Fantasmas
Uffrith no se parecía mucho a como era antes. Claro que hacía años desde la última vez que la vio Logen, por la noche, después del asedio. Entonces había masas de Carls de Bethod por las calles: bailando, cantando, bebiendo. Buscando gente a quien robar y violar, buscando cualquier cosa que pudiera arder. Logen se vio a sí mismo tumbado en una habitación después de que Tresárboles le pegara una paliza y le dejara llorando y borbotando por el dolor que inundaba todo su cuerpo. Se vio a sí mismo mirando con gesto ceñudo la ventana, viendo el resplandor de las llamas, oyendo los gritos que atronaban por toda la ciudad y deseando estar allí fuera haciendo daño, al tiempo que se preguntaba si podría volver a ponerse de pie alguna vez.
Ahora, con la Unión a favor, las cosas eran distintas, aunque tampoco podía decirse que la organización fuera mucho mejor. El puerto gris estaba abarrotado de barcos demasiado grandes para los embarcaderos. Las calles estaban llenas de soldados que dejaban pertrechos por todas partes. De carros, mulas y caballos cargados hasta los topes, que apenas podían abrirse paso entre la multitud. De heridos que cojeaban con muletas, camino de los muelles, o que eran transportados en camillas bajo la llovizna, envueltos en unas vendas sanguinolentas que los jóvenes soldados que venían en dirección contraria miraban con los ojos muy abiertos. Acá y allá, sorprendidos por aquella marea de forasteros que inundaba su ciudad, se veía a algunos norteños asomados a los portales. Mujeres, niños y viejos, en su mayoría.
Logen andaba deprisa por las calles en cuesta, abriéndose camino entre la muchedumbre con la cabeza baja y la capucha puesta. Mantenía los puños cerrados a lo largo del cuerpo para que nadie viera el muñón del dedo que le faltaba. A su espalda, envuelta en una manta y oculta debajo de su mochila para que nadie se pusiera nervioso, llevaba la espada que le había dado Bayaz. Pero eso no impedía que sintiera un hormigueo en los hombros a cada paso que daba. En cualquier momento esperaba oír a alguien gritar: «¡Es el Sanguinario!», y que acto seguido la gente se pusiera a correr, a chillar y a arrojarle todo tipo de desperdicios con cara de espanto.
Pero nadie lo hizo. En aquel caos húmedo, la presencia de otro desconocido más no llamaba la atención, y si había alguien que por casualidad le conociera, seguro que no esperaba encontrárselo allí. Probablemente se había enterado, con gran alegría por su parte, de que había vuelto al barro en un lugar muy lejano. Aun así, no había ningún motivo para quedarse más tiempo del necesario. Se acercó a grandes zancadas a un oficial de la Unión, que tenía cierto aspecto de ostentar algún cargo, se echó para atrás la capucha e intentó sonreír.
Sus esfuerzos no le valieron más que una mirada desdeñosa.
—No tenemos trabajo para ti, si es lo que buscas.
—Ustedes no tienen el trabajo que yo hago —y acto seguido le entregó la carta que le había dado Bayaz.
El hombre la abrió y le echó un vistazo. Frunció el ceño y la leyó por segunda vez. Luego le miró con desconfianza, haciendo movimientos con la boca.
—Está bien. Comprendo —y señaló a un grupo de muchachos de aspecto despistado y nervioso que había a unas zancadas de ellos y que, al arreciar la lluvia, se apretujaron un poco más—. Esta tarde sale un convoy con refuerzos hacia el frente. Puedes viajar con nosotros.
—De acuerdo.
No parecía que aquellos chicos con cara de asustados fueran a servir de mucho refuerzo, pero eso a él no le importaba. Le daba igual con quién iba a viajar, con tal de que el punto de destino fuera Bethod.
Los árboles pasaban traqueteando a ambos lados del camino: verde oscuros, negros, llenos de sombras. Llenos de secretas sorpresas, quizá. Era una forma incómoda de viajar. Incómoda para las manos, que tenían que ir sujetas al riel todo el camino, y más incómoda aún para los culos, que tenían que aguantar los botes y las sacudidas que pegaban en aquel banco duro. Pero se iban acercando, poco a poco, y Logen se dijo que eso era lo principal.
Detrás, avanzando en lenta procesión por el camino, había más carretas cargadas de hombres, víveres, ropas, armas y todo lo que hace falta en una guerra. Cada una llevaba encendida una lámpara cerca de la parte delantera, de modo que el convoy, en la penumbra del atardecer, formaba una hilera de luces oscilantes que descendía por el valle y trepaba por la siguiente ladera, indicando el trayecto que habían recorrido por el bosque.
Logen se volvió a mirar a los muchachos de la Unión que se apiñaban en la parte delantera. Eran nueve y todos saltaban movidos de un lado a otro por los zarandeos de los ejes de las ruedas, a la vez que procuraban mantenerse tan lejos de él como les fuera posible.
—¿Has visto alguna vez a un hombre con unas cicatrices así? —preguntó uno de ellos sin saber que les entendía perfectamente.
—¿Quién será?
—No sé. Seguro que un norteño.
—Ya veo que es un norteño, idiota. ¿Pero qué pinta aquí con nosotros?
—A lo mejor es un explorador.
—Me parece demasiado grande para ser explorador, ¿no crees?
Logen se rió por dentro mientras miraba cómo pasaban los árboles. Sentía en la cara la suave brisa, olía la niebla, la tierra, el aire húmedo y frío. Jamás se hubiera imaginado que se alegraría de volver al Norte, pero se alegraba. Después de haber sido un forastero durante tanto tiempo, era agradable estar en un sitio donde conocía las normas.
Los diez acamparon junto al camino. Otro grupo más de los muchos que se desplegaban a lo largo del bosque al lado de sus carretas. Nueve de los chicos estaban al lado de una hoguera que tenía encima una olla con un estofado en ebullición que rebosaba por el borde y olía que alimentaba. Logen contempló cómo lo removían, mientras hablaban de sus hogares, de lo que les aguardaba, del tiempo que iban a pasar allí.
Al cabo de un rato uno de ellos empezó a llenar tazones con un cazo y a repartirlos. Cuando terminó con sus compañeros, miró a Logen y llenó otro más. Se acercó a él paso a paso como si fuera a entrar en la jaula de un lobo.
—Ejem… —le tendió el tazón con el brazo extendido—. ¿Estofado? —abrió mucho la boca y se la señaló con el brazo que tenía libre.
—Gracias, amigo —dijo Logen mientras cogía el tazón—. Pero ya sé dónde hay que meterlo.
Todos le miraron: un círculo de caras preocupadas, iluminadas por el resplandor amarillento de la hoguera, más recelosas que nunca al ver que hablaba su idioma.
—Hablas nuestro idioma. Te lo tenías muy callado, ¿eh?
—Hay que parecer menos de lo que se es. Lo sé por experiencia.
—Si tú lo dices —dijo el que le había ofrecido la comida—. ¿Cómo te llamas?
Logen se preguntó por un instante si no sería mejor inventarse un nombre. Un nombre vulgar y corriente que a nadie le dijera nada. Pero él era quien era y antes o después alguien le reconocería. Además, nunca se le había dado muy bien mentir.
—Me llaman Logen Nuevededos.
Los chicos no se inmutaron. No habían oído hablar de él. ¿Y por qué tenían que haber oído hablar de él? Eran un grupo de hijos de granjeros procedentes de muy lejos, de la soleada Unión. A juzgar por su aspecto, puede que ni siquiera supieran como se llamaban ellos mismos.
—¿Para qué has venido aquí?
—A lo mismo que vosotros. He venido a matar —al ver que se ponían nerviosos, aclaró—: A vosotros no, no os preocupéis. Tengo algunas cuentas pendientes —y señaló con la cabeza hacia lo alto del camino—. Con Bethod.
Los chicos intercambiaron miradas y uno de ellos se encogió de hombros.
—Bueno. Con tal que estés de nuestro lado —se levantó y sacó una botella de su mochila—. ¿Un trago?
—Pues sí —Logen sonrió y alzó su taza—. A eso nunca he dicho que no —se lo tragó de un golpe y chasqueó los labios al sentir su calor en el gaznate. El chico le rellenó la taza—. Gracias. Pero mejor que no me deis demasiado.
—¿Por qué? ¿Es que entonces nos matarías?
—¿A vosotros? Si tenéis suerte, sí.
—¿Y si no la tenemos?
Logen sonrió desde el borde de su taza.
—Me pondría a cantar.
El muchacho sonrió también y uno de sus compañeros se echó a reír. Un segundo más tarde, una flecha se le hundía con un silbido en el costado. Tosió sangre en la camisa, la botella cayó sobre la hierba y el vino borboteó en la oscuridad. Otro chico tenía una saeta clavada en un muslo. Se quedó inmóvil, helado, mirándola.
—¿De dónde ha…?
Enseguida todos estaban chillando, buscando algo con qué defenderse o tirándose al suelo. Silbaron dos o tres flechas más y una de ellas cayó en la hoguera, provocando una llovizna de chispas.
Logen tiró el estofado, agarró su espada y echó a correr. Tropezó con uno de los chicos, le derribó, resbaló, pegó un traspié, se incorporó y siguió corriendo hacia los árboles de donde habían salido las flechas. Había que elegir entre correr hacia ellos o escapar, y tomó la decisión sin pensarlo. Hay veces en que no importa demasiado qué elección tome uno, siempre que se tome inmediatamente y se lleve hasta sus últimas consecuencias. Al llegar corriendo al bosque vio a uno de los arqueros, el destello de su piel blanca en la oscuridad cuando echó hacia atrás un brazo para sacar otra flecha. Entonces sacó la espada del Creador de su vieja funda y soltó un grito de guerra.
Es posible que el arquero hubiera podido sacar la flecha antes de que Logen le alcanzara, pero habría sido muy difícil y en todo caso no tuvo el valor de quedarse ahí esperando. No son muchos los hombres capaces de calcular sus posibilidades cuando la muerte viene lanzada hacia ellos. Cuando tiró el arco y se dio la vuelta para echar a correr ya era demasiado tarde. Logen le dio un tajo en la espalda antes de que pudiera dar un par de zancadas y el tipo cayó chillando entre los arbustos. A pesar de estar enredado en la maleza, consiguió darse la vuelta y, sin dejar de gritar, se puso a buscar su cuchillo a tientas. Logen levantó la espada para acabar la faena. De la boca del arquero salió un chorro de sangre. Luego pegó un par de sacudidas, cayó hacia atrás y dejó de gritar.
—Sigo vivo —se dijo Logen, agachándose junto al cadáver y escrutando la oscuridad. Probablemente hubiera sido mejor para todos que hubiera echado a correr en sentido contrario, pero ya era un poco tarde para eso. Probablemente hubiera sido mejor quedarse en Adua, pero también era un poco tarde para eso.
—Maldito Norte —susurró. Si dejaba escapar a aquellos cabrones les estarían incordiando hasta que llegaran al frente y la preocupación no le dejaría pegar ojo. Eso, por no mencionar la posibilidad de acabar recibiendo un flechazo en la cara. Mejor ir a por ellos que esperar a que ellos vinieran a por él. Era una lección que había aprendido por propia experiencia.
A través de los arbustos oyó las pisadas de los compañeros de emboscada del muerto y se puso a seguirlas apretando con fuerza la empuñadura de la espada. Se abrió camino entre los troncos de los árboles, procurando mantener las distancias. El resplandor de la hoguera y los gritos de los muchachos de la Unión se fueron apagando a su espalda y pronto se encontró en lo profundo de la espesura, envuelto en un olor a pino y tierra mojada, y con el ruido apresurado de unos pasos como única orientación. A medida que avanzaba se iba fundiendo cada vez más con el bosque, igual que solía hacer en los viejos tiempos. No le supuso ningún esfuerzo. Recuperó su antigua habilidad de forma instantánea, como si hubiera pasado los últimos años moviéndose de noche por los bosques. Resonaron unas voces en la oscuridad y Logen se apretó contra el tronco de un pino y se puso a escuchar en silencio.
—¿Dónde está Narizsucia?
Hubo una pausa.
—Supongo que muerto.
—¿Muerto? ¿Cómo?
—Había alguien con ellos, Cuervo. Un grandullón bastardo.
Cuervo. Logen conocía ese nombre. Y ahora que la oía, reconocía también la voz. Era uno de los hombres de Huesecillos. No podía decirse que Logen y él fueran amigos, pero se conocían y habían luchado codo con codo en las líneas de combate en Carleon. Y ahora aquí estaban otra vez, a sólo unas pocas zancadas, deseando matarse el uno al otro. Hay qué ver las vueltas que da la vida. La distancia que media entre luchar al lado de un hombre y luchar contra él es mínima. Mucho menor que la que existiría entre ellos si no hubiera lucha.
—¿Un norteño, eh? —le llegó la voz de Cuervo.
—Puede que sí. Fuera quien fuera, sabía lo que se hacía. Se nos vino encima como un rayo. No me dio tiempo de disparar.
—¡Maldito! Eso no lo vamos a dejar pasar. Acamparemos aquí y les seguiremos mañana. A ver si cogemos al gigantón ése.
—Sí, le cogeremos al muy cabrón. Puedes estar seguro. Le cortaré el cuello a ese diablo.
—Estupendo. Hasta entonces vigila bien mientras los demás dormimos un poco. A lo mejor la rabia te mantiene más despabilado esta vez, ¿eh?
—Sí, jefe. Tienes razón.
Logen se sentó y se puso a vigilar. Entre los árboles alcanzó a ver cómo cuatro de ellos estiraban sus mantas y se acurrucaban para dormir. El quinto se colocó de espaldas a los demás, mirando en la dirección por dónde habían venido, para hacer guardia. Logen esperó, y pronto oyó que uno roncaba ya. Se puso a llover, y el agua comenzó a repiquetear y a gotear sobre las ramas de los pinos. Al poco empezó a caerle en el pelo, a metérsele por la ropa y a resbalarle por la cara hasta caer al suelo húmedo, gota a gota. Logen permaneció sentado, tan inmóvil y silencioso como una roca.
La paciencia puede ser un arma temible. Un arma que pocos hombres aprenden a utilizar. Es difícil seguir pensando en matar cuando ya estás fuera de peligro y se te ha enfriado la sangre. Pero Logen siempre había sabido hacerlo. Así que siguió sentado y dejó que el tiempo se deslizara despacio, y estuvo pensando en el pasado hasta que la luna estuvo bien alta y una leve claridad se filtró entre los árboles y el gotear de la lluvia. Una claridad suficiente para permitirle a él ver dónde estaban sus objetivos.
Se puso de pie y empezó a abrirse paso entre los pinos, plantando los pies con suavidad en la maleza. La lluvia era su aliada. Su incesante repiqueteo enmascaraba el leve ruido que hacían sus botas mientras rodeaba por detrás al centinela.
Al sacar el cuchillo, su hoja mojada relumbró a la luz de la luna. Luego salió de los árboles y atravesó el campamento entre los hombres dormidos, pasando tan cerca de ellos que incluso habría podido tocarlos. Tan cerca de ellos como un hermano. El centinela, que estaba empapado, sorbió por la nariz, se revolvió incómodo y se ciñó un poco más la manta sobre los hombros. Logen se detuvo y esperó. Miró la pálida cara de uno de los durmientes. Estaba tumbado de lado con los ojos cerrados, arrojando por su boca abierta unas nubecillas de vaho que se perdían en la viscosa oscuridad de la noche.
El centinela ya estaba quieto, y Logen se deslizó hacia él conteniendo la respiración. Extendió el brazo izquierdo y movió los dedos en el aire neblinoso, esperando el momento. Después extendió el brazo derecho sosteniendo firmemente el cuchillo con el puño. Sintió que sus labios se alejaban de sus dientes apretados. Ése era el momento, y cuando llega el momento, se golpea sin mirar atrás.
Tapó la boca del centinela con una mano y con la otra le rebanó rápidamente el pescuezo, con un tajo tan profundo que pudo sentir cómo la hoja raspaba los huesos del cuello. El tipo dio una sacudida y forcejeó un poco, pero Logen le sujetaba con fuerza, con la fuerza de un amante, y lo único que se oyó fue un levísimo gorgoteo. Logen sintió en las manos el tacto cálido y pegajoso de la sangre. Los demás todavía no le preocupaban. Si uno de ellos se despertaba sólo vería el perfil de un hombre en la oscuridad, y eso era lo único que esperaba ver.
Al cabo de un rato, el cuerpo del centinela quedó inerte, y Logen lo depositó de costado en el suelo, con la cabeza colgando a un lado. Los cuatro bultos seguían acostados bajo sus mantas mojadas, totalmente indefensos. Puede que hubiera un tiempo en que Logen habría tenido que estar bastante más encendido para llevar a cabo una misión como ésa. Un tiempo en el que habría tenido que pensar por qué aquello era lo que tenía que hacer. Pero si lo hubo, fue hace mucho. En el Norte, el tiempo que emplees en pensar, será el mismo tiempo que empleen otros en matarte. Ya sólo le quedaban cuatro trabajos.
Se arrastró hasta el primero, levantó el cuchillo ensangrentado y se lo clavó directamente en el corazón atravesándole la zamarra. Al morir fue más silencioso que al dormir. Logen se acercó al segundo, dispuesto a hacer lo mismo. Su bota tropezó con un objeto metálico. Una cantimplora, quizá. Fuera lo que fuera, metió mucho ruido. Los ojos del que dormía se abrieron lentamente y comenzó a incorporarse. Logen le clavó el cuchillo en el vientre y lo empujó hasta rajárselo de arriba abajo. El tipo soltó una especie de resuello, mientras le miraba con los ojos y la boca muy abiertos, y luego se aferró al brazo de Logen.
—¿Eh?
El tercero estaba sentado y le miraba. Logen se soltó el brazo y sacó la espada.
—¿Pero qué…?
El hombre levantó un brazo instintivamente y la hoja mate de la espada le cortó una mano y después se le hundió en el cráneo, lanzando al aire húmedo una llovizna de sangre oscura y derribándolo hacia atrás.
Pero eso dio tiempo al último para deshacerse de la manta y coger un hacha. Ahora le aguardaba con el cuerpo inclinado y las manos extendidas, una postura que indicaba que era un avezado guerrero. Cuervo. Logen oía el silbido de su aliento y veía las nubes de vaho que se perdían bajo la lluvia.
—¡Debiste empezar por mi! —bufó.
No dejaba de tener razón. Se había concentrado en la tarea de matarlos a todos sin preocuparse mucho por seguir un orden. De todas formas, ya era un poco tarde para hacerlo. Se encogió de hombros.
—No hay mucha diferencia entre ser el primero o el último.
—Ya lo veremos.
Cuervo sopesaba el hacha en el aire nebuloso y se movía lentamente buscando una apertura por donde entrarle. Logen permanecía inmóvil, con la respiración contenida y la mano cerrada con fuerza sobre la empuñadura de su espada. Él nunca había sido de los que se mueven antes de que llegue el momento.
—Dime tu nombre ahora que todavía respiras. Quiero saber a quién mato.
—Ya me conoces, Cuervo —Logen levantó la otra mano y abrió los dedos. La luna iluminó su mano sangrienta y el muñón del dedo que le faltaba—. Luchamos codo con codo en Carleon. No creí que me fueras a olvidar tan pronto. Pero a veces las cosas no salen como esperamos, ¿verdad?
Cuervo dejó de moverse. Logen sólo alcanzaba a ver el tenue brillo de sus ojos en la oscuridad, pero en su postura se leía perfectamente la duda y el miedo.
—No —susurró, sacudiendo la cabeza—. ¡Es imposible! ¡Nuevededos está muerto!
—¿Ah, sí? —Logen respiró hondo y expulsó el aire lentamente hacia la humedad de la noche—. Entonces yo debo de ser su espectro.
Los muchachos de la Unión habían cavado una especie de hoyo para protegerse, con unos cuantos sacos y cajas dispuestos a los lados a modo de barricadas. Logen distinguía de vez en cuando una cabeza que se asomaba y escudriñaba el bosque o el reflejo del parpadeo de la hoguera en la punta de una flecha o de una lanza. Ahí estaban atrincherados, temiendo otra emboscada. Si antes estaban nerviosos, ahora seguramente estarían muertos de miedo. Probablemente uno de ellos se asustaría y le dispararía en cuanto se diera a conocer. Las malditas ballestas de la Unión tenían un disparador que hacía que las flechas, una vez tensas, salieran volando al más mínimo roce. Ya sería mala suerte que le mataran tontamente en medio de la nada, y encima los de su propio bando. Pero no había otra elección. O eso o ir hasta el frente caminando.
Así que se aclaró la garganta y gritó:
—¡Que nadie dispare ni haga nada!
Se oyó el tañido de una cuerda y una flecha se clavó en un árbol a un par de zancadas a su izquierda. Logen se agachó sobre la tierra mojada.
—¡He dicho que nadie dispare! —repitió.
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Nuevededos —silencio—. ¡El norteño que iba en la carreta!
Se produjo otro largo silencio y luego alguien dijo:
—Está bien, pero sal despacio y con las manos donde las veamos.
—¡De acuerdo!
Se puso en pie y salió de entre los árboles con las manos arriba.
—Pero no disparéis, ¿eh? ¡Ésa es vuestra parte del trato!
Comenzó a andar en dirección a la hoguera con las manos en alto, haciendo muecas de dolor ante el temor de que de un momento a otro se viera con una flecha alojada en el pecho. Reconoció las caras de los chicos de antes y al oficial que estaba a cargo de la columna de suministros. Un par de ellos le siguieron apuntando con sus arcos hasta que pasó por encima de la improvisada barricada y se metió en la trinchera. La habían cavado frente a la hoguera, pero no la habían hecho demasiado bien, y el suelo estaba encharcado.
—¿A dónde rayos habías ido? —preguntó furioso el oficial.
—A buscar a los que nos tendieron antes una emboscada.
—¿Los cogiste? —preguntó uno de los muchachos.
—Pues sí, los cogí.
—¿Y?
—Muertos.
Logen señaló el charco que inundaba la trinchera.
—Así que no hace falta que esta noche durmáis en el agua. ¿Queda algo de ese estofado?
—¿Cuántos eran? —preguntó el oficial.
Logen rebuscó entre las cenizas de la hoguera, pero la olla estaba vacía. Mala suerte, otra vez.
—Cinco.
—¿Tú solo contra cinco?
—Al principio eran seis, pero acabé con uno enseguida. Está por ahí, entre los árboles —Logen sacó un pedazo de pan de su mochila y rebañó el fondo de la olla a ver si al menos quedaba un poco de la grasa de la carne—. Esperé hasta que se durmieron, así que sólo tuve que luchar con uno cuerpo a cuerpo. En eso siempre he tenido suerte, creo —pero en realidad no se sentía tan afortunado. Contempló su mano a la luz de la hoguera y vio que seguía manchada de sangre. Sangre oscura debajo de las uñas, sangre seca en las rayas de la mano—. Siempre he tenido suerte.
El oficial no parecía muy convencido.
—¿Cómo sabemos que tú no eres uno de ellos? ¿Qué no nos estuviste espiando? ¿Qué no están ahí fuera esperando que les hagas una señal cuando seamos vulnerables?
—Habéis sido vulnerables desde el principio —resopló Logen—, pero es una buena pregunta. Ya suponía que la haríais —y se quitó la bolsa de lona que llevaba a la cintura—. Por eso he traído esto.
El oficial cogió la bolsa, la abrió y miró con desconfianza su interior.
—Como decía, eran cinco. Así que ahí tienes diez pulgares. ¿Satisfecho?
Más que satisfecho, el oficial parecía estar a punto de vomitar, sin embargo, asintió con la cabeza, apretó los labios y extendió el brazo para devolvérsela.
Logen negó con la cabeza.
—Quédatela. A mí el que me falta es otro dedo. Tengo todos los pulgares que necesito.
El convoy se paró en seco. Habían hecho los últimos dos o tres kilómetros casi a paso de tortuga. Ahora el camino, si podía llamarse camino a un mar de barro, estaba abarrotado de hombres que avanzaban a trompicones. Iban chapoteando de un punto casi sólido a otro, bajo una persistente llovizna, entre carros enfangados y tristes caballos, pilas de cajas y barriles y tiendas de campaña mal montadas. Logen contempló a un grupo de muchachos recubiertos de lodo que empujaban sin mucho éxito un carro que había quedado atrapado hasta los ejes en el barrizal. Era como estar contemplando el hundimiento de un ejército en una ciénaga. Un naufragio en tierra. Los compañeros de viaje de Logen habían quedado reducidos a siete muchachos encorvados y demacrados, que parecían completamente exhaustos tras las noches pasadas sin dormir y el mal tiempo que habían tenido a lo largo de todo el trayecto. De los dos que faltaban, uno había muerto y el otro estaba ya en Uffrith, con una flecha alojada en una pierna. No era una buena forma de empezar su estancia en el Norte, pero Logen dudaba mucho que las cosas les fueran a ir a mejor a partir de ahora. Se bajó trabajosamente por la parte de atrás de la carreta, hundió las botas en el barrizal lleno de surcos, arqueó la espalda, estiró sus piernas doloridas y luego bajó su petate.
—Bueno, pues suerte —les dijo.
Ninguno de ellos contestó. Desde la noche de la emboscada apenas le habían dirigido la palabra. Probablemente la cuestión de los pulgares les había dejado un tanto preocupados. Pero si eso era lo peor que habían visto desde que estaban aquí, ya podían darse con un canto en los dientes, pensó Logen. Se encogió de hombros, se volvió y comenzó a caminar penosamente por el barro.
Justo delante de él, el oficial a cargo de los suministros estaba recibiendo una severa reprimenda por parte de un hombre alto y de semblante adusto que vestía uniforme rojo y parecía ser lo más parecido que tenían a una persona con autoridad en medio de aquel caos. Tardó un minuto en reconocerle. Habían estado juntos en una fiesta, en un marco muy distinto, y en esa ocasión habían charlado sobre la guerra. Ahora parecía mayor, más delgado, más duro. Tenía una expresión severa en la cara y muchas canas en su pelo empapado; sin embargo, al ver a Logen, sonrió y se acercó a él con la mano extendida.
—Por los muertos, vaya unas bromas que nos gasta el destino —dijo en buen norteño—. Yo te conozco.
—Y yo a ti.
—¿Nuevededos, verdad?
—Verdad. Y tú eres West. De Angland.
—Así es. Siento no poder darte una bienvenida mejor, pero el ejército llegó aquí hace un día o dos y, como ves, las cosas todavía no están en orden. ¡Por ahí no, so idiota! —rugió a un conductor que intentaba meter su carro entre otros dos, cuando estaba claro que no cabía de ninguna de las maneras—. ¿Es que no tenéis algo que se parezca al verano en este maldito país?
—Lo tienes delante de ti. ¿No viste cómo era el invierno?
—Hummm. Tienes razón. Pero, bueno, ¿qué te trae por aquí?
Logen le entregó la carta. West se inclinó para protegerla de la lluvia y la leyó con el ceño fruncido.
—Firmada por el Lord Chambelán Hoff, ¿eh?
—¿Eso es bueno?
West frunció los labios y le devolvió la carta.
—Supongo que eso depende. Significa que tienes amigos poderosos. O enemigos poderosos.
—Quizá un poco de cada.
West sonrió.
—Yo he descubierto que suelen ir juntos. ¿Has venido a luchar?
—A eso he venido.
—Bien. Siempre es útil un hombre con experiencia —miró a los reclutas que saltaban de sus carros y exhaló un hondo suspiro—. Bastante tenemos ya que éstos no tienen ninguna. Deberías unirte al resto de los norteños.
—¿Tenéis norteños?
—Sí. Y todos los días se nos unen más. Parece que muchos no están muy de acuerdo con la forma en que está actuando el Rey. Concretamente con el trato que ha hecho con los Shanka.
—¿Un trato? ¿Con los Shanka? —Logen frunció el ceño. Nunca hubiera pensado que ni siquiera Bethod pudiera caer tan bajo, pero tampoco era la primera vez que se llevaba una decepción—. ¿Tiene Cabezas Planas combatiendo a su lado?
—Desde luego. Él tiene Cabezas Planas y nosotros tenemos norteños. Este mundo es muy raro.
—Vaya si lo es —dijo Logen moviendo la cabeza—. ¿Cuántos tenéis vosotros?
—Yo diría que unos trescientos, según la última cuenta que hemos echado, aunque la verdad es no les hace mucha gracia que se los cuente.
—Entonces yo sería el trescientos uno, si me aceptáis.
—Están acampados allí arriba, en el flanco izquierdo —dijo señalando la negra silueta de unos árboles que se recortaban sobre el cielo del atardecer.
—Muy bien. ¿Quién es el jefe?
—Uno que llaman el Sabueso.
Logen le miró fijamente durante un largo momento.
—¿Uno que llaman el qué?
—El Sabueso. ¿Le conoces?
—Ya lo creo —dijo Logen en voz baja mientras una sonrisa se extendía por toda su cara—. Ya lo creo que le conozco.
El crepúsculo avanzaba rápido, trayendo a la noche pegada a sus talones, y cuando llegó Logen al campamento acababan de encender la gran hoguera. Vio las formas de los Carls que iban ocupando sus sitios, negras siluetas de cabezas y hombros que se recortaban sobre las llamas. Oyó sus voces y sus risas, que ahora que había escampado, resonaban en la quietud del anochecer.
Hacía mucho tiempo que no oía a un nutrido grupo de hombres hablando todos en norteño, y le sonó extraño, aunque fuera su propio idioma. Le traía muy malos recuerdos. Multitudes de hombres vociferando a su favor o en su contra. Multitudes de hombres entrando en combate, celebrando a gritos sus victorias, llorando a sus muertos. Entonces, desde algún lugar, le llegó un olor a carne cocinada. Un olor dulzón y espeso que le produjo un cosquilleo en la nariz e hizo que le sonaran las tripas.
A un lado del camino había un poste con una antorcha encendida y debajo de él un muchacho de pie, con pinta de aburrido y una lanza en la mano. Al ver a Logen acercarse, le miró con cara de pocos amigos. Debía de haberle tocado en suerte hacer la guardia mientras los otros comían y no parecía que la cosa le hiciera muy feliz.
—¿Qué quieres? —gruñó.
—¿Está ahí el Sabueso?
—Sí, ¿y qué?
—Necesito hablar con él.
—¿Ah, sí?
Un hombre ya entrado en años, con una mata de pelo gris y la cara arrugada, se acercó a ellos.
—¿Quién es éste?
—Otro recluta —gruñó el chico—. Quiere ver al jefe.
El viejo escrutó a Logen con gesto ceñudo y preguntó:
—¿Te conozco, amigo?
Logen levantó la cabeza para que le iluminara la antorcha. Más vale mirar a un hombre a los ojos y permitir que él te mire para demostrarle que no le tienes miedo. Eso se lo había enseñado su padre.
—No sé. ¿Lo sabes tú?
—¿De dónde has salido? Eres uno de los muchachos de Costado Blanco, ¿verdad?
—No, yo trabajo solo.
—¿Solo? Vamos a ver… Me parece reconocer… —los ojos del viejo se abrieron de par en par, la mandíbula se le vino abajo y la cara se volvió blanca como la cal—. ¡Por todos los malditos muertos! —susurró dando un tambaleante paso atrás—. ¡Es el Sanguinario!
Es posible que Logen esperara que no le reconociera nadie. Que todos le hubieran olvidado. Que tuvieran otras preocupaciones y que él no fuera más que un hombre como cualquier otro. Pero, ahora, al ver la cara del viejo, esa cara de estar muriéndose de miedo, supo lo que iba a pasar. Todo sería igual que siempre. Y lo peor era que, ahora que ya le habían reconocido, y veía ese miedo, ese horror y ese respeto, no estaba seguro de que no le gustara. A fin de cuentas, se lo había ganado, ¿no? Los hechos son los hechos.
Él era el Sanguinario.
El chico no parecía haberlo comprendido aún.
—Me estáis tomando el pelo, ¿verdad? Dentro de nada me vais a decir que el próximo en venir va a ser el mismísimo Bethod.
Pero nadie se rió. Entonces Logen levantó la mano y miró por el hueco donde antes había estado su dedo medio. Los ojos del chico pasaron del muñón al tembloroso viejo y luego volvieron a mirar el muñón.
—Mierda —susurró.
—¿Dónde está tu jefe, muchacho?
La voz de Logen le asustó incluso a él. Plana, muerta y fría como el invierno.
—Está… está… —el chico extendió un dedo tembloroso señalando las hogueras.
—Está bien. Le olfatearé yo solo —los dos se apartaron. Logen no sonrió precisamente al pasar junto a ellos. Más bien les enseñó los dientes. Al fin y al cabo, tenía que mantener su reputación—. No os preocupéis —les susurró a la cara—. Soy de vuestro bando, ¿no?
Nadie le dirigió la palabra mientras pasaba por detrás de los Carls para dirigirse a la cabecera de la hoguera. Uno o dos se volvieron para mirarle, pero no era otra cosa que la curiosidad normal que despierta cualquier recién llegado al campamento. No tenían ni idea de quién era, aún, pero pronto la tendrían. El chico y el viejo estarían cuchicheando, los cuchicheos se extenderían por el fuego, como siempre ocurría, y dentro de poco todo el mundo le estaría mirando.
Dio un respingo cuando una gran sombra se movió junto a él. Tan grande era, que al principio la tomó por un árbol. Se trataba de un tipo gigantesco, que se rascaba la barba mientras miraba el fuego con gesto sonriente. Tul Duru. Incluso a media luz el Cabeza de Trueno resultaba inconfundible. No había nadie que tuviera su tamaño. Por enésima vez, Logen se preguntó cómo rayos había conseguido vencerle.
En ese momento sintió el extraño deseo de agachar la cabeza, pasar de largo y perderse en la noche sin volver la vista atrás. Así se habría ahorrado tener que ser una vez más el Sanguinario. Y lo único que habría ocurrido era que un muchachito y un viejo jurarían haber visto un espectro una noche. Podía haberse ido lejos, haber empezado de cero, ser lo que le hubiera dado la gana. Pero ya lo había intentado una vez y no le había servido de nada. El pasado estaba siempre a su espalda, echándole el aliento en el cuello. Ya era hora de darse la vuelta y afrontarlo.
—¡Eh, grandullón!
Tul escudriñó su figura a la luz del crepúsculo. Los reflejos anaranjados y las densas sombras se alternaban en su cabeza berroqueña, en la alfombra que tenía por barba.
—Quién… Un momento…
Logen tragó saliva. Ahora que lo pensaba, no tenía ni idea de cómo iban a reaccionar al encontrarse con él de nuevo. A fin de cuentas, fueron enemigos antes que amigos. Todos habían luchado contra él. Todos habían querido matarle, y por muy buenos motivos. Y, para rematarlo, al final se había largado al sur dejándoles a merced de los Shanka. ¿Y si lo único que recibía después de haber estado separados algo más de un año era una fría mirada?
En ese mismo momento Tul le agarró y estuvo a punto de asfixiarle con su abrazo.
—¡Estás vivo! —le soltó un momento para comprobar que no se había equivocado de hombre y volvió a abrazarle.
—Sí, estoy vivo —jadeó Logen, aunque sus fuerzas apenas le permitían hablar. Bueno, al menos había recibido una calurosa bienvenida.
La cara de Tul era una enorme sonrisa.
—Vamos —e hizo a Logen señas de que le siguiera—. ¡Los muchachos se van a cagar!
Siguió a Tul con el corazón en la boca hasta la cabecera de la hoguera, que era el lugar donde solía sentarse el jefe, en compañía de los Grandes Guerreros que estaban más unidos a él. Y allí estaban todos, sentados en el suelo. El Sabueso en el centro, diciéndole algo al oído a Dow. Hosco al otro lado, apoyado en un codo, revisando el arco y las flechas. Como si nada hubiera cambiado.
—Traigo a una persona que quiere verte, Sabueso —soltó Tul con voz chirriante debido al esfuerzo que estaba haciendo para no descubrir la sorpresa.
—¿Ah, sí? —el Sabueso miró a Logen, pero como estaba escondido a la sombra del gigantesco hombro de Tul, no le reconoció—. ¿No puede esperar a que hayamos comido?
—Me parece que no.
—¿Por qué? ¿Quién es?
—¿Que quién es?
Tul agarró a Logen de un hombro y lo lanzó dentro del círculo de luz de la hoguera.
—¡Es nada menos que el maldito Logen Nuevededos!
Logen pegó un resbalón en el barro, estuvo a punto de caer de culo y tuvo que ponerse a hacer aspavientos con los brazos para mantener el equilibrio. Las conversaciones que estaban teniendo lugar alrededor de la hoguera se interrumpieron de inmediato y todas las caras se volvieron hacia él. Dos hileras de rostros demudados, iluminados por la oscilante luz de las llamas, se le quedaron mirando en un silencio que sólo interrumpía el suspiro del viento y el crepitar del fuego. El Sabueso le miró de arriba abajo, como si tuviera delante a un muerto viviente, mientras la boca se le iba abriendo más y más a cada segundo que pasaba.
—Creí que os habían matado a todos —dijo Logen cuando recuperó del todo el equilibrio—. Hay veces en que uno se pasa de realista.
El Sabueso se levantó muy despacio. Tendió la mano a Logen, y Logen se la estrechó.
No había nada que decir. No entre dos hombres que habían pasado tantas cosas juntos: dos hombres que se habían enfrentado a los Shanka, que habían cruzado las montañas, que habían sobrevivido a las guerras y a lo que vino después. Y así un año tras otro. El Sabueso le apretó la mano, Logen puso la otra encima y el Sabueso se la cubrió con la otra suya. Se sonrieron, asintieron con la cabeza y todo volvió a ser como era antes. No hacía falta decir nada más.
—Hosco, me alegro de verte.
—Hummm —gruñó Hosco, y acto seguido le tendió un tazón y luego volvió a su sitio como si Logen hubiera salido a orinar hacía un minuto y acabara de volver, como todo el mundo esperaba. Logen no pudo contener la risa. No esperaba otra cosa.
—¿Ése que está ahí escondido es Dow el Negro?
—Me habría escondido mejor de haber sabido que venías —Dow miró a Logen de arriba abajo con una sonrisa no del todo amistosa—. Nuevededos en persona. ¿No me habías dicho que se había caído por un barranco? —le ladró al Sabueso.
—Eso fue lo que yo vi.
—Es cierto que me caí —Logen recordó el viento en la boca, las rocas y la nieve dando vueltas, el golpe contra el agua que le dejó sin respiración—. Me caí al agua y la corriente me dejó en tierra, más o menos de una pieza.
El Sabueso le hizo sitio en las pieles extendidas junto al fuego y él se sentó y los demás se acomodaron a su lado.
Dow estaba meneando la cabeza.
—Siempre tuviste la suerte de cara para eso de seguir vivo. Debí suponer que volverías a aparecer.
—Creí que los Cabezas Planas habían dado cuenta de vosotros —dijo Logen—. ¿Cómo conseguisteis salir de allí?
—Nos sacó Tresárboles —dijo el Sabueso.
Tul asintió con la cabeza.
—Nos sacó de allí, nos guió por las montañas y estuvimos huyendo por el Norte hasta llegar a Angland.
—Seguro que protestando todo el tiempo como un grupo de viejas chochas.
El Sabueso miró a Dow con una sonrisa.
—Algún que otro gemido hubo durante el viaje.
—¿Dónde está Tresárboles ahora? —Logen estaba deseando charlar con su viejo camarada.
—Muerto —dijo Hosco.
Logen hizo una mueca de dolor. Había intuido algo al ver que el Sabueso era ahora el jefe.
Tul sacudió su cabezota.
—Murió luchando —dijo—. Al frente de una carga contra los Shanka. Murió luchando contra el bicho ése. El Temible.
—Maldito cabrón hijo de zorra —Dow escupió al suelo.
—¿Y Forley?
—Muerto también —ladró Dow—. Fue a Carleon a advertir a Bethod que los Shanka venían por las montañas. Calder le mandó matar, sólo por pasarlo bien. ¡El muy cabrón! —y escupió de nuevo. A Dow siempre se le había dado muy bien escupir.
—Muertos —Logen sacudió la cabeza. Forley muerto, Tresárboles muerto; una pena. Pero no hacía mucho pensaba que todos estarían en el barro, así que, en cierto modo, que hubiera cuatro vivos era una buena noticia—. Los dos eran buenas personas. Los mejores, y por lo que decís, murieron bien. Dentro de lo que cabe.
—Dentro de lo que cabe, sí —dijo Tul levantando su tazón—. ¡Por los caídos!
Todos bebieron en silencio y Logen se relamió al sentir el sabor de la cerveza. Hacía mucho tiempo.
—Bueno, ha pasado todo un año —gruñó Dow—. Nosotros hemos matado a unos cuantos hombres, hemos andado un montón y hemos luchado en una maldita batalla. También hemos perdido dos hombres y ahora tenemos un nuevo jefe. ¿Y tú, qué has hecho, eh, Nuevededos?
—Pues… es una larga historia —Logen se preguntó qué clase de historia exactamente y se dio cuenta de que no lo sabía a ciencia cierta—. Creí que los Shanka os habían cogido a todos, ya que la vida me ha enseñado a esperar lo peor, así que me fui al Sur y ahí me junté con un mago. Hice con él una especie de viaje por mar a un lugar muy lejano, en busca de no sé qué, pero luego, cuando llegamos resultó que… bueno, que no estaba allí —ahora que lo contaba, todo sonaba como un auténtico disparate.
—¿Qué era? —preguntó Tul intrigadísimo.
—¿Sabéis qué? —Logen se relamió los dientes, que conservaban aún el sabor de la cerveza—. En realidad no lo sé —todos se miraron, como si no hubieran oído una historia más absurda en su vida, cosa que, hubo de admitir Logen, seguramente era el caso—. Pero en fin, ahora ya no importa. Resulta que la vida no es tan cabrona como yo creía —y dio a Tul una palmada en la espalda.
El Sabueso hinchó los carrillos y soltó un resoplido.
—Bueno, la cuestión es que nos alegra que estés de vuelta. Supongo que ahora volverás a ocupar tu puesto, ¿eh?
—¿Mi puesto?
—Sí, tu puesto. Ya sabes, tú eras el jefe.
—Sí, lo fui, pero no tengo intención de volver a serlo. Me parece que los muchachos están satisfechos con cómo están las cosas ahora.
—Pero tú sabes mucho más que yo sobre lo que hay que hacer para mandar hombres y…
—No estoy muy seguro de que eso sea cierto. Que yo fuera el jefe nunca fue muy beneficioso para nadie ¿verdad? Ni para nosotros, ni para los que lucharon con nosotros, ni para los que lucharon contra nosotros —invadido por los recuerdos, Logen encorvó los hombros—. Te aconsejaré alguna vez si quieres, pero prefiero ser yo quien te siga. Mi época ya pasó, y no fue precisamente buena.
Daba la impresión de que el Sabueso había esperado otro resultado.
—Bueno… Si estás seguro…
—Estoy seguro —Logen le dio una palmada en el hombro—. No es fácil, ¿verdad?, ser jefe.
—No —gruñó el Sabueso—. Maldito si lo es.
—Además, seguro que muchos de estos chicos han tenido ya algún enfrentamiento conmigo y no les hace demasiada gracia verme por aquí. —Logen miró a través de la hoguera sus caras endurecidas, oyó murmullos que incluían su nombre, y aunque hablaban en una voz demasiado baja para entender lo que decían, se imaginaba que sus comentarios no serían precisamente elogiosos.
—Cuando llegue el momento de luchar se alegrarán de tenerte a su lado, no te preocupes.
—Tal vez.
Era una lástima tener que ponerse a matar gente delante de unas personas que ni se molestarían en saludarle con un gesto de la cabeza. Desde la parte iluminada le llegaban miradas cortantes que se desviaban en cuanto él las devolvía. Sólo había un hombre que más o menos le aguantaba la mirada. Un joven alto de pelo largo que se sentaba hacia la mitad de la hoguera.
—¿Quién es ése? —preguntó Logen.
—¿Quién es quién?
—Ese muchacho de ahí, el que no me quita ojo.
—Ah, ése es Escalofríos —el Sabueso se relamió sus dientes puntiagudos—. Uno que tiene lo que hay que tener. Ya ha luchado con nosotros varias veces y se le da muy bien. Ante todo quiero que sepas que es una buena persona y que estamos en deuda con él. Pero tengo que añadir que es hijo del Atronado.
Logen sintió una especie de náusea.
—¿Que es quién?
—El otro hijo.
—¿El niño?
—De aquello hace ya mucho tiempo. Los niños crecen.
Puede que fuera hace ya mucho tiempo, pero ahí no había olvido que valiera. Logen lo notó de inmediato. En el Norte nada se olvida. Y jamás debió suponer que tal vez las cosas pudieran ser distintas.
—Debería decirle algo. Si tenemos que luchar juntos… debería decirle algo.
El Sabueso hizo una mueca de dolor.
—No sé si es buena idea. A veces es mejor no hurgar en las heridas. Come, y habla con él por la mañana. Todo se ve más claro a la luz del día. Eso, a no ser que al final decidas no hacer nada.
—Ajá —gruñó Hosco.
Logen se puso de pie.
—Puede que tengas razón, pero es mejor no demorarlo que…
—¿Que vivir temiéndolo? —el Sabueso asintió con la cabeza y con la vista clavada en el fuego—. Te he echado de menos, Logen, te lo juro.
—Y yo a ti, Sabueso. Y yo a ti.
Se abrió paso en medio de la oscuridad, que apestaba a humo, a carne y a hombre, caminando por detrás de los Carls que se sentaban junto al fuego. A su paso, los veía encorvar los hombros y murmurar. Sabía lo que estaban pensando. «El Sanguinario está detrás de mí y no hay peor hombre para tener a tu espalda». Veía a Escalofríos, vigilándole todo el tiempo con un ojo frío que asomaba por detrás de su larga melena, mientras mantenía los labios apretados formando una fina línea recta. Había sacado una navaja para comer, pero lo mismo servía para apuñalar a un hombre. Cuando se sentó a su lado, Logen se fijó en el brillo de las llamas que se reflejaban en su filo.
—Así que tú eres el Sanguinario.
Logen hizo una mueca de dolor.
—Sí, eso parece.
Escalofríos asintió con la cabeza sin dejar de mirarle.
—Así que ésta es la cara del Sanguinario.
—Espero no haberte decepcionado.
—No, no. Ni mucho menos. Es bueno poder ponerte una cara después de tanto tiempo.
Logen bajó la mirada, intentando encontrar alguna forma de abordarlo. Un movimiento de las manos, un gesto de la cara, o unas palabras que consiguieran que las cosas empezaran a enderezarse aunque fuera mímicamente.
—Aquéllos fueron tiempos difíciles —acabó diciendo.
—¿Más que éstos?
Logen se mordió el labio.
—Bueno, puede que no.
—Supongo que todos los tiempos son malos —dijo Escalofríos con los dientes apretados—. Pero eso no es excusa para la maldita cabronada que hiciste.
—Tienes razón. Lo que hice no tiene excusa. No estoy orgulloso de ello. No sé qué más puedo decir, excepto que espero que puedas olvidarlo y los dos podamos luchar codo con codo.
—Voy a ser sincero contigo —dijo Escalofríos; su voz sonó estrangulada, como si estuviera intentando no ponerse a gritar o a llorar. Tal vez las dos cosas—. Fue demasiado horrible para poder olvidarlo. Mataste a mi hermano, a pesar de que le habías prometido el perdón. Le cortaste los brazos y las piernas y clavaste su cabeza en el estandarte de Bethod —un temblor sacudía sus nudillos, blancos debido a la fuerza con que empuñaba la navaja. Logen veía claro que le estaba costando casi la vida no clavársela en la cara, y, la verdad, no le culpaba por ello—. Mi padre no volvió a ser el mismo después de aquello. Era un muerto en vida. He pasado muchos años soñando que te mataba, Sanguinario.
Logen asintió moviendo lentamente la cabeza.
—Nunca serás el único que sueñe con eso.
Sintió entonces otras miradas frías que le contemplaban a través de las llamas. Ceños fruncidos en la oscuridad, caras hurañas iluminadas por la luz parpadeante. Hombres a quienes ni siquiera conocía, aterrados hasta los huesos o que se la tenían guardada. Podía contar con los dedos de una mano las personas que se alegraban de verle vivo. Aun faltándole un dedo. Y eso que se suponía que ése bando era el suyo.
El Sabueso tenía razón. Es mejor no hurgar en algunas heridas. Logen se puso en pie, sintiendo un incómodo hormigueo en los hombros, y regresó a la cabecera de la hoguera, donde esperaba que las conversaciones fueran un poco más fluidas. Estaba seguro de que Escalofríos seguía con las mismas ganas de matarle que siempre, pero eso tampoco representaba una sorpresa.
Hay que ser realista. No había palabras para reparar las cosas que él había hecho.