La Primera Ley
Ferro estaba sentada mirándose la mano. La mano con la que había sostenido la Semilla. Le parecía igual que siempre, y sin embargo, la notaba diferente. Fría, inmóvil. Muy fría. La había envuelto en mantas. Se la había lavado con agua caliente. La había acercado al fuego, tanto, que casi se quema.
No había forma.
—Ferro… —un susurro tan leve que bien podría no haber sido otra cosa que el ruido del viento al rozar el marco de la ventana.
Se puso de pie de un salto, aferrando el cuchillo. Miró en todos los rincones. Nada. Se agachó para mirar debajo de la cama y debajo el aparador. Arrancó las cortinas con la mano que tenía libre. Nadie. Ya sabía ella que no habría nadie.
Y, sin embargo, seguía oyéndolo.
Sonó un golpe en la puerta y se giró como una centella resoplando entre dientes. ¿Otro sueño? ¿Otro fantasma? Volvieron a sonar los golpes.
—¡Adelante! —gruñó.
La puerta se abrió. Bayaz. Al ver el cuchillo que tenía Ferro, alzó una ceja.
—Eres demasiado aficionada a las armas blancas. Aquí no tienes enemigos.
Lanzó una mirada iracunda al Mago entrecerrando los ojos. Ella no lo tenía tan claro.
—¿Qué pasó con el viento?
—¿Que qué pasó? —Bayaz se encogió de hombros—. Que vencimos.
—¿Qué eran esas formas? Las sombras ésas.
—Lo único que yo vi fue a Mamun y a las Cien Palabras recibiendo el castigo que se merecían.
—¿No oyó voces?
—¿En medio del clamor de nuestra victoria? No oí nada.
—Pues yo sí —Ferro bajó el cuchillo y se lo metió en el cinto. Luego movió los dedos de la mano: la misma de siempre, y sin embargo, distinta—. Todavía las oigo.
—¿Y qué te dicen, Ferro?
—Hablan de candados, de verjas y puertas, y dicen que hay que abrirlas. Siempre están diciendo que hay que abrirlas. También preguntan por la Semilla. ¿Dónde está?
—En un lugar seguro —Bayaz la dirigió una mirada inexpresiva—. Si es verdad que oyes a los seres del Otro Lado, recuerda que son todo mentiras.
—Pues no son los únicos. Me piden que quebrante la Primera Ley. Lo mismo que hizo usted.
—Eso está abierto a interpretación —un rictus de orgullo se dibujó en las comisuras de la boca de Bayaz. Como si hubiera alcanzado un logro fabuloso—. Atemperé las disciplinas de Glustrod con las técnicas del Maestro Creador y usé la Semilla como el motor de mi Arte. Los resultados fueron… —hinchó el pecho con satisfacción—. Bueno, tú estabas allí y lo viste. Ante todo fue un triunfo de la voluntad.
—Hurgó en los sellos. Puso el Mundo en peligro. Los Desveladores de Secretos…
—La Primera Ley es una paradoja. Siempre que se lleva a cabo una transformación se toma prestado del Mundo Inferior, y eso siempre conlleva riesgos. Puede que haya traspasado la raya, pero lo que importa es la medida en que se haya hecho. El Mundo está a salvo, ¿o no? No voy a pedir disculpas por lo ambicioso de mi visión.
—Están enterrando a hombres, mujeres y niños de cien en cien en hoyos. Lo mismo que hicieron en Aulcus. Esta enfermedad… la ha provocado lo que hicimos. ¿Cómo se mide su ambición? ¿Por el tamaño de las tumbas?
Bayaz sacudió la cabeza, como quitando importancia al asunto.
—Un efecto secundario imprevisto. El precio que hay que pagar por la victoria, me temo, sigue siendo hoy tan alto como lo era en los Viejos Tiempos, y como sin duda lo será siempre —clavó los ojos en ella y en su mirada relució un destello de amenaza, de desafío—. ¿Y si he quebrantado la Primera Ley, qué? ¿En qué tribunal harás que me juzguen? ¿Cuál será el jurado? ¿Sacarás a Tolomei de las sombras para que preste declaración? ¿Buscarás a Zacharus para que lea los cargos? ¿Traerás a Cawneil a rastras desde los confines del Mundo para que pronuncie sentencia? ¿Harás venir a Juvens desde la tierra de los muertos para que imponga la pena? Me parece que no. Soy el Primero de los Magos. Soy la autoridad suprema y afirmo… que soy justo.
—¿Usted? Narices.
—Sí, Ferro. El poder es la única fuente de la justicia. Ésa es mi primera y mi última ley. Ésa es la única ley que reconozco.
—Zacharus me previno —murmuró Ferro recordando la interminable llanura y al hombre de ojos desorbitados con sus pájaros que daban vueltas en el aire—. Me dijo que me pusiera a correr y no parara. Tenía que haberle hecho caso.
—¿A esa especie de vejiga hinchada de falsa superioridad moral? —Bayaz resopló con desdén—. Sí, a lo mejor deberías haberle hecho caso, pero ese barco ya pasó. Y tú lo despediste alegremente desde la costa y elegiste seguir alimentando tu furia. La seguiste alimentando con mucho gusto. No pretendas hacerme creer que te engañé. Ya sabías que íbamos a caminar por sendas oscuras.
—Yo no esperaba… —formó con sus dedos helados un puño tembloroso—… esto.
—¿Y qué esperabas entonces? Debo confesar que pensaba que estabas hecha de una pasta un poco más dura. Dejemos las filosofías a aquéllos que tengan más tiempo que nosotros y menos cuentas que saldar. ¿Culpa, arrepentimiento, falso sentido de la justicia? Parece que estuviera hablando con el gran Rey Jezal. ¿Y quién tiene paciencia para eso? —se volvió hacia la puerta—. No deberías de alejarte mucho de mí. Quizá, con el tiempo, Khalul mande nuevos agentes. Y entonces volveré a necesitar de tus talentos.
Ferro soltó un resoplido.
—¿Y entretanto qué quiere que haga? ¿Quedarme aquí sentada con las sombras por toda compañía?
—Entretanto, Ferro, sonríe, si es que aún recuerdas cómo se hace —Bayaz le lanzó una sonrisa radiante—. Ya has obtenido la venganza que buscabas.
El viento soplaba a su alrededor, raudo, furioso, poblado de sombras. Se arrodilló en el extremo de un túnel de aullidos que llegaba hasta el mismísimo cielo. El Mundo era tan fino y tan quebradizo como una lamina de cristal, lista para quebrarse. Más allá sólo había un vacío lleno de voces.
—Déjanos entrar…
—¡No! —se liberó dando sacudidas, se levantó como pudo y se quedó de pie al lado de su cama jadeando y con todos los músculos en tensión. Pero no había nadie con quien luchar. Otro sueño, nada más.
Era culpa suya, por haberse quedado dormida.
Un alargado haz de luz lunar se extendía por las baldosas hasta ella. La ventana estaba entreabierta y dejaba pasar una brisa nocturna que enfriaba su piel sudorosa. Se acercó a ella con el ceño fruncido, la cerró de un empujón y echó el pestillo. Luego se dio la vuelta.
En las densas sombras que había junto a la puerta se alzaba una figura. Una figura andrajosa con un solo brazo. Los pocos trozos de armadura que aún le quedaban estaban rajados y agujereados. Su rostro era como una ruina polvorienta y la piel le colgaba hecha jirones de los huesos. Pero aun así, Ferro le reconoció.
Mamun.
—Volvemos a encontrarnos, mujer con sangre de demonio —su voz seca crujía como un papel arrugado.
—Estoy soñando —siseó Ferro.
—Desearás que fuera así —un instante después se encontraba en el otro extremo de la habitación apretando el cuello de Ferro con su única mano—. Haber tenido que salir de esas ruinas excavando la tierra con una sola mano ha hecho que me entre hambre —el aliento reseco del Devorador le producía un hormigueo en la cara—. Me haré un brazo nuevo con tu carne y con él abatiré a Bayaz y vengaré al gran Juvens. Es la visión del Profeta y yo la haré realidad —la alzó sin ningún esfuerzo, la aplastó contra la pared y los talones de Ferro patearon los paneles.
La mano apretó con más fuerza. Ferro hinchaba el pecho, pero no le entraba aire por la garganta. Trató de soltar los dedos arañándolos con las uñas, pero parecían hechos de hierro y de piedra y estaban tan apretados como el cuello de un ahorcado. Forcejeó, se retorció. Pero él no se movió ni un milímetro. Palpó la cara destrozada de Mamun, consiguió que sus dedos llegaran a su mejilla rajada y le desgarró la carne por dentro. Pero él ni siquiera parpadeó. El frío se iba extendiendo por la habitación.
—Reza tus oraciones, criatura —susurró Mamun haciendo rechinar sus dientes quebrados—, y confía en que Dios sea misericordioso.
Ferro se sentía ya muy débil. Los pulmones estaban a punto de reventarle. Seguía tratando de desgarrarle la cara, pero cada vez con menos fuerza. Débil, cada vez más débil. Dejó caer los brazos, las piernas colgaron inertes y sintió una gran pesadez en los párpados. El frío era atroz.
—Ahora —susurró él echando una nube de vaho. Bajó a Ferro, abrió la boca y sus labios partidos se retrajeron dejando al descubierto dos hileras de dientes astillados—. Ahora.
De pronto, Ferro le clavó un dedo en el cuello, que le atravesó la piel y se hundió en su carne reseca hasta los nudillos, haciéndole apartar la cabeza. Su otra mano reptó por encima de la de Mamun, se la quitó del cuello y luego le dobló los dedos hacia atrás. Mientras Ferro caía al suelo sintió cómo los huesos de los dedos del Devorador crujían, se quebraban, se astillaban. La escarcha se extendía por los cristales oscuros de la ventana que tenía junto a ella y crujía bajo sus pies desnudos mientras retorcía el cuerpo de Mamun y luego lo estrellaba contra la pared, haciendo trizas los paneles de madera y arrancando varios trozos de escayola. La fuerza del impacto fue tan grande que una nube de polvo cayó del techo.
Hundió más el dedo en la garganta: hacia arriba, hacia dentro. Era fácil. Su fuerza no conocía límites. Venía del Otro Lado de la línea divisoria. La Semilla la había transformado, igual que había hecho con Tolomei, y ya no había vuelta atrás.
Ferro sonrió.
—¿Así que ibas a coger mi carne, eh? Éste es tú último almuerzo, Mamun.
Introdujo la punta de su índice entre los dientes, la cerró sobre el dedo pulgar y el Devorador quedó sujeto por una especie de anzuelo. Le arrancó la mandíbula de la cabeza de un tirón y la arrojó al aire. La lengua de su enemigo colgaba fláccida entre un amasijo de carne polvorienta.
—Reza tus oraciones, Devorador —bufó—, y confía en que Dios sea misericordioso —acto seguido le apretó las palmas de ambas manos sobre las sienes. De la nariz de Mamun comenzó a salir un prolongado aullido. Trató inútilmente de alcanzar a Ferro lanzándola zarpazos con su mano destrozada y, de pronto, el cráneo se dobló, luego se aplanó y finalmente reventó lanzando esquirlas de hueso por todas partes. Ferro dejó que el cuerpo se desplomara, y una nube de polvo se deslizó por el suelo y se le enroscó alrededor de los pies.
—Sí…
No se sobresaltó. No abrió desmesuradamente los ojos. Sabía de dónde venía esa voz. De todas las partes y de ninguna parte a la vez.
Se acercó a la ventana y la abrió. Saltó al vacío y cayó de pie en la hierba que había doce zancadas más abajo. La noche estaba llena de ruidos, pero ella permanecía en silencio. Avanzó pisando con suavidad la hierba iluminada por la luna, rompiendo con sus pies desnudos las zonas escarchadas. Subió luego por una interminable escalera y accedió a las murallas. Las voces la siguieron.
—Espera.
—¡La Semilla!
—Ferro.
—Déjanos entrar…
Las ignoró. Un hombre enfundado en una armadura escrutaba la noche, mirando hacia la Casa del Creador, cuya silueta se destacaba con un negro más intenso sobre la negrura del cielo. Una cuña de oscuridad clavada en el corazón del Agriont, en cuyo interior no había estrellas, ni nubes iluminadas por la luna, ni el más mínimo atisbo de luz. Ferro se preguntó si Tolomei no seguiría merodeando entre las sombras, arañando sus puertas. Arañando y arañando por toda la eternidad. Ella había desaprovechado su oportunidad de vengarse.
A Ferro no le ocurriría lo mismo.
Caminó silenciosamente por el adarve y rodeó al guarda, que se ciñó un poco más la capa sobre los hombros cuando pasó a su lado. Luego se subió al parapeto, saltó y sintió la exhalación del viento que rozaba su piel. Salvó el foso, arrancando crujidos a la capa de hielo que cubría el agua que tenía bajo sus pies. El suelo adoquinado que se extendía un poco más allá corría a su encuentro. Se subió a él de un salto y rodó y rodó en dirección a los edificios. Se había desgarrado las ropas en la caída, pero no tenía ni una sola marca en la piel. Ni una gota de sangre siquiera.
—No, Ferro.
—¡Vuelve y encuentra la Semilla!
—Está muy cerca de él.
—Bayaz la tiene.
Bayaz. Tal vez cuando hubiera acabado en el Sur regresaría. Cuando hubiera sepultado al gran Uthman-ul-Dosht en las ruinas de su propio palacio. Cuando hubiera enviado a Khalul, a sus Devoradores y a sus sacerdotes al infierno. Quizá entonces regresaría y le daría al Primero de los Magos la lección que se merecía. La lección que Tolomei había querido darle. Pero, fuera o no un mentiroso, lo cierto es que al final había cumplido la palabra que le había dado. Le había proporcionado un medio para su venganza.
Y ahora iba a cobrársela.
Ferro se escabulló entre las ruinas de la ciudad, rauda y silenciosa como la brisa nocturna. Rumbo al Sur, rumbo a los muelles. Ya encontraría la forma de llegar. Rumbo al Sur, hacia la otra orilla del mar, donde estaba Gurkhul. Y cuando llegara…
Las voces la susurraban. Millares de voces. Hablaban de las puertas que Euz había cerrado y de los sellos que Euz había puesto en ellas. Le suplicaban que las abriera. Le decían que las rompiera. Le decían cómo tenía que hacerlo y le ordenaban que lo hiciera.
Pero Ferro se limitaba a sonreír. Que hablaran cuanto quisieran.
Ella no tenía amos.