ASPIRANTE A TITIRITERO

 

—Alcalde, nos van a tumbar el negocio…

—No creo —contesté—. Roberto ha demostrado ser leal y obediente. Es un buen amigo suyo y mío.

—La ambición no entiende de amistad, obediencia y lealtad. Y el dinero no entiende de sentimientos. Un perro hambriento morderá la mano de su amo sin vacilar… sin remordimientos.

Hugo tenía razón. Cuando hay dinero de por medio la amistad y la lealtad son poco más que ridículas ideas románticas.

Nombré a Roberto «el búho» Bedoya como mi asesor jurídico de confianza. El hombre era buen abogado y sabía de contratación pública como pocos. Por algo salió tan bien librado ante los entes de control tras su paso por la alcaldía de San Mártir. Su experticia, y la gratitud que tenía hacia él por darme la oportunidad en la secretaría de gobierno de la ciudad, me motivaron a nombrarlo. Eso, y la presión del senador Barreras. Pero, la verdad, nunca pude olvidar el maltrato que me dio mientras trabajé para él en la capital.

Barreras quería a alguien de su entera confianza en mi gabinete. Así se aseguraría de que yo cumpliese mis compromisos con él y con triple J. Pero nadie contaba con que el búho tenía agenda propia. En su paso por la alcaldía de San Mártir aprendió todos los trucos posibles para hacerse rico a costas del tesoro público. Y su amor por las estelas creció en forma exponencial hacia el final de su mandato. Vivía por y para el dinero.

—Ese malnacido del búho quiere amarrar la licitación del acueducto; desea que la comisión del contratista sea solo para él —continuó Hugo—. ¡Alcalde, no podemos permitirlo!

—Tiene razón, senador —dije al levantarme de mi asiento—. Pediré que la oficina de contratación traslade el proceso a la alcaldía. Yo mismo redactaré lo pliegos de condiciones.

Así lo hice. Esa misma tarde yo, en persona y a pesar de mis múltiples ocupaciones como alcalde, acomodé los pliegos de condiciones de la licitación para que el amigo de Barreras y triple J resultase elegido como constructor del acueducto. Ese proyecto sería uno de lo más grandes en la historia de Sahurí. No permitiría que lo ejecutase algún corrupto.

Más de un año había transcurrido y todavía me sentía mal conmigo mismo. Nunca debí aceptar esa comisión en San Mártir. Mi deseo fue que no sucediese de nuevo. Pero sí el honrar mis compromisos con el senador y triple J. Deseaba hacerlo rápido y gobernar tranquilo. Los problemas de mi pueblo eran variados y graves. No podía dedicar mi tiempo a pensar en contratos y sobornos. Esas cosas me importaban un comino.

—¡Malquisto! —dijo el búho muy exaltado al entrar en la alcaldía sin siquiera anunciarse con mi secretaria—. ¿Por qué no me dijo que usted mismo se encargaría de los pliegos de condiciones del acueducto? Pasé toda la noche en vela con ese trabajo y usted ni siquiera se tomó la molestia de avisarme. ¡Es una falta de respeto!

—Roberto, cálmate —le dije—. Mira, sucedió que…

—¡No me diga nada! —El rostro del búho adquirió su característica tonalidad roja al enfadarse—. ¡No me trate como a un idiota!

—¡¡Ya estuvo bien, maldita sea!! —Di un golpe al escritorio. Uno tan fuerte, que lastimé mi mano—. No sé si lo ha notado, Roberto; pero esto no es San Mártir… ¡es San Juan de Sahurí! Y usted no es el alcalde. ¡Lo soy yo!

El búho guardó silencio. El color en su rostro, y sus puños cerrados, indicaban que su furia era mucha. Me importó un bledo, para ser honesto. El sujeto me trataba con desprecio y creía poder ejercer presión sobre mí. En ese momento lo entendí: era preciso el sacarlo de mi vida.

—Alcalde, discúlpeme —dijo—. Le ruego no se ofenda por mis palabras. Lo lamento.

—Usted todavía cree ser mi jefe, Bedoya —contesté—. No estoy dispuesto a soportarlo más… Le agradezco mucho todo lo que hizo por mí; también los buenos servicios prestados. Pase mañana por su liquidación en recursos humanos.

—¿Qué? —El búho no podía creer lo que escuchaba.

—Su ciclo aquí terminó. Gracias por todo.

He de reconocer que disfruté mucho el despedir a mi antiguo jefe. Si bien guardaba gratitud hacia él, y lo respetaba, nunca pude olvidar la forma en que me trató cuando me negué a firmar el permiso al senador Barreras. Siempre deseé vengarme por eso.

El sujeto, con su mano izquierda, retiró los anteojos de su rostro. La mano temblaba. Con la otra haló fieramente el poco cabello que aún cubría su cabeza colorada.

—Maldito —dijo—. Después de todo lo que he hecho por usted… ¡¡Cómo se atreve a despedirme!!

—Yo no soy ningún maldito. Modere su lenguaje. —Lo confronté. Me paré justo frente a él. Aproveché mi mayor estatura para intimidarlo un poco.

—¡No modero una mierda! —Bedoya se veía tan enojado, que su rostro, obeso y rojo, daba la impresión de ser una olla a presión a punto de explotar—. Esto lo sabrá ahora mismo el senador. —Sacó su teléfono del bolsillo para hacer una llamada.

—Ni se moleste. Hugo está de acuerdo.

—Ya veo… El poder se les ha subido a la cabeza. Recuerde mis palabras, Malquisto: su tiempo en la cima será efímero. Y dígale esto a ese cobarde de Barreras: son muchos oscuros secretos suyos los que conozco…

El búho, todavía iracundo, salió de mi oficina. Yo reí a carcajadas; eso lo enfureció más. Reía, pues la verdad disfruté mucho su rabieta. No pensé que aquella situación pudiese resultar tan entretenida.

 

—Ummm… con que eso dijo. Pues algo tendrá que hacerse al respecto. —Nunca vi al senador Barreras tan serio.

—¿Qué harás, Hugo? —le pregunté.

Tan pronto el búho salió de mi despacho visité al senador en fuentes claras, su hermosa hacienda. Bebimos un par de cervezas bien heladas. El sol de Sahurí siempre es inclemente.

—Lo que sea necesario, mi estimado amigo —respondió luego de tomar un sorbo de su bebida—. No quiero que ese idiota ande por ahí con no sé qué tontas ideas en la cabeza.

—¿Y qué es lo necesario? —insistí.

—No estimo conveniente el tomar decisiones en este momento, Álvaro, amigo mío. —Hugo se veía fastidiado con mis preguntas—. Lo pensaré mañana.

—Hagas lo que hagas, te pido el favor de que respeten su vida.

—Mi amigo, ¿por quién me tomas? —El senador pareció ofenderse con mis palabras—. Podré ser un libertino amante al dinero, pero te aseguro no soy un asesino.

—Lo sé, lo sé. —Bajé la mirada—. Disculpa mi impertinencia.

—Confía en mí. Nada le sucederá al búho. —Sonrió. Parecía tan tranquilo como siempre—. Sé que es inútil, pero deseo insistir: ¿Por qué no te quedas esta noche? Vienen unas mujeres muy hermosas; tanto, que más parecen reinas de belleza.

—Lo siento. Mi esposa me espera…

—Tú te lo pierdes. —Fue la respuesta de Hugo luego de beber otro sorbo de su cerveza.

Una semana más tarde todos los noticiarios, nacionales incluidos, anunciaban la muerte de Roberto «el búho» Bedoya. Las hipótesis de las autoridades indicaban un asalto. Decían que lo mataron dos tipos altos. No fue herido con arma de fuego. Tampoco con arma blanca. Lo asesinaron a golpes. Le destrozaron el cráneo contra el concreto de un andén en el centro de San Mártir. Terrible muerte.

No me alegré en lo absoluto. Si bien el hombre no me agradaba, sí lo respetaba.

—Hugo, me prometiste respetar la vida del búho. —De nuevo visité fuentes claras.

—No era nuestra intención que todo terminara así. Solo deseábamos asustarlo un poco. Pero ni modo; lo hecho, hecho está. —El senador Barreras no parecía lamentar en lo absoluto la muerte de su pupilo político. No se veía triste, ni arrepentido—. Te aseguro, querido amigo, que ese sujeto planeaba denunciarnos a ti y a mí ante los entes de control por el tema del acueducto. Decía tener pruebas de que tu amañaste los pliego de condiciones a favor de nuestro amigo contratista.

—¡Eso no justifica nada! —dije exaltado—. No era necesario quitarle la vida. ¿No pensaron, al menos por un instante, en la familia del búho? Ahora hay una viuda y dos huérfanos más en el mundo.

—Ja, ja, ja —interrumpió triple J con una carcajada. También estaba de visita en fuentes claras—. Alcalde, dejá el show. Ese pendejo fue quien dejó viuda a su esposa y huérfanos a sus hijos. Eso le pasó por dárselas de bravucón y abrir de más esa boca obesa y maloliente —dijo muy serio—. De haber salido con el rabo entre las patas estaría vivo. Además, no lo queríamos matar; fue un simple accidente. Los muchachos se pasaron de revoluciones con la advertencia; eso fue todo.

—Es cierto, Joaquín tiene razón —Barreras dijo—. Lo sucedido es trágico, pero no fue más que un accidente.

No podía creer lo que escuchaba. Mis dos amigos no se arrepentía por la muerte de Roberto Bedoya. Un pensamiento vino a mí. Traté de acallarlo, pero salió de mi boca sin que yo lo desease:

—Señores, ¿ustedes harían lo mismo conmigo, no es así?

—Álvaro, sé que tú no nos defraudarás —respondió Hugo—. Tú no eres como el búho.

—Esta es una amistad entre machos, alcalde. Y los machos somos leales y de palabra. Yo cuido a mis amigos y no los traiciono —dijo triple J—. Podés confiar en nosotros. Somos amigos. Depende solo de vos que lo seamos por muchos años.

Guardé silencio. Fue un momento incómodo y nadie sabía que más decir. Pero Hugo Barreras se decidió a tocar el tema que cimentaba nuestra amistad:

—Ya estuvo bien de hablar sobre la muerte. —El senador abrió un maletín que cargaba en su regazo—. Pasemos a lo bueno: nuestro amigo contratista nos ha dado el primer desembolso. Álvaro, toma. —Me entregó unos fajos de billetes—. Esta es tu parte.

—Hugo, creí haberte dicho que solo me interesa que tú y Joaquín…

—¡No molestes más con ese tema! —interrumpió—. Somos amigos, y como bien lo dijo triple J, nosotros cuidamos de nuestros compadres.

Sucedió de nuevo. Vi los fajos de billetes y no pude resistirme a su encanto. No podía dejar de olerlos, o de tocarlos. Todavía hoy no puedo describir con palabras lo que siento al ver un buen fajo de billetes. En ese momento quedé como hipnotizado. Sin darme cuenta estiré mi brazo y los tomé. Fue un movimiento mecánico; involuntario.

—No era necesario, pero les agradezco el detalle —dije—. Y en adelante preferiría que no me den más dinero. Recuerden: mi único interés es ayudarles a ustedes.

—Sí, sí; comprendemos. —Triple J parecía fastidiado, pero al recibir la llamada de uno de sus hombres en el anillo de seguridad exterior cambió de semblante—. ¡Llegaron las putas! —exclamó—. ¡Santander! —dijo a su subalterno de confianza—. ¡Destapá las botellas deOld Regal, que hoy la fiesta va estar buena!

No entendía el porqué de la alegría de triple J, si casi todos los días le hacía el amor a una mujer distinta. Hugo Barreras sonrió. También se veía muy alegre. El whisky fue servido en grandes cantidades y la música estridente parecía despertar a todos del letargo en que se encontraban. Un bacanal empezaba.

Cuando llegaron las mujeres algo llamó mi atención: dos niñas de no más de quince años venían con el grupo. Se veían un tanto asustadas y desconcertadas. Triple J en persona las recibió y no se apartó de su lado ni para ir al baño. Parecía haber caído en un embrujo. En todo les daba gusto. Le tomó un poco de tiempo, pero luego de hablarles mucho al oído, y de entregarles a ambas un buen fajo de billetes, las convenció de beber whisky. Las niñas se desinhibieron y disfrutaron de la fiesta.

—¿Por qué está triple J tan contento? ¿Quiénes son esas niñas? —pregunté a Hugo Barreras. Tuve que hablarle al oído, pues el alto volumen de la música no permitía charlar con normalidad.

—Digamos que nuestro amigo Joaquín tiene gustos excéntricos —respondió el senador—. Le fascinan las vírgenes entre los doce y los catorce años. Y esta noche pagó por unménage a tròis con esas dos lindas muñequitas. —Barreras las miraba con morbo. Parecía hacérsele agua la boca.

—No sabía eso. —Nada más pude decir. Me escandalicé con la idea—. Bueno, Hugo, muchas gracias por todo. Despídeme de Joaquín.

—¿No te quedarás? Te perderás la mejor de las fiestas.

—No, lo siento. Prometí a mi hijo estar con él esta noche.

—Ja, ja. Esta bien, mojigato. Nos vemos…

Me despedí y salí raudo de ese lugar. Me resultó asqueroso el comportamiento de triple J. No sabía que era un pedófilo deseoso por pecar. También cuestionaba al senador. Parecía celebrar todo lo que nuestro pervertido amigo hacía. Barreras no era un ejemplo inspirador. Más me valía alejarme de esos dos asesinos y depravados.

Al llegar a casa por poco tengo una pelea con Natalia. Reprochó mi llegada tarde, pero todo se solucionó cuando le entregué un buen fajo de billetes. Su actitud cambió e incluso me permitió disfrutar de los placeres de su cuerpo

Era mi hijo quién me preocupaba. Empezaba a meterse en problemas en el colegio y sus notas bajaron mucho. No lo castigué. Me consideré culpable por la situación. Poco tiempo le dedicaba. El trabajo como alcalde todo mi tiempo y atención demandaba. Esa noche hice lo único que podía para tratar de resarcirme: darle un poco cariño, muchos obsequios y tratar de motivarlo con dinero para que corrigiese el rumbo.

 

—Dime, ¿en qué puedo ayudarte? —dije a Andrés Samper tan pronto ingresó al despacho. También lo saludé de mano.

—Gracias por recibirme, alcalde. Sé que está muy ocupado.

—Un poco, pero siempre hay tiempo para los buenos amigos.

—¿Cómo va todo? —Algo importante tenía para decirme, pero no se atrevía—. ¿Cómo está tu familia?

—Mis asuntos marchan muy bien, amigo. Gracias por preguntar.

Permanecimos en silencio. Yo esperaba, impaciente, por las palabras de Andrés. Múltiples asuntos requerían de mi atención y poco tiempo tenía para perder. Mi amigo, poco inteligente como era, parecía no encontrar las ideas que deseaba expresar. Tuve que hacer conversación parar que se sintiese cómodo:

—¿Y cómo vas en el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Es lo que esperabas?

—Estoy muy agradecido contigo. Sé que te fue difícil ubicarme, pues al no tener estudios era difícil asignarme un buen cargo. No sabes cuánto te lo agradezco, pero…

—¿Pero qué? —Ya veía hacia dónde se dirigía Andrés—. Dime, ¿qué sucede?

—Sabes que he sido uno de tus más fieles ayudantes en la política…

—Lo sé. No tengo duda alguna —contesté.

—Veo cómo a personas que no han trabajado de sol a sol contigo en las campañas se les ha dado más.

—Tienes razón en todo —repliqué—. Tú mismo lo dijiste: no puedo darte un mejor cargo por tu falta de estudios.

—Tal vez podría ayudarte en algo más —insistió.

No dije nada. Si bien mi amigo tenía razón, no podía darle mucho. ¡El tipo a duras penas sabía leer y escribir! Pero su lealtad hacia mí estaba fuera de toda discusión. Algo más debía hacer por él. Y también por el resto de mi equipo político; de quienes siempre estuvieron conmigo en Sahurí.

—Te diré qué, Andrés —rompí el silencio—. Necesito a alguien de mi entera confianza en la oficina de contratación. Sabes que estamos en deuda con Barreras y triple J. Es mi deseo que los mejores contratos sean para quien ellos nos sugieran —le dije mientras servía dos vasos de agua—. Y cuánto más pronto, mejor. Así podremos gobernar tranquilos. Desde mañana serás mis ojos y oídos en esa oficina. —Ambos bebimos un poco del agua que serví—. No solo eso: manejarás los recursos de regalías mineras que nos envía el gobierno nacional.

—Álvaro, no sé nada sobre librerías…

—No librerías, Andrés… ¡regalías!

—Ahhh. —Mi amigo hizo su mejor esfuerzo por recordar qué eran regalías—. Alcalde, no sé si tengo la habilidad suficiente para manejar ese tema. Tendría que redactar muchos informes, ¿no es así? Y me vería obligado a aprender el cómo manejar bien el ordenador.

—No te preocupes. Habrá alguien de confianza que se encargará de eso. Tú solo firmarás como el jefe de la oficina y me rendirás informes diarios de los dineros que entran, de los proyectos que presentemos al gobierno nacional y de los recursos que nos asignen; así como de los procesos de contratación que debamos adelantar —contesté—. No quiero más sorpresas cómo las que intentó darme el búho, alma de Dios.

—Siendo así, acepto. —Andrés sonrió. Los dientes amarillos parecían brillar al contraste de su piel negra—. Gracias por escucharme, alcalde.

—Valoro mucho tu amistad; deseo que seas feliz.

—Solo imagina todas las comisiones que ganaremos —dijo—. Los contratistas nos darán lo que pidamos para ganar los contratos. ¡Nos volveremos ricos!

—¡No, Andrés; no quiero eso! —le contesté algo enfadado—. Te asignaré un muy buen salario. No quiero que intentes siquiera el recibir una comisión. Ni tú ni yo haremos eso. —Fui tan serio y cortante como pude—. ¡No lo hará nadie de nuestro equipo político! Solo garantizaremos que el senador y triple J recuperen su inversión y tengan una ganancia. Luego de eso gobernaremos con la frente en alto.

—Pero alcalde, mire que podemos ganar unas buenas estelas y…

—¡Dije que no, Andrés! Hagámoslo por la memoria de Efraín.

—Esta bien. Te prometo trabajar con total honestidad.

—Eso espero, amigo.

Y así lo hizo. Al menos por un tiempo. No era yo el más indicado para prohibir de tajo el recibir sobornos, pero no quería que mi administración se convirtiese en un nido de ratas. En verdad deseaba, mis apreciados conciudadanos, ser el mejor y más honesto alcalde en la historia de San Juan de Sahurí. Lo anhelaba.

 

Pasaron casi dos años desde el día en que tomé las riendas de mi pueblo. Las cosas parecían marchar bien. Era yo muy popular. Gestioné grandes recursos con el gobierno nacional. Me convertí en un aliado del presidente López y lo respaldé en su proceso de paz. Menos por convicción, más por beneficio financiero.

Con esos dineros pude pavimentar vías, adecuar el hospital, construir un nuevo colegio y varios acueductos. También pude otorgar muchos subsidios agrícolas y para compra de viviendas; así como para el mejoramiento de un centenar de casas en malas condiciones. La gente me quería mucho.

Al contrario de lo que pensaba al inicio del período como alcalde, mi amistad con Hugo Barreras y triple J se hizo fuerte. Nunca compartí sus métodos, ni participaba de los frecuentes bacanales que organizaban, pero las comisiones en los contratos fortalecieron nuestra alianza. Los tres éramos, en la práctica, la última palabra en el pueblo. Policías, jueces y procuradores obedecían sin recelo.

Si bien la deuda de campaña con mis amigos fue saldada, y obtuvieron buenas ganancias, continuamos trabajando juntos. La verdad me simpatizaban. Aunque no puedo negar, mis apreciados conciudadanos, que en ocaciones pensaba ya no eran necesarios; que todas las comisiones de los contratos deberían ser solo para mí. Pero me aterrorizaban las posibles consecuencias que malas decisiones habrían de provocar. Ese par no era de fiar.

Creí estar en la gloria. Mis opositores políticos eran cada vez menos numerosos y el pueblo parecía no tenerlos en cuenta. Pero, por amor a mi hermano, di un paso en falso. ¡Uno que por poco y me cuesta la bendita alcaldía!

—Doctor Malquisto, le agradecemos todo lo que ha hecho por el pueblo, pero no entendemos el porqué de su negativa a pavimentar la carretera de esta vereda —dijo uno de los concejales del pueblo.

En la noche de un día cualquiera asistí a uno de mis tradicionales talleres democráticos con la comunidad. Una vez a la semana se organizaba un cabildo abierto con la población de un sector del municipio. Mi equipo de trabajo y yo escuchábamos las necesidades del pueblo en su propio barrio o zona rural, todo con el fin de entablar un diálogo sincero y honesto con ellos. La vereda las ánimas era un bastión de mis adversarios políticos; el último que les quedaba. Y, para ser honesto, odiaba ese lugar. Era lejano, feo y montañoso. Su gente perezosa, violenta y mañosa. Allí no gané en las elecciones; en esa vereda ganaron mis contradictores.

El concejal que me reclamó por la pavimentación de la vía era uno de los pocos que hacia oposición a mi gobierno. El tipo tenia aspiraciones de alcaldía para el siguiente período, así que deseaba lucirse frente a sus posibles electores. No solo eso. Tenía mucho interés en que la vía se pavimentara para sacar adelante un proyecto inmobiliario en el sector. Yo estaba decidido a impedírselo:

—Muchas gracias por la observación, honorable concejal —dije—. En muchas oportunidades he manifestado que me encuentro gestionando recursos ante los gobiernos nacional y departamental para pavimentar varios kilómetros más de vías rurales. Les ruego paciencia.

—Paciencia es lo único que la distinguida comunidad de la vereda las ánimas ha tenido para con su administración —arguyó el sujeto—. Vemos impotentes como usted hace obras de infraestructura en todo el municipio, menos aquí. ¿Tiene algo qué ver con el hecho de que en esta vereda votan con mi grupo político?

—Le suplico el favor de que no politicemos el asunto, concejal —contesté impaciente—. No tiene nada que ver con eso.

—Sea honesto con nosotros, Malquisto: se trata de una revancha política, ¿no es así? —insistió.

—No señor, no lo es. No es mi culpa que usted tenga negocios inmobiliarios en esta vereda. Sé qué esa es la verdadera razón por la cual usted insiste con el tema de la pavimentación —le dije.

No debí haberlo hecho. En política es preciso ser hipócrita -o diplomático, para decirlo de una manera más elegante- y no atacar a un rival de no ser estrictamente necesario. Tampoco es prudente mostrar las cartas antes de que el enemigo lo haga.

—¿Lo ven? —El concejal se dirigió a la comunidad—. Las palabras del alcalde demuestran que su decisión es política. ¡No quiere invertir en el progreso de la vereda las ánimas porque piensa que me estaría ayudando a mí!

—Por favor discúlpenme, concejal y comunidad —dije—. No era eso lo que deseaba expresar. —Se escucharon las murmuraciones de los asistentes—. El tema no es político, se los aseguro. Miren: todos saben que los recursos del municipio son escasos. Es por eso que debo gestionar dineros ante el gobierno nacional.

No pude evitar mirar a los ojos de los asistentes al cabildo. Todos parecían enojados conmigo. Por primera vez desde que me posesioné como alcalde sentí nervioso el cuerpo. Decidí que había llegado el tiempo de las promesas.

—Concejal, comunidad de las ánimas —proseguí—; les prometo que tan pronto gestione nuevos recursos pavimentaré al menos cinco kilómetros de la carretera. ¡Les aseguro serán mi prioridad!

—¿Y por qué no lo hace ya con dineros propios del municipio? —insistió el concejal—. Entiendo que este año ha entrado mucho dinero por concepto de impuestos a las industrias.

—No es mucho, concejal; puedo asegurárselo —contesté—. Además, ese dinero financia programas sociales; por ejemplo, la atención a la primera infancia y a los adultos mayores.

—¡Y también a maricas y terroristas! —gritó alguien entre la anónima multitud.

No solo me reclamaban por el apoyo al proceso de paz con las ACN, el cual era rechazado por el setenta por ciento de la población del departamento de Nueva España. También lo hacían por mi férrea defensa de ese entonces a los homosexuales.

San Juan de Sahurí tenía una de las comunidades LGBT más organizadas de toda Nueva España. Decidí apoyarlos en la tarea de rehabilitar a los miembros de su comunidad que habían caído en la drogadicción y la prostitución. Para tal fin la administración municipal adquirió un inmueble en zona rural. Costeábamos su sostenimiento. También realizábamos campañas de sensibilización en escuelas, colegios y empresas públicas y privadas para promover el respeto por la diferencia.

No me sentía del todo cómodo con los homosexuales. Podría incluso decirse que no me agradaban mucho. Era el amor por mi hermano lo que me motivaba a hacer todo cuanto estuviese a mi alcance para ayudarles. De hecho, eran él y su novio quienes coordinaban las campañas y se encargaban del hogar para la atención a la población LGBT. Por obvias razones mi hermano lo hacía con absoluta discreción. Todos los contratos se firmaban a nombre de Juan Diego Ramírez, su novio. De esa forma me aseguré de que mi hermano tuviese razones para trabajar y mantenerse ocupado, y así alejarlo de las drogas y el alcohol.

—¡Fuera los maricas de Sahurí! —gritaron.

—¿Quién dijo eso? —reclamé.

—Calma, gente; por favor —dijo el concejal—. Señor alcalde, no apoyo la discriminación, pero encuentro justificados los reclamos de mi pueblo. Ellos son hombres y mujeres decentes y honorables a quienes les resulta incomprensible que usted apoye a degenerados, pero a nosotros nos de la espalda.

—¡Nunca les he dado la espalda! —dije exasperado—. ¿Acaso los niños de esta vereda no tienen desayuno y almuerzo gratis en el restaurante escolar? ¿Acaso no construimos diez viviendas nuevas aquí, y mejoramos veinte? ¡Solo he tardado en la pavimentación de la vía, por el amor de Dios! —Sin darme cuenta, caí en el juego del concejal—. Y les aseguro que la bendita carretera será pavimentada. ¡No les quepa duda!

—¡Queremos hechos, no promesas! —gritó alguien.

—¡Fuera los maricas! —gruñó otro.

—¡También los terroristas!

—¡La plata de pueblo es para la gente, no para los maricas! —gritó alguien más.

—¡¡Respeto, por favor!! —reclamé—. Miren que…

—¡Alcalde guerrillero!

—¡Alcalde maricón!

Tan pronto escuché esos últimos gritos perdí los estribos. Pude sentir cómo un calor intenso subió desde el estómago hacia mi rostro. Quemaba todo esa ira. Las orejas me ardían. Parecían estar al rojo vivo.

—¡¡Respeten, partida de ignorantes!! —grité con toda mi fuerza.

—¡¡Fueeera maricas!! —gritaba al unísono parte de la multitud.

—¡¡Alcalde maricooón!! —gruñía la otra parte.

Las proclamas se sucedían una a la otra en incesantes ráfagas:

—¡¡Fueeera maricas!!

—¡¡Alcalde Maricooón!!

No tuve más remedio que marcharme del lugar antes de que le propinase un golpe a un campesino ignorante y hediondo. O de que me lo dieran a mí. Los escoltas me sacaron del lugar tan rápido como pudieron. Tanta cólera sentí esa noche, que poco dormí. Maldije una y otra vez al concejal y a esa bola de indios ignorantes e intolerantes de la vereda. «Jamás volveré a ese lugar. Y no les daré ni una bolsa con agua. ¡No disfrutarán de una sola estela más del tesoro público», pensé.

Creí que el asunto había de terminar esa misma noche. Me equivoqué. Todo creció de repente, cual imparable bola de nieve. El odio que fue sembrado esa noche germinó de manera violenta. O más bien, la intolerancia y el rencor, que por muchos años fueron reprimidos por los habitantes del pueblo, se desbordaron cual río caudaloso en crudo invierno. Muchos miembros de la comunidad LGBT fueron golpeados y amenazados de muerte. Se les acusaba de pervertir a los menores, de propagar enfermedades de transmisión sexual y de pecar en contra de Dios. Creo que aquellos quienes violentaban a los homosexuales lo hacían para liberar las tensiones que la pobreza y la ignorancia les causaban. Lo hacían porque no podían golpearse a ellos mismos. Lo hacían porque es más sencillo culpar a otros por la estupidez propia.

Mis opositores políticos me señalaron como el patrocinador e instigador de una conspiración homosexual. Incluso decían que yo era el líder de los maricas en Sahurí y que violaba a los niños en la misma alcaldía municipal. Rumores, posverdad… ignorante fatalidad.

Un proceso de revocatoria de mandato, lo que nunca pensé pudiese sucederme, inició en el pueblo. Voluntarios simpatizantes de mis enemigos políticos recogían firmas de día y de noche en todos los rincones de Sahurí. Lo hacían para que la registraduría nacional diese el visto bueno para someter mi revocatoria a votación. Otros tantos se dedicaban a repartir panfletos en los cuales se me sindicaba de cometer los peores actos en contra de la moral y las buenas costumbres.

Es curioso. La gente del pueblo nunca hizo un intento siquiera para revocar el mandato de aquellos que robaron los dineros públicos sin el menor estupor. No les importó que fuese un secreto a voces, y que personas honestas lo denunciaran a los cuatro vientos. Para la población de San Juan de Sahurí era mejor persona el corrupto que el homosexual. Para el vulgo más vale macho ladrón que marica bonachón.

—Álvaro, amigo mío, ¿cómo diablos permitiste que esto avanzara tanto? —dijo Hugo Barreras. Él y triple J me invitaron a beber un par de tragos en fuentes claras. Nos reunimos en el salón principal de la hacienda.

—Creí que solo sería un mal chiste —contesté—. Me equivoqué.

—¡Pues es hora de actuar, güevón! —dijo triple J—. No podemos permitir que nos saquen así de fácil de la alcaldía.

—¿Y qué podemos hacer? —dije resignado—. Ya poco les falta para recoger las firmas que necesitan.

—Solo hay una forma de resolver esto… ¡A bala! —El hombre de las tres J puso su arma sobre la mesa del café.

Joaquín Jiménez Jiménez amaba esa arma. La apodaba lamatareyes, pues con ella asesinó a su jefe y mentor, Diego «el rey de la coca» Bejarano. Era unaFN Herstal Five-Seven, o como se le conocía popularmente, la mata policías. Luego de asesinar a su mentor, y de hacerse al control de sus negocios, triple la mandó a bañar en oro. El resultado fue un arma temible y extravagante.

—No, Joaquín, no quiero sangre —le dije.

—Temo que esa es parte de la solución —dijo Hugo de los más tranquilo—. Pero lo haremos con astucia. Álvaro, quiero que para el fin de semana sean instaladas por lo menos treinta vallas publicitarias en tamaño extra grande por todo el pueblo. Quiero que en ellas se vea una enorme foto familiar tuya. Le mostraremos al pueblo que no eres ningún marica; que eres hombre de familia. —Los ojos verdes del senador se posaron en los míos—. Vamos a esparcir rumores sobre la homosexualidad de los líderes del proceso de revocatoria. Conseguiremos un par de maricas que testifiquen en su contra. Joaquín, has lo tuyo también: quiero que tus hombres asesinen a uno de esos pendejos que reparten los panfletos difamatorios y que golpeen casi hasta la muerte a uno de quienes recoge firmas para la revocatoria.

—Contá con ello —respondió triple J—. Ya mismo lo ordeno.

—Hugo, ¿estás seguro? —dije—. Me encanta la idea de la publicidad y los rumores en contra de mis enemigos, pero no considero necesario matar a nadie.

—Mi amigo, ¿cuándo aprenderás a hacer lo necesario? —dijo el senador luego de beber un sorbo de su trago—. Esto es política, y la política es dinero y poder. No estamos jugando; esto es serio. Si continúas mostrando debilidad te comerán vivo. —Hugo se levantó de su asiento y caminó hacia mí. Se inclinó un poco, me sonrió y posó su mano sobre mi hombro—. Álvaro, como amigo, y con todo mi cariño, te digo esto: si no estás dispuesto a hacer lo necesario, será mejor que te retires de la política luego de terminar tu período como alcalde. No tienes oportunidad en las grades ligas.

Me sentí ofendido por las palabras de Barreras. No me faltó al respeto, pero hirió mi orgullo. Sin embargo, sabía que tenía razón. Era preciso.

—Está bien —dije—. Lo haremos a su modo.

—Alcalde, una cosa más —interrumpió triple J. Luego tomó el arma de la mesa y la sostuvo en su mano izquierda, a mi vista—. Si bien te apoyo y aprecio, quiero sepás que estoy de acuerdo con la gente del pueblo. Yo tampoco quiero que Sahurí sea un santuario para los maricas. Lo de ese maldito proceso de paz me lo aguanto solo porque el güevón de Hugo me lo pidió, y porque el dinero del presidente nos cae bien aquí —dijo—. Pero esa pendejada de los cacorros… Mirá, te lo pido no solo como amigo, también lo hago como agente del orden y como hombre de negocios: acabá con esa pendejada de la ideología de género. —El sujeto habló muy en serio—. No quiero más maricones caminando por las calles del pueblo como si fuera de ellos. O actuás vos, o actuamos nosotros…

Fue claro para mí que San Juan de Sahurí no estaba listo para respetar la diferencia. El pueblo era un hervidero de ignorantes, fanáticos e intolerantes. No tuve otra opción.

—Así será. No se preocupen…

El plan de mis amigos funcionó. Luego del asesinato de uno de los sujetos que repartía panfletos, y de la golpiza a uno de los recolectores de firmas, nadie quiso continuar con esas tareas. Las acusaciones homófobas se desviaron hacia el concejal que me increpó en la vereda las ánimas luego de que un par de homosexuales asegurasen públicamente haber sido sus amantes. El sujeto renunció al concejo municipal y se marchó del pueblo. No tuvo opción. Nunca más volvimos a verlo. Nadie cuestionó de nuevo mi orientación sexual y todo Sahurí concluyó que Malquisto era un hombre de familia. Ayudó mucho el que Natalia y Ernesto pasaran una temporada conmigo, a la vista de todos. Mis enemigos políticos me acusaron de ser un aliado de los mafiosos, pero a nadie importó. De hecho, esa acusación favoreció a mi gobierno. Nadie se atrevió a cuestionar mi administración otra vez.

Para quien no resultaron muy bien las cosas fue para mi hermano Gonzalo. Me vi obligado a clausurar el centro de atención a la población LGBT y a suspender las campañas de sensibilización. No quería hacerlo, pero tuve qué.

—No puedo creer lo que hiciste, hermano. —Gonzalo estaba muy decepcionado y triste.

—Te juro esa no era mi intención —le contesté.

—No me hubieras ayudado si pensabas quitármelo todo —dijo.

—No lo planeé así. ¡Lo juro!

—No hay nada más qué decir. Mañana mismo Juan Diego y yo nos marchamos de este lugar.

—Hermano, no lo hagas —le dije—. Quédate conmigo. Te prometo les daré otro cargo. ¡Dinero no les faltará!

—Álvaro, esto nunca fue por dinero. Gracias a ti, fui feliz de nuevo. Me sentí útil e importante por primera vez en la vida. —Lágrimas corrieron por las mejillas de Gonzalo—. Al trabajar con otras personas en mi situación pude aceptarme plenamente a mi mismo; por fin comprendí que nada malo había en mi. Me diste el cielo, y también me lo arrebataste.

—Hermano… ¡cuánto lo siento!

—Yo también. —Me dio la espalda—. Nos vemos.

Tal como lo dijo, Gonzalo y su novio se marcharon del pueblo al día siguiente. Nunca más lo vi con vida. Mi hermano en ocasiones se comunicaba con Natalia. Lo hacía para saber cómo estaban ella y Ernesto. Nunca preguntó por mí. Creo que murió odiándome.

Hubo paz por algunas semanas en el homofóbico Sahurí. Luego de eso la comunidad LGBT reclamó por sus derechos con extravagantes desfiles en los cuales mostraban, orgullosos, su orientación sexual. Todo terminó mal. La respuesta de machos y fanáticos fue la violencia. Cinco miembros de la comunidad fueron asesinados sin que la policía supiese quién los mató. Pero yo supe quién lo ordenó… A nadie le importó. Nadie reclamó. Los homosexuales no eran considerados seres humanos por mis coterráneos. Para ellos no eran más importantes que los cerdos.

 

Pasaba mucho tiempo lejos de mi familia y eso me deprimía bastante. Natalia y Ernesto vivían en San Mártir, pues el mejor y más costoso colegio de Nueva España estaba ubicado allí. La mayoría de clientes de mi esposa vivían en la ciudad, por lo cual mis seres queridos no podían acompañarme en Sahurí. Los extrañaba montones. Eran mi vida.

Pude sacar una semana de vacaciones tan pronto el tema de la revocatoria pasó al olvido. ¡Las necesitaba! Quería ignorar política y problemas por algunos días. ¡Quería de vuelta algo de vida! Compré paquetes de vacaciones con una reconocida agencia de viajes. Nos marcharíamos el lunes siguiente.

—No entiendo el porqué de semejante idea —dije—. No me cabe en la cabeza que tu amiga Laura nos acompañe. Este es un viaje familiar. Solo tú, Ernesto y yo.

—Vamos cariño, ella es mi mejor amiga. Además, acaba de terminar una relación de diez años con su novio y temo que cometa un disparate si pasa mucho tiempo sola —respondió Natalia—. También necesitamos pedirte un favor…

—¿Qué favor?

—Luego te lo diré —respondió mi esposa.

—Lo siento. No creo conveniente que nos acompañe.

—Mi vida, no seas tan gruñón. —Natalia acarició mi entrepierna—. Permite que Laura viaje con nosotros. Tenemos una sorpresa muy especial para ti.

—¿Cuál? —pregunté curioso. Por cómo Natalia me tocaba y besaba, pensé que podría ser…

—¿Recuerdas aquello que en cierta ocasión me propusiste para mejorar nuestra vida sexual?

—Sí.

Mi esposa guardó silencio. Era lo que yo pensaba, en efecto.

—¿Todavía lo deseas? —preguntó luego de un instante.

—¡Por supuesto! —le dije entusiasmado con la idea—. ¿Pero estás segura?

—Completamente. Ahora relájate. —Natalia se desnudó. La cirugía plástica en sus senos y abdomen había quedado muy bien. Lucía como una de esas hermosas mujeres que Hugo y triple J invitaban a sus haciendas—. Te voy a consentir…

Habían pasado muchos años desde la última ocasión en que Natalia me hizo el amor en tan deliciosa forma. No solo era su por ese entonces perfecto cuerpo. Eran sus movimientos, su pasión… Parecía otra en la cama. Fue sexo del bueno.

Y, como resulta obvio, accedí a que Laura nos acompañase en nuestras vacaciones. No era una mujer agradable. Poco charlaba conmigo, no le gustaban mis bromas, se quejaba por todo… ¡Hasta se entrometía en las conversaciones con mi esposa! Solo la idea de que también disfrutaría de su cuerpo me permitía soportarla. Era una mujer muy guapa.

Las chicas se veían muy a gusto la una con la otra. Reían todo el tiempo. Pensándolo bien, eran dos mujeres con un carácter y forma de pensar muy similar.

—Ernesto, ¿cómo vas en la escuela? —dije a mi hijo mientras almorzábamos. Lo hicimos solos, pues Laura y mi esposa salieron de compras. La tonta amiga de Natalia olvidó su traje de baño.

—Bien.

—¿Mejoraron tus calificaciones?

—Sí.

—¿Y ya tienes novia? —Mi hijo contaba con trece años para ese momento—. ¡Eres un chico muy guapo!

—No.

—¿Practicas algún deporte?

—En ocasiones.

—¿Estás enojado conmigo? —Sus respuestas cortas y las expresiones malhumoradas en su rostro así lo indicaban—. ¿Hice algo que te molestara?

—Ese es el problema, papá. Nada haces.

—No entiendo.

—Nunca estás en casa, no te preocupas por mí; no pasamos tiempo juntos…

—Sabes que el trabajo como alcalde absorbe todo mi tiempo… lo siento.

—Éramos tan unidos. —Nostalgia vi en sus ojos—. ¡Te extraño tanto, papá!

—Yo también. —Tomé su mano—. Prometo visitarte más a menudo.

—¿De verdad?

—¡Te lo juro! —Exclamé—. ¿Y tu madre? ¿Ella tampoco te dedica tiempo?

—Sí lo hace, pero pasa mucho tiempo fuera. Tal como tú, se excusa con el trabajo.

—Sabes si… ¿Sabes si pasa tiempo con algún amigo hombre? —Antes de resultar electo como alcalde de Sahurí tenía algunas sospechas sobre ella.

—No, la verdad es que solo la veo con Laura.

—No le digas que te pregunté eso. Ahora, hijo mío, comamos. ¡El almuerzo se ve delicioso!

—¿Estaremos bien, papá? —Preguntó el jovencito. Se veía preocupado—. No quiero que nuestra familia se separe.

—¿Por qué lo dices?

—Es que estás tan lejos de nosotros… ¡Te necesitamos! —Una lágrima humedeció su mejilla derecha.

—Hace unos años te prometí que eso nunca sucedería —contesté al enjugar su rostro—. Te lo prometo de nuevo. Ahora, Ernesto, no nos preocupemos por nada. ¡Mira este paisaje!

El sol del medio día en el caribe hacía que el mar adquiriese diferentes tonalidades de azul y verde. También hacía que brillara cual perla. La playa, de un color casi dorado, rebosaba de actividad. Todos en ella se veían felices. La suave brisa marina inspiraba tranquilidad, y el olor a medio camino entre la sal y la vida permitía respirar aliviado

—Almorcemos y vayamos a la playa —proseguí—. Esperaremos a Laura y a tu madre allí.

En la noche, y luego de que Ernesto quedase dormido en su cuarto, Laura, mi esposa y yo bebimos un par de copas. Bueno, un par bebí yo; las mujeres bebieron bastantes. El licor tuvo en ellas un efecto relajante. Se desinhibieron. En especial Laura, quien se tornó cariñosa conmigo. Decidimos ir directo a la acción. Antes del viaje llegué a pensar en que la amiga de mi esposa era lesbiana, y que Natalia le seguía el juego; pero me equivoqué. Laura fue la primera en desnudarse. Su piel, blanca y suave, lucía como la de una de esas niñas lindas y vírgenes que tanto le gustaban a triple J; pero sus senos, grandes y firmes, eran los de una mujer madura y lista para satisfacer los más bajos y salvajes deseos de un macho viril. Me desnudó ante la mirada complaciente de mi esposa, quien también lo hizo para acompañarnos en la faena. Laura me lanzó a la cama, dominante, y montó sobre mí. Se movía en una forma… era como una bestia ávida de pasión. No quedó satisfecha hasta que pareció calmar sus ansias de carnes humanas en una agonía de placer. Luego de eso besé y acaricié a mi esposa hasta que tuve de nuevo la fortaleza física para satisfacerla solo a ella. Pude hacerlo tras mucho esfuerzo, si bien poco tiempo tuve para recuperarme, pues Laura, minutos después, reclamó atención de nuevo para ella. Cumplí. Cuando terminamos éramos poco más que tres cuerpos sudorosos y deshidratados uno junto al otro. Tres cuerpos que se habían fundido en un abrazo mórbido de hermosa lujuria desenfrenada. El mejor sexo de toda mi maldita vida. Al menos hasta ese momento.

Para mi sorpresa, Laura no tocó a Natalia. Es más: parecían asquearse un poco cuando lo hacían en forma accidental. Respiré tranquilo. Mi mujer era una hembra. Y su amiga también. ¡Y qué hembras! No creía posible que el dinero de Barreras y triple J pudiese comprarles tal pasión. No me parecía posible que esas jovencitas que les vendían sus cuerpos les dieran lo que me había sido obsequiado por esas mujeres que ahora dormían exhaustas a mi lado. ¡Ja! ¡Y me decían mojigato los muy tontos!

Al día siguiente todo resultó muy cordial. Laura fue amable conmigo también estando sobria. Natalia tenía una sonrisa de oreja a oreja y yo estaba tan tranquilo como pocas veces. Los tres no mencionamos una sola palabra de lo acontecido la noche anterior. No podíamos. Ernesto nos acompañaba. Desayunábamos juntos con total normalidad.

—Amor, ¿puedo decirte algo? —Natalia mató el silencio.

—Por supuesto, mi reina.

—Los dejaré solos —dijo Laura al levantarse de la mesa.

—No te vayas. —Mi mujer la detuvo por el brazo—. Quédate, por favor. Es importante.

—Sí, Laura, quédate —dije yo.

Deseaba ser amable con ella, pues tal vez podría disfrutar de nuevo de su hermoso cuerpo. Es más, esa mañana fantaseaba con que pudiese convivir para siempre con ambas mujeres y gozar de su belleza por igual.

—Amor, he estado pensando. Ahora que tienes total poder en Sahurí es tiempo de que te independices un poco de tus amigos. Me has contado que ellos disfrutan contigo de los beneficios de ser alcalde. —Natalia tomó mi mano. La acarició con cariño—. Laura y yo tenemos unas amigas ingenieras muy inteligentes y profesionales. Tienen su propia empresa de construcción y la han puesto a nuestra disposición. ¿Podrías ayudarnos con algunos contratos?

—Me gustaría, mi reina; pero sabes cuántos compromisos tengo con el senador…

—Vamos, mi amor, ya le has ayudado bastante. ¿No me dijiste en cierta ocasión que ya él había librado su inversión y obtenido ganancias? Piensa en nuestro futuro, por favor.

Natalia tenía razón. Hugo y triple J habían ganado suficiente dinero conmigo y, a decir verdad, yo me conformaba con migajas. Tampoco valía la pena ser totalmente honrado. Esos indios malagradecidos intentaron sacarme del poder cuándo más me preocupaba por ellos. ¡Muchos me querían acabado! Pensé que tal vez era hora ya, mis apreciados conciudadanos, de preocuparme solo por nosotros.

—No lo sé, mi reina…

—Anda, Álvaro, hazlo por nosotras; hazlo por tu hijo. —Ernesto nada escuchó, pues se había parado al baño.

—¿Harías eso por nosotras, Álvaro? —Laura tomó mi otra mano. También la acarició. Su rostro me inspiraba gran ternura en ese momento.

—Está bien —dije—. Denme un par de meses. Un contrato de mucha cuantía debemos sacar a licitación. —Les sonreí—. Díganle a su amiga que les facilite una copia de los registros mercantiles de su empresa. Me aseguraré de que el contrato sea para ella.

—¡Gracias, mi amor! —exclamó mi esposa—. ¡Sabía que harías lo correcto!

Los siguientes días en el caribe fueron muy amenos y tranquilos. No pude disfrutar de nuevo a esas dos bellas mujeres en mi cama, pero los tres, y Ernesto, nos divertimos mucho. No quería que mis vacaciones terminasen, si bien los buenos momentos son más efímeros que un ocaso, bello y rojo, a orillas del mar.

 

De regreso en Sahurí busqué a Andrés Samper. Le di instrucciones para que me tuviese bien informado sobre un proceso de licitación pública. Me interesaba mucho la construcción de cinco kilómetros de vías de cuatro carriles con separador central y ciclo rutas. El proyecto, financiado con aportes del municipio de Sahurí, la gobernación de Nueva España y el gobierno central, tendría un costo total de treinta millones de estelas. ¡El maldito proyecto más costoso en la historia del pueblo! El gobierno central y la gobernación aportarían el ochenta por ciento del costo del proyecto, pues esos cinco kilómetros de vías, las cuales atravesarían Sahurí de sur a norte, conectarían dos importantes autopistas nacionales. Al senador y triple J se les hacía agua la boca imaginando sus manos sobre el botín. Yo tenía otros planes:

—Andrés, es muy importante que la empresa de la cual hemos venido hablando gane la licitación —dije a mi escudero—. Solo en ellos confío para que las obras lleguen a buen término.

—¿Y tus amigos?—me dijo—. A Barreras y triple J les disgustará que la obra no se adjudique a sus compadres.

—No te preocupes por ellos. Déjame eso a mí.

—¿Seguro? Esos tipos son peligrosos.

—Totalmente —le contesté—. Mira, Andrés: no confío en ese contratista que ellos proponen para el trabajo. Estuve consultando y ha dejado varias obras inconclusas en otros lugares del país. No quiero que venga aquí, se robe el dinero y la obra no se haga. —Lo que en realidad quería era que la amiga de mi esposa ganase la licitación. Ya nos había prometido una comisión del diez por ciento—. Sabes que el bienestar del pueblo está por encima de mi propia integridad física, incluso.

—Ya veo —exclamó—. Alcalde, ¿esta gente no nos dará… nos dará alguna pequeña comisión? —dijo Andrés con la voz un poco entrecortada. Se le vio nervioso al decir esas palabras—. Mire que ya vamos finalizando el segundo año de su administración. Poco tiempo nos queda para conseguir algo de qué vivir en el futuro. No es seguro que ganemos las próximas elecciones.

—Sabes que estoy en contra de eso, mi amigo. No quiero comisiones para mí. ¡No! —le dije de lo más serio. Sabía que Andrés me creería, pues no era muy brillante—. No es correcto y lo sabes.

—Sí, alcalde —me dijo—. Discúlpeme; no me malinterprete, por favor. Yo tampoco soy un bandido. Es solo que… es solo que me preocupa mi futuro.

—Hagamos algo, mi amigo. Les pediré que se acuerden de ti y que te recompensen por tus buenos servicios.

—¡Gracias, alcalde!

—No te preocupes —le dije al estrechar su mano—. Recuerda que mañana debes reunirte con la ingeniera. Quiero que todo salga bien. Te lo encargo mucho, Andrés.

—Tranquilo alcalde. Confíe en mí; no lo defraudaré.

 

—Álvaro, ese güevón de Andrés Samper fue el del torcido. ¡¡Ese hijo de puta se tiene que morir hoy mismo!!

Esa fue la primera ocasión en que vi a triple J enojado de verdad. Los ojos parecían salirse de sus órbitas. Mordía su propio puño de manera compulsiva y la ira parecía cegar su razón. No cabía duda… ¡Andrés moriría!

—Joaquín, cálmate —dije—. ¿Qué evidencia tienes para acusar a mi amigo?

—Esta —interrumpió Hugo Barreras. Me enseñó una foto en su teléfono—. ¿Sabes quién es la mujer que está cenando con Andrés? ¡Es la maldita representante legal de la empresa que nos robó el contrato!

El senador también se veía muy molesto. Después de todo, era un contrato de treinta millones de estelas lo que habían perdido. Lo que no sabían es que Andrés actuó siguiendo mis instrucciones. Y nunca deberían enterarse. Me matarían sin dudarlo. Ambos eran asesinos despiadados.

—Esa no es una prueba concluyente —insistí.

—¡Dejá de ser tan pendejo, Malquisto! —gritó triple J—. ¡Por eso es que tus funcionarios hacen lo que les da la puta gana! Ya te vieron la cara de…

—Triple J, no me gusta tu tono —le dije con voz sumisa. Sabía que el tipo era impulsivo.

—Caballeros, por favor. —Hugo se interpuso entre ambos—. Somos amigos; no hay razón para pelearnos. Debemos enfocarnos en buscar una solución.

—Solo hay una, senador —Joaquín Jiménez Jiménez dejó ver el arma dorada en su cinto.

—¿Qué piensan hacer? —les pregunté.

—¿Qué creés? —respondió triple J. Acompañó sus palabras con una mala mirada—. A esa ingeniera la vamos es a obligar a entregarnos el contrato. Si no lo hace, se muere. ¡Ella y toda su familia, se los juro por Dios bendito! —Lanzó la copa de la cual bebía contra la pared—. ¡Y Andrés Samper no pasa de esta noche!

—¡No! —grité—. Andrés es más qué mi amigo… ¡es un hermano!

—Un hermano que te traicionó, Álvaro —arguyó el senador—. Y Joaquín, no estoy de acuerdo en obligar a esa ingeniera a cedernos el contrato. Recuerda que la vía se hará con recursos de la nación. No quiero llamar la atención del presidente.

—¿Y entonces? —preguntó triple J.

—Será tarea del alcalde el que ella acepte trabajar con nosotros. ¿Harías eso por tus amigos, Álvaro?

—Por supuesto —contesté—. ¿Pero qué hay con Andrés?

—¡¡Hoy se muere!! —insistió el energúmeno de triple J.

—Entonces no hablaré con la ingeniera. Solo lo haré si respetan la vida de amigo. —Decidí, a expensas de mi propia vida, plantar cara al asesino.

—¡Por la virgen del Carmen, Álvaro! —exclamó el jefe mafioso—. Por eso es que te ven la cara… ¡Sos un güevón!

—Un güevón que no permitirá maten a quién ha sido su amigo, su confidente, su leal escudero… ¡su hermano! —No permitiría que esos tipos le quitaran la vida a Andrés—. Si en verdad son mis amigos, tendrán que respetar su vida.

—No tienes remedio —dijo Barreras con tono y gestos de decepción—. Está bien, respetaremos su vida. ¡Pero hoy mismo se larga del pueblo! Si vuelve a dejarse ver en Sahurí…

—Y tendrás que hablar con la ingeniera, alcalde —intervino triple J—. Habrás de garantizarnos mínimo un millón de estelas para que respetemos la vida de Samper. Si no lo hacés…

—No se preocupen, así será. Hablaré con Andrés para que se largue esta misma noche —contesté—. Y estén tranquilos. Tendrán su dinero.

Salí de la Daniela, hacienda de triple J, como un rayo. Llamé al teléfono de Andrés con insistencia. Mi amigo no atendió las llamadas. Continué marcando su número con persistencia. Al cabo de unos treinta minutos pude comunicarme con él. Pobre infeliz… Lo cité en zona rural de Sahurí. Si nos reuníamos en el pueblo tendríamos una multitud de ojos encima nuestro, pues hombres de triple J me seguían.

Para despistar a mis propios guardaespaldas fingí ir a dormir temprano. Los despedí y salí de mi casa una hora después, no si antes enviar un mensaje de texto al teléfono de quien me vigilaba:triple J, no es necesario que me vigiles… procederé según lo acordado.Quince minutos más tarde llegó su respuesta:Está bien. Adelante. Tal vez se sintió avergonzado, o tal vez se fastidió; lo concreto es que me dejó en paz.

Al salir de casa puse el silenciador a mi arma. Luego del fallido intento de revocatoria, y de las amenazas en mi contra por proteger los derechos de la comunidad LGBT, decidí comprar una pistola semiautomática para defenderme en caso de ataque. Si los bandidos de triple J intentaban algo en contra de mi hermano, los llenaría de plomo. ¡Por él me partiría el lomo!

—Alcalde, pensé que no llegaría —dijo mi amigo Andrés—. ¿Por qué me citó en este lugar tan lejano y solitario? ¡Casi no llego!

—Lamento la tardanza. Tuve que hacer un par de cosas antes de venir.

—Bueno, aquí estoy. Dígame en qué puedo servirle.

Andrés no sospechó nada. Era ingenuo. Y tonto. Contemplé su rostro negro: algo grotesco, algo maltratado por el sol; algo montuno. Era crédulo y desvalido. Era mi compañero de mil batallas en política. ¡Era mi amigo! No permitiría que esos sujetos le hiciesen daño.

—¿Alcalde? —dijo preocupado por mi silencio.

—Disculpa… Toma. —Le entregué un sobre con veinte mil estelas—. Aquí tienes una pequeña gratificación.

—¿Solo esto? —Fueron sus palabras de fastidio luego de contar el dinero.

—¿Te parece poco?

—Álvaro… Álvaro. Sé qué no soy el más brillante de los hombres, pero no me creas tan imbécil. ¡Tu amiga ingeniera gana un contrato de treinta millones de estelas y tu me das veinte mil! —Reclamó indignado—. Sé lo que haces… Sé que recibes comisiones de todo el mundo. Procuras que tú y tus nuevos amigos se hagan ricos, mientras quienes hemos estado a tu lado en las malas solo recibimos miserias. —Andrés, por primera ocasión en su vida, se veía molesto conmigo—. No sé qué ha pasado contigo. ¡Nos olvidaste! Pero recuerda esto: nosotros, tus amigos, a quienes ahora desprecias, te llevamos en hombros a la alcaldía. También seremos los primeros en darte la espalda cuando salgas de allí. ¡Te lo prometo!

—Andrés, me ofendes. Yo nunca he recibido comisiones de nadie. Te juro que…

—¡No me creas tan tonto! —reclamó—. Sé qué lo soy, pero no a tal extremo. —Lágrimas se atisbaron en sus ojos color café—. Quien está ofendido soy yo. No solo yo: también tus amigos de toda la vida. ¡Nos has decepcionado!

—¡Perdóname, mi hermano! Sé qué lo he hecho. Es que yo… bueno, eso no importa por el momento. —Tomé sus manos—. Hermano mío, debes marcharte de Sahurí en este instante.

—¿Marcharme? ¿Por qué?

—Tu vida corre peligro.

—¿Por qué? —insistió.

—Si no te marchas esta misma noche, te matarán los hombres de triple J.

—¡¿Qué?! —La sorpresa y el temor se marcaron en su poco agraciado rostro—. ¡¿Qué hice?!

—No has hecho nada… o bueno, sí. Lo único que has hecho es servirme. ¡¡Te fallé, mi amigo!! —dije al abrazarlo—. Es mi culpa. Barreras y triple J creen que fuiste tú quien orquestó todo para que ellos perdiesen la licitación y la ganara mi amiga ingeniera.

—¡¡Maldita sea, Álvaro!! —gritó—. ¡Esos delincuentes me van a matar!

—No lo permitiré… pude convencerlos de que respeten tu vida, pero a cambio debes marcharte de inmediato.

—¡No seas ingenuo! Esa gente me matará aunque me marche de Sahurí. Recuerda lo que le hicieron al abogado que fue alcalde de San Mártir —dijo—. Ellos mataron al búho luego de prometerte que no lo harían.

—Tal vez tengas razón.

—¿Y por qué no les confesaste que fuiste tú quien lo ordenó todo? ¡Eres un maldito cobarde!

—Lo sé… lo sé. —En ese momento lloré como una niña frente a mi amigo—. ¡No soy un hombre! Es por eso que debes marcharte ahora mismo. ¡Vete ya, Andrés! Prometo no permitir el que te hagan daño.

—¡No me marcharé! —gritó—. Yo sí soy un hombre. Ahora mismo iré a confrontarlos. Les contaré toda la verdad.

—¡¡No!! —Tomé a mi amigo por los hombros y lo sacudí—. ¡Me matarán!

—¿Entonces prefieres que me maten a mí? Si estamos en este problema es por tu culpa, Malquisto. Por tu ambición descontrolada. —Me empujó con fuerza. Caí sentado sobre la hierba húmeda. Llovió mucho ese día—. Tanto que hablas sobre la honestidad, la lealtad y la decencia… ¡Mírate, maldito cobarde corrupto!

—Amigo, yo…

—¡Cállate! —gritó—. No quiero escucharte más. ¡Y no me llames amigo! —Me dio la espalda—. Ya no lo seremos más.

Andrés caminó un par de metros. Sin voltear a mirarme, dijo:

—Hasta nunca, Malquisto.

—Andrés, ven; no te vayas, por favor. ¡No me dejes solo! No vayas con ellos. —Sabía que no podía dejarlo partir. Si mis socios se enteraban de la verdad, me matarían sin pensarlo—. ¡Te daré un millón de estelas!

—¿Hablas en serio? —Samper detuvo su andar y giró hacia mí—. ¿Tienes todo ese dinero?

—Sí —le contesté—. Incluso en mi camioneta tengo doscientas cincuenta mil. Puedo dártelas a manera de anticipo y mañana a primera hora te daré el resto del dinero.

—¿No me estás engañando, verdad?

—No —le dije—. Ven, ayúdame a levantarme.

Así lo hizo. Me acompañó a la camioneta. Saqué un pequeño bolso en el cual tenía una parte de las setecientas cincuenta mil estelas que la ingeniera amiga de mi esposa me había entregado el día anterior a manera de anticipo. Era su compromiso por haber ganado la licitación. Las otras quinientas mil las había guardado en casa para luego entregárselas a Natalia y Laura.

—Cuéntalas —le dije—. Quiero que tengas certeza de que la suma está completa.

—No es necesario —respondió—. Lo haré en casa.

—Hazlo ahora, mi amigo.

—¡Que no me llames amigo! Si no voy ahora mismo con tus socios es porque quiero tu maldito dinero. Mañana mismo me marcharé —dijo—. Lo haré tan pronto me entregues el resto. Pero eso sí, tendrás que garantizarme que mi vida no corre peligro. De lo contrario…

—¡Juro que te protegeré! Ahora, cuenta el dinero.

Andrés me dio la espalda de nuevo. Lo hizo para contar las estelas. Pude ver la silueta, bella y elegante, de los fajos de billetes entre los dedos de sus manos pequeñas y regordetas. Mientras él contaba mi dinero comprendí lo inútil de un intento por protegerlo. Tenía razón. Triple J y Barreras lo asesinarían tarde o temprano. Solo era cuestión de tiempo.

Samper fue mi amigo desde la infancia. Era tonto como un burro. El más tonto de mis amigos. Repitió en tres oportunidades el grado sexto de primaria, y cuando por fin lo aprobó, sus padres decidieron que perdería el tiempo en el bachillerato, por lo cual no lo matricularon y decidieron que más le valdría empezar a trabajar y desarrollar habilidades comerciales. Tampoco fue bueno en eso. Todos los chicos se burlaban de él por su rostro, feo como el de un burro, también, y por lo tonto que era. Pero yo no. Yo siempre lo defendí. Juntos nos metíamos en problemas, juntos jugábamos al fútbol de día y de noche. Juntos tuvimos nuestra primera borrachera y juntos prestamos el servicio militar. Siempre estuvo a mi lado en las campañas políticas que perdimos con Efraín. Más que un amigo era mi hermano. ¡Y yo era su Caín! No podía creer que le hubiese fallado de esa manera.

¡Mi corazón lloró por su ser! La sola idea de cómo lo matarían me enfermó. Triple J era sanguinario. Solía torturar a quienes le robaban. Decían que cortaba vivos a sus enemigos con machetes. Los mandaba a picar en pedazos para luego arrojar los trozos al río Peñasgrandes. Sufrí con la idea de que Andrés muriese torturado. ¡No lo permitiría!

—Amigo —le dije.

—Imbécil —volteó a mirarme—, ya te dije que no me llames ami…

Nada se escuchó. Solo vi a mi hermano caer al suelo. El orificio en su frente era pequeño. No podía creer que por allí hubiese penetrado una bala. Me aseguré de que Andrés no sufriese, así que le metí otras dos: una en el corazón y otra en el rostro. No se movía y la sangre fluía. No se veía roja. La oscuridad de la fría noche no permitió distinguir la tonalidad de la muerte. Entré en pánico. No podía creer que hubiese asesinado a otro ser humano. No podía creer que le hubiese quitado la vida a mi hermano. Grité y lloré. Luego vomité. Al volver en mí cubrí el vómito con tierra. Luego me puse unos guantes que tenía en la camioneta y arrastré el cadáver de Andrés hacia una zona selvática cercana. Allí lo desnudé y empujé el cuerpo por una pendiente. Lo hice para que rodase cuesta abajo por la selva densa. Así tardarían en encontrarlo. Antes de marcharme cubrí con tierra el rastro de sangre. Encendí mi camioneta. No pude iniciar la marcha. Lloré desconsolado. Crucé la línea. Maté. De nuevo asesiné.

Al llegar a casa incineré las ropas de mi amigo fallecido. Las mías también. Luego tomé una ducha. Pasé tres largas horas en el baño. Me sentí sucio; me sentí como un judas. Pero al día de hoy, mis apreciados conciudadanos, todavía pienso que hice lo necesario. Mi amigo igual moriría. Y habrían de matarlo en una forma horrible. Lo ayudé. Le ahorré mucho dolor.

No me costó demasiado trabajo convencer a Barreras y triple J de que Andrés Samper abandonó el pueblo. Nadie lo buscó. Nunca contrajo nupcias, ni vástagos procreó. Sus padres habían fallecido ya. Y el resto de su familia vivía muy lejos. Nunca charlaba con ellos. Insistí ante mis socios en que, donde quiera se encontrase, respetarían su vida. No intentaron buscarlo siquiera. Ayudó el millón de estelas que les entregué, tal cual lo prometido. Para hacerlo crucé otra línea: robé del presupuesto del pueblo.

El contrato de la discordia fue adicionado en cinco millones de estelas para construir algunas obras complementarias. Logré, con la ayuda de un funcionario de la gobernación de Nueva España, que los precios fuesen inflados considerablemente. De la adición quedaron libres un millón y medio de estelas. Un millón para mí, medio para la persona que me ayudó. Con ese millón honré mi palabra. Nunca tuve la intención de entregar a mis socios la parte que me correspondía del contrato inicial. Ese maldito dinero le costó la vida a mi mejor amigo, y por lo tanto solo yo lo disfrutaría. Así su memoria honraría.

 

—Álvaro, es hora de darte la oportunidad de ganar ingresos extra —dijo Hugo Barreras tan pronto terminó de comer. Mis dos amigos y yo cenábamos en la Daniela—. Creemos que estás listo.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—La contratación pública es un excelente negocio, pero tenemos otro igual de bueno —respondió el hombre de las tres J—. Los confederados consumen polvo blanco como si fuera agua. Y es orden de Dios dar de beber al sediento…

Sabía que triple J y el senador eran socios en el negocio del tráfico de cocaína. Lo hacían desde vieja data. Ese era el verdadero cimiento de su amistad. Yo anhelaba que me invitaran a formar parte. ¿Y por qué? Obvio por dinero. Me sentía muy mal recibiendo comisiones por los contratos públicos. La verdad es que una parte de mi ser moría con cada soborno. Pero con las drogas todo era diferente. Son tan dañinas como el licor; siendo la única diferencia que el alcohol es legal. Ambas sustancias malditas destruyen vidas y hogares. Y, sin embargo, las drogas son ilegales. Un montón de idiotas alrededor del mundo se empeñan en que lo sean. ¡Allá ellos! Por mi parte, me sentía mucho más cómodo invirtiendo en narcóticos.

—¿De verdad me quieren participar del negocio? —pregunté exaltado.

—Sí. —Barreras sonrió.

—¡Gracias, muchas gracias! Prometo no defraudarlos.

—Sabemos que lo harás —respondió triple J.

Solo eso necesitaba decir. Su mirada dijo lo que sus labios carnosos no: si los traicionaba, moría.

—¿Cuánto debo invertir? —pregunté

—Quinientas mil estelas —respondió Hugo.

—¿Tanto?

—Si no querés no hay problema —arguyó el hombre de las tres J—. Olvidá la propuesta.

—Mi amigo, esas quinientas mil se convertirán en tres millones, te lo aseguro —dijo el senador al darme un suave golpe de cariño en el pecho.

—Está bien. Voy por el dinero…

—Estamos entre amigos, alcalde. Nosotros ponemos la parte tuya y te la descontamos de las ganancias —interrumpió triple—. No te preocupés.

Y así sucedió. Ese año, el tercero de mi administración municipal, enviamos dos cargamentos de drogas al exterior. Las utilidades no fueron tan generosas como las pintaba Hugo Barreras, pero digamos que sí logré duplicar mis inversiones. Gracias a mi paso por la alcaldía de Sahurí me convertí en un hombre adinerado. Lo suficiente para comprar, a nombre de otros, claro está, algunas propiedades y vehículos. Nunca vi a mi esposa tan feliz. Se le veía radiante todos los días. A mi hijo le regalé todo lo que un padre podría comprar a su vástago, si bien nada era suficiente. El muchacho continuaba metiéndose en problemas y la mayor parte del tiempo poca alegría se le veía en el rostro. Me preocupaba.

Faltaban doce meses para el inicio de la siguiente contienda electoral. Mis socios y yo, preparándonos para el futuro, seleccionamos un candidato fuerte de entre mi equipo político. Fuerte, y obediente. No soltaríamos el poder en Sahurí. Pero antes de meternos de lleno en la política teníamos un asunto importante por solucionar:

—Comandante, gracias por venir. Permítame servirle un trago —dijo el senador Barreras al destapar una botella del más fino whisky disponible en fuentes claras, su hacienda—. No sabe cómo nos alegra su visita.

—Gracias a usted por la invitación, senador. También al alcalde y a mi amigo Joaquín aquí presentes.

—Comandante, sabemos que estás muy ocupado. También sabemos que no es prudente estés mucho tiempo aquí. Vamos al grano: necesitamos de tu ayuda con el tema del frente cacica Tupac. —Triple J era un hombre impaciente—. Esos malnacidos quieren sacarnos a mí y a mis hombres de estos territorios y hacerse al control de los negocios.

Cierto era. El frente cacica Tupac decidió que había llegado el tiempo de asumir el control de los negocios ilegales en la cuenca del río Peñasgrandes. En la zona ya no existían grupos terroristas. Triple J y sus hombres los habían sacado a sangre y fuego de la zona años atrás, y los pocos rebeldes restantes se desmovilizaron con el proceso de paz; aunque…

Los grupos mafiosos luchaban por el control de las extorsiones y el tráfico de drogas. Era eso lo único que les importaba. Y si para dominar tan rentables negocios habían de que enfrentarse entre ellos mismos, no tenían problema alguno en darse bala. El grupo de triple J ejercía el control territorial sobre la mayoría de pueblos de la zona, pero el cacica Tupac se había apoderado, meses atrás y gracias a la fuerza de las armas, de dos entes territoriales claves para el tráfico de la cocaína: Cruces y la Magdalena. La zona costera de Nueva España estaba localizada en esos municipios. Por vía marítima se despachaban los cargamentos de drogas al exterior. Y sobra decir que quien controlaba el despacho controlaba gran parte del negocio. Triple J estaba contra la pared. Si las cosas continuaban así, con el control del cacica Tupac sobre las deltas cenagosas y selváticas del Peñasgrandes, sus enemigos se fortalecerían económicamente y luego lo expulsarían de Sahurí y municipios cercanos. Había de actuar con prontitud.

—¿Y cómo quieres que te ayude? —preguntó el comandante de las fuerzas militares en esa zona de Nueva España.

—Ricardo, quiero que me ayudés a expulsar al cacica Tupac de Cruces y la Magdalena —respondió triple—. Esos pueblos son claves para mí.

—No es posible, Joaquín. No inmiscuiré a la fuerza pública en sus peleas.

—Ricardo, hace muchos años que somos amigos. Luchamos hombro con hombro en contra de los malditos facinerosos que aspiraban a convertirse en la ley en este país. Perdí a muchos hombres e invertí mucho dinero para ayudarte a acabar con ellos. —Triple J sirvió otra copa al militar—. Ahora soy yo quien te necesita. No me dejés solo en esta batalla.

—No puedo pelear a tu lado esta vez. Eso me costaría la carrera militar. Lo siento, amigo.

—¿Pelear? ¿Quién habló de que peleés a mi lado?

—¿Entonces? —dijo el comandante luego de limpiar su tupido bigote. Algo del whisky que bebía quedó atrapado en sus pelos.

—Solo necesito que saqués a tus hombres de la zona montañosa de Sahurí. Atacaré a mis enemigos por sorpresa y necesito que mis soldados tengan el camino despejado —respondió triple J—. No quiero enfrentarme al ejército por accidente.

—¿Y qué harás exactamente? —insistió el militar.

—Atacaré en la parte alta de las montañas. Allá se concentran mis enemigos para embestirme. Y esos malditos campesinos de la vereda las ánimas les ayudan. —Triple parecía decidido a recuperar, a sangre y fuego, lo que consideraba suyo—. Bajaré limpiando los territorios de mis enemigos y sus colaboradores. Haré lo necesario para demostrarle a todos quién manda aquí.

—No lo sé, Joaquín. —El comandante parecía empeñado en negarse—. No lo sé…

—Ayudame güevón. Hacelo por los viejos tiempos —insistió el hombre de las tres J—. ¡Santander, traé el encargo! —gritó a su subalterno—. Ricardo, como muestra de agradecimiento y cariño hacia ti, quiero darte un pequeño detalle. Tomá. —Triple J entregó al militar una bolsa llena de dinero. Hugo y yo sabíamos que había un millón de estelas en ella—. ¡Espero lo disfrutés!

—Gracias, amigo… Está bien, cuenta con mi ayuda —dijo el comandante del ejército luego de ver el contenido de la bolsa—. Sin embargo, me preocupan dos cosas: la policía de Sahurí y los medios de comunicación.

—Para eso están aquí presentes el senador y el alcalde. Ellos ya hicieron las labores pertinentes y pueden asegurarte que todo está bajo control —respondió el líder mafioso.

—Ya el comandante de la policía accedió a ayudarnos —dije yo—. Ellos estarán ocupados desarrollando una operación a gran escala contra el microtráfico de estupefacientes en la zona urbana del pueblo. Caerán algunos chivos expiatorios de poca monta.

—Tampoco deberá preocuparse por los medios de comunicación, comandante —dijo Hugo Barreras—. La emisora y el canal comunitario del pueblo estarán ocupados cubriendo el operativo contra el microtráfico. Ya me he ocupado de ello. Y haré un escándalo al acusar a los alcaldes de Cruces y la Magdalena de tener vínculos con los comandantes del cacica Tupac, lo cual es cierto. —El senador sirvió más whisky para todos—. Ya tengo pruebas de ello, y las daré a conocer en una conferencia de prensa a la cual ya fueron invitados periodistas de medios de comunicación de Nueva España y el resto del país. Eso mantendrá las cámaras lejos de los combates.

—¿Y si alguien los graba con un teléfono? —preguntó el militar—. Seré cuestionado por no actuar...

—Mis hombres volarán las torres de telecomunicaciones cercanas al lugar en el que atacaremos. Luego del combate iremos casa por casa decomisando todos los teléfonos.

—Les aseguro que mis soldados estarán lejos de la zona el día del ataque. —El comandante Ricardo del Río se levantó de su asiento—. Caballeros, ¡brindemos!

Todo resultó según lo planeado. Las tácticas de distracción a los medios de comunicación funcionaron. No quedó registro alguno de los combates. Triple J recuperó el control de la parte alta de Sahurí. Me hizo un favor al masacrar a muchos de esos imbéciles que me gritaron maricón en la vereda las ánimas. Eso me alegró. Cientos de sus hombres bajaron hacia los deltas del río Peñasgrandes masacrando a cuanto colaborador y hombre del bloque cacica Tupac encontraron. Los tomaron por sorpresa. Los hombres del grupo rival no tuvieron tiempo de escapar o agruparse para preparar su defensa.

Muchos campesinos sobrevivientes se desplazaron a Sahurí. Dieron su testimonio. Hablaron de la sevicia de los soldados al servicio del hombre de las tres J. Afirmaron que los atacantes no eran hombres; que más parecían demonios. Los soldados violaron a cuanta mujer se atravesó en su camino, sin importar que fuese niña o adulta. Quienes se resistieron fueron empaladas vivas. A los hombres acusados de pertenecer al cacica Tupac, o de colaborar con ellos, y que tuvieron la mala suerte de ser capturados vivos, los picaron con machetes. Empezaban cortando lenguas y genitales; luego pies y manos. Por último cabeza y torso. Debió ser horrible y doloroso.

Una campesina dijo en la alcaldía municipal que los matones de triple J incluso jugaron un partido de fútbol con la cabeza de su esposo, a quien habían decapitado. La visión de la cabeza, llena de sangre y lodo, casi la lleva a perder la cordura. La mujer gritaba. Abrazaba la locura. Los sobrevivientes lloraban de dolor, si bien no hablaron demasiado. No eran tontos. Sabían que Sahurí era territorio de sus verdugos y que sus testimonios nunca serían tomados en cuenta.

Pero el ataque no ocurrió solo en mi pueblo. Pandillas locales en Cruces y la Magdalena habían sido ya compradas por triple J. Traicionaron a los comandantes del cacica Tupac. Al mismo tiempo que los hombres atacaron en la parte alta de Sahurí, las pandillas locales hicieron lo mismo en barrios marginales y zonas rurales de los dos pueblos. Fue una victoria contundente. Joaquín Jiménez Jiménez, una vez más, era el único capo en la cuenca del río Peñasgrandes. Y todo bajo la mirada complaciente de ejército, policía y, claro como el agua es, la mía propia.

Para fortuna de todos, tan bien planeado y ejecutado fue el plan, que en los noticieros nacionales el tema no pasó de un simple par de muertos en combates entre bandas delincuenciales. ¡Éxito total! Y para celebrar ese éxito triple J ofreció en su hacienda una fiesta colosal. Nunca se le vio tan feliz:

—¡Sirvan más trago, hijueputa! —gritó ya ebrio en la zona de la piscina. Acompañó sus palabras de disparos al aire—. ¡La parranda va hasta el amanecer!

—Joaquín, por favor no dispares. Alguien podría resultar herido. —Hugo Barreras parecía fastidiado por lo extravagante de la fiesta—. Además, no es bueno llamar tanto la atención.

—Senador, por Dios,hip, no sea amargado. ¡Celebremos! —respondió Joaquín—. Tómese un buen trago y monte una de estas mujeres hermosas que tenemos aquí. ¡Mire que hembras! —Propinó una fuerte nalgada a dos mujeres que lo acompañaban. Lo hizo como si fuesen ganado de su propiedad.

—Será mejor que me vaya —dijo Hugo.

—No, amigo; quedate un poco más. Mirá al alcalde. —Me señaló—. Es el más mojigato de nosotros, pero hoy no se ha quejado.

Si bien el senador y yo estábamos fastidiados y avergonzados con el comportamiento de triple J, decidimos quedarnos para no hacerle un desplante. Pero las cosas fueron degenerando y se salieron de control. Los hombres de confianza de nuestro socio estaban muy borrachos y peleaban entre ellos. Tenían sexo con las prostitutas en cualquier lugar de la hacienda; lo hacían a la vista de todos. Consumían cocaína y marihuana todo el tiempo y orinaban en cualquier sitio. Más que en una fiesta, parecía que estábamos en Sodoma y Gomorra, pero habitadas por animales encadenados a sus instintos primarios.

Cuando Hugo y yo creímos que las cosas no podrían empeorar más, lo hicieron:

—Patrón —dijo Santander, hombre de confianza de triple J—. Llegó el encargo…

—¡¡Por fin!! Mandala para el cuarto.

Una pequeña, tal vez de diez u once años de edad, llegó de la mano de su madre. Creí que nuestro pedófilo socio se había comprado una virginidad. Dinero le sobraba, después de todo. Me equivoqué.

—Don triple, por favor —dijo la madre de la pequeña—. ¡No lo haga!

La mujer lloraba. Imploró a los hombres de triple J que a su hija no se la llevaran. Entonces entendí que la mujer no vendió a su hija. Se la compraron a la fuerza. Yo no podía dejar de mirarla. La pobre señora, de inequívoca condición humilde, no paró de llorar ni por un instante. Se sentó sola, en un rincón, a hacerlo. Solo yo reparaba en su sufrimiento. Ella no existía para los demás asistentes a la enorme orgía, y Barreras había decidido emborracharse y tener sexo. Tal vez lo hizo para olvidar lo que a su alrededor sucedía.

La niña regresó con su madre treinta minutos después. Lloraba desconsolada, también. Madre e hija se fundieron en un abrazo. Intentaron protegerse la una a la otra del infierno decadente que las rodeaba. El hombre de las tres J salió minutos más tarde. Se veía enojado.

—Señor… señor don triple. ¿Podemos irnos ya? —preguntó la mujer.

—Sí, lárguense… no las quiero volver a ver.

—¿Y el dinero que nos prometió?

—No le daré ni una maldita estela. Su hija resultó un desastre. —Fueron las palabras de triple J.

—Don triple, no me haga esto, se lo suplico. Mire que usted me obligó a traer la niña con la amenaza de matarnos a todos. ¡Por lo menos págueme lo prometido!

—¡Ni puta mierda, vieja inútil! —gritó Joaquín—. Nuncahip una hembra me había hecho sentir tan mal en la cama. Esa mocosa no paró de gritar y llorar.

La niña todavía lo hacía. Lo que sea le haya hecho mi pedófilo socio, parecía haberle dolido mucho. Al prestar más atención a su frágil humanidad pude darme cuenta de que la sangre teñía de rojo sus pantalones blancos en la zona genital. Me asqueé con la idea del pervertido sobre esa pobre criatura.

—Don triple, por favor…

—Mire, maldita vieja. —El pedófilo sacó la pistola dorada de su cinto—. Si no se largan ya, las lleno de plomo a las dos. —Les apuntó como pudo. La borrachera dotaba de torpeza sus movimientos—. ¡¡¿Me entendió?!!

—Patrón, no. Mire que es una niña…

Uno de los hombres de confianza de triple J, apodado gacha, se interpuso entre su jefe, la niña y la mujer. El hombre parecía sentir compasión por ambas. Trató incluso de arrebatarle el arma al pedófilo.

—¡Ve este marica! Le voy… le voy a,hip, le voy a enseñar a respetar a su patrón.

Todo fue silencio luego del disparo. Joaquín, sin pensarlo dos veces, mató a su propio hombre. Los sesos volaron por toda la sala y la sangre cubrió el piso blanco de mármol junto al cadáver.

—¡¡¡Ahhhhhhhhhh!!! —gritaron la mujer y la niña. No soportaron el presenciar tan espeluznante escena.

—¡Vean a estas putas escandalosas!hip… ¡Tengan lo suyo, también!

Triple J, a pesar de estar muy ebrio, logró apuntar a las cabezas de la mujer y la niña. Cuatro disparos más se escucharon. Dos tiros por cabeza. La sangre corrió por el piso blanco para unirse a la de quien intentó, en vano, protegerlas.

—¿Alguien,hip, alguien más? —Solo el silencio bullicioso se escuchó. Parecía suplicarnos a todos que no lo rompiésemos—. Muy bien. Entonces, ¡que siga la fiesta!

La música sonó de nuevo. Varios hombres recogieron los cadáveres y limpiaron el lugar. Hugo Barreras y yo salimos de la hacienda tan rápido como nos lo permitieron las piernas. No era conveniente que nos viesen más allí. Después de todo, éramos cómplices de asesinato. Y yo lo comprendí: me convertí en el socio del diablo.

 

No hablé con triple J hasta dos semanas después de la fiesta macabra. Trató de comunicarse conmigo en reiteradas ocasiones, pero yo no deseaba charlar con semejante monstruo. Sin embargo, insistió tanto, que no tuve otra opción más que atenderlo:

—Hombre, disculpame —me dijo al recibirlo en mi nueva hacienda, modesta y pequeña, pero mía al fin y al cabo, a las afueras de Sahurí—. Me comporté como un animal frente a ustedes.

—Pues la verdad si estuvo muy fuerte la escena…

—Lo sé. Por eso me disculpo con vos. —Triple J acarició una gruesa cadena de oro, fiel e inseparable compañera de su cuello. Lo hizo una y otra vez; característica señal de incomodidad—. Pero ustedes deben entender… Mis hombres no me obedecen porque me quieran mucho, o porque yo los trate bien. Lo hacen porque me temen. El miedo es la verdadera razón detrás de su lealtad —dijo—. Si no me temieran, terminarían asesinándome. Si muestro debilidad estoy acabado.

—Vaya estilo de vida.

—Es el único que conozco, alcalde. Yo solo sé de terror, sangre y dinero. Eso fue lo que la vida me enseñó.

—¿Y la niña? —dije. Creo que en ese momento mis ojos expresaban la dureza de mi juicio—. ¿Y la mujer? No tenías que matarlas.

—No lamento la muerte de mi hombre. Sí la de esas hembras. No debí hacerlo.

—Está bien, Joaquín. No hablemos más del asunto. —Triple J decía estar arrepentido, pero la tensión en su rostro indicaba que solo quería congraciarse conmigo. Por eso le pedí finalizar el tema—. Prefiero hablemos de otra cosa. Mira, amigo: me gustaría darle un bonito detalle a los niños pobres del pueblo en estas navidades. Estoy pensando en hacer las novenas de aguinaldos en el parque principal del pueblo y darles todo lo que merecen: dulces, diversión y juguetes de calidad para todos.

—Es una buena idea —dijo triple sin mucha emoción—. ¿Pero yo qué tengo que ver?

—No puedo hacerlo con los recursos de la alcaldía, pues la olla está muy raspada. —Cierto era. El presupuesto de ese año ya se había agotado. Solo tenía para la nómina de los empleados—. Por eso aportaré cien mil estelas de mi bolsillo para la celebración de la navidad. Pero no es suficiente. Necesito por lo menos doscientos mil más. Hugo ya accedió. —A regañadientes, la verdad—. ¿Qué tal tú?

Triple J lo pensó. La generosidad no era una de sus cualidades. Después de insistirle un par de veces más, accedió:

—Está bien, contá con eso. Me limpiaré la conciencia. Una niña maté; a varios mi dinero dará alegría.

Esas navidades fueron muy felices para los niños en Sahurí. También para los adultos. Mucho aguardiente para ellos repartí. Y muchos halagos recibí. Pan y circo. Mejor todavía: licor y circo. En la última novena de aguinaldos se repartieron más de mil regalos a los niños y se rifaron casi cien para los adultos. Tan cordial y festivo era el ambiente, que decidí beber una copa. Una que terminó convirtiéndose en quince. Y veinte. Y creo que más… Llegué a mi casa hacia la media noche. Mi familia estaba de visita. Natalia me esperaba:

—Bonito estado, señor…

—No me,hip, no me regañé. Dele mejor un beso de bienvenida a su macho.

Casi no podía sostenerme en pie. Natalia no solo no me besó; la muy atrevida me empujó. Caí al piso.

—¡No se me acerque, borracho asqueroso! —gritó—. Duerma en el sofá. Me produce asco esta noche.

—Ya le he dicho… ya le he dicho,hip, que no me falte al respeto.

—¡Pues primero gáneselo! —Insistió en tratarme mal. Sus palabras me herían, pero más lo hacían sus actitudes y expresiones. En verdad le producía asco. O al menos eso recuerdo—. Váyase para el sofá. No quiero sentir su aliento apestoso esta noche.

—¡Cómo le parece que no! Esta noche me atiende; con borrachera,hip, y mal aliento, también.

Traté de besarla. No lo permitió. Recuerdo el haberla tomado por ambos brazos y pretender desnudarla a la fuerza. Sentí otro golpe, esa vez en mi rostro, y caí por segunda ocasión al piso.

—¡Que no se me acerque!

—Vagabunda… seguro su amante la dejó satisfecha y por eso,hip, por eso no me quiere atender.

—Por más poco hombre que parezca en este momento, borracho sucio, jamás lo traicionaría con otro hombre.

—¡Dígame la verdad, vagabunda!

—¿Vagabunda? ¿Usted por quién me toma? ¡Respéteme, asqueroso!

Solo recuerdo la ira que me invadió en el momento, y el pensar en que mi mujer merecía una lección. Lo demás son imágenes difusas: golpes, mi hijo llorando; un vecino sacándome de la casa… Una patrulla de policía.

Desperté con un dolor de cabeza insoportable. También con la sensación de que algo horrible había hecho. Tan pronto mis ojos lograron enfocar, descubrí que no había despertado en mi habitación. Estaba en un cuarto del hotel del pueblo. Bajé a la recepción. No tuve más remedio que preguntar a la vieja chismosa que atendía el hotel que había sucedido conmigo:

—Misiá Roberta, ¿quién me trajo aquí? ¿A qué hora llegué?

—Alcalde, lo trajeron a las tres de la madrugada en una patrulla de la policía.

—¿Y quién me dejó aquí?

—El comandante —respondió la fea y obesa mujer. Guardaba una distancia prudente conmigo. Parecía que bien mi apariencia, o mi olor corporal, le desagradaban. ¡Vaya ironía!

—¿Dijo por qué me trajo?

—No, doctor. —La vieja entrometida no contuvo las ganas de meterse en lo que no le concernía—. ¿Alcalde, y qué fue lo que le pasó a su señoría? ¿Hizo algo malo?

—No. Creo que solo me pasé de copas anoche.

—¿Y por qué no se lo llevaron para su casa?

—No lo sé. Y no me interesa por el momento. Tampoco a usted.

—Disculpe, su señoría…

Tomé mi teléfono y marqué un número. Deseaba saber qué rayos había sucedido la noche anterior:

Buenos días, señor alcalde

—Buenos días, comandante.

¿Se encuentra usted bien? Estaba muy borracho y fuera de sí anoche.

—Tengo una resaca terrible. Fuera de eso, estoy bien —dije al comandante de la policía. La vieja chismosa pretendía barrer el piso cerca a mí. Lo que deseaba era escuchar la conversación. Para hablar tranquilo me vi obligado a subir al cuarto en el cual pasé la noche—. Cuénteme, comandante, ¿qué sucedió conmigo? ¿Por qué me trajo al hotel de misiá Roberta?

Sus vecinos llamaron a la estación en la madrugada—respondió—.Nos pidieron acudir a solucionar un caso de violencia intrafamiliar. No quise que el escándalo pasara a mayores, ni mucho menos detenerlo; por lo cual se me ocurrió llevarlo al hotel.

—Ya veo. —Las palabras del comandante me dolieron en el alma. No lo podía creer. Lo había hecho de nuevo—. Mi mujer… ¿se encuentra bien?

Un par de moretones. Eso es todo.

Salí directo hacia mi casa después de tomar una ducha fría. Nadie había. Mi esposa no respondía a los mensajes y llamadas. Tampoco mi hijo Ernesto lo hacía. El rumor se esparció con rapidez por el pueblo: «el alcalde no se controla con la bebida». La razón dictaba que ese incidente afectaría mi gobernabilidad. Estaba seguro de que la muchedumbre indignada exigiría mi salida de la alcaldía de Sahurí. Un alcalde, como primera autoridad civil de su pueblo, debe dar ejemplo. No puede comportarse como un patán. Pero no. Contrario a lo que pensaba, la gente no exigió mi salida. Los hombres me miraban con respeto y parecían felicitarme. Las mujeres me miraban con temor. A mis oídos llegaron los comentarios que rondaban en el pueblo: «el alcalde es un macho que no permite que le falten al respeto. Es un macho con los pantalones bien puestos». «Es un macho que le demuestra a su mujer, y al que sea, quién manda».

Curioso. En ese momento recordé que al mostrar compasión por la comunidad LGBT se me tildó de marica y débil. No les importó cuán valiente hay que ser para luchar por la inclusión social y los derechos del pueblo; la gente de Sahurí prefería que un hombre golpease a una mujer indefensa. A sus ojos, eso era aceptable. Luchar por los derechos de la población discriminada, no. En ese momento pensé que triple J tenía razón: es mejor ser respetado y temido, que amado. El amor y la compasión parecían ser sinónimo de debilidad en tan enferma sociedad.

—Laura.. ¿qué haces aquí? —dije.

—Maldito patán. —La mujer me dirigió una mirada de profundo desprecio.

Fue la amiga de mi esposa quien abrió la puerta de mi casa en San Mártir. No pude abrirla con mis llaves, pues alguien cambió las cerraduras a la puerta de fina y bella madera importada. Por eso tuve que presionar el timbre. Esperaba que Natalia estuviese allí, pero no que la bella Laura la acompañase.

—Llama a Natalia, por favor. Me urge charlar con ella.

—Cobarde infeliz… Mi amiga no quiere hablar con usted.

—Soy yo quién manda en esta casa —le dije con seriedad—. Déjame pasar.

—¡No! Y si intenta algo en contra nuestra, llamaremos a la policía.

—¡Natalia! ¡¡Natalia!! Quiero que charlemos —grité como un loco—. ¡Discúlpame!

—¡Silencio! —Laura intentó empujarme hacia afuera—. Deje el escándalo, canalla. Todo el vecindario está pendiente de este show tan vergonzoso.

—Déjame pasar, entonces.

—¡Que no! Y si no se larga en este instante, llamo a la policía. No solo eso: tengo una amiga reportera. —La mujer me empujó de nuevo—. Le contaré la historia. Veremos cómo le va con los noticiarios nacionales. Un alcalde golpeador de mujeres le dará mucho de qué hablar a los buitres por varios días.

En ese momento, mis apreciados conciudadanos, perdí los estribos. No estaba dispuesto a soportar más humillaciones. Tomé a la mujer por el brazo y la sujeté con toda mi fuerza:

—Maldito, me hace daño. ¡Auxilio!

—Así me paga lo que he hecho por usted. Ahora es una mujer adinerada gracias a mí. —Cierto era. Su amiga ingeniera le otorgó jugosas comisiones por los contratos que yo le adjudiqué—. Mire, maldita bruja: ¡usted no me conoce! Pero yo a usted sí. Sus padres en el barrio Santamaría viven solos y desprotegidos. —Tomé la precaución de investigar todo cuánto pude sobre la amiga de mi esposa meses atrás—. Usted no tiene marido, tampoco hijos. Pero sé que adora a sus padres. Una llamada; una simple llamada telefónica y tendrá que llorarlos mucho… y luego mi esposa llorará la pérdida de su mejor amiga.

—No se atrevería…

—¡¡Pruébeme, maldita sea!!

La miré fijamente. Y apreté su brazo tal como se sujeta el cuello de alguien a quien se desea ahorcar. La mujer sintió el apretón. Le dolió. La miré y apreté hasta que ella entendió que no estaba jugando.

—Monstruo —me dijo.

—¿Y quién no lo es? —repliqué.

—¡Álvaro, suéltala! —Natalia irrumpió en la escena—. No le hagas daño.

Lágrimas corrieron por mis mejillas al ver a mi esposa. Su rostro estaba marcado por los moretones causados por mis golpes. Su nariz vendada indicaba la violencia del ataque. No entendía cómo pude hacerle tanto daño a la mujer que amaba. ¡No era un hombre! Caí sobre mis rodillas:

—¡Perdóname mi amor! —La tomé por sus piernas—. ¡Soy un maldito canalla!

—Tus lágrimas no borrarán lo sucedido —me dijo.

Entramos a la casa luego de que Laura se despidiese de mi esposa, no sin antes advertirme que si la golpeaba de nuevo cumpliría con su amenaza. Natalia no aceptó mis disculpas. No parecía dispuesta a perdonarme.

—Amor, mira cuánto hemos logrado juntos en estos tres últimos años —le dije—. No tires esto a la basura. ¡Piensa en la fortuna que el destino nos depara si continuamos juntos! Te prometo que serás una mujer rica si continuas a mi lado.

—La dignidad y la integridad son más importantes que el dinero. ¡No quiero vivir más contigo! —respondió.

—Amor, piénsalo… Ambos perderemos si nos separamos.

Así lo hizo durante un par de días. Volvió conmigo. Su deseo de fortuna la motivó a perdonarme. Sabía que a mi lado se convertiría en una mujer rica. Yo tenía certeza de que su amor por mi no era tan fuerte como en el pasado, pero creía, iluso, que la conquistaría de nuevo.

Fría, distante y aburrida fue mi relación de pareja en el último año de mi alcaldía en Sahurí. También lo fue la relación con mi hijo. El muchacho crecía. Y conforme crecía aumentaba su desilusión. Yo no podía dedicarle tiempo a pesar de que se lo había prometido, y los juguetes, ropa, dinero y aparatos electrónicos que le regalaba no compraban su amor. El período como alcalde me costó la bonita vida familiar que llevaba en el pasado. Perdí una de las cosas más bellas en la existencia del hombre: el amor de su familia.

Pero hice muchas estelas. Con parte de ellas, y la ayuda de Hugo y el hombre de las tres J, logré la victoria del sujeto que designé como mi sucesor en las elecciones a la alcaldía. Los tres le aseguramos los votos y el dinero para la campaña. Yo no sería más un títere. En ese momento era un aspirante a titiritero. Y tenía a una obediente marioneta en la alcaldía de Sahurí; una para cubrir mis espaldas y procurarme más dinero.

Su amigo, apreciados conciudadanos, estaba listo para dar el siguiente paso…