XV
Serviliano intentó, al menos por dos veces, si no me traiciona la memoria, forzar una salida, cosa completamente imposible. La hueste lusitana, que ocupaba todos los pasos y senderos, podía observar los menores movimientos de los legionarios romanos.
Esperábamos una orden para el ataque final y discutíamos si el procónsul tendría valor suficiente para suicidarse antes de caer en nuestras manos, cuando un toque de cuerno convocó a los oficiales a una reunión. Viriato había trepado a una gran roca desde la que podía ver el valle entero. Los romanos, en una acción desesperada, intentaban improvisar defensas y habían construido un muro irregular con piedras y rocas sueltas... Como he dicho, era una medida desesperada o quizá Serviliano quisiera tener ocupados a los legionarios para mantener alta su moral.
Obedeciendo a un ademán de Viriato, nos sentamos dispersos por lo alto de la roca, que era grande y con un remate casi plano.
—Amigos —empezó—, la situación es ésta: el procónsul está ahí, a nuestra merced. Podemos destrozarlo, a él y a todos sus hombres, liberarlo bajo rescate o usarlo como rehén. O...
—O cortarle la mano derecha —sugirió uno de los presentes—, como él hizo con tantos de los nuestros...
No recuerdo quién dijo esto, pero sí que no fue Táutalo, a pesar de que había anunciado su intención de coleccionar manos de legionarios. Táutalo estaba callado, y recordé entonces que poco antes lo había visto en animada conversación con Viriato.
Éste, entretanto, estaba respondiendo al hombre que lo había interrumpido:
—Ganaríamos poco y perderíamos mucho. No. Os he llamado para deciros que voy a ofrecer la libertad a Serviliano, bajo condiciones...
No pude contenerme, y exclamé:
—¡Pero si tú mismo nos has dicho que no se puede creer en palabra de romanos!
Sin exaltarse (nunca se exaltaba cuando nos oía), respondió:
—Ya hablaremos sobre eso. Ahora, quiero que sepáis lo que he pensado en estos últimos tiempos: con el auxilio y la protección de los dioses hemos conseguido vencer a los ejércitos que los romanos enviaron contra nosotros. ¿Pero cuántos ejércitos enviará Roma aún? Todos los años entramos en campaña y obligamos al enemigo a retroceder y todos los años llega un nuevo ejército. Amigos, no podemos olvidar que luchamos contra la ciudad más poderosa del inundo... Hemos intentado unir contra ella a los pueblos de Iberia, y, no lo hemos conseguido. Nuestros campos están sin cultivo por culpa de la guerra. Nuestra hueste disminuye, los hombres están fatigados y acabaremos por no tener provisiones. No podemos continuar combatiendo sin descanso, derrotando ejército tras ejército. Pero podemos salvar nuestra libertad, y ahora tenemos la mejor ocasión de hacerlo. Y tal vez la última.
Había hablado moviéndose un poco al azar (era el único que estaba en pie), pero se quedó parado al llegar a mí.
—Los romanos mienten, es cierto; y faltan a su palabra. Pero lo que voy a exigirles no es una promesa, y sí un tratado, firmado con juramentos ante los dioses y ratificado por el Senado de Roma. Un tratado que ellos no pueden violar sin cometer perjurio, sin traicionar ni ofender a los dioses. Ningún hombre, ningún pueblo es loco hasta el punto de faltar a la palabra dada a sus divinidades. El castigo sería terrible.
Nadie objetó nada contra este argumento, y así, poco después, dos guerreros, empuñando los símbolos de paz, avanzaron lentamente hasta el campo romano. Los vimos, a lo lejos, detenerse a escasa distancia del muro improvisado. Algunos legionarios, entre ellos, casi con seguridad, un intérprete, se aproximaron, y hubo un cambio de palabras. Luego, nuestros hombres regresaron al galope.
No tuvimos que esperar mucho. Los romanos se sabían perdidos, y tenían que estar empezando a sufrir hambre y sed. Un grupo de seis jinetes se destacó y vino a nuestro encuentro. Al frente se veía al procónsul, un hombre alto, de anchos hombros, cabello cano y rostro severo. Pese al odio que sentía por él, me causó buena impresión. Se dominaba perfectamente, y si tenía miedo no permitía que se notara.
Realmente, se mostró a la altura de las circunstancias: a pesar de que Viriato se encontraba a pie y con la cabeza descubierta, Serviliano, que nunca lo había visto de cerca, se dirigió a nuestro jefe inmediatamente y en tono firme:
—Soy Quinto Fabio Máximo Serviliano. ¿Cuáles son tus condiciones?
El intérprete que él había traído empezó a traducir, o mejor dicho, a intentar traducir —su conocimiento de nuestra lengua era rudimentario, y los sonidos que articulaba parecían vagidos—. Viriato me miró. Avancé unos pasos, y dije en latín:
—Viriato, hijo de Cominio, caudillo de la hueste de Lusitania, desea hacerte una propuesta de paz.
Ellos no esperaban oír a un «bárbaro» hablar su propio idioma con fluidez, y la sorpresa que demostraron me hizo sonreír. Viriato empezó a hablar, y yo iba traduciendo su discurso:
—Romano: has entrado en nuestras tierras como invasor; has hecho correr sin piedad la sangre de los guerreros que aprisionaste, y ni siquiera te mostraste clemente con la población de las ciudades que cayeron en tu poder. Ahora, estás a mi merced. Pero no quiero tu vida. Lo que yo quiero, es la libertad de mi pueblo. Por eso estoy dispuesto a dejarte marchar.
Cuando acabé de traducir la frase, Serviliano habló de nuevo:
—Vuelvo a preguntar cuáles son las condiciones.
—Te dejaré partir, y juraré ante los dioses no levantar las armas contra vosotros. Eso es lo que exijo: un tratado de paz. Exijo, no de ti, sino de Roma, que se reconozca la libertad de los reyes y jefes que son mis aliados. Exijo, con Juramento, que Roma no vuelva a atacarnos. Exijo, en fin, que Roma me reconozca como amigo de su pueblo. En cambio, haré también un juramento: Viriato, amigo del pueblo romano, hará honor a esa amistad. Ahora, vete. Esperaré tu respuesta hasta el alba.
Cuando los romanos se alejaron, me dirigí a nuestro caudillo y le pregunté si pensaba que Serviliano iba a aceptar sus condiciones. Él me dio una palmada amistosa en el hombro:
—No tiene otra salida, Tongio, a no ser que prefiera morir, pero creo que va a aceptar.
Me acerqué un poco más, y bajé la voz:
—¿Sabes que el título de Amicus Populi Romani sólo es concedido por Roma a reyes aliados suyos...?
Él hizo un gesto afirmativo, y yo continué:
—Entonces... ¿este es realmente el primer paso para...?
—Quizá. Si es esa la voluntad de los dioses...
Y puso fin a la conversación con otra palmada en mi hombro.
El procónsul no esperó a la mañana siguiente. A media tarde, nuestros vigías lo vieron montar a caballo y salir del cercado de piedras rodeado por sus oficiales. Viriato montó también, y fue a su encuentro, seguido por su estado mayor. Cuando los dos grupos se hubieron reunido, Serviliano saludó a Viriato gravemente (debía de ser la primera vez que saludaba a un lusitano) y me miró, como solicitando que tradujera sus palabras:
—Acepto tus condiciones, pero he de advertirte que, según nuestras leyes, el tratado sólo puede ser válido cuando el Senado lo aprueba en Roma. Por mi parte, puedo jurar por los dioses del Capitolio que lo respetaré. Pero tendrás que confiar en mi palabra.
Viriato clavó los ojos en él. Serviliano sostuvo su mirada. Luego de un breve silencio, Viriato dijo:
—Confiaré.
El tratado fue redactado y firmado de acuerdo con las condiciones de Viriato, y se hicieron ante los dioses los juramentos solemnes para que ninguna de las partes pudiera faltar al acuerdo sin cometer sacrilegio. Después, nuestra hueste abandonó las posiciones que ocupaba en la salida más ancha del valle, y los restos del ejército romano marcharon en dirección a Corduba, mientras nosotros regresábamos a Erisana para festejar la victoria.
«Festejar» es un término exagerado, pues Viriato prohibió los grandes festines, y dio órdenes en el sentido de que durante un tiempo se mantendría la situación de alerta. Aquella misma noche, en conversación con los amigos, acentuó que sólo deberíamos considerarnos en paz cuando recibiéramos la noticia de que el Senado había ratificado el tratado. Hasta entonces, se podía esperar aún un ataque de las tropas romanas de la Citerior.
—¿Y de la Ulterior no? —pregunté.
Él movió la cabeza:
—Confío en Serviliano. No ha dudado en jurar por los loses de su ciudad. Es una excepción: un romano honrado... qué pena que haya tanta sangre entre nosotros, porque podría ser su amigo.
Intervino Táutalo:
—¿A pesar de todo lo que ha hecho?
Viriato se encogió de hombros:
—¿Y qué hicieron los otros? Para ellos, «castigar a los bárbaros» es como matar moscas en verano. Pero Serviliano, a diferencia de los otros, aprendió que somos hombres como él. Lo aprendió cuando se vio cercado, cuando esperaba tener que lanzarse sobre su propia espada para escapar a la vergüenza y a la tortura. Lo vi en su cara cuando nos encontramos por primera vez, y luego, en el momento de jurar.
Realmente, Serviliano se mantuvo fiel a su palabra. Regresó a Corduba, mandó reforzar las guarniciones de sus plazas fuertes, pero se abstuvo de acciones ofensivas, y aún hizo más: dos meses después, envió un mensajero a Viriato saludándolo como Amicus Populi Romani. El Senado había ratificado el tratado, y la paz, al fin, se había conquistado.
Devolver la espada a la vaina, dormir un sueño completo sin temor de ataques nocturnos, montar a caballo por la mañana sólo para ir de caza —y pensar en encontrar mujer que me diese hijos... La paz tenía para mí el sabor de una bebida fresca después de un día cálido y seco. La amé sin moderación. El espíritu del viejo Crisso debió de quedar escandalizado.
Entretanto, había aún mucho para hacer. Viriato disolvió todos los cuerpos de la hueste (los hombres ansiaban volver a sus tierras ya las familias que habían dejado), pero los guerreros de su tribu y los amigos más allegados se quedaron con él: unos mil quinientos jinetes en total. Faltaba ahora completar la misión: transformar a los lusitanos en un pueblo organizado, con un rey que lo defendiera, y esto tendría que conseguirse por la voluntad libre de los jefes y de los príncipes de Lusitania. Sabíamos que la tarea sería ardua, pero la reciente victoria permitía todas las esperanzas. Más confiados nos sentíamos aún cuando llegaron hasta nosotros mensajes de varios pueblos, no sólo de Lusitania sino también de otras regiones: las tribus aclamaban a Viriato como Protector de la Libertad ibérica, y como tal fue saludado durante el viaje de Erisana a Aritium Vetus, donde lo esperaba Tangina.
A finales de aquel año supimos que había ocurrido algo también muy importante: Serviliano había terminado su mandato en la Ulterior y había sido sustituido por su propio hermano de sangre, el procónsul Quinto Servilio Escipión. Pensamos entonces: «¡Esta es la última garantía que nos faltaba!» Y nos regocijamos todos.