CAPÍTULO V 

ANGELA DESEABA que Joan Henderson se apurara con los sándwiches y el café. Hubiera deseado dirigirse tranquilamente hacia el bar y buscar algo para beber. Deseaba... no sabia precisamente lo que deseaba. Que todo se definiera de una manera u otra. Más temprano, esa misma tarde, había tenido la seguridad de que sólo existía una manera de definirlo. 

Escuchó a David Newman formular sus preguntas a los que antes habían sido sus colegas del directorio, con creciente nerviosidad. Se encontró a sí misma con deseos de alentarlo, de urgirlo a seguir. Pero cada impulso fue reprimido. 

Lewis Cruickshank estaba sentado en el escritorio, inclinado y atento. Miraba unas hojas de papel que tenía ante él, pero Angela advirtió que estaba escuchando sin perder una palabra. Los otros, hipnotizados, miraban a David. 

—Hay una cosa que me tiene perplejo desde que supe lo de la operación en la cuenta bancaria numerada, en Suiza. Querría aclararlo. ¿La policía no pudo obtener la descripción del hombre que operaba la cuenta? 

Cruickshank golpeó con su lápiz sobre los papeles. 

—Fue abierta personalmente, pero luego fue operada siempre por correo. 

—¿El gerente del banco no podría describir al hombre que abrió la cuenta? 

—¿Después de cinco años? —preguntó secamente Cruickshank—. No. Todo lo que pudo decir fue que el hombre era más o menos de su altura. 

—¿Y cuál era la altura del gerente? 

—Como la suya, Newman —profirió vivamente Theo Henderson. 

—Bien —dijo David—, veremos cuánto vale eso como evidencia. ¿Theo, quién es más alto, Jacko o mi amigo Schofield? 

—No sea tonto... Jacko, por supuesto. Sin querer menospreciarlo, Schofield. 

—Ustedes dos, por favor, ¿querrían ponerse de pie? —preguntó David. 

Hibbert apretó sus manos a los brazos del sillón como desafiando a que alguien lo moviera. 

—Oh... pero... 

—Venga usted, Mr. Hibbert —Roger se puso de pie, y Hibbert lo siguió de mala gana. 

Los dos hombres se pusieron espalda contra espalda. 

Hibbert era grueso, pero no bajo. Aparecía macizo e imponente. Pero cuando estuvieron juntos, no había diferencia entre ellos. . 

—Eso mismo puede suceder con su gerente suizo —dijo David. 

—Muy instructivo —acordó Cruickshank—. ¿Qué sigue? 

—¿Quién de ustedes estuvo en el extranjero al mismo tiempo que yo? —David estudió atentamente sus rostros. Cuando no hubo respuesta, entrecerró los ojos. Entonces comenzó diciendo—: Theo. Desde luego, usted estaba de vacaciones, ¿no es verdad? Lo había olvidado. En ese momento estaba obsesionado con la idea de que Colin era el culpable, que no especulé con el desplazamiento de nadie. Pero hemos aprendido mucho esta tarde, ¿no es así? Ahora, cada detalle tiene importancia. Todos se van a sumar para dar la respuesta adecuada, muy pronto. Sí, Theo... hasta me acompañó al hotel para beber algo, aquel primer día, cuando usted volvía a Inglaterra. 

Angela se sintió mareada. No podía ser Theo Henderson. No podía ser que hubiera estado trabajando en la misma oficina con él, que hubiera hecho tanto por él, sin haber tenido la más leve sospecha. Algo hubiera percibido. Estaba segura de ello. 

—¡Por el amor de Dios! Cualquiera de nosotros pudo haber tomado el avión nocturno, hacer lo que considerara necesario y volver a Londres para la hora del almuerzo —exclamó Theo. 

—Es verdad —concedió David—. Ha señalado usted algo importante, Theo. Y sus pasaportes mostrarían ciertamente, si alguno de ustedes ha hecho ese viaje en ocasiones especiales.

—¿Qué está tratando de establecer? 

—Quiero saber la identidad del "mensajero autorizado" o, alternativamente, a quién se entregaron los bonos recogidos por ese mensajero a su debido tiempo —se alejó del escritorio, y Angela advirtió que los ojos de él miraban los suyos. Decían más que las palabras que pronunciaba—. Si más tarde me arrestan, ¿querría usted pedir a la policía que busque esa información en los pasaportes de mis ex colegas? 

Stanley Littlefield se movió incómodo. 

—¿No cree usted posible la coincidencia, por razones puramente privadas? 

—¿Qué, a su edad? 

—En aquella época era seis años más joven —respondió Littlefield, francamente. 

Cuando todos rieron, se sonrojó y continuó: 

—Está interpretando mal mis palabras. Tengo un sobrino en Zürich, que de cuando en cuando me visita para pedirme consejo. He hecho muchos viajes a fin de ayudarlo. 

—Sí. Recuerdo a su sobrino. Puede haber resultado útil. 

—No le permito... 

—Hasta ahora —dijo David en el mismo tono— eso es un punto contra usted, Stanley; y uno contra usted, Theo. 

—¿Ha terminado usted con las visitas a Suiza? —inquirió Cruickshank. 

—Todavía no. Hasta ahora, Theo y Stanley han admitido que estuvieron en Suiza en fechas en que podían haber hecho... negocios. ¿Hubo otros? 

Esta vez, cuando David estudió los rostros, Angela siguió su mirada. Él no podía obligarlos a responder. Cualquiera que tuviera algo que ocultar, sencillamente permanecería callado. 

—Espero que comprendan que, cuando la policía siga las investigaciones, y resulte que uno de ustedes ha mentido en este punto, puede ser un asunto grave. 

—Demonios —protestó Roy Morgan—, si alguien más hubiera estado ausente, no quedaría nadie para manejar el negocio. 

—¿Y usted, Roy? —dijo David en forma sorpresiva—. Vendimos a Suiza, y también le compramos. Hubo una o dos cuentas que usted siempre cubría personalmente. 

—Si hubiera estado en alguna parte cerca de Zürich en el momento en que usted estaba, con seguridad habría tomado una copa con usted —Morgan se esforzó en reír—. Usted insiste en pagarlas, por lo general. 

—A pesar de eso, si hubiera tenido otro negocio… entre manos…

—¿Tal como… 

—Negocios bancarios, ¿podríamos decir? 

—¡Al demonio con usted! No los tenía. 

—Bien. No creo que necesitemos su pasaporte para probar eso. Su cuenta de gastos bastará. 

La cabeza de Cruickshank se levantó de golpe. 

—Ahora que lo pienso, Morgan, usted hizo una pequeña gira por el continente en esa época. Usted se sintió muy disgustado porque rindió su cuenta de gastos demasiado tarde. Por eso lo recuerdo. La compañía ya estaba liquidando —Cruickshank sonrió entre dientes, como si esto fuera motivo para felicitarlo. 

—Muy bien —espetó Morgan—. Lo olvidé. ¿Qué hay con eso? 

—¿Lleva la cuenta, Miss Forrest? —preguntó David—. Y anote que Mr. Morgan no bebió conmigo en esa ocasión. 

Morgan se incorporó de la silla y se dirigió a la puerta. 

—Me voy. Por supuesto, no me quedaré aquí para hacer el tonto.

—¡Mr. Morgan! —la voz de Margaret Kingsley lo detuvo—. Si usted se va ahora, deberá presentar su renuncia al directorio, como consecuencia directa. 

Morgan titubeó. Angela pensó que su furia iba a predominar y que se marcharía. Luego, él recapacitó sobre lo que Mrs. Kingsley estaba diciendo, dándose cuenta de que lo cumpliría. 

—Muy bien —gruñó—. Me quedaré. Volvió a sentarse. 

—¿Tiene usted algo más que preguntar? —averiguó Cruickshank. 

No fue David quien respondió. El acento norteño de Roger Schofield cuyos ecos traían tan tristes recuerdos de su padre a Angela, intervino diciendo: 

—David... ¿me permites que yo formule tu próxima pregunta?

—Adelante ... 

—Mr. Cruickshank —Schofield pesaba cuidadosamente sus palabras—, volviendo por un momento a la cuestión de la identificación hecha por el gerente del banco suizo. ¿Supongo que la policía le habrá mostrado una fotografía de David? 

—Así lo hicieron. 

—¿Y cuál fue su reacción? 

Cruickshank guardó un momento de silencio, y luego dijo tranquilamente: 

—Nunca había visto a David en su vida. La policía presumió que David debió haberse disfrazado cuando abrió la cuenta o que utilizó un cómplice. 

Un cómplice parecía una contingencia poco probable. Angela, aún continuaba creyendo firmemente que éste era el trabajo de un hombre, un hombre insensible, sin principios, que lo realizó sin remordimientos y con la seguridad que sólo podía garantirse si no había colaboradores, posibles traidores. 

Un hombre... pero estaba cambiando de parecer con respecto a la identidad de ese hombre. 

Había sido más reconfortante, cuando ella estaba segura. El odio era más fácil cuando tenía un objeto bien definido. Ahora se sentía perdida y desorientada. 

—¿Se le mostraron al gerente los retratos de los otros directores? —preguntó Schofield. 

—Lo dudo —respondió Cruickshank—. No hubo ocasión de hacerlo o, por lo menos, así lo creyó obviamente la policía. 

David reflexionó por unos momentos. Luego, se volvió una vez más hacia Angela. 

—Miss Forrest, hace algunos años, después de una reunión de directores particularmente exitosa, cuando todos nos sentíamos muy satisfechos de nosotros mismos y de los demás colaboradores, hicimos tomar una fotografía de todo el directorio. Mr. Littlefield siempre le tuvo un particular afecto y la tenía sobre su escritorio. ¿La tiene todavía? 

Angela trató de recordar. Conocía los despachos de todos los directores... El de Theo Henderson, con un gran retrato de su esposa; el de Roy Morgan, con recuerdos pegados sobre la pared; el de Hibbert, con su propio retrato en los escaños del tribunal. Lo único que recordaba del de Stanley Littlefield era un gran gráfico en la pared, cubierto con alfileres de distintos colores. 

—Nunca la he visto —respondió Angela. 

—Temo —dijo Littlefield— que después de la liquidación, fue relegada al fondo del cajón de la derecha. Así lo espero, por razones de conveniencia más que por falta de respeto —dijo David. 

—Siempre me ha gustado usted, David, y le he tenido en un alto concepto. 

David lo estudió. Su expresión no delataba nada. 

—¿Tendría usted inconveniente en darle, mañana por la mañana, esa fotografía a Miss Forrest, de manera que la pueda entregar a la policía? 

—Siempre que me la devuelvan. 

David consultó al resto, rápidamente: 

—¿Alguna objeción? 

Cruickshank suspiró. 

—El tiempo pasa, lo saben. Y mi tiempo les está costando dinero. ¿Alguien más quiere hacer alguna pregunta? 

—Yo tengo algo que preguntar —dijo Margaret Kingsley—. No es exactamente una pregunta, o por lo menos, no es una pregunta que espere que me la contesten inmediatamente. Hay un pequeño asunto de ciento quince mil libras que están en alguna parte. Sería muy interesante saber dónde están. 

—Sí, ¿verdad? —David la apoyó—. Bien. Vamos, Roy. ¿No quiere usted saber lo que hice con ese maldito dinero? 

Roy Morgan rehusó a dejarse arrastrar. 

La puerta se abrió lentamente. Joan entró trayendo una bandeja, cargada con una cafetera, platos y pocillos. Angela corrió para mantener la puerta abierta, Joan dejó la bandeja y meneó la cabeza. 

—¡Oh, querida, he olvidado la leche! —tenía la cabeza próxima a la de Angela, y le preguntó en un murmullo—: ¿Cómo va el asunto? —luego retrocedió—. Pero, por supuesto... usted ... 

Salió a buscar la leche. 

Angela permaneció inmóvil. Había habido una sugerencia en la voz de Joan que la tocó en lo vivo. De nuevo sintió que aquella mujer que había conocido a David Newman mejor que nadie, continuaba creyendo que era inocente y que la consideraba a ella. Angela Forrest, como una enemiga. 

Lo que en realidad, era. Lo que había sido durante muchos años, con orgullo. 

Detrás de ella, oyó la voz de Roger Schofield, estólida y persistente. 

—Mr. Cruickshank, creo que fue Mr'. Hibbert quien dijo que cada cosa que se dijera en esta habitación esta noche, sería juzgada desde dos puntos de vista: (a) como si fuera verdad, y (b) como si no fuera verdad. Hay otros dos aspectos relacionados, que interesará a todos descubrir: (c) si David Newman es culpable y (d) si es inocente. Espero que, por lo menos, ustedes coloquen esto en la balanza. 

Era como si esa consideración hubiera sido dirigida a ella. Angela se volvió. Nadie la estaba mirando. Sin embargo, sintió que la flecha le fue dirigida y que le había penetrado profundamente. 

—La otra sórdida pregunta —continuó diciendo Roger Schofield— es: ¿qué ha pasado con el dinero? Si supiéramos eso, algunos de nuestros problemas... de sus problemas, podrían estar resueltos. 

Una vez que ha comenzado una investigación de este tipo, estaba descubriendo Angela, mil y un factores llegaban flotando a la mente. Algunos podían no tener importancia, pero otros podían significar mucho más de lo que ella imaginó, en el momento en que ocurrieron. 

Era absurdo. Se había propuesto destruir a David Newman. Y ahora trataba de producir evidencias que contribuyeran a su defensa. Aun cuando dudara, debía permanecer en silencio. 

De .pronto se encontró diciendo: 

—¿Y qué hay de Mr. Hibbert? 

Margaret Kingsley miró sorprendida. 

—¿Y qué pasa con MI'. Hibbert? 

—Hace tres años —dijo Angela sin aliento— compró un Rolls Royce. Nuevo. Con todos los accesorios. 

—¿Lo compró? —preguntó David. 

—Lo compré —dijo Hibbert— porque pensé que, por lo menos, uno de los directores de la firma debía ser visto en un coche decente. 

—Un espléndido sacrificio —dijo David. Su hermano, medio pesaroso manifestó: 

—La firma no lo pagó. 

—¿Quién fue, Jacko? 

—Lo pagué yo —espetó Hibbert. 

—¿Con sus rentas? 

—Y hace seis meses —contribuyó Morgan inesperadamente— se compró esa casa de campo, grande y sucia. 

—¿Muy discretamente espaciadas esas dos compras? —comentó David. 

—¡Al demonio con usted! Siempre he especulado en la bolsa; usted sabe eso, David. Si usted sabe tantas cosas, también debe saber eso. He tenido suerte una o dos veces, eso es todo. 

—Pídale el nombre de su corredor, Miss Forrest. Esa es otra cosa que la policía puede comprobar. 

Hibbert advirtió a Angela, con una mirada fulminante, que tendría problemas si se atrevía a interferir en sus cosas. Antes de que ella pudiera reaccionar, Roger Schofield volvió al ataque... si podía llamarse ataque a algo tan formidablemente lento y deliberado. 

—Está usted haciendo una montaña de un montoncito de tierra, David. Suponiendo que el coche y la casa costaran veinte mil libras. Son más de cien mil libras lo que nos preocupan. 

—Ya lo sé. Pero el hombre que las tiene, no es un tonto. No se pondría en evidencia gastándolas demasiado ligero. 

—Tiene razón —dijo Roger complacientemente—, y el directorio de Metcliffe Distributors todavía está intacto. Todos están aquí, amarrados a sus sillones. Ninguno ha renunciado para irse a dilapidar el dinero. ¿Es curioso, verdad? He estado preguntándome cuál será la razón. 

—¿Y sabe usted la respuesta? —preguntó Margaret Kingsley? 

—Creo que sí —Roger rió para sí; luego levantó la voz—. Y ahora, si tengo razón, esto le concierne a usted más que a nadie. 

—¿Oh...? 

Roger Schofield se puso de pie, inclinándose sobre ella. 

—Mrs. Kingsley... ¿Hay algún lugar donde podamos hablar algunas palabras en privado? 

David Newman quedó estupefacto. Cruickshank ladeó la cabeza como un viejo pajarraco sabio. Angela quiso decir "NO", pero no sabía por qué. 

Margaret Kingsley miró a Schofield. Ignoró su mano extendida. Se puso de pie. 

—Theo, ¿hay una habitación... su estudio.... 

Theo Henderson replicó: 

—¿Por qué no podemos oírlo todos? 

—Hablando estrictamente —dijo Roger— el dinero que falta es de Mrs. Kingsley. Si lo quiere recuperar, tiene que hacer las cosas como yo le diga. ¿Mrs. Kingsley...? 

Margaret insistió: 

—Theo... 

—Si usted se empeña. La puerta que da frente a ésta. 

Roger Schofield abrió la puerta. Margaret salió. Él la siguió.