VI
He oído decir a hombres de experiencia que la guerra cura muy rápidamente las heridas del alma: metido en un combate, empeñado en sobrevivir por la muerte del adversario, no tiene uno tiempo para sufrir. No sé si el dicho es verdadero, pues semejante remedio me fue negado por los dioses. Aquel año, la campaña contra Unímano nos trajo una victoria tan rápida que apenas había empezado el otoño cuando estábamos ya de vuelta en el Monte de la Diosa. Las expediciones militares quedaban en suspenso hasta la primavera.
Empezó entonces una lenta tortura: no había rincón de la sierra que no me hablara de Sunua. Por las noches, una y otra vez, se me aparecía en sueños, riéndose o abrazándome, o bien angustiada, gritando que había perdido nuestro hijo. Luego, de pronto, desaparecía, y yo me despertaba cubierto de sudor, pero, al dormirme, volvían a empezar las pesadillas. Un día, ya a fines del invierno, empecé a gritar en pleno sueño, me despertó mi voz, y vi un rostro muy cerca del mío: era Arduno. Me obligó a salir de la tienda, cubierto bajo su propio manto, y me llevó hasta la hoguera más cercana, y sin decir ni una sola palabra, me dio vino. No pude contenerme, y le conté mi secreto.
Arduno era demasiado inteligente para intentar discursos de consuelo. Me oyó en silencio y, cuando acabé, me invitó a ir de caza con él a la mañana siguiente, «para alejar las sombras de la muerte y, también, para mantenernos en forma, pues vas a necesitar todas tus fuerzas...» El final de la frase iba destinado, claro está, a aguzar mi curiosidad. Le pedí que se explicara, y así lo hizo:
—Si no hubieras pasado el día entero tan solo como un oso en invierno, sabrías que han llegado noticias de la Bética. Noticias frescas: el mensajero salió de Urso hace dos semanas. A propósito, por más que Audax te disguste, tienes que admitir que nos es muy útil, ha sido él quien más ha ayudado al jefe a formar una red eficaz de informadores.
—Bien. Admito lo que quieras. ¿Pero qué noticias son esas? —corté impaciente.
—Pues bien: el Senado romano ha enviado a Iberia un nuevo ejército. Y... a ver si adivinas la distinción que Roma nos ha concedido... A que no... Pues Roma ha decidido mandarnos uno de sus cónsules. Se llama Emiliano. Quinto Fabio Máximo Emiliano. Es el nuevo gobernador de la Ulterior, y debe de haber desembarcado ya.
—¿Y el ejército?
Arduno frunció el entrecejo.
—No sabemos cuántas legiones lo componen, pero es un ejército consular, y eso quiere decir que nos dará que hacer. Bueno, y ahora, si puedes, duerme un poco, porque te juro por todos los nombres de Bandua que vendré a despertarte antes de que salga el sol. ¡La caza nos está esperando!
Viriato decidió que antes de enfrentarnos al cónsul mediríamos fuerzas con el nuevo magistrado de la Citerior, el pretor Cayo Nigidio, a fin de evitar el riesgo de que nos cogieran en tenaza los dos ejércitos romanos. Así, apenas llegó la primavera abandonamos el Mons Veneris, lo que constituyó un auténtico alivio para mí. Estaba ansioso por combatir y olvidar mi tristeza. Además, había empezado a odiar a aquella tierra que me parecía maldita (digo «parecía», pero ahora estoy seguro de que la Diosa debió de abandonarla, resentida quizá por alguna ofensa que le harían allí).
Cayo Nigidio no era mejor general que sus antecesores, y se mostró incapaz de responder a la táctica de Viriato, basada como siempre en la movilidad y en la rapidez. Dejamos al pobre pretor con un territorio devastado y en pleno caos, y seguimos hacia el Sur, en busca de Emiliano.
La red de información tejida por Viriato (y que en contra de lo que Arduno creía, estaba muy lejos de deberse sólo a los méritos de Audax) seguía trabajando. Nos enteramos así de que el ejército consular se componía de diecisiete mil hombres, pero el grueso de sus efectivos estaba formado por reclutas inexpertos. Esto era un misterio para nosotros. SI, como se decía, el nombre de Viriato causaba terror en Roma (y era verdad), ¿cómo se explicaba que enviasen a Iberia legiones sin experiencia, cuando tenían las tropas perfectamente adiestradas que habían acabado con Cartago?
Hoy sé los motivos. El Senado era un avispero donde hervían las intrigas, y Emiliano había sido víctima de una de las muchas conspiraciones en que Roma se complacía. Pero, en aquella época, un ejército de novatos nos parecía un favor de los dioses.
La hueste lusitana avanzó por la Bética sin encontrar apenas resistencia. Emiliano, después de establecer bases en Urso y en Gadir, evitaba el combate y se limitaba a sostener pequeñas escaramuzas. Podría hablar de ellas aquí, pues algunas fueron verdaderas obras maestras de astucia por parte de Viriato, pero creo que sería aburrido describir una larga serie de victorias sin importancia. Aquel año, los principales acontecimientos fueron las conquistas de dos ciudades: la primera fue Itucci, un importante punto estratégico, situado en lo alto de un roquedal. La tomamos sin lucha, pues los habitantes nos abrieron las puertas para recibirnos en triunfo.
La segunda ciudad fue la propia Urso, que había sido evacuada por Emiliano. Los habitantes no sufrieron mucho, pues la resistencia fue débil y muchos en los pobladores de la ciudad simpatizaban con nuestra causa. De todos modos, pude confirmar (e incluso reforzar) mi opinión sobre Audax, Minuro y Ditalco: fueron ellos los primeros en proponer el saqueo generalizado de los bienes de sus conciudadanos, con el pretexto de que Urso había aceptado el yugo romano. Viriato mostró su desacuerdo y prohibió saqueos y violencias, con gran enfado de Audax. Supongo que él y sus amigos, sabiendo cuales eran las casas más ricas de la ciudad, vieron una hermosa ocasión de acrecentar su propia fortuna. Comenté el asunto con Táutalo, pero me abstuve de hablar con Viriato para que no pensara que yo tenía algo personal contra los tres inseparables amigos.
La entrada de los lusitanos en Itucci y en Urso, y la casi absoluta pasividad del cónsul, alentaron a otras ciudades a expulsar a las guarniciones romanas y a proclamarse aliadas de Viriato. El año terminaba, pues, con gloria y beneficio para nosotros. Pese a todo, nuestro jefe no compartía esa euforia. Al contrario, parecía más serio y cerrado que nunca. Mediado el otoño suspendió las operaciones, eligió un lugar como cuartel de invierno, lo mandó fortificar y reunió a sus consejeros. Nos dijo que había que trazar los planes para el año siguiente, que, según preveía, iba a ser muy duro.
Nos miramos sin comprender. Crisso, que con la edad se iba haciendo cada vez más malhumorado e impertinente, se quejó del pesimismo de Viriato. ¿Qué más quería nuestro jefe? ¿No dictaba su voluntad en toda la Bética? ¿No habíamos derrotado acaso a Nigidio y a Emiliano?
Viriato lo escuchaba de pie, inmóvil. Un desmayado sol de otoño arrancaba reflejos dorados de los brazaletes que servían como insignias de mando.
—No tengo razones para quejarme de nuestros hombres —dijo al fin—, pero parece que todos olvidáis algo importante: Emiliano tiene su ejército casi intacto, y son diecisiete mil legionarios. Tongio, voy a recurrir a tus conocimientos. Aquí tengo un mensaje escrito. Va dirigido a Quinto Fabio Máximo Emiliano, en Gadir. No dice nada importante para nosotros y sólo quiero que leas el principio y me digas si ves alguna palabra extraña.
Lo miré sorprendido, y él sonrió levemente:
—No, no es que haya aprendido a leer de un día para otro, no tengo tiempo para dedicarme a eso. Lo que en ese mensaje me interesa me lo tradujeron ya. Léelo.
Cogí la tablilla, empecé a leer y me di cuenta de inmediato de lo que el jefe quería que comprobase.
—En esta carta tratan a Emiliano de Procónsul...
—Exactamente —Interrumpió Viriato— y) para quienes no lo sepan, conviene aclarar que el Senado de Roma, en contra de lo que es habitual, quiere mantener a Emiliano aquí en Iberia al menos durante el próximo año.
El incorregible Crisso rezongó:
—¡Menos mal! Si sigue haciendo con sus legiones lo que ha hecho hasta ahora...
Viriato replicó en el tono paciente de quien habla a un niño:
—Amigos míos no nos engañemos Emiliano es el mejor general que los romanos han enviado a Iberia desde que empezamos nuestra lucha. Le dieron un ejército de reclutas, ¿y qué es lo que ha hecho? Lo mismo que haría yo si estuviera en su lugar: ha evitado los peligros mayores y ha ido entrenando a sus hombres, enseñándoles a luchar contra nosotros. Y cuando llegue el invierno, estará ya dispuesto a enfrentarse a nosotros con diecisiete mil legionarios frescos y entrenados. Y con nuestra gente no podremos resistir.
Táutalo, optimista crónico, tronó:
—Bien, no vamos a echarnos a llorar como viejas medrosas. Estoy seguro de que nuestro jefe ha pensado ya en todo ¿no?
Viriato lo miró con ironía benevolente:
—Me conmueve tu fe. Pero sí, es verdad: he pensado en el caso. Tenemos que tomar la iniciativa. Vamos a atacar en la Citerior y en la Ulterior. No contéis con grandes victorias, lo que nos interesa ahora es experimentar la capacidad de los generales romanos... Y hay aún otra cosa que hacer: si somos derrotados, nuestra única salvación es obligar a los romanos a dispersar sus tropas. Es necesario que entren en guerra otros pueblos de Iberia, el mayor número posible. Si no aceptan nuestro mando, que hagan la guerra por sí solos, pero que la hagan...
—¡Tienen que aceptar tu mando! —exclamó Táutalo—. ¡Tienen que hacerlo!
Viriato se encogió de hombros:
—Lo sé. Roma divide a nuestros pueblos para ir aplastándolos uno tras otro... ¿Y quién tiene la culpa? ¿Cómo vamos a unir a nuestra causa a los vacceos, a los arevacos, a los ilergetas, si ni siquiera todos los nuestros aceptan seguirnos? ¡Por todos los dioses! ¡Lusitania podría dictar sus condiciones al Senado y al pueblo de Roma!
Súbitamente, cambió de tono:
—Pero todo esto son sueños, y no hay tiempo para soñar. Tongio: tú y Arduno seréis mis emisarios. Tenéis que salir para Cinéticum, y, desde allí, subiréis hacia las tierras que están entre el Tagus y el Anas, y aún más al Norte. Hablaréis con los pueblos, intentaréis conocer su modo de pensar. Lanzaréis nuestra simiente. Yo mismo, en cuanto me sea posible, iré al Norte, por otro camino, para hablar con los pueblos vetones, con los vacceos, con los calaicos... con todos los que estén dispuestos a escucharme. Quedamos citados para el comienzo del otoño en Igedium. Mandaré aviso a algunas ciudades de vuestro itinerario.
—Un hermoso viaje —comenzó Arduno— pero voy a sentir la falta de combates.
—Lo que vais a hacer es tan importante como combatir. Tongio conoce el Cinéticum y algo de las tierras de más al Norte, pero cuando llegue al Callipus, estará perdido. Entonces, tú serás el guía, y él el intérprete, si es necesario.
Dio por finalizada la reunión. Arduno se me acercó y me dio una sonora palmada en la espalda.
—¡Después de la guerra, el mejor remedio para el aburrimiento es un buen viaje!
Atravesamos el Anas por la zona de Baesuris, y pernoctamos en la ciudad. Yo sentía cierta preocupación: durante el viaje vimos numerosos contingentes romanos. También había romanos en las proximidades de Baesuris. Además, Reburrus, el comerciante con quien había hablado cuatro años atrás, podría reconocerme.
Arduno intentó disipar mis temores: había pasado mucho tiempo desde entonces, y yo había cambiado mucho, estaba más alto y musculado, y llevaba barba. Además, pasaríamos sólo una noche allí.
—Lo que sí me inquieta —añadió— es la abundancia de legionarios. Esperemos que nuestros disfraces sirvan de algo.
Para viajar por la parte del Cinéticum sometida a Roma decidimos decir que éramos curanderos ambulantes. La idea se le ocurrió a Arduno, y estaba muy orgulloso de ella —y aún más orgulloso quedó cuando comprobamos que la idea había sido realmente inspirada, pues por todos los caminos había patrullas al mando de oficiales muy inquisitivos.
No tardamos en comprender la razón. Las noticias de las victorias lusitanas habían despertado en el espíritu de los conios un ánimo de revuelta que iba fermentando en el país. La tensión era perceptible, se respiraba en el aire: Balsa parecía más un cuartel que una ciudad; Ossonoba presentaba idéntico aspecto y, como era de esperar, pululaban espías pagados por los romanos para descubrir eventuales agitadores. En las tabernas y hospederías nos miraban con desconfianza y siempre había alguien con los oídos atentos... Hartos de aquel ambiente, Arduno y yo decidimos discutir nuestros planes lejos de curiosos.
La mejor solución era salir de la ciudad. En una de las muchas playas próximas a Ossonoba buscamos un lugar aislado y hablamos sobre el ambiente perceptible en Cinéticum. La situación, dije, parecía muy favorable, pero al mismo tiempo resultaba difícil establecer contactos sin levantar sospechas en las guarniciones romanas. Yo estaba seguro de que, al menos por dos veces, nos habían seguido.
Arduno se sentó en la arena, al borde mismo de la espuma, y se entretenía viendo llegar las olas que morían a un palmo de sus pies.
—Creo que lo mejor que podíamos hacer —dijo— es marcharnos de Cinéticum. Conocemos ya el estado de espíritu de esta gente, y si intentamos algo con los conios, corremos el peligro de provocar la rebelión demasiado pronto. Además, noto peligro en el aire... peligro para nosotros, quiero decir.
Yo había aprendido a tomar en serio sus presentimientos, y, en consecuencia, sólo puse una condición: la de dejar, antes de partir, una ofrenda en la necrópolis de Ossonoba, en las tumbas de mis antepasados. En Balsa, por razones de seguridad, no me había atrevido a ir al sepulcro de mi padre, pero allí nadie iba a establecer relación alguna entre un oscuro curandero y una fa— milla aparentemente extinguida.
Arduno se dejó convencer, y dijo que me acompañaría. La verdadera razón de hacerlo era, sin embargo, el temor a que me ocurriera algún percance, pero como detestaba mostrarse solícito, prefirió decir que sentía curiosidad por ver cómo iba a descubrir yo aquellas tumbas, si nunca antes había visitado la ciudad.
—Es muy sencillo —le dije mientras lo llevaba a la parte de la necrópolis reservada a las familias de los Ancianos—. Mira...
Todas las tumbas estaban adornadas con inscripciones en caracteres conios. Arduno me lanzó una mirada furiosa, y protestó:
—No me dirás que también consigues leer esos garabatos...
—Esos garabatos —repliqué— son la primera escritura que aprendí, antes incluso de aprender las letras romanas. No olvides que soy como...
Rezongó:
—Bueno, está bien, está bien... La pena es no poder unir tus conocimientos a los míos. Sería invencible si lo consiguiera. Pero... —hizo una pausa y volvió a hablar, ahora en voz baja— veo que continúan siguiéndonos, y esto no me gusta nada. Lo lamento mucho, Tongio, pero tus antepasados tendrán que quedarse sin ofrendas. Esta no es ocasión para ceremonias piadosas...
Realmente, dos hombres a quienes habíamos visto ya en el mercado de Ossonoba se paseaban por la necrópolis afectando un aire demasiado ocioso para ser verdadero.
—Podemos tenderles una emboscada, atraparlos y torturarlos hasta que confiesen qué andan haciendo...
Arduno replicó que entonces tendríamos que matarlos también, para que no fueran a contar historias sobre nosotros, pero toda esta operación podría llamar aún más la atención sobre nosotros.
—Entonces, vamos a intentar largarnos de la ciudad con aire inocente, y cuanto antes.
Así lo hicimos. No salimos por el camino grande sino por las playas, y tirando hacia el Norte cuando nos fue posible. Fuimos todo el día a galope, sólo con las paradas necesarias para dar reposo a los caballos, y continuamos la misma marcha hasta alcanzar las sierras que son frontera natural entre Cinéticum y Mesopotamia. Sólo entonces redujimos la marcha, pero siempre con especial cuidado: acampábamos en lugares escondidos y comíamos sólo cosas frías, buscábamos también caminos menos frecuentados, y, sobre todo, aquellos en los que no fueran fáciles las emboscadas. Al cabo de cuatro días de marcha nos sentimos ya lo bastante seguros como para encender una hoguera que nos calentara un poco y nos permitiera cocinar. Traíamos pescado salado y garum, pero yo había cazado una avutarda y pudimos así ahorrar provisiones.
No hablamos palabra durante la comida, y sólo después de ofrecidas las libaciones a los dioses del lugar rompí el silencio:
—Ahora podemos elegir entre tres caminos: podemos ir en línea recta al Norte; podemos buscar el curso del río Anas, al Este, o, al lado contrario, seguir hasta la costa occidental. Yo preferiría seguir el Anas, porque podría pasar por el santuario de Endovélico y ver a mi madre, pero ese es el itinerario menos recomendable: por una parte, si los espías siguen nuestro rastro, atraeríamos la atención del enemigo sobre el santuario; por otra, no hay dudas sobre la actitud de los pueblos de esta región, pues son aliados de Viriato.
Arduno se mostró de acuerdo, pero como era la segunda vez que las circunstancias parecían contrariar mis deseos (en Ossonoba no había podido rendir homenaje a mis antepasados, y ahora tenía que privarme de visitar a mi madre) dijo que iba a comprobar si el riesgo era real: buscaría una indicación en el fuego.
—¡Ahora eres tú quien me sorprende! —le dije—. No sabía que eras capaz de leer presagios en las llamas.
—No subestimes nunca a un vetón. Apártate un poco, y no hables nada.
Arduno echó más leña al fuego, hizo una libación y empezó a recitar una larga oración a media voz. Luego vertió vino en las llamas y se arrodilló rápidamente, observando el fuego. Al cabo de un rato, cuando yo sentía ya en la piel el frío de la noche y deseaba poder acercarme a la hoguera, Arduno se estremeció, asumió su aire natural y dijo en voz alta:
—Vispasca.
—¿Qué?
—Vispasca. Por ahí debemos ir: directamente hacia el Norte, hasta Vispasca. A partir de ahí... no sé bien, pero como es conveniente evitar el Este, sería aconsejable ir por la costa. Podríamos cruzar al Callipus por Evión.
La propuesta era lógica. Vipasca y Evión tenían importancia para nosotros; en la primera de las dos ciudades había minas de las que los habitantes de la comarca extraían metales para armas y herramientas; en cuanto a Evión, era ciudad famosa por sus armeros. Una alianza podría, en cualquiera de los dos casos, ser muy importante para nosotros.
—Ahora que hemos tomado ya una decisión —dije— estoy dispuesto a dormir ¿o prefieres que haga yo el primer turno de vela?
Arduno se encogió de hombros:
—Me es igual. Duerme si quieres. Aquí no corremos peligro: he invocado todos los nombres del dios Bandua.
Era la segunda vez que decía tal cosa y, como en la primera, no comprendí, Arduno, leyendo la pregunta en mis ojos, volvió a encogerse de hombros, y, explicó:
—Es una idea mía. Cada pueblo tiene sus dioses, y todas las montañas, ríos y bosques tienen también sus dioses. Pero hay sin di— ida unos dioses más poderosos que los otros, son dioses que protegen a varias tribus y usan nombres diferentes. En mis viajes, conocí a un dios Bandua. Luego conocí también a Banderaeico, a Bandiarbariaico, a Bandioilenaico. ¿No crees que son todos un mismo dios?
Yo no lo sabía, y aquello me sonaba a blasfemia. Se lo dije, y él movió la cabeza, riendo:
—Los dioses conocen nuestros pensamientos. Bandua no me ha fulminado por pensar de esta forma. Lo que importa es honrar a todos los dioses, y eso es lo que yo hago.
—Muy bien —concluí—, entonces voy a dormir, y espero hacerlo bajo la protección de todos los dioses.
Los pueblos que vivían entre el Tagus y el Anas no se mostraban tan inclinados hacia la guerra como los conios. En ninguno de los lugares por donde pasamos obtuvimos una adhesión clara, aunque muchas tribus se declararon dispuestas a hacer eventuales incursiones en la Bética, en el momento en que sus jefes lo decidieran y los presagios fuesen favorables.
En Vispasca oímos rumores sobre la guerra —nada en concreto, pero todo parecía indicar que Emiliano había conseguido mejorar la calidad combativa de sus legionarios y estaba ya en condiciones ventajosas de atacar. Se decía también que el nuevo gobernador de la Citerior, Cayo Lelio, había iniciado una campaña para secundar la acción del procónsul.
Al salir de la ciudad, proseguimos en dirección Norte. Si íbamos directamente a Evión, como habíamos decidido, acabaríamos por atravesar la zona entre el Tagus y el Anas, es decir la Mesopotamia, sin hablar con la mayor parte de las tribus. En consecuencia, tomamos camino de Ebora.
Los viajes en la Mesopotamia se ven facilitados por el terreno, casi todo llano o, cuando más, ondulado en pequeños cerros y colinas, como en la zona del santuario de Endovélico. Con todo, durante el día el calor nos impedía avanzar con la deseada rapidez... La travesía de las sierras del Cinéticum nos había hecho perder mucho tiempo, y teníamos ya el verano encima. Esta estación es muy calurosa en Mesopotamia, donde sólo los bosques sirven de refugio contra los ardores del sol. Pero los habitantes de la región, a lo largo de generaciones incontables, fueron cortando los árboles para aumentar la tierra cultivable.
Ebora, ciudad que visitaba por primera vez en esta época del año, era un caserío sin gran belleza y aún pequeño. Lo más notable en ella eran los vestigios del pasado, las famosas piedras gigantes. No lejos de la ciudad, según nos dijeron, había un campo sagrado donde abundaban estas piedras.
Arduno y yo fuimos a presentar nuestros respetos a los dioses locales y, como guerreros, no dejamos de ofrecer un sacrificio en el templo de Runesos— Cesios, dios de la guerra y Señor del Dardo. Luego, fuimos a visitar a los Ancianos. Uno de estos, amigo de Viriato, había recibido un enviado con mensajes destinados a nosotros en los que se confirmaban los rumores pesimistas que habíamos oído en Vipasca: Viriato había sido derrotado por Emiliano en la Bética, y había tenido que abandonar Urso e Itucci. Otra ciudad, Arunda, había caído también en poder de los romanos. En la Citerior, Cayo Lelio había vencido a una fuerza lusitana mandada por un lugarteniente —no pudimos saber quién era, pero pensé que podría ser Táutalo.
En este sombrío panorama había un solo punto brillante: la ciudad de Baikor se había puesto a nuestro lado y Viriato se había retirado a ella con todas sus fuerzas. Baikor tiene mucha importancia estratégica, pues está cerca de un desfiladero que domina la entrada del valle del Betis.
Estas informaciones nos sirvieron para argumentar, ante los notables de Ebora, en favor de un apoyo militar a Viriato. Por mi parte, expliqué que las tierras de entre el Tagus y el Anas no estaban a cubierto de una invasión romana, muy al contrario: en la Bética se jugaba la suerte de toda la Iberia libre. Si perdía Viriato, nada se opondría a las legiones de Emiliano y de Lelio, que podrían ocupar aquel mismo verano la Mesopotamia y lanzarse luego contra Lusitania y Calecia en la primavera siguiente. A esto añadió Arduno que resultaba urgentísimo tomar una decisión. Viriato había perdido tres ciudades, y era dudoso que pudiera resistir un ataque simultáneo lanzado por las legiones de la Citerior y de la Ulterior.
Aunque no obtuvimos respuesta inmediata, pude comprobar que nuestros argumentos causaban impresión. Nos despedimos, pues, dejando atrás una simiente que —o al menos eso era lo que esperábamos— podría dar frutos muy en breve.
Nuestra próxima escala fue Evión, donde gozamos de la ventaja de ser portadores de noticias aún no conocidas. En todo caso, yo tenía ahora prisa de llegar a las tierras de los túrdulos, donde esperaba mejor acogida, y por esa razón quise hacer el resto del viaje en barca, siguiendo por el Callipus hasta la hoz. Pero tropecé entonces con la negativa obstinada de Arduno, que estaba convencido de que iba a hacer todo el viaje marcado —«no me veo sobre el agua» decía—. El resultado fue que tardamos unos días más en alcanzar la costa y, para colmo, nos perdimos.
Quien sigue por tierra el curso del Callipus en dirección al mar, tiene dos caminos: por la orilla del Norte acabará llegando a Cetóbriga. Y por la orilla del Sur dará en una península muy llana y larga llamada Acale, que separa el estuario. Seguimos por esta orilla, cuando nuestro destino inmediato era Cetóbriga.
La región es bonita, con abundancia de pinos y árboles frutales. En el extremo de la amplia lengua de arena y tierra, junto a la boca del estuario, hay un poblado de pescadores también llamado Acale. Sus habitantes viven de la salazón y venta de pescado en las aldeas vecinas. Es gente pacífica y laboriosa, sin grandes ambiciones. Fuimos recibidos con hospitalidad, pero resultaba evidente que allí no teníamos nada que hacer y que había que ir a Cetóbriga. Desde la ensenada de Acale podíamos ver la ciudadela y el caserío apiñado en lo alto del promontorio, pero entre nosotros y Cetóbriga estaba el ancho estuario del Callipus.
Esta vez, Arduno se resignó y ni esbozó siquiera una protesta. Volver atrás equivalía a perder más tiempo. Contratamos a dos pescadores para que llevaran los caballos en una balsa. En cuanto a Arduno, apretó los dientes y entró detrás de mí en uno de los odiados barcos de cuero. Vomitó durante toda la travesía. Al desembarcar en la otra orilla, lívido, juró que no repetiría la hazaña por todo el oro del mundo.
Pronto se recuperó, y menos mal, porque necesitábamos los dos todas nuestras facultades. Durante el viaje por el río, yo, que nunca me había mareado sobre el agua, vi algo que me alertó de inmediato: dos galeras romanas estaban ancladas en el estuario.
La presencia del enemigo planteaba un interrogante: ¿qué relación había entre los romanos y los habitantes de Cetóbriga? Sin intentar salir de dudas decidimos no predicar la revuelta en Cetóbriga y abreviar nuestra estancia en la ciudad. En realidad, la redujimos de hecho a lo indispensable para comprar las provisiones que no habíamos conseguido en Acale, donde los pescadores acababan precisamente de vender todas sus reservas de salazón poco antes de nuestra llegada.
Cetóbriga es una ciudad primitiva y extraña. No creo que tenga gran futuro. Muchos de sus habitantes se sirven aún de herramientas de piedra, que los otros pueblos utilizan ya sólo en los ritos, y, además, la ciudad está como cerrada en si misma, en lo alto del promontorio, ceñida por las murallas. Los jóvenes prefieren vivir a orillas del río y se dedican a la pesca y al comercio. La ciudadela va quedando sólo como un refugio, como un reducto para casos de peligro.
Dadas estas características, no es extraño que dos extranjeros como nosotros fueran observados con malos ojos, y apenas entrados en la ciudad, pese al pretexto de que íbamos a sacrificar un animal al dios tutelar, sentimos a nuestro alrededor una atmósfera de curiosidad hostil.
Un incidente vino en nuestro auxilio. Los habitantes de Cetóbriga tienen una costumbre idéntica a los lusitanos: los enfermos van de puerta en puerta, por las casas, contando sus males por si alguien conoce remedio. Pues bien, apenas habíamos dado unos pasos por una de las callejuelas cuando fuimos abordados por un anciano que se quejaba de fuertes y persistentes dolores de estómago. Arduno, como ya he dicho, era experto en medicinas. Se sentó al lado del viejo y empezó a hacerle preguntas, qué comía y cosas así —preguntas cuyo interés yo no podía comprender. Finalizado el interrogatorio, aconsejó al enfermo una infusión de hierbas y le ordenó que durante los próximos diez o veinte días se alimentara de caldo de carnero sin grasa, que no comiera pescado, ni salado ni fresco, y que no probara vino ni cerveza.
—Lo que quieres es matar de hambre a ese pobre viejo —le dije al oído mientras nos alejábamos—, y como la familia se empeñe en tomar venganza, sospecho que vamos a tener que largarnos de aquí aún más deprisa de lo que pensábamos.
Arduno se mostró seguro de sí:
—Va a curarse. Ya lo verás. Su enfermedad es que come y bebe demasiado. Mañana ya estará mejor, estoy seguro.
—Bien —insistí—, pero será mejor que no estemos aquí mañana para comprobarlo. No me apetece morir arrojado desde las murallas...
Pero, por lo visto, estaba dispuesto que permaneciéramos allí al día siguiente. Cuando íbamos a entrar en el templo, encontramos la puerta cerrada y a la población de la ciudad concentrada en silencio en el tramo de muralla que daba al estuario y el océano. Empecé a sentirme inquieto, pues no sabía si aquel era un día en el que nuestra presencia allí fuera tenida por sacrilegio. Por suerte, Arduno, que había viajado ya por la costa occidental, recordó a tiempo:
—El sol... Es por el sol. Empieza el crepúsculo...
Para muchos pueblos de la costa, me dijo, es sagrado el ocaso, y lo ven con temor: contemplan cómo el dios se hunde en las aguas del océano y temen que su fuego se apague para siempre. Entonces, hay que guardar silencio y rezar impetrando el regreso del dios.
Nos unimos a los habitantes de Cetóbriga y participamos en la oración. Luego, cuando el gran disco rojo desapareció en las aguas lejanas del horizonte, íbamos a alejarnos cuando toda aquella gente se apiñó a nuestro alrededor, finalizado ya el silencio de la oración, y empezaron a hablar todos al mismo tiempo.
Con la rapidez de un incendio se había corrido por la ciudad la voz de que habían llegado unos extranjeros sabios en dolencias y tratamientos. Llovían las consultas, y respondíamos como podíamos... pero lo peor estaba aún por venir. Llevábamos así un buen rato cuando una mujer joven empujó a los que tenía delante y se abrió paso hasta Arduno con tanta vehemencia y desesperación que tuvimos dificultad para entenderla: Un hijo suyo, de catorce años, estaba poseído por un mal espíritu que se había alojado en su cabeza.
Me estremecí y hablé en voz baja con Arduno:
—Esto es más grave. Dolores de estómagos, verrugas, encías que sangran, heridas, todo eso, pase; pero, malos espíritus... Es demasiado peligroso.
Él me miró, serio:
—Lo sé, Tongio... y sé también lo que hay que hacer en estos casos. Claro que es peligroso, pero ¿te das cuenta? ¡Un chico de catorce años! Al menos hay que intentar algo.
No me tranquilizó la respuesta, pero no tuve más remedio que acompañarlo. Menos mal que lo hice, pues así pude ser testigo de algo asombroso, una de esas cosas que yo sólo conocía por viejas historias oídas en la infancia. Hoy, son muy raros los hombres capaces de esa proeza: abrir la cabeza a un poseso y expulsar los malos espíritus que se habían refugiado en el interior. Ni siquiera en sueños hubiera creído que Arduno era uno de esos hombres.
Arduno me permitió asistir a todo, bajo promesa del más absoluto secreto, pues la operación contiene actos de magia demasiado poderosa y llena de peligro para poder revelarlos. Sólo puedo decir que duró toda la noche. De madrugada, cuando Arduno terminó, agotado, el muchacho dormía profundamente. Tuvimos que esperar a que despertase, cosa que aconteció mediada la tarde del día siguiente, pues Arduno le había dado a beber un fuerte narcótico. Al despertar, el muchacho parecía normal, y ya entonces toda Cetóbriga estaba maravillada. Fuimos aclamados con efusión y con un respeto muy próximo al temor.
El éxito de Arduno nos proporcionó lo que más necesitábamos: comida. Y también algo que nos era muy precioso: información. No, las tripulaciones romanas no mantenían relación con Cetóbriga; compraban sus mantenencias a Acale. No, los de Cetóbriga no simpatizaban con Roma, y temían su poder. Y... sí, era frecuente el paso de barcos romanos por la hoz del Callipus; pero, por lo visto, era más frecuente aún su presencia en el estuario del Tagus, cerca de la ciudad de Olisipo.
Esto nos dio que pensar. Habíamos decidido pasar unos días en Olisipo, pero no teníamos muchas ganas de arriesgarnos a tener contactos con la población local teniendo a los romanos a la vista.
—Aún así —recordó Arduno— habrá que pasar por las inmediaciones. Podríamos dormir en las antiguas canteras, que están abandonadas.
Asentí. En el viaje por la Mesopotamia se nos había ocurrido la idea de darle una agradable sorpresa a Viriato y compensarlo así, en cierto modo, por las derrotas sufridas: para eso tendríamos que pasar algunos días en las proximidades de Olisipo.
Decidimos dirigirnos hacia Equabona, para derivar desde allí hacia el Noroeste, a fin de llegar al Tagus por un punto donde el río fuera fácilmente vadeable. Arduno observó que no tendríamos más remedio que buscar un vado, pues no estaba dispuesto a poner los pies en una embarcación, y mucho menos en un estuario como el del Tagus.
Dejamos Cetóbriga llevando con nosotros las bendiciones y el reconocimiento de sus habitantes. El muchacho, aunque muy débil, daba señales de cura, y el viejo glotón declaraba a todo el mundo que Arduno era un enviado de los dioses.