SANGRE Y PRESIDIO
¡Crisis económica! Mi país es uno cuya economía depende en más de un setenta por ciento de las exportaciones de gas, petróleo y minerales. Y para nuestra desgracia se fueron al demonio los precios internacionales. También los ingresos nacionales. No había dinero ya para financiar los proyectos y programas estatales. El gobierno no fue cauteloso. Fue derrochón y demasiado generoso. Las arcas del estado estaban casi vacías. No se vislumbraba una salida.
El aparato productivo se hirió de muerte. El llamadoboom minero energético creó una burbuja económica que reventó con fuerza. Todos los capitalistas invertían en minería. Ninguno en factorías. Tampoco en industrias alimentarias. Menos en actividades agrarias. La innovación tecnológica era nula. Nunca nos preocupamos por integrar la nación a la moderna economía. No estábamos preparados para el nuevo mundo de las tecnologías.
Las multinacionales se marcharon. Mucho desempleo generaron. Los grandes capitales a la suerte nos dejaron. Ningún extranjero deseaba invertir en un país quebrado y envuelto en una nueva guerra civil. Los asustaba el terrorismo vil. Y los ricos nacionales sus capitales también se llevaron. Nunca las políticas económicas de Mendoza les gustaron.
Inflación, desempleo, nula inversión… El panorama era sombrío. Caldo de cultivo para los grupos subversivos. Pero nosotros, la clase dirigente, éramos ajenos a dichas circunstancias. Todavía generábamos millones en ganancias. Los amigos de Mendoza fuimos cada vez más ricos y poderosos. El problema, apreciados conciudadanos, es que mientras más dinero y poder se tiene más se desea. Son como el alcohol, la nicotina y las drogas: una vez los pruebas es difícil detenerse. Te poseen; te dominan. Tu camino guían. Se adueñan de tu esencia.
¿Y qué hacía yo con mi dinero? La mayor parte estaba en paraísos fiscales. Debía esconderlo de las autoridades nacionales. Una mínima parte la mantenía en el país; si bien mínima es un decir. Tenía más que suficiente para vivir en la abundancia. Mi vida estaba marcada por la extravagancia. Y la tragedia. Jamás me repuse de la muerte de Ernesto. Un padre nunca debería enterrar a sus hijos. Nuestro amor por la vida también es sepultado con sus cuerpos. Tristes tiempos…
Traté de llenar el vacío que me produjo su partida con licor y mujeres. También con tierras y bienes. Adquirí la hacienda que perteneció en vida a Hugo Barreras. Se la compré al único hijo que se le conocía. Un bastardo concebido con una desconocida. Y a muy buen precio, debo decir. El muchacho era un drogadicto. Al ver el dinero solo pudo sonreír. Su deseo por financiar una vida de desenfreno dio el veredicto: la vendió a menos de la mitad del precio. Una verdadera ganga.
Fuentes Claras era la más bonita hacienda en San Juan de Sahurí. No tan extensa como aquella que perteneció al difunto triple J y después fue señoreada por Santander; pero sí mucho más hermosa. Bellos pastizales de un color verde oscuro que se extendían hasta donde alcanzaba la vista eran cruzados por un río de aguas cristalinas y caudalosas. Enormes cedros y guayacanes amarillos proporcionaban sombra y refugio a las casi mil cabezas de ganado que pastaban en los campos exuberantes, los cuales compartían con enormes caballos de trote y paso fino. La vivienda principal era un derroche de lujos y buen gusto, con ventanales enormes por los cuales la luz y la fresca brisa entraban para hacer del blanco y vasto interior un espacio confortable. Era un paraíso admirable.
Pero no era suficiente para mí. Deseaba que fuese no solo la hacienda más hermosa; había de ser también la más extensa. Poseía otra propiedad de doscientas hectáreas cerca a Fuentes Claras, la cual adquirí cuando fui alcalde de Sahurí. Deseaba englobar mis propiedades en una sola, pero no podía. En el medio de ambas una gran hacienda existía. Trescientas hectáreas que no me pertenecían. Los dueños eran una familia de campesinos que nunca quisieron vender. Pero eso cambiaría. La tragedia para ellos estaba al caer:
—No, doctor Malquisto, ya le dije que no. —El patriarca de la familia de nuevo se negó—. Mi hacienda no está en venta.
—Señor Marín, considere la oferta —dije—. Le estoy ofreciendo veinte millones de estelas. Eso es mucho más de lo que valen estas tierras. ¡Es una fortuna!
—Podrían ser cien —respondió arrogante—, pero la respuesta siempre será no.
—Mire, señor Marín: necesito estas tierras. Quiero unir mis dos haciendas; solo por esa razón le ofrezco tanto dinero e insisto en la compra. Tenga certeza que de no ser así, hace rato me hubiese hartado de su irreverencia.
—Problema suyo, caballero. —Marín era un sujeto ignorante, grosero y petulante—. Y no deseo hablar más del tema. ¡Mi no es rotundo! Será mejor que se marche. —Me enseñó la salida de su casa.
—Usted gana, señor Marín. No insistiré más. —Me dispuse a salir—. Pero cuando estas tierras no valgan nada, y usted aguante hambre, se arrepentirá de haber rechazado mi generosa oferta. Que tenga buena noche.
—Váyase ya —dijo.
Dejé las cosas quietas con Eladio Marín por un tiempo. Seis meses fueron suficientes. A su término, él y su familia experimentaron lo que el dinero y el poder pueden hacer. Primero quemaron sus cultivos; luego sacrificaron su ganado. No valieron denuncias ante la ley. Policías y jueces habían sido sobornados. Los Marín fueron amenazados. Un ultimátum les fue entregado: venderían la propiedad por un millón de estelas en efectivo y se marcharían de San Juan de Sahurí. Eladio, terco como una maldita mula, se negó a estampar su rúbrica. No firmó la venta; no aceptó el dinero. Su viuda sí, luego de llorarlo por tres días.
Sé que fue un acto violento y a sus ojos sin sentido, apreciados conciudadanos; pero el sujeto no me dejó otra opción. Pagó por su terquedad y obstinación. Si hubiese aceptado la oferta inicial, sería un hombre rico. Y vivo, sobre todo. Pero no. Me humilló… ¡me desafió! Y a nadie eso permitía yo en toda la nación. Solo a Mendoza soportaba por encima de mí. Solo al hombre más poderoso del país.
Pero lo lamenté. Era una familia decente. Eladio Marín fue una persona honrada y honesta. Vivió por muchos días en mi mente. No debí hacerlo. Ese innecesario acto de maldad marcó el inicio del fin de su servidor. Unos pocos meses después me convertí en el objetivo de la pluma del periodista Daniel Caballero; el mismo que precipitó el final de la carrera política de Hugo Barreras, mi mentor.
Un domingo cualquiera me levanté temprano. Llovía fuerte. Mariela estaba fuera de la gris y ruidosa capital. Hacía correría por otras regiones del país con Mendoza y el resto de su gabinete. Solo me encontraba. Tomé mi tableta y consulté la versión digital del diario más importante del país. El artículo más visto y comentado era una columna de Caballero, titulada: «Malquisto terrateniente». En ella denunciaba y aportaba pruebas de que mi testaferro en San Juan de Sahurí, Pepe Vásquez, aliado con los mafiosos, había ordenado la muerte de Eladio Marín para luego pagar un precio irrisorio a la viuda por su propiedad. Demostró la compra de la hacienda, el englobe con mis otras propiedades y mi relación de negocios con Vásquez. ¡Lo descubrió todo!
Insultos iban y venían en las redes sociales: «políticos ladrones», «maldito asesino corrupto», «rata mafiosa», entre muchos otros. Gran indignación causó la denuncia y miles de personas pidieron mi cabeza; exigieron mi renuncia. Pero me sostuve. El apoyo de Mendoza y Aznar obtuve. Para mi fortuna, un atentado terrorista de las ACN desvió la atención. Terminó la indignación. Pero había cometido mi primer gran error: levanté la cabeza. Y muchos deseaban cortarla.
Y seguía la vida en una república cada vez menos democrática: un atentado terrorista tras otro, un escándalo político tras otro; comisiones iban y venían… más puestos, más contratos, más poder. Más de lo mismo. Y comenzaba a hartarme. Nada lograba reconfortarme. Había perdido a mi familia; había muerto al amor. Mariela no me llenaba. No la amaba; no la deseaba. Nuestra relación era en ese momento una por conveniencia. Yo tenía dinero y poder; ella también. Bajo mi sombra y la de Mendoza los había conseguido.
Ya no le encontraba mucho sentido a tanto dinero, influencia y poder. Pero los temía perder. Era eso lo que me impulsaba a continuar: el miedo. El miedo a convertirme en un viejo pobre e insulso me obligaba a continuar sumergido en tan asqueroso juego de sombras. El miedo me empujaba en dirección a la fatal oscuridad; el miedo me forzaba a destrozar mi dignidad. Era un hombre aburrido y cansado; un hombre por la vida lastimado.
—Este maldito tráfico es una pesadilla —dije a mis guardaespaldas. Recorríamos el acostumbrado camino al capitolio nacional.
—Hoy está peor que nunca, doctor —respondió uno de ellos.
—Voy a llegar tarde a la plenaria. ¡Tóquele pito a esas babosas que van adelante, carajo! —dije al conductor—. Que sepan en esta camioneta se desplaza un honorable senador de la república… ¡Estos malditos indios deberían abrirme paso!
El conductor así lo hizo, pero el claxon no tenía la capacidad de empujar a los otros vehículos, ni mucho menos de despejar las vías capitalinas. Escuchaba la radio. Dijeron de que las ACN habían declarado objetivo militar a varios senadores de la coalición de gobierno, entre los cuales, como era lógico, se encontraba su servidor.
—Ja, pobres ilusos —dije en voz alta—. ¡Creer que pueden atentar contra mí!
—Usted está bien protegido, doctor —comentó uno de los escoltas—, pero es bueno tome precauciones adicionales. Esa gente está cegada por la ira.
Un bus escolar transitaba por el carril derecho de la avenida. Un camión por el izquierdo. Nosotros, en el medio. Adelante, un bus de servicio público. Atrás, no recuerdo. Llegamos al cruce de la avenida Madrid con calle cuarenta y ocho, cerca del centro de la ciudad. El semáforo, metros adelante, marcaba su luz roja. Yo miraba impaciente la hora. Detestaba llegar tarde. Escuché un clic metálico en una de las puertas. Mis hombres en las motocicletas ordenaron seguir a alguien. Poco pudieron avanzar. El embotellamiento no se los permitió. Vi correr, a lo lejos, a un muchacho. Se perdió entre la multitud anónima que caminaba hacia sus trabajos, miserables y aburridos, por las frías y sucias aceras peatonales. Mis guardaespaldas gritaron algo, pero no recuerdo qué. Luego sentí un leve pitido. Perdí el sentido.
Volví en mí algunos minutos después. El fuerte blindaje de la camioneta, y el cuerpo del guardaespaldas que se ubicó a mi derecha, me salvaron la vida. Diez niños que iban al colegio, y otros cinco civiles, así como mi conductor y cuatro guardaespaldas, no contaron con tanta fortuna. Murieron. Marcharon a nadar en la celestial laguna. Perdí la audición en mi oído derecho. También un dedo de la mano. Gané un cuerpo maltrecho.
Las ACN reclamaron la autoría del atentado. Todo el mundo lo sabía de antemano. Utilizaron una bomba lapa; un tipo de explosivo muy potente que se adhiere a las superficies metálicas de los vehículos. El plan era perfecto, pero no corrieron con suerte. Gracias a Dios no confronté a la muerte. Tenía un nuevo motivo para vivir; un motivo para respirar y caminar. ¡Odio y venganza! Ese sería mi mantra.
—Nunca creí que vinieses a visitarme —dije. Me vi obligado a pasar un par de días en el hospital.
—A pesar de todo, te guardo cariño. Eres el padre de mi hijo fallecido, y bonitos momentos me regalaste.
—¿A qué has venido? —dije malhumorado—. ¿Vienes a implorar ayuda de nuevo?
—Te equivocas —replicó Natalia—. Hiciste un trabajo casi perfecto, pero no lograste acabarnos. No necesito nada de ti. Solo vine a visitarte; quería saber si estabas bien.
—Hubieses bailado mi muerte —le dije—. Mis bienes habrían sido tuyos.
—No los necesito.
—¿Aceptaste mi consejo? ¿Limpias sanitarios? —Solo ironías salían de mi boca—. ¿Aseas casas de gente decente?
—Eso no sería deshonra alguna, pero no. Me subestimas —respondió—. Lo haces con ambas. Gracias a ti ningún empleo o trabajo conseguíamos, pero sin quererlo nos diste algo especial. En verdad nos ayudaste.
—¿Y qué fue eso tan bueno que hice?
—Nos obligaste a valernos por nosotras mismas… Aprendimos a programar aplicaciones móviles. Creamos dos y de ellas vivimos. —Ya no había odio por mí en su mirada—. No somos ricas, pero tenemos lo suficiente para vivir bien.
—Si has venido a restregarme tu famélico éxito en la cara, será mejor que te largues. —Yo no había dejado de odiarla. Deseaba lastimarla—. Allá está la puerta…
—Ya te dije que vine por ti. Quería verte; quería asegurarme de que estuvieras bien.
—Lo hiciste ya. ¡Márchate!
—Álvaro… ¿Nunca dejarás de odiarme? —preguntó Natalia—. Sé que te hice mucho daño; ambos nos lo hicimos el uno al otro. Y a pesar de todo te guardo cariño. ¿Nunca desarmarás tu corazón?
—No te odio. Me repugnas; eso es todo.
—Nunca comprenderé el porqué de tanto rencor; el porqué de tanto negro en tu alma.
—No soy más que un ser humano viviendo en un mundo humano —contesté—. ¡No sé que diablos esperas de mí!
—Sabes —dijo luego de acercarse un poco a su servidor y suspirar—. Como te lo dije en aquella ocasión, me siento culpable. Yo te convertí en este ser malvado, corrupto y lleno de odio que eres ahora. Estaba frustrada con la vida por obligarme a ser quien no quería —afirmó—. Sentía que vivía en una cárcel, y que tú y Ernesto eran mis carceleros.
—Bonita forma de referirte a tu esposo y a tu hijo…
—No me malinterpretes; los amé con todas mis fuerzas. A Ernesto todavía, a ti durante algunos años de mi vida. Es solo que mi temor a perderlos, y el temor al qué dirán, me obligó a hacer lo que no deseaba; a llevar la vida que despreciaba. —Vi una lágrima rodar por la mejilla derecha de Natalia—. Al salir del clóset encontré paz. Y también felicidad. La muerte de Ernesto fue un golpe demasiado duro, pero salvo eso, todo en mi vida es ahora tranquilidad.
—Me alegro por ti, lesbiana.
—No es necesario que trates de ofenderme con esas palabras; te juro no me molesta que me llamen así —arguyó valiente—. Ahora soy feliz, y lo mismo quiero para ti. Álvaro, dame el divorcio, por favor. Me marcharé pronto de este país y me casaré con Laura en Europa.
—¿Y supongo que también deseas la mitad de mi fortuna, no es así? —le dije—. La quieres para revolcarte tranquila por todo el mundo con tu amante; la quieres para pecar sin preocuparte por dinero para derrochar.
—Te equivocas —respondió con firmeza—. No quiero nada tuyo. He aprendido que se puede ser feliz sin dinero. La verdadera felicidad está en un paseo bajo la lluvia con la persona amada, o en una simple copa de helado tomadas de la mano. —Se veía feliz; su rostro se iluminaba al hablar. Nunca tuvo esa expresión mientras vivió conmigo—. Álvaro, solo quiero dos cosas: que desarmes tu corazón y seas feliz; también que me des el divorcio. ¡Te firmaré un documento notariado en el cual renuncio a todo lo tuyo, lo juro! Puede ser con testigos, puede ser con un juez. No importa.
—¡Jamás! —dije. La ira me poseyó—. Jamás permitiré que mancilles la memoria de mijo casándote con esa zorra. Malditas lesbianas inmorales… ¡No serás feliz, te lo juro! Dedicaré el resto de mi vida a hacer tu existencia miserable. —Tenía toda la intención de hacerlo—. Compraré a jueces y ministros; a quien sea necesario para que ni aun puedas salir del país. ¡Seré tu maldita sombra de desgracias! Seré tu pesadilla; seré la encarnada venganza.
Natalia guardó silencio. Suspiró. Luego sonrió.
—Era lo previsible… ¡Te convertí en un monstruo! Tienes un brazo largo y temible, pero hasta los políticos poderosos tienen sus límites —dijo—. Nada podrás hacer en mi contra. Nunca lograrás impedir que me marche. Lo siento por ti.
—Si intentas marcharte tomaré tu vida. ¡Lo juro!
—Lo sé —respondió tranquila. No le afectó mi amenaza cobarde—. Sabía que eso dirías. Ya tome las precauciones necesarias. Una denuncia por mi vida reposa en la procuraduría de San Mártir. Si alguien toca un solo cabello mío, o de Laura, serás culpado.
—Ja, ja, ja. —La pensé una pobre ilusa—. Por si no lo sabes… ¡Yo soy la procuraduría de San Mártir!
—Tal vez. —Tomó su teléfono celular. Lo presionó en varias ocasiones—. Pero ni tú saldrías indemne de una grabación en la cual afirmas querer tomar una vida. Ya la envié a varias personas. ¡Haz algo en contra nuestra y pasarás el resto de tus días tras las rejas!
Natalia jugó sus cartas de maravilla. Me atrapó. ¡Me liquidó! Sin margen de maniobra me dejó.
—Maldita. —Solo eso pude decir.
—Lamento que todo haya terminado en esta forma… Hasta siempre, Álvaro Malquisto.
Me dio la espalda. Ese es mi último recuerdo de ella. Jamás volví a verla.
—Santander, el presidente está inquieto. —Lo cité a mi hacienda. Allí pasé los días de recuperación luego de salir del hospital—. Le preocupa lo poco interesado que pareces en la lucha contra los terroristas. Dice verte más enfocado en el tráfico.
—El presidente se equivoca, doctor —respondió—. Poca mercancía envío al exterior. Mis esfuerzos se dirigen en frenar a los facinerosos.
—Mendoza quiere que te desmovilices como los demás…
—Lo que quiere es extraditarme, como lo hizo con los otros jefes —dijo molesto—. ¡El colibrí tenía toda la maldita razón!
Luego de la falsa desmovilización de la mayor parte de los jefes del ERP, Mendoza ordenó su extradición. Los más importantes mafiosos llevaban una vida de riquezas y lujuria en sus majestuosos centros de detención transitoria, pero eran víctimas de la paranoia. Creían que Mendoza incumplía lo pactado, pues algunas de sus exigencias había desechado. Lo amenazaron con abrir la boca; lo amenazaron con señalarlo como su cabecilla. Y el presidente es un hombre de rencillas. No dudó un instante en afirmar ante la opinión pública que continuaban delinquiendo. Ordenó su extradición inmediata. Los desterró. A una oscura prisión en el extranjero los envió. También amenazó con encargarse de todo aquello que más querían… Y todos, por más poderosos que seamos, tenemos algo que perder.
—Solo te doy el mensaje. Tú decides —le dije—. Santander, amigo. —Pasé a otro tema—. Estoy aburrido. —Bebí una copa de whisky de un solo sorbo—. ¿Hay algo interesante para hacer?
—Doctor Malquisto, ¿no cree que bebe muy rápido? Se va a emborrachar muy feo…
—No, no lo creo.
—Como diga —respondió—. Pues no, nada interesante hay. Puedo mandarle llamar a una mujer, si lo desea.
—Estoy harto de esas malditas —contesté—. Me pasé la vida cuidando de una, complaciéndola en todo; me hice político solo para darle la vida llena de lujos que siempre me exigió… ¿Quieres saber cómo me pagó? ¡Se hizo lesbiana y se marchó con una mujer! ¡¡Me abandonó!!
—Debió ser duro…
—Mucho, mi negro. —Me calmé un poco. La cara de Santander decía que en nada le interesaba mi historia—. Mijo, hoy no quiero mujer. Vaya tranquilo y haga lo que tenga que hacer. Yo me quedo aquí solo a beber…
Así lo hizo. Pasó unos minutos más conmigo y luego se marchó, no sin antes dejar unos cuantos hombres a mi cuidado en la vivienda. Muchos otros vigilaban los exteriores de la hacienda.
—Doctor Malquisto, no sabe cuánto me alegra el verlo recuperado —dijo Pedro Mirté al darme un generoso abrazo. Llegó a Fuentes Claras minutos después de que Santander se marchase—. ¡Esos malditos deben pagar por lo que le hicieron!
—Tienes razón, mi amigo —le dije—. Gracias por tu preocupación. Ahora dime, ¿cómo va el tema de mis apoyos en esta región? Ya vienen nuevas elecciones al senado…
—Todo marcha según lo planeado —respondió—. Sostendrá su votación sin problemas.
—Excelente.
—¿Sucede algo, doctor? —Pedro preguntó—. Lo veo triste, y bebe demasiado rápido.
—Es solo que…
Dije a Pedro el francés lo sucedido con Natalia. No lloré, pues todas mis lágrimas se fueron con Ernesto, pero sí abrí mi corazón. Me desahogué. Mi tristeza y melancolía a Pedro confesé. Es un buen amigo; es mi único amigo verdadero.
—Maldita mujer —dijo—. ¡Astuta, traicionera e inclemente!
—Es una zorra asquerosa —dije con la mirada en el piso.
—¿Todavía la ama? —preguntó mi amigo.
—Eso creo.
—Tendrá que hacerle duelo. Y dejarla partir.
—Quiero venganza —dije—. No me importa lo que ella diga, o lo que pase después. Nada me queda sobre este mundo. ¡La mataré!
—Le sugiero que no.
—Esta vez no tendré en cuenta tu consejo. ¡La asesinaré!
—¿Dará a sus enemigos el placer de verlo destruido? —dijo—. Ya no tiene a su familia, pero tiene a su patria. Usted es el llamado a rescatarla. Sus vasallos en este país no lo saben, pero lo necesitan —afirmó—. Usted podría arreglar el desastre que Mendoza ha provocado. Su nación lo solicita. ¿No le parece una buena razón para continuar adelante con su carrera política?
—Podrías tener razón…
—La tengo —dijo—. Usted es inteligente, astuto, sagaz e implacable. Es pragmático, y solo mata cuando lo considera necesario. Escucha consejos y sabe mandar. —Pedro me tiene en alta estima—. También sabe mentir y engañar. Estoy seguro sería un gran presidente.
—Presidente… No lo había pensado. —Bebí otra copa de un sorbo—. Ese es un buen propósito de vida.
—Lo es.
—Pero, ¿y mi venganza, Pedro el francés? ¡No concibo que Natalia se pavoneé por ahí mientras yo quedo como un idiota!
—No estimo conveniente el tomar represalias hacia ella. El escándalo sería monumental y usted terminaría en la cárcel. Pero hay tantos aberrados sueltos. —Pedro, en ocasiones, es una persona oscura—. Podría tomar venganza en contra del espíritu de quienes pervirtieron a su esposa.
—Es una buena,hip, una buena idea… Así lo haré. Gracias por el consejo.
Pedro el francés se marchó media hora más tarde. Tenía cabeza para las maquinaciones, pero no estómago para las ejecuciones. Pedí a Santander retornar a mi hacienda.
—Amigo, ¿quién es el marica más marica en San Juan de Sahurí?
—Pues hay muchos que botan las plumas con solo caminar o hablar —respondió—. Pero el más asqueroso y degenerado de todos es uno al que llaman la primitiva.
—La primitiva… ¿En qué trabaja? ¿Tiene familia?
—No —respondió Santander—. Vive solo. Tiene una barbería; de eso vive.
—Es perfecto… Vayan por él. Quisiera verlo.
—Doctor, no estará usted pensando en… Por más que odie a su esposa, nada se compara a una mujer. —Santander pensó que yo había decidido probar platos exóticos—. Un marica no…
—¡¡Cómo se le ocurre!! —gruñí—. No piense asquerosidades… ¡Vayan por él!
Obedeció. Una hora más tarde los hombres de Santander regresaron con el depravado en cuestión. Empezaría la diversión.
—No te asustes, criatura —le dije en cuanto le quitaron la capucha—. Cálmate,hip nada malo… nada malo te sucederá.
—¿Quién es usted? ¿Es usted Álvaro Malquisto, el alcalde? —preguntó—. ¿Qué quiere conmigo, doctor Malquisto?
—¿Yo? Nada…
—Déjeme ir… ¡Auxilio, socorro!
—Nadie te escucha, maldito cacorro. —Santander lo calló de un golpe en el estómago.
—Amigo —dije—, no es necesario que golpees a nuestro invitado.
—¡Díganme qué quieren conmigo! —reclamó el pervertido—. Nunca me he metido con ustedes; no sé por qué se meten conmigo.
—Lo que quiero,hip, es que seas feliz —le dije—. Que hagas lo que más disfrutas…
Di la orden. Los hombres, borrachos y drogados, se turnaron para violarlo. Tres, cuatro, cinco… Pero la primitiva no lo disfrutó. Lloró.
Santander y yo mirábamos. El mafioso parecía asqueado. ¡Quién pensaría que yo habría de gozarlo!
—No entiendo… no entiendo por qué lloras —dije luego de que el último hombre descargó—. Creí que esto era lo que añorabas.
—¡Alcalde, déjeme ir ya, por favor! —Suplicó entre lágrimas—. Ya se burlaron de mi desgracia.
—Veo que estos hombres,hip, no fueron suficientes para ti —contesté—. Parece que tu culo, goloso e insaciable, requiere de otro tipo de atención.
Y se la dimos. Un palo de madera por el ano le metimos. No le dio placer. El dolor lo parecía retorcer. Sangre brotaba. El marica suplicaba:
—¡Doctor, no me torture más! Ningún crimen he cometido. ¡Hasta voté por usted en las elecciones! —gritó—. ¡Déjeme ir! ¡Le juro que me voy del pueblo!
—Hijo, estás… estás enfermo. El demonio entró en tu cuerpo y te infectó. No tienes,hip, no tienes la culpa de ser un degenerado —le dije. Enjugué las lágrimas en su rostro con un pañuelo—. Pero no te preocupes. Conozco la… conozco la cura para tu enfermedad.
—¿Qué me van a hacer?
Me arrepiento, mis apreciados conciudadanos. Mi ira, mi dolor… mi rencor. Ebrio lo consideré una buena idea. Incluso pensé en que de verdad ayudaba al pobre infeliz. Con alcohol en mi cabeza deduje que solo así se convertiría en un ciudadano de respeto. Ordené que le cortaran el miembro. Creí que no peca quien se abstiene. Y consideré que en los maricas es una proeza la abstinencia. Decidí que sin pene no habría deseo, y que sin deseo no habría pecado. Me regodeé en mi pretendida sapiencia; me regodeé en mi crapulencia.
Desperté hacia las nueve de la mañana. Sed, dolor de cabeza… síntomas del abuso del licor. Memorias difusas que llegaron de repente me causaron estupor. Recordé que también abusé de la violencia. Recordé sangre, gritos; un hombre encadenado y amordazado. «Dios mío… ¡qué hice!», pensé. Bajé de prisa a la antigua y deshabitada vivienda de los mayordomos. Un par de hombres la custodiaban. Los odios hacia los maricas avivaban. La primitiva, herida y humillada, suplicaba. Rogó por perdón, rogó por libertad. No quería más dolor. No quería más rencor. Yo, en ese momento de nuevo en mis cabales, no deseaba más agonía causarle. Consideré el dejarlo partir. Pero era obvio: ¡tenía que morir! Si llegaba a denunciarme… si llegaba a abrir la boca. Podría destruirme esa mutilada loca. «Descansa en paz, primitiva», pensé. Su muerte ordené.
—¿Otra vez esa perra en la cama? —reclamé—. ¿No hemos discutido suficiente el tema?
—Vete,charming —exclamó Mariela—, tu papi podría lastimarte como lo hizo con tu hermana.
—Prometí no hacerle daño. No debes preocuparte. Es solo que… olvídalo.
—¿Todavía estás enojado por la columna de Caballero? —preguntó mi amante.
El periodista me dedicó otro escrito. Uno lleno de calumnias. En concreto, las calumnias de Pablo Uribe, el padre delbully de mi hijo en sus años de colegio. No sé cómo lo encontró Caballero. Ese periodista siempre ha sido un guerrero. La columna se tituló «Malquisto abusador», y en ella me hizo ver como el más cruel maltratador. Uribe me acusó de golpearlo sin razón por un simple altercado entre dos niños. Faltó a la verdad; era un cochino. Dijo que lo amenacé de muerte, y que lo mismo hice con otros tantos padres que jamás se atrevieron a denunciarme por mi poder desbordado; como si en esa época no hubiese sido yo un candidato desconocido a la alcaldía de un pueblo pequeño. La columna me causó gran daño. Insultos iban y venían en las redes sociales todo el día. ¡Cómo no estar alterado!
—Un poco —contesté a Mariela—. Pero no deseo pelear contigo.
—Yo tampoco —afirmó. Mis labios besó—. Álvaro, el presidente le pidió la renuncia a todo su gabinete. Ya las recibió…
—Lo sé. Necesita recomponer sus piezas para este nuevo gobierno. —Había sido reelegido por un estrecho margen. Poco le faltó para perder el poder—. Es preciso…
—Aceptará la mía, ¿cierto?
—Sí. Haz sido ministra por varios años. Tu ciclo se cumplió.
—Ya veo.
—Pero no estés triste. Te darán una embajada.
—¿A dónde me enviarán? —No se veía muy entusiasmada.
—A Viena.
—¡¿Me enviarás a Rusia?! —gruñó—. ¡Me congelaré!
—Austria…
—¿Oceanía? Peor… ¡Eso está al otro lado del mundo! —Mariela no destacaba por sus conocimientos en cultura general—. Tengo entendido que allá hace mucho calor… ¡Es el mismísimo infierno! Álvaro, no quiero verme rodeada por canguros y arañas.
—Esa es Australia.
—Australia… Austria. —Sus ojos se posaron en el horizonte. Se veía confundida—. Ah sí… ¡Europa! Austria es una nación europea. —Acertó—. Está ubicada en la península Escandinava. ¿Allá no hace mucho frío también?
—Europa central. —Le dije con algo de impaciencia—. Austria está ubicada en el centro del continente europeo; al sur de Prusia y al norte de Lombardía.
—Ahhh. —Su cara delataba que a la nación Austriaca no ubicaba—. Será mejor que repase mis lecciones de geografía.
—Si tú quieres. —En realidad lo necesitaba desesperadamente.
—Álvaro, la verdad no deseo irme del país. Me gustaría aspirar a la alcaldía de San Juan de Sahurí —dijo—. No te costará nada de trabajo el ganarla para mí.
—Imposible —contesté—. En poco más de un año serán las nuevas elecciones al senado. Ya tengo coaliciones listas en Sahurí para apoyarme, y dependen de que yo apoye a su candidato a la alcaldía. El trabajo político es un asunto recíproco.
—¿Y San Mártir? —Insistió—. Será mucho más difícil y costoso, pero estoy segura lo lograríamos con la ayuda de Mendoza. Esa ciudad es su bastión.
—Tampoco es factible. Ya el presidente tiene todo definido.
—¿Quieres deshacerte de mí, no es así? —No era muy inteligente, pero sí perspicaz.
—Claro que no…
—Hablaremos mañana. —Mariela tomó su almohada y sábanas—. Que pases buena noche.
—¿A dónde vas?
—Dormiré en el otro cuarto.
—Pero… como quieras —decidí no rogar cariño.
—Hijito, estos escándalos suyos afectan la imagen del gobierno. Usted es uno de los senadores más importantes y poderosos, y su imagen está vinculada a la mía… No me puede joder así —dijo Mendoza. Se veía molesto conmigo—. Trate de esconder bien su pasado. Ese mamerto de Caballero es implacable… mire a mí como me la monta cada semana con esas columnas mentirosas.
—Lo haré, señor presidente.
—Hijo, ese amigo del terrorismo no se detendrá ante nada. Será mejor que lo enlodemos. Consígase dos o tres testigos falsos que digan que fue aliado y periodista prepago de uno de esos capos de la droga que el ejército abatió el año pasado.
—Así será.
—Pero que se vean los resultados. Mire que ese bandidito suyo, el tal Santander que reemplazó a triple J, no me ha dado ninguno. Sigue sin dar de baja a los cabecillas de la milicia en San Mártir, y hay reportes de patrullajes de la ACN en las partes altas de Sahurí. Los terroristas nos van a ganar el control de las montañitas en Nueva España. —Mendoza tenía la particular habilidad de hablar en diminutivos pero lucir temible. Su tono de voz inspiraba temor—. Lo único que ha hecho es traficar, y mire que yo se los había prohibido. Un día de estos nos va a caer el gobierno confederado del norte…
—Tranquilo, señor presidente —le dije—. Mañana mismo lo pongo en cintura. La próxima semana hay receso en el senado. Mañana en la tarde viajo a Sahurí.
—Eso espero. Y es mejor que se cuide de tantos escándalos, hijito; de pronto la próxima vez el procurador Aznar y yo no le podemos ayudar…
Arribé al capitolio para la última plenaria de la semana. Algo extraño sucedía. El miedo de los senadores se sentía. Yo no entendía que pasaba. «Benedetto… Benedetto se va a tirar en nosotros hoy», un parlamentario reclamaba.
Días antes escuché rumores, pero no los creí. No pensé que nuestro enemigo pruebas recopilara. Menos que las aportara:
—…y este perverso documento, estimadas senadoras y senadores; apreciada ciudadanía —cientos de personas de izquierdas acudieron a la plenaria; miles veían el debate por televisión. Benedetto se lució—, se conoce como el pacto de la Carolina. Casi el setenta por ciento de mis compañeros en el senado lo suscribieron. Su deseo era protocolizar la fundación de una nueva república mafiosa con los grandes narcos extraditados hace poco por el presidente Mendoza. Tan perverso y maquiavélico es el presidente de la república, o mejor dicho, el dictador, que traicionó y extraditó a los Estados Confederados de América a sus socios y lugartenientes.
Nadie entendía como el senador obtuvo una copia de ese maldito papel. Tal vez lo filtró un jefe mafioso para vengarse de nosotros y Mendoza; tal vez algún mamerto de izquierdas lo robó. No era importante. Benedetto lo logró. ¡Nos arruinó!
—Pido a la procuraduría y al tribunal supremo de justicia que estén a la altura de la historia —continuó—. Que hagan a un lado sus conflictos de intereses y su amistad con el dictador y los senadores al servicio de la mafia, y hagan lo correcto. ¡Les ruego y exijo que hagan justicia! Las pruebas están: este documento, testimonios de miembros desmovilizados del ERP… Incluso tengo registros del viaje de los senadores a la ciudad de la Romería, cerca al municipio de la Carolina. Los senadores viajaron en la fecha en la cual los testigos dicen se firmó este pacto —dijo—. También hay pruebas de la amistad y sociedad que senadores como Álvaro Alcides Malquisto sostuvieron con los grandes capos de la mafia. ¡Tienen todo para juzgarlos! Y a la ciudadanía pido sea garante de la justicia. ¡Este régimen fascista y corrupto debe caer! —gritó—. Estamos sumergidos en el más oscuro período de nuestra historia, pero juntos volveremos a la luz. Juntos podemos traer justicia y paz a nuestra hermosa nación… Muchas gracias, señor presidente.
Fue un desastre, fue una hecatombe. Lo que hizo la justicia con nosotros no tiene nombre. No nos permitieron salir del país. Nos acusaron. En la práctica nos sentenciaron. Caímos como moscas. Nuestras defensas eran toscas. Los juicios llegaron rápido… Pruebas con agilidad recopilaron. Testigos compraron. Nos señalaron.
Mi juicio fue el más mediático. Era el más poderoso, por esos mis enemigos eran numerosos. Prueba tras prueba en mi contra; columna tras columna de Caballero en las sombras. «Malquisto paramilitar», «Malquisto mafioso», las habría de titular. El tribunal supremo me condenó a cinco años de prisión. Si quería salir antes, educación. Tendría que estudiar.
Pero los penales en mi país se rinden ante el dinero: paga muchas estelas y podrás tener bacanales. Las fiestas en prisión son habituales. Contrario a lo que los ciudadanos piensan, en la cárcel justicia no se hace; los presos no están interesados en rehabilitación y resocialización. La cárcel es tierra de nadie. Delincuentes, asesinos y mafiosos se hacen más peligrosos; algunos incluso más poderosos. Solo los violadores de niños son censurados; los demás delitos son ignorados. Los guardias no desean vigilar y castigar. Desean ser sobornados.
Era desesperante el encierro; era indignante el destierro. Aunque para un hombre como yo, rico y poderoso, la cárcel podía ser un gozo. ¿Miedo a ser maltratado por otros presos? ¡No! Conseguí la protección de varios reos. Se convirtieron en mis guardaespaldas bien pagados, quienes me cuidaban de posibles atentados. ¿Miedo a los carceleros? ¡Tampoco! También entraron en mi nómina. «Doctor Malquisto, buenos días, puedo hacer algo por usted?» Me decían todas la mañanas. «¿Necesita algo, doctor Malquisto? Mujeres, comida, licor; lo que necesite no pasa por los controles de rigor». Aseguraban. Los guardianes estaban a mi servicio.
Era el rey del patio RS en la terracota, prisión de máxima seguridad en la capital. Bueno, uno de varios. Con estelas compramos a todos allí: desde guardias hasta prisioneros pobres. Teníamos cuanto queríamos: televisores de última tecnología con señal satelital, videojuegos, tabletas, teléfonos inteligentes, computadores, comida preparada por exclusivos chefs, el más fino licor, las más bellas prostitutas de clase alta del país, juegos de azar, juegos de mesa… cerveza. Vivíamos como emperadores y no como reos. Y todo gracias a nuestros enormes recursos financieros. Y no estaba solo: un viejo amigo compartía conmigo los barrotes:
—Las vueltas del destino, ¿no, Álvaro? —me dijo el colibrí—. Yo no quise someterme a la justicia, pero de todas formas terminé encerrado. Y tú, el más poderoso y prestigioso senador, aquí a mi lado.
—Sí, quién lo habría imaginado.
Al colibrí lo capturaron meses antes. Pero era un hombre astuto. Afirmaba conocer el más terrible secreto de Mendoza y tener pruebas para acusarlo. Decía que ese secreto le costaría la presidencia. Mendoza no se atrevió a extraditarlo. Solo lo encarceló para que viviese como un rey. Para él, en la cárcel no había ley.
—¿Ya te destituyeron? —preguntó.
—Sí —le contesté—. Ayer perdí mi investidura.
—Y mucho de tu poder, imagino.
—Trato de conservar tanto como puedo. Unos cuantos ayudantes y vasallos me dieron la espalda, pero la gran mayoría todavía están conmigo.
—¿Y a quién tratarás de impulsar? Imagino que ya tienes algún títere para ocupar tu lugar.
—Mariela Zuccardi, mi novia.
—Creí que solo era tu amante.
—Ahora prefiero llamarla novia —contesté.
—No debería decirte esto, Malquisto, pero… ¿sabes lo qué se cuenta sobre ella?
—Sí, siempre lo supe…
—¿Y por qué sigues a su lado? ¿Por qué deseas que llegue al senado?
—Ahora es rica y poderosa. Y no tengo a nadie más… Lo que dicen de ella, si bien es cierto, no me importa en lo absoluto. Nosotros no creemos en el amor; creemos en el placer… Y en el poder.
Tal como yo tenía un gusto por las mujeres jóvenes y el licor, Mariela tenía un fetiche con los chavales inmaduros. Y con el alcohol, también. Se decía que hasta dos jóvenes y guapos amantes mantenía. Nunca me molestaron sus manías. Yo vivía mi vida, ella vivía la suya. Compartíamos poder y pasión; el amor no era una preocupación. De hecho, en nuestra cama eran comunes los tríos: ella, una bella jovencita y yo. En un par de ocasiones, ebrio este servidor, ella, un guapo joven y yo. No era algo muy a favor de la moral; ni siquiera de la masculinidad, pero tampoco era algo homosexual. Es más: siendo sincero, mis apreciados conciudadanos, disfruté el ver a un joven, vigoroso y guapo, penetrar a mi amante con su miembro viril.
—Pues yo no permitiría que a mi mujer se la follara otro hombre —arguyó el colibrí.
—No es que lo encuentre muy agradable, pero en realidad no me importa. Solo me interesa el que Mariela sea electa y mi poder conserve mientras estoy de vuelta.
—Si tú lo dices…
—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —le pregunté.
—Por lo menos cinco años —respondió—. ¿Y tú?
—Espero solo sean dos; máximo dos y medio.
—Sabes algo, Malquisto —dijo. Me dirigió la mirada. Nunca había reparado en sus ojos: eran grandes y bonitos, con pestañas gruesas y largas que los engalanaban. El azul de sus pupilas me hacía pensar en el cielo, en el mar—. No me agradabas recién te conocí, pero al tratar contigo me simpatizaste. No cultivamos nuestra amistad por mi pelea con Mendoza, pero ahora que estás aquí disfruto de tu compañía. Si sales primero, te extrañaré mucho.
—Siempre me agradaste —le dije—. También te extrañaría…
Guardamos silencio. Martín de la Rosa no era un hombre expresivo. Era eso lo que hacia de él un genio delictivo. Nunca se sabía que pensaba. Era tan violento como analítico; tan prudente como vengativo.
—Bueno, basta de cosas gay por hoy. Iré a tomar una ducha. —Se quitó la camiseta. Pude apreciar sus musculosos abdominales y enormes pectorales. En prisión, el sujeto se ejercitaba todo el tiempo—. Hoy viene una hermosa mujer ansiosa de verga. ¡Debo aseármela bien!
Pasaron los días y los meses. Llegaron las elecciones al senado. Mariela lo logró. Fue electa gracias a mi mano. Obtuvo poco más de sesenta mil votos; menos de la mitad de los que yo siempre logré. Pero fue suficiente. Por un estrecho margen fue electa senadora, y su misión era mantener en funcionamiento la aplanadora. Su obligación era el conservar el imperio político Malquisto.
—No lo sé, doctor —dijo mi buen amigo Pedro el francés. Me visitó en la cárcel—. No confío en su mujer.
—Yo tampoco, pero era la única forma de conservar el poder.
—Tratará de adueñarse de todo —replicó—. Si usted permanece mucho tiempo en la cárcel, hará todo lo posible por ganar la lealtad de sus vasallos. Querrá hacernos a un lado.
—Lo sé —le dije—. Pero no te preocupes, Pedro Mirté; tengo gente con sus ojos sobre ella. Me informan de todo lo que dice o hace.
—Espero que no pase mucho más tiempo aquí. ¡Lo necesitamos!
—Ya llevo un año tras las rejas. Mi abogado dice que pronto obtendré la libertad condicional. He sido un buen chico.
—Ojalá no sea demasiado tarde…
—Verás que no. Todo saldrá bien.
—¿Está seguro de lo de Benedetto? —preguntó Pedro. Se notaba intranquilo—. ¡No pueden fallar!
—Ese sujeto me ha hecho la vida imposible. Gracias a él estoy encerrado. ¡Merece morir!
—Asegúrese de no fallar esta vez.
—Eso no sucederá. Nos vemos, Pedro el francés.
—Volveré pronto, doctor Malquisto.
Varios senadores, el colibrí y su servidor planeamos un nuevo atentado en contra de Juan Fernando Benedetto. Media clase política nacional lo quería muerto. El mismísimo Mendoza dio su bendición. También lo quería fuera de acción. El recuerdo traumático de mi atentado me dio la idea: utilizaríamos el mismo tipo de bomba. Pero no una sola: serían tres al tiempo. Con eso aseguraríamos el éxito de la misión. Inteligencia sobre él se realizó por varios meses. Saber sus recorridos y quién lo vigilaba eran nuestros intereses. ¡Lo que hizo en nuestra contra se lo devolveríamos con creces!
Y llegó el día. Nerviosos, todos esperábamos noticias. El reloj mirábamos impacientes. Con desespero anhelábamos su muerte. Hacia las ocho de la mañana un reporte: Benedetto había muerto. Su camioneta blindada no soportó el ataque. ¡Habíamos eliminado al mamerto! Abrazos, licor, comida… «¡muerte a la izquierda unida!» Esa era nuestra consigna.
Parte del país lloró a su héroe. El resto celebró. Mi patria es una nación dividida. Mitad decente, mitad mamerta. Mitad unida, mitad perdida.
Las ACN vengaron al político. Muchos atentados realizaron en horas pico. Combates, masacres, desplazamiento… Otra vez miles de víctimas. Terrorismo y ejecuciones extrajudiciales en las páginas nacionales. Guerra civil y conflicto armado en las internacionales.
La república estuvo al borde de la paz definitiva años atrás; pero ese esfuerzo, tonto y valiente, parecía perderse en las memorias de los viejos. La tuvimos cerca, pero se convirtió en una ilusión. Y todo por culpa de la ambición.
Su servidor salió libre un año después. Para la justicia fue considerado un revés; para mí, una victoria que contó por tres. Me presenté como víctima, me declaré perseguido; pero aún había quienes me llamaban bandido. No importaba. Tenía un imperio que recuperar. Retomar mi gloria debía procurar. Y a Mariela Zuccardi debía manipular.