LOS HIJOS DEL DIABLO
Me las arreglé para llevar una vida decente en la cárcel. Cuando Mendoza calmó su furia en algo me ayudó. Ordenó al director del penal que los guardias dejasen entrar mis ahorros secretos; esos que no tenía en el extranjero. No eran muchos, pero sí suficientes para llevar una vida digna en prisión; aunque no para disfrutar como en una mansión.
Pude pagar por protección y una vieja cama para dormir. También por una buena alimentación. Con el tiempo logré comprar el derecho a una celda privada, aunque no disfruté de televisor ni de videojuegos; mucho menos de bacanales y banquetes. No tenía tantos billetes. Había dejado de beber, así que eso no fue un problema. Me dediqué a la lectura y a fortalecer mi viejo cuerpo. Tenía en mente lucir bien.
A un viejo conocido en el patio encontré. Martín «el colibrí» de la Rosa fue trasladado allí. Decía que sus enemigos querían verlo sangrar y morir. Robaron todo su dinero. Vivía en la cárcel como un limosnero. Yo lo rescaté. Lo llevé a mi cama y le brindé mi protección. El uno cuidaba del otro. Eso debíamos hacer en tan hostil ambiente.
—Oye, Martín —dije una noche en la cual no podía dormir—. ¿Cómo te robaron tu dinero?
—Una revuelta en el patio. Hombres al servicio de Mendoza la iniciaron para entrar en mi alcoba y robarlo todo. En la calle confiscaron mis bienes y estelas. También asesinaron a cada uno de mis testaferros.
—¿Por qué hicieron eso?
—Mendoza quería demostrarme que puede tomar mi vida cuando lo desee.
—¿Estás seguro de que se trata de él?
—Por supuesto. El muy desgraciado me teme.
—Lo conozco bien —dije—. Ese tipo no le teme a nada.
—Un terrible secreto suyo conozco. Y tengo pruebas que lo corroboran. Quiere hacerme sentir miserable, pero no se atreve a extraditarme —dijo—. Sabe que los confederados me harían cantar. Eso terminaría con él.
—¿Y qué es eso tan terrible que sabes?
—Tal vez te lo cuente en otra ocasión. —Martín era un hombre muy prudente.
—¿Y por qué decidió atacarte? —Tuve curiosidad.
—Amenacé con decir todo cuanto sé… Y será mejor que no preguntes más.
Preferí guardar silencio. Había de ser un tema muy delicado si es que Mendoza estaba implicado. Sería mejor no enterarme de lo que no me importaba; así viviría más.
—Oye, Martín. —Esa noche no quería dormir—. ¿Hace cuánto pudiste disfrutar de tu última mujer?
—Un año… creo que más. No sabes como las extraño.
—¿Y qué haces para satisfacer tus? —Fingí vergüenza—. Ya sabes…
—¿Qué más podría hacer un hombre en nuestra situación? —dijo sonriendo—. ¡Tocarme a mí mismo!
—Tendré que hacerlo también —dije.
En realidad lo tanteaba. Muchos reclusos, al no poder disfrutar de una buena hembra, recurren al homosexualismo. A pesar de su condición de preso pobre, Martín de la Rosa todavía era un hombre atractivo que se mantenía en perfecta forma física. ¡Lo deseaba! Para mi sorpresa, fue él quien llevó la iniciativa:
—Hay otras maneras —dijo—, pero tal vez no sean de tu agrado…
—¿Cómo cuáles? —pregunté. Le sonreí con coquetería.
—Como estas…
El colibrí no era un idiota. Sabía que me le insinuaba. Se abalanzó sobre mí para seducirme. Se lo permití. Solo puedo decir que lo disfruté. Un hombre maduro sabe más cosas que un simple muchacho ignorante. Desde ese momento, Martín y yo nos hicimos amantes.
—Doctor Malquisto, gusto en verle. —Saludó el hombre.
—El gusto es mío, caballero.
Uno de tantos días, normales y aburridos, como todos en prisión, tuve una visita especial. Alias «Jonás», amigo del presidente, y su enviado especial para negocios turbios y situaciones de difícil manejo, se entrevistó conmigo. Se declaró mi amigo. También dijo estar dispuesto a ayudarme para cambiar mi destino.
—Nuestro amigo mutuo lamenta mucho lo sucedido con usted —exclamó—. ¡Ese maldito periodista ha cruzado la raya!
—¿De verdad lo lamenta? —dije con algo de sarcasmo—. Lo creí muy enfadado conmigo.
—Sí, lo estaba; pero siempre ha tenido su amistad en alta estima. Yo quiero ayudarle, doctor Malquisto; él también.
—Vamos al grano, Jonás —dije—. ¿Qué quiere Mendoza? ¿Por qué desea ayudarme?
—Por simple amistad; por los viejos tiempos —respondió.
—Me cuesta trabajo creerle.
—Soy consiente de ello, pero debe hacerlo —dijo al dedicarme una sonrisa fingida—. Él solo busca honrar tan bonita amistad. Sabe que usted hará lo mismo.
—¿Y cómo yo podría honrarla?
—Declarando que él nada tuvo que ver con el escándalo Vitoria Dos Santos. Si le llaman a juicio, o le interrogan los bastardos del norte, manifestará que todos los involucrados, incluyéndole a usted, actuaron a sus espaldas.
—¿Tanto miedo tiene el presidente? ¡Ha de estar desesperado!
—No es miedo —replicó el sujeto—. Usted sabe que él es un verdadero hombre. Lo que no desea es manchar la buena reputación del gobierno.
—Como diga —contesté con sarcasmo—. Estoy dispuesto a hacer lo que me pide, pero… ¿qué ganaría yo a cambio?
—Le trasladarían al patio RS, en dónde otra vez viviría como un rey. Tampoco debería temer a una posible extradición.
—Nada ganaría con eso —dije—. ¿Qué podría hacer allí sin una estela en el bolsillo?
—Esa es la mejor parte —respondió—. Nuestro amigo logró que una porción de su fortuna le sea devuelta. Con diez millones de estelas viviría bien.
—¡Esa es solo la décima parte de mis ahorros! —repliqué furioso—. ¿Quién demonios tiene el resto? ¿Por qué solo me devolverían eso?
—Más no se pudo rescatar —dijo—. Los confederados retuvieron casi todo su dinero en los paraísos fiscales. Y en el país se le aplicó la extinción de dominio a todos sus bienes. La justicia actuó con diligencia y nuestro amigo nada pudo hacer. Malquisto —Jonás posó su mano en mi hombro. No me agradó. Encontraba grotesco a aquel sujeto—, con diez millones de estelas disponibles, una alcoba dotada con todo lo que necesite, y protección las veinticuatro horas del día en el patio RS, podría usted vivir muy tranquilo; además, existe la posibilidad de que luego de cinco años pueda salir libre. ¿No le parece una buena propuesta?
—La verdad, lo es…
—¿Trato hecho? —Jonás estiró su mano para estrechar la mía.
—Hecho. —Le correspondí el apretón.
—Una cosa más. —dijo antes de irse—. Sabemos de su amistad con el colibrí. Será mejor que no intervenga en lo que está por acontecer. Lo consideraríamos un acto hostil…
—¿Qué le van a hacer?
—Nada que no merezca.
—¡Es mi único amigo aquí! —repliqué.
—No se preocupe; tendrá más —dijo—. Ya lo sabe: no intervenga.
Los preparativos para trasladarme al patio RS iniciaron un par de días más tarde. Martín se percató de ello. Lo reprochó:
—Te traicionarán tal como a mí —dijo cuando descansábamos en la cama.
—¿Quiénes? —Fingí sorpresa.
—Ya sabes quién… Es una rata traicionera. No confíes en él.
—Creo que cumplirá su palabra.
—Por un tiempo —me dijo.
—Conozco muchos secretos suyos.
—También yo —replicó—. Y mírame. No se ha atrevido a tocarme, pero lo hará muy pronto.
—¿Por qué lo dices?
—Un amigo me dio algo de información: ya Mendoza cubrió sus rastros. No necesita de mi silencio.
—¿Crees que intentará matarte?
—No lo creo —respondió—. ¡Estoy seguro! Álvaro —dijo al sentarse—, no tiene sentido llevarme el secreto a la tumba. Te lo contaré: Mendoza no solo es uno de los más grandes narcos y auxiliadores de las mafias de ultraderecha que ha dado este país; fue él quien planeó el atentado en el centro comercial el Español; ese en el cual murieron más de cien personas.
—¡Pero eso fue obra de los terroristas de las ACN! —exclamé—. ¡Fue por ese atentado que el pueblo votó en contra del proceso de paz y eligió a Mendoza presidente!
—Eso es lo que deseábamos que todos creyeran…
—¿Deseábamos? ¿Tuviste algo que ver?
—Yo también participé en la planificación de todo y fui uno de los responsables de fabricar las pruebas falsas en contra de las ACN, así como de conseguir los supuestos testigos que desertaron del grupo terrorista —afirmó—. Eso no fue más que un vil montaje…
—¡Ustedes nos engañaron! —Lo tomé por el cuello—. ¡Por su culpa el pueblo eligió a ese monstruo!
—No engañamos a nadie —respondió—. El pueblo ya había declarado culpable a las ACN desde el momento mismo en el que firmaron la paz. Los juzgaron y condenaron desde el instante en el cual se dio la noticia del atentado en los medios —aseguró. Luego se liberó de mi intento por hacerle algo de daño—. Solo les dimos lo que ansiaban escuchar. ¡Les dimos un motivo para odiar y creer en lo que se morían por creer!
—Malditos —dije—. ¡Engañaron a todo un país!
—No te hagas el inocente, Malquisto —replicó el colibrí—. Tú sabías que clase de hombre es Mendoza y aun así te convertiste en el más acérrimo defensor de su obra. A su lado te convertiste en un hombre rico y poderoso, y corrompiste a muchos otros. Eres tan culpable como nosotros por la degradación de este país.
—Tal vez tengas razón —dije. Le lancé una mirada de desprecio—, pero yo no puse la bomba, ni participé del atentado. —Traté de calmarme; al fin y al cabo eso ya no tenía mucha importancia—. Martín, hay algo que no entiendo: ¿por qué nunca lo confesaste ante la justicia? ¿Por qué no acusaste a Mendoza?
—No quise desafiarlo y morir —respondió—. Además, es mi palabra contra la suya. Y a los ojos del pueblo y la justicia yo soy el bandido.
—¿Y qué hay de tus pruebas? Dijiste que tenías cómo probar lo que afirmas.
—Ya sus hombres las destruyeron. No se cómo, pero las encontraron —respondió—. También asesinaron a los otros testigos. Todo lo que tengo es mi palabra. Estoy solo, Álvaro…
—No te preocupes. —Acaricié su rostro—. Tendrás mucha compañía en el infierno.
—Tú también. —Me dedico una mala mirada, luego una sonrisa—. ¡Allá nos veremos!
—Eso es seguro, Martín.
Al día siguiente, en punto a la hora del almuerzo, tres hombres se abalanzaron sobre el colibrí cuando hacía la fila para reclamar su comida. Lo cosieron a puñaladas. Nadie lo auxilió; nadie lo consoló. Ni aun yo, su amante furtivo. Parecía que nadie lo quería vivo. Se desangró solo, sin una mano amiga. No somos nada en esta vida.
Mendoza cumplió su promesa. Fui trasladado al patio RS e instalado en una alcoba privada; si bien no muy amplia, suficiente. De nuevo tuve televisor, música y videojuegos; tabletas, celulares inteligentes y montones de libros. Comida especial y licor, aunque este último ya no era de mi agrado. Fue como pasar del infierno al cielo. No es que una prisión sea placentera, por más lujosa y bien dotada que esté; pero la estancia obligada en ese lugar era tolerable. Todos en el patio conmigo eran amables.
—Doctor Malquisto, lo buscan —dijo un guardia el día de las visitas. Yo no esperaba a nadie.
—¿Quién? —pregunté. Estaba entre asustado y sorprendido.
—Una mujer. Dice ser su novia.
No podía creerlo. ¿Mariela Zuccardi me visitaba? «No debes atenderla», pensé. Pero lo hice. Era un tonto sin remedio.
—Caballeros —dije a los tres hombres fornidos que cuidaban de mí en todo momento—, será mejor que me acompañen.
No confiaba en Zuccardi. Podría intentar matarme, o facilitar las cosas para que otra persona lo hiciese. Había de tomar precauciones. A la distancia, mientras caminaba hacia la celda del patio dedicada en exclusiva a las visitas para los personajes importantes, distinguí una silueta rubia. Mi visión ya no era la mejor, por lo cual no podía distinguir su rostro con precisión. Al acercarme me di cuenta de que no era quien yo esperaba:
—¿Quién es usted? —pregunté antes de ingresar a la celda. Cinco metros de distancia me parecieron seguros—. No la conozco, ¿qué quiere conmigo?
—Quién soy no es importante, señor Malquisto —respondió la chica—. Y lo que deseo es hablar. Solo eso.
—Debo insistir: ¡dígame quién demonios es usted!
—La amiga de alguien que desea conocerlo en persona; de alguien que se preocupa por su bienestar y el del país.
Sentí miedo. A esa mujer la creí una asesina. Su rostro era juvenil, tierno e inocente, y su figura delgada y delicada. Nadie que pudiera presumir de estar cuerdo la hubiese considerado una amenaza; pero siempre pensé a los mejores asesinos como aquellos que no lo parecen. Decidí tomar precauciones, pero tentar al destino:
—Regístrenla —exigí a los hombres.
—Está limpia, doctor —dijeron luego de cumplir mi orden.
—Bien. Esperen aquí. Vigilen el lugar y no permitan que nadie se acerque.
Los hombres así lo hicieron. Guardaron distancia prudente. Sabían cuánto odiaba que mis conversaciones fuesen escuchadas. Tomé asiento en el catre de la celda.
—Soy todo oídos, señorita…
—Gracias, señor Malquisto. Mi nombre es Sofía Orozco, periodista y asistente del columnista Daniel Caballero. Yo…
—Eso será todo —interrumpí. Me levanté de inmediato para marcharme—. Gracias por su visita.
—Espere, señor Malquisto. No se vaya. —La chica me tomó por el brazo—. Sé que usted odia a mi jefe, pero él tiene cosas muy importantes para decirle. Además, nada de lo que escribió sobre usted lo hizo por animadversión personal; lo hizo por el bien del país.
—¡Ese maldito me destruyó! —grité—. Nada tengo que escuchar de ese periodista extraditable.
—Esas no son palabras suyas… son de Mendoza.
—¡Me importa un bledo! —grité de nuevo—. Buenas tardes.
—¿Y si le dijera que ha sido engañado? —dijo al levantarse del catre, también—. Mendoza lo ha engañado, señor.
Llamó mi atención. No pude abandonar la celda. Quise escuchar las palabras de la joven. Ayudaba también el que fuese una mujer. Si bien mis apetitos sexuales habían cambiado, todavía me gustaban un poco las damas. Y el ver a una chica delicada y de buen aroma, sin importar que no fuese muy bella, era un soplo de aire fresco en medio de tanta rudeza y fealdad masculina. Era como apreciar la belleza de una pequeña flor en el medio de un pantano apestoso.
—Escucho —dije.
—Sabemos que gracias al presidente usted recuperó una pequeña parte de su fortuna —expresó—. También que le dijeron el resto fue incautado por los confederados, ¿no es así?
—En efecto. ¿Cómo lo supieron?
—Un buen periodista nunca revela sus fuentes —respondió—. Pero eso no es importante… lo importante es que le mintieron.
—No comprendo.
—Los confederados nada incautaron. El gobierno nacional logró repatriar su fortuna, pero los dineros no entraron a hacer parte del tesoro de la república. Creemos que los robaron…
—¡¿Quién?! —pregunté furioso.
—No estamos seguros… pensamos que en la dirección de impuestos, con la venia del mismísimo Mendoza. El presidente ahora disfruta de una generosa parte de su dinero.
—Es una buena historia. —Sonreí—. Lástima que resulte imposible de creer.
—Le juro digo la verdad.
—Mendoza jamás me traicionaría —dije al sujetarla por el rostro—. ¡Él es mi amigo!
—Es un político —respondió. Con fuerza retiró mi mano de su cara—. ¿Usted nunca ha traicionado a un amigo?
Me quedé sin palabras. La chica tenía un buen punto. Algunos de mis amigos traicioné y se convirtieron en difuntos. Nada pude refutar.
—Sabemos que compartió celda con Martín de la Rosa —continuó—. ¿No le dijo él que Mendoza no era de fiar?
Otra vez en silencio. Esa chica parecía bruja.
—Su silencio y expresión gritan que yo tengo razón, señor Malquisto —dijo—. También me dicen que usted conoce el terrible secreto del presidente.
—Nada sé —dije enojado—. Será mejor que se marche en este instante.
—Eso haré. Pero antes debo darle el mensaje de mi jefe: Daniel tiene amigos poderosos e influyentes que desean librar a este país de la tiranía del presidente. Ellos podrían arreglarle un sometimiento a la justicia confederada. —La chica hablaba con un tono de voz poco prudente. Era toda una fiera. Me agradó—. Si dice a los confederados todo lo que sabe sobre Mendoza, usted sería un hombre libre.
—Un hombre pobre —contesté—. O peor todavía: ¡un hombre muerto!
—Protegerán su vida y le darán una nueva identidad. No le niego que ya no será un político poderoso y millonario, pero los confederados le proporcionarán un trabajo para que tenga de qué vivir. Usted decide…
—Venga en dos semanas —le dije antes de que marchase—. Lo pensaré. Visíteme de nuevo y le comunicaré mi decisión. —Me acerqué a ella. Quise oler su delicioso y delicado aroma femenino. No se sabe cuánto se extraña a una mujer hasta no pasar mucho tiempo alejado de ellas. Su perfume olor a rosas llevó mi mente a campos rojos bajo un brillante cielo azul—. Además —le guiñé el ojo—, podríamos conocernos mejor.
—¡En sus sueños! —respondió—. Pero aquí estaré en dos semanas para escuchar que tomó la decisión correcta. Tengo curiosidad —dijo cuando salía de la celda—. ¿Por qué coquetea conmigo? ¿Le gustan las mujeres? Tenía entendido que…
—¡No es cierto! —Me sentí ofendido. También obligado a negar mis preferencias—. Soy todo un macho, señorita. ¡Desnúdese y se lo demostraré!
—¡Ja! Ya quisiera usted.
Pedro Mirté Serna Tièri, el francés, compartía celda conmigo. La justicia estableció que fue mi cómplice en todos los delitos que cometí, por lo cual lo enviaron también a prisión. Me las arreglé para que lo trasladasen al patio RS y disfrutase de mi nueva condición. Su compañía para mí era toda una bendición.
—Le mienten, doctor Malquisto —dijo. Ambos descansábamos en el piso de mi alcoba—. Caballero odia al presidente Mendoza. Hará lo que sea para que su gobierno resulte imposible.
—Tal vez —contesté—, pero no encuentro razones para que mientan con algo como eso. ¡Ese infeliz me robó y engañó!
—Es una falacia. Mendoza es un tipo duro, maquiavélico y malhumorado; pero leal a sus amigos. Estoy seguro es de confianza.
—¿Y qué piensas de lo que me dijo el colibrí la noche antes de morir? —le pregunté—. Si el presidente se atrevió a semejante cosa con tal de ganar el poder, no quiero ni imaginar de lo que sería capaz de hacer para proteger su pellejo. ¡Ya no confío en él!
—Entiéndalo, doctor Malquisto. —Pedro me tomó por el hombro—. Era necesario. El ex presidente López había entregado nuestro país a las ACN. ¡Eso no podía permitirse! —gruñó—. El sacrificio de esas cien víctimas fue necesario para salvar a esta gran nación de las garras del nuevo socialismo, y de los malditos y grasientos gobiernos extranjeros. —Los ojos de Pedro brillaron al hablar del país. Era un xenófobo y malvado homofóbico, pero todo un patriota—. Fue un acto terrible, pero necesario para garantizar un país para nuestros hijos. En ocasiones, el fin justifica los medios… Usted lo sabe mejor que nadie.
—¿De verdad crees en esa patraña? No te culpo, yo una vez pensé igual —dije—. López nunca pretendió entregar este país a los terroristas. Solo quiso la paz; esa por la cual ahora millones claman. Eso del nuevo socialismo solo fue una sarta de mentiras creadas para que el miedo nublara el juicio de los ignorantes. —Estaba muy cansado y tenía frío. Subí a mi cama y cubrí mi cuerpo con una frazada—. Eso es todo; ni más, ni menos.
—Perdóneme, doctor; pero es usted un ingenuo. López era un simple traidor. Llegó a la presidencia del país cabalgando sobre la popularidad del ex presidente Gómez —afirmó—. Se hizo elegir bajo sus banderas, pero tan pronto pudo le propinó una puñalada trapera. —Pedro encendió un cigarrillo. Adquirió ese horrible hábito en la cárcel. Creo que lo hacía para liberar algo de tensión—. López siempre fue un socialista disfrazado cuya única misión era entregar este país al comunismo descarado. Y de no ser por Mendoza, lo habría logrado. Nuestro presidente es un salvador… ¡es nuestro segundo libertador!
—Más bien un traidor —dije—. Traicionó la confianza del pueblo. Asesinó a cientos de inocentes y ahora es un simple mafioso que se aferra al poder con desesperación. Si cae, le haríamos un gran favor a la nación.
—Usted no lo haría…
—Pues me veo tentado.
—Doctor, no deje que llenen su cabeza con mentiras —me dijo Pedro—. Usted está molesto con el presidente, eso es todo. No haga nada de lo cual podría arrepentirse.
—No lo hago solo por mí. —Cierto era—. Lo hago también por este país y por su gente. Merecemos mejor suerte; merecemos paz. ¡Queremos paz!
—Cierto es, no lo discuto —dijo—. Pero la paz debe ser integral —replicó—. ¡Paz con impunidad no es paz verdadera!
Miré directo a los ojos de mi amigo Pedro: pequeños, color café; adornados con ojeras y arrugas. No resaltaban en nada con su piel morena. Eran tan comunes… Por mucho tiempo pensé como él; pero algo había cambiado en mí. Ya no era el mismo. Estaba harto de la política.
—No hablemos más de eso, ¿te parece? —le dije—. No quiero hablar más de la política. Que se joda Mendoza, que se joda Caballero, que se joda Zuccardi; que se joda la guerra, que se joda la paz… ¡Que se joda todo el mundo!
—Sabe, doctor —Pedro encendió otro cigarrillo—, usted cambió mucho al conocer a ese joven. No solo cambiaron sus preferencias sexuales; algo de usted murió en su relación con él.
—Creo que tienes razón. Me di cuenta de los fugaces que son la vida, el poder y el dinero. La vida se nos va en un abrir y cerrar de ojos —le contesté—. Creo que las estrellas, fijas, brillantes e imperecederas en el cielo, se burlan de nosotros por lo efímeras y ridículas que son nuestras existencias. Esta vida mortal es como una pequeña vela encendida en medio de la oscuridad: arde con fuerza, pero se extingue con rapidez. Y mi luz no ha sido tal. —Le pedí a Pedro un cigarrillo. No acostumbraba a fumar, pero se me antojó en aquel momento—. Todo en mí ha sido oscuridad. Por dinero y poder luché… ¡ja! Y lo logré. Pero a consta de qué. —Encendí mi pequeño pedazo de muerte. Sus dañinas sustancias me dieron tranquilidad—. Perdí a mi familia y me perdí a mí mismo. Entré a los oscuros laberintos del deseo y la decadencia, y más nunca pude salir. Ahora soy un viejo lleno de dolor y remordimientos. El dinero por el que tanto sacrifiqué lo disfruta otro, y el poder que ejercí ahora me resulta risible. —En esa ocasión las cenizas en mi boca tuvieron sabor a gloria—. Tarde comprendí que fue un error el abandonar todo aquello en lo cual creía para perseguir a negras mariposas. Quise ser rico y poderoso, ahora solo soy un viejo melindroso. Y sí, amigo Pedro, algo murió en mí; algo se fue con Ricardo —le dije—. Con él se fueron mis deseos de poder y fortuna. Con él se marcharon mi cariño y alegría. Vivo porque temo a la muerte; pero muero por no seguir con vida.
—Muchos darían lo que fuera por vivir lo que usted…
—Nadie en su juicio quisiera ser como yo —interrumpí—. ¿Para qué ser un ladrón, corrupto, mentiroso y asesino? —pregunté—. ¿Por un puñado de estelas? ¿Por un montón de papeles cuyo valor es simbólico? ¿Quién quiere ver a su esposa con otra mujer partir, o a su hijo con el cráneo aplastado morir? —Arrebaté a Pedro otro cigarrillo—. ¿Quién querría meterle la verga a un sinnúmero de mujeres para luego desear como loco metérsela a un pobre muchacho?
—Su fortuna, su poder… ¡Muchos robarían y matarían por disfrutarlos!
—Lo sé —dije—. Yo lo hice muchas veces.
—Entonces… ¿lo hará? —preguntó Pedro—. ¿Se reunirá con Caballero?
—No lo sé, amigo; no lo sé…
Pasaron las dos semanas. Llegó el domingo. Sofía Orozco acudió a verme, tal cual lo prometido. Llegó al medio día luciendo un bonito vestido. Era azul, tal como el color de la montura de sus lentes.
—Pensé que no vendría —le dije.
—Lo prometí, señor Malquisto. No tenemos mucho tiempo: lo vigilan. Dígame por favor qué decidió.
—¿Qué pruebas tiene para mostrar? —pregunté—. ¿Cómo podrían comprobarme que lo dicho acerca de Mendoza y mi dinero es cierto?
—Me decepciona —dijo la chica al sonreír—. Pensé que esa pregunta me la haría en nuestra primera entrevista.
—Déjese de rodeos —reclamé—. ¿Qué pruebas tienen?
—Mi jefe se las revelará cuando se vean. Le repito: nos vigilan. ¿Qué ha decidido?
Guardé silencio. En parte pensaba, en parte trataba de ver por entre el escote del vestido. La chica no era voluptuosa; podría decirse que era una fémina plana y apenas con encantos. Pero mi atención llamaba. Muchos meses habían pasado desde el último momento en que vi las bellas tetas de una mujer.
—Lo haré. Concerte la cita.
—Bien. Vendré a verlo en dos semanas.
—Espere —le dije antes de que abandonase la celda de visitas—. Me gustaría conocerla mejor. ¿Es casada? ¿Tiene novio?
—Ni lo uno ni lo otro —respondió de mala gana—. Y si desea seducirme, déjeme decirle que pierde su tiempo.
—Niña, te encuentro bella. —Toqué su trasero casi plano. No pude evitarlo.
—¡Respete, maldito! —Una fuerte cachetada me propinó. Casi lo sentí como el golpe de un hombre—. Que tenga buena tarde, infeliz.
—Ja, ja, ja. —Reí mientras acariciaba mi rostro con la esperanza de que el dolor se fuese—. Nos vemos luego, preciosa.
La chica se marchó. Nuestra reunión no duró más de cinco minutos. Fueron cinco gloriosos minutos en los cuales percibí de nuevo ese delicioso aroma a rosas de campo. Era extraño, pero esa joven desabrida mi atención e interés había reclamado. Era una mujer, pero tenía cierto aire de bravura, de rebeldía… de hombría. Reí. Ya no estaba seguro de mis preferencias. Parecía que perdía la conciencia.
Sofía tenía razón. Nos vigilaban. Los espías de Mendoza sus ojos de encima no me quitaban. Y tal parece informaron a su jefe que alguien me visitaba. Me devolvieron al infierno. Y me quitaron mi dinero. Ni siquiera pude alquilar una buena celda en el averno. Me vi forzado a dormir en los pisos del corredor como un animal; como un cerdo. Lo hacía entre muchos otros reos. Solo podía ir al sanitario dos veces al día, pues dinero para pagar a los caciques del patio no tenía. El papel sanitario, áspero y delgado, parecía hecho de alambres. Poco y mal comía. Estaba obligado a soportar hambres.
Pero nadie se metía conmigo. En el patio no me golpeaban. Mis tres hombres rudos todavía me cuidaban. Eso mis vigilantes no me quitaron. Parecían decir que podía redimirme; que podía hacer las paces con los siniestros. Eso deseaban, en efecto:
—Doctor Malquisto, duele verle en estas condiciones —dijo Jonás, el enviado de Mendoza—. ¡Esto es un atropello! Tratar así a un hombre de su dignidad…
—Dejémonos de payasadas, Jonás —repliqué—. ¡Ustedes lo hicieron!
—No es el deseo de nuestro amigo, se lo aseguro. Es solo que muchos poderosos están inquietos por las visitas que recibe.
—¿Cómo lo saben?
—Doctor, por favor… no somos idiotas; no nos subestime.
—Estoy cansado de esta situación. Deseo reafirmar el trato. Prometo no recibir visitas indeseables de nuevo.
—¿Tenemos su palabra?
—Por supuesto —le contesté—. No me arriesgaré a perder la vida por tonterías.
—Haré los arreglos. Mientras tanto, tome. —Jonás me entregó una bolsa—. Aquí tiene una muy pequeña parte de lo incautado por los guardianes del patio RS. Tendrá el resto una vez sea trasladado de nuevo. Con esto será suficiente para que alquile una buena celda y coma bien por un par de semanas, mientras yo coordino todo.
—Gracias —le dije.
—No me agradezca. —Jonás me dio dos suaves golpes en la espalda—. Agradezca a nuestro amigo. Su aprecio por usted le motiva a ser indulgente.
En contra de todo instinto de supervivencia y auto conservación, así como de los insistentes consejos de mi amigo Pedro Mirté, recibí el domingo siguiente al periodista Daniel Caballero; mi némesis, mi enemigo mortal. Era mucho menos impresionante en persona de lo que yo creía: delgado, moreno, cabello blanqueado por los años; grandes anteojos redondos y cara de tonto. Vestía traje y corbata de color negro; muy sencillo para mi gusto. Al tipo le faltaba clase:
—Doctor Malquisto, mucho gusto —dijo al entrar en la celda para visitantes.
—No puedo decir lo mismo, señor Caballero.
—¿Me odia, no es así?
—Tanto como usted a mí. ¡Incluso deseo romperle la maldita cara en este instante! —contesté. Mis puños con fuerza apreté. Pero me contuve. No quería expresar mi odio; deseaba charlar sin apasionamientos—. Caballero —le dije—, ¿puedo preguntarle algo?
—Adelante.
—¿Por qué me odia? —Lo miré a los ojos; o a lo que de ellos se podía apreciar a través de los gruesos lentes—. ¿Por qué hizo de mi vida un infierno?
—No lo odio, doctor Malquisto; tampoco quería arruinarlo. Soy un simple periodista —afirmó—. Y los periodistas estamos comprometidos con la verdad. Es mi obligación informar al pueblo, así como revelar los excesos del poder. Eso es todo.
—Muchos periodistas no hacen eso. Muchos son buenos amigos del poder político.
—Esos no son periodistas —replicó—. Solo son mercenarios de la pluma.
—No pretenda ser un superior moral todo sapiente —le dije—. Usted está lejos de ser perfecto. Conozco algunos pecadillos suyos…
—¿Quién dijo que soy perfecto? —preguntó muy serio—. Soy un ser humano cuya única ambición es luchar por la verdad. Cometo errores, pero trato de actuar con pulcritud.
—¿Cómo logró que le permitiesen ingresar? —Cambié el tema—. Tengo entendido que Mendoza me vigila y ha prohibido las visitas para mí.
—Sofía debió decírselo —respondió—. Tengo amigos poderosos e influyentes.
—Hablando de ella —dije. La verdad, deseaba como loco verla—, ¿en dónde está? ¿Por qué no vino?
—Si algo llegara a sucederme, ella continuará con la investigación. No podemos arriesgarnos al tiempo.
Guardé silencio. En parte por la desilusión que me produjo el saber que la chica salvaje del aroma a rosas no me visitaría, en parte porque no tenía nada más que preguntar.
—Traje algo que le gustará —dijo Caballero—. Los guardias fueron amables y me permitieron ingresarlo.
El periodista puso sobre el catre de la celda una botella deChablis Grand Cru Les Clos 2014, en mi concepto el mejor vino blanco del mundo entero. También dos copas de cristal.
—¿Cómo lo supo? —pregunté emocionado.
—Sé muchas cosas sobre usted.
—Eso no lo dudo. Tantas, que me destruyó sin piedad.
—Ya se lo dije: lo hice por la verdad.
—Bueno, señor Caballero —dije al servir el vino. Luego le di una copa e hice un ademán para brindar—. ¡Salud a la verdad!
—Hablando de eso —exclamó el periodista luego de beber un poco—, quisiera saber si está dispuesto a revelar al pueblo todo lo que sabe; a develar que clase de monstruo tenemos por presidente.
—Mire, señor —dije. Me acerqué para hablarle al oído—. Creo en usted, pero no confío en que pueda ayudarme. El solo hecho de recibirlo me costará la vida, estoy seguro. ¿Cómo garantizará que no me maten aquí?
—Dígame lo que sabe y le prometo que los confederados le ordenarán a Mendoza su traslado inmediato al país del norte. Allí será puesto bajo protección y le brindarán la posibilidad de hacer un trato: su libertad y un trabajo decente por la verdad.
—No —le contesté—. No funciona así. Yo le cuento todo lo que sé y usted me deja aquí tirado, a mi suerte. ¡Muy conveniente!
Caballero guardó silencio para pensar. Sirvió dos copas más de aquel exquisito vino blanco, y dijo:
—Saldré de aquí y de inmediato haré los contactos con el gobierno confederado. No tomará más de un día. Me arriesgaré por usted —dijo—. Una vez en el norte, habrá de contarlo todo.
—¿Y si lo que tengo para decir no es importante?
—No diga eso. —El periodista sonrió—. Usted sabe todo acerca de la influencia y ascendente de Mendoza sobre los mafiosos de ultraderecha; también sobre sus negocios con el narcotráfico. Estoy seguro tiene pruebas. —Le dirigí una sonrisa cómplice—. También sabe toda la verdad del escándalo Vitoria Dos Santos. Y lo más importante: compartió celda con Martín de la Rosa. Estoy seguro conoce la historia del atentado en el centro comercial.
—¡No importa que la conozca! —exclamé—. Martín me dijo que todas las pruebas fueron destruidas y los otros testigos asesinados.
—No todas… no todos.
—Bueno, haga lo que deba hacer, señor Caballero —dije luego de beber una copa más—. Y espero que no le tome mucho tiempo. Poco podría quedarme.
—Haré todo lo que esté a mi alcance.
—Ojalá y sea suficiente —le dije. Estreché su mano—. Sabe, Caballero; no es tan desagradable en persona.
—Usted tampoco. —Sonrió—. Cuídese.
Anhelaba que Caballero me rescatase de tal infierno. Estaba seguro de que mi muerte sería cuestión de tiempo. La noche luego de su visita no pude dormir. Esperaba a que los gorilas pronto acudieran a mí. Cualquier ruido me asustaba hasta la médula; cualquier susurro me ponía en alerta. Fue la noche más larga de mi vida. Y al amanecer fantaseé con los confederados acudiendo en mi rescate. Era un pobre soñador y un ignorante.
—Mala decisión, doctor Malquisto —me dijo Pedro Mirté tan pronto salimos al patio.
—Es obvio. Yo la tomé. Toda mi vida he tomado pésimas decisiones.
—Pero esta fue por lejos la peor…
Pensé me matarían en la fila para el desayuno, o tal vez en el almuerzo. Pero no. Nada sucedía. Tuve la esperanza de que Mendoza no procedería y Caballero a salvarme alcanzaría. El sol casi se había puesto y la noche empezaba a caer. Nadie acudió en mi ayuda.
Esa noche fue más oscura y siniestra de lo normal. Nunca pude ver las estrellas o la luna desde la cárcel, pero siempre hubo una luz. No esa noche. No se escucharon los habituales susurros e insultos de otros presos, ni los gritos histéricos de los guardias; tampoco los insectos zumbando de celda en celda. Era un silencio denso, mágico… tenebroso.
—Sabe, doctor Malquisto —dijo Pedro. Ambos descansábamos en la pequeña, fría y sucia celda que había logrado alquilar—, ha sido un placer disfrutar de este viaje con usted. Aprendí mucho.
—Sí, yo también. Haz sido un buen amigo y compañero.
—¿Sabe cuál es la conclusión que saqué al acompañarlo durante todos estos años? —preguntó.
—¿Cuál?
—Que la política es una mierda… Usted le dedicó media vida al servicio público, y ahora mírese: vive casi como un pordiosero en una cárcel sucia y llena de alimañas; pasa hambres y tiene la negra marca de la muerte encima. —afirmó—. Toda esa gente a la que ayudó con dinero, medicinas o empleos... Ahora lo juzgan. Le dicen corrupto y lo maldicen, cuando antes hacían fila para adularlo y bendecirlo. Se burlan de usted, cuando antes lo admiraban y temían. Esto es una mierda. ¡No es justo!
—Ja, ja, ja. —Sonreí—. No solo la política, estimado amigo. El dinero es una mierda, el poder es una mierda. ¡Los hombres somos una mierda! Y el amor también.
—En eso discrepo —Pedro dijo—. El amor es lo único bello en esta vida miserable.
—Pedro… Pedro, mi iluso amigo —Suspiré—. Amé a Natalia; amé a Ricardo. Y mira como me pagaron. —No lo creí posible: una lágrima solitaria rodó por mi mejilla—. Amé a mi hijo, pero tuve que llorar su partida. ¿Y cuánto amor y cariño no compré? El amor es una mierda porque te hace sufrir; el amor es una mierda porque se puede comprar.
—Después de tantos años —mi amigo se veía molesto—, ¿es lo único que tiene para decir?
—Sí, eso es todo. Nada más aprendí.
—No es posible. —Pedro insistió—. ¿Toda una maldita vida y solo tal tontería aprendió?
—¿Por qué había de aprender algo más? Ya te lo dije: los hombres somos una mierda. —contesté—. Y el excremento no piensa…
Se escuchó la sirena del patio. Todos los presos se encerraron en sus celdas, y quienes no tenían una, buscaron refugio en la oscuridad. Esa maldita cárcel era un lugar hacinado hasta los tuétanos, pero en un abrir y cerrar de ojos nadie parecía habitarla; ni aun pulgas y cucarachas, nuestras más fieles compañeras.
—Ahí vienen —dije a Pedro.
Los guardias cerraron las rejas del pasillo y el patio, y se marcharon. Nadie podía entrar o salir. Tres hombres rudos, los mismos que antes de mí cuidaban, se dirigieron directo hacia nosotros. Dos de ellos tenían en sus manos cuchillos grandes y brillantes.
—Mi amigo —hablé de nuevo—, ¡llegó la hora!
Me puse en pie. Deseaba morir como un hombre. Ni tomé la molestia de intentar encerrarme en la celda.
—En mi pueblo, doctor Malquisto —Pedro cortó el silencio—, los vecinos en los barrios se reúnen el último día del año para matar un cerdo; también para comer y bailar. Así despiden el ciclo anual que se cierra. El cerdo es la estrella del cambio de año viejo a nuevo —dijo, muy tranquilo, mi leal consejero—. Cuando llega la hora de sacrificarlo decimos al unísono: «a todo marrano le llega su treinta y uno». —Me sonrió. Creo que deseaba darme tranquilidad—. Llegó nuestro treinta y uno, doctor.
—Así parece, mi amigo —le dije al poner mi brazo, resignado ante la muerte, sobre su hombro—. Bueno, Pedro Mirté, es tiempo de reunirnos con nuestro padre. Espero subir al cielo lo más rápido posible.
—Ja, ja, ja. —Otra sonrisa se dibujó en su rostro—. No, doctor. Los políticos no subimos para reunirnos con nuestro padre. Bajamos para volver a él. ¡Somos los hijos del diablo!
—Tienes razón.
—Doctor, fue un placer. —Estrechó mi mano—. ¡Nos veremos allá abajo!
Confronté, soberbio y orgulloso, a la muerte. La verdad, ya no deseaba vivir. Solo lamenté el que Mendoza se hubiese salido con la suya. El tirano nunca perdió una lucha. Esa es la desgracia de mi pueblo. Mucha sangre les costará, mis apreciados conciudadanos, deshacerse de él. Lamento el haberle ayudado a conquistar sus corazones con mentiras y fraudes en las elecciones. Me disculpo ante ustedes. Yo también fui su verdugo, mis hermanos. Y no esperen a que el dictador entregue pacíficamente el poder. No apelen a su corazón, ni a su decencia. Los tiranos no tienen conciencia.
—Mimí le envía saludos —me dijo al oído uno de los asesinos. Había llegado mi hora.
El mismo sujeto me arrojó con violencia contra la pared. Luego me sostuvo por los hombros. Los otros dos sus cuchillos me enseñaron. Al instante los clavaron. La primera puñalada, en el estómago, dolió mucho; la segunda, en el costado, no tanto. Las otras casi nada. En realidad es algo dulce morir. De mi boca desaparecieron amargura y sed; fueron reemplazadas por el aroma del café. Los vi sacar sus cuchillos teñidos de mi rojo, y clavarlos una y otra vez. Nada pude sentir. Todas las sensaciones se fueron. Y en los cielos figuras aparecieron. Sonreí. Allí mismo lo vi: el unicornio de los seis colores; ese con el que tantas veces soñé. Caballero no pudo salvarme. Por eso el unicornio acudió a rescatarme. De un solo golpe de su cuerno enorme a mis verdugos lanzó al piso. Y monté en él. De los asesinos escapé. Del cuerno, largo, robusto y poderoso, me sostuve. Sentí el pelaje de mi salvador. Era fuerte, pero delicado y suave. Y olía a rosas: el mismo agradable aroma de aquella chica que parecía tan salvaje. Nos elevamos hacia el cielo, en forma lenta pero sin pausa, y desde las alturas lancé a mis verdugos lo que merecían: ¡un gran beso!