MALQUISTO ALCALDE
«Malditos políticos», pensé.
Lo medité. Cualquiera fuese mi decisión estaría en problemas. Nada se me ocurría y el tiempo marchaba con velocidad extrema. Había de enfrentar la incómoda situación. Escuché, mientras pensaba, el aterrador sonido metálico del teléfono de mi oficina. Lo levanté. Lina Arenas, la secretaria, dijo que mi jefe, el alcalde de la ciudad de San Mártir, urgía de hablar conmigo. Decidí no atenderlo. Fue un momento de tensión. Mi secretaria insistió. No solo el alcalde me requería: Hugo Barreras, el político, esperaba a que lo hiciera pasar. Yo no quería verlo, pero excusas pocas se me ocurrieron. No deseaba recibirlo porque sabía cuál era el motivo exacto de su visita y de la intensidad del alcalde al teléfono: ese sujeto insistía en que yo, el secretario de gobierno de San Mártir, había de expedirle autorización para el funcionamiento de un burdel en la zona céntrica de la ciudad. Si no firmaba el bendito permiso ganaría la enemistad de Barreras y, por ende, la del alcalde; si lo firmaba, hasta podría ir a prisión.
«Malditos políticos», pensé.
Barreras ubicaría el establecimiento a menos de doscientos metros de una universidad, lo cual no era permitido por las normas urbanísticas de San Mártir. No solo eso. Me pedía le autorizase el funcionamiento y venta de licor las veinticuatro horas del día, lo cual prohibían leyes del orden nacional, incluso.
—Doctor—insistió mi secretaria al teléfono—,¿hago pasar al senador Barreras?
—Sí, por favor —contesté. No tuve opción.
Hugo Antonio Barreras Jaramillo, en ese entonces senador de la república y uno de los mayores caciques políticos del departamento de la Nueva España, era gran amigo de mi jefe, el alcalde de San Mártir; uno de sus tantos pupilos. Barreras no me agradaba. Otro de sus discípulos fue el adversario de mi mejor amigo en anteriores elecciones a la alcaldía de San Juan de Sahurí. Ambos nos robaron la contienda electoral. Lo hicieron al repartir montañas de dinero y obsequios entre la gente del pueblo. Ese par de políticos inescrupulosos compraron las elecciones, y mi amigo y yo, impotentes, nada pudimos hacer más que apretar los dientes.
«Malditos políticos corruptos», pensé.
—Alvaro Alcides, gusto en verte —dijo Barreras al entrar en la oficina. Se paró frente a mí y estrecho mi mano. Sonreía.
—Honorable senador, es un placer recibirlo en mi despacho —expresé. Le señalé un sillón para que tomase asiento.
Barreras era un hombre carismático y pocas veces se le veía de mal humor. Si bien nunca me agradó, reconozco su amabilidad y cortesía. No le importaban nuestras pasadas rencillas. No solo se dedicaba a la política: también a la ganadería y los caballos. En San Juan de Sahurí, nuestro pueblo, poseía una hacienda ganadera de casi quinientas hectáreas. Allí lo visitaban todos sus discípulos políticos no solo para recibir órdenes e instrucciones, sino también para beber licor, cabalgar y gozar de las atenciones de lindas chicas libertinas de San Mártir. La hacienda era un antro del pecado en la cual políticos disfrutaban de todo lo robado.
—¿Cómo has estado, Álvaro? Mi amigo el alcalde habla maravillas de ti —me dijo—. Dice que eres un profesional muy serio, responsable e inteligente, y que en esta ciudad te quieren mucho.
—Procuro hacer mi trabajo de la mejor manera, honorable senador —le dije—. Agradezco esas bonitas palabras.
—¿Y la política? Me dicen que consideras aspirar a la alcaldía de Sahurí.
—Solo es un rumor. Mis amigos y yo no hemos tomado una decisión.
—Ya veo…
—¿Gustaría usted algo para beber, senador? —Le señalé un par de botellas de agua y refrescos sobre la mesa de reuniones.
—No —respondió—. Te lo agradezco mucho, pero me gustaría que fuéramos directo al grano.
—Adelante —dije—, lo escucho.
—Como tú bien lo sabes, deseo abrir un establecimiento de atención al público masculino. No quiero dedicar el resto de mis días al infame oficio de la política, y la ganadería no marcha bien. Álvaro, los negocios de venta de licor dejan buenos márgenes de ganancia —dijo—. Adquirí a buen precio un local grande, bonito y bien ubicado en el centro de la ciudad, así que necesito el permiso de funcionamiento para abrir al público. Soy consciente de que hay restricciones por la cercanía a la universidad; pero sé que tú, y mi amigo el alcalde, pueden ayudarme.
—Créame que es mi deseo ayudarle en todo lo que pueda, honorable senador…
—Hugo —interrumpió el sujeto—, solo dime Hugo. Sé que solía ser el mayor adversario político de tu fallecido amigo, pero estoy seguro de que podemos llevarnos bien.
—De acuerdo —contesté—. Muchas gracias, Hugo. Le decía que es mi deseo ayudarle —continué—, sin embargo, al hacerlo podría meterme en muchos problemas. Créame: correría el riesgo de que me abriesen una investigación penal en la procuraduría departamental por actuar al margen de la ley.
—No debes preocuparte por tal insignificancia, Alvaro Alcides. La procuradora general de Nueva España es cuota burocrática de mi equipo político y una gran amiga mía. Te aseguro no tendrás problemas con ella. —Barreras se acercó para hablarme al oído—. Amigo, soy un hombre muy agradecido y ayudo a quienes me ayudan. Expide el permiso y te daré una buena suma para que saldes las deudas que te legó Efraín. Entiendo que luego de la campaña quedaron sin dinero y con muchos problemas económicos.
—Usted me conoce, honorable senador. Esas cosas no son necesarias conmigo. Su ofrecimiento me incomoda, la verdad.
—Alvaro, no seas tan puritano. Tú sabes cómo se manejan las cosas aquí. Acepta mi ofrecimiento; te aseguro no tendrás problemas.
—Lo siento, senador; pero la respuesta es no. Si lo desea, podría ayudarle con cualquier otra cosa…
—No hay nada más en lo cual tenga intereses en San Mártir, así que tu ayuda solo me resulta necesaria para el tema del burdel. Hombre —Barreras cambió su característica sonrisa por un gesto de fastidio—, hagamos esto fácil. Expide la licencia y te daré quince mil estelas en efectivo. Incluso puedo dártelas en este mismo instante…
—Será mejor que terminemos con esta conversación —dije ofendido y me levanté del sillón—. Sobornar a un funcionario público es un delito muy grave, pero tratándose de usted estoy dispuesto a olvidarlo todo. Agradezco mucho su visita. —Le enseñé la salida.
—Mi querido amigo. —Pensé que el sujeto se molestaría; incluso que me insultaría. Me equivoqué. Lo tomó de buena forma—. ¡Qué caso peculiar! ¿Eres consciente de que terminaré con el permiso en mis manos, lo expidas o no? Una llamada a mi amigo el alcalde bastará. Él terminará con el dinero en el bolsillo y tú firmarás el permiso o acabarás sin empleo —me dijo. Sonrió de nuevo—. No seas terco; toma mi consejo.
—¡No me amenace, senador! —dije. Levanté la voz más de lo necesario—. Le aseguro que prefiero terminar comiendo del cesto de la basura antes que aceptar un soborno. No hay problema en que llame al alcalde; incluso puedo llamarlo yo mismo, si usted lo desea.
—No te preocupes, Álvaro Alcides. —Barreras estrechó mi mano para despedirse—. Gracias por tu tiempo.
Sabía que el senador era un bandido, pero nunca creí que intentase sobornarme. Ese, mis apreciados conciudadanos, era el tipo de político que yo en ese entonces deseaba nunca volviese a pisar el capitolio nacional. «Esta raza de ladrones, corruptos y mentirosos tiene que desaparecer de la vida política», solía pensar. Ese era el mayor anhelo de mi difunto amigo; ese era nuestro más ferviente deseo.
Transcurrieron treinta minutos desde el instante en que Barreras salió de mi oficina. Y sabía que en cualquier momento mi jefe me visitaría. Roberto Bedoya era un hombre por lo general calmado y respetuoso, pero todo un patán cuando se molestaba. En varias ocasiones lo vi maltratar a otros secretarios y empleados de la alcaldía. A rabiar los gritaba e insultaba. Si bien era difícil que se molestase por algo, una vez lo hacía era complicado el lograr que de nuevo la calma alcanzara.
De un momento a otro escuche su voz muy cerca del pasillo. El hombre entró raudo a mi despacho. Tal vez se debía al terror que me infundía en ese momento, pero al entrar lo vi más alto de lo normal: parecía medir un metro con cincuenta, cuando menos:
—Alcalde, buenas tardes —saludé—. ¿Cómo está?
—¡¿Cómo demonios cree que estoy?! —Nunca vi, hasta ese momento, tal tonalidad roja en su rostro obeso—. ¡Ahora mismo me explica por qué diablos no es posible ayudarle al senador!
—Alcalde, usted bien sabe que las normas urbanísticas de la ciudad prohíben autorizar la venta de licor a menos de trescientos metros de los establecimientos educativos, universidades incluidas, y el local que adquirió el doctor Barreras está a menos de doscientos; además, la ley diecisiete cincuenta y dos de dos mil quince prohíbe la venta de licor las…
—¡No me venga con pendejadas! —interrumpió de un grito—. Usted y yo sabemos que con voluntad política todo se puede solucionar. Dígame la verdad, Malquisto: lo hace porque el senador no es de sus afectos, ¿no es así?
—No, alcalde, no es eso. Yo solo cumplo con lo que me ordena la ley…
—¡No me crea tan imbécil! —Bedoya me interrumpió de nuevo. Dio un fuerte golpe a mi escritorio—. Ya no quiero escucharlo más. La solución a este asunto es muy sencilla: o firma usted el permiso, grandísimo idiota, o radica mañana mismo su carta de renuncia.
—Pero alcalde, por favor, déjeme explicarle…
—¡¡Pero nada, maldita sea!! Ya sabe que debe hacer.
Bedoya, iracundo, abandonó la oficina. Mis subalternos trataron en vano de aparentar normalidad y actuaban como si nada hubiese sucedido. Fallaron. Era notoria su preocupación.
El ambiente estuvo muy tenso el resto de la jornada laboral. Hacia las cinco de la tarde, cuando ya casi todos se habían marchado, Lina Arenas, mi secretaria, entró al despacho. No lo había hecho desde el momento en que el alcalde se marchó:
—Jefe, son más de las cinco —dijo—. ¿Hay algo que necesite? Ya me voy…
—Vete tranquila. Nos vemos mañana.
—Álvaro, disculpe mi impertinencia —dijo Lina sin premura. Parecía pensar sus palabras—. Todos escuchamos los gritos del alcalde… ¿Está usted bien?
—Sí, muy bien —contesté—. No te preocupes, así son las cosas en el sector público. Vete, tu familia te espera.
—No quiero preguntarle que fue lo que sucedió, pero sí me gustaría saber si renunciará. Todos aquí lo queremos mucho y no deseamos que nos deje —Lina me sonrió—. No me responda si la pregunta le incomoda.
—Yo también los aprecio mucho —dije. Traté de sonreír—. Los extrañaré.
—¿Renunciará?
—Sí.
Lo había decidido. Si bien necesitaba el trabajo, el dinero no era más importante para mí que el orgullo, la dignidad y la honradez. Pasaría por penurias económicas si pronto no encontraba otro empleo; sin embargo, prefería eso a firmar el permiso para el senador.
El reloj marcó las seis de la tarde. Llevaba poco más de dos años sin tocar una copa, pero ese día, nervioso y taciturno, decidí que un trago me sentaría bien; por lo cual pasé casi una hora en la barra de una taberna cercana a mi hogar. Quería mis penas y preocupaciones ahogar. Bebí una cerveza. Solo una necesitaba. Un pensamiento rondaba en mi cabeza. Decidí que tan pronto cruzase la puerta de mi casa redactaría la carta de renuncia. ¡No soportaría el maltrato y la corrupción del alcalde y el senador!
Mi esposa se enojaría mucho, eso era seguro.
Luego de la campaña que mi amigo Efraín perdió, y al haber quedado yo sin trabajo y sin dinero, fue Natalia quien llevó la carga económica de nuestro hogar por cerca de un año. Siempre me reprochó el haber renunciado a mi trabajo para hacer política con mi amigo. Y sobre todo el hecho de haberle ayudado con una importante suma de dinero. Ese fue el inicio. Luego de eso nuestra relación empezó a irse por el caño.
Natalia nunca compartió mi honradez y sentido de la decencia. Solía decir que este mundo no está hecho para los imbéciles; que si no eres tú quien se come a otros, serás el primero en ser devorado. Le aterraba la pobreza y la insolvencia.
Mi esposa no era una mala mujer. Sucedía que amaba mucho el dinero y el poder. Su ejercicio profesional como abogada la había convertido en una mujer dura y fácil de corromper.
—Amor, hijo; ya llegué —dije al abrir la puerta de mi hogar. A pesar de las ansias incontrolables por beber otra cerveza, helada, deliciosa y espumosa, pude contenerme y llegar temprano a casa. Fue un esfuerzo titánico el no ceder a mis impulsos—. Amores… ¿en dónde están?
—¡Papi, papi! —El niño salió a recibirme.
Doblé la rodilla para que él me pudiese abrazar y besar. Su cariño y sonrisa hermosa hacían que cualquier maldito problema pareciera insignificante.
—Mi campeón, ¿cómo te fue en la escuela?
—Muy bien, papi. Obtuve un cinco en la prueba de matemáticas.
—¡Felicitaciones, mi campeón! —exclamé—. ¡Qué niño tan bueno e inteligente eres! Toma. —Le entregué un dulce que traía—. Es un pequeño premio por tu esfuerzo. Si continuas obteniendo buenas notas, para tu décimo cumpleaños te daré el regalo que quieras.
—¡Gracias, papi!
—Álvaro, ¿otra vez dándole dulces a Ernestico antes de comer? Sabes que no me gusta. —Fue el saludo de Natalia.
—Lo había olvidado, mi vida. Discúlpame.
—Todo lo olvidas… No hay remedio contigo.
—¿Cómo te fue hoy? —pregunté a mi esposa.
—Bien —respondió muy seria—. ¿Y a ti?
—No muy bien, mira…
Le conté todo lo sucedido. Resultó más que obvio que no compartía mi punto de vista. Cuando le dije que redactaría mi carta de renuncia se enojó mucho. Parecía poseída:
—¡¡Pero Álvaro Malquisto, por el amor de Dios!! —gritó—. ¡Cómo se te ocurre siquiera considerar el renunciar! ¿Acaso pretendes que otra vez lleve la carga del hogar? ¿No puedes pensar en alguien que no seas tú?
—Amor, compréndeme… No solo me están pidiendo hacer algo en contra de la ley; también me piden actuar en contra de la moral. ¡Yo no soy un bandido!
—Obvio no. Solo eres un idiota a quien su pretendida autoridad moral llevará a la ruina, junto con su familia. —Ernesto nos observaba. Se veía asustado—. ¿Por qué no piensas en nosotros también? Mira, Álvaro: por tu culpa perdimos los ahorros que teníamos para la casa de nuestros sueños. Los dilapidaste en esas tonterías políticas y ahora que nos levantamos pretendes que otra vez yo cargue con todo.
—Mi vida, no peleemos frente al niño, por favor. Míralo como está —dije al abrazarlo—. ¿Podemos hablarlo más tarde?
—¡No, no podemos! Lo discutiremos en este instante —respondió Natalia. Manoteaba al aire—. Álvaro, haz lo que te plazca; pero quiero tengas muy claro que no estoy dispuesta a cargar sola con el hogar. Si piensas renunciar será mejor que encuentres otro trabajo de inmediato.
La mujer se encerró con el niño en la alcoba principal. No me permitió entrar. Me vi obligado a dormir en el sofá. Aunque dormir fue solo un deseo, pues no pude hacerlo. Perdí el sueño. Pensaba en las palabras de Natalia. Tal vez tenía razón.
A las seis de la mañana en punto mi mujer salió de la alcoba y tomó asiento en el sofá, a mis pies:
—Álvaro, ¿estás despierto?
—Sí —contesté—. No pude dormir.
—Creo que exageré un poco anoche. —Tomó mi mano y la acarició—. Discúlpame.
—No hay nada que disculpar. Tal vez tengas razón.
—¿Entonces no renunciarás? —Una sonrisa iluminó el rostro adormilado de mi esposa.
—No lo sé…
—Amor, eres un hombre íntegro y eso me llena de orgullo; pero mira que tenemos un hijo por quién velar. Tú mismo me dijiste que el senador prometió ayudarte para que no te investiguen o te sancionen. Firma el permiso; nada malo sucederá.
—No confío en ese sujeto —le dije—. Con tal de que le firme el permiso es capaz de prometerme esta vida y la otra; pero te aseguro que una vez lo tenga no le importará lo que suceda conmigo.
—Solo te pido que pienses en el niño y en mí. Confío en que harás lo mejor para nosotros —dijo Natalia para luego darme un beso en la mejilla e ir a ducharse.
Hice lo mismo minutos después. Ernestico entró en la alcoba principal cuando yo me vestía. Fue a regalarme mi beso de buenos días.
—Hola, papi, ¿dormiste bien en el sofá?
—No mucho, hijo.
—Mamá estaba muy enojada contigo…
—Lo sé. —Lo besé en la frente.
—Papi, yo tengo unos billetes y monedas ahorradas para un juguete. Ten. —El niño me entregó su alcancía—. Tal vez con esto no necesites trabajar y mamá no se enojará más contigo.
—Gracias, campeón; pero no es necesario. —Le di un fuerte abrazarlo. Sentí lágrimas en mis mejillas—. Todo estará bien.
—Tómala, por favor.
—No hijo, guárdala. —Le sonreí—. Tranquilo, todo estará bien. —Halé una de sus mejillas con suavidad—. Ahora ve a ducharte; se hace tarde para la escuela.
Ese niño y su madre eran lo más hermoso en mi vida. Natalia tenía razón: había de pensar en ellos.
Pero decidí que mi dignidad e integridad estaban por encima de cualquier cosa. Toda mi vida enfrenté situaciones difíciles y siempre salí avante. Esa no sería la excepción. No me vendería por unas estelas y un trabajo. Era hora de mirar hacia adelante. Tan pronto llegué a la oficina redacté y radiqué mi carta de renuncia. ¡No seguiría a la manada!
Invertí toda la mañana en resolver asuntos pendientes. Le entregaría pronto el puesto a ese alcalde malviviente. Pensaba iniciar en la tarde mi acta de empalme. Lo haría antes de que tuviesen el gusto de mi oficina sacarme. Tan pronto el alcalde definiese un reemplazo me largaría de la alcaldía. Si tenía todo listo para el fin de semana, tal vez la liquidación de mis prestaciones sociales no demoraría más de treinta días. Con ese dinero viviríamos tranquilos por lo menos tres o cuatro meses, mientras encontraba otro empleo. Sonó el teléfono un par de veces:
—Secretario, ¿podría venir a mi oficina? —Era el alcalde quien llamaba.
—Por supuesto. Voy enseguida.
Me dirigí directo al despacho de mi jefe. Pensé que él continuaría faltándome al respeto, o que tal vez presentaría a mi reemplazo. «Ojalá sea lo segundo», pensé.
No fue ni lo uno ni lo otro. El alcalde se veía muy serio, pero me trató con amabilidad:
—Malquisto, tome asiento por favor —dijo—. Acabo de recibir su carta de renuncia.
—Así es, señor. Muchas gracias por la oportunidad brindada.
—Hombre, creo que los dos exageramos. Estoy en extremo conforme con su desempeño y no deseo perder a tan buen secretario. Y por lo que he visto, creo que usted se siente a gusto aquí —dijo. Casi no me dirigía la mirada. La tenía fija en unos documentos que firmaba—. Hagamos de cuenta que nada sucedió.
—Alcalde, cierto es que me siento muy a gusto trabajando con usted y deseo continuar, pero no he cambiado de opinión. —Decidí ser sincero—. No firmaré ese permiso.
—Lo sé, no se preocupe —respondió—. El secretario de Planeación también tiene facultades legales para otorgar ese permiso si usted no está laborando el día de la radicación de los documentos —dijo—. Ya él lo hizo. Usted solo ha de enviarme un oficio solicitando permiso para ausentarse de su despacho el día de ayer. Mi secretaria tiene órdenes para darle el radicado con la fecha en cuestión.
—¿Y la carta de renuncia?
—No será aceptada, ni quedará copia en los registros de la alcaldía.
—¿No está molesto, alcalde? Mire que desobedecí una orden directa suya…
—Un poco. —El tono de su voz decía que mucho—. Pero ya se lo dije: estoy satisfecho con su labor. Eso sí, jamás habrá de desobedecerme de nuevo.
—Tenga certeza de que nunca lo haré en temas laborales, pero… ¿Y sí se presenta otra situación como ésta en el futuro?
—Me quedó claro que no puedo contar con usted para estas cosas. —El alcalde me miraba a los ojos. Los suyos parecían dos pelotas de golf con grandes puntos negros. Por algo lo apodaban el búho—. Trataré de nunca más molestarlo con algo fuera de la ley, se lo prometo.
—Gracias, alcalde…
—No me agradezca —respondió—. Solo deseo que continúe trabajando tan bien como hasta ahora. A propósito, ¿cómo va el tema de la licitación para la compra de las patrullas? —preguntó con especial interés—. Si tardamos mucho en adjudicar podrían quitarnos los recursos. Al gobierno del presidente Gómez le quedan pocos meses.
El búho me tuvo en su despacho por casi una hora. No se veía del todo cómodo conmigo, pero solo le restaban dieciocho meses al frente del primer cargo de la ciudad, y por la secretaría de gobierno habían pasado ya otras tres personas. Creo que el alcalde no deseaba más inestabilidad en su gabinete. Sentía que el ocaso de su administración llegaba. Si esa situación se hubiera presentado al inicio de su mandato, me hubiese despedido sin pensarlo.
A la una de la tarde en punto salí a almorzar. Acostumbraba comer en un pequeño restaurante ubicado cerca a la alcaldía. La comida allí era sabrosa y económica. Los demás secretarios de despacho preferían ir aexclusive, el restaurante de moda. Era su obsesión el aparentar éxito en todo momento. Yo no gustaba de dilapidar el dinero, pero esa tarde decidí celebrar que todo resultó bien y no fui despedido, por lo cual acudí aexclusive. Estaba muy contento. Pero mi alegría duró poco: tropecé en la entrada del restaurante con el senador Barreras y con Guillermo, el secretario de planeación. Salían juntos del lugar. Se veían felices; como si hubiesen asistido a una buena función.
—Álvaro, compañero, ¿cómo estás? —me dijo Guillermo.
—Muy bien, secretario. ¿Y usted?
—Excelente…
—Álvaro Alcides, gusto en verte —dijo el senador.
—El gusto es mío, doctor Barreras.
Los tres guardamos un silencio incómodo. Nadie sabía qué decir. El tiempo no avanzaba; parecía en extremo lento.
El secretario de planeación y yo nunca nos llevamos bien; solo charlábamos sobre temas laborales. Ahora que lo pienso, nunca me llevé del todo bien con los demás secretarios de despacho de la alcaldía. Algunos se relacionaban con ilegales. Otros eran poco productivos y solo pensaban en dinero y en política. No eran mi tipo de gente.
—Doctor Guillermo, ¿le molestaría darme dos minutos a solas con Álvaro Alcides? —Barreras decidió eliminar el hielo del ambiente.
—Por supuesto que no, senador —respondió el secretario de planeación—. Tengo miles de asuntos esperando por mí en la oficina. Muchas gracias por el almuerzo —le dijo.
El sujeto se marchó luego de estrechar nuestras manos. Noté cierto aire de burla en su mirada. Me vi tentado a darle un golpe, pero decidí que eso no sería muy cristiano. Era un tipo pequeño y frágil; de un solo golpe le hubiese reventado la quijada. «¿Sabrá algo sobre mi problema con el senador y el alcalde?», me pregunté. «No importa», luego pensé.
—Álvaro, te ruego disculpes mi comportamiento del día de ayer —dijo Hugo Barreras tan pronto estuvimos solos—. Me excuso por los problemas que te haya causado.
—No se preocupe, senador —contesté—. No tiene por qué disculparse.
—Álvaro, todo el mundo habla maravillas sobre ti. Tienes encanto y personalidad. —Barreras me dio una suave palmada en el hombro—. Por alguna extraña razón que no comprendo, me simpatizas mucho. Quisiera darte un buen consejo, si me lo permites.
—Por favor, Hugo. Adelante…
—Si en verdad consideras hacer política en Sahurí, deja a un lado tu moralidad extrema. Admiro mucho tu decencia y honestidad, pero de continuar así perderás sin remedio —dijo el sujeto—. Piénsalo.
—Se puede ser político y tener ética —dije—. Las dos cosas no tienen por qué ser excluyentes.
El senador sonrió. Luego a los ojos me miró:
—¿Y quién dijo que la ética tiene algo que ver con la política? —dijo—. Sé que no me tienes en buen concepto, pero ten presente mi consejo.
—Así lo haré. Muchas gracias. —En realidad desprecié sus palabras, pero no deseaba más problemas.
—Me gustaría invitarte a mi hacienda en el pueblo. Este fin de semana daré una fiesta y me encantaría verte por allá.
—Gracias. Haré todo lo posible por asistir. —Mentí.
—Bueno, no te robo más tiempo. Nos vemos luego —dijo el sujeto al estrechar mi mano. Alcanzó a dar unos tres pasos antes de girar de nuevo hacia mí—. Por cierto, Álvaro: ¿sabes qué todo salió como te lo dije? Tengo el permiso en mis manos y otra persona disfrutará del dinero. ¡Y todo por la mitad de la suma que le ofrecí!
Ordené el plato más costoso y en teoría sabroso de la carta. No lo disfruté. Parecía como si hubiese comido carne de ratas. Las palabras del senador me dejaron intranquilo y decepcionado. Intranquilo porque sabía que ese permiso le traería problemas a la administración municipal; decepcionado por descubrir con que clase de buitres corruptos trabajaba. «Al diablo, ese no es mi maldito problema; yo no firmé el permiso», pensé. Pagué la cuenta y salí del restaurante, pues había de regresar a la oficina. Llamé a mi esposa a su teléfono celular para contarle que todo había salido bien. No lo contestó. La imaginé en una audiencia en los juzgados, o atendiendo a un cliente. Confiaba en ella, pero en ocasiones terribles pensamientos se paseaban por mi mente…
Guardé mi teléfono en el bolsillo, pero tuve que sacarlo de repente. Sonó. Era un número sin identificar. Nunca contestaba llamadas de números desconocidos, pero, por alguna razón, decidí atender esa:
—¿Hola? —dije.
—Doctor Álvaro, buenas tardes.
—¿Quién habla?
—Emilio Estrada. No me diga que mi voz le resulta extraña.
—Don Emilio, que pena; no lo reconocí.
—Lamento llamarlo desde otro número de teléfono, pero en vista de que no atiende mis llamadas, ni responde a mis mensajes…
—Sí, lo sé; discúlpeme por favor. Es que en estos días he estado en extremo ocupa…
—No me interesan sus disculpas, doctor—interrumpió el hombre—.Lo que me interesa es mi dinero. Mire, Malquisto; yo lo aprecio mucho, pero no puedo esperarlo más. Han transcurrido casi tres años y usted todavía me adeuda tres mil quinientas estelas más intereses—gruñó—.En total son cuatro mil quinientas. Dígame, ¿para cuándo las espero?
—Don Emilio, deme un par de meses más. Ya le estoy juntando el dinero y espero no demorar más de dos meses para estarle cancelando —contesté.
—Tiene dos semanas, doctor Álvaro. Ni un día más, ni un día menos. Sé que usted es el secretario de gobierno de la capital del departamento y que tiene mucho poder, así como varios policías cuidándole la espalda las veinticuatro horas del día—dijo el hombre—.Pero usted no va a estar en ese puesto toda la vida, ni su familia estará vigilada todos los días. Recuerde: dos semanas. Será mejor que en quince días me pague; usted solo me conoce la sonrisa…
—¿Me está amenazando, don Emilio?
—Tómelo como quiera. Quince días…
El sujeto terminó la llamada. Emilio Estrada Martí era un prestamista de Sahurí, quien en el pasado fue un buen amigo mío. No era una amistad muy sana. Cuando mi amigo Efraín y yo vimos que teníamos altas probabilidades de ganar la alcaldía del pueblo, pero nos quedábamos sin dinero, decidimos solicitarle un préstamo de siete mil estelas. Efraín murió y yo tuve que asumir las deudas. Nuestros acreedores cayeron como buitres sobre mí. Ya había cancelado todo excepto las restantes tres mil quinientas estelas de Estrada Martí.
Mi esposa y yo teníamos ahorrado algún dinero con el fin de comprar la casa de nuestros sueños, pero alternativa no veía. Tendría que pagar a ese sujeto todo cuanto le debía. No había remedio. Se rumoreaba que Estrada Martí contrataba los servicios de bandas criminales para cobrar sus deudas. Sería mejor no arriesgarme, sería mejor conservar mi vida. ¡Mi familia estaba de por medio!
La pelea de esa noche con Natalia fue la peor que tuvimos en años. Se opuso rotundamente a que sacara las cuatro mil quinientas estelas de la cuenta de ahorros para pagarle al prestamista. Otra vez tuve que dormir en el sofá. No valieron súplicas ni explicaciones; ni siquiera el hecho de que nos habían amenazado. La respuesta de Natalia fue: «yo no lo mandé a joder con políticos; usted verá como responde por ese dinero». Otra noche sin dormir; otra noche desvelado.
—Papi, papi… ¿estás dormido? —Hacia las dos de la madrugada sentí la voz de mi hijo en el oído.
—No, hijo… ¿Qué haces tú despierto a ésta hora?
—No puedo dormir —dijo preocupado—. No me gusta que tú y mami peleen tanto. ¿Por qué lo hacen?
—Cosas de adultos, hijo.
—Esas cosas de adultos son una tontería. Mejor deberían comportarse como niños. —Una sonrisa atisbé en su rostro—. Nosotros no peleamos tanto.
—Ja, ja, ja. Creo que tienes razón.
—¿Se van a divorciar?
—¡Por supuesto que no! —le dije—. ¿De dónde sacas semejante idea?
—Los padres de Juanito Peña, mi mejor amigo, se divorciaron hace poco —respondió—. Juanito me dijo que ellos peleaban de día y de noche.
—Mira, Ernestico, tu mami y yo peleamos mucho últimamente, pero nos queremos con el alma. Nunca nos separaremos. Las peleas son normales en las relaciones entre adultos —dije al abrazarlo—. Te lo juro: no tienes nada por qué preocuparte. Tu madre y tú son lo mejor que tengo en la vida; los amo con el alma y nunca permitiré que nuestra familia se separe.
—¿Me lo prometes, papi?
—Te lo prometo, mi amor.
—Gracias. —Mi hijo sonrió. En esos años creía en mi palabra.
—Dime, Ernestico, ¿estuviste en la tarde con mami?
—Sí. Ella y Laura me recogieron en el colegio y luego me llevaron a comer helado.
—¿Laura? ¿Quién es es Laura?
—¡Ay, papi! —El niño manoteó al aire—. Con razón mi mamá te pelea tanto. ¡Ni siquiera le prestas atención! Laura es la nueva mejor amiga de mi mamá —dijo—. Son compañeras de trabajo y pasan mucho tiempo juntas. Mi mami te habla mucho de ella.
—Ah, es cierto. —Lo recordé—. Creí que el nombre de la amiga de tu mami era otro. —Mi hijo tenía razón: no le prestaba a Natalia la suficiente atención—. Bueno, Ernestico, vete a dormir; ¡mira la hora!
—Como digas, papi. Trata tú también de dormir.
Lo intenté, pero no pude. Hacia las cinco de la mañana sentí que Natalia tomaba una ducha. Decidí hablarle. Su mal humor casi siempre desaparecía en las mañanas:
—Amor, ¿todavía estás enojada? —pregunté. La abordé tan pronto salió del cuarto de baño.
—Un poco. No puedo creer que desees gastar nuestro dinero en política otra vez.
—Mi vida, ya te lo expliqué anoche: no es en política, es en una vieja deuda de la campaña pasada.
—Es lo mismo —me dijo.
—Bueno, no quiero pelear más contigo; ya veré que resuelvo. —Me desnudé. También debía ducharme—. Dime, ¿por qué te levantaste tan temprano?
—Debo asistir a la audiencia de imputación de cargos de un cliente en la zona bananera al medio día. Tengo el tiempo preciso.
—¿Irás sola? —pregunté—. El viaje es muy largo y la carretera peligrosa.
—No te preocupes; Laura irá conmigo —respondió. Secaba su cuerpo para vestirse—. Entre las dos llevamos el caso.
—Me lo hubieras dicho. Hubiese pedido permiso para acompañarte.
—Te lo mencioné hace una semana. Parece que no me escuchaste —dijo algo molesta. No podía dejar de mirarla. A pesar de los años era una mujer todavía atractiva—. Típico de ti, Malquisto.
—Déjame llamo al alcalde y le pido permiso para faltar hoy a la oficina —insistí—. Es mi deber acompañarte.
—No. —Mi esposa levantó un poco el tono de su voz—. Ya te dije que iré con Laura. No preocupes por mí, estaremos bien. No me esperes despierto…
La mañana en el trabajo fue igual de pesada que de costumbre: reuniones, revisar presupuesto e informes, atender a subalternos, responder llamadas, firmar cientos de papeles… lo de siempre. Mi esposa me preocupaba, pero hacia el mediodía llamó para decirme que había llegado bien. No hablamos por más de un minuto. Sentía que por esos días nuestra relación se deterioraba. No hablábamos, no hacíamos el amor y por todo peleábamos. Nada cambiaba. En algo tendría que pensar para reavivar la magia en nuestro matrimonio.
Después de terminar la llamada de Natalia decidí salir a almorzar, pero me detuvo el malvado teléfono de mi oficina. En verdad odiaba ese aparato. Me hacía pasar malos ratos. Decidí levantar la bocina:
—Doctor, su hermano está aquí—dijo mi secretaria—.¿Lo hago pasar?
—¡Por supuesto! —exclamé.
Cuatro meses habían pasado desde la última vez que lo vi. Y ese último encuentro no fue muy agradable. Gonzalo estuvo insoportable. Siempre lo apoyé en todo, pero me vi obligado a criticar su estilo de vida y a pedirle entrar en rehabilitación. Su respuesta fue correrme de la habitación. Nunca me molestó su orientación sexual, incluso lo defendí ante ese bárbaro troglodita que teníamos por padre; sin embargo, su afición por las drogas y el alcohol lo llevaba, lenta pero inexorablemente, a la tumba.
—Gonzalo, que sorpresa —le dije.
—Álvaro, gracias por recibirme —respondió—. Sé que estás muy ocupado.
—Siempre tendré tiempo para ti, hermanito. —Me levanté de mi sillón para darle un fuerte abrazo—. ¿Cómo has estado?
—Bien.
Su mirada dijo lo contrario. No solo me mostró la ya habitual tristeza que emanaba de su ser; también confesó vergüenza y preocupación. Mi hermano menor toda la vida fue un hombre triste y atribulado. Desde su más tierna infancia mostró afinidad por los asuntos de mujeres. Nunca le gustaron las peleas, las malas palabras, los escupitajos, las bromas pesadas, los coches de juguete… Siempre prefirió la compañía femenina, pero no como la deseamos los machos. Gustaba de jugar a las muñecas, de usar un lenguaje elegante y de las artistas pop de moda. También de las elegantes bodas. No tenía un solo amigo hombre y no jugaba al fútbol u otro deporte.
Todo empeoró en la adolescencia. Sus notas en el colegio eran muy bajas y siempre se metía en problemas, por lo cual ese demonio que nos engendró lo molía a golpes con frecuencia. Pero mi hermano fue valiente. Decidió enfrentar al mundo y a nuestro progenitor. Salió del clóset y lo confrontó para confesarle, frente a frente, que era homosexual. Ese bárbaro casi lo mata a golpes. ¡Era un criminal! Solo la intervención de mi madre, y un par de patadas que me atreví a propinarle, lo impidieron. Nos corrió de la casa sin que lágrimas y súplicas de mi progenitora le importasen.
Gonzalo era la viva imagen del ser que tanto odié. Irónico. Lo negó y medio mató por confesarle su homosexualidad, pero no había en el mundo persona más similar a él. Tal vez esa era la razón por la cual lo despreciaba con locura: veía en su hijo lo que tanto miedo le producía. Mi padre era un imbécil y un patán. Con frecuencia nos golpeaba y maldecía. En verdad lo detesté. No imaginan como disfruté de nuestro último encuentro: el verlo sangrar; el verlo suplicar…
Mi hermano y yo contábamos con dieciséis y diecinueve escasos años cuando nos vimos obligados a enfrentar al mundo. Lo hicimos con valentía y honor rotundos. Trabajamos de sol a sol para pagar por la comida y un techo sobre nuestras cabezas. Mi madre, nuestra guía y cómplice, no nos abandonó a la suerte. Pagó por nuestros estudios profesionales y nos cuidó hasta su muerte. Yo terminé, con mucho sacrificio, la carrera de abogado y obtuve un empleo en el sector público. No así mi hermano. Se interesó más por las fiestas y el licor que por su futuro. Nunca tuvo una pareja estable. Su mundo era oscuro. El pobre jamás pudo vencer a los demonios que habitaban su cuerpo humano. En su corazón anhelaba ser un macho como nuestro padre y eso lo hacía sufrir. En cierta ocasión, muy borracho, me lo confesó con lágrimas en sus ojos. Las fiestas, el alcohol, las drogas y la promiscuidad fueron la forma de acallar sus frustraciones, anhelos y temores.
Gonzalo resultó ser un hábil comerciante y prosperó con un negocio de venta de artículos electrónicos. Fueron muchos los años en que el dinero no fue una preocupación para él. Pero despilfarró todo cuanto tenía con su cuestionable estilo de vida. Siempre temí que le contagiaran el sida. Traté de que entrara en razón y adoptara una existencia tranquila. No me escuchó. Me corrió de su casa y dijo no desear verme de nuevo. Ese había sido nuestro último encuentro.
—Álvaro, yo… discúlpame por cómo te traté la última vez en que nos vimos —dijo—. No era yo mismo.
—No hay nada que disculpar.
—Siempre has sido bueno conmigo y me has apoyado en todo. Nunca debí tratarte en esa forma.
—No te preocupes por eso. —Lo abracé de nuevo. Me impresionó lo flaco que estaba. De seguro seguía en las drogas. Su rostro, adornado por una barba fea y descuidada, así como por unas ojeras enormes, lo confirmaba—. Y dime, hermano, ¿cómo van tus cosas?
—No muy bien —respondió—. Perdí mi casa la semana pasada. El banco me la quitó por incumplir los pagos de la hipoteca.
—No sabes cuánto lamento escuchar eso —le dije. En verdad lo hacía—. ¿Y en dónde te quedas? Puedes venir a mi casa, si lo deseas.
—Te lo agradezco, pero no es necesario. Me quedo en casa de un amigo.
—Te veo aún más flaco de lo que estabas en nuestro último encuentro. ¿Estás comiendo bien? —Sabía que la comida no era el problema, pero no deseaba provocarlo.
—Un poco…
—Mira, Gonzalo, sabes que te quiero con el alma; no tienes idea de cuánto de duele el verte así —le dije al posar mi mano en su hombro. Aunque más que un hombro parecía hueso—. Permíteme ayudarte.
—Por eso vine. Necesito de tu ayuda.
—¡La tienes, hermano! —exclamé—. Dime qué puedo hacer por ti.
—Álvaro, me van a matar por una deuda de tres mil estelas…
—¿Qué?
—Soy un idiota, hermano. ¡Te he decepcionado! No solo a ti; también a nuestra difunta madre. —Gonzalo lloró como una Magdalena—. No terminé mis estudios, soy un maricón sin un hogar y despilfarré todo mi dinero. ¡Doy pena ajena! La adicción por la heroína está por terminar conmigo. —Mi pobre hermano no me daba siquiera la mirada—. Alguien quien se decía mi amigo me facilitaba la droga aunque no tuviese dinero para pagarla. Siempre decía «tranquilo, luego me cancelas», pero ahora está cobrando la deuda y ha amenazado con matarme sino le pago en dos semanas.
—¡Eso nunca sucederá! —exclamé—. Dime todo lo que sepas de él y te aseguro que hoy mismo la policía te lo quitará de encima.
—¡No, hermano! —gritó Gonzalo. Estaba nervioso y asustado—. Ese tipo tiene amigos mafiosos y trabaja para una de las bandas criminales más peligrosas de la ciudad. No importa que tú seas el secretario de gobierno y tengas mucho poder; tarde o temprano me matarán si acudimos a la policía.
—Hermano, por favor entiende… A esos bandidos debemos caerles con todo el peso de la ley. Deja el asunto en mis manos. —Le sonreí—. Te prometo que todo estará bien.
—¡No! —gruñó—. Hagamos de cuenta que no solicité tu ayuda; trataré de resolver esto solo. Nos vemos, hermano. —Gonzalo me dio un abrazo y se dirigió hacia la puerta para marcharse.
—Hermanito, ven; no te vayas. Está bien, no acudiré a la ley. —Suspiré—. Dime entonces cómo puedo ayudarte.
—Esperaba que me prestases las tres mil estelas para pagar la deuda.
—Gonzalo, me gustaría hacerlo, pero no tengo esa cantidad de dinero.
—Álvaro, por favor ayúdame. Te juro que te pagaré. Estoy vendiendo mi negocio —dijo mi hermano. El pobre no había parado de llorar—. Tan pronto lo haga te devolveré el dinero y con intereses.
—No es eso. Te juro que no los tengo. Yo también debo pagar una deuda en un mes y no sé cómo lo haré —contesté mientras ambos tomábamos asiento en la mesa de reuniones. Le serví un vaso con agua para que recuperase la calma—. Te diré que: dame una semana. Trataré de conseguirlos.
—Discúlpame por traerte problemas, hermano.
—No hay nada que disculpar. Eres mi hermanito y te quiero con toda el alma. Siempre acudiré en tu ayuda —dije—. Pero quiero que me prometas algo.
—Cualquier cosa…
—Luego de que paguemos el dinero entrarás en el programa de rehabilitación que te había mencionado.
—Lo haré, hermano; lo haré por ti.
—No, no lo hagas por mí —le dije—. Hazlo por ti y por nuestra madre que nos cuida desde el cielo.
—¡Te lo prometo!
Invité a Gonzalo a almorzar y luego lo acompañé a la casa de su amigo. Sin esperarlo me enfrentaba a otro problema de dinero. Y tendría que resolverlo, pues no arriesgaría su vida.
Traté de concentrarme en mi trabajo, si bien me resultó imposible. El problema de dinero de mi hermano, y el mío propio, no me lo permitieron. Lina Arenas anunció que un importante comerciante de la ciudad había acudido a verme. No deseaba atender a nadie, pero recordé que yo mismo autoricé la cita. No pude negarme.
—Doctor, buenas tardes. —Saludó el sujeto.
—Buenas tardes, caballero. Siéntese por favor. —Le señalé un sillón.
—¿Cómo ha estado? —preguntó.
—Muy bien —respondí de mala gana. Quería terminar la cita tan rápido como fuese posible—. Dígame, ¿en qué puedo servirle?
—En primer lugar quisiera agradecerle por recibirme, doctor Malquisto. Y déjeme decirle que en persona se ve usted mucho más alto, guapo y delgado que en los noticiarios.
—Gracias… ¿en qué puedo servirle?
—Doctor, recién adquirí un local en el centro; justo enfrente de la portería sur de la universidad de San Mártir. Deseo abrir un establecimiento de entretenimiento para adultos con venta de licor. Me dicen que necesito de un permiso de funcionamiento que expide esta secretaría, pero me lo negaron —manifestó. Yo traté de alejar mi rostro del suyo tanto como fuese posible; no solo por lo grotesco que me resultaba, sino también por el aliento nauseabundo que de su boca exhalaba— . Tal vez usted podría ayudarme. Me han dicho que es el funcionario más amable de esta alcaldía.
—Lo siento, pero en esa zona no están permitidos esa clase de negocios.
—No entiendo, doctor. Me enteré de que hace un par de días le dieron autorización a otra persona para el funcionamiento del mismo tipo de negocio. ¿Por qué a mí no?
—Lo siento, caballero; no es posible.
—Mire, sé como funcionan las cosas con ustedes. —El sujeto se acercó para hablarme al oído. Su aliento, caliente y repulsivo, me produjo tal asco, que deseé el arrojarlo de un empujón por la ventana de la oficina—. ¿Cuántas estelas son necesarias para que usted me expida el permiso?
—¿Está insinuando un soborno, señor? Déjeme decirle que el cohecho es un delito muy grave —contesté.
—Usted solo dígame cuánto necesita…
—Será mejor que se retire, caballero. Le deseo una feliz tarde. —Tomé unos documentos de mi escritorio y fingí leerlos.
—Oiga, gran pendejo —dijo el hombre ya fuera de sí—; tengo los mismos derechos que el sujeto al que le dieron el permiso. ¡O me soluciona usted el asunto, o mañana mismo lo denuncio en la procuraduría!
—Haga lo que estime conveniente, apreciado ciudadano. —Como funcionario público estaba obligado a guardar la compostura—. Yo no firmé el permiso, así que puede denunciarme dónde quiera: policía, procuraduría, corte suprema… ¡Hasta con el mismísimo presidente Gómez!
—Hablaré con el búho. —Me regaló una sonrisa burlona; de esas que tanto me molestan—. Su jefe es un buen amigo mío.
—Bien pueda hacerlo. ¿Desea que lo acompañe? —Me levanté de mi sillón—. Créame que me encantaría.
El sujeto guardó silencio por unos instantes. Comprendió lo inútil de su rabieta y trató de calmarse. Tomó asiento de nuevo, y me dijo:
—Doctor, discúlpeme. Es solo que… Es la impotencia que me produce el que a otro le hayan expedido el permiso y a mí, que siempre pago cumplido mis impuestos, me lo nieguen de tajo.
—Créame que lo entiendo; pero se lo repito: no fui yo quien expidió el permiso.
—Doctor, ayúdeme con eso. —Casi suplicó—. Estoy dispuesto a colaborarle con cuatro mil estelas…
Por primera ocasión en mi vida consideré el aceptar un soborno. Con ese dinero podría sacar a mi hermano del problema en que se había metido. Sin embargo, mi integridad y moralidad estaban fuera de discusión. Me negué ofendido:
—Lo siento, señor. Ya le dije que el soborno es un delito. —Fue mi respuesta.
—Si usted no firmó el maldito permiso, ¿entonces quién?
—No lo sé… Pregúnteselo a la persona que lo solicitó. Quien lo haya firmado no es algo que me interese, la verdad.
—Bueno, gracias por nada. —El sujeto salió furioso de mi oficina, no sin antes amenazar de nuevo con los entes de control.
«Bien decía yo que ese maldito permiso traería problemas», pensé.
No terminaba de pasar el mal sabor de boca que me dejo la visita de tan desagradable sujeto cuando recibí una llamada de mi esposa:
—Hola, amor, ¿cómo te fue? —pregunté.
—Acabamos de sufrir un accidente.
—¡¿Qué?! —Mis piernas temblaron—. ¿Estás bien?
—Sí. Laura y yo estamos bien. Solo tenemos un par de raspones y moretones.
—Gracias a Dios todopoderoso —respiré aliviado.
—Pero el auto está destrozado…
—Eso no importa, mi vida; lo importante es que estás bien. Tranquila, el seguro cubrirá los daños.
—Álvaro, la verdad es que no lo pago desde hace mucho tiempo…
—¡Por el amor de Dios, mujer! —grité—. ¡¡En qué demonios pensabas!!
—No quiero hablar de eso en este momento. Solo ven a recogernos.
Así lo hice. Conduje tan rápido como pude, pero me tomó tres horas llegar al sitio del accidente. Por fortuna, Natalia y su amiga estaban bien. No perdieron ni un solo diente. Solo ganaron unos cuantos raspones. El coche quedó muy maltrecho. El tipo del servicio automotriz nos dijo que el arreglo costaría unas quince mil estelas; casi la tercera parte del costo de un automóvil nuevo de la misma marca y referencia. Estaba furioso, pero decidí no reclamarle a mi esposa hasta estar solos en casa. Después de todo, pelear también es una ciencia. Podría discutir tranquilo con ella, pues Ernestico se encontraba en casa de su mejor amigo y dormiría allí.
—Natalia, ¡en qué diablos pensabas! —grité—. Me alegra que estés bien; no hubiese soportado el verte herida en un hospital. —Cierto era—. ¡Lo que no entiendo es por qué demonios dejaste de pagar el seguro!
—Necesitábamos ahorrar dinero para la casa y nunca pensé que tendría un accidente… lo siento.
—Decir lo siento no arreglará la situación —dije molesto—. Tu coche quedó destrozado y el arreglo costará mucho dinero; una suma de la cual no disponemos.
—No te preocupes —me dijo—, lo repararemos con algo del dinero que tenemos ahorrado.
—¡Cómo crees! —La encaré—. Si yo no lo puedo tocar, tú tampoco.
—¡No lo utilizaré para tonterías, pedazo de imbécil! —gruñó—. No voy a malgastarlo en política como quieres hacerlo tú; yo lo utilizaré en algo necesario.
—¿Te parece una tontería pagar la deuda y que no me hagan daño? —repliqué—. ¡Mi vida es más importante que un coche!
—Si mal no recuerdo, casi todo ese dinero es mío. ¡Lo ahorré mientras perdías el tuyo en en la maldita política! —Se atrevió a darme un ligero empujón—. Hago con mi dinero lo que se me viene en gana.
—Hasta dónde sé, todo lo que tenemos, sin importar quién lo compró o ahorró, es de ambos. ¡Esto es una sociedad conyugal!
—Piensa lo que te dé la maldita gana… el dinero es mío, y repararé mi coche con él —dijo Natalia. Su voz y postura eran desafiantes.
—¡No permitiré que me faltes al respeto, mujer! —grité—. Hace mucho tiempo vienes haciéndolo y ya estoy cansado.
—¡Te dije que hicieras lo que te dé la gana! Es por tu culpa que enfrentamos esta situación… Si no hubieras insistido en hacer política con ese fracasado y loco amigo tuyo, tendríamos ya la casa de nuestros sueños y una mejor posición económica —gritó—. Tú despilfarras el dinero a manos llenas y somos nosotros, tu familia, quienes debemos sufrir las consecuencias. ¿Y acaso piensas en tu esposa? ¡Mis mejores amigas se casaron con tipos inteligentes que solo piensan en hacer dinero y en cuidar a su familia! —Natalia se haló por los cabellos—. Pero mírame a mí: ¡me casé con un imbécil cuya supuesta moralidad está por encima de todo! Y para rematar, eres un idiota soñador al que le gusta perder el dinero haciendo política honesta. —Por primera ocasión en todos nuestros años de casados vi desprecio en su mirada—. Te tengo noticias, Malquisto: ¡los políticos de verdad no son tan idiotas como tú!
—¡Perdóname por ser un hombre honesto! —gruñí—. No importa lo que digas: ¡yo jamás seré un ladrón! Si un día decido hacer política de nuevo, verás como gano sin abandonar mi moralidad y honestidad. —Perdí la paciencia—. ¡Ya lo verás, maldita bruja!
—¡¡Pues tú y tu honestidad pueden irse al mismísimo infierno, maldito perdedor estúpido!!
Luego de gritarme Natalia se encerró en nuestra habitación. Fue la tercera vez en menos de dos semanas en que me vi obligado a dormir en el sofá. Los problemas parecían no acabar. Lo único que me reconfortaba era el hecho de que nuestro hijo no había presenciado tan terrible pelea. Me sentí miserable. También fracasado y vulnerable. Recordé que había comprado una botella de whisky. Lo hice el día en que pasé mi carta de renuncia a la secretaría de gobierno de San Mártir. La destapé y bebí un par de tragos. Varias horas después caí en un sueño loco y profundo.
Recuerdo estar en compañía de mi hermano Gonzalo. En el sueño caminábamos alegres por las calles polvorientas de San Juan de Sahurí. Reíamos. De repente el cielo se oscureció, y una sombra negra y de baja estatura nos amenazaba y perseguía con un machete. La sombra tenía figura humana, pero no se distinguía su rostro. El tono de su voz no me resultaba familiar, pero tampoco me era del todo extraño. Nos gritaba: «maricones, son una decepción para este pueblo». Corrimos. Yo lo hice con rapidez y pude escapar, pero no así Gonzalo. La sombra lo apuñaló con su machete y mi hermano desapareció. Fui directo hacia la silueta para tomar venganza. En mis manos, de repente, apareció un arma de fuego. Le disparé a mansalva. La sangre negra corrió abundante por las calles como un río caudaloso. Lo creí el final, pero no. La sangre, amorfa, se levantó y clamó por justicia. Escuché que decía: «¡dame mi venganza, señor de los infiernos!», y luego una multitud de pequeñas sombras, iguales a la primera, se levantó del suelo. Estaban hechas de la sangre derramada. Una de ellas me apuñaló con un machete, pero, en lugar de desaparecer como mi hermano, me convertí en una sombra. Pensé que moriría. En realidad lo hacía. Un rayo apareció en el cielo y lo iluminó por completo. Vi arco iris por todos lados, y de ellos emergió un unicornio: su cuerno era enorme; casi del mismo largo que su cuerpo. Y grueso como el tronco de un árbol adulto. El animal estaba adornado por un bello pelaje multicolor: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta… ¡Era una criatura hermosa!
El unicornio voló hacia mí para tocarme con su magnífico cuerno. Tan pronto lo hizo sentí el volver a la vida. Luego me dijo: «no temas, monta en mí». Así lo hice. Sentí paz y tranquilidad al montarlo. Antes de escapar la criatura apuñaló con el cuerno a cada una de las sombras y las hizo desaparecer. Fue ahí cuando desperté. «Vaya sueño loco», pensé.
Cuando desperté eran las seis de la mañana. Me poseyó un terrible dolor de cabeza. Al pasar varios años sin probar una copa mi cuerpo había perdido su tolerancia al alcohol. Fui a la cocina en busca de una aspirina y un vaso con agua. Al salir de allí encontré a Natalia. Esperaba por mí en el sofá:
—Hola —dije en voz baja.
—Buenos días —respondió ella—. ¿Estás enojado?
—No. La verdad, más que enojado, estoy decepcionado. No creí que me considerases un perdedor.
—Lo siento, Álvaro, en realidad no quise decirte eso. Créeme, no eres un perdedor.
—¿Entonces por qué dijiste cosas tan terribles sobre mí?
—Por el estrés que me causó el accidente, y el hecho de que parecías más preocupado por el coche que por mí.
—Sabes que te amo. Eres tú quien me preocupa y no un pedazo de chatarra. Creo que los problemas de dinero que tenemos me obligaron a decir cosas que no siento —dije—. Pero te diré que: no solo resolveré nuestros problemas financieros por mi cuenta. También conseguiré el dinero para reparar tu automóvil.
—¿De verdad, Álvaro?
—Sí, confía en mí. —Acaricié su rostro—. Pero nunca vuelvas a faltarme al respeto como anoche. Me ofendiste.
—Lo sé, cariño. Discúlpame si te ofendí. ¿No peleemos más, te parece? —dijo mi mujer al acariciar también mi rostro—. Te prepararé el desayuno.
—Preferiría que antes me dieses el postre —dije mientras tocaba su entrepierna.
—Cariño, ahora no. Me duele todo el cuerpo por el golpe en el coche. —Mi esposa no mostraba el más mínimo interés en hacer el amor conmigo.
—Creí que no tenías dolencias…
—No, nada grave; pero siento como si hubiese corrido una maratón.
—Esto sí me molesta, Natalia. Hace más de un mes que no hacemos el amor. Cuando te busco, encuentras cualquier pretexto para rechazarme. —Cierto era, siempre me rechazaba—. Parece como si no me deseases. ¿Sucede algo?
—¡Cómo crees, mi amor! —dijo al besar mi mejilla—. Entiéndeme, por favor. Te diré que: dame un par de días para reponerme del golpe y te lo compensaré. ¡ Juro que valdrá la pena esperar!
No tuve alternativa. Tal vez Natalia decía la verdad. Tal vez solo tenía un malestar físico por el accidente. Pero una idea malsana se abría paso en mi cabeza y carcomía mi pensar: ¿estaría ella adornando mi cabeza con una hermosa cornamenta? Sería mejor prestar atención a los detalles.
El fin de semana, a pesar de mi deseo ardiente por descansar en casa con mi familia, me vi obligado a visitar mi pueblo natal: San Juan de Sahurí. En ese pueblo a orillas del río Peñasgrandes pasé mi niñez y adolescencia. Me marché cuando el energúmeno de mi padre nos corrió de la casa a mi hermano y a mí. Después de eso fuimos a vivir a San Mártir, la capital del departamento. Pero nunca dejé de ir a mi pueblo, pues el viaje en bus desde la gran ciudad no toma más de una hora y treinta minutos. Procuraba ir a Sahurí todos los fines de semana para visitar a mi madre. Por muy ocupado que estuviese lo hacía una vez al mes mientras ella vivió. Tampoco perdí el contacto con mis amigos, y la verdad siempre fui muy querido allí.
Sahurí es un pueblo de unos sesenta mil habitantes. Al contrario de los poblados vecinos, allí la pobreza es poca, pues grandes industrias agrícolas hay asentadas en su periferia. Además de eso, la actividad comercial, así como las industrias de la construcción y la confección, son las locomotoras que mueven su economía. Pero, a pesar de la bonanza económica, la belleza de Sahurí solo es tal para sus residentes. Su mirada hacia el pueblo no dirigían los presidentes. Muchas calles nunca fueron pavimentadas, y las que sí lo fueron se encontraban en mal estado. El pueblo creció de forma desordenada y algunos barrios de invasión no contaban con todos los servicios públicos. Cuestas empinadas y feos callejones dominaban esos sectores. Pasadas administraciones municipales permitieron que se demolieran las bellas casonas coloniales de dos pisos y balcones amplios en madera para dar paso a moles de apartamentos feas y ruidosas. El silencio era poco. Cerca al parque principal hay muchos prostíbulos y las peleas de borrachos son frecuentes en esos lugares los fines de semana.
También existen problemas de microtráfico de drogas. Fueron muchos los muertos debido a las guerras por el control territorial entre bandas delincuenciales. Por fortuna todo terminó cuando las nuevas bandas criminales, como el ERJ, ganaron el control del pueblo. Tal vez ese fue un mal necesario.
El motivo de mi visita a Sahurí era la política. Las elecciones para elegir nuevos alcaldes y gobernadores estaban cerca, y mis amigos y yo deseábamos ganar la contienda electoral. Habíamos de acordar si era prudente lanzar un candidato propio a la alcaldía, o apoyar candidatos de algún grupo político afín al nuestro. Antes de iniciar la reunión con mi equipo político bebí un café con Andrés Samper, uno de mis mejores amigos y el más fiel de mis coequiperos en Sahurí:
—¿Y cómo vas en la capital, Álvaro?
—No faltan los problemas, estimado amigo —contesté—, pero todo marcha bien. ¿Y tú? ¿Cómo va el trabajo con nuestros amigos ingenieros?
—No me puedo quejar… No pagan mucho, pero me respetan.
—Hablaré con ellos —le dije—. Tal vez acepten otorgarte un pequeño aumento.
—Gracias, Álvaro —respondió. No con mucho entusiasmo, la verdad.
—Y dime, Andrés, ¿sabes qué piensan los demás? ¿Desean que vayamos con candidato propio o quieren que apoyemos a alguien?
—No sé si estás enterado, pero el senador Barreras y el alcalde andan de pelea. Este pendejo del alcalde al parecer no le cumplió con algunos porcentajes de contratos al senador y por eso, además de la poca credibilidad y la mala imagen que tiene en el pueblo, hicieron que Barreras le diera la espalda a su grupo político y esté en búsqueda de un candidato para apoyar. Hugo Barreras habla muy bien de ti y de Everardo, y eso le gusta a nuestra gente. —La expresión en el rostro de mi amigo cambió—. Álvaro, el senador quiere apoyarnos. Y sabes que él nunca ha perdido una elección aquí…
—¡Pero cómo pueden siquiera pensarlo! —exclamé indignado—. Barreras es un corrupto. Recibir su apoyo sería traicionar el legado de Joaquín.
—Lo sé, pero eso es lo que quiere nuestra gente —dijo Andrés. Se veía frustrado conmigo—. ¡Están cansados de perder!
—¡No aceptaré el apoyo de ese tipo! —dije al manotear al aire—. ¿Sabes que intentó sobornarme para que le diera un permiso en la capital? Si recibimos su apoyo, nos obligará a saquear las arcas del pueblo cuando ganemos. Una cosa te digo, Andrés: ¡no traicionaré los ideales de Joaquín!
—Nuestra gente está contigo, pero también están decididos a aceptar el apoyo de Barreras. Y creo que es hora de no pensar más en Joaquín Robledo. Todos lo quisimos mucho y creímos en él y en su nueva forma de hacer política, pero ya está muerto —dijo Andrés al posar su mano en mi hombro—. Tal vez es hora de que tú lo aceptes…
—Trataré de convencerlos de no aceptar el apoyo de Barreras. ¡Ellos me escucharán!
—Amigo, te apoyaré en todo —dijo—, pero vas a perder. No es solo apoyo lo que nuestra gente quiere; también es el dinero que nos ofrecen para la campaña a la alcaldía y las campañas al concejo municipal. —Andrés bebió de su café. El de Sahurí era uno de los mejores de todo el departamento—. Hugo Barreras ofreció seiscientas mil estelas para todo.
—¡Seiscientas mil que tratará sean un millón o más cuando ganemos! —Alcé de nuevo mis puños al aire—. ¿Y sabes de dónde saldrán? ¡Pues de la plata del pueblo!
—Todos lo saben, pero a nadie le importa un carajo —respondió Andrés. Era sensato—. La única manera de que salgas victorioso hoy, y nuestra gente no acepte el apoyo del senador, será que demuestres que podemos ganar sin él, y que tienes las seiscientas mil estelas para la campaña. Dime, ¿las tienes?
—No…
Andrés Samper no era un hombre muy brillante; pero esa noche tuvo razón en todo. Mi gente se amotinó. El mensaje que me dieron, por medio de indirectas, fue que si no aceptaba el apoyo del senador, me quedaría solo en una posible aspiración. Y solo no lograría llegar a la alcaldía. Si yo no aceptaba la propuesta de Barreras, el candidato sería Everardo Montes. De nada valieron mis argumentos y mis súplicas; tampoco el invocar el recuerdo de nuestro fallecido líder político. Nadie me escuchó. A todos la memoria de Joaquín les importaba un pito. Yo no quería aceptar la propuesta, pues Barreras no me inspiraba la más mínima confianza. Pero mis amigos sí lo harían, los acompañara o no.
Al finalizar la reunión política me dieron un plazo de dos semanas para decidirme. Dos semanas… Dos malditas semanas tendría para conseguir el dinero que mi hermano adeudaba a los bandidos, el dinero que debía al prestamista y el dinero para costear la reparación del coche de mi esposa. ¡Tenía catorce días para conseguir casi veintitrés mil estelas! No solo eso: también tendría que decidir entre quedarme sin equipo político o aceptar el apoyo del senador Barreras. Serían dos semanas muy duras.
El día lunes hice llamadas telefónicas y visité bancos. Ninguna entidad me otorgó un crédito. En todas las oficinas dijeron que mi historial financiero no era el mejor, pues me había atrasado casi un año en el pago de una obligación. No importó que meses atrás me hubiese puesto a paz y salvo; esos miserables chupa sangre no me ayudaron. ¡Malditos bancos!
La noticia que mi esposa me dio en la noche es que la reparación del automóvil no costaría quince mil estelas. Habríamos de invertir casi veinte mil. No dije nada. Natalia se veía tan feliz… Esa noche su mirada era diferente. Lo fue desde el momento mismo en que le dije yo cubriría los gastos de la reparación del coche. Tal vez en ese momento se sintió protegida por su hombre; tal vez pensó que yo no era un fracasado y algún día habría de darle la vida que ella anhelaba: la de una princesa millonaria.
No pude dormir a pesar de que esa noche me dieron lo que deseaba: mi esposa y yo hicimos el amor por primera vez en casi dos meses. Debo reconocer que no fue la mejor experiencia. Natalia se sintió fría y distante; como si estuviese presente en cuerpo, pero no en conciencia. Pero esa no fue la razón por la cual no pude conciliar el sueño. No pude dormir porque mil pensamientos rondaban al tiempo en mi cabeza. No tenía idea de cómo conseguiría las estelas.
En la mañana del martes, tan pronto tomé asiento en mi oficina, Lina Arenas avisó que el alcalde me esperaba en su despacho. «¿Qué diablos querrá el búho tan temprano?», me pregunté. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en la oficina del alcalde, sentado en la mesa de reuniones, y disfrutando de un generoso desayuno, estaba Hugo Barreras:
—Alcalde, senador; buenos días —saludé.
—Malquisto buenos días —respondió el alcalde con su habitual seriedad.
—¿Cómo estás, Álvaro? —Fue el saludo de Barreras.
—Alcalde, dijo mi secretaria que me necesitaba con urgencia…
—Así es —respondió el búho—. Tome asiento por favor.
Los tres guardamos silencio por unos instantes. Todos nos veíamos incómodos. Barreras se decidió a romper el hielo:
—Álvaro, ¿tu grupo político te dio mi mensaje?
—Sí, senador.
—¿Y qué piensas?
—No he pensado nada todavía.
—Creo que mi propuesta es muy generosa y deberías aceptarla. Si aceptas, serás el próximo alcalde de Sahurí, sin duda alguna. Tienes carisma y el pueblo te quiere. —Barreras devoraba su desayuno: queso, carne, huevos, tocino, tostadas. Era un glotón—. Sé que piensas soy el político más perverso y corrupto del mundo, pero permíteme asegurarte que no es así. Tú conoces poco del verdadero mundo político. Te prometo que hay gente mucho peor.
—Senador, yo…
—No digas nada por ahora, solo piénsalo. Si no aceptas mi ayuda, el grupo político del actual alcalde seguirá al mando. Y mira como tienen el pueblo —dijo al mirarme a los ojos. Los suyos, verdes como el agua de mar poco profunda, eran algo intimidades—. Esa gente no solo me traicionó; prácticamente se robaron el pueblo. Creo que soy el menor de dos males para ti, y tu única posibilidad de victoria.
Barreras tenía razón. Esa banda de ladrones podría ganar las elecciones a pesar de tener una muy mala imagen. Dinero les sobraba para comprar conciencias y corazones. Tal vez el senador era, en efecto, el menor de dos males.
—Luego hablarán de política —interrumpió el búho—. Y déjame decirte, Hugo, que me preocupa el hecho de que desees dejarme sin secretario de gobierno en la recta final de la administración.
—No te preocupes. Yo mismo te traeré un buen reemplazo —arguyó el senador—. Claro, si Álvaro acepta mi ofrecimiento.
—Secretario, no lo mandé a llamar para hablar de política —dijo el alcalde. La paciencia no era su mayor virtud—. Pienso que perdemos el tiempo, pero mi amigo, el senador Barreras, confía en que usted hará lo correcto.
—¿En qué puedo ayudarles? —pregunté.
Tenía curiosidad. Algo grande se traían esos dos entre manos.
—El senador gestionó unos importantes recursos en la capital de la república. El nuevo gobierno nacional financiará un ambicioso programa de seguridad aquí, en San Mártir —continuó el búho—. El presidente López aprobó una inversión de cuarenta millones de estelas en cámaras de seguridad y dotación para la fuerza pública.
—¿Tanto? —interrumpí. Era mucho dinero para un gobierno que apenas arrancaba.
—López acaba de traicionar al ex presidente Gómez —dijo Barreras, quien terminó de comer y se levantó del asiento. Sus movimientos eran lentos, tal vez producto de ese enorme desayuno—. Se ha aliado con los enemigos de su mentor y, según dicen altas fuentes del gobierno, emprenderá un proceso de paz con las ACN. Gómez, peleador e incendiario como es, le acaba de declarar la guerra política a su pupilo. El nuevo presidente no es ningún idiota. —El senador se ubicó junto al búho. Ambos permanecían de pie—. Sabe que necesita apoyos políticos para su naciente proceso de paz y su guerra política con Gómez. Es por eso que compra la lealtad de los senadores con recursos para sus regiones.
—¡Maldito traidor! —exclamé—. Quienes votamos por él lo hicimos solo porque el presidente Gómez lo ungió como su sucesor. ¡No puedo creer que se atreviese a darle la espalda a su mentor!
—Eso en la política es más normal de lo que piensas, Álvaro —respondió Barreras—. Y te recomiendo no hables así de López; necesitarás de sus recursos si eres electo alcalde en Sahurí.
—Basta de hablar de presidentes —interrumpió el búho—. Lo importante es que esos cuarenta millones del gobierno nacional, sumados a los diez que nosotros tenemos para el tema, nos permitirán garantizar la seguridad en un amplio sector de la ciudad. Tendremos que sacar una licitación pública que de seguro será interesante para un sinnúmero de empresas. Ahí es dónde entraría usted…
—Imagino que la licitación será responsabilidad de la secretaría de gobierno —dije—. Mi responsabilidad, para ser más exacto.
—Así es. Mire, Malquisto —dijo el búho sin dirigirme la mirada—, me ha quedado muy claro que no puedo contar con usted para estas cosas, pero Hugo insistió en que le diéramos la oportunidad.
—Ya tenemos un amigo seleccionado para ejecutar el contrato. Es el dueño de una empresa con amplia y reconocida trayectoria en el campo de la seguridad urbana. Mi amigo es prenda de garantía de que todo saldrá bien —dijo el senador—. Pero tememos que alguna otra empresa se meta y nos dañe el negocio. Necesitamos que usted, como responsable del proceso, garantice que nuestro amigo ganará el contrato.
Ya imaginaba yo, mis apreciados conciudadanos, que ese era el meollo del asunto. Querían que su servidor participase en un acto de corrupción. No tuve que pensarlo. Mi respuesta fue un no rotundo:
—Ustedes saben que no me gustan estas cosas. No quiero verme involucrado —les dije. Me levanté del asiento para encararlos con prudencia. Trataba de intimidarlos un poco con mi metro y medio de estatura, pues ambos eran casi diez centímetros más bajos que yo—. Además, no me necesitan. Estoy seguro de que el jefe jurídico de la alcaldía ajustará los pliegos de condiciones para que su amigo se haga al contrato. Él sabe cómo… cómo hacerlo. —Estaba algo nervioso, lo reconozco. De seguro en ese instante el alcalde si me pediría y aceptaría la renuncia—. Siempre lo ha hecho y yo nunca he tenido que mover un dedo o preguntar nada.
—Sí fuese así de sencillo no lo habríamos llamado —arguyó el alcalde—. Usted sabe que estamos en la recta final de esta administración. Ya mis funcionarios no son lo fieles que fueron al principio. El asesor jurídico tiene sus propios amigos contratistas y estoy seguro desea sacar un buen dinero antes de que esto termine.
—¿Y por qué no le pide la renuncia y nombra otro de su entera confianza? —pregunté.
—Ya no hay tiempo para eso y no quiero desestabilizar el gabinete faltando tan poco. —Molesto, respondió el búho—. Además, ese tipo podría abrir la boca o entorpecer el proceso. ¡No queremos enfrentar tal situación!
—Álvaro, soy un admirador tuyo. Admiro tu honestidad y decencia, pero déjame decirte que eres muy inocente —interrumpió Barreras—. No robarás nada; solo garantizarás que las cosas salgan bien. Y en agradecimiento recibirás un regalo: tendrás trescientas mil estelas en efectivo. Piénsalo, es una buena suma.
No sé qué me sucedió en ese momento, mis apreciados conciudadanos. ¡Se los juro, mis piernas temblaron! Y de repente, se sintieron húmedas mis manos. Era una suma muy alta. No solo saldaría todas mi deudas; también tendría el dinero para la cuota inicial de la casa de nuestros sueños, esa que Natalia tanto anhelaba. Pero no. Mi honestidad estaba por encima de cualquier cosa:
—Lo siento, senador —expresé—; no quiero verme involucrado. Alcalde, lo entendería si me pide la carta de renuncia ahora mismo…
—Te lo dije, Hugo. —Fueron las palabras de fastidio del búho.
—Mira, Álvaro, te lo repito: no estamos robando. ¿Acaso asaltaremos a alguien? Solo nos darán una buena gratificación por ayudar a un gran amigo; uno que tiene más experiencia que nadie en el tema de la seguridad urbana. —El senador guardó silencio por unos segundos. Luego sonrió—. Mi amigo incluso nos ha dado un anticipo de la gratificación con el ánimo de que todo salga bien. Toma. —Barreras me entregó un pequeño bolso—. Ahí tienes cien mil estelas. Son tuyas.
Abrí el bolso. La alta suma de dinero en efecto estaba allí. Quedé como hipnotizado al ver los fajos de billetes, verdes y azules, de cien estelas. ¡Se veían tan hermosos todos juntos! No solo eso. Parecían cobrar vida ante mis ojos y decirme que tenían el poder para salvar la vida de mi hermano, para sacarme de mis problemas financieros y para que la relación con mi esposa mejorase. El dinero parecía cobrar vida para que todo fuese mejor para mí. «El dinero es solo papel; no vale la pena renunciar a la moralidad por un fajo de papeles», solía decirme a mí mismo. Pero en ese instante, sin saber el porqué, los billetes fueron mucho más que simple papel. Fueron la respuesta a mis súplicas y representaron la oportunidad de que todo en mi vida fuese mejor. No podía dejar de mirarlos. Su olor, su color; todo en ellos me resultaba seductor. En ese instante comprendí que el dinero, a pesar de no ser muy diferente de una hoja de papel, representa todo lo que los seres humanos buscamos: paz, tranquilidad, comodidad y poder.
—Está bien —dije—. Cuenten conmigo.
—¡Excelente! —Hugo Barreras se levantó de su asiento y estrechó mi mano—. Sabía que podíamos contar contigo. Recuerda que si todo sale bien tendrás otras doscientas mil estelas en tus manos —dijo—. Pero debes ser consciente de que si algo sale mal tendrás que devolver esta suma.
—Eso no sucederá —dije con voz suave y tímida. En mi corazón sabía que obraba mal—. Todo saldrá bien. Confíen en mí.
Y en efecto, todo salió bien. Hice un buen trabajo y el contrato fue adjudicado al amigo del búho y el senador. Recibí las restantes doscientas mil estelas. En mi cara, al recibirlas, sentí rubor. Pagué la deuda de drogas de mi hermano, pagué el dinero que aún debía al prestamista y pagué la reparación -casi total- del coche de mi esposa. También dimos la cuota inicial de la casa de nuestros sueños y nos mudamos al mes siguiente. Era hermosa. Parecía sacada de un cuento de hadas.
Pero los primeros dos meses siempre tuve la impresión de estar recluido en una cárcel fría y gris. Natalia, deslumbrada por nuestro repentino éxito, ni siquiera preguntó de dónde salió el dinero. Quien si lo hizo fue mi hijo. Tuve que mentirle. Me sentí mal conmigo mismo. En ese momento era un político corrupto del montón. «Nunca más», me dije.
Seis meses transcurrieron desde el momento en que acepté la gratificación. Y nunca dejé de sentirme sucio. Odié esa sensación. Mi matrimonio iba bien, aunque nuestra vida sexual era todavía decepcionante. Mi familia me hacía feliz y Gonzalo aceptó entrar en rehabilitación. Todo marchaba como lo planeé en mi mente.
Renuncié al cargo de secretario de gobierno en San Mártir. Si no lo hacía, quedaría inhabilitado para presentar mi candidatura a la alcaldía de Sahurí. Además, la campaña entraba en la época de trabajo duro y había de entregarle casi todo mi tiempo.
Contrario a lo que pensaba, Natalia no se fastidió por mi proselitismo político. En realidad nunca le molestó el que hiciera campaña; se oponía con fiereza a que no llevase dinero a la casa. Como en esa ocasión el dinero no sería un problema, y ya le había entregado treinta mil estelas para los gastos de la familia en los siguientes seis meses, en nada se opuso. En la idea me apoyó, incluso. Decía que, si me elegían alcalde, tal vez nos haríamos ricos de una vez por todas.
—Buenas tardes, caballero. —Saludó el vigilante en la entrada de la hacienda—. Su nombre, por favor…
—Álvaro Alcides Malquisto Suárez.
—Siga.
Esa tarde me entrevistaría con Hugo Barreras en su hacienda en Sahurí. No tuve otra opción más que aceptar su propuesta de ayuda y financiación para mi campaña. Tan pronto lo hice fui aclamado como el candidato único de una alianza multipartidista de caciques electorales del pueblo. Disputaría la administración municipal con el candidato del alcalde de ese entonces. Mi candidatura, cuyo eslogan erapor los sueños de las familias, empezó muy bien; pero se veía amenazada por la gran cantidad de dinero que nuestros adversarios repartían en el pueblo y sus zonas rurales. Las seiscientas mil estelas de mi nuevo amigo no serían suficientes.
—¿Para qué te habrá citado el senador? —dijo Andrés Samper. Mi amigo me acompañaba a todas partes.
—Debe estar preocupado por la campaña. El grupo del alcalde está pisando fuerte.
—No debería preocuparse —replicó mi amigo—. ¡Ganaremos por un amplio margen!
—Eso creía yo, pero esa gente está comprando las elecciones.
—¿Le pagaron al registrador municipal? —preguntó. No comprendió mis palabras—. Ya decía yo que ese doctor no era de fiar.
—No, Andrés; quiero decir que están repartiendo mucho dinero y regalos en el pueblo.
—Ahhh. —Segundos después lo entendió—. Sí, pero no importa. La gente les recibe las estelas y los regalos, pero no van a votar por ellos.
—Recuerda lo sucedido hace cuatro años —le dije—. Creímos que así sería, y mira lo que pasó…
Llegamos a la casa principal de la hacienda. El senador Barreras se encontraba en la piscina junto a cuatro hermosas jóvenes casi desnudas y un hombre, quien si bien se me hacía familiar, no lograba reconocer. Tan pronto nos vio llegar salió de la piscina y se envolvió en una toalla para recibirnos.
—Álvaro, Andrés, ¿cómo están? —saludó.
—Muy bien, Hugo —contesté.
—Vamos a sentarnos en el salón principal. Ordené que les preparasen algo para comer.
Seguimos a Barreras hasta un salón muy grande y hermoso, decorado con pinturas y bellos óleos. Tan pronto nos sentamos, el hombre nos sirvió un trago.
—Te lo agradezco, Hugo, pero no bebo —dije.
—Vamos hombre, no seas tan mojigato —respondió un poco molesto. Era evidente que ya tenía varios tragos en la cabeza y deseaba continuar la fiesta.
—La verdad, senador, es que tengo un problema con la bebida. No soy yo mismo cuando bebo…
Cierto era. No me controlaba cuando tenía tragos en la cabeza. Borracho solía buscar problemas y era muy agresivo. Muchas veces estuve a punto de ganarme un balazo. Por esa razón abandoné la bebida. Preferí la cafeína. A pesar de desear un trago como un loco, ponía todo de mí para no sucumbir a los impulsos.
—¿Qué tal tú, Andrés? ¿Deseas un trago?
—Yo sí me tomo uno, senador —respondió—. Muchas gracias.
Mi amigo y el senador bebieron un par de copas. Cuando se disponían a beber la tercera se unió a nosotros el hombre que acompañaba a Barreras y las bellas chicas en la piscina. El sujeto no parecía tener buenos modales: vestía pantalones cortos y camisa sin mangas. Nada de ropas formales.
—Disculpen la tardanza; no me aguanté —dijo—. No resistí las ganas de meterle la verga a la morena que nos acompañaba en la piscina. ¡Qué vieja más linda! —exclamó—. Y se mueve de una forma… ¡Me dejó medio muerto!
—Ja, ja, ja. —Barreras rió con el sujeto—. Sí, es difícil resistirse a tan hermosa hembra —dijo—. Joaquín, permíteme presentarte a Álvaro Alcides Malquisto, mi amigo y candidato a la alcaldía de Sahurí. Lo acompaña Andrés Samper, su más fiel escudero.
—Mucho gusto. —El hombre estrechó mi mano—. He escuchado hablar mucho de vos. Todo el mundo en este pueblo habla maravillas sobre el doctor Malquisto. —También estrechó la mano de Andrés—. Que bueno conocerlos.
—Mucho gusto, don Joaquín —le dije.
—Álvaro, Andrés, ¿Han escuchado hablar de mi amigo, Joaquín Jiménez Jiménez?
—La verdad, no —contesté.
—Hugo, güevón —interrumpió el sujeto—, hablales con franqueza. Deciles como me conocen en la región; tal vez así me ubiquen. Caballeros —dijo—, todo el mundo me conoce como triple J.
No podía creer lo que escuchaba. Había estrechado la mano del principal jefe mafioso de Sahurí y los pueblos vecinos. No solo eso: el sujeto era uno de los más grandes jefes criminales en toda Nueva España. Triple J tenía fama de ser un asesino despiadado. Se decía que ordenó el asesinato de infinidad de campesinos acusados de auxiliar a los grupos terroristas, y también el de muchos de sus rivales en el mundo de la mafia. Mi sorpresa fue notoria.
—Álvaro, mi amigo Joaquín desea ayudarte con el tema de la campaña. Sabemos que nunca has tenido tratos con jefes de la mafia, pero será preciso que forjes una buena amistad con él. La campaña rival ha equiparado las cargas repartiendo mucho dinero y regalos. —Barreras mostró preocupación en su rostro—. No solo eso: mi principal adversario en esta zona, el senador Duque, le ha expresado su apoyo a tus contrincantes. Bueno, apoyo y mucho dinero. Si las cosas siguen como van, es probable que perdamos la alcaldía.
—Lo sé, Hugo. Ya me lo habían dicho.
—Entonces comprenderás la necesidad de forjar una buena amistad con Joaquín.
—La amistad de tan importante y gentil caballero es algo que me gustaría tener. —Decidí despreciar el ofrecimiento, pero había de adular al jefe criminal para que no se sintiese ofendido. Si se molestaba, hasta podría ordenar mi muerte—. Puede contar conmigo para lo que necesite, don Joaquín; sin embargo, no considero necesario inmiscuirlo en tan ingrato oficio como lo es la política. Entiendo que la lucha antiterrorista demanda mucho tiempo y recursos.
—No te apresurés en despreciar mi ayuda. Te aseguro que la necesitás. —El sujeto no me quitaba la mirada de encima—. Además, solo quiero financiarte para equiparar las cargas con la otra campaña en materia de dinero. Tené la certeza de que no participaré en actos públicos, ni te llamaré mientras estés en campaña; mucho menos volveremos a reunirnos mientras no termine la política.
—Tenía entendido que usted y alcalde eran amigos —dije al hombre de las tres J—. ¿Por qué desea apoyarme a mí?
—Por la misma razón que mi amigo Hugo —respondió—. Ese marica me traicionó y se alió con un grupo rival que desea meterse en mis territorios.
—Ya veo. —De seguro las cosas se complicarían los próximos meses en el pueblo—. Discúlpeme, don Joaquín pero no sé si soy digno de su ayuda y amistad.
—¡Por supuesto qué lo sos! —respondió. Se veía algo frustrado conmigo—. Y estoy dispuesto a ayudarte con seiscientas mil estelas para la campaña. Sé que vos me ayudarás a recuperar mi inversión cuando estés en la alcaldía. También sé que me ayudarás a impedir que mis enemigos entren en este territorio.
Hacía un pacto con el diablo, pero cierto era que corría el riesgo de perder las elecciones si las cosas seguían igual. Barreras me miraba: sus ojos verdes gritaban que aceptara la ayuda de triple J. Los de Andrés decían lo mismo. Seiscientas mil estelas eran mucho dinero y con eso las cargas se nivelarían en materia financiera. Pero eso de resultar elegido por cualquier medio… ¡Esa no era mi manera!
Si era electo alcalde, tendría que recuperar un millón doscientas mil estelas para mis dos benefactores y procurar que obtuvieran ganancias a buen ritmo. El presupuesto de Sahurí era grande; por eso mis dos improvisados amigos deseaban ayudarme. Consideré que no tendría problemas para devolverles su inversión por medio de contratos. Lo que hacía no era bueno, pero comparado con el daño que el otro grupo político podría seguir causando en el pueblo, mi alianza con los mafiosos sería un mal menor. La decisión me fue clara:
—Trato hecho, don Joaquín. Estoy seguro de que este es el inicio de una bonita amistad —le dije.
Barreras, triple J y mi amigo Andrés celebraron hasta el amanecer. Fue monumental la borrachera de los tres. Andrés Samper incluso pudo disfrutar de la compañía de una de las bellas damas que nos acompañaban en la fiesta, cortesía de nuestros dos nuevos mejores amigos. Me despedí de ellos hacia la medianoche sin haber tocado copa alguna; mucho menos a las bellas señoritas. A pesar de nuestra poca actividad sexual, mi amor por Natalia no me permitía tocar a otra mujer. Amaba demasiado a mi esposa.
Conforme se acercaba el día de las elecciones más tiempo demandaba la campaña. Casi no veía a mi familia. Montones los extrañaba.
Mis días iniciaban hacia las seis de la mañana con reuniones de comité directivo que duraban casi hasta el medio día. Y finalizaban hacia la media noche al salir del último evento político en casa de algún seguidor. Terminaba exhausto. Y solo. Todo el tiempo estaba rodeado de gente, pero calor humano no sentía.
Pronunciaba cuatro o cinco discursos al día. Y había de estrechar cientos de manos, contestar infinidad de llamadas, atender candidatos al concejo municipal, fortalecer alianzas o forjar nuevas, repartir regalos… ¡Esa campaña casi acaba conmigo! Pasé incluso un par de noches en urgencias del hospital de Sahurí con síntomas de neumonía por gripes mal cuidadas. No podía darme el lujo de descansar. Solo me reconfortaba el hecho de que la victoria se veía cercana, pues con el dinero de triple J nuestra situación financiera mejoró mucho. Solo victoria teníamos en mente. La otra campaña estaba contra la pared. Cada día se veían más desesperados. Su derrota parecía inminente.
A mitad de semana, cuando faltaban solo veinte días para las elecciones, pude escaparme por un par de noches. Anhelaba tiempo con mi familia. Natalia se veía molesta, pero no me costó mucho esfuerzo lograr un cambio en su humor. Le regalé dos mil estelas para sus gastos personales y con eso logré su perdón. . Quien no salió a recibirme fue mi hijo.
—Natalia, amor; ¿en dónde está Ernestico?
—Encerrado en su cuarto. Tu ausencia lo ha afectado mucho. Además…
—¿Qué? ¿Sucede algo malo?
—Hoy le dieron una paliza en el colegio.
—¿Quién?
—El mismo abusador…
Un niño de apellido Uribe se había ensañado con mi hijo. Lo acosaba todos los benditos días y lo golpeaba con frecuencia. Intenté hablar con su padre, pero solo logré su renuencia. El tipo, un bravucón también, nada hacía por corregirlo.
—Ernestico, hijo, abre la puerta por favor —le dije desde el pasillo.
—No quiero que me veas así. Y nada has hecho para ayudarme.
—Hijo, por favor…
Después de mucho suplicar, el muchacho abrió la puerta. Me partió el alma verlo en esa forma: tenía un ojo morado, los labios reventados, una mejilla hinchada y varios moretones en la espalda. Ese niño Uribe había cruzado el límite.
—Hijo, ¿por qué ese abusador te atacó de manera tan salvaje?
—Quería quitarme mi tableta, pero yo no se la entregué…
—¿Por qué no te defendiste?
—Lo intenté, pero me amenazó con una navaja —respondió Ernesto—. Luego me cayó a golpes cuando le di la espalda.
Mi cuerpo tembló por la ira. Nunca había estado tan alterado en la vida. ¡Ese abusador casi mata a mi hijo! No culpaba al muchacho. Al padre sí. Siempre creí que el comportamiento de los jóvenes es el simple reflejo del actuar de los adultos y de la educación que reciben de su parte. Temprano en la mañana me quejaría en el colegio y trataría de hablar por última vez con el señor Uribe. No toleraría otra golpiza a mi hijo.
Y así lo hice. El rector del colegio citó a Uribe para tratar de remediar la situación, pero ese troglodita no atendía razones:
—Creo que está exagerando, rector —dijo el sujeto—. Son niños de diez años; es normal que jueguen de esa manera.
—¿Qué no vio la foto de mi hijo, señor Uribe? —repliqué—. ¡Su muchacho casi me lo mata!
—Mi hijo dice que no golpeó tan fuerte. Él no tiene la culpa de que su hijo tenga el físico de una niña indefensa.
—¡Respete, por favor! —grité—. ¡Mi hijo no es ninguna niña!
—¡No me levante la voz, imbécil! —dijo el sujeto al levantarse de su asiento—. Le juro que no respondo…
—Caballeros, guarden la calma. No hay razón para pelear. —El rector del colegio trató de calmar los ánimos—. Señor Uribe, mucho temo que su hijo está fuera de control. Habré de suspenderlo una semana y la próxima vez me veré obligado a expulsarlo del colegio.
—No me parece justo suspender a mi hijo por las quejas de un mariquita —respondió ese infeliz—. Pero no se preocupe; suspéndalo. El próximo año lo matricularé en otro colegio.
—Señor Uribe, no culpe a los demás por las fallas de su hijo —continuó el rector—. Corríjalo, todavía está a tiempo.
—¡No me digan como educar a mi hijo! —gritó Uribe—. Ni él ni yo tenemos la culpa de que esta sea un colegio de maricas. Haga lo que desee, rector.
El tipo, rojo de la ira, salió de la oficina del rector vociferando insultos. Yo respiré tranquilo, pues el problema se había solucionado; al menos por unos días. Si tenía suerte, tal vez el rector expulsaría al bravucón. Salí tranquilo del colegio para ir a casa, y darle la buena nueva a mi hijo y comer un helado juntos. No pude hacerlo. Uribe me esperaba a la salida. Parecía que el sujeto no había superado esa fase de la adolescencia.
—¿Muy feliz, mariquita? —me dijo—. Logró poner al rector en contra de mi hijo.
—Señor, creo que el problema ya fue solucionado —le contesté muy tranquilo—. No deseo discutirlo más. Que tenga un buen día.
Intenté marcharme, pero el sujeto me lo impidió de un empujón.
—De tal palo tal astilla… con razón ese hijo suyo es una gallina cobarde. Tenga en cuenta lo siguiente: no importa si expulsan a mi hijo, de cualquier forma se verán las caras en la calle. Le diré que golpeé duro a su mariquita; lo hará hasta que se comporte como un hombre y se defienda.
—Señor, ¿por qué nos odia? ¿Qué le hemos hecho? —El sujeto me miraba muy mal, parecía querer golpearme—. Mire, los problemas no se arreglan a golpes; estoy seguro esto se puede arreglar como caballeros.
—Mire, Malquisto: no soporto a sujetos como usted que se quejan por todo en lugar de comportarse como hombres. ¡Sea usted uno, y enseñe a su hijo como hacerlo! —gruñó—. Si no lo hace, mi hijo seguirá divirtiéndose con el suyo.
—No se lo permitiré… Buenas tardes.
No quería dejarme provocar. Después de todo era una figura pública y no podía perder la compostura; sin embargo, poco faltaba para que perdiese los estribos.
—¿Y qué hará, pedazo de mierda? ¿Nos acusará de nuevo con el rector? Acúsenos con quien desee —dijo—. ¡Eso es lo que hacen los maricas!
—No lo acusaré con nadie, pero le recomiendo corrija a su hijo. Si no lo hace, será usted quien asuma las consecuencias.
—¿Me está amenazando? ¿Quiere pelear conmigo? Adelante, hijo de puta. —El sujeto levantó los puños—. Venga, ¡golpéeme si se atreve!
—No me rebajaré con usted…
Le di la espalda para marcharme, pero sentí un fuerte golpe en la cabeza. Traté de reaccionar, pero una patada en mis partes nobles lo impidió. Caí al suelo con torpeza.
—¡Levántese, maricón! —gritó el sujeto—. ¡Levántese para molerlo a golpes!
Hice todo lo posible para controlarme. Algunas personas que presenciaron lo ocurrido me ayudaron y se interpusieron entre ese troglodita y yo. Quise matarlo en ese momento. Me recordó tanto al energúmeno de mi padre…
—Váyase, señor. No se rebaje con ese cavernícola —dijo una de las personas que ayudó a levantarme.
Así lo hice. Limpié el polvo de mi ropa, le dirigí una mirada burlona, y me marché. Algo había de hacer.
No pude contener mi ira. Solo deseaba tomar venganza por mi hijo y por lo sucedido conmigo. Habían pasado ya dos horas desde el incidente, pero todavía estaba iracundo. ¡Me vengaría! Era tiempo de recurrir a los amigos… Busqué a triple J.
Luego de nuestro primer encuentro nos reunimos un par de veces más, y comenzaba a edificar una sólida amistad con él. Le conté todo lo sucedido. Triple decidió ayudarme. Ordenó escarmentar a ese bastardo de apellido Uribe. Recurrió a sus bandidos. Tres de los hombres a su cargo visitaron a mi agresor, aunque la visita no fue cordial. Le propinaron una paliza casi fatal. Uribe pasó una semana completa en el hospital. Los sujetos eran profesionales de la violencia: tomaron todas las precauciones del caso para que pareciese un intento de asalto.
Triple J me aconsejó que no me acercara nunca más a Uribe, que de seguro había entendido el mensaje; pero no resistí la tentación de en su cara burlarme. Nunca pensé que tal decisión me traería problemas en el futuro. Decidí visitarlo en el hospital. Me tendría miedo, de seguro:
—Amigo mío, que gusto saludarlo —dije al entrar en la habitación. Por fortuna se encontraba solo en ese momento—. Lamento el verlo en tal deplorable estado.
El sujeto tenía la cara llena de moretones, un brazo y una pierna cubiertos por yeso y un ojo todavía rojo encendido por la hemorragia interna.
—Maldito… usted… usted lo hizo.
—¿Yo? ¡Cómo se le ocurre! Nada que ver tuve. Al contrario, he lamentado mucho lo sucedido.
Miré hacia atrás, hacia adelante y hacia los lados, Nadie nos acompañaba, así que me acerqué a él:
—Una golpiza más de su hijo al mío, y le juro que ni usted ni su familia harán algo más en esta vida. ¿Entendido?
—Sí.
El sujeto captó el mensaje. Tan pronto salió del hospital retiró a su hijo del colegio y se fue de la ciudad. No supe nada de él en años, pero volvería a mi vida, era seguro. Lo hizo para mi infortunio.
Y los veinte días transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Por fin llegó la tan esperada contienda electoral. Fueron muchos los campos y barrios que recorrí, y muchos los discursos vacíos que pronuncié; mucho el licor, la comida, el dinero y los regalos que repartí. ¡Nada podía salir mal! Gracias al aporte de Hugo y Joaquín mi candidatura no tuvo inconvenientes financieros. Contrario a la campaña de mi amigo Efraín, cuatro años atrás, el día de las elecciones no tuvimos nuestras cuentas en ceros. No hubo problemas para cancelar los dineros del transporte de nuestros votantes, ni los almuerzos y refrigerios de quienes repartían publicidad electoral. Hicimos bien la tarea y ya solo restaba esperar por los resultados de la contienda. Me sentí aliviado, fuese cual fuese el resultado. Deseaba ganar; pero incluso si perdía me sentiría bien. Sería libre de nuevo. Libre para estar con mi familia, libre para dedicar algún tiempo a mí mismo.
Todos en la sede de campaña se mordían las uñas al esperar por los resultados. Hasta mi mijo y mi esposa lo hacían. Pensándolo bien, yo era el único que guardaba la compostura y simpatía. Hacia las cinco de la tarde llegaron los primeros informes: indicaban que su servidor doblaba en votos al candidato del alcalde. Treinta minutos después ya se tenía una tendencia: habíamos vencido. Y por un amplio margen. ¡Era el nuevo alcalde electo de San Juan de Sahurí! Abracé a mi familia, a mis más cercanos colaboradores y también dirigí una plegaria a Dios y a mi amigo Efraín. Mi triunfo también era suyo. Sé que el hubiese desaprobado las alianzas que forjé y el haber recibido dinero del senador y el mafioso; pero era eso o perder. Peor aún: era eso, o presenciar, impotente, como continuaban saqueando las finanzas del pueblo. Tal vez Efraín hubiese hecho lo mismo de haber enfrentado esa situación.
Todo era alegría en la sede de campaña. El licor corría como arroyos indomables. Los asistentes bebían como si no hubiese un mañana. Yo, por la euforia del momento, sucumbí ante la tentación y bebí un trago. Luego otro. Y otro. Dos horas después estaba ebrio.
Resulta que las cosas salieron mejor de lo que esperábamos. No solo ganamos la alcaldía por un amplio margen; también el concejo municipal. De quince curules obtuvimos nueve. Eso quería decir que tendría una fuerte coalición. El concejo municipal era mío también. Para nada necesitaría a la oposición. Bien valía la pena continuar con la celebración.
No tardaron mucho las llamadas de felicitación. Al senador y triple J más minutos dediqué. La victoria era de ellos también. Me invitaron a celebrar en la hacienda de Barreras, pero con mucha amabilidad rechacé el ofrecimiento. La verdad era que no quería festejar hasta tarde, ni mucho menos beber hasta perder el conocimiento. Un detalle llamó mi atención: Natalia charlaba mucho con uno de mis concejales electos. Parecían muy felices departiendo. Reían.
—¿De qué charlabas tanto con el concejal? —pregunté a mi mujer luego de llamarla a mi presencia.
—De nada importante. Conozco a Alex desde niño; solo lo felicitaba por el triunfo.
—¿Segura? No me pareció que fuese solo eso.
—Cariño, ya has bebido mucho —dijo luego de darme un beso—. No te preocupes, sabes que no tengo ojos para hombre alguno que no seas tú.
—Eso espero…
Tuve que dejar inconclusa la conversación para atender otras llamas telefónicas y charlar con algunos copartidarios que me expresaron sus felicitaciones. Mi esposa continuó charlando con ese sujeto. No dejaron de hacerlo hasta que, ya de mal humor, decidí que era tiempo de marcharnos. Aduje agotamiento.
—¿Estás decidida a fastidiarme, no es así? —dije a mi mujer tan pronto entramos a nuestra casa en Sahurí—. ¿Te diste cuenta siquiera de lo incómodo que me sentí al verte charlar con tuamigo? —Esa última palabra la pronuncié con sarcasmo—. Creo que no. Continuaste,hip, provocándome. Tal parece… tal parece eres feliz fastidiando mis momentos de alegría.
—Álvaro ya te dije que Alex solo es un amigo. No seas ridículo…
—¡Te he dicho mil veces que no me faltes al respeto, mujer! —gruñí—. ¡Estoy harto de tu soberbia, maldita sea!
—Estás ebrio. Será mejor que vayas a dormir.
Natalia me dio la espalda. Lo hizo para provocarme, estoy seguro. Nada disfrutaba más. Creía tener el mando en nuestro matrimonio. De hecho, así era la mayor parte del tiempo. Pero esa noche, por el licor, estaba decidido a dejar en claro quién tenía puestos los malditos pantalones.
—¡No me des la espalda,hip, maldita zorra! —le dije mientras la halaba con fuerza por el brazo—. ¡En esta casa mando yo, maldición!
—¡¿Quién diablos te crees para tratarme así, estúpido?! —La mujer se zafó de mis manos—. ¡Respétame, imbécil!
—¡¡Quien tiene que respetar eres tú, vagabunda!!
No sé qué me sucedió en ese momento. Creo que fueron varios años de frustraciones y deseos de respeto reprimidos, los cuales, mezclados con el licor, me obligaron a hacerlo. Empuñé mi mano y le propiné un golpe a Natalia en el rostro. La mujer cayó al suelo de inmediato.
—¡¡Papi, que le hiciste a mi mami!!
Fueron las palabras de mi hijo. Por su rostro corrieron varias lágrimas. Me arrepentí de mis acciones.
—Hijo, yo… ¡Perdóname, mi amor; no sé qué me pasó! —dije llorando—. Hijo, tranquilo, ve a tu cuarto a descansar. Yo ayudaré a tu mami. —Traté de ayudarla a levantarse.
—¡No me toques! —Fue el grito que Natalia, entre lágrimas, lanzó hacia mí—. No quiero verte, canalla cobarde; ¡¡poco hombre!!
—Natalia, perdóname; te juro que…
—¡¡No me hables, maldita sea!! —Mi esposa se incorporó con la ayuda de Ernestico. Solo habían transcurrido un par de minutos, pero su mejilla empezaba a hincharse y a adquirir un color violeta oscuro—. ¡Lárgate de aquí, no quiero verte!
—Pero mi amor, yo…
—¡¡Que te largues, o llamo a la policía!!
No tuve más remedio. Salí de la casa y llamé a Andrés Samper para que me recogiera. Por solicitud de mi amigo fuimos directo a la hacienda de Hugo Barreras. Allí todo era alegría y parranda. El licor era más abundante que el agua. Mujeres lindas había en todas direcciones. Bebí varios tragos con triple J y el senador mientras les conté lo sucedido. Rieron.
—Ja, ja, ja. Mijo, por favor, no me hagás reír —dijo triple J—. ¡A las mujeres toca pegarles una vez al mes por simple sospecha! Vos no hiciste nada malo; al contrario: dejaste en claro quien manda en tu casa. ¡Te felicito!
—No te preocupes, Álvaro; eso es muy normal. Te aseguro que a todos nos pasa. —Esperaba ese tipo de comentarios de triple J, pero no de un senador de la república—. A las mujeres les gusta sentir la mano de un varón de cuando en cuando. Ya, tranquilízate. Mira a tu alrededor. —Barreras señaló en todas direcciones—. Deja que tu mujer duerma y te aseguro mañana te recibirá bien. Mientras, diviértete un poco con cualquiera de estas bellas jovencitas.
La situación no era normal para mí. Quería salir corriendo de Sahurí. No podía con el sentimiento de culpa e intenté comunicarme en varias oportunidades con mi esposa. No atendió mis llamadas, ni mis mensajes. Estaba decidida a ignorarme. Conforme más licor bebía menos me importaba lo acontecido en mi hogar. Decidí disfrutar del lugar. Mi siguiente recuerdo fue el despertar, desnudo por completo, al lado de una bella señorita. No puedo asegurar que la haya disfrutado, pues nada recuerdo de lo hecho en la cama.
Me levanté, bebí dos vasos de agua para calmar la sed producida por la resaca, y de inmediato fui a casa. Natalia me permitió ingresar, pero no me dirigía la palabra. Pasé dos horas disculpándome con mi hijo y explicándole lo sucedido. El recuerdo de su llanto era lo que más atormentaba mi alma. Logré que se calmara y me perdonase. Con Natalia me tomó mucho más tiempo, pero también pude hacerlo. Me vi obligado a prometerle esta vida y la otra, y que jamás la golpearía de nuevo.
Las cosas regresaron a la normalidad tras un par de días. Luego de eso su servidor, Malquisto, alcalde de San Juan de Sahurí, pudo enfocarse en su nuevo desafío: ser el mejor gobernante en la historia del pueblo.