Capítulo 16
He estado en circunstancias más espeluznantes. De hecho, me deprimo con solo pensar lo a menudo que me suceden cosas de este estilo. Pero si la experiencia me ha enseñado algo, es que no importa lo jodida que sea la situación, siempre puede empeorar.
¿Un ejemplo? Nuestra pequeña maniobra destinada a neutralizar a Superzorra.
Thomas gritó y se tiró a la izquierda, cruzándose delante de mí. En ese momento, me lancé a por la pistola que llevaba en los pantalones. A juzgar por la empuñadura, debía de ser una semiautomática, quizá uno de esos caros modelos alemanes tan pequeños como letales. La cogí, y justo cuando empezaba a creer que aquello funcionaría, el asunto se torció. Thomas llevaba los puñeteros vaqueros tan apretados que no pude sacar el arma. Me incliné demasiado por el esfuerzo y acabé espatarrado en el suelo. Lo único que conseguí con mi inteligente artimaña fue rasparme los dedos y una buena vista de Lara Raith lista para disparar.
Oí como una bala pasaba cerca, una especie de zumbido sibilante en el aire que proporcionaba acento al suave zumbido de la pistola. Hubo varios disparos en el espacio de dos o tres segundos. Dos alcanzaron a Thomas con desagradables sonidos de impacto, uno en la pierna, y el segundo en el pecho.
Al mismo tiempo, Thomas le arrojó un llavero, lo que probablemente me salvó la vida. Ella lo apartó con la pistola con la que me había estado apuntando. Eso me dio unos valiosísimos segundos, el tiempo suficiente para alzar mi varita mágica y lanzar un golpe aterrorizado contra Lara. Resultó una chapuza mayúscula, y eso que tenía el poder de la varita para ayudarme a dirigir mi voluntad. En lugar de lanzar una llama medio coherente del grosor de mi muñeca, de la punta salió un cono de fuego de unos diez metros de diámetro.
Eso sí que hizo ruido… se produjo una explosión atronadora cuando el calor desplazó el frío aire de la noche. Desgraciadamente, Lara Raith tenía los reflejos típicos de todos los vampiros, y se apartó de las llamas de un salto. Aún en el aire, alzó ambas pistolas y me apuntó con ellas como en una de esas pelis de acción chinas. Pero resultó evidente que incluso la habilidad sobrehumana de la vampiresa no bastaba para sobreponerse a la sorpresa, al movimiento lateral, a una tormenta de fuego y a los tacones de aguja. Dios bendiga a la industria de la moda y a la suerte ciega que protege a los tontos y a los magos. Lara falló.
Agité mi brazalete-escudo y transformé mi voluntad en una pared de fuerza invisible pero sólida, justo delante de mí. Los últimos disparos de Lara alcanzaron el escudo, iluminándolo con un fogonazo de energía azulada. Sostuve el escudo con firmeza en su sitio, preparé de nuevo la varita mágica y me dispuse a enfrentarme a Lara.
La vampiresa se deslizó hacia las sombras que crecían entre el edificio más cercano y un par de enormes contenedores industriales, y luego desapareció.
Me acerqué a Thomas sin bajar la protección del escudo sosteniéndolo en la dirección en que había desaparecido Lara.
—Thomas —susurré—. Thomas, ¿estás bien?
Tardó un poco en contestar. Su voz sonó débil y temblorosa.
—No lo sé. Me duele.
—Te han pegado un tiro. Eso siempre duele. —Miré fijamente a las sombras y proyecté mis sentidos todo lo que pude—. ¿Puedes caminar?
—No lo sé —dijo entre jadeos—. No puedo respirar. No siento la pierna.
Aparté la vista de la oscuridad, lo miré y de nuevo me concentré en las sombras. La camiseta negra de Thomas estaba pegada al pecho en un lado. Una bala le había alcanzado un pulmón, por lo menos. Si había alguna arteria o vena importante comprometida, tenía un problema serio, fuera vampiro o no. Los vampiros de la Corte Blanca eran bastante resistentes, pero en muchos aspectos podían ser tan frágiles como los humanos de los que se alimentaban. Se curaban muy rápido. Yo había visto a Thomas recuperarse de unas costillas rotas en solo unas horas, pero si se le reventaba una artería, se desangraba como cualquiera.
—No te muevas —recomendé—. No te muevas hasta que sepamos adónde ha ido.
—Así seguro que acabamos con ella —jadeó Thomas—. La vieja táctica de esperar a que nos mate.
—Dame la pistola —le pedí.
—¿Por qué?
—Para que la próxima vez que abras la bocaza, te pueda pegar un tiro.
Comenzó a reírse, pero la risa se convirtió en un agónico y húmedo ataque de tos.
—Mierda —murmuré y me agaché junto a él. Dejé mi varita mágica a un lado y deslicé la mano derecha y una rodilla bajo su espalda con la idea de mantenerlo en posición vertical de la cintura para arriba.
—Más vale que te vayas. Ya me las arreglaré.
—¿Por qué no te callas ya? —le dije. Intenté evaluar la gravedad de sus heridas ayudándome de la mano que me quedaba libre, pero yo no soy médico. Encontré el agujero del pecho y sentí como salía la sangre a borbotones. Los bordes de la herida se contrajeron y tensaron ante el tacto de mi mano—. Vale —pronuncié—. La herida tiene mala pinta. Venga. —Le cogí la mano derecha y presioné con ella la herida—. Manten la mano ahí, tío. No dejes de aplicar presión. Yo no puedo hacerlo y llevarte a cuestas al mismo tiempo.
—Ni se te ocurra llevarme en brazos —dijo con voz ronca—. No seas idiota. Nos matará a los dos.
—Tenemos el escudo —dije.
—Si no puedes responder a su fuego, no servirá de gran cosa. Vete de aquí, llama a la poli y luego vuelve a por mí.
—Tú deliras —respondí. Si lo dejaba allí solo, Lara lo remataría. Coloqué su brazo izquierdo sobre mi hombro derecho y lo alcé. No pesaba tanto como había imaginado, pero ponerlo en pie así debió de dolerle bastante. El dolor bloqueó el aire en su garganta—. Venga —gruñí—, tienes una pierna buena. Ayúdame.
Su voz sonó hueca, casi fantasmal, cuando dijo en un susurro:
—Vete. No puedo.
—Sí puedes. Cállate y ayúdame.
Comencé a caminar tan rápido como pude hacia la calle del polígono industrial. Mantuve el escudo alzado, con mi voluntad centrada en una barrera que nos rodeara por todas partes. No era tan resistente como un escudo dirigido solo en una dirección, pero yo no tenía ojos en el cogote y un oponente con un mínimo de astucia me atacaría por detrás.
Thomas habría gritado todo el camino de haber tenido aliento suficiente. Durante los dos minutos siguientes, empalideció; quiero decir, aún más de lo habitual. Siempre había sido muy blanco, pero ahora su piel había adquirido el tono grisáceo de un cadáver, y bajo los ojos se le estaban formando bolsas oscuras. Aun así, consiguió echarme una mano. No fue gran cosa, pero sirvió para seguir avanzando sin tropezar.
Ya comenzaba a pensar que lo íbamos a lograr cuando oí unos pasos a la carrera y vi a una mujer doblar la esquina frente a nosotros con su pálida piel reluciendo en la oscuridad.
Maldije nuestra suerte, imbuí el escudo de más poder y me agaché, dejando que Thomas se derrumbara sobre la gravilla del aparcamiento. Busqué su pistola, la encontré y me preparé para disparar. Amartillé el arma, me tomé medio segundo en apuntar y apreté el gatillo.
—No —susurró Thomas en el último momento. Se inclinó sobre mí justo en el instante en el que disparaba el arma; el cañón se movió y la bala arrancó chispas de una pared de hormigón a quince metros. Aterrado, volví a apuntar aunque sabía perfectamente que ya no tenía sentido. Quizá podría haberla alcanzado con un ataque sorpresa, pero después del disparo fallido no había ni una posibilidad de vencer en un tiroteo a Lara Raith.
Pero no era Lara. No podía ver bien en aquella oscuridad, pero Inari se detuvo de repente a solo unos centímetros de mí, con los ojos y la boca abiertos.
—¡Oh, Dios mío! —gritó— ¡Thomas! ¿Qué ha pasado? ¿Qué le has hecho?
—¡Nada! —respondí—. Está herido. Por amor de Dios, ayúdame.
Dudó un segundo con los ojos como platos, y luego se abalanzó sobre Thomas.
—Dios mío, ¡cuánta sangre! ¡Está sangrando!
Le pasé mi varita mágica.
—Sostén esto —grité.
—¿Qué le has hecho? —preguntó. Había comenzado a llorar—. ¡Oh, Thomas!
Me entraron ganas de gritar de frustración y miré a mi alrededor, en un intento desesperado por descubrir dónde se ocultaba Lara. El instinto me decía que se estaba acercando y yo lo único que quería era salir de allí corriendo.
—Ya te he dicho que nada. Tenemos que seguir avanzando, abre las puertas. Tenemos que volver al estudio y llamar a urgencias.
Me agaché para coger a Thomas de nuevo.
En ese momento Inari Raith cogió mi varita mágica con las dos manos, gritó de rabia y pena, y me golpeó en la nuca con tanta fuerza que la partió en dos. Vi una explosión de estrellas y de repente me encontré con la cara pegada a la gravilla del aparcamiento.
Todo se volvió borroso durante un par de minutos, y cuando por fin empecé a recuperar la consciencia escuché a Inari llorar.
—Lara, no sé qué ha pasado. Me disparó y Thomas no se despierta. Quizá esté muerto.
Oí unas pisadas sobre la tierra y Lara dijo:
—Dame la pistola.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Inari todavía llorando.
Lara accionó la corredera con un par de clics y echó un vistazo a la recámara.
—Entra —dijo con tono firme y seguro—. Llama a urgencias y a la policía. Rápido.
Inari se levantó y comenzó a correr, dejándonos a Thomas y a mí solos con la mujer que casi lo había matado. Intenté incorporarme, pero era complicado. Todo daba vueltas a mi alrededor.
Conseguí ponerme de rodillas justo cuando un escalofrío me recorrió la espalda.
Los tres vampiros de la Corte Negra no anunciaron su llegada. Simplemente aparecieron como si estuvieran hechos de sombras.
Uno de ellos era el vampiro de una sola oreja al que le lancé el globo lleno de agua bendita. A su lado había dos vampiros más de la Corte Negra, ambos machos, ambos vestidos con atuendo funerario, y ambos con pinta de adolescentes. Hacía poco que eran muertos vivientes. El primero aún presentaba livideces en los brazos y dedos, y sus rostros no parecían cadavéricos en absoluto. Al igual que su mutilado compañero, también tenían las uñas largas y sucias. En su cara y garganta había restos de sangre seca, y sus ojos eran como dos pozas de agua estancada y turbia.
Inari gritó como en las películas de terror, y volvió corriendo junto a su hermana. Lara cogió aire y alzó la pistola lista para disparar mientras daba media vuelta lentamente para ver a cada uno de los vampiros de la Corte Negra.
—Vaya, vaya —dijo el vampiro mutilado—. Qué suerte. El mago y tres blancos a los que machacar. Esto va a ser divertido.
Y en ese momento sentí la llegada de una fuerte oleada de magia maligna y mortal.
El malocchio. Se estaba formando de nuevo, esta vez con más energía que antes. El hechizo se acercaba a mí al tiempo que reunía poder maléfico. Aún en estado de shock, no había nada que pudiera hacer.
—Matadlos —susurró el vampiro de la Corte Negra—. Matadlos a todos.
¿Lo ves? Eso es a lo que me refería.
Las cosas siempre pueden empeorar.