Capítulo 14
―Dos Montain-Dew ―le pide Nathaniel a la camarera que viene a tomarnos nota.
Suelto una carcajada. ¡Que alguien, por favor, me preste un calendario!
― ¿Montain-Dew? ¿Es que ha vuelto la Ley Seca?
Nathaniel se limita a sonreír mientras me contempla detenidamente.
―Estás guapísima esta noche.
―Gracias ―respondo con coquetería, bajando las pestañas―. Tú siempre lo estás.
Esta noche he dejado que elija su propia ropa, no estamos trabajando, sino divirtiéndonos en un famoso club de Nueva York. Y, menuda sorpresa, Nathaniel ha elegido uno de sus looks de chico malo. Viste de negro, con camisa de mangas arremangadas, jeans y botas moteras. Y hasta yo tengo que admitir que es lo que más le pega. Me esfuerzo por vestirle con jerséis pijos de cashmere y americanas para hombres de mediana edad, pero esta ropa es como su seña de identidad. Afrontémoslo: los chicos malos visten de Calvin Klein.
―Y, dime, ¿cómo hemos conseguido colarnos aquí cuando tienen una lista de espera de meses y nosotros no estábamos en ella?
Nathaniel cambia de postura en el sofá de cuero blanco y su sonrisa se vuelve más amplia y más maliciosa.
―Amor, yo soy Nathaniel Black. No necesito invitación. Cojo lo que quiero, cuando lo quiero, ¿recuerdas?
Apoyo la mejilla en una mano y lo observo divertida.
―Tu vida debe molar.
―¿Tú crees?
Hago una larga pausa, contemplando meditabunda el club alborotado de jóvenes. La música es genial y yo tengo ganas de pasármelo bien esta noche. Claro está que no me he puesto mi mejor minifalda para estar aquí sentada bebiendo algo tan soso como Montain-Dew.
―¿Qué sabes de tú hermano? ―inquiero, girándome hacia él―. No hemos hablado desde que se mudó.
Nathaniel pone los ojos en blanco y toma un sorbito de refresco. Creo que es la primera vez que le veo beber algo que no tenga alcohol. Espero que no le esté dando algún brote psicótico o algo por el estilo.
―¿Es necesario que hablemos sobre mi hermano ahora? ¿Es que no tuviste bastante con besarle? ¿Ahora quieres que intercambiemos sensibilidades y abramos nuestros corazones?
Me refresco los labios con la bebida, rezando para que la oscuridad de este reservado oculte mi rubor. Me arden las mejillas al recordar la otra noche.
―Lo siento. Es que me siento…
Él se reclina hacia mí y susurra con malicia:
―¿Culpable? Lo sé. Yo me siento culpable todos los días de mi vida.
―¿En serio? ―pregunto, intentando atrapar su mirada.
―Sip. ¿A qué no mola?
―No, no mola, Nate ―replico, irritada―. Es una autentica mierda.
Me lanza una sonrisa que hace que mi corazón se detenga y se acerca a mí oído.
―Y dime... ―sus labios casi rozan la piel de mi cuello y yo noto cómo se eleva mi temperatura corporal― ¿te gustaría dejar de sentirte culpable por un tiempo? ¿Despejar tu mente y ver el mundo de manera distinta?
¿Y a quién no?
―Supongo... ―le contesto, dubitativa.
Sin dejar de mirarme a los ojos, Nathaniel me coge la mano y recorre mi palma con las puntas de sus dedos durante unos instantes. De la manera más discreta posible, suelta una pequeña capsula dentro, me cierra el puño y se lo lleva a los labios, besándome los dedos uno a uno.
―Entonces bienvenida a mi mundo, Catherine ―me susurra al oído, haciendo que se me erice el vello de la nuca―. Te lo advierto, una vez que entres, no querrás marcharte. Es adictivo.
Ay, Dios, empiezo a sentir palpitaciones.
―No quiero marcharme ―murmuro, perdida en esos iris azules que en este momento parecen mucho más oscuros.
Callado y pensativo, Nathaniel me contempla con un brillo de admiración en su mirada.
―Eres valiente, entonces. Tómate esto, amor.
Si bien sus ojos brillan más maliciosos que nunca, su sonrisa es arrebatadora. Apuesto a que Satán puso la misma mueca al encontrarse a la ingenua Eva en el Jardín del Edén.
―¿Qué es? ―pregunto, evaluando su rostro.
Una chispa de humor se refleja en su mirada.
―La droga del amor.
Hasta yo sé que no se refiere a Viagra.
―¿Éxtasis? ¿Es que ahora eres mi camello?
Nathaniel parece estar divirtiéndose mucho, a diferencia de mí, que lo contemplo con una cara de estupefacción.
―Querías ser lo que yo soy. Esta noche lo serás. Tómatelo.
Me imagino a un pequeño demonio con su rostro susurrándome al oído: tómatelo, tómatelo, y sonrío. Acto seguido, coloco la pastilla encima de mi lengua y trago.
―No siento nada ―protesto a los dos segundos.
Nathaniel me lanza una mirada divertida.
―Acabas de tomártela, amor. Dale tiempo.
―¿Cuánto tiempo?
―No seas impaciente. Si hay algo que nos sobra, es tiempo. No tenemos ninguna clase de prisa. Esta noche solo vamos a disfrutar. Tú y yo.
Eso suena demasiado bien. ¿Dónde está el truco? ¿Ahora me pedirá mi alma a cambio?
―¿Y qué hacemos mientras surte efecto?
Se inclina sobre mí, mirándome como si intentara hipnotizarme–sabe lo descolocada que me deja esa mirada–. Yo me quedo contemplando sus bonitas facciones, con los puños apretados, y me obligo a vencer la tentación de deslizar los dedos por encima de sus sensuales labios. No quiero arriesgarme a que nuestras caricias vuelvan a ser trending toping. Él debe de intuir lo que pienso puesto que me sonríe y separa un poco los labios, como si estuviera invitándome a besarle.
―¿De verdad necesitabas preguntar eso? ―musita, divertido.
―No... ―balbuceo y noto cómo mi respiración se altera.
Sus labios se acercan a los míos, pero sin rozarlos. Sonríe descaradamente y yo ardo en deseos de que me bese. ¡A la mierda el trending toping!
―¿Y por qué seguimos hablando, preciosa?
Pongo una mueca maliciosa, hundo los dedos en su pelo y me apodero de su boca. Él gruñe, clava las puntas de sus dedos en mis mejillas e introduce su lengua en las profundidades de mi boca, con esa ansia y esa agresividad a las que me tiene acostumbrada.
―Te quiero ―digo sin más, aprovechando una de las pausas para respirar.
―Yo también te quiero ―me susurra Nathaniel, antes de que su lengua vuelva a invadir mi boca.
No sé el tiempo que pasamos besándonos y acariciándonos. Podrían ser minutos, podrían ser horas. ¿Qué importa? Solo me aparto de él cuando empieza una canción que realmente me invita a moverme.
―Adoro esta canción. ¿Sabes cómo se llama?
Él parece estar buscando en un rincón oculto de su memoria.
―Creo que Alors on danse.
―¡Qué adecuado! ¿Bailarás conmigo?
No me contesta. A cambio, me tiende la mano con una leve sonrisa dibujada en los labios. Bajamos los pocos escalones que nos aíslan del resto de la gente y empezamos a movernos, rodeados de un millón de otros jóvenes que, al igual que nosotros, parecen haber perdido la noción del tiempo. Cierro los ojos, levanto las manos por encima de la cabeza y dejo que la música me inunde. Me siento genial. Es como si las notas musicales estuvieran fluyendo por cada molécula de mi cuerpo y lo único que quiero es perderme en ellas. Las luces del club, el humo, la canción... él... Todo es perfecto.
Nathaniel se acerca a mí y me abraza.
―¿Qué es lo que sientes ahora, Catherine? ―me susurra, acariciando mi cuello con las puntas de los dedos
―Es indescriptible. Nunca he sentido nada parecido. Podría ser felicidad. O plenitud... O que estoy flotando ―añado, riendo tontamente.
Vuelve a darme un beso, solo que esta vez mi excitación se multiplica por cien.
―¿Te gusta lo que sientes?
―Siento que mi cuerpo no pesa nada. Es como si mis pies no tocaran el suelo. Y veo el mundo de manera diferente. Todo es distinto. Los flashes, los colores… tú―sonrío y añado―. Lo único que quiero es que esta noche no acabe nunca.
Nathaniel me rodea la cintura con las manos y me arrastra hacia su duro pecho.
―Nunca va a acabar ―murmura casi pegado a mis labios.
―Entonces bailemos.
Nos sonreímos, y después cerramos los ojos y nos dejamos llevar.
***
Me coge en brazos y me sube a la mesa, abriéndose paso entre mis piernas. El calor y la excitación me atraviesan a la vez al sentir su lengua deslizándose lentamente por mi cuello y sus dedos clavándose en mis caderas.
―Eres consciente de que estamos en un club, ¿verdad? ―susurro, aferrada a los músculos de su espalda.
En el fondo no quiero que pare. Y él lo sabe, puesto que me dedica una miradita cargada de escepticismo.
―Oh, no, que miedito ―responde maliciosamente.
Captura mis labios de nuevo. Me separa las rodillas un poco más y frota su erección contra mi entrepierna. Un deseo oscuro y brutal, que hace que mi sangre empiece a hervir deprisa, se expande por mi vientre mientras que palabras como responsabilidad y control se borran de mi cabeza.
―Eres... muy... dulce... ―jadea contra mis labios.
Traslado las dos manos a su cabeza y le agarro el pelo. Él, sin apartar la boca de la mía, arrastra las palmas por mis costados. La ropa que llevamos parece desaparecer, ya que soy capaz de sentir su calor y el contacto de su cuerpo como si estuviéramos piel con piel. Mi cuerpo está tan excitado y tan tenso que soy consciente de que he vuelto a perder la cabeza por este hombre, y acabaré haciendo todo lo que él quiera, como suele pasar.
―Necesito hundirme dentro de ti. Dime que puedo hacerlo ―me susurra suplicante.
Su boca se aparta de la mía para bajar por mi barbilla y mi cuello, hasta llegar a la altura de los pechos. Con una mano, me baja el top, libera mis senos, se inclina y rodea uno con la boca.
―Nate…
―Chisss. No pueden vernos, amor.
Inhalo el olor masculino de su cuerpo y, al hacerlo, me invade un deseo tan devastador que tengo la sensación de que hay una bomba de relojería en mi interior. Tic... Tac... Tic... Tac... Hay un gran riesgo de que explote en cualquier momento. Y ya me da igual dónde estemos. Me da igual que puedan pillarnos. Solo quiero estar con él, perder el control, dejarme llevar... sentirme viva.
Tomada esta decisión, me agarro a sus fuertes brazos y gimo cuando las puntas de sus dedos me apartan un poco las bragas y empiezan a acariciar mi sexo.
―Estás mojada ―musita, acariciándome casi con veneración.
Una nueva oleada de lujuria late en mi interior, cuando, al levantar la cabeza, veo su rostro excitado y reparo en la fascinante manera que tiene su pecho de subir y bajar, siguiendo el ritmo de su agitada respiración.
―Por favor, no pares ―gimoteo, con las uñas clavadas en sus brazos.
La mirada de Nathaniel se vuelve intensa, muy ardiente, y por el destello de excitación que desprenden sus ojos, me doy cuenta de que disfruta con el efecto que ha causado en mí. Inclina un poco la cabeza, coge mi labio inferior entre sus dientes y tira de él.
―No tenía pensado hacerlo.
Mi cuerpo empieza a palpitar al notar uno de sus dedos deslizándose en mi interior. Su palma se cierne sobre mi sexo, esparciendo la humedad y acariciando mi piel muy despacio, con pereza casi.
―No tienes ni idea del efecto que causas en mí ―murmura.
Puede que no sepa el efecto que yo causo en él, pero sí sé el efecto que él causa en mí. Sé que esta arrolladora necesidad de sentirle dentro de mí se ha convertido en algo más fuerte que mi propia fuerza de voluntad, y también sé que ya no soy capaz de seguir manteniéndome alejada de él.
El placer físico aumenta a medida que su dedo se mueve, dentro y fuera, hasta alcanzar límites inimaginables. Al introducir un segundo dedo, pierdo la cabeza por completo. Por mis venas ya no corre sangre, sino lava hirviendo.
―¡Nate! ¡Dios!
―Voy a hacer que te corras, amor ―murmura, atrapando mis labios salvajemente.
Por lo visto, con eso tengo bastante. Me rompo en pedazos, convulsionando, gimiendo, gritando y perdiendo la lucidez por completo, mientras sus dedos entran y salen de mí con una lentitud casi agónica.
―¡Vaya! Ha sido más fácil de lo que esperaba. ¡Buena chica!
Advierto una pícara sonrisa en sus labios y una mirada lujuriosa que recorre mi cuerpo de arriba abajo. Me tranquiliza saber que, si alguien nos está observando, no se dará cuenta de qué es lo que estamos haciendo teniendo en cuenta que los dos mantenemos la ropa puesta. Yo tengo los pechos por encima del top, pero estoy de espaldas, con lo que eso no me preocupa. Además, estamos en el reservado más apartado de todos. Y el más oscuro. Me pregunto si Nathaniel lo habrá elegido aposta. Algo me dice que sí.
―¿Y ya está? ¿Esto es todo lo que puedes hacer? ―le pregunto en tono juguetón, mordiéndome el labio inferior.
Él ladea la cabeza y una sonrisa de lado se dibuja en su atractivo rostro.
―No he hecho más que calentar, amor.
Arqueo la espalda cuando se inclina sobre mí y me da un beso devorador y húmedo en los dos pezones, erectos de deseo.
―Bien, porque quiero más ―jadeo.
Cede con facilidad a mis peticiones. Se desabrocha la cremallera del pantalón y, con los labios pegados a los míos, adentra la punta de su miembro hasta llenarme por completo.
―Te quiero ―murmura, al embestirme hondo.
Cierro los ojos y doy gracias a Dios de estar sentada. Si no, no creo que mis piernas hubieran aguantado esto.
―Y yo a ti.
Él sonríe, agarra mis caderas y me penetra otra vez, más fuerte que la primera. Todo mi control se ha evaporado, si es que alguna vez lo he tenido. Sinceramente lo dudo.
―¿Más adentro? ―pregunta, colocando las manos en mis rodillas para separarlas todavía más.
¡Madre de Dios!
―¡Más! ¡No pares, por favor!
Nathaniel empuja con fuerza en mi interior y yo rodeo sus caderas con las piernas y me dejo arrastrar hacia la perdición. Me sostiene apretada contra él mientras nos movemos a la vez, jadeantes y temblando de deseo. Con el rostro endurecido y los ojos más oscuros que nunca, me reclama la boca de manera salvaje y me posee casi con violencia. Creo que voy a perder el juicio como siga así.
―No pares... ―digo en un murmullo, al ralentizar sus movimientos.
―Si no suplicas, no tiene gracia, amor.
Se agarra a mis caderas y su penetración se vuelve cada vez más agresiva, mientras que su lengua, anhelante e implacable, se desliza dentro de mi boca, una y otra vez. Agarrada a sus brazos, me retuerzo a medida que el placer aumenta en mi interior y gimo contra sus labios. El deseo que este hombre despierta en mí es tan intenso que me consume.
―Quiero sentir cómo te corres. Hazlo por mí, amor ―me pide en voz susurrante.
Pienso que voy a enloquecer si no lo hago. Me empujo hacia su sexo, apretándole entre las piernas hasta que el éxtasis se esparce por todo mi cuerpo. Pero ese explosivo orgasmo no hace que Nathaniel se detenga. Sigue penetrándome sin bajar la intensidad, con su mirada clavada en mis ojos. Ahogando los gritos, levanto la pelvis para recibirle mejor y susurro su nombre. Sus movimientos se vuelven tan posesivos, tan primitivos, que al notar su miembro tensarse en mi interior, el placer físico se intensifica hasta límites inhumanos. Con la respiración entrecortada y murmurando mi nombre, él se corre dentro de mí. Sin comentarios…
Me dejo caer en el sofá, completamente devastada. Nunca en mi vida había sentido algo tan intenso.
―¿Qué demonios ha sido eso? ―soy incapaz de recuperar el aliento.
―La droga del amor, ya te lo he dicho ―me contesta él, con una pícara sonrisa.
―¿Crees que puedo tomar eso todos los días de mi vida? ¡Dios, que sed!
Nathaniel ríe entre dientes mientras me acerca el Montain-Dew. Ahora se entiende todo. Le doy un largo trago a la bebida y miro a mi alrededor. Está todo exactamente igual que antes. La gente sigue bailando, ajenos a nosotros dos. La canción que suena ahora, un house suave, es seductora, los flashes crean un efecto rítmico que se adapta a la perfección a la música y la fiesta no ha hecho más que empezar. Me pongo de pie y empiezo a bailar, con las manos por encima de la cabeza y los ojos cerrados. Solo sintiendo la música. El ritmo. El mundo girando a mi alrededor. Y yo lo único que quiero es perderme...
Al poco tiempo, Nathaniel se levanta, sus manos encuentran mis caderas y me arrastran hacia –¿quién lo hubiera adivinado?– su erección. Y de esa forma, pegada a su cuerpo, bailamos completamente sintonizados durante horas.
***
―¿Por qué me esposas? ¿Tienes pensado violarme?
Nathaniel medio sonríe y cierra las esposas, anclándome a la cama. Coloca la llave encima de la mesilla, lejos de mi alcance. Nunca me han atado hasta ahora, pero debo confesar que es bastante excitante.
―No necesito violarte, amor. ¡Soy Nathaniel Black! Estarás gritándome que te folle dentro de exactamente... ―mira el reloj y sonríe con arrogancia― cinco minutos.
―Ya, sigue soñando con eso ―le digo divertida―. Como siempre, te equivocas, Black. Gritaré en tres, dos, uno...
―Esas prisas... ―me regaña con suavidad y me da un fugaz beso.
Se pone de pie y abre el armario de su habitación. Coge una pequeña cajita de madera, la abre y saca un pañuelo de seda, que deja encima de la cama.
―¿Cuál es tu plan, playboy?
Curva los labios en una de sus sonrisas odiosas y, con una lentitud exasperante, desabrocha los botones de su camisa, dejando a la vista ese perfecto abdomen por el que estaría deslizando mis manos si las esposas me lo permitieran. ¡Dios, es tan apetecible! Todo él: sus definidos músculos, su plano abdomen, sus estrechas caderas, sus anchos hombros, tan solo es perfección. Y es seductor, oscuro, sexy, y lo más alucinante de todo es que es mío... de momento. Aparto ese pensamiento de mi cabeza. Lo que pase mañana, no es algo que me preocupe hoy.
―Ya has visto bastante.
Se acerca a mí y me ata los ojos con el pañuelo. ¿Qué demonios...?
―¿No quieres que te toque, ni que te vea?
―Ver o tocar significa poseer cierto control. Y si quieres sentir lo que yo siento, hoy tienes que perder completamente el control. Hoy solo puedes disfrutar. ¡Olvídate del mundo exterior! Abraza las sensaciones y piérdete en ellas. Déjame que te guíe...
Buen plan. ¿Empezamos?
―Hoy vas a convertirte en una adicta, amor ―susurra, con los labios pegados a los míos.
―¿Al sexo?
Noto cómo su boca se curva en una sonrisa.
―Mejor. A mí.
¡Madre mía! ¿Más? Saltan chispas en mi interior cuando me toma la boca, sobre todo porque no lo veo venir. Me pongo tensa en el momento en el que suelta mis labios y se aparta de mí. ¡Maldición! Quiero ver lo que hace, pero no me atrevo a protestar. Esto de perder el control no mola tanto.
Nathaniel me quita la minifalda, deslizándola despacio por mis caderas. La siguiente prenda en caer es el top. No llevo sujetador, así que solo me quedan las bragas. Espero a que me las quite, pero no lo hace, sino que se inclina sobre mí.
―Voy a explorar cada rincón de tu cuerpo ―me amenaza al oído con voz ronca.
Y siento que me derrito. No está haciéndome absolutamente nada y, sin embargo, noto toda la excitación centrándose en mi entrepierna. ¿Cómo es eso posible si ni siquiera me ha tocado?
Después de toda una eternidad de tortura, Nathaniel se apiada de mí y me toca al fin. Desliza el dedo índice por mi labio inferior, baja por mi pecho hasta llegar a mi ombligo y sigue hasta mi entrepierna. Noto su aliento caliente contra la zona más sensible de todo mi cuerpo y espero... Espero y... otra vez espero a que haga algo. No lo hace.
―Nate...
―¿Bizcochito?
¡Hijo de perra! Se lo está pasando en grande viéndome implorar sus caricias.
―¿Qué estás haciendo? ―bramo entre dientes.
No tiene gracia. Esto es tortura china.
―Esperar ―me contesta con indiferencia.
¡Por todos los Santos! ¡Irritándome hasta el último momento!
―¿A que me desmaye? ―le propongo, fuera de quicio.
Noto su respiración alterada contra mis labios. Alargo la mano para tocarle, pero las esposas no me lo permiten.
―A que supliques ―responde, y clava los dientes en mi labio inferior.
Intento aferrarme a su boca, pero vuelve a apartarse. Una vez más.
―No me hace gracia, Nathaniel ―refunfuño al notar la cama moviéndose.
―No tiene que hacerte gracia, amor. Tiene que frustrarte ―resuena su voz a lo lejos.
¿No pensará dejarme aquí atada y pirarse? Ya nada me sorprende de él.
―¡Ya estoy frustrada! ―grito al escuchar sus pasos acercándose otra vez.
E irritada. Y jodidamente excitada. De repente, algo caliente está goteando encima de uno de mis pezones. ¿Qué demonios...? ¿Es chocolate? No, no puede ser, eso sería demasiado cursi para el chico malo de Hollywood. En el mejor de los casos, él usaría brea hirviendo o algo por el estilo.
Nathaniel se inclina sobre mí y gira la lengua alrededor del pezón en cuestión, lamiéndolo y torturándolo de manera implacable. Sí, debe de ser chocolate por el olor. Ay, Señor... Clava los dientes y yo dejo escapar un grito de sorpresa y arqueo la espalda. En este momento, todos mis sentidos se centran en él y en sus caricias, y eso hace que las sensaciones sean infinitamente intensas. Noto cada movimiento de su lengua, cada roce de sus dedos, pero no en mi piel, sino en mi sistema nervioso central. Es indescriptible.
―¡Estate quieta o tirarás el chocolate!
―¡Como si fuera tan sencillo!
Al acabar con la tortura del chocolate, Nathaniel desliza algo parecido a una pluma desde mi abdomen hasta la entrepierna. No, no es una pluma. Son millones de suaves plumas que me producen deliciosos cosquilleos por todo el cuerpo. Estoy casi convulsionando. Mis caderas se mueven, mi corazón palpita y mi respiración se funde con la suya en un intenso beso.
―Nate, por favor.
―Solo han pasado dos minutos, amor ―me recuerda, hundiendo la lengua en mi oreja―. No... grites... aún...
Dios... No puedo evitarlo. Le quiero dentro de mí y no hay nada que yo pueda hacer para evitar querer lo que quiero. Y menos aun cuando sus manos y sus labios reclaman mi cuerpo de esta manera tan carnal, dejando rastros de fuego por el camino. El azote de su lengua sobre mis pezones endurecidos de deseo, cada suave lametón, cada exquisita caricia, es más de lo que puedo soportar. Es tal intenso que duele.
―Necesito estar dentro de ti ―murmura con voz ronca, deslizando los dedos por la humedad de mi sexo.
Solo ha sido un instante, un simple roce, pero he sentido un violento estremecimiento entre las piernas.
―Nate...
―Solo quedan dos minutos, bizcochito.
Noto sus dedos bajándome las bragas. ¡Alabado sea el Señor! Respiro hondo y me preparo para el impacto. Le conozco lo bastante como para saber que entrará de golpe, cuando menos me lo espero. Solo le gusta torturarme con la expectativa.
Pues no hace nada de eso. Lo que hace a continuación es trazar una línea de chocolate desde mis pechos hasta mi sexo. ¡Quema! Me relamo los labios secos y me los muerdo para ahogar los gritos de placer cuando empieza a deslizar la lengua hacia abajo. ¡No! ¿Qué va a hacer? ¡Virgen Santísima!
La lengua de Nathaniel rodea la húmeda entrada de mi cuerpo y se mueve de manera delicada. Tierna y demasiado lenta. Agito las caderas e intento liberar mis manos para obligarle a acelerar el proceso, pero lo único que consigo es clavarme el frío metal en las muñecas. ¡Maldición! Esto no es justo. Yo también quiero tocarle a él y besar cada centímetro de su cuerpo. Mmmm... Se me ocurre algo malicioso. Nota mental: vengarse mañana.
―Podemos seguir así toda la noche, princesa, hasta que supliques.
Clava la lengua en mi interior y eso hace que un agudo deseo atraviese todo mi cuerpo. ¡Está bien! ¡Suplicaré!
―Nate, fóllame ya... por favor...
Digno de una dama, ¿a que sí? Él me ignora. No solo no se detiene, sino que empieza a lamer con más energía y, unos instantes después, introduce algo frío dentro de mí. No sé lo que es, pero me provoca un intenso placer cuando empieza a girarlo a la vez que su lengua se apoya contra mi clítoris. Muevo las caderas, sin vergüenza alguna ni timidez.
―Y ahora quiero que te corras para mí. ¿Vas a poder hacer eso, princesa?
Al adentrar la lengua dentro de mi boca, mi cuerpo empieza a temblar, a convulsionar y a arder en llamas que soy incapaz de apagar. Las sacudidas del orgasmo envuelven lo que sea que haya clavado en mi interior y yo tengo que morderme la lengua para reprimir los gritos. Me tiemblan las piernas y las manos sin control alguno mientras gimoteo, pidiéndole que se detenga. Pero él sigue. ¿Qué? No, esto no está pasando. Gira de nuevo el objeto desconocido, masajeando un punto concreto de mi interior y noto como otro explosivo orgasmo se acerca.
―¡Dios! ¡Nate!
Muevo las caderas con fuerza y esta vez grito cuando la nueva oleada de placer se extiende por todo mi cuerpo. Voy a desmayarme como sigamos así. Y entonces se introduce de golpe en mi interior. Enorme. Duro. Intenso. Empieza a moverse con embestidas feroces, a poseerme como nunca antes lo había hecho.
―¿Sientes esto? ―me susurra con los labios pegados a mi oído.
―¡Sí! ―grito, acompasándome a su ritmo.
Nathaniel flexiona las caderas y me penetra más a fondo. Yo apenas soy consciente de los ruidos que hago. Pierdo completamente el control, las inhibiciones y la vergüenza, e impulso la pelvis hacia su miembro, que me rodea, me llena por completo y se adentra cada vez más.
―Recuerda este momento ―susurra entre jadeos, ralentizando el ritmo―. Quiero que recuerdes esto siempre. Recuerda que nadie te hará sentir lo que yo te hago sentir.
―Lo sé... ohh, Nate… lo sé.
Sus palmas se agarran a mis caderas y sus embestidas se aceleran otra vez, arrastrándome hasta el borde de la locura. Mi interior se contrae y todo mi cuerpo se tensa al corrernos a la vez. Sacudida tras sacudida, oleada de placer tras oleada de placer, está dándome todo lo que siempre he querido. Una pasión que raya la locura.
―Voy a soltarte, amor. Creo que has tenido bastante por hoy. Por muy tentador que me resulte convertirte en mi esclava sexual, debes descansar. Mañana tengo planeado algo.
―Mmmm...
No quiero abrir los ojos, definitivamente no quiero hablar y mucho menos aún, pensar en lo que ha planeado. Algo escandaloso, sin lugar a dudas.
Abre las esposas, liberando mis manos, y después me desata los ojos. Sonríe complacido, se inclina hacia mí y me da un tierno beso en la punta de la nariz. A veces, hace que me sienta una niña, como ahora, cuando, con toda la ternura del mundo, me viste con uno de los camisones que ha debido de traer de mi habitación.
―¿Estás bien? ―me pregunta, apartándome mechones de pelo de la cara. Con el sudor, se me han pegado.
―Necesito una ducha ―murmuro, aunque estoy agotada. No encuentro las fuerzas para moverme.
Aunque tampoco hace falta porque él me coge en brazos, abre la puerta del baño de una patada y me sumerge en el jacuzzi, lleno de agua y espuma.
―¡Nate, estoy vestida! ―chillo al notar el agua caliente empapando mi camisón.
―¿Y no tienes más camisones aburridos aparte de ese?
―¡Mi camisón no es aburrido! ―protesto, salpicándole con agua.
―¡Claro que lo es! ¿Pero tú te has visto?
Se echa a reír y se tira encima de mí. Vuelve a besarme, sin embargo, sus besos ya no son carnales como antes. Son besos de amor. Sus caricias son tiernas. Las palabras que me susurra al oído, dulces.
―¿Cuándo te diste cuenta de que me amabas? ―suelto la pregunta sin pensármelo y cuando me doy cuenta de ello, es demasiado tarde.
Nathaniel deja de besarme la comisura de la boca y se pone serio de repente. Serio y tenso. Cojo una bocanada de aire, procurando ignorar la tormenta que parece asomarse en su mirada.
―¿Qué te hace pensar que te quiero? ―pregunta, con el rostro gélido.
―En el club dijiste que me querías ―respondo, con voz apagada.
Él se pasa las dos manos por el pelo, evitando mi mirada.
―Estaba colocado y quería llevarte a la cama. Habría dicho cualquier cosa ―replica con aspereza.
¡Mentiroso! Eso ha sido lo más sincero que me has dicho jamás. Y lo más real.
―Entonces ¿no me quieres? ―pregunto a media voz, elevando la mirada hacia la suya.
Me mira horrorizado durante un instante, antes de cerrar los ojos y apretar la mandíbula. Respira hondo, permanece quieto unos segundos más y luego vuelve a mirarme.
―No hables de cosas que yo no entiendo ―me dice en tono seco.
Siento cómo los ojos se me llenan de lágrimas. No, no voy a llorar.
―No hagas eso. Simplemente no lo hagas, Nate. Sabes que eso no es cierto.
¿Cómo es posible que con una simple frase suya mi mundo se hunda bajo su propio peso?
―Necesito que me digas la verdad, Nate, por favor. ¿Me quieres?
Me mira fijamente a los ojos, con expresión impenetrable.
―Te tengo un gran afecto.
Me quedo mirándolo, atónita.
―¡Uau! ¿Te han dicho alguna vez que eres el rey del romanticismo?
―Una vez te lo advertí, amor ―murmura, esbozando una trémula sonrisa―. No soy de esa clase de hombres. Por eso no te convengo.
―¿Y crees que no lo sé? ¡Jesús! Está muy claro que no me convienes, pero no puedo estar lejos de ti, por alguna razón que escapa a mi comprensión. Supongo que, por ahora, me basta con que me tengas un gran afecto.
Hasta que reconozcas que me quieres, murmuro para mis adentros. E, instintivamente, sé que tengo un nuevo reto en la vida.
Nathaniel se acerca a mí y me acaricia la mejilla con el reverso de su mano.
―Gracias ―me susurra, deteniendo su mirada sobre mis ojos.
―¿Por qué?
―Por no rendirte conmigo. Vamos.
Vuelve a cogerme en brazos, me saca del jacuzzi y me quita el camisón mojado. Me envuelve con un enorme albornoz blanco, me seca el cuerpo y enchufa el secador de pelo. Puede que nunca me diga las palabras que ansío escuchar, pero a veces pienso que me quiere solo por cómo me mira. En este momento, cuando me seca el pelo y, de vez en cuando, se detiene para besarme con ternura, en este preciso instante siento que me quiere. ¿No debería bastarme con eso? ¿Por qué me empeño en escucharlo de su boca?
Me lleva de vuelta a su habitación en brazos. Abre el vestidor y busca algo entre las millones de prendas que tiene.
―Ponte esto ―me dice, acercándome una de sus camisetas de Metallica.
Obedezco. Mmmmm. Huele a él.
― Gracias.
―De nada, amor. Y ahora, a dormir. Ha sido un fin de semana muy intenso.
―Cierto. Hasta mañana, entonces.
―¿Eh, hola? Me refería a mi cama, preciosa. A partir de ahora dormirás aquí.
Y dicho eso, se repantiga en la cama, coloca las dos manos por debajo de su nuca y me sonríe con descaro. Como me quedo paralizada en la mitad de la habitación, hace un gesto de exasperación con los ojos y empieza a dar golpecitos con la palma para indicarme mi lado de la cama.
―Bien, si es lo que te hace feliz...
Me tumbo donde me indica y le doy un casto beso de buenas noches.
―Date la vuelta ―ordena.
Espero que los adictos al sexo duerman porque yo estoy agotada. Hago lo que me pide, pero resoplando.
―¿Qué vamos a hacer? ―inquiero, algo preocupada por la contestación de él.
―La cucharita ―contesta a mis espaldas.
Dejo escapar una risita. Hay que admitir que tiene gracia, el playboy.
―No sabía que Nathaniel Black hiciese la cucharita.
Coloca los brazos a mí alrededor y me arrastra hacia él.
―Solo contigo. Buenas noches, preciosa. Qué sueñes con los angelitos.
Claro. Contigo. Solo que en mis sueños estoy en un caldero de brea, tú te conviertes en Satán y me dices algo romántico como... «Bienvenida al infierno, Catherine» Suelto un suspiro y caigo rendida antes de darme cuenta.
***
Ser la novia de Nathaniel Black es horroroso y el que diga lo contrario, miente. Los paparazzi te siguen sin descanso a todas partes, a todas horas, acosándote con sus ridículas preguntas y haciendo toda clase de especulaciones absurdas. No puedes tener vida personal, ni conversaciones con tus amigos sin que haya alguien escondido entre los arbustos, con una cámara HD apuntándote. Por cierto, ¿quién ha sido el canalla que ha inventado esos malditos engendros que son capaces de captar un punto negro desde medio kilómetro de distancia? Mmmm, lo buscaré en Google para saber a quién tengo que poner en mi lista negra.
Y el vaso se colma cuando tu foto, con los pelos de punta, da la vuelta al planeta y encima te acusan de descuidar tu imagen. ¡Como si tuvieras tú la culpa de la alerta roja por fuertes vientos en Nueva York! Pero no todo son desventajas. También hay partes buenas.
a) Puedes reservar mesa en cualquier restaurante.
b) Entras sin invitación a las fiestas más exclusivas del Upper East.
c) Tu novio te regala un ropero completo de alta costura en vez de flores cada vez que mete la pata –muy a menudo, por cierto–.
d) Llevas las joyas más caras del mundo porque te las prestan gratis. Como de repente eres una it-girl…
f) En su garaje te espera un Lamborghini Veneno que, según él, te queda como un guante.
―De ninguna de las maneras ―declaro con rotundidad, arrojándole las llaves del bólido plateado que parece sacado de una peli de ciencia ficción.
―¿Por qué no, amor? ¿Crees que el Diablo te pegaría más que Veneno?
Frunzo el ceño. ¿Adónde quiere ir a parar?
―¡No necesito que me compres un coche como si fuera tu querida! ¡Y luego la que lee Cincuentas Sombras de Grey soy yo! ―exclamo enfurruñada, cruzándome de brazos.
Él me mira para nada impresionado, con la boca curvada en una divertida sonrisa.
―No te lo he comprado. Es mi último capricho. Solo quiero que lo uses el tiempo que estés en Nueva York. Considéralo un préstamo. O una muestra de buena fe ―alza los hombros con desdén y hace una mueca odiosa―. Lo que te haga sentir mejor.
―No... necesito... un... coche.
Por mi tono de voz resulta bastante evidente que estoy rechinando los dientes.
―¡Claro que sí! ¿Piensas huir de mí a pie? No creo que llegaras muy lejos con esos Manolos y, además, tus delicados piececitos no podrían andar tanto. El aeropuerto nos pilla lejos, por si no te has dado cuenta.
Si bien intenta ser malicioso, me mira como si le faltara el aire. Atormentado, con sus enormes ojos azules más abiertos y más aterrados que nunca.
―No pienso huir ―le contesto conmovida, con la voz transformada en un susurro.
Él intenta esbozar algo parecido a una sonrisa.
―Lo harás igualmente.
―Mírame, Nathaniel ―no lo hace, así que le agarro la mandíbula, obligándole a ello―. No voy a irme a ninguna parte. Estoy enamorada de ti, te guste o no. Y sé que la mayoría de las veces no te gusta eso, pero te aguantarás porque no pienso marcharme.
Me mira angustiado y, aunque se esfuerza en sonreír, la sonrisa le sale tensa, para nada natural.
―Eso es lo que más me inquieta ―hace una pausa mientras lo niega con la cabeza―. No quiero que me quieras, preciosa. No soy la mejor opción para ti.
―Eh, mírame. ¡Claro que sí!
Alarga la mano para acariciar mis pómulos con los nudillos.
―No ―sacude la cabeza con desesperación―. Siempre destruyo las cosas que me importan. Y tú me importas. A veces pienso que no debería ser egoísta contigo. Debería dejarte marchar. Si no lo hago es solo porque me cuesta imaginar mis días sin que tú estés en ellos.
Palidezco a medida que lo escucho. No esperaba ese tono triste, ni esas palabras. No esperaba que el pareciera tan... torturado. Tan frágil como un juguete roto. Deslizo las palmas por su rostro para atrapar su mirada.
―No tienes que hacerlo, Nate. No voy a marcharme a no ser que me eches, porque yo tampoco puedo imaginar mis días sin que tú estés en ellos.
¡Tan volátil como siempre! En cuestión de segundos, Nathaniel pasa de un estado profundo de depresión a la más amplia de las sonrisas que tiene en su abanico.
―¿Eso quiere decir que aceptas el coche?
Suelto un suspiro de rendición.
―Si es lo que te hace feliz...
Coge mi rostro entre las manos y me planta un beso en la frente.
―En efecto. Es lo que me hace feliz. Vamos. Todavía no hemos desayunado.
¡Genial! Y ahora soja para rematar la mañana. ¡Pero Dios no quiera que me queje! No, porque se deprimirá otra vez y paso de consolarlo. Sus bruscos cambios de humor ponen muy a prueba mi paciencia a veces. Así pues, me limito a seguirlo por el garaje, en completo silencio. Subimos en el ascensor con el portero, con lo que no cambiamos ni una palabra.
Una vez arriba, Nathaniel abre la puerta con una sonrisilla traviesa. Algo tiene planeado y yo solo puedo esperar que sea algo bueno. Con él nunca se sabe.
―Cierra los ojos ―me dice, parado en el umbral.
―La última vez que me llevé una sorpresa al entrar por esta puerta fue cuando montaste una orgía. Dime, por favor, que esta vez te has esmerado menos.
Traslada las manos a mi cintura y me sujeta con fuerza.
―La orgía solo la monté para cabrearte. No me acosté con ninguna de esas mujeres ―lo miro con escepticismo, lo que le hace entornar sus maliciosos ojos―. Bueno, ese día no.
―Vale, digamos que me lo trago ―cierro los ojos para complacerle― ¿Contento?
―Mucho ―Su mano, colocada en mi espalda, me empuja hacia el salón―. Ya puedes abrirlos.
―¿Qué demo...? Pensaba que no eras de esa clase de tíos.
Me mira con una sonrisa tan devastadora que mi corazón da un brinco. Creo que nunca seré capaz de comportarme con normalidad al estar cerca de él. Después de todo lo que ha pasado entre nosotros, aún consigue dejarme sin respiración con una simple sonrisa.
―Solo quiero darte lo que necesitas. Así no huiras de mí.
Y un desayuno con fresas, música suave y un enorme ramo de rosas ¿negras? es, en su opinión, todo cuanto necesito.
―Veo que hoy has madrugado ―le digo, divertida.
―Quería lo mejor para mi novia. ¿Puedes culpar a un chico por ser demasiado romántico? ―pregunta, con los labios curvados en una pícara sonrisa.
―¿Y las rosas negras te parecieron románticas?
―¡Claro que sí! ―exclama, sin disimular que finge estar ofendido―. Tú has dicho que lo normal es aburrido. No podía comprarte unas rosas blancas del montón después de haber escuchado eso.
Sonrío divertida. Eso he dicho, ¿verdad?
―Gracias. Es un gesto muy bonito ―le digo con sinceridad.
―No he acabado. Tengo una cosa más para ti.
Me guiña un ojo, antes de girarse y empezar a buscar algo en todos los bolsillos de su chaqueta. Encuentra al fin una pequeña cajita. ¡No!
―Espero que no sea un anillo. Estoy en contra del matrimonio. Y menos contigo.
Él sonríe con complicidad.
―Nunca digas nunca. Pero puedes tranquilizarte, no es un anillo. Toma. Ábrelo.
Cojo la cajita y la abro con los dedos temblorosos por la emoción.
―Vaya. Es precioso. ¿Son…?
―Lo son.
―Has organizado un desayuno y me regalas… ¿diamantes? Definitivamente, llevas demasiado tiempo trabajando en Hollywood.
Suelta una carcajada y me quita el colgante de la mano.
―¿Puedo? ―susurra, poniéndose serio de repente.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza. Se coloca a mis espaldas, me abrocha el cierre y luego pega los labios justo debajo de mi oreja.
―Estás preciosa ―susurra.
Giro sobre mis talones y coloco las manos alrededor de su cuello.
―Gracias. No solo por el cumplido, sino por todo. Gracias.
Él me contesta con un beso.
―Vamos a desayunar. El día no ha hecho más que empezar. Hoy tengo varios planes para nosotros.
―¿Como cuáles? ―inquiero mientras cruzamos el salón para sentarnos a la barra.
―Si te lo digo ya, pierde su gracia. Prefiero torturarte con la expectativa.
―Pues vale. Tampoco es que me muera de ganas por saberlo ―jugueteo con un pendiente, simulando indiferencia, y él se ríe entre dientes.
―¡Bon appetit, amor! ―me ofrece una fresa que cojo con una amplia sonrisa.
Yo también tengo planes para hoy. Y no son lo que se dice cristianos.
―¡Bon appetit!
Convierto el desayuno en un ejercicio tan erótico, cogiendo la fresa entre el pulgar y el índice y dejándola que se derrita dentro de mi boca, que Nathaniel no prueba bocado. Se limita a observar, afectado, cómo intento seducirle.
―¿Has acabado ya con las artimañas o te has guardado algún as en la manga? ―me dice, pasados unos minutos.
Me cruzo de brazos, enfurruñada.
―¿Por qué no funciona mi intento de seducirte? ¿Qué es lo que hago mal?
Los pucheros que hago solo sirven para desencadenar irritantes carcajadas.
―En realidad lo haces todo bien. Demasiado bien, diría yo. Si aún llevas la ropa puesta es porque tenemos prisa.
Oh, menos mal. Empezaba a preocuparme.
―¿Y qué vamos a hacer? ― pregunto, echándome un poco más de café.
― Nada inquietante. Te va a gustar.
***
―¡Esto debe de ser tan ilegal! ―grito, con el acelerador del coche pisado a tope.
El motor suelta un fuerte rugido, pero no se mueve porque aún tengo el freno de mano puesto.
―¡Eso espero! ―me contesta Nathaniel desde su coche.
Estoy montada en su Lamborghini Veneno y él en su Porche. Nos hallamos en una carretera vacía, en mitad de la nada, cada uno con un casco en la cabeza. Simple precaución, me ha contestado cuando se lo he preguntado.
―¿Nate? ¿Estás seguro de esto?
Con la mano izquierda encima del volante, se inclina sobre el asiento del copiloto para mirarme a los ojos. Una corriente mañana de domingo se ha convertido en un duelo a muerte.
―¿Tienes miedito? ―pregunta maliciosamente.
―Ni de lejos.
Él pisa el acelerador a tope y coloca la mano derecha sobre la palanca de cambios. Yo hago exactamente lo mismo, no vaya a ser que piense que soy una mojigata.
―Es a vida o muerte, te lo advierto, bizcochito.
Enfoco la carretera con la mirada, incapaz de retener una sonrisa. Voy a ganar. Mi coche tiene más potencia que el suyo, hasta yo sé esa clase de cosas.
―Me parece justo ―le contesto, aún mirando el asfalto.
Me coloco mis gafas de sol marca Dior. ¡Soy una chica mala! Entorno los ojos para mis adentros al darme cuenta de que eso no es del todo cierto. En el fondo solo soy un conejillo asustado.
―¡Enséñame lo que puedes hacer, Mary Poppins!
Nuestras miradas se encuentran por última vez antes de la carrera. Quitamos los frenos de mano, subimos el volumen de la música –él escucha Highway To Hell de AC/DC y yo It´s my life de Bon Jovi, porque era lo más decente que había en su coche– y acto seguido, pisamos el acelerador a la vez. Los coches salen disparados, con un fuerte chirrido de ruedas. Con una maniobra rápida, me coloco delante de él. Francamente creo que me ha dejado hacerlo aposta. No es un secreto para nadie que mis dotes de conducción no son las idóneas para las carreras ilegales de coches. Sin embargo, no voy a darle demasiadas vueltas al asunto. Una victoria sigue siendo una victoria, independientemente de los medios.
Le lanzo una sonrisa de satisfacción a través del espejo, elevo el volumen de la música y me dejo llevar, seducida por la adrenalina que fluye por mis venas. El coche se aleja de Nueva York a gran velocidad y yo tengo la sensación de que lo que estoy dejando atrás no es la carretera, ni el Upper East, sino el pasado. Siento que, a partir de hoy, una vez me haya despojado de todos los malos recuerdos y todas aquellas horribles peleas, Nathaniel y yo vamos a poder empezar una nueva vida. Y estoy convencida de que solamente acelerando el coche puedo conseguirlo. Una corriente de aire frío, que se abre paso a través de las ventanillas bajadas, me azota el pelo contra la cara. Hace mucho que he sobrepasado el límite de velocidad, pero, aun así, acelero.
Desde que vivo con él he roto todas mis normas. He perdido el control una y otra vez, he hecho todo lo que se supone que una dama como yo nunca debe hacer, y lo más alucinante de todo es que no tengo ni el más mínimo remordimiento. Nathaniel Black es la peor de las influencias y, sin embargo, él único capaz de darme todo lo que yo necesito.
Cuando mi pie derecho pisa el acelerador a fondo, el coche empieza a volar prácticamente. La potencia desde luego que es la de un coche de carreras. Apenas puedo ver los dos lados de la carretera, parece que estén volando también. Suelto una risa infantil y despreocupada, disfrutando de la conducción. Por primera vez en toda mi vida, realmente me siento libre. Y viva.
Veo de reojo la señal de Curva Peligrosa. Decido que será mejor reducir un poco la velocidad, así que coloco el pie derecho encima del freno. ¡Mierda! ¡El coche no frena! Completamente desquiciada, vuelvo a intentarlo. El pedal baja hasta el fondo y, sin embargo, el Lamborghini no reduce su velocidad en absoluto.
―¡Vamos! ―le grito aterrada, como si pudiera entenderme.
¡Dios mío! ¡El coche no frena! La desesperación de apodera de mí, el corazón comienza a latirme de manera frenética, y soy incapaz de controlar el temblor de mis manos. ¡Joder! ¡Voy a morir! ¡Piensa Catherine! Vale, tranquila, respira.
―Piensa... piensa... ¡Dios!... Vamos... ¡Frena!...
Por mucho que intento tranquilizarme, no lo consigo. Mi respiración se vuelve cada vez más agitada y me invade el miedo. Un miedo terrible que nunca había sentido hasta ahora. No soy capaz de ver nada, ni de oír nada durante unos instantes. El pánico es tan intenso que me paraliza.
Cada vez que he pensado en mi muerte, y he de confesar que lo he hecho muy a menudo, nunca he imaginado que moriría de forma tan absurda. Pensaba que todo iba a ser tan dramático como en las películas. Esperaba ver toda mi vida desarrollándose delante de mis ojos. Pues estaba equivocada. No veo a los gatos que fallecieron durante mi infancia, conduciéndome hacia la luz. No pienso en las cosas que me han sucedido en el pasado. Simplemente permanezco en mi horrible presente, atrapada en el último instante de mi patética y corta vida.
Y al darme cuenta de que todo sucede de forma normal, el agarre del miedo me aligera el cerebro, lo que me permite pensar con claridad durante un breve momento. Mi instinto de supervivencia se activa y me exige que reduzca las marchas del coche. Obedezco, sin pensármelo demasiado. Al meter cuarta, el coche reduce un poco la velocidad, pero, aun así, sigo corriendo como alma que lleva el diablo. Espero unos instantes más y reduzco a tercera, segunda... A pesar de que el motor hace un sonido brusco y las ruedas chirrían, no pierdo demasiada velocidad. ¡Mierda! ¡No va a parar! Presa de la histeria, tiro del freno de mano con demasiada brusquedad. Las ruedas chirrían aún más fuerte y veo por el retrovisor cómo voy dejando una nube de humo a mis espaldas. Y entonces me distraigo. Solo ha sido un instante. Una simple mirada hacia el retrovisor. Pues con un instante es suficiente. Pierdo el control del coche, que empieza a derrapar hacia la derecha. Y como soy una chica muy lista, lo único que se me ocurre hacer es soltar el volante y taparme la cara con las dos manos. Voy a morir igualmente, al menos así dejaré en cuerpo bonito.
Afortunadamente, no muero. El coche se detiene al impactar contra uno de los árboles que hay en el lado derecho de la carretera y me salta el airbag en toda la cara. Casi de manera irreal, veo el coche de Nathaniel pegar un frenazo y a él salir corriendo hacia mí. Quiero gritarle, decirle algo, lo que sea, pero, a causa de la confusión, las palabras se niegan a acudir a mi garganta durante unos instantes, con lo que no digo nada. Me limito a mirar cómo abre mi puerta de manera brusca, me arranca el cinturón y me saca del coche en brazos.
―¿Estás bien? ―me quita el casco, me aparta el pelo de la cara con las dos manos y me mira angustiado― ¿Te has hecho daño?
―No… yo... e… estoy bien… creo.
Me abraza fuertemente, enterrando mi cara en su cuello, y me acaricia el pelo.
―Gracias, Dios mío... ―susurra, aliviado―. Tranquila. Estoy aquí, tranquila. Todo está bien. Yo estoy contigo.
―Lo siento... ―balbuceo y, de repente, soy incapaz de aguantarme las lágrimas. Al fin puedo liberar toda esa tensión.
Él coge mi cara entre las dos manos y me limpia las lágrimas con sus tiernos besos.
―Tranquila, amor. No pasa nada. Chisss... no llores. Tranquila.
Conmigo en brazos, se deja caer al suelo y apoya la espalda contra el coche. No hablamos, simplemente nos abrazamos, los dos meditabundos. No tengo ni idea de lo que está pensando en este instante, pero sí sé lo que estoy pensando yo. Y no es un pensamiento muy tranquilizador saber que los coches de Nathaniel Black no frenan.
Después de un largo rato ahí sentados, Nathaniel se levanta, me ayuda a incorporarme y empezamos a caminar hacia su Porche.
―¿Por qué no has frenado?
No sé si lo que más destaca de su tono de voz es la ira o la preocupación. Supongo que las dos cosas.
―Lo he hecho. Es que... ―trago en seco y añado, casi en un susurro― tu coche no frena.
Se detiene y me mira, para nada convencido.
―Intentas decirme que el coche más caro del mundo, el coche que tú has estrenado hoy... ¿no tiene frenos?
―Es exactamente lo que te estoy diciendo ―replico con brusquedad, al darme cuenta de que está hablándome como si yo fuese una niña tonta.
Me abre la puerta del copiloto y me ayuda a entrar. Aún estoy un poco aturdida del golpe.
―¿No será que te has confundido de pedal? ―sugiere, inclinado sobre mí para colocarme el cinturón.
Siento que empiezo a perder la paciencia.
―Nathaniel, soy británica, no gilipollas. Te estoy diciendo que el freno ha fallado. Sé distinguir entre el freno y el acelerador, gracias.
―Vale, vale, no te irrites. Haré que lo miren ―me informa, pero no parece del todo convencido.
―¡Genial! ¡Gracias!
Me da un fugaz beso en la punta de la nariz y rodea el coche casi corriendo. Arranca, hace un cambio de sentido de forma tan brusca que chirrían las ruedas, y empieza a conducir de vuelta a la Gran Manzana, dejando el coche más caro del mundo en la mitad de la nada, con las puertas abiertas y un buen golpe. Puedo sentir sus ojos sobre mí, pero no me digno a girar la mirada hacia él. Me cruzo de brazos, bastante molesta porque no está tomándome en serio, y finjo estar mirando por la ventanilla.