CAPÍTULO II
ESTA HABÍA SIDO su oficina, desde el día en que entró a Hendersley Supplies. Al comienzo era muy desnuda y funcional, pero ahora había adquirido un desaliño y desorden que la hacían un lugar más agradable para trabajar. Hubiera sido fácil tener un gancho para colgar cuadros, apropiado para el gran calendario, pero ella prefería el clavo que alguien puso antes allí; y le gustaba el calendario medio torcido, como estaba puesto ahora. Había tres archivos arriba de un gabinete, que se encontraban allí desde hacía seis meses, pero aun cuando tuvo tiempo para hacerlo, nunca consideró la necesidad de revisarlos y tirar los papeles inútiles, y colocar los archivos en el gabinete. La parte de arriba parecería desnuda sin ellos.
Había un florero sobre su escritorio. Miró la blanca espuma del clavel, y recordó todas las flores que habían estado en ese florero durante esos últimos años... flores que habían vivido brevemente para luego morir. Mojones marcando su vacilante progreso hacia la verdad.
Hoy estaba próxima a la revelación de esa verdad, pero de pronto se sintió vacía y cansada. Deseaba que la ejecución se llevara a cabo, rápida y sangrientamente y, luego, que todo terminara y se olvidara. Había recorrido un largo camino, y ahora a la vista de su destino, casi no tenía fuerzas para dar los últimos pasos.
Tomó el teléfono.
El nombre de Stanley Littlefield era el primen, de la lista. Advirtió que él y Theo Henderson eran clientes del mismo banco. Aún subsistiría el problema, si resultaba ser ése.
* * *
—Antes de que lo olvide, uno de ustedes, si lo recuerdo correctamente, me llamó "un maldito tramposo y estafador" —dijo David Newman.
—¡Oh... ! Mire, David —comenzó a decir Roy Morgan—, usted no va a...
—Eso fue lo que dijo, ¿no es así?
Morgan dominó su instintiva inclinación a discutir.
—Lo siento mucho.
—¿Cuánto dijo que me darían por vía de indemnización, Jacko?
—Por favor, David —dijo Morgan, sintiéndose miserable—. He dicho que lo lamento. Usted no tiene idea lo que era cuando usted... se fue. Pasé lo indecible ese primer mes, hasta que Margaret vino a salvarnos.
—Sabe Roy, que usted es un tipo de dos caras. Tiene que tener otra cara, la que le muestra a sus clientes porque si así no fuera, no vendería ni un clavo.
Se produjo un incómodo silencio. Joan Henderson parecía fuera de lugar en la severa atmósfera oficinesca del despacho de su. marido. Todos deberían haber estado trabajando en lugar de esperar aquí. Pero era peligroso para cualquiera de ellos seguir con su trabajo: ese trabajo podría implicar un apañamiento de último momento, o hasta una escapada escaleras abajo, y al anonimato de las calles.
Morgan recuperando su aliento, dijo:
—Jacko, hay algo que deseaba preguntarle. ¿Qué ha sucedido a esos dos falsificadores?
Hibbert frunció el entrecejo, sospechando una trampa. Luego dijo airadamente:
—Trabajan en un negocio de imprenta, creo que en alguna parte, en Tottenham. Debe ser un negocio próspero, ¿eh, Schofield?
—Depende —replicó Roger Schofield— de la calidad de la gente...
—¿Cómo le irá a Miss Forrest? —comentó Littlefield.
—Espero que no tenga demasiado trabajo —dijo Colin.
En realidad, no tenían nada que decirse entre ellos. No había nada que pudieran decir que no fuera peligroso, hasta que el asunto quedara terminado.
Colin introdujo la mano en el papelero de Theo Henderson y extrajo una tarjeta cuadrada. Escribió algo en ella, y la extendió a David.
—Esta es nuestra nueva dirección.
—Guárdala —dijo David—. Cuando se hayan aclarado las cosas hoy, volveré contigo a ver a mamá.
Hibbert comenzó a golpear con los dedos de su mano derecha. Aun cuando amortiguado por el persistente rumor del tránsito de la calle, el ruido sonaba fuerte en la habitación.
—¡No puedo soportarlo! —estalló Roy Morgan—. No puedo soportar esta maldita espera. Voy a ver qué está haciendo esa muchacha... hasta dónde ha llegado.
Se dirigió hacia la puerta. David llegó primero y bloqueó el camino.
—Quédese donde está —dijo firmemente.
—¿A dónde demonios cree usted que voy...? ¿A la China o algo por el estilo?
—Nada me sorprendería. Podría ir a cualquier parte. Escuche... Sería la cosa más natural para nuestro culpable tratar de huir antes de que Miss Forrest vuelva. Y si fuera usted, estaría más allá de la puerta de calle antes de que nadie pudiera impedirlo.
—¡Salga de mi camino!
—¡No!
—Muy bien —dijo Morgan decaído—. Si lo va a molestar hasta ese punto, supongo que puedo esperar.
—Creo que lo ha pensado mejor —David, disculpándose con Theo, agregó—: Lamento comportarme como el dueño del edificio.
—Usted siempre ha sido el jefe —dijo Theo aparentemente sin malicia. Se inclinó sobre la orilla del escritorio. Sus puños se abrían y cerraban contra la madera—. Debo decirle que yo también me estoy impacientando... ¿Trataría usted de detenerme si quisiera cruzar esa puerta... para entrar en la oficina de mi secretaria?
—Puede verificarlo muy fácilmente —dijo David. Permaneció donde estaba. Los dos hombres se miraron inexpresivamente.
* * *
Dos llamadas inútiles. Angela comenzó, de una manera mecánica a marcar el próximo número de la lista.
Cuando todo terminara, no podría continuar trabajando aquí. Había demasiados ecos, y reconoció que, en cierto modo, había estado excesivamente franca con sus superiores. Ellos podrían perdonarla, pero no les agradaría tenerla allí.
—¿Puedo hablar con el gerente, por favor? Soy Miss Forrest, de Hendersley Supplies, en nombre de Jackson Hibbert...
No era Littlefield. No era Henderson. Si era Hibbert, seguramente tendría una excusa aceptable. Tenía una mentalidad de leguleyo y habría previsto cada uno de los pasos con anticipación, borrando sus huellas y preparando una defensa para el caso de que fuera descubierto. Sería muy difícil ,para ellos, cercarlo a Hibbert. Tendría que ser llevado ante el tribunal, con la posibilidad de que evitara una condena gracias a sus arteras maniobras.
Se sintió desalentada.
—Es una cuestión de formularios para trasferencia de libras esterlinas...
Y si nada se resolviera hoy, y la esperada revelación no se produjera, ella tampoco podría continuar. Había agotado sus posibilidades; ya no tendría fuerzas para proseguir. No era posible que continuara trabajando donde había un defraudador, pero cuya identidad aún permanecía ignorada. Se preguntó cómo se las arreglaría la firma... cómo se comportarían los directores, recíprocamente... y qué conflictos se plantearían entre ellos.
Pero eso era un asunto de ellos, y no suyo. A partir de hoy, habría terminado.
Tenían que descubrirlo hoy…
La voz en el otro extremo de la línea, era cortés y tras untaba buena voluntad. Formuló en forma discreta, diversas preguntas y obtuvo las mismas respuestas que en el caso de Stanley Littlefield Y Theo Henderson.
No había sido Jackson Hibbert.
* * *
—Tal vez —dijo Mrs. Kingsley—, se me permitirá ir a ver cómo anda Miss Forrest.
David titubeó; luego respondió:
—Nunca he podido resistir a una mujer atractiva.
Margaret pareció sorprendida de que hubiera aceptado tan fácilmente. David mantuvo la puerta abierta y ella salió. Los otros quedaron tensos. Era imposible que Margaret hubiera estado envuelta en el problema original y no había ninguna razón para que ella tratara de desfalcarlos ahora; pero era fácil ver cómo todos en la habitación estaban buscando razones para encontrarla responsable. Tal vez el nuevo fraude fuera distinto del anterior. Tal vez el defraudador de hoy, simplemente, hubiera aprendido de lo que había sucedido en el primer caso. Tal vez Margaret Kingsley era una mujer de negocios más inteligente de lo que ellos habían imaginado.
—David, ¿encontraste muchas mujeres atractivas en Sud África? —preguntó Joan Henderson.
—Bien... La fuerza de la costumbre...
Se sonrieron mutuamente, con cierta melancolía, como si fueran extraños, pero no del todo.
Hubo una larga pausa. Fue misericordiosamente quebrada por el retorno de Margaret. Hubo un suspiro casi inaudible, que podía haber sido de alivio o de desencanto, cuando ella volvió a la habitación.
—Bien —dijo Roy Morgan, en tono impaciente—. ¿Hasta dónde ha llegado?
—Está llamando al cuarto. Hasta ahora se ha sabido de tres inocentes.
—¿Le preguntó usted cuáles eran esos tres?
—El... Sí, lo hice —Margaret Kingsley los miró especulativamente.
—¿Y bien...?
—Reservaré esos nombres solamente por unos minutos. Porque ya estoy preocupada... Creo que nuestro amigo, hasta podría haber sido lo bastante astuto como para cubrirse con respecto a esto también. Estoy en favor de… digamos... mantener el suspenso.
Roger Schofield rió.
—Estupenda estrategia de parte de su presidenta.
—Gracias, Mr. Schofield. Su amable expresión es más de lo que merezco.
—Y hablando de presidenta —continuó Roger—, es más que probable que tenga una vacante en su directorio. No creo que quiera usted retener los servicios de un defraudador, por más brillante que sea.
—¿Está usted ofreciendo sus servicios? —preguntó Margaret.
—No.
—Bien. Porque yo hubiera sugerido que se mantuviera en su imprenta.
—Yo apruebo eso —dijo Theo con rapidez.
—Ustedes, los mercaderes en telas, constituyen, evidentemente un grupo muy susceptible.
Hubo otra pausa. El mero silencio parecía exacerbar a Roy Morgan.
—Esta espera me está volviendo loco —comenzó a pasearse por la oficina de un extremo a otro.
—¡Pobre Roy! —dijo David sin mayor simpatía—. Creo que tengo una idea para pasar el tiempo, aunque sólo sirva para evitar que se vuelva loco —esperó hasta que estuvo seguro de que todos estaban dispuestos a escuchar—. Hay un pensamiento en la mente de todos nosotros, en estos momentos. ¿Por qué no hacemos una apuesta? Una apuesta interesante para saber quién es nuestro amigo, el defraudador. Así lo haremos: todos escribimos en un pedazo de papel nuestros nombres, y al lado, el del sospechado. Todos apostamos cinco libras, si eso no es mucho.
El ganador se lleva todo.
—Y el perdedor —dijo Margaret— acusará a todos por difamación. ¿Quiere usted hacer quebrar a mi junta de directores?
David rió sin entusiasmo. Simplemente había querido llenar el tiempo. Ahora volvió a la ventana. Un automóvil estaba maniobrando con dificultad, en el reducido espacio de la plazoleta. Lo observó con atención, esperando que tocara los paragolpes de su propio coche, una mancha roja contra el gris del pavimento Y de los edificios circundantes.
—Oigan... —era Morgan, repentinamente excitado—. ¿Qué le ha sucedido a Stanley?
David volvió al centro de la habitación. Stanley Littlefield, desmañadamente sentado en un sillón de cuero, comenzaba a inclinarse hacia adelante. La cabeza floja, y las manos pendientes hacia el suelo.
—¡Se ha desmayado, Theo... ! —exclamó Joan. Theo se arrodilló y tomó a Littlefield en el momento en que caía del sillón. Lo repuso suavemente en el asiento y le aflojó el cuello y la corbata.
—¿Esto le sucede a menudo? —preguntó David. No recordaba que Littlefield hubiera sufrido trastornos anteriormente. Pero seis años podían cambiar a un hombre; de todos modos, en un momento tan especial como éste, era curioso, por decir lo menos...
—Creo recordar que estaba preocupado por su corazón —dijo Hibbert— pero su médico dijo que no era nada serio. Ciertamente, nunca lo he visto desmayarse antes.
—¿No? —dijo David con extrañeza.
Margaret extrajo un pequeño frasco de sales de su cartera. Theo lo destapó y lo movió de un lado a otro, tres veces, bajo la nariz de Littlefield. Éste reaccionó bruscamente, respiró y agitó una mano en señal de protesta.
Theo retrocedió un paso.
—¡Qué tonto! Debo haberme desmayado. ¡Me sentía tan... tan enfermo! —exclamó Littlefield.
—¿Cómo se siente usted ahora? —interrogó David. No había compasión en el tono de su voz.
—No muy bien. Creo que es una jugarreta del corazón. Pídanme un taxi, por favor, y hablen también a mi esposa para que llame al doctor, y que esté en casa cuando yo llegue.
—En este momento el teléfono está ocupado con asuntos urgentes, Stanley —dijo David con intención.
Littlefield hizo un débil ademán hacia el teléfono que se encontraba sobre el escritorio de Theo.
—Puede utilizar ése. Sólo porque Miss Forrest está utilizando la extensión en su oficina, no significa... Mire, estoy enfermo. Estoy enfermo, le digo —se dio cuenta de que todos formaban un semicírculo alrededor de él, estudiándolo—. No fui yo... ¡lo juro! ¡Yo no fui! Tienen que creerme. ¿Quieren que me muera?
—Quédese quieto, sentado; quieto, Stanley —David era implacable.
—Propongo llamar un taxi —dijo Margaret—. El hombre está enfermo. Se ve que no está mintiendo.
—Vamos, David —le urgió Roger—. Debes dejarlo partir. Si quieres, iré con él. Ellos permitieron que Mrs. Kingsley y yo nos hiciéramos cargo de ti, anoche... Tienes que mostrar la misma confianza... en mí, si no en Mr. Littlefield.
David luchó con sus dudas íntimas, y luego consintió:
—Muy bien. Llévalo a su casa, Roger. Y espero que usted no esté mintiendo, Stanley.
La puerta se abrió y Angela Forrest entró. Al punto se hizo el silencio. Stanley Littlefield volvió muy lentamente la cabeza para mirarla.
—¿Y...? —dijo en un susurro Colin.
—Un momento, por favor, Miss Forrest —dijo David—. Bien, Stanley... ¿Quiere usted marcharse?, ¿o preferiría más bien, oír lo que Miss Forrest tiene que decir?
—Oiré a Miss Forrest —dijo Littlefield débilmente.
—Bien.
—Y, ¿tenía yo razón? ¿Cuál banco? —preguntó Colin.
—No... no era ninguno de los bancos que usted me dio —contestó Angela.
—¿Qué... ?
—¿Está usted segura? —inquirió David asombrado.
—Por supuesto.
Hibbert cruzo sus manos complacidamente sobre el estómago.
—Entonces, no era ninguno de nosotros, después de todo. ¡Qué decepcionante para usted, David!
—Hay una posibilidad —musitó Colin—. El ladrón puede haber conseguido el formulario en el banco de otro. No, no serviría. Es demasiado peligroso. El banco seguramente, haría preguntas a cualquiera que no fuera un diente regular.
Margaret sonrió a Angela, con simpatía y comprensión.
—Lo siento mucho, Miss Forrest. Parece que después de todo, tendremos que dejar el asunto a la policía.
Angela estaba demacrada. Había tratado de soportar un pesado fardo en un camino demasiado largo, y ahora parecía como si se sintiera personalmente responsable del fracaso de su tarea.
Roger Schofield dijo con tranquilidad:
—¿Y si hiciéramos una llamada más?
Angela se volvió esperanzada hacia él.
Theo indicó con un ademán el teléfono que se encontraba sobre su escritorio.
—Úselo. Si ha tenido usted una inspiración brillante, le acompañaremos.
—Preferiría hacerla desde la otra oficina. Se ha hablado tanto desde ayer sobre difamación y calumnias. que me estoy poniendo positivamente nervioso —Roger cruzó hasta donde estaba Angela y la tomó del brazo con actitud paternal—. Además, esto es algo que quisiera guardar para mí, hasta estar absolutamente seguro.
Abrió la puerta, y entraron a la oficina de Angela.
* * *
Roger examinó, con rápida mirada, la habitación, e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, como si hubiera confirmado lo que había esperado encontrar.
—Muy agradable —dejo deslizar su mano sobre el radiador de la calefacción, fría en esta época del año—. Pero le entra mucha tierra...
—Sucede lo mismo en todas partes de la ciudad.
—Aun es peor en nuestra fábrica. Kentish Town no es el distrito más salubre de Londres. Terrones de carbonilla de los ferrocarriles llueven sobre nosotros día y noche. No... no es una zona muy atractiva... pero tal vez sea preferible a ésta.
Levantó una ceja burlona hacia ella.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Angela.
Pero sabía lo que él había querido decir, y sintió que el calor retornaba lentamente. Se había sentido mareada y abrumada toda la mañana hasta ahora, pero respondió a la mano que se tendía para ayudarla.
—No imagino —dijo brevemente— que quiera usted permanecer en Hendersley Supplies, después que todo esto haya concluido. Corríjame si me equivoco...
Ella no lo corrigió.
—... En tal caso —continuó él— estaré encantado de ofrecerle un puesto en Futuristic Printers. Muy encantado... y muy disgustado si usted lo rechaza.
Angela respondió con voz trémula:
—Es maravilloso de su parte. Por supuesto que acepto.
—Espléndido. Aun ahora mismo, creo que aquellas personas, no le reconocen sus méritos, como debieran. y ahora... —se mostró grave, nuevamente— ¿quiere usted que hagamos esa llamada telefónica?