Preguntas

El Coronel Glokta, por supuesto, era un magnífico bailarín, pero se le había quedado tan tiesa la pierna que no le resultaba nada fácil lucirse. El constante zumbido de las moscas era una distracción añadida, y su pareja tampoco le estaba ayudando mucho. Ardee West estaba muy guapa, pero sus constantes risitas le ponían nervioso.

—¡Deja de reírte! —le gritó haciéndola girar por el laboratorio del Adepto Físico, mientras los especímenes de los frascos palpitaban y se bamboleaban al compás de la música.

—Parcialmente devorado —dijo Kandelau, mirando a través de su monóculo con un ojo monstruosamente aumentado. Luego señaló hacia abajo con sus pinzas—. Esto de aquí es un pie.

Glokta apartó los arbustos y se tapó la cara con una mano. Ahí seguía el cadáver descuartizado, un amasijo de carne de un rojo reluciente al que costaba identificar como un ser humano. Ardee se rió a carcajadas al verlo.

—¡Parcialmente devorado! —exclamó sofocando otra risita.

El Coronel Glokta no le veía la gracia al asunto. El zumbido de las moscas no paraba de aumentar y amenazaba con ahogar la música del todo. Peor aún, empezaba a hacer un frío terrible en el parque.

—Fue un descuido —dijo una voz a su espalda.

—¿A qué te refieres?

—A haberlo dejado ahí. Pero a veces es mejor moverse deprisa que con cuidado, ¿eh, tullido?

—Me acuerdo de esto —murmuró Glokta. El frío seguía aumentando y él ya estaba tiritando como una hoja—. ¡Me acuerdo de esto!

—Claro que te acuerdas —dijo una voz de mujer, que no era la de Ardee. Era una voz grave y sibilante, y al oírla, el ojo de Glokta empezó a palpitar.

—¿Qué puedo hacer? —el Coronel sintió una nausea. Las heridas del cadáver parecían abrirse como si fueran bocas y el zumbido de las moscas era ya tan alto que apenas si oyó la respuesta.

—Podías ir a la Universidad y pedir consejo —una respiración helada le rozó el cuello y sintió un escalofrío en la espalda—. Y ya que estás… podrías preguntarles por la Semilla.

Glokta llegó dando tumbos al final de la escalera, se bamboleó de lado y se fue de espaldas contra el muro, lanzando resoplidos por encima de su lengua babeante. Le temblaba la pierna izquierda, el ojo izquierdo le palpitaba, como si un cordón de dolor que recorría las entrañas, el culo, la espalda, el hombro, el cuello y la cara se le tensara con cada movimiento, por más pequeño que fuera.

Se forzó a mantenerse lo más quieto posible. A respirar hondo y despacio. Y obligó a su mente a olvidarse del dolor y a centrarse en otras cosas. Por ejemplo, en Bayaz y su fracasada búsqueda de la Semilla. Al fin y al cabo, Su Eminencia está esperando y no puede decirse que la paciencia se cuente entre sus virtudes. Estiró los músculos del cuello, moviendo la cabeza de un lado a otro, y sintió el crujir de sus huesos entre los omóplatos. Apretó la lengua contra las encías y se apartó renqueando de los escalones para entrar en la fresca oscuridad de la biblioteca.

No había cambiado mucho de un año a esta parte. Ni probablemente en los últimos doscientos años. El espacio abovedado olía a viejo y a rancio, y su única iluminación se la proporcionaban un par de lámparas roñosas y titilantes que poblaban de oscilantes sombras las interminables filas de estanterías combadas. Ya es hora de volver a hundirse en los polvorientos desechos de la historia. El Adepto Histórico tampoco parecía haber cambiado mucho. Se hallaba sentado ante una mesa llena de manchas, enfrascado en el estudio de una enmohecida pila de papeles a la luz de un solitario candil. Cuando Glokta se le acercó cojeando, se puso de pie.

—¿Quién anda ahí?

—Glokta —y acto seguido miró con recelo las sombras del techo—. ¿Qué ha sido de su cuervo?

—Ha muerto —repuso con pesar el anciano bibliotecario.

—O sea, que se podría decir que ha pasado a la historia, ¿eh? —el viejo no le rió la gracia—. En fin, qué se le va a hacer. Eso nos pasa a todos. Aunque a algunos bastante antes que a otros. Tengo que hacerle unas preguntas.

El bibliotecario se inclinó hacia delante escudriñando a Glokta con sus ojos húmedos como si fuera el primer ser humano que veía.

—Me acuerdo de usted. Así que los milagros existen. Me preguntó por Bayaz, el primer aprendiz del gran Juvens, la primera letra del alfabeto de…

—Sí, sí. Eso ya lo hemos hablado.

El viejo frunció el ceño.

—¿Viene a devolverme el pergamino?

—¿El del Creador que cayó envuelto en llamas y todo eso? Me temo que no. Lo tiene el Archilector.

—Ya. Últimamente se oye hablar demasiado de ese hombre. Los de arriba siempre le están criticando. Que si Su Eminencia esto, que si Su Eminencia lo otro. Me tienen harto. No sabe cómo le comprendo. Parece que hoy en día todo el mundo anda muy confuso. Muy confuso y muy alborotado.

—Fuera se han producido muchos cambios. Tenemos un nuevo rey.

—Eso ya lo sé. Un tal Guslav, ¿no?

Glokta suspiró mientras se instalaba trabajosamente en la silla que había al otro lado de la mesa.

—Sí, sí. Ése mismo. Bueno, sólo ha fallado por unos treinta años. Yo me esperaba que creyera que Harod el Grande seguía aún en el trono.

—¿Qué quiere usted esta vez?

Buscar a tientas en la oscuridad unas respuestas que siempre están fuera de mi alcance.

—Quiero saber algo sobre la Semilla.

La cara arrugada del Adepto ni se inmutó.

—¿Sobre la qué?

—Hablaban de ella en su inapreciable pergamino. Eso que Bayaz y sus amigos los Magos buscaron en la Casa del Creador a la muerte de Kanedias. A la muerte de Juvens.

—¡Bah! —el Adepto sacudió una mano y los pellejos que colgaban de su muñeca temblequearon—. Secretos. Poder. No es más que una metáfora.

—Bayaz no parece opinar lo mismo —Glokta acercó más la silla y bajó la voz. Aunque no puede haber nadie que nos oiga ni al que le importe lo que oiga—. Según tengo entendido se trata de un objeto procedente del Otro Lado, un vestigio de los Viejos Tiempos, de cuando los demonios hollaban la tierra. La propia sustancia de la magia convertida en un objeto sólido.

El viejo soltó una risa seca y delgada, exhibiendo la pútrida caverna que tenía por boca, en la que había menos dientes incluso que en la de Glokta.

—Nunca pensé que fuera usted supersticioso, Superior. —No lo era la última vez que vine aquí a hacer preguntas. Antes de mi visita a la Casa del Creador, antes de mi reunión con Yulwei, antes de ver a Shickel sonriendo mientras la quemaban. Felices tiempos aquéllos cuando aún no conocía a Bayaz, cuando las cosas todavía tenían lógica. El bibliotecario se limpió los ojos pitañosos con su caricatura de mano—. ¿Cómo se enteró de eso?

Por un navegante que tenía un pie en un yunque.

—Eso no es cosa suya.

—Bueno, usted sabe de esto más que yo. He leído en algún sitio que a veces caen rocas del cielo. Unos dicen que son fragmentos de estrellas. Otros que son esquirlas que han salido despedidas del caos del infierno. Tocarlas es peligroso. Y son tremendamente frías.

¿Frías? Glokta casi volvió a sentir aquella respiración helada en el cuello. Se sacudió los hombros y se obligó a no mirar para atrás.

—Hábleme del infierno. Aunque creo que yo ya sé más de ese tema que la mayoría de la gente.

—¿Eh?

—Del infierno, viejo. Del Otro Lado.

—Dicen que es de ahí de donde viene la magia, si uno cree en esas cosas.

—He aprendido a tener una mentalidad abierta con respecto a ese tema.

—Una mentalidad abierta es como una herida abierta…

—Eso dicen, pero estamos hablando del infierno.

El bibliotecario se humedeció sus fláccidos labios.

—Según la leyenda, hubo un tiempo en que nuestro Mundo y el Mundo Inferior eran una sola cosa y los demonios andaban sueltos por la tierra. El Gran Euz los expulsó y promulgó la Primera Ley, que prohibía a todos tocar el Otro Lado, hablar con los demonios y forzar las puertas que separan ambos mundos.

—La Primera Ley, ¿eh?

—Su hijo Glustrod, ávido de poder, no hizo caso de las advertencias de su padre, y buscó secretos, convocó a los demonios y los mandó contra sus enemigos. Dicen que su locura llevó a la destrucción de Aulcus y a la caída del Viejo Imperio, y que cuando se destruyó a si mismo, dejó las puertas entreabiertas… Pero yo no soy un especialista en este tipo de cuestiones.

—¿Y quién lo es?

El viejo torció el gesto.

—Aquí había unos libros. Muy antiguos. Unos libros hermosísimos de los tiempos del Maestro Creador. Libros dedicados al tema del Otro Lado. A la división entre ambos mundos. A las puertas y los cerrojos. Libros sobre los Desveladores de Secretos, sobre la forma de convocarlos y enviarlos. En mi opinión, puras invenciones. Mitos y fantasías.

—¿Había libros?

—Faltan de mis estanterías desde hace algunos años.

—¿Faltan? ¿Dónde están?

El viejo hizo un gesto de incredulidad.

—Es curioso que usted precisamente me pregunte eso…

—¡Basta! —Glokta se volvió tan deprisa como pudo para mirar a su espalda. Silber, el Administrador de la Universidad, estaba al pie de la escalera con una expresión de horror y sorpresa en su rígido rostro. Como si hubiera visto un fantasma. O incluso un demonio—. Basta ya, Superior. Le agradecemos su visita.

—¿Basta? —Glokta le lanzó a su vez una mirada gélida—. A Su Eminencia no le va a gustar que…

—Sé muy bien lo que le gusta o le deja de gustar a Su Eminencia… Una voz desagradablemente familiar —el Superior Goyle bajaba lentamente las escaleras. Rodeó a Silber y avanzó entre las estanterías por el oscuro suelo de la biblioteca—. Y le digo que basta. Le damos las gracias de todo corazón por su visita —y se inclinó hacia delante con los ojos desorbitados—. ¡Y que sea la última!

En el comedor se habían producido inquietantes cambios desde que Glokta bajó. La tarde se había oscurecido detrás de las sucias ventanas y las velas lucían en sus deslustrados apliques. Sin olvidar, por supuesto, la presencia de dos docenas de Practicantes de la Inquisición distribuidos por la estancia.

Dos nativos de Suljuk de ojos oblicuos, tan parecidos entre sí como si fueran hermanos gemelos, miraban a Glokta a través de sus máscaras. Estaban sentados con sus botas negras apoyadas en la vetusta mesa del comedor, en la que reposaban cuatro alfanjes enfundados. De pie junto a una ventana oscura, había tres hombres de piel morena, con las cabezas rapadas, cada uno con un hacha a la cintura y un escudo a la espalda. Junto a la chimenea se hallaba un practicante alto y delgado como un abedul, con una melena rubia que le caía sobre la cara enmascarada. A su lado había otro muy bajo, casi un enano, con el cinturón abarrotado de cuchillos.

Glokta reconoció al enorme norteño llamado el Quebrantapiedras de su anterior visita a la Universidad. Pero parece como si alguien hubiera intentado romper piedras con su cara desde la última vez que nos vimos, y con gran persistencia. Tenía las mejillas desiguales, las cejas torcidas y el puente de la nariz apuntaba directamente a la izquierda. Su cara arruinada resultaba casi tan amenazadora como el enorme martillo que llevaba en sus gigantescos puños. Pero sólo casi.

En conjunto formaban la más extraña e inquietante colección de asesinos que pudiera reunirse en un mismo lugar, y, encima, todos iban armados hasta los dientes. Parece que el Superior Goyle ha renovado su colección de monstruos. En el centro, con pinta de sentirse como en su casa, estaba la Practicante Vitari, dando órdenes mientras señalaba aquí y allá. Quién, si la viera ahora, iba a pensar que es una mujer llena de instinto maternal. Pero supongo que todos tenemos nuestros talentos ocultos.

Glokta levantó una mano.

—¿A quién tenemos que matar?

Todas las miradas se volvieron hacia él. Vitari se le acercó, arrugando su nariz pecosa.

—¿Qué demonios hace usted aquí?

—Lo mismo le pregunto yo.

—Si sabe lo que le conviene, no hará ni una sola pregunta.

Glokta le dedicó una sonrisa socarrona.

—Si supiera lo que me conviene, no habría perdido todos los dientes. Lo único que me queda ya son preguntas. ¿Qué hay en esta vieja montaña de polvo que pueda ser de interés?

—Eso no es asunto mío, y menos suyo. Si está buscando traidores, ¿por qué no empieza por mirar en su propia casa?

—¿Qué está insinuando con eso?

Vitari se acercó más a él y le habló en voz baja a través de la máscara.

—Un día me salvó la vida, así que permítame devolverle el favor. Lárguese de aquí. Lárguese y no vuelva nunca.

Glokta renqueó por el corredor y llegó a la gruesa puerta de su casa. En lo que respecta a Bayaz, no hay nada nuevo. Nada que vaya a dibujar en la cara de Su Eminencia una de sus excepcionales sonrisas. Llamadas y envíos. Dioses y demonios. Siempre más preguntas. Dio con impaciencia dos vueltas a la llave en la cerradura, desesperado por sentarse y liberar de su peso a su temblorosa pierna, ¿Qué estaba haciendo Goyle en la Universidad? ¿Goyle y Vitari y dos docenas de practicantes armados como si fueran a ir a la guerra? Haciendo una mueca de dolor traspasó el umbral. Tiene que haber algún

—¡Ah!

Sintió que le arrebataban el bastón y cayó de lado moviendo los brazos en el aire. Algo chocó contra su cara y le llenó la cabeza de un terrible dolor. Al instante el suelo le golpeó en la espalda y le cortó la respiración con un largo suspiro. Parpadeó y baboseó, con la boca llena del regusto salado de la sangre, mientras la habitación a oscuras daba alocadas vueltas a su alrededor. Ay. Ay. Un puño en la cara, si no me equivoco. Eso nunca pierde su impacto.

Una mano le agarró del cuello del abrigo, y el tejido se le clavó en la garganta haciéndole chillar como una gallina estrangulada. Otra le cogió del cinturón, y al instante Glokta se vio arrastrado con las rodillas y las puntas de sus botas raspando la madera del suelo. Por puro instinto, hizo un débil intento de defenderse, y lo único que consiguió fue provocarse una punzada de dolor en la espalda.

La puerta del cuarto de baño le golpeó la cabeza y se abrió estrellándose contra la pared. Sin que pudiera oponer ninguna resistencia, le arrastraron hacia la bañera, que seguía llena del agua sucia de la mañana.

—¡Espere! —gritó cuando le deslizaron por el borde hasta el agua—. ¿Quién es us…? Gluglú.

El agua fría se cerró sobre su cabeza y las burbujas corrieron por su cara. La mano que le tenía agarrado le sujetaba con firmeza mientras él forcejeaba con los ojos desorbitados por la sensación de sorpresa y el pánico. Cuando ya creía que le iban a reventar los pulmones, sintió un tirón en el pelo y su cara salió de la bañera chorreando agua. Una técnica sencilla, pero sin duda muy eficaz. Una situación francamente turbadora. Intentó tomar aire.

—¿Qué es lo que…? Gluglú…

De nuevo se encontró en la oscuridad, arrojando a borbotones en el agua sucia el poco aire que había conseguido aspirar. Pero sea quien sea, me ha permitido respirar. No me están asesinando. Están ablandándome. Ablandándome para luego interrogarme. Me echaría a reír por la ironía… si me quedara un poco de… aire… en el… cuerpo. Se revolvía para intentar separarse de la bañera, sus manos chapoteaban en el agua y sus piernas pataleaban, pero todo era inútil; la mano que le tenía cogido por el cuello estaba hecha de acero. Su estómago se contrajo y las costillas se hincharon en un intento desesperado de coger un poco de aire. No respires… no respires… no respires… Le estaba entrando lo que le pareció un litro de agua sucia, cuando de pronto le sacaron del baño y le tiraron al suelo tosiendo, jadeando y vomitando, todo a la vez.

—¿Eres Glokta?

Era una voz de mujer, áspera, dura y con marcado acento kantic. Estaba agachada frente a él, guardando el equilibrio sobre los dedos de sus pies, con las muñecas descansando sobre las rodillas y las manos, largas y marrones, colgando en el aire. Llevaba una camisa de hombre que caía muy suelta sobre unos hombros escuálidos, y las mangas empapadas estaban enrolladas en sus huesudas muñecas. Tenía el pelo negro, muy corto, con trasquilones grasientos que sobresalían del cráneo. Su cara, de expresión endurecida, exhibía una cicatriz pálida, y en sus finos labios se dibujaba una mueca desdeñosa; sin embargo, eran sus ojos lo que resultaba más repelente de su aspecto: eran amarillos y brillaban con el tenue reflejo de la luz que llegaba del pasillo. No me extraña que Severard se resistiera a seguirla. Debí hacerle caso.

—¿Eres Glokta?

Era inútil negarlo. Se limpió la baba que le caía por la barbilla con mano temblorosa.

—Sí, soy Glokta.

—¿Por qué me estás vigilando?

Glokta se incorporó penosamente y se sentó.

—¿Qué te hace pensar que…?

El puñetazo le golpeó en el mentón, le echó hacia atrás la cabeza y le arrancó un grito ahogado. Sus mandíbulas se juntaron y un diente le abrió un agujero en la lengua. Se derrumbó sobre la pared con los ojos llenos de lágrimas mientras la habitación oscura daba vueltas a su alrededor. Cuando logró volver a enfocar la vista, vio a la mujer mirándole con sus ojos amarillos entrecerrados.

—Voy a seguir pegándote hasta que me des respuestas o te mueras.

—Muchas gracias.

—¿Gracias?

—Me parece que tu golpe ha conseguido desentumecerme un poquito el cuello —Glokta sonrió, mostrando sus escasos dientes llenos de sangre—. Estuve dos años cautivo de los gurkos. Dos años en las prisiones oscuras de su Emperador. Dos años de cortes y cincelados, y quemaduras. ¿Crees que me van a asustar un par de bofetadas? —Se le río a la cara echando sangre por la boca—. ¡Me duele más mear! —se inclinó hacia ella y contrajo el rostro al sentir una punzada en la columna—. Todas las mañanas… cuando me despierto y veo que sigo vivo… sufro una gran decepción. Si quieres que te dé respuestas, tú tendrás que darme respuestas también. Una por cada una.

La mujer le miró fijamente durante unos instantes, sin pestañear.

—¿Fuiste prisionero de los gurkos?

Glokta recorrió con la mano su cuerpo contrahecho.

—Ellos me dejaron así.

—Hummm. Entonces a los dos los gurkos nos han robado algo —se sentó con las piernas cruzadas—. Preguntas. Una por cada una. Pero si intentas mentirme…

—Preguntas, pues. Estaría incumpliendo mis deberes de anfitrión si no te dejara empezar.

Ella no sonrió. No parece que tenga mucho sentido del humor.

—¿Por qué me vigilas?

Podría mentir, ¿pero para qué? Lo mismo da morir diciendo la verdad.

—Estoy vigilando a Bayaz. Parece que los dos sois amigos, pero como hoy en día es difícil vigilar a Bayaz, te vigilo a ti.

La mujer frunció el ceño.

—No es amigo mío. Me prometió venganza, eso es todo. Y todavía no ha cumplido su promesa.

—La vida está llena de desilusiones.

—La vida está hecha de desilusiones. Haz tu pregunta, tullido.

¿Cuando haya obtenido sus respuestas, volverá a ser para mí la hora del baño? ¿Del último baño? Aquellos ojos amarillos eran inescrutables. Eran unos ojos vacíos, como los de un animal. ¿Pero acaso tengo elección? Se lamió la sangre de los labios y se recostó en la pared. Preferiría morir sabiendo algo más.

—¿Qué es la Semilla?

El ceño de la mujer se hizo más pronunciado.

—Bayaz dice que es un arma. Un arma con un enorme poder. Tan enorme que puede convertir Shaffa en polvo. Él creía que estaba oculta en los confines del Mundo, pero se equivocaba. Y eso no le hizo ninguna gracia.

Se quedó en silencio y le miró con gesto torvo durante un instante.

—¿Por qué estás vigilando a Bayaz?

—Porque robó la corona y se la puso a un gusano invertebrado.

La mujer soltó un resoplido.

—En eso al menos estamos de acuerdo.

—Algunos miembros de mi gobierno están preocupados por la dirección en que pueda llevarnos. Seriamente preocupados —Glokta se lamió uno de sus dientes ensangrentados—. ¿Adónde nos está llevando?

—A mí no me dice nada. Yo no me fío de él ni él se fía de mí.

—En eso también estamos de acuerdo.

—Había planeado utilizar la Semilla como arma. Y como no la encontró, tiene que buscar otras armas. Yo creo que os está llevando a la guerra. A una guerra contra Khalul y sus Devoradores.

Glokta sintió que una serie de palpitaciones recorrían un lado de su cara y obligaban a sus ojos a pestañear. ¡Puta gelatina traidora! La mujer ladeó la cabeza.

—¿Los conoces?

—Un poco. ¿Qué daño hago a nadie? Cogí a uno, en Dagoska. Estuve haciéndole preguntas.

—¿Y qué te dijo?

—Me habló de causas sagradas y de justicia. Dos cosas que yo nunca he visto. Me habló de guerra y de sacrificio. Dos cosas de las que he visto demasiado. Me dijo que tu amigo Bayaz mató a su propio maestro —la mujer ni pestañeó—. Me dijo que su padre, el Profeta Khalul, sigue buscando venganza.

—Venganza —bufó ella apretando los puños—. Yo les enseñaré lo que es la venganza.

—¿Qué te han hecho a ti?

—Mataron a mi pueblo —descruzó las piernas—. Me hicieron su esclava —se puso en pie y miró a Glokta—. Me robaron la vida.

Glokta sintió que le temblaban las comisuras de los labios.

—Una cosa más que tenemos en común. Intuyo que se me acaba el tiempo que me había prestado.

La mujer se agachó, cogió dos chorreantes puñados de abrigo y lo levanto del suelo con una fuerza enorme, arrastrándole la espalda por la pared. ¿Hallado un cadáver flotando en una bañera? Las ventanillas de la nariz de Glokta se abrieron al máximo, el aire silbaba dentro de su nariz ensangrentada y el corazón le latía acelerado anticipando lo que iba a pasar. Supongo que mi cuerpo destrozado se defenderá como pueda. Una irresistible reacción a la falta de aire. El inconquistable instinto de respirar. Seguro que me retuerzo y manoteo, como Tulkis, el embajador gurko, se retorció y manoteó cuando le ahorcaron y le arrancaron las entrañas por nada.

Se esforzó por mantenerse en pie sin ayuda tratando de permanecer lo más derecho que le fuera posible. Al fin y al cabo hubo un tiempo en que yo era un hombre orgulloso, aunque todo eso ya haya quedado muy atrás. No es el fin glorioso que el Coronel Glokta hubiera deseado para sí. Ahogado en una bañera por una mujer con una camisa sucia. ¿Me encontrarán tirado sobre el borde con el culo al aire? ¿Pero eso qué importa? Lo que cuenta no es cómo mueres, sino cómo has vivido.

La mujer le soltó el abrigo y lo alisó por delante dándole unas palmaditas. ¿Y qué ha sido mi vida estos últimos años? ¿Qué he tenido que de verdad pueda echar de menos? ¿Escaleras? ¿Sopa? ¿Dolor? ¿Estar tumbado en la oscuridad dando vueltas a las cosas que he hecho? ¿Despertarme por la mañana atufado por el pestífero olor de mi propia mierda? ¿Echaré de menos tomar el té con Ardee West? Un poco, a lo mejor. ¿Pero echaré de menos tomar el té con el Archilector? Es como para preguntarse por qué no lo hice yo mismo mucho antes. Miró fijamente a los ojos de su asesina, tan duros y brillantes como el cristal amarillo, y sonrió. Con una sonrisa de puro alivio.

—Estoy preparado —dijo.

—¿Para qué?

La mujer le introdujo un objeto en la mano. El mango de su bastón.

—Si vuelves a tener algún asunto con Bayaz, a mí déjame al margen. No seré tan amable la próxima vez —y acto seguido retrocedió despacio hasta la puerta, un rectángulo brillante que se recortaba sobre la pared en sombra. Se dio la vuelta y el eco de sus botas resonó por el pasillo. Aparte del leve plip plop de las gotas que caían del abrigo de Glokta, todo quedó en silencio.

De modo que, al parecer, sobrevivo. Una vez más. Enarcó las cejas. A lo mejor el truco está en no desearlo.