los dientes y la sostuvo en la boca para poder decir adiós con la mano cuando dejó la habitación.
—Pilla algo de comida, Zancos —dijo Joan—. Me vas a ayudar a colocar las cámaras.
—Esperaba poder hablar con Arturo antes de empezar —dije.
Se dio media vuelta con dos platos llenos de bollos. No se le ocurrió coger nada de fruta.
—Eres un poco raro, ¿no? Probablemente aún no se haya levantado de la cama. Trae la caja de galletas. Si me baja mucho el nivel de azúcar quizá te arranque la cabeza.
Me condujo por un corto pasillo hasta una habitación cavernosa; el estudio de rodaje. Sobre una tarima había un decorado a oscuras que parecía un dormitorio bastante recargado. Dispuestas en fila frente al decorado había varias cajas de plástico negro y una lámpara de pie. Joan la encendió y comenzó a abrir cajas, mientras se metía algo de comida en la boca cada tres o cuatro movimientos.
—Esto está muy bien —dije.
—Sí, estupendo —dijo Joan entre bocado y bocado—. Se suponía que la última empresa que estuvo aquí se dedicaba a algo de ordenadores, pero yo creo que mentían. Cambiaron todo el cableado eléctrico y metieron más potencia de la que debían. Me llevó una semana ponerlo todo a punto y además tuve que reconvertir su viejo gimnasio en algo parecido a un camerino, pero este lugar todavía no está como debiera.
—El que sabe, sabe y el que no sabe es jefe —dije.
Rió.
—Amén.
—¿Eres ingeniera? —pregunté.
—Qué remedio —contestó—. Me he encargado de los decorados, de las luces, de la electricidad… Incluso de la fontanería. Y ahora —dijo mientras seguía abriendo más cajas—, de las cámaras. Acércate, chico de los recados, y ayúdame.
Me coloqué a su lado y vi como sacaba componentes de las pesadas cajas de plástico negras. Luego, con la destreza que da la práctica, fue montando las cámaras profesionales con sus trípodes, al tiempo que me daba instrucciones. Yo hice lo que pude para ayudarla.
El trabajo tenía un ritmo agradable y silencioso, algo que no había vuelto a experimentar desde la última vez que estuve en una granja, en Hog Hollow, Missouri. Y me sorprendió porque la tecnología es un territorio totalmente ajeno para mí.
Verás, todos los que manejamos las fuerzas primordiales de la creación tenemos un desencuentro con la física que viene de antiguo. Los equipos electrónicos, en particular, suelen comportarse de manera extraña justo antes de que se les fundan los plomos y dejen de funcionar. Las viejas tecnologías resultan más estables y esa es la razón de que conduzca por la ciudad un escarabajo Volkswagen anterior a la guerra de Vietnam. Pero los productos más nuevos, las videocámaras, las televisiones, los teléfonos móviles, los ordenadores… suelen encontrar una muerte horrible y chisporroteante tras un prolongado periodo de tiempo en mi presencia.
Había una sensación de orden en lo que hacíamos, que me atraía hasta cierto punto. Ensamblar las diferentes piezas, colocarlas en su sitio, meter los enchufes en sus correspondientes tomas de corriente, pegar con cinta grupos de cables para que no se enredaran… Lo hice tan bien que al final Joan se sentó y observó como trabajaba en la última cámara yo solo.
—¿Y esto cómo funciona? —pregunté—. ¿Qué pasa ahora?
—Las luces. —Suspiró—. Las puñeteras luces son lo más complicado. Tenemos que colocarlas de tal forma que nadie brille demasiado ni resalten las arrugas. Una vez hayamos terminado, le diré al jefe técnico que se encargue del sonido y nosotros iremos a dar caña a los actores.
—Metafóricamente hablando, supongo.
Joan resopló.
—Sí. Algunos son buena gente, como ese atontado de Guffie. Pero si no estás encima de ellos para que se muevan, nunca estarán listos a tiempo. Maquillaje, vestuario, ese tipo de cosas.
—Aja. ¿Y algunos llegan tarde? —pregunté.
—Te refieres a Scrump —dijo y sus palabras salieron casi como un gruñido.
Presioné un poco.
—¿Quién?
—Tricia Scrump. Una actriz.
—¿No te cae bien? —pregunté.
—Odio a esa zorra engreída y egocéntrica —dijo Joan con alegría—. Hará su entrada de superdiva y todo el mundo pensará que no hay por qué ser puntual, ni estar listo a su hora, o venir completamente sobrio, porque su lasciva alteza Trixie Vixen[1] aparecerá tarde y puesta hasta las cejas, para hacer exactamente lo que le dé la gana. Cómo me gustaría cruzarle la cara.
—No deberías reprimir tus emociones así —dije.
Dejó escapar una sonora carcajada.
—Perdona. No debería involucrar al chico nuevo en viejas rencillas. Supongo que estoy disgustada por trabajar con ella de nuevo. No lo esperaba.
Aja. Hostilidad hacia estrella del porno. En nuestro negocio eso es lo que llamamos «motivo». Joan no tenía pinta de ser una siniestra y asesina strega, pero he aprendido por las malas que una buena mentirosa puede parecer inocente, justo hasta el momento en que te apuñala por la espalda. Como buen detective seguí indagando.
—¿Por qué no?
Negó con la cabeza.
—Cuando Arturo dejó Silverlight Studios para crear su propia compañía, enfadó a muchas personas.
—¿Y tú qué opinas de eso? Del cambio, me refiero.
Suspiró.
—Arturo es idiota. Es un tío majo y tiene buenas intenciones, pero es idiota. Cualquiera que trabaje con él corre el riesgo de que Silverlight los apunte en su lista negra.
—¿Incluso Trixie? Quiero decir, siendo una gran estrella, supongo que los del estudio le permitirán lo que sea.
Joan se inclinó para comprobar una conexión que yo había hecho y metió más el enchufe.
—¿Tú te pinchas o qué? Es una gran estrella con una vida limitada. La reemplazarían en un abrir y cerrar de ojos.
—Pues entonces es valiente.
Joan negó con la cabeza.
—No confundas valor con estupidez. En mi opinión es tan tonta que se cree demasiado importante para salir perdiendo de esta.
—Cualquiera que te oiga diría que no te cae muy bien.
—No importa si me cae bien o no —dijo Joan—. Pero si tengo que trabajar con ella, lo hago.
Vi como su boca se transformaba en una fina línea mientras comenzaba a cerrar y apilar cajas. Yo estaba casi seguro de que Tricia Scrump, alias Trixie Vixen, no mostraría la misma resolución en el trabajo.
Ayudé a Joan a recoger cajas y herramientas, y a amontonarlas contra la pared más alejada del decorado. Ella se movía con rapidez, con la tensión y el malestar palpitando bajo la superficie de su expresión decidida. La estudié con todo el disimulo que pude. Era evidente que no estaba contenta de estar allí. ¿Podría ser ella quien lanzó a Arturo algún tipo de potente maldición entrópica?
No lo creía. No mostró ninguna hostilidad cuando habló de Arturo. Y si fuera una practicante lo bastante fuerte como para lanzar un hechizo tan mortífero, no podría trabajar entre tanta tecnología. Si deseaba vengarse de Arturo, era la mejor actriz que había visto.
Aunque eso entraba dentro de las posibilidades. Pero mi instinto me enviaba mensajes contradictorios. Por una parte me decía que Joan era sincera, y por otra que ocultaba algo. Tenía la sensación de que aquel asunto era más serio de lo que parecía y la situación mucho más peligrosa de lo que había pensado en un primer momento.
Eso me molestaba. Me molestaba mucho.
Joan cerró la última caja e interrumpió mi línea de pensamiento.
—Pues venga —dijo—. Vamos a darle energía al estudio.
—Hum —dije—. Creo que entonces debería irme.
Enarcó las cejas, evidentemente esperando una explicación.
—Hum —respondí también—. Tengo una placa metálica en la cabeza y no le va bien que ande cerca de campos eléctricos, equipos de alto voltaje y ese tipo de cosas. Lo mejor será que vuelva cuando ya esté funcionando, así podré apartarme si hay algún problema.
Joan me miró con expresión escéptica.
—¿No me digas?
—Sí.
Frunció el ceño.
—¿Cómo conseguiste este trabajo?
Joder, qué mal miento. Intenté pensar en una respuesta que no comenzara con «hum»…
Pero me interrumpieron.
Una ola silenciosa de energía invisible, fría y maligna inundó la habitación. El estómago se me encogió con una repentina arcada y se me puso la piel de gallina. Una magia oscura y peligrosa pasó junto a mí y se dirigió hacia la puerta. Era el tipo de magia que destruye, pervierte, pudre y corrompe.
El tipo de magia que se necesitaría para crear una maldición entrópica mortal.
—¿Qué ocurre? —Joan me zarandeó con una mano—. Harry, estás temblando. ¿Te encuentras bien?
Conseguí salir de mi estupor.
—¿Quién más está en el edificio?
—Jake, Bobby, Emma y Giselle. Nadie más.
Llegué hasta mi mochila dando tumbos y la cogí. Si Joan no me llega a sujetar, me habría caído.
—Llévame con ellos —exigí.
Joan me miró atónita.
—¿Qué?
Aparté de mí lo mejor que pude la sensación provocada por la magia oscura y dije:
—Están en peligro. ¡Dime dónde están! ¡Vamos!
El tono de mi voz debió de asustarla, pero, por la expresión de su cara, parecía más preocupada que otra cosa. Asintió y salió corriendo del set de rodaje por una puerta lateral. Subimos un tramo de escaleras en espiral y después atravesamos otro pasillo. Corrimos hasta una habitación con un cartel donde decía «Camerino».
—Atrás —dije, y me puse delante de ella.
Aún no había tocado el pomo de la puerta cuando escuchamos gritar a una mujer.