Capítulo 16
Están los amigos listos, los amigos guapos y los amigos plastas. La mayoría de los amigos de Nathaniel pertenecen a la última categoría, según he podido comprobar en la siguiente fiesta del Upper East: Día de Acción de Gracias. Si todo americano pasa este especial día en compañía de sus seres queridos, mi novio decide organizar la fiesta del siglo en su ático. Habrá sido un gran alivio para toda su familia que haya decidido pasar de la cena familiar. No es un secreto para nadie lo mucho que le gustan las pechugas en Acción de Gracias. Y no, no me refiero a las del pavo.
Yo estoy muy tranquila porque, como bien sé por las películas, los americanos son muy familiares –salvo Nathaniel Black, por supuesto– y me imaginaba erróneamente que sus invitados preferirían celebrar tan señaladas fechas en el seno de sus familias, no en una fiesta organizada por el chico malo de la tele. Me llevé un disgusto cuando unas ochenta almas cándidas, que no tenían mejores planes para aquel día, se presentaron en la puerta de casa. Y aquí estoy, en medio de un desmadre total, llevando un elegante mono azul de Elie Saab, el cabello en ondas cayendo sobre mis hombros y una cinta de pelo del mismo tono de azul que mi ropa. Ah, y no nos olvidemos de la falsa sonrisa que ilumina mi rostro.
El salón está lleno de personas que no conozco, ni tengo interés en conocer. La música es ensordecedora –en las últimas horas he desarrollado un odio profundo hacia AC/DC, Metallica, Bon Jovi y todo ese grupito de viejos rockeros–, y la gente va demasiado animada como para que yo piense que solamente han abusado del licor de Bacchus. No había visto tanto alcohol junto desde el último año de universidad. Me extraña que todavía me acuerde de aquello. Fue un año turbio: tenía tres novios a la vez.
―Catherine, esta encantadora parejita son los Jones ―me dice Nathaniel cuando vamos a saludar a una familia recién llegada.
Curvo los labios en una sonrisa adorable y me dispongo a apretar las cinco manos que me tienden los miembros de tan distinguida familia. Los señores Jones deben de tener unos treinta y muchos años, van vestidos del mismo color –beige– y tienen tres encantadoras niñitas –vestidas de beige e igual de rubias que ellos–, que en el instante en el que me agacho para darles la mano, enredan sus delicadas manitas en las ondas que tanto he trabajado para conseguir. Y me pregunto yo, desde la ignorancia de mi ser, ¿qué demonios hacen tres niñas de unos cinco años en una fiesta así?
―Abby, Aimee, Aisha ―canturrea la señora Jones con una irritante sonrisa de gran dama― dejad a Catherine en paz. ¿Qué os ha dicho mamá sobre no molestar a las novias del tío Nate? Catherine, es un placer conocerte.
Aprieto la mano enguantada que me ofrece.
―El placer el mío. Tenéis unas niñas adorables ―digo a través de mis dientes apretados.
―Son nuestros tesoros ―comenta afectado el señor Jones.
Necesitaré una gran dosis de alcohol. ¿Algún camarero por ahí?
―Catherine, querida, deberías pasarte por casa el próximo martes ―prosigue la señora Jones―. Todos los martes nos reunimos con un grupo de amigos para jugar al bridge.
― ¿Bridge? ―repito, esforzándome por disimular el toque irónico de mi voz.
―El bridge es un juego de...
―Sé lo que es el bridge ―interrumpo con impaciencia―. Desde luego que iremos algún día. No puede haber nada mejor que jugar al bridge con unas personas tan encantadoras como vosotras.
Tras despedirnos de los adorables Jones, Nathaniel coloca una mano en mi espalda y me conduce hacia la barra.
―¿Por qué son amigos tuyos, tío Nate? ―le susurro al oído.
―Conozco a Tom desde que éramos críos. Solía ser normal.
―Me cuesta creerlo ―replico secamente y, enseguida, le sonrío a uno de sus amigos, que levanta la copa en gesto de saludo al pasar a nuestro lado.
―¿Tan mal te han caído? ―me pregunta incrédulo.
―¿Mal? Son la peor de las pesadillas convertida en realidad. Los que temen al monstro de Loch Ness, lo hacen porque no conocen a los encantadores Jones. Y esas tres niñitas...
―Sé que son un poco hiperactivas...
―¿Hiperactivas? ―repito pasmada―. No son hiperactivas, son el demonio encarnado.
Nathaniel suelta una carcajada.
―Deduzco que el martes no jugaremos al bridge.
―¡Ni de coña! ―exclamo tajante.
―Black, ¿dónde te habías metido, tío? Y, por el amor de Dios, ¿esta belleza quién es? No me digas que es tu chica.
―Lo soy ―contesto, apretando la mano que me ofrece el desconocido que se ha dirigido a mi novio―. ¿Y tú eres?
―Gage Carey. El mejor amigo de Nathaniel.
Miro al tal Gage de arriba abajo. Es un moreno en sus treinta y muchos, ojos oscuros, pelo despeinado y sonrisa maliciosa. Uno de los hombres más atractivos de esta fiesta, aparte de mi novio, por supuesto. Lleva unos pantalones negros y una camisa arrugada que no deja muchas dudas sobre lo fuerte que es su cuerpo. ¿Es que en Nueva York todos los chicos malos van al gimnasio?
Según averiguo mientras me tomo un Martini con él, Gage Carey es escritor de novelas de misterio, muy rico y soltero. Un Don Juan. El físico le ayuda, claro está. Gage pertenece a la cuarta categoría de amigos: plasta, pero cachas. Si bien quieres odiarle, no puedes. Me cae bien Gage. Es muy divertido.
El resto de la velada conozco a Alex Dylan y a su novia Jennifer Duff, ambos actores, ricos, guapos y demás; a Olivia Hilton, actriz que nada tiene que ver con los hoteles; a Zac Parker que no recuerdo a lo que se dedicaba, solo ha quedado en mi memoria porque era muy guapo; y a muchos otros cuyos nombres no recuerdo.
***
Después de esa fiesta, Nathaniel y yo empezamos a mantener una relación normal. Dejémoslo en una relación. Lo cierto es que discutimos muy a menudo y por cualquier tontería. Y hoy no va a ser la excepción.
Nos hallamos sentados en el sofá, viendo la tele, como la pareja más normal de este retorcido Universo. Solo que no lo somos. Al fin y al cabo, somos Catherine Collins y Nathaniel Black: la chica buena y el chico malo, según nos apodan los paparazzi. Hagamos lo que hagamos, él y yo nunca vamos a ser normales.
―Me aburro ―me quejo e intento quitarle el mando para cambiar de canal.
―Es lo que hay ―me responde él, elevando el volumen.
―Deberíamos cambiar de sitio el sofá ―continuo, como ausente―. Aquí no recibe demasiada luz natural.
Nathaniel gira la cabeza lentamente y me mira con el ceño arrugado.
―Es un sofá, amor, no una planta. No tiene por qué darle la luz natural.
―Ya, pero a mí me gusta la luz natural.
A la media hora, harto de seguir con esa conversación, Nathaniel empuja el sofá hasta el sitio indicado por mí. Volvemos a sentarnos. Muerta de aburrimiento, recorro toda la habitación con la mirada. Luego empiezo a jugar con el anillo de zafiros que me regaló mi madre al cumplir los veinte años.
―Esto... ―me aclaro la voz― ¿Nate?
Él finge mirar con mucha atención el reportaje sobre coches que estamos viendo y se limita a lanzar un gruñido.
―Llevabas razón. Aquí le da demasiada luz natural.
Vuelve a girar la cabeza igual de despacio que antes.
―¿¿¿QUÉ???
―Sí, lo siento. Creo que llevabas razón. El sofá está mejor donde estaba.
Lo siguiente pasa muy rápido. En un segundo está mirándome con su mirada asesina y en el otro, el sofá y yo estamos siendo empujados hacia el centro de la habitación.
Horas más tarde, empezamos a discutir en una licorería. Yo espero paciente hasta que Nathaniel coge las primeras cinco botellas de bourbon, pero al agarrar la sexta, se la quito de un zarpazo.
―¿Qué demonios crees que estás haciendo? ―espeta.
―Bebes demasiado ―le contesto mientras vuelvo a guardar la botella en el estante.
Con toda la tranquilidad del mundo, elige otra, de la misma marca, y la coloca al lado de las primeras cinco.
―Claramente no bebo lo suficiente ―refunfuña, empujando el carro hacia la caja.
―Me gustaría que dejaras de beber.
―Y a mí que dejas de hacer pucheros y de montar rabietas cada dos por tres, pero como este mundo es muy cruel, no siempre se puede tener lo que uno quiere, amor.
Saco la lengua a sus espaldas, como una cría enfurruñada y caprichosa.
―Hay tanto alcohol en tu casa que podrías abastecer a toda la población de Irlanda ―comento momentos después, mientras le ayudo a colocar las botellas sobre la cinta de la caja―. Ayer encontré una botella en el armario del baño. ¡En el baño! Definitivamente tienes que ir a rehabilitación.
Nathaniel paga a la cajera, le dedica una sonrisa de infarto a modo de despedida, y salimos a la calle, cargados de bolsas de alcohol.
―¿Rehabilitación? ¡Bah! No sirve de nada. He estado una vez durante tres semanas y ¿sabes qué? Cuando salí empecé a beber el triple de lo que bebía antes de entrar ―yo hago una mueca de incomprensión; él medio sonríe―. Bueno, para recuperar las tres semanas de abstinencia, ya sabes ―me explica, guiñándome un ojo―. Además, las botellas del baño están guardadas ahí por una razón muy fundada, no porque yo tenga vicio.
Me monto en el coche haciendo una mueca que él no puede ver.
―¿Y cuál es esa razón? ―insisto, nada más ponernos en marcha.
―Imagínate que una fan loca asalta mi casa con la clara intención de violarme.
Me echo a reír a carcajadas.
―No tienes tanta suerte.
―Ya, pero imagínate que pasa. Cosas peores se han visto. ¿Qué puedo hacer yo ante semejante acto de violencia? Salir corriendo y encerrarme en el baño, evidentemente. Puede pasar una semana hasta que alguien se dé cuenta de que no he salido de casa y entonces vendrán a rescatarme. ¡No puedo estar una semana sin provisiones!
―¿Y no será mejor guardar unas barritas energéticas? ―le sugiero.
Nathaniel suelta un bufido y se dispone a hacer maniobras de aparcamiento.
―¡Tonterías! ¿Tienes idea de la energía que da el bourbon?
―Lo único que digo es que la casa está tan llena de alcohol que, si algún día te quedas dormido con uno de tus porros encendidos, volarás por los aires toda la ciudad de Nueva York.
―Está bien ―su tono de voz me dice que su paciencia se está agotando―. Beberé todo el alcohol si vaciar las botellas es lo que te hace feliz.
―Me parece bien. Espera. ¿Has dicho beber? Yo me refería a tirar.
Y así pasamos los siguientes días. Discutiendo continuamente. Que si salimos demasiado, que si no salimos lo suficiente. Que si me relaciono demasiado con sus amigos –Gage Carey y Zac Parker–, que si paso olímpicamente de ellos –los Jones–. En fin, todo parece ser una razón para discutir. Lo que realmente nos pasa es que estamos enganchados al sexo de reconciliación. Sí, señor. Realmente vale la pena discutir por eso. No hay sentimiento alguno, ni remordimiento, ni gilipollez. Es sexo puro y duro. Toda la ira, toda la frustración acumulada durante nuestras agresivas peleas, están siendo empleadas con fines más productivos. Pero no creo que sea solamente por el sexo. Hay más. Supongo que los dos necesitamos a alguien a quien culpar por todas las desgracias.
Sin embargo, a pesar de esas intensas reconciliaciones, lo nuestro está acabándose. Y tanto Nathaniel Black como yo, somos conscientes de ello. Tal vez sea un presentimiento. Tal vez la teoría de la probabilidad. Quién sabe. El caso es que cada día estamos un poco más cerca del desenlace final. Un poco más cerca de ese hondo y oscuro pozo que nos asusta a los dos. Lo único que falta es el empujoncito final para precipitarnos hacia el vacío.
Y algo me dice que está por llegar.
***
Un año más, la ciudad de Nueva York, espectacularmente decorada, se prepara para la llegada de Papa Noel. Todo es perfecto: las luces, los villancicos que se escuchan en todas partes, The Shopping Week y hasta la nieve, que en cualquier periodo del año es un coñazo, pero no en Navidad. En Navidad es una bendición divina. Y como no podía ser de otra forma, Nathaniel y yo celebraremos la Nochebuena en compañía de unos desconocidos, en una de las mayores fiestas que acoge el barrio más pijo de Manhattan. A mí me hubiera gustado habernos quedado en casa, encender la chimenea, ver películas navideñas y hacer el amor. Incluso habría aguantado con estoicismo, y sin ninguna clase de protestas, una cena a base de soja y repollo. Pero cuando eres la novia de una superestrella, no puedes hacer eso. Cuando eres la novia de una superestrella tienes que estrenar un vestido de diseño, unas joyas escandalosamente caras y colocarte una larga y fingida sonrisa. Por no hablar de las largas horas que tienes que pasar en maquillaje y peluquería. ¡Jo, jo, jo!
―Estás deslumbrante esta noche ―me dice Nathaniel en cuanto empiezo a bajar los escalones.
Está esperándome al pie de la escalera, como un caballero de película antigua. Lleva su mejor esmoquin, su más pícara sonrisa y me observa con un brillo de admiración en su mirada mientras me acerco a él, sonriente. Acorde con los colores de la temporada, llevo un largo vestido rojo. Rojo diablo. Me gusta el rojo. Va con mi personalidad.
―No puedo decir otra cosa sobre ti ―me inclino y le beso la mejilla―. Te sientan bien los trajes.
―Lo sé ―me contesta con arrogancia, arreglándose los gemelos de la camisa.
Entorno los ojos mientras salimos por la puerta. Delante del edificio, nos espera una limusina negra con el motor en marcha. Nos subimos y recorremos gran parte del trayecto en silencio. Nathaniel permanece en su asiento, inexpresivo, absorto en alguna clase de idea que debe de estar rondando su mente. Tal vez uno de aquellos demonios que suelen atormentarle.
―¡Vayámonos! ―suelta de repente y se gira hacia mí, con un extraño brillo en su hermosa mirada.
―¿Qué?
―¡Sí! ¡Demos la vuelta ahora mismo! Podemos ir a Tailandia... o a la India... o a Bosnia. ¡Me da igual! Podemos ir a donde quieras, pero por favor, no vayamos a esa fiesta.
Lo miro pasmada. Está claro que habla muy en serio.
―¿Por qué demonios iba a querer yo ir a Bosnia? ¿Te has vuelto loco o qué? Y te recuerdo que tú mismo dijiste que es la fiesta más importante de toda tu vida. ¡No puedes faltar!
―Lo es... ―murmura distraído― Lo es. Sí, llevas razón. Sí... Supongo que habrá que ir ―se pasa una mano por el pelo y mira meditabundo por la ventanilla del coche―. ¿Catherine?
―¿Sí?
―¿Recuerdas que te dije que nadie más te hace sentir lo que yo te hago sentir?
Aguarda, mirándome con interés.
―Sí... ―digo dudando.
―Bien. Tenlo presente. Hemos llegado. ¿Preparada?
Por el cristal oscuro, veo a un grupo de paparazzi acosando a algún pobre infeliz. Respiro hondo, me esfuerzo por sonreír y cojo la mano que me ofrece. Él me lanza una mirada algo angustiada y, acto seguido, abre la puerta, echándonos a los dos a la jaula de los leones. En cuanto pisamos la alfombra roja, me quedo ciega cuando todos los flashes nos enfocan.
En cuestión de segundos, estamos rodeados de reporteros que hacen varias preguntas a la vez, se empujan entre sí para acaparar el primer plano y sacan fotografía tras fotografía. Estoy mareada, tanto por el flujo de personas, como por las cámaras, pero intento respirar y mantener la compostura. Permanecemos de pie durante unos segundos, permitiéndoles que saquen imágenes. Nate me sujeta la cintura con firmeza y no para de sonreír. Cuando quiere, puede ser un canalla encantador. Me siento como Cenicienta colgando del brazo de su príncipe.
―En marcha ―me susurra al oído.
―Catherine, el hecho de que hayáis acudido juntos a la fiesta ¿significa que negáis los rumores de ruptura? ―pregunta una mujer.
Hay tantas personas, tantos flashes y tantos micrófonos que soy incapaz de ver a la que ha hecho la pregunta. Nathaniel se detiene, se da la vuelta y se coloca delante de las cámaras.
―Por supuesto. Nuestra relación pasa por su mejor momento, ¿verdad, cielito? ―contesta, mirándome con afecto. Yo sonrío.
―¿Y qué opinas tú, Catherine, sobre el nuevo escándalo protagonizado por tu novio? ―pregunta alguien a lo lejos.
―¿Escándalo? ―repito, parpadeando.
―Esta misma mañana, Nathaniel ha sido sorprendido saliendo de un sex shop en compañía de su ex, Anne Blunt. Según el dependiente, se han gastado la friolera de tres mil dólares en "regalos navideños". ¿No te inquieta eso?
¿Qué? Siento que me falta el aire y tengo que agarrarme fuertemente a su brazo para seguir en pie. Durante unos instantes, se me oscurece la vista, el mundo parece girar con demasiada rapidez para mí y noto como se me va la tierra de debajo de los pies. Ya no me veo capaz de seguir sonriendo y me da igual que las implacables cámaras capten mi reacción. Todo me da igual.
―A ver, amigos ―interviene Nathaniel, sonriendo como si aquello no tuviera importancia―, he dicho que negamos los rumores de ruptura. Nadie ha mencionado nada sobre exclusividad.
Lo miro con el rostro descompuesto y constato con estupor que no ha dejado de sonreír ni un solo instante. Esto le da igual.
―¿Verdad, Catherine que tú y yo...?
Las palabras mueren en sus labios al ver mi expresión de puro dolor.
―No haré más declaraciones.
Me agarra un brazo con brusquedad, empuja a los reporteros que nos impiden el paso y siguen acosándonos con sus molestas preguntas, y me arrastra hasta la entrada.
―¡Sonríe! ―me ordena, con tono implacable.
Me aparto de él con un gesto brusco, pero vuelve a agarrarme el brazo y me sujeta con firmeza.
―¡Eres un animal! ―le grito enfurecida.
Él me sonríe maliciosamente.
―En la cama, sí. Y ahora haz el favor de controlarte porque vamos a abrir esta puta puerta y estaremos delante de todas las personas que cuentan en este país. ¡Más te vale que no la jodas! Te recuerdo que esta noche es demasiado importante para mí como para echarla a perder por tus celos infantiles.
¿Celos infantiles? Es oficial, tengo ganas de matarle. Oh, Señor, voy a ir al infierno sin lugar a dudas. Pero disfrutaré sabiendo que él estará conmigo. Nos abrasaremos juntos en el caldero de Satán.
―¡Vete al infierno! ―gruño entre dientes y acto seguido curvo los labios en una sonrisa falsa cuando un reportero, que pasa por delante, nos saca una foto.
Se abren las dos puertas del local y mientras que entramos, sonriendo como si fuera el día más feliz de nuestras vidas, me doy cuenta de lo cansada que estoy de todo esto. Aborrezco la ostentación del mundo de Nathaniel Black. Solo hay convencionalismo, hipocresía y cinismo. ¡La élite! ¡Menudos gilipollas! Miro a mi alrededor de manera ausente, como mera observadora, y lo único que veo es frivolidad. Banalidad. Gente vacía por dentro, que brinda, ríe, baila y cuchichea, ajena a lo que está pasando fuera de estas paredes cubiertas con papel de oro. ¡Hay todo un mundo ahí fuera!, quiero gritarles. ¿Por qué nadie es capaz de verlo?
Peino con la mirada la enorme sala, fijándome en cada rostro, en cada pequeño detalle, en cada falsa risita. En su inmensa superficialidad, no son capaces de ver que hay gente que muere en la más terrible pobreza mientras ellos se hinchan a caviar y beben champán de cinco mil dólares la botella. En el Upper East Side a nadie le importa eso porque aquí no hay miseria, ni sufrimiento. Aquí solo viven los elegidos. La crème de la crème. Los odio a todos y a cada uno de ellos, con indumentaria elegante, sus sonrisas artificiales y sus vidas vacías. Visto como ellos, me muevo entre ellos como pez en el agua y hablo como ellos, pero no soy y nunca seré una de ellos. Solo soy una intrusa en un mundo que no es el mío.
Mientras nos disponemos a saludar a un grupo de personas, me invade la sensación de estar viviendo la vida de otra persona. ¡Esta, sencillamente, no puede ser la mía! Es como si me hallara dentro de mi propia cabeza, gritando desesperadamente por salir. Solo que no lo consigo. Ni siquiera sé si de verdad intento conseguirlo. Al igual que Nathaniel Black, todas las mañanas me coloco una máscara invisible, que me protege y me esconde a la vez. El secreto del éxito consiste en que nadie vea lo que se esconde debajo. No puedo permitir que vean mi verdadero rostro. Ellos solo pueden ver lo que yo quiero que vean. Y estoy muy cansada de todo esto. Cansada de esbozar sonrisas postizas, cansada de fingir interés por saber qué tal están las personas que me rodean, cansada de decir cosas ridículas como "es un placer conocerle", cuando lo que realmente quiero decir es "me importa una mierda tu persona". ¡Dios mío, me he vuelto igual de cínica y de vacía por dentro que todos ellos!
―¿No eres algo mayorcita para estas rabietas? ―me susurra Nathaniel en cuanto nos quedamos a solas.
―No tanto como tú ―replico en tono gélido.
―¡Auch! ¡Bailemos!
Me agarra de un brazo y me conduce hasta la pista de baile, inclinando la cabeza en gesto de saludo a derecha e izquierda. Funde su cuerpo con el mío y empezamos a movernos despacio. El baile es lento y lleno de ternura. La suave voz de Rihanna canta "Siempre serás mi héroe, aunque hayas perdido la cabeza". Echo la cabeza hacia atrás y me río a carcajadas.
―¿No te parece que el Universo es un cabrón con un sentido del humor enfermizo? ―le digo entre risas―. ¿De verdad tenía que ser Love The Way You Lie?
Nathaniel me mira como si le faltara el aire, con un surco profundo formado en su ceño. ¿Cómo es posible que un hombre de su magnificencia consiga parecer tan frágil en este momento? ¿Tan fácil de herir? ¿Tan atormentado?
―Catherine… lo de antes… yo no...
―Déjalo. No quiero oírlo.
―¡Pero tienes que oírlo! ¡Necesitas saber la verdad! Tienes que ser capaz de ver más allá de...
―He dicho que no ―entrelazo los brazos alrededor de su cuello y le susurro al oído con el tono más dulce que soy capaz de adoptar―. Solo te diré dos cosas, Nathaniel Black. Uno: lo nuestro se ha acabado.
Él retrocede medio paso para observarme el rostro. Ninguno de los dos deja de sonreír, aunque su torcida sonrisa refleja cierto dolor. Me coge del brazo, me hace dar una vuelta sobre mis pies, y después me inclina hacia abajo hasta que mi pelo casi toca el suelo. Me sujeta así, con su cuerpo inclinado sobre el mío, la palma de su mano descansando en mi clavícula y sus ojos mirándome como si intentaran transmitirme algo crucial que yo no consigo pillar.
―¿Y dos? ―susurra, bajando la mirada hacia mis labios.
Mi boca adopta un gesto cínico mientras le sonrío.
―Puede que tenga sentimientos hacia tu hermano.
"¿Solo vas a quedarte ahí mirando cómo me quemo?", escucho a lo lejos.
Nathaniel me endereza con brusquedad.
"¿Solo vas a quedarte ahí oyéndome llorar?", una vez más, la voz de Rihanna llega hasta mis oídos.
Dejamos de movernos, aunque el baile aún no ha acabado. Solo estamos de pie, en la mitad de la pista, rodeados de parejas bailando, y nos miramos el uno al otro a los ojos. Su rostro adopta un aire derrotado que consigue despertar cierta lastima en mí, pero ya es tarde. He tomado una decisión y pienso mantenerme firme. Eminem canta ahora "Nuestro amor es una locura, estamos locos, pero me niego a recibir ayuda psicológica".
―¿Recuerdas cuando te dije que nunca dejaría de amarte? ―me inclino sobre él y añado en un susurro― Mentí.
Hago una reverencia y doy media vuelta. De reojo, veo cómo se queda en medio de la pista de baile, atónito, turbado, cogiéndose la cabeza entre las manos. Aumento el ritmo de mis pies porque con cada paso que me aleja de él, empiezo a derrumbarme un poco más. Y no puedo hacerlo. No puedo girarme y correr de vuelta a sus brazos. No puedo gritarle que le quiero y que lo que le he dicho antes solo ha sido una infantil venganza. No debo. Estoy devastada, pero esta vez no voy a vender mi alma por treinta míseras monedas. Esta vez conservaré el último gramo de dignidad que me queda y saldré por esa puerta con actitud triunfal, puesto que lo único real a lo que puedo agarrarme ahora mismo es mi orgullo, los trocitos que quedan de mi gran ego.
Solo me permito el lujo de derrumbarme una vez de vuelta al ático de Nathaniel. Me acurruco en el suelo y dejo que la niebla, la oscuridad y la más intensa de las agonías se apoderen de mi debilitado cuerpo.
***
Y aquí estoy, una vez más. Con la mirada vacía, delante del enorme ventanal del salón de Nathaniel Black, contemplando la vista panorámica de Nueva York. He estado llorando, pero ahora ya no tengo lágrimas. No sé el tiempo que llevo aquí. Tampoco sé dónde está él. Llevo sin verlo desde la fiesta de anoche. No llama, no escribe...
Esta noche Nueva York permanece en completo y absoluto silencio. Son las dos de la madrugada y, por lo que veo, ni un alma se atreve a salir hoy a la calle. Ni un ruido penetra este doloroso silencio, que se vuelve cada vez más difícil de aguantar. Mis ojos vagan por la Quinta Avenida mientras que mi mente, por enésima vez, se pregunta por qué. ¿Por qué estoy cargando con esta cruz? ¿Por qué no encuentro el valor de acabar con todo este sufrimiento de una vez por todas? ¿Por qué no puedo ser libre? Será porque le quiero tanto que me duele. Y lo más espeluznante de todo es que quiero quererle. Soy adicta y no puedo –ni quiero– dejar de serlo. Me he engañado a mí misma. Nathaniel no me ama. Nunca lo hizo y nunca lo hará. Su corazón ha muerto con esa mojigata, la tal Mary. Su único y gran amor. ¿Cuántas veces me lo tiene que repetir? ¡No siente nada! ¡Nada! ¡No hay nada dentro de él! Nada, salvo el vacío que ella dejó al irse. ¿Por qué no soy capaz de entenderlo? Tal vez por sus ojos. Esos ojos turbios que, a veces, parecen desvelarme cosas. Secretos... Sus ojos me dicen que él me quiere. ¿Es posible que sus ojos mientan?
―Feliz Navidad, princesa.
Distraída, giro la mirada hacia él. Está apoyado contra la barra, con los brazos cruzados a la altura del pecho, tal y como solía verle en los viejos tiempos. Esos tiempos cuando él solo era burlón, malicioso y juguetón, y yo una estúpida locamente enamorada de él. Esos tiempos que nunca más volverán.
Tiene un aspecto horrible. Parece que lleve días sin dormir, a juzgar por los oscuros círculos que rodean sus ojos. No se ha cambiado de ropa desde ayer. Lleva la camisa colgándole por fuera del pantalón, con los primeros tres botones desabrochados, sin pajarita, y su esmoquin está lleno de polvo, roto y arrugado. Por la herida que tiene en los nudillos de su mano derecha, deduzco que ha estado pegándose con alguien. O tal vez haya destrozado algo, no lo sé.
Durante un instante, me siento conmocionada por el destello de desesperación que se refleja en su mirada.
―¿Cómo lo has hecho? ―susurro, mirando fijamente esos iris azules.
―¿Hacer el qué, amor?
―Apagarlo ―aclaro, con la voz quebrada.
―No lo sé.
Permanezco callada, sin saber qué más puedo decir.
―Lo siento... ―musita, y he de admitir que parece destrozado de dolor―. Siento todo lo que ha pasado en la fiesta. Yo...
―¿Lo sientes? Sentirlo no va a mejorar las cosas, Nate. Mira en lo que me has transformado. ¡Mírame! ―le grito, al ver que no es capaz de levantar la mirada del suelo―. ¿Te gusta lo que ves? ¿Cómo has podido hacerme esto? ―su silencio me enfurece todavía más―. ¡Maldito seas, mírame a la cara!
Se pasa las dos manos por el pelo mientras se deja caer sobre una silla.
―He metido la pata hasta el fondo y no sé qué hacer o qué decir para que esto sea más fácil ―dice con voz sofocada.
Yo tuerzo el gesto, le doy la espalda y apoyo la frente contra el frío cristal. Cierro los ojos.
―¿Cuál es la explicación esta vez? ―mi tono de voz parece horriblemente frío.
Nathaniel permanece callado hasta que me vuelvo a girar para mirarle.
―Esta vez no hay una explicación ―musita, levantando lentamente la mirada hacia mí―. Salvo por la más evidente de todas, claro.
―¿Y cuál es la más evidente de todas, Nate?
Me abruma el espasmo de dolor que registra su rostro. Cierra los ojos y traga en seco.
―Qué soy un hijo de puta infiel ―me contesta con voz apenas audible.
Y ¡Bang! El gatillo ha sido apretado. Nos miramos a los ojos durante una eternidad, en absoluto silencio. Los dos lo sabemos. Es el fin. No hay vuelta atrás. Él ha elegido devolverme la libertad y, aunque estoy devastada, una parte de mi alma le está agradecida por ello.
Agarro mi bolso y con una lentitud casi agónica, arrastro los pies hasta él y le doy un beso en la mejilla. Un último beso... Mis labios se demoran sobre su áspera barba un poco más de la cuenta. Él cierra los ojos y resopla. Me aparto enseguida, trago saliva y me esfuerzo por sonreír.
―Adiós, Nate. Me alegra haberte conocido.
Suelta un largo suspiro y extiende el brazo para acariciarme la mejilla con los nudillos de su mano. Me doy cuenta de que sus manos están temblando casi tanto como las mías.
―Tu forma de mentir es penosa, amor ―me susurra, sin dejar de acariciarme.
―Llevas razón. Lo cierto es que lamento haberte conocido.
Su hermoso rostro registra una casi imperceptible contracción de dolor. Yo muevo los labios en algo parecido a una sonrisa mientras le doy la espalda y me encamino hacia la puerta. Coloco una mano encima del pomo.
―¿Catherine?
―¿Sí? ―murmuro, sin girarme y sin soltar el pomo de la puerta.
Nathaniel hace una larga pausa y lo oigo suspirar de nuevo.
―Te quiero ―dice al fin, con la voz transformada en un susurro.
Este ha sido el peor golpe que me han dado en toda mi vida. Si no hubiera dicho las condenadas palabras, me habría resultado todo mucho más fácil.
―Lo sé.
Y salgo por la puerta, dejando que se cierre de golpe a mis espaldas. Su olor me persigue hasta el ascensor, el único sitio donde puedo desplomarme, aunque solamente sea por unos instantes. Al llegar a la planta baja, en cuanto se abren las puertas, rompo a correr hasta llegar a la calle. Necesito correr, alejarme, pues si no lo hago ahora, nunca más lo haré. Y ya no puedo claudicar. Ahora sé que esto es el final. ¡Dios mío, se ha acabado! Me cubro el rostro con las manos y respiro hondo, sin siquiera saber hacia dónde dirigir mis pasos. Una fría llovizna se desliza sobre mi frente, mezclándose con mis propias lágrimas, y el viento, que sopla con agresividad desde el este, me cala hasta los huesos, congelando no solamente mi cuerpo, sino también mi corazón. El barrio parece vacío y aterrador. No puedo moverme, sencillamente estoy paralizada aquí de pie, delante de su portal. Los coches pasan a mi lado de vez en cuando, algunos conductores me miran, otros me ignoran por completo. Mi ropa está ahora empapada y mi maquillaje se ha escurrido. Debo de parecer un espantapájaros. El ladrido de un perro callejero me devuelve al mundo real.
Me siento como si el cielo se me hubiera caído encima mientras intento parar un taxi. No puedo dejar de llorar y me importa un carajo que me estén mirando. Es el fin de todo. ¿Qué importa lo que piensen de mí?
Pasados unos minutos, consigo detener uno. Me monto en la parte trasera y le digo al conductor adonde quiero ir. El coche se pone en marcha despacio. Después de unos instantes, me giro y miro hacia atrás por última vez, observando a través del cristal lleno de gotas la ventana de aquel ático y la oscura silueta de Nathaniel Black, que se alejan poco a poco hasta desaparecer entre las sombras de la noche. Me vuelvo a girar cuando apenas se distinguen las luces del barrio en el que la fiesta nunca acaba.
Afrontarás esto como cualquier dama debe hacerlo: con dignidad, una larga sonrisa y fingiendo que nunca ha pasado. Volverás a tu perfecta vida y harás lo que siempre has hecho: alzarte de tus propias cenizas y seguir adelante. Porque eres Catherine Collins-Fitzgerald y es lo que se supone que debes hacer.
En la radio del taxi suena Feeling Good, la versión de Muse.
―¿Puede subir eso un poco más?―le pido al conductor.
Él extiende el brazo y eleva el volumen de la música.
"Cañas que van a la derriba
Sabéis cómo me siento
Es una nueva alba
Es un nuevo día
Es una nueva vida para mí
Y me siento bien"
Y es entonces cuando, a través de las lágrimas, las esquinas de mi boca se curvan en una sonrisa.
***
Hubo un tiempo en el que solía pensar que lo terrible de aquella noche había sido perder a Nathaniel Black. Pues estaba equivocada. Lo terrible ha sido perderme a mí misma. Al dejarle, fui consciente de que una parte de mi alma se quedaría para siempre ahí, atrapada con él y los fantasmas que le atormentaban. Una parte de mi alma siempre permanecería en el Upper East Side de Nueva York, el sitio donde los ricos son escandalosamente ricos y los pobres… bueno, los pobres se quedan en el lado oeste.