X
Por alguna razón profunda, que por aquel entonces yo desconocía aún, experimenté una sensación extraña al cruzar el río Anas y volver a ver un paisaje tan conocido. Me sorprendí pensando: «Al fin, vuelvo a casa...», pero yo no tenía casa, mi hogar era una tienda y la insignia del toro; mi familia era un ejército y un caudillo. Nunca antes me había preocupado eso. A medida que uno va madurando empieza a pensar ciertas cosas: no temía la muerte en combate, pero empezaba a preguntarme si tendría algún día casa y mujer que pudiera tener por mías, e hijos para perpetuar mi nombre y hacerme las ofrendas cuando llegara la hora.
A pesar de estas ideas, me encontraba en excelente disposición de espíritu cuando avisté a lo lejos el santuario de Endovélico en la cumbre de su altozano. Fue como si volviera al día en que allí llegué por primera vez: el silencio, la tranquilidad, la ligera brisa, hasta las nubes que corrían por el cielo luminoso parecían las mismas.
Pero la inmutabilidad era sólo aparente. Al acercarme al camino sagrado que permite el acceso al templo del otero, pude ver modificaciones: dos o tres construcciones recientes, estatuas nuevas del dios ofrecidas por peregrinos... la vivienda de mi madre estaba a media ladera, unida al camino sagrado por un senderillo. Me dirigí hacia allá. Una voz que pronunció mi nombre hizo que me detuviera. Me costó trabajo reconocer a uno de los acólitos del sacerdote, pues cuando salí de allí, era aún un chiquillo al borde de la adolescencia, y ahora era un hombre ya. Se mostró encantado al verme, pero no sorprendido porque con la reanudación de las guerras en la otra orilla del Anas los Ancla— nos y los sacerdotes habían ordenado que se colocaran vigías y estafetas ocultos a lo largo de los caminos principales. Uno de los vigías me había reconocido.
El joven me contaba esto con gran abundancia de gestos y palabras, hasta el punto de que levantó sospechas en mí. Por dos veces intenté interrumpirle, y a la tercera comprendí que había allí algún error. Un grito, dado en el tono apropiado (no en vano llevaba yo seis años en campaña), lo hizo callar. Sonreí, para mitigar un poco el efecto del grito, y le pregunté:
—¿Le ha ocurrido algo a mi madre?
Clavó los ojos en el suelo, y en aquel instante comprendí porqué, al verme, había corrido a colocarse ante un gran roble situado en la misma orilla del camino y no salía de allí. Una oleada de revuelta se apoderó de mí —revuelta contra mí, que nada había presentido ni había sido capaz de considerar la posibilidad. Me dominé, y dije en voz baja:
—Comprendo. Puedes salir de ahí.
Dio un paso hacia el otro lado. La tumba era muy hermosa teniendo en cuenta el nivel de los artistas de Arcóbriga. Estaba junto al tronco del roble, de manera que quedaba protegida por el follaje. Sobre la gran lápida habían grabado una inscripción en caracteres ibéricos: Camala, de Balsa, en Cinéticum, servidora del Señor Endovélico. Más bajo había otra frase que, a juzgar por la diferencia de coloración de la piedra, había sido añadida con posterioridad: Benefactora del santuario.
Nacemos para morir: esa es la condición humana. Sería impío criticar la bondad y la sabiduría de los dioses. La muerte de Camala no provocaba en mí una sensación de protesta impía. Lo que no podía perdonar —no podía perdonarme a mí mismo— era no haber vuelto a verla en tantos años. Más allá del resentimiento que podía sentir hacia aquella mujer posesiva que no quería ver como su hijo escapaba a su dominio, más allá de mi ansia de libertad, nos unía a ambos un gran amor.
El ruido de las hierbas secas holladas por alguien que se acercaba me volvió a la realidad. El acólito había desaparecido, y ante mí estaba Lobessa, a quien sin duda había ido el joven a llamar. Sin perder tiempo en saludos, ella me dijo lo que yo quería saber:
—Murió serenamente, sin sufrimientos. Ocurrió hace dos años. Estaba enferma desde el invierno anterior, y nunca más se sintió bien... Ella lo sabía... sabía que iba a morir. Mandó hacer la tumba con la primera inscripción. El sacerdote —no el que tú conociste, que murió también— la autorizó a elegir el lugar de su reposo. Cuando empeoró...
—¿Habló de mí?
—Sólo una vez. Nunca dejó de quererte, pero debes entender que el dios la había tomado en sus brazos. Mi señora Camala lo sirvió bien, y él le pagó esos servicios evitándole preocupaciones y sufrimientos. Fue enflaqueciendo, y siguió al servicio de los peregrinos. Murió muy dulcemente. El sacerdote, en persona, cumplió los ritos y mandó grabar esa frase: Benefactora del santuario. El nombre de tu madre es venerado en toda la región.
Hubo un corto silencio que yo rompí:
—Ante todo, tengo que ofrecerle un sacrificio y rendirle homenaje. Luego, Lobessa, quiero hablar contigo. Pero... antes, una pregunta ¿te liberó mi madre antes de morir?
Lobessa desvió la mirada y se ruborizó. Tras una leve vacilación, respondió:
—Sí. La señora fue muy bondadosa. Poco después de tu marcha me liberó de la servidumbre y... me ofreció una dote cuando me casé.
Me avergonzó la vaga sensación de frío que se concentró en mi estómago. ¿Qué era lo que esperaba yo?, ¿Había pensado alguna vez en casarme con Lobessa? ¿Podía esperar que ella quedara eternamente sola, esperando a ver si yo volvía? La miré con atención. Seguía siendo hermosa, pero parecía más pesada, sus muslos eran más carnosos, y había perdido, comprensiblemente, el brillo y la hermosa alegría un poco impúdica de los viejos tiempos. Era una mujer casada y tranquila. Si yo no estuviera conmovido por la muerte de Camala, habría reparado ya en ese cambio. Me apresuré a decir:
—Me hace feliz saberlo, Lobessa. Espero que tu marido sea bueno para ti. ¿Quién es?
—Un hombre de Meríbriga. No es rico, pero tenemos lo suficiente para nosotros y para nuestro hijo.
¡Un hijo! Era de esperar, claro. La felicité con toda sinceridad, y subimos los dos al santuario. De camino, fue explicándome que, en cierto modo, había sustituido a mi madre en las tareas de acogida a los peregrinos, pues Camala le había transmitido muchos de sus conocimientos medicinales. Además, cuidaba de unas tierras propiedad del marido. Era una vida muy ocupada, pero sin otras preocupaciones que no fueran las derivadas del estado habitual de guerra en la Mesopotamia... Esa preocupación por las guerras es el sino de todas las mujeres desde que el mundo existe.
Lobessa me presentó al sacerdote, un hombre vigoroso, de unos cuarenta años. La memoria y la reputación de mi madre estaban muy vivas, como pude comprobar por el respeto y la cordialidad con que el sacerdote me habló, tras invitarme a pernoctar en su residencia, donde conocí también a su mujer, una muchacha de Meríbriga con quien se había casado tras ser investido de la categoría sacerdotal.
Las ofrendas a Camala, la visita de cortesía a los Ancianos de Arcóbriga y Meríbriga y los saludos a los amigos que tenía en las dos ciudades me ocuparon durante dos días enteros, durante los cuales apenas pude ver a Lobessa. No volví a hablar con ella hasta la mañana del tercer día, poco antes de mi partida para Cinéticum. Le había dicho que me gustaría conocer a su marido y al hijo, pero invocó un impedimento cualquiera —que estaba ausente el marido, con el ganado, en los patos; que el hijo estaba enfermo. Era natural, pensé, que intentara mantener bien separados los dos períodos de su vida: el de esclava de mi madre y amante mía, y el de mujer libre, casada y madre.
Pero a la mañana del tercer día vino a verme al santuario, cuando yo estaba vigilando a los esclavos que cargaban la mula con el equipaje y algunos tejidos que debían completar mi fingida condición de mercader. Hablamos un rato sobre los tiempos pasados, y luego me dijo que tenía que entregarme algo: la herencia de mi madre, es decir joyas y el dinero que Camala no había llegado a gastar, pues llevó una vida sencilla y el santuario le ofrecía cuanto precisaba.
Iba a responderle, pero fui interrumpido por una voz de niño que llamaba: «¡Madre!». Un chiquillo espigado y esbelto, de hermoso pelo negro encaracolado, corría hacia nosotros. Me volví hacia Lobessa y la sorprendí haciendo un gesto evidente —una orden al hijo, para que se alejara. Mi mirada la paralizó, y el niño, que debía de haber adivinado su intención pero que también estaba dominado por la curiosidad, aprovechó para aproximarse.
Lobessa, recuperándose, le ordenó que me saludara y me presentó como «Tongio, hijo de la señora Camala y guerrero de Viriato». El muchacho alzó el rostro y sonrió sin timidez. Correspondí a su sonrisa y dije:
—¡Enhorabuena, Lobessa! Tu hijo es un hermoso muchacho... —y la voz se me quedó prendida en la garganta.
Realmente, era un hermoso muchacho. Los rasgos de su rostro eran delicados sin exceso. Tenía una sonrisa alegre y contagiosa, y los ojos verdes, de un verde muy claro y transparente...
Doblé una rodilla, para que mi cabeza quedara a la altura de la suya, y pregunté:
—¿Cuántos años tienes?
—Seis años, señor.
Cerré los ojos, intentando resistir el vértigo. Hasta con los ojos cerrados sentía el miedo de Lobessa. Volví a hablar con el niño:
—¿Cómo te llamas?
Antes de que pudiera responder, se oyó la voz de la madre con una especie de desafío que era al mismo tiempo una advertencia:
—Se llama Aminio. Es el nombre de su padre.
Y acentuó con desesperación la palabra «padre».
Pensé. Pensé mucho y muy deprisa. La presencia del dios (estábamos en suelo sagrado) me ayudó, estoy seguro. Cuando me enderecé, sabía ya lo que tenía que hacer, aunque mi propia decisión me llenara de cólera y de amargura.
—Aminio —le dije en el tono de quien habla con un adulto sobre asuntos en los que las mujeres no deben meterse—. Aminio, me ha gustado mucho conocerte, y siento no haber conocido a tu padre. Salúdalo en mi nombre. Mis deberes de guerrero exigen que me vaya.
El niño abrió los ojos con una expresión de tristeza:
—Pero... Yo creía que me ibas a contar las batallas contra los romanos... Y quería saber cosas de Viriato.
—Lo sé. Te prometo que volveré en cuanto pueda, y entonces te contaré todo lo que quieras saber.
Otra vez aquella sonrisa —yo sabía ahora donde había visto una sonrisa idéntica: había sido en un espejo de bronce pulido— y la voz temblorosa de esperanza:
—¿Me lo prometes?
Mentalmente me impuse una penitencia ante Endovélico por mentir en su recinto.
—Te lo prometo. Y esta es la prenda de mi promesa.
Indiferente a las protestas de Lobessa me quité del dedo uno de los anillos. No era un anillo cualquiera. En memoria de Sunua yo había enviado a su madre mi anillo de plata, pero el que le daba al niño era el sello de mi familia, que había pasado de mi padre, Tongétamo, a mí. El oro viejo lucía con un brillo mate, mostrando el emblema de la vieja dinastía real de Brácara.
Aminio tenía su orgullo. Muy serio, y sordo también él a las protestas de la madre, dijo en un tono cortés:
—No puedo aceptar un regalo como este, señor...
—No es un regalo. Confío este anillo a tu guarda como prenda de mi palabra. Si vuelvo, lo recuperaré, y hablaremos de la guerra, de Viriato, de todo lo que te interese. Pero nunca se sabe qué va a pasar en la vida de un guerrero. Si no vuelvo, entonces sí, el anillo será tuyo con pleno derecho. ¿De acuerdo?
Asintió con la cabeza, muy gravemente. Pero yo no había acabado. Del brazo derecho quité el más hermoso de mis brazaletes de guerra, en cobre trabajado, y se lo tendí.
—Y esto es para ti. Para cuando seas un hombre y un guerrero. Cuídalo: me lo regaló mi Jefe.
—¿Tu jefe?
—Viriato, el lusitano.
Aminio estuvo a punto de dejar caer el anillo al coger el brazalete. Lo miró deslumbrado. Apenas conseguía hablar. Tartamudeó:
—¿Viriato?
—Sí, Viriato, caudillo y comandante de las huestes de la Lusitania, lo colocó un día en mi brazo. Ahora es tuyo. Y, ahora, Aminio vamos a despedirnos, porque tengo que marcharme, y antes quisiera hablar con tu madre.
Se alejó corriendo —y fue como si me quitaran la luz del sol. Mi garganta se contrajo. Casi no podía respirar. Le suplique— a Endovélico que me diera valor para dominar mi pena.
Lobessa y yo estábamos de nuevo solos. Sus ojos brillaban cubiertos de lágrimas, y con un largo suspiro murmuró:
—Tuve tanto miedo... Gracias, Tongio, gracias por el...
—Una cosa quiero saber —interrumpí en tono duro—, y espero que me digas la verdad. Cuando me fui, hace seis años ¿sabías ya que estabas encinta?
—No. Te juro que no lo sabía. Tienes que creerme porque te juro que si lo supiera no lo diría... ¿ara qué? ¿Para amarrarte a mí? ¿Es que intenté hacerlo alguna vez? Entonces ya te habías cansado de mí. No lo niegues, Tongio. Y, además, estoy segura que, de todos modos, te habrías ido.
—¿Sin ver a mi hijo?
—El hijo de una esclava —Lobessa sonrió dulcemente—. ¿Qué edad tienes hoy? Veintidós años, lo sé. A los veintidós anos, un guerrero que aun no se caso piensa en los hijos que aún no ha tenido. Pero cuando te fuiste, a los dieciséis años, sólo soñabas con tu libertad y con la guerra.
No tenía respuesta, ni ella la esperaba.
—Cuando me di cuenta de que esperaba un hijo, supe que tenía que buscar marido. Aminio me cortejaba tímidamente... Es un hombre bueno y fuerte. Adora a su hijo... A todos los efectos es su hijo.
Solté una carcajada poco simpática.
—¡A todos los efectos! ¡Basta mirarnos al chico y a mí!
La mano de Lobessa se posó en mi brazo, no para acariciarme, sino para suplicar:
—Lo sé. Por eso he hecho lo posible para que mi marido no te vea. Aminio es un buen hombre. No muy inteligente, lo admito, pero hasta él vería el parecido... ¿Y cómo se sentiría al saberlo?, Tongio: quiero que mi hilio tenga un padre.
Me revolví por última vez, aunque sabía que era esclavo de mi propia decisión:
—¡Por el Santo Señor Endovélico! Hablas como si el niño fuera huérfano... ¡Yo estoy aquí!...
—Es ya tiempo de cargar las cosas... Tongio, hijo de Tongétamo; Tongio, guerrero, emisario y amigo del gran Viriato...
Ahora, su expresión era agreste, casi feroz: era una hembra dispuesta a luchar por su cría. Respiré hondo, porque sentía que me faltaba el aire.
—Lobessa... No tienes que temer nada. Voy a cumplir lo que he decidido. Pero intenta comprender, fue un choque demasiado grande. Nunca hubiera supuesto...
—Lo sé —replicó, ya en todo diferente—. Yo comprendo, e intenta comprender también tú, lo que sentía al verlo a tu lado. Es tu retrato, aún más de lo que yo pensaba.
—¿Y lo lamentas?
Lobessa contrajo el rostro como si sintiera un dolor profundo:
—Quise ese hijo por ser tuyo, pero eso no cambia en nada la situación. Para ti las cosas son más fáciles: te casarás, tendrás otros hijos...
—Ninguno como este. Pero tienes razón, claro. Es mejor que me vaya cuanto antes.
La mula ya estaba cargada, y mi caballo pateaba en el suelo para espantar a las moscas, ansioso de un poco de ejercicio. Querido Trueno... sería el último viaje. Ya lo habían herido dos veces en combate, y estaba enflaqueciendo. Quería ahorrarle la ignominia de una vejez abandonada. Al regresar de Cinéticum, cuando pasara por Olisipo, se lo ofrendaría a Coaranioniceus si los sacerdotes del Monte Santo lo consideraban digno.
Lobessa hablaba de nuevo, diciendo que iba a entregarme la herencia de mi madre. Le respondí que no la quería:
—Esa herencia es tuya, y de... tu hijo. Cuidaste de Camala hasta el fin, y el oro y las joyas te pertenecen.
Ella aceptó con sencillez, sin protestas fingidas. Y, en el momento de la partida, preguntó:
—¿Quieres verlo otra vez?
Vacilé. Era lo que más quería en el mundo en aquel momento, pero tenía miedo...
—Mejor que no. Me dolería más aún... Adiós, que Endovélico os proteja.
Mis amigos de Arcóbriga se habían ofrecido para escoltarme hasta las tierras de Cinéticum —una prueba de verdadera amistad, que acepté, más por tener compañía que por deseo de protección. Estaban ya esperándome al pie del cerro, y podía oír sus voces traídas por el viento. En silencio, monté, cogí la rienda de la mula y bajé la cuesta por el camino sagrado.
Me despedí de mis compañeros en lo alto de una colina. Ante mí se extendía la llanura conia, cubierta de bosques y punteada de poblados. Antes de iniciar el descenso contemplé aquel paisaje, bañado por la intensa luz del sol, con una emoción que nunca antes había sentido. Criado en Gadir, viviendo luego los azares de la guerra, siempre había considerado a Cinéticum con cierta lejanía, aunque ahora, quizá porque sabía que mi sangre corría en las venas de un hijo, veía las casas, Y los bosques, y los ríos, de forma diferente —la tierra donde había nacido, donde los antepasados de mi madre habían vivido y donde reposaban las cenizas de mi padre—. Un vínculo invisible, de cuya existencia no había sospechado, me unía al viejo reino dominado ahora casi totalmente por las águilas romanas.