Capítulo 6
El gato empezó a pisotearme la cara poco tiempo después de amanecer. Mi cuerpo clamaba que al menos necesitaba dormir un par de horas más, pero arrastré los pies hasta la puerta y dejé salir a Mister. Antes de marcharse, me saludó con un movimiento de cabeza y ojos que brillaron con destellos naranjas casi invisibles. Bob había tomado temporalmente posesión del cuerpo de Mister. (De hecho, pensaba que Mister toleraba que Bob lo controlase solo porque así veía cosas nuevas cuando lo enviaba a cumplir alguna misión).
Bob era un ser espiritual, demasiado frágil para salir por ahí a la luz del sol. Podría evaporarse en solo unos segundos. Como espíritu, necesita algún tipo de protección durante el día, y esa era la función de Mister. De repente me entró el típico ataque de preocupación y murmuré:
—Ten cuidado con mi gato.
El minino puso los ojos en blanco y me dedicó un maullido desdeñoso. Después se frotó contra mis piernas, un gesto que nada tenía que ver con Bob, y se marchó escaleras arriba hasta que lo perdí de vista.
Me duché, me vestí y encendí la lumbre de la cocina para prepararme unos huevos revueltos y tostarme un poco de pan. A través de la trampilla abierta del sótano escuché sonido de arañazos. Después oí unos golpes y de nuevo los arañazos. Me asomé a ver qué era.
El cachorro gris se había escapado de su caja e intentaba subir por la escalera. Consiguió salvar cinco o seis escalones, se resbaló y cayó al suelo de piedra al comienzo de la escalera, según parecía, por segunda vez. No se quejó. Simplemente se quedó espatarrado unos segundos, luego se puso de nuevo en pie y comenzó a subir de nuevo la escalera lleno de… bueno, de determinación canina.
—Pero caray, perro. Tú estás loco. Loco de verdad.
El perrito subió el siguiente escalón y se detuvo para mirarme con la boca abierta formando una especie de sonrisa perruna. Meneó el rabo tan fuerte que casi se vuelve a caer. Bajé, lo cogí en brazos, lo dejé sobre el sofá y me senté a su lado para desayunar. Le di un poco de comida y agua. Aunque no me lo fuera a quedar, era un huésped al que había que tratar con la debida hospitalidad. Aunque fuera un bicho peludo.
Mientras comíamos, planeé lo que iba a hacer aquel día. Tendría que pasar casi toda la jornada en el estudio de Genosa si quería proteger al equipo ante otro posible ataque de la maldición.
Sin embargo, esa estrategia estaba condenada al fracaso. Antes o después, estaría en el lugar equivocado, o la maldición llegaría con demasiado empuje para detenerla. Lo inteligente sería averiguar de dónde provenían esas maldiciones. Alguien las enviaba. Lo que tenía que hacer era encontrar a esa persona, darle una lección y el problema estaría resuelto.
Es más, estaba bastante seguro de que quien estaba detrás de aquellas maldiciones era alguien cercano a Genosa. Aunque no fuera tan incisiva o maligna como la magia ideada para atacar directamente el cuerpo de una persona, aquella maldición era bastante potente. Para que la magia funcione, tienes que creer en ella. Creer de verdad, sin ninguna duda ni reserva. No es muy habitual que alguien tenga ese tipo de convicción con fines asesinos. Y es todavía menos habitual que una persona sienta tanto encono hacia un completo desconocido.
Todo eso me llevaba a la conclusión de que el asesino era probablemente alguien próximo a su círculo. O perteneciente a él. Lo que significaba que al menos había una posibilidad de que hoy me viera las caras con el asesino en el estudio.
Así que podrían surgir problemas.
Y hablando de problemas, no tenía que preocuparme por que la Corte Negra se lanzara sobre mí en pleno día, pero no por eso iba a permitirme el lujo de bajar la guardia. Los vampiros tenían la costumbre de reclutar a matones a sueldo para que les hicieran el trabajo sucio a la luz del día, y un balazo entre los ojos me mataría igual de bien que un vampiro arrancándome la mandíbula inferior. De hecho, sería mucho mejor, porque entonces el vampiro ordenaría a su lacayo que se declarara culpable o que se suicidara, y las autoridades mortales, que podrían causar problemas, quedarían satisfechas.
Yo era bastante mejor que la mayoría en eso de mantenerme alerta, pero, aun así, no podía estar en guardia constantemente. Me cansaría, me aburriría, cometería errores. Eso sin mencionar el mal humor que se me pondría. Cuanto más retrasara la resolución del problema vampírico, más probabilidades había de que acabara muerto. Así que tenía que actuar con rapidez. Y eso significaba que necesitaría ayuda. Tardé unos diez segundos en decidir a quién quería llamar. Incluso tenía tiempo para ir a ver a uno de ellos al trabajo.
Terminamos de desayunar y dejé que el cachorro se encargara del prelavado de los platos. Saqué mi agenda Rolodex, cogí el teléfono y dejé dos mensajes en sendos contestadores. Después me puse mi pesado abrigo negro, metí el cachorro en uno de sus enormes bolsillos, cogí mi bastón y la mochila llena de diferentes utensilios para lanzar hechizos a la carrera, y salí para enfrentarme al día.
Mi primera parada: el gimnasio de Huracán Dough Joe, situado en la primera planta de un viejo edificio de oficinas no muy lejos del cuartel general de la policía de Chicago. El local era antes un bar estilo country-and-western que se veía a todas luces que no iba a durar mucho abierto. Cuando Joe apareció, tiró abajo todos los tabiques que no fueran maestros, arrancó las tejas baratas del techo, desnudó el suelo hasta dejarlo en el suave y duro hormigón y lo llenó todo de luz. A mi derecha había dos cuartos de baño lo bastante grandes como para que sirvieran también de vestuarios. Sobre un gran cuadrado de moqueta acolchada había dispuestas unas treinta máquinas de musculación bastante usadas y varias estanterías con pesas y mancuernas cuya sola visión ya me provocaba agujetas por todo el cuerpo. Enfrente, un auténtico ring de boxeo, aunque al mismo nivel del suelo, y al otro lado, sobre una plataforma elevada, una larga fila de sacos de boxeo, sacos pesados, peras de velocidad y un par de esos sacos que se balancean y que yo casi nunca consigo golpear dos veces seguidas.
La última zona estaba cubierta con una gruesa colchoneta y era la mayor del gimnasio. Varias personas vestidas con el judogi estaban trabajando diferentes técnicas de ataque y defensa. Reconocí a casi todos como miembros del cuerpo de policía de Chicago.
Uno de los hombres, un novato alto y fuerte, dejó escapar un penetrante grito y se lanzó, junto con otro compañero, a por un mismo contrincante. Eran rápidos y se compenetraban bien. Si su oponente no hubiera sido Murphy, probablemente habrían ganado.
La teniente Karrin Murphy, la mujer a cargo de la división de Investigaciones Especiales de la policía de Chicago, apenas medía metro y medio. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta y el cinturón de su kimono estaba tan desgastado que más parecía gris que negro. Era atractiva en plan natural y sanote: tenía los ojos azules, la piel clara y la nariz respingona.
Y practicaba aikido desde que tenía once años.
El novato cachas subestimó su rapidez, y Murphy esquivó su patada antes de que el tipo se percatara de su error. Lo cogió por el tobillo, giró todo el cuerpo y lo mandó a cierta distancia dando tumbos, lo que le dio tiempo para encargarse del segundo atacante. Este la golpeó con más cautela. Murphy dejó escapar un grito seco, amagó un puñetazo, pero al final le dio una patada en el estómago. No le atizó con mucha fuerza y el contrincante encajó el golpe correctamente, pero aun así tuvo que dar varios pasos hacia atrás y alzó las manos aceptando su derrota. Si Murphy se hubiera empleado a fondo, lo habría machacado.
El novato volvió a atacar, pero no consiguió coger suficiente velocidad. Murphy bloqueó un puñetazo, luego otro, lo agarró de la muñeca y lo lanzó contra la colchoneta para inmovilizarlo después, retorciéndole la mano a la espalda, a la altura de los riñones. El rostro del novato se desfiguró por el dolor y golpeó el tatami tres veces. Murphy lo soltó.
—Eh, Stallings —dijo Muphy lo bastante alto para que todo el gimnasio la oyera— ¿qué ha pasado aquí?
El contrincante de más edad sonrió y dijo:
—Que a OToole le acaba de dar una paliza una chica, teniente.
Se produjeron aplausos y risas burlonas por parte de los demás agentes que había en el gimnasio, incluyendo comentarios del tipo: «¡págame!» o «¡ya te lo dije!».
OToole negó con la cabeza incrédulo.
—¿Qué he hecho mal?
—Vi venir la patada a un kilómetro —dijo Murphy—. Estás hecho un toro, OToole. No hace falta que imprimas mucha fuerza a tus patadas. No sacrifiques velocidad para conseguir más potencia. Los golpes deben ser rápidos y limpios.
OToole asintió y caminó hasta una esquina de la colchoneta junto a su compañero.
—Eh, Murphy —grité—. ¿Por qué no dejas en paz a estos chavalines y te metes con alguien de tu tamaño?
Murphy giró la cabeza y su coleta de caballo le acarició el hombro. Los ojos le brillaron cuando dijo:
—Eso no me lo dices a la cara, Dresden.
—Dame un minuto que me ampute las piernas y ya lo verás —respondí. Me quité los zapatos y los dejé apoyados contra la pared, junto con mi abrigo. Murphy sacó un bastón de madera pulida de un metro y medio de longitud de una estantería que había en la pared. Yo entré con el mío en un cuadrado delimitado con cinta sobre la colchoneta y nos saludamos con una inclinación de cabeza.
Calentamos con una secuencia sencilla, alternando golpes con un ritmo constante mientras nuestros bastones entrechocaban ruidosamente. Murphy no aumentó la velocidad de sus golpes.
—Hace por lo menos dos semanas que no te veo. ¿Vas a abandonar las clases de autodefensa?
—No —dije en voz baja—. Es que he tenido trabajo. Lo acabé anoche. —Me desconcentré, perdí el ritmo y el bastón de Murphy me golpeó con fuerza en los dedos de la mano izquierda—. ¡Ay, joder!
—Concéntrate, llorica. —Murphy me dio unos segundos para agitar un poco los dedos y luego comenzó otra vez desde el principio—. Tú te traes algo entre manos.
—Algo extraoficial —dije en un murmullo.
Murphy miró a su alrededor. No había nadie lo bastante cerca para oírnos.
—Vale.
—Necesito a alguien que me guarde las espaldas, ¿estás disponible?
Murphy alzó una ceja.
—¿Necesitas un matón?
—Un guardaespaldas matón —dije.
Murphy frunció el ceño.
—¿Qué tienes pensado?
—La Corte Negra —respondí—. Al menos hay dos vampiros, probablemente más.
—¿Con ganas de bronca?
Asentí.
—Uno de ellos me sorprendió anoche.
—¿Estás bien?
—Sí, pero hay que pararles los pies y rápido. No son amables ni divertidos como los Rojos.
—Lo que quiere decir…
—Quiere decir que cuando se alimentan, sus víctimas no suelen sobrevivir. No comen con mucha frecuencia, pero cuanto más tiempo estén por aquí, más cadáveres irán apareciendo.
Los ojos de Murphy brillaron con un fuego repentino y furioso.
—¿Qué plan tienes?
—Encontrarlos y matarlos.
Abrió los ojos como platos.
—¿Y ya está? ¿Nada de bailes de gala, fiestas de disfraces, o encuentros clandestinos para ir haciendo boca?
—Na. He pensado que sería agradable ir directamente a por los malos para variar.
—Me gusta ese plan.
—Es simple —añadí.
—Como tú —dijo Murphy.
—Como yo.
—¿Cuándo?
Negué con la cabeza.
—En cuanto averigüe dónde se ocultan cuando luce el sol. Probablemente dentro de dos o tres días.
—¿Qué tal el sábado?
—Hum ¿por qué?
Puso los ojos en blanco.
—La reunión anual de los Murphy es este fin de semana. Siempre intento que me pille trabajando.
—¡Oh! —dije—. ¿Y por qué no te limitas a… no ir?
—Necesito una buena excusa para faltar, o mi madre no me dejará en paz.
—Pues miente.
Murphy negó con la cabeza.
—Lo sabría. Es telépata o algo así.
Llegó mi turno de alzar las cejas.
—Bueno, Murph, en ese caso intentaré arreglarlo todo para que la amenaza del monstruo mortífero coincida con tu fiesta anual y así puedas escaquearte. Tu escala de prioridades no deja de sorprenderme.
Torció el gesto.
—Lo siento. Es que me paso el año temiendo la dichosa reunión. La relación con mi madre no es muy buena. La familia le vuelve a uno loco. No espero que lo entiendas porque…
Dejó de hablar de inmediato y sentí que me traspasaba una punzada de dolor. No esperaba que lo entendiera. No tenía madre. No tenía familia. Jamás la tuve. Hasta los difusos recuerdos de mi padre habían desaparecido ya. Murió cuando yo tenía solo seis años.
—¡Dios, Harry! —dijo Murphy—. Lo he dicho sin pensar. Perdona.
Tosí y me concentré en la secuencia.
—No será un trabajo largo. Encuentro a los vampiros, entramos, les clavamos unas cuantas estacas, cortamos unas cuantas cabezas, les echamos agua bendita y a otra cosa.
Murphy aumentó la velocidad, tan aliviada por mis palabras como por cambiar de tema. La fuerza de sus golpes me hacía sentir un hormigueo en las manos cada vez que su bastón golpeaba el mío.
—¿Entonces podremos vivir el topicazo? —preguntó—. ¿Estacas, cruces y ajo?
—Sí. Pan comido.
Murphy resopló.
—¿Y entonces para qué necesitas ayuda?
—Por si han contratado a algún sicario. Necesito matones con capacidad de neutralizar sicarios.
Murphy asintió.
—No vendría mal un par de manos más. —Volvió a incrementar la velocidad, su bastón comenzaba a verse borroso. Tuve que esforzarme para seguir su ritmo—. ¿Por qué no hablas con el caballero santo amigo tuyo?
—No —contesté, tajante.
—¿Y si lo necesitamos?
—Si se lo pidiese, Michael vendría sin pensárselo dos veces. Pero estoy harto de ver cómo se hace daño por mi culpa. —Fruncí el ceño y casi pierdo el ritmo, pero lo mantuve—. Dios, o lo que sea, es quien le prepara la agenda, y tengo la sensación de que es mucho menos invencible cuando funciona extraoficialmente.
—Pero es un hombre hecho y derecho. Quiero decir que conoce los riesgos. Tiene cerebro.
—Y también hijos.
Esta vez fue Murphy la que falló y la golpeé en un pulgar. Puso cara de dolor y señaló con la cabeza al poli novato al que había humillado.
—OToole es el sobrino de Mickey Malone. Caminaría sobre brasas por ti, si le pido que venga.
—¡Dios, no! No quiero novatos en esto. Cualquier fallo tonto puede resultar mortal.
—Podría hablar con Stallings.
Negué con la cabeza.
—Murph, los chicos de Investigaciones Especiales son mucho mejores que los demás polis cuando se trata de enfrentarse a cosas raras del Más Allá, pero muchos todavía no creen ni lo que ven. Necesito a alguien listo y duro, que no se quede paralizado o salga corriendo, y esa eres tú.
—Son mejores que todo eso.
—¿Y qué pasa si algo sale mal? ¿Y si yo cometo un error? ¿O tú? Aunque consiguieran salir de una pieza, ¿cómo crees que asimilarían lo sucedido cuando tuvieran que volver al mundo real, ese donde la gente no cree en vampiros y donde hay que investigar las muertes?
Murphy frunció el ceño.
—De la misma manera que yo, supongo.
—Sí, pero tú eres su líder. ¿Quieres ser responsable de enviarlos a esa clase de locura? ¿Quieres exponerlos a algo así?
Murphy observó a algunos de los hombres del gimnasio y torció el gesto.
—Ya sabes que no. Pero lo que quiero decir es que yo soy tan vulnerable como ellos.
—Quizá, pero tú ya sabes cómo es esto. Ellos no. No del todo. Tú sabes lo suficiente para andar con cuidado y ser astuta.
—¿Y qué pasa con el Consejo Blanco? —preguntó Murphy—. ¿No estarían dispuestos a ayudarte? Al fin y al cabo eres uno de ellos.
Me encogí de hombros.
—A la mayoría no le caigo muy bien. Necesito su ayuda tanto como que alguien me clave un cuchillo en el cuello.
—Vaya. No me digas que no cayeron rendidos ante tu encanto y diplomacia.
—¿Qué quieres? No tienen gusto.
Murphy asintió.
—¿Pues a quién más vas a llamar?
—Contigo y con otro más bastará para agujerear ataúdes —dije—. Conozco a un tío al que se le dan bien los vampiros. Y también necesitaré un conductor que nos saque de allí cuando todo haya acabado.
—¿Cuántas leyes piensas quebrantar?
—Ninguna —contesté—. Si puedo evitarlo.
—¿Y si los vampiros tienen sicarios humanos?
—Los dejamos fuera de combate. Mi objetivo es solo la Corte Negra. Pero si quieres hacer horas extra como hermanita de la caridad, me parece bien.
Terminamos la secuencia, dimos un paso atrás y nos saludamos con otra inclinación de cabeza. Murphy caminó conmigo hasta el borde de la colchoneta con el ceño fruncido, dándole vueltas a todo en su cabeza.
—No quiero infringir ninguna ley. Cazar vampiros es una cosa, pero hacer de superheroína es otra.
—Hecho —acepté.
Torció el gesto.
—Y me gustaría mucho, mucho que lo hiciéramos el sábado.
Resoplé.
—Si salimos pronto, quizá acabes en el hospital y todo, quién sabe.
—Ja, ja —se burló Murphy.
—Hazme un favor y estate al tanto de las denuncias de personas desaparecidas. Quizá nos den alguna pista sobre la localización de los vampiros. Quiero toda la información que pueda conseguir.
—Vale —dijo Murphy—. ¿Quieres que practiquemos combate cuerpo a cuerpo?
Recogí mi abrigo.
—No puedo. Dentro de media hora tengo que estar en mi nuevo trabajo.
—Harry, el aikido es una disciplina exigente. Si no practicas todos los días, olvidarás lo que has aprendido.
—Lo sé, lo sé, pero es que mi vida no hay una rutina diaria.
—Saber solo un poco es peligroso —dijo Murphy. Me sostuvo el bastón mientras me ponía el abrigo y de repente torció el gesto cuando me lo dio.
—¿Qué? —pregunté.
Su boca se retorció como cuando intentaba aguantar la risa.
—¿Eso que llevas en el bolsillo es un perrito, o es que te alegras de verme?
Bajé la vista. El cachorro se había despertado de su siesta y jadeaba contento asomando la cabeza por el bolsillo de mi abrigo.
—Ya, esto.
Murphy sacó al cachorro del bolsillo, lo puso boca arriba y comenzó a rascarle la tripa.
—¿Cómo se llama?
—No se llama. No me lo voy a quedar.
—¡Ah! —exclamó Murphy.
—¿Lo quieres?
Negó con la cabeza.
—Necesitan mucha atención, y yo no paro en casa.
—¿Qué me vas a decir? ¿Sabes de alguien que lo quiera?
—Pues no.
—Hazme un favor. Quédatelo un día.
Murphy me miró atónita.
—¿Por qué yo?
—Porque esta mañana tengo que ir a un trabajo nuevo y no he tenido tiempo de dejarlo con nadie. Venga, Murph. Es muy simpático. Es tranquilo. Ni te enterarás de que está ahí. Solo será un día.
Murphy me miró enfadada.
—No me lo voy a quedar.
—Lo sé, lo sé.
—No me lo voy a quedar —repitió.
—Ya lo has dicho, Murph.
—Es que quiero que comprendas que no me lo voy a quedar.
—Ya lo he pillado.
Asintió.
—Solo por hoy. Tengo papeleo que hacer en el despacho, pero más vale que vengas a recogerlo a las cinco.
—Eres un ángel, Murph. Gracias.
Puso los ojos en blanco y dejó al cachorro en el hueco de su antebrazo.
—Sí, sí, ¿qué trabajo nuevo es ese?
Suspiré y se lo conté.
Murphy rompió a reír.
—Eres un cerdo, Dresden.
—No lo sabía —protesté.
—Oink, oink, oink.
La miré furioso.
—¿No tenías que hacer papeleo?
—Te espero a las cinco, cerdo.
—A las cinco —suspiré. Refunfuñé durante todo el camino hasta el coche y puse rumbo a mi nuevo trabajo en el set de rodaje.