Capítulo 3
―“Las estrellas de «S de Siniestro» abandonaron Londres ayer, bajo la triste mirada de sus fans”.
Mi madre se quita las gafas y me mira por encima del periódico con sus grandes ojos verdes. Distingo en su mirada un brillo de compasión. Sabe lo importante que era ese trabajo para mí, y también que no me apetece hablar de ello en este momento, puesto que no añade nada más. Se limita a observarme con preocupación.
Elisabeth Collins-Fitzgerald, Liz según la llaman sus amigos de manera cariñosa, es una mujer muy inteligente y me conoce mejor que nadie. No suele provocar mi ira muy a menudo. Es consciente de que he heredado, para su desesperación, el mal genio de mi padre. Lo único que tengo de ella es su serena belleza. Y sus ojos. Esos ojos verde esmeralda, llenos de vida y rodeados de largas y oscuras pestañas. Por lo demás, somos completamente distintas, pero nos queremos muchísimo a pesar de nuestras diferencias.
Estoy sentada en mi sillón favorito, con una taza de té humeante entre las manos, y miro con melancolía por los enormes ventanales de mi ático. Londres ha amanecido nublado y acaba de empezar a llover. Las calles parecen desiertas hoy, solo algún peatón apresurado pasa de vez en cuando con un oscuro paraguas como única compañía. La imagen otoñal que muestra la ciudad es bastante deprimente y, por alguna oscura razón, es así como me siento, deprimida y vacía por dentro. Como si acabara de perder a una persona muy importante. ¡Es absurdo! Nathaniel Black no estaba obligado a contratarme y Dios sabe que no necesito ese contrato para vivir. ¿Entonces por qué demonios siento esta opresión en el estómago? Algo me dice que no tiene nada que ver con el trabajo. Hay algo más, algo tan oscuro que no me atrevo a reconocérmelo ni a mí misma. Debe de tener algo que ver con su sonrisa o con su mirada, puede que incluso con su…
―Cariño ―me llama mi madre en tono de queja, convenientemente interrumpiendo el hilo de mis pensamientos―. No puedes seguir así. Llevas una hora ausente, mirando por esa ventana. No va a llamarte.
Levanto la cabeza para mirarla. Está sentada en el sofá, vestida con un elegantísimo conjunto de americana y pantalón de color blanco, y lleva su cabello rubio recogido en un sofisticado peinado. Me pone cara de preocupación.
―Lo sé ―gimoteo.
Suelto un suspiro y vuelvo a observar la lluvia. Las gotas de agua golpean contra el cristal antes de precipitarse hacia el suelo húmedo, mientras que los viejos robles que bordean mi calle agitan sus amarillentas hojas.
―¿Por qué no hacemos algo divertido? ―propone entusiasmada―. Hace mucho que no vamos de compras y acaban de estrenar la temporada de otoño-invierno. Un buen abrigo hará que te olvides de Harry, de Nathaniel y de ese absurdo trabajo que ni siquiera necesitas.
Oh, Harry. Es cierto. Se me había olvidado por completo la existencia de esa odiosa rata que ha cortado conmigo por teléfono. Por lo visto, el señor Black me ha impresionado más de lo que quiero admitir.
―¿Qué Harry? ―pregunto con inocencia.
Mi madre explota en una risa que es tan contagiosa que soy incapaz de resistirme.
***
Cuando llego a casa, cargada de bolsas de ropa y joyas escandalosamente caras, son más de las doce de la noche. Estoy hecha polvo. Gastarse la fortuna familiar requiere un gran esfuerzo, y mantener el ritmo de mi madre, ex profesora de gimnasia que sigue la dieta de Bugs Bunny, todavía más. No obstante, decido encender el portátil y revisar el correo electrónico, por si acaso.
Bandeja de entrada: 1 correo nuevo. Me invade una emocionada excitación.
Lo abro. Es de Nathaniel Black. ¡Qué nervios! Mi corazón empieza a bombear sangre a ritmo frenético, mientras que mi temperatura corporal sube como por arte de magia. Leo su correo en voz alta para enterarme bien de lo que dice.
«Mi queridísima señorita Collins,
Después de nuestra entretenida charla, he estado investigando un poco la labor que hace su ONG y la verdad es que me ha impresionado. He leído que bajo su mandato se han abierto cinco residencias "gatunas" en Gran Bretaña, una en Paris, una en Milán y dos en China. Por cierto, ¿cómo ha conseguido lo de China? ¿Ahí no se comen a los gatos?» –dejo de leer para poner los ojos en blanco, divertida por su ignorancia–. «Bueno, iré al grano, no quisiera que piense que me enrollo más que las persianas. La buena noticia es que he decidido contratarla como mi nueva asesora de imagen. La mala, que tiene que volver a verme. A tal efecto, le adjunto al e-mail un billete de avión en primera clase, puesto que su presencia en Nueva York es indispensable. Sé que no suele desplazarse, pero no debe preocuparse por nada. Le pagaré el triple de lo que pide por las molestias causadas y, por supuesto, costearé todos sus gastos de alojamiento. ¡Tire la casa por la ventana! ¡Elija el hotel más caro de Nueva York! Me da igual. Lo que usted quiera con tal de que venga. Requiero desesperadamente su presencia. Así que nos vemos aquí…dentro de un par de días.
Sobra añadir que estoy ansioso por volver a verla.
Suyo, Nathaniel Black»
¡Oh... Dios... mío! Acabo de recibir un e-mail del hombre más sexy del planeta –según People–, pidiéndome que vaya a Nueva York con él. Indudablemente, esto es una insinuación. ¿Qué otra cosa podría significar? ¿Y por qué tengo el extraño presentimiento de que esto no va a salir para nada bien? Intento tranquilizarme para analizar fríamente su propuesta, pero, al poco tiempo, me doy cuenta con estupor de que lo único que soy capaz de hacer es suspirar como una boba enamorada. Empiezo a escandalizarme conmigo misma por permitirme esta actitud descabellada. ¿Cómo es posible que un hombre que se encuentra a miles de kilómetros, al otro lado del gran charco, por muy sex symbol que sea, consiga convertir mi cuerpo en una masa de gelatina? Ni siquiera debería considerar la posibilidad de coger ese vuelo. Sé que no me necesita. Todo esto es un montaje para tenerme cerca y poder seducirme. Y después ¿qué? Me abandonará como a sus otras conquistas. Nathaniel Black es un Casanova. Los hombres como él son incapaces de amar. ¡Debo resistirme a esta tentación! Para él solo será un papel, uno de muchos. Cuando acabe, se irá sin más. No debo ir. ¡No iré! ¿Acaso he ido a asesorar en persona a mis otros clientes? No, claro que no. Entonces ¿por qué iba a ser esto distinto?
Reflexiono durante largo rato, intentando encontrar un pretexto, por muy pequeño que sea, para quedarme en Londres. Mi cerebro me dice que debo hacerlo, pero mi corazón... oh, esa es otra historia. ¿Cómo podría resistirme cuando cada molécula de mi cuerpo me exige que suba a ese avión? Cierro los ojos mientras rememoro nuestro encuentro. Me centro en su mirada, en sus labios, en su cruel sonrisa… y me doy cuenta de que lo que más me apetece en este momento es volver a verle. Ay, madre, estoy pisando tierra peligrosa. ¡Qué lio! Empiezo a teclear una respuesta.
«Querido señor Black,
Tiene usted unas ideas preconcebidas. Los chinos comen en el KFC (desde noviembre del 87) igual que cualquier otro occidental, así que le garantizo que los pobres gatitos asiáticos no corren peligro alguno de bañarse en salsas agridulces. Con respeto a sus exigencias, permítame que le diga que es usted un exagerado. Sabe que no me necesita "desesperadamente" y también sabe que yo lo sé.
Sin otro particular, le saluda atentamente,
Catherine Collins»
Voilà! ¿Alguien dudaba de mi profesionalidad? Satisfecha con mi actitud, me pongo el pijama y me voy a dormir.
Estoy soñando con chinos de ojos brillantes y sonrisas cargadas de malicia cuando mi portátil empieza a gritar: "Tienes un e-mail". Es una nueva aplicación que he pirateado de internet. ¡Maldita sea! ¿Por qué no la habré apagado? Me levanto furiosa y miro la bandeja de entrada. Como no, es de Nathaniel Black.
«Mi queridísima Catherine,
Bueno, puede que haya exagerado un poco en el caso de los chinos, pero lo demás no era una exageración. La necesito. Yo que usted consideraría muy en serio la posibilidad de un traslado a Nueva York. Le garantizo que soy un cliente muy problemático y, si no está aquí para vigilarme, cometeré una locura. Así que nos vemos muy pronto.
Suyo, Nate»
¡Mío! Empieza a irritarme. Él no es nada mío. Pero te gustaría, ¿verdad? me pregunta el pequeño demonio que acaba de sentarse en mi hombro. Es una Catherine como yo, pero con cuernecillos. Decido ignorarla y escribo una contestación.
«Señor Black,
¡¡Déjese de artimañas!! No pienso ir a Nueva York. Yo trabajo por videoconferencia. Lo toma o lo deja».
Pulso enviar. "Tienes un e-mail", grita mi portátil otra vez. Esto es frustrante. ¿Entonces por qué no paras de sonreír? Estás aquí a oscuras como un murciélago esperando un e-mail suyo. Le pongo mala cara al demonio Catherine y abro el correo.
«Entonces no hay trato y usted se queda sin embajador. ¿De verdad es capaz de negarles un platito de leche a los pobres gatitos yanquis? Es usted muy cruel»
Pone un emoticono de pena y adjunta al e-mail una foto donde cinco cachorrillos persas, con la bandera americana atada al cuello, ponen la misma carita. Sin poder evitarlo, las esquinas de mi boca se elevan en una sonrisilla mientras estoy tecleando una respuesta.
«¡Está bien! Cogeré ese maldito vuelo, pero que conste: lo haré solamente por los gatitos yanquis. Y ahora déjeme dormir. Aquí son más de las cinco de la madrugada».
¡Qué rápido me he rendido! Menos mal que estaba decidida a resistirme con todas mis fuerzas. Eso me convierte en una mujer fácil ¿a que sí?
***
―¡Necesitaré el calendario! ―Mi madre deja de quitar pelusas inexistentes de uno de mis abrigos y veo cómo una sonrisa maliciosa aflora en sus labios―. El milagro por el que llevo años rezando se ha cumplido al fin. Mi niña se ha enamorado.
Suelto un soplido.
―¡Mamá! No digas tonterías. Si voy a Nueva York, es porque soy una profesional completamente entregada a mi trabajo. Nada más.
Adopto un aire digno que, ni de lejos, consigue engañarla.
―No me cabe ni la más mínima duda, cielo ―replica en cierto tono burlón.
Empieza a seleccionar con atención los vestidos que, según ella, debería llevar. Por lo visto, hasta las asesoras de imagen tenemos nuestras propias asesoras.
―¿Qué es lo que crees que estás haciendo con eso? ―pregunto exasperada.
Mi madre sonríe con picardía mientras coloca un sensual conjunto de lencería en mi maleta. ¡Por Dios! ¿Esto pasa en todas las familias normales? Estoy consternada.
―Oh, venga. No me pongas esa cara. Llévatelo por si acaso.
―Madre, me ofendes. No necesito que me pongas lencería sexy en la maleta. ¿Qué clase de persona crees que soy? ―finjo adoptar un aire afectado y añado― Lo haré yo misma.
Su cara se ilumina en una larga sonrisa.
―Por un momento pensé que habías heredado la rigurosidad moral de tu tía Agatha ―mira su Rolex y la expresión de su rostro cambia de repente―. ¡Ay, Señor, qué tarde! Perderás el vuelo si no nos damos prisa.
Cierro la última maleta, no sin poco esfuerzo, y salimos.
―¿Tienes todo lo que necesitas? ―pregunta mientras cargamos las maletas en el coche.
Inevitablemente, se me viene a la mente la imagen del conjunto sexy.
―Sí, todo lo que necesito.
Sonrío para mis adentros, como si estuviera guardándome algún escandaloso secreto, y arranco el coche.
Menos mal que hoy es domingo y no hay mucho tráfico. En pocos minutos llegamos al aeropuerto. Dejo el coche aparcado de cualquier manera, no solo porque sea completa y absolutamente incapaz de aparcar entre esas absurdas líneas que delimitan las plazas, sino también porque mi madre se lo llevará de vuelta a casa. Cargadas de maletas, entramos casi corriendo para hacer el chek-in. Afortunadamente, llegamos a tiempo y, como voy en primera clase, no hay que esperar ningún tipo de cola. Me deshago de las maletas y nos dirigimos a la puerta de embarque. Mi madre no deja de hablar. Suele hacerlo para bloquear sus emociones.
―Cuando llegues, llámame ―me da un fuerte abrazo y después me despeina las ondas―. Así estás mejor. Tienes un aspecto sexy y salvaje. Ah, y, cariño...
―¿Qué? ―pregunto de mala gana. De manera instintiva sé que va a decirme una bobada.
Se toma unos instantes para darle más dramatismo al momento y luego me sonríe con esa serenidad que tanto la caracteriza.
―No te acuestes con él en la primera noche ―me aconseja, arreglándose el pelo como si nada.
¡Aaaarghhh! ¿Mi madre me va a dar una charla sobre sexo? ¿Qué será lo siguiente? ¿Enseñarme cómo usar un condón? Muevo la cabeza en un intento de borrar esa horrible imagen de mi mente.
―Madre, te llamaré. Y descuida, no pienso acostarme con el señor Black. Como te he dicho antes, es un viaje de negocios.
―Ajá. Lo que tú digas.
Me da otro abrazo, que esta vez prolonga.
―Cariño, por favor, cuídate mucho y acuérdate de llamar de vez en cuando ―vuelve a comprobar la hora y suspira―. Tengo que irme. He quedado con Richard –su última adquisición en materia de novios– para tomar el té. ¿Estarás bien?
Asiento con la cabeza y le muestro una de mis mejores sonrisas.
―Por supuesto. Dale un beso a Richard de mi parte.
―Lo haré.
Beso sus mejillas y la observo mientras se aleja. Por razones desconocidas, se me llenan los ojos de lágrimas viéndola marchar. ¡Esto es absurdo! Solo voy a estar fuera dos meses, no es como si nunca fuéramos a volver a vernos.
Media hora más tarde estoy en el avión, cómodamente instalada en mi asiento. Me he traído un libro para leer. Sé que seré incapaz de dormir. Los aviones me dan fobia, pero reconozco que son un mal necesario. Empiezo a leer, fascinada por la historia. La protagonista hace todo lo humanamente posible por conquistar el amor de un hombre casado y, justo al final, se da cuenta de que, en realidad, en todo ese tiempo había estado enamorada de otra persona. ¡Es horrible! Espero que eso no me pase a mí. Los tríos nunca me han gustado.
***
He debido de quedarme dormida porque, cuando abro los ojos, sobrevolamos Nueva York. Me siento como una niña pequeña. Estoy en América, la tierra donde los sueños se hacen realidad. ¡Yupi! Recupero las maletas y me dirijo hacia la salida. El aeropuerto es enorme y está repleto de turistas ruidosos que se desplazan de un sitio a otro cual hormiguitas en los últimos días de otoño. ¡Con lo irritantes que son las prisas! Solo llevo dos minutos en suelo americano y ya han chocado conmigo cuatro personas. Por supuesto, nadie ha pedido disculpas. Sé que estamos en el siglo de la velocidad, ¿pero es realmente necesario correr a todas horas? Yo prefiero tomarme las cosas con calma, así que soy la última en pasar el control de pasaportes.
―¿Turismo o negocios? ―me chilla un funcionario de color, examinando atentamente mi documentación. Ni que fuera una terrorista.
¿Y a usted que le importa?, tengo ganas de gritarle. Sin embargo, me contengo, sonrío y le contesto:
―Un poco de las dos.
Ni siquiera alza la mirada, se limita a tirarme el pasaporte a la cara mientras truena un intimidante “siguiente”. ¡Qué modales! Nada más irme y ya empiezo a echar de menos Inglaterra. Creo que ha sido una mala idea coger ese vuelto. Aún estoy a tiempo de darme la vuelta. ¿Qué pretendía viniendo aquí? Este no es mi sitio. Desentono por completo con mi elegante conjunto dos piezas, falda lápiz negra y chaqueta blanca ceñida a la cintura. Por no hablar de mis ondas. Desde que he pisado este país, lo más parecido a un peinado que he visto ha sido una trenza ¡mal hecha! Sí, ahora me giraré y volveré a casa.
―La salida está en el lado opuesto, amor ―resuena la voz seductora de Nathaniel Black a mis espaldas.
Está tan cerca que puedo sentir su olor, esa mezcla incendiaria de colonia y alcohol que parece caracterizarle, y es justo la proximidad de nuestros cuerpos lo que hace que se me ponga un irritante nudo en la garganta y se me doblen las rodillas como si fueran de mantequilla. ¿Se puede saber qué demonios te pasa? Céntrate, Catherine.
Agarro con fuerza las dos maletas, no sé por qué, ya que es poco probable que se vayan a ninguna parte, y respiro hondo. Se suponía que estaba preparada para volver a verlo, pero está claro que no es así. Si solo con escuchar su voz me derrito, ¿qué haré al darme la vuelta? ¿Desmayarme como una damisela? Además, ¿qué hace aquí? Me imaginaba que enviaría a alguien al aeropuerto y que tendría más tiempo para acostumbrarme a la idea de volver a estar cerca de él. No esperaba que este encuentro se produjese tan pronto. ¿Me habré echado brillo de labios?
―¿Señorita Collins? ―su cálida voz me devuelve a la realidad.
Giro despacio sobre los talones y ahí está, con su aspecto seductor, pelo rebelde y esos impactantes ojos azules que me observan con atención. Se le ve contento, relajado, muy cómodo con esta situación y, por supuesto, tiene una sonrisa absolutamente encantadora. A diferencia de mí, que me siento abrumada por todas las emociones que me invaden al estar tan cerca de su inquietante persona. ¿Cómo es posible haber echado de menos a alguien a quien acabo de conocer?
Le hago un rápido chequeo con la mirada. Salvo por la camiseta, que es de color gris, va todo vestido de negro: vaqueros oscuros, botas negras y, cómo no, una chaqueta negra de cuero. Un mechón de su oscuro cabello le cae de manera sensual sobre la frente y yo tengo que hacer un gran esfuerzo para reprimir el impulso de extender el brazo y tocarlo. ¿Quieres comportarte como una adulta? ¡Un, dos, tres y… acción!
―¡Nathaniel Black! ¡Qué alegría volver a verle! ―saludo con una sonrisa radiante y con las manos extendidas alegremente. Creo que me merezco el Óscar por esta actuación―. Es una auténtica sorpresa que haya venido hoy. Aquí ―añado en tono seco.
―¿Y no me va a dar un beso, ya que se alegra tanto de volver a verme? ¿No? ―lo miro con cara de pocos amigos, él sonríe con astucia―. Bien, no hay besos. Usted se lo pierde. Qué sepa que soy muy bueno besando.
―No me cabe ni la más mínima duda. Pensé ―me aclaró la voz para dejar de imaginar sus labios sobre los míos― bueno, pensé que enviaría a otra persona a recibirme. Las superestrellas como usted suelen tener una agenda muy apretada.
Nathaniel esboza una sonrisa pícara mientras coge mi mano, se inclina y la besa como un auténtico héroe shakesperiano. Todo esto sin dejar de mirarme a los ojos. Madre mía. Inspira, expira, Catherine. El roce de sus labios hace que mi pulso se acelere y, por mucho que lo intento, se vuelve bastante difícil, por no decir imposible, disimular el efecto que su caricia despierta en mí. Entrecierro los ojos durante unos segundos, en un patético intento de hacer desaparecer todas estas nuevas sensaciones que me invaden de repente, aunque cuando vuelvo a abrirlos todo sigue igual. Yo tengo la misma cara de boba y a él se le ve igual de seguro de su atractivo como siempre. Creo que acabo de ruborizarme. ¿Por qué? ¡¿Por qué?! Si lo ha notado, no lo menciona. Se limita a mirarme durante un largo momento y después se saca un cigarrillo del bolsillo. Lo enciende justo delante del cartel de No Fumar. Supongo que las prohibiciones le traen sin cuidado.
―Señorita Collins, usted es mi invitada y yo soy un caballero. Por supuesto que he acudido a recibirla. Y cambiando de tema, ¿se acuerda de Wesley? ―me pregunta con expresión maliciosa, señalando con la cabeza al agente de seguridad que lo acompaña.
No había reparado en él hasta ese momento y, cuando lo hago, me quedó paralizada por el horror. ¡Es el gorila! En cuestión de segundos, mi rostro adquiere el color de un tomate maduro. Sé que lo ha hecho aposta, lo ha traído hoy aquí solo para mortificarme. Es casi cruel. Mi abuela siempre decía que no debes fiarte de un hombre que lleva chaqueta de cuero. Desearía haberle hecho caso.
―Señora ―me saluda Wesley con un movimiento de cabeza.
―Señor Wesley. Permítame que le diga que es un placer volver a verle ―digo cortésmente, como una auténtica dama.
Nathaniel observa la situación, divertido sin duda alguna. Yo enderezo los hombros y me obligo a mí misma a mantener la sonrisa, como si la situación no me incomodara en absoluto. Si piensa que voy a darle más razones para que se burle de mí, está muy equivocado.
El señor Wesley coge mis maletas y empezamos a andar todos hacia la salida. Miro de reojo a Nathaniel, que avanza por el aeropuerto con las manos hundidas en los bolsillos y el cigarrillo colgándole de los labios, haciéndome pensar en esos chicos malos y rebeldes de los calendarios sexys. ¿Cómo demonios era aquello que solía decir la tía Agatha? ¿Y no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal? ¡Tenía que haberle prestado más atención!
―Me he tomado la libertad de instalarla en mi casa ―suelta de repente.
¡Lo sabía! ¡Si es que sabía que iba a hacerme esto! Me paro en mitad del aeropuerto, respiro hondo y le sostengo la mirada. Intentaré no cabrearme.
―Ese no era el acuerdo y usted lo sabe ―gruño entre dientes―. Le dije claramente que iba a quedarme en un hotel. No tengo ni el más mínimo interés en protagonizar portadas de revistas para marujas. Y menos en pasarme las veinticuatro horas del día con usted. ¡No soy su niñera!
Una lenta y desagradable sonrisa ilumina el rostro de Nathaniel Black. Eso no puede ser nada bueno.
―Oh, tranquilícese, su virtud estará a salvo. No tengo pensamientos impuros hacia usted. Además, estoy seguro de que es una mojigata en la cama―me susurra al oído, en tono confidencial.
¡A la mierda el autocontrol, los modales y mi exquisita educación!
―¡¿Pero cómo se atreve?! ―le espeto, levantando una mano en el aire con la clara intención de abofetearle.
Nathaniel me agarra la muñeca justo antes de que lo haga y me sujeta, con fuerza, sin dejar de sonreír. A pesar de que hago uso de todas las armas posibles, blasfemias incluidas, no consigo soltarme. Estoy tan furiosa que ahora mismo sería capaz de arañarle con todas mis fuerzas. ¡En cuanto me suelte, se va a enterar este actorucho de pacotilla!
―¡Suélteme, bestia! ―exijo, moviéndome como una desquiciada.
Para mi asombro, Nathaniel empieza a reírse a carcajadas al mismo tiempo que libera mi mano. Le da una larga calada a su cigarrillo y, acto seguido, suelta el humo de una manera tan sensual que afecta tanto como para dejar el ataque.
―Relájese, estaba de coña. ¿Es que los británicos no tienen sentido del humor? Puede estar usted muy tranquila, le aseguro que meterla en mi cama encabeza la lista de maldades que pienso hacerle ―me sonríe con descaro y, por alguna razón, eso me tranquiliza, en vez de indignarme.
Me paso una mano por el pelo y recupero la compostura.
―Pues tampoco tengo el más mínimo interés en convertirme en uno de sus ligues. Yo nunca mezclo los negocios con el placer. Y dudo mucho que a su novia le haga mucha ilusión compartirlo. Por lo que he visto en Londres, es muy posesiva.
Sonrío complacida por mi pequeña victoria. Catherine uno, Nathaniel cero.
―¡Auch! ¡Un golpe bajo! ¡Qué maquiavélico! ¿Y esa es la única pega que tiene? ¿Que tengo novia? Traigo muy buenas noticias. Mi novia no está ―hace un irritante gesto con los deditos al decir la palabra novia―. Vamos a estar usted y yo. Solitos.
A pesar de la expresión inocente que adopta, sus ojos no dejan de brillar diabólicamente. ¡Madre mía! Y quiere que vivamos juntos, bajo el mismo techo, sabiendo que su novia no va a estar en casa. No confío tanto en mí misma. Y menos cuando me mira con esa cara de sé de qué color es tu ropa interior e intuyo el tamaño de tus pechos.
―¿Podría dejar de mirarme con esa cara? Me resulta bastante… incómodo.
―¿Qué cara? ―pregunta con inocencia, mirándome fijamente a los ojos.
―Esa. La que está poniendo en este momento.
―No sé de qué está hablando. Es la única que tengo.
El olor de su masculina colonia inunda mis sentidos cuando se planta enfrente de mí, obligándome a levantar la mirada hacia sus ojos, que me miran de manera absolutamente hipnótica. Mi estómago se convierte en un nudo al darme cuenta de que inclina la cabeza para besarme. Separo un poco los labios para invitarle a que lo haga, pero él no se dispone a moverse. Solo me observa, con el rostro a unos cuantos milímetros del mío. Después, endereza la cabeza, como si nada hubiera pasado, y empieza a andar de nuevo hacia la salida, con los labios torcidos en una sonrisa malvada, claramente divertido y complacido por el evidente efecto que causa en mí. Mientras lo sigo, me reprendo a mí misma por ser tan idiota. Debería huir. Ahora mismo. Poner tierra de por medio. No es sano sentir este agudo deseo en mi vientre.
―Señorita Collins, bromas aparte, si de verdad quiere hacer bien su trabajo debe vivir en mi casa. Requiero de sus servicios las 24 horas del día. Soy un desastre. Siempre la lío. No querrá que meta la pata, ¿verdad? Imagínese los titulares: «La inestimable señorita Collins no ha podido reformar a la superestrella Nathaniel Black, quien ha pasado la noche en compañía de varias señoritas de dudosa reputación». Usted sabe que soy capaz de hacerlo. Y cuando lo haga, ¿podrá usted vivir con la culpa? ¿Vivir pensando que se le ha presentado la oportunidad de ayudarme y no lo ha hecho por culpa de unos anticuados prejuicios?
Frunzo los labios para reprimir una sonrisilla, aunque no lo consigo. Está haciéndome chantaje emocional y debo confesar que se le da de maravilla.
―¿Ha pensado alguna vez en cambiar de profesión? Podría haber sido un buen político. Sus poderes de persuasión son impresionantes.
Él me sonríe con malicia. Sabe que tiene la batalla ganada.
―¿Y bien? ¿Qué será, Milady? ¿El honor o la responsabilidad? ―alza sus maliciosos ojos al techo y, cuando vuelve a mirarme, me lanza una de esas sonrisas inquietantes tan suyas―. ¿Sabes? Por mucho que lo pienso, no consigo decidir cuál de estas dos bobadas es más importante. Honor versus responsabilidad. Nuestra damisela de belleza intrigante tiene que hacer una elección muy complicada. ¿Qué será? ¿Qué será?
Le pongo mala cara.
―¿Puedo preguntar por qué se empeña en tocarme las narices? ―digo con acritud.
―Puede.
― Está bien ―resoplo con fastidio―. Elijo el hotel.
Parece decepcionado, pero solo por un instante. Después, vuelve a sonreír.
―El honor. ¡Qué trivial! Pensé que era una valiente, pero está claro que he vuelto a equivocarme con usted. No le gusta correr riesgos. Es usted como uno de esos ratoncillos de biblioteca que suelen esconderse en la oscuridad porque es lo que les hace sentirse más seguros.
Me paso la mano por el pelo y reflexiono durante unos instantes. ¿Por qué no soy capaz de mantener la promesa que me he hecho a mí misma? ¿La promesa de mantenerme alejada de él?
―De acuerdo. Lo haré. Pero con una condición ―me mira intrigado, aunque complacido―. Necesito que me prometa que hará todo cuanto esté en sus manos por hacerme la vida fácil. No me mire así, he tenido varios clientes como usted. Sé de qué va y sé que es lo que pasa por su mente, así que le pido que, por favor, no lo haga.
Él mete las manos en los bolsillos de sus pantalones y me mira con cara de confusión.
―¿Hacer el qué, amor?
―Lo que sea que esté pensado. ¡Es mala idea!
―Ni siquiera sabe lo que estoy pensando ―protesta ofendido.
―Cierto. Pero seguro que no debería estar pensándolo. Y ¡por el amor de Dios! ¡Deje de llamarme señorita Collins! Lo dice en un tono que resulta insultante.
Nathaniel lanza el cigarrillo al suelo y me tiende la mano. La aprieto como la business woman que soy.
―Tenemos un trato ―me dice, con una sonrisa de oreja a oreja.
Le devuelvo la sonrisa, tímidamente. Ya está, he vendido mi alma por treinta monedas de plata. Catherine cero, Nathaniel uno.
―Oh, por cierto, ya puedes llamarme Nate. Te lo has ganado.
―Qué detalle ―le contesto en tono seco. Él me sonríe con arrogancia.
―¡Tan previsible! Eva siempre muerde la manzana ―se entromete una voz masculina.
¿Entiendo que este es el humor americano? ¿El sarcasmo? Indignada, giro la cabeza con la intención de reñir al dueño de esa arrogante voz, pero en cuanto nuestras miradas se encuentran, me quedo en blanco, incapaz de recordar lo que tenía pensado decirle. Desde luego que esto no es lo que yo esperaba. Un hombre más o menos de mi edad, increíblemente atractivo, está apoyado en el capó de una limusina negra, con los labios curvados en una arrebatadora sonrisa. Me recuerda a Nathaniel.
―Tú debes de ser Catherine ―me dice en tono encantador.
Sus ojos azules me observan desde los pies hasta la cabeza. Asiento, algo incomoda.
―Confieso que estoy en desventaja. Yo no sé quién eres tú.
―Permíteme que me presente, entonces. Soy Robert, el hermano menor de Nathaniel.
Al igual que su hermano, Robert se inclina, me besa la mano y me mira de la misma forma, como si tuviera una visión perfecta de mi ropa interior. Me ruborizo al instante. ¡Maldición!
―No sabía que Nate tuviera un hermano ―me obligo a decir.
―Ahora ya lo sabes ―interviene Nathaniel, malhumorado―. ¿Nos vamos?
Robert ignora a propósito a su hermano. Hunde las dos manos en los bolsillos y me lanza una deslumbrante sonrisa.
―A Nathaniel le gusta ser misterioso. Suele ocultar las cosas interesantes.
Enarco una ceja, esforzándome por disimular esa sonrisa que se empeña en asomarse a los bordes de mi boca.
―Oh, ya veo. Y tú eres… ¿interesante?
―Tus palabras, no las mías ―replica él.
Esboza una sonrisa felina que confirma mis sospechas de que se considera a sí mismo muy interesante. Por lo visto la arrogancia es genética. Nathaniel se aclara la voz varias veces, con toda la irritación de la que es capaz.
―Ese patético intento de flirteo me da nauseas. ¿Podemos irnos ya?
Nos giramos hacia él y le ponemos mala cara a la vez.
―No seas aguafiestas, hermanito. Solo quería conocer mejor a tu amiga. No sabía que fuera tan encantadora. Y tampoco me dijiste que era tan guapa.
Vuelvo a ruborizarme.
―¿Se puede saber qué demonios haces aquí? ―la irritación de Nathaniel va in crescendo.
Robert nos obsequia con una irresistible sonrisa mientras se cruza de brazos con aire despreocupado. Por el bufido de Nathaniel deduzco que esa sonrisa inocente no le impresiona en absoluto.
―Necesito vivir en tu casa durante una temporada ―suelta de repente, sin ninguna clase de preparación previa.
―Ni de coña ―Nathaniel hace un gesto con la mano para obligarme a subir al coche.
Obedezco y ellos me siguen. El coche se pone en marcha.
―¿Serías capaz de dejar a tu hermanito pequeño en la calle?
―Tienes un piso en Manhattan. No es como si fueras un mendigo.
Robert se echa a reír.
―Ya no. Lo he vendido. Me traía malos recuerdos. Seguro que sabes a lo que me refiero.
Nathaniel suelta un improperio, se pasa los dedos por el pelo y, con un gesto de cabeza, le da su tácito acuerdo para que se instale. Acto seguido, se saca el móvil del bolsillo y empieza a escribir mensajes, ignorándonos por completo tanto a mí como a su hermano. Le sonrío a Robert con incomodidad y empiezo a mirar por la ventanilla. Nueva York es impresionante, pero aún echo de menos Londres.
De vez en cuando, observo a los hermanos Black de reojo, de la manera más discreta que puedo. Pues claro que son hermanos. Son prácticamente idénticos. Los mismos ojos azules, el mismo pelo moreno. Llevan incluso el mismo peinado rebelde. ¿James Dean se ha vuelto a poner de moda y yo no me enterado? En lo único en lo que no se parecen es en la manera de vestir. A diferencia de Nathaniel, su hermano parece mucho más formal. Me imagino que es un hombre de negocios porque lleva el traje más elegante que he visto jamás. Y ambos tienen el don de anular por completo mi personalidad. Con ellos cerca, tiendo a comportarme como una tímida colegiala. Es frustrante. Hay algo en su manera de mirarme que hace que me ponga colorada.
―Casi hemos llegado ―me avisa Nathaniel al poco tiempo―. Te doy la bienvenida a mi mundo. Este es el Upper East Side de Nueva York, el sitio donde los ricos son escandalosamente ricos y los pobres…bueno, los pobres se quedan en el lado oeste. Exclusividad...glamour...perfección y una sobredosis de petulancia ―se inclina hacia mí y me susurra― No te preocupes, encanto, te acostumbrarás. Aquí solo vive la elite, la crème de la crème, si lo prefieres. Según he leído en tu Curriculum, hablas con fluidez el francés.
Me engancho el pelo tras las orejas antes de contestar, muy orgullosa.
―El francés, el italiano y el español, entre otros.
―Y eso te convierte a ti también en alguien de la elite ―remarca Robert.
Durante unos instantes me quedo callada, admirando los rascacielos y los escaparates de los hoteles más lujosos del mundo, mientras la limusina avanza despacio por lo que tiene que ser la famosa Quinta Avenida.
―Detecto cierto desprecio en vuestro tono cuando habláis sobre "la elite" ―murmuro en tono ausente.
―¡Qué perspicaz! Eso es debido a que mi hermano y yo no pertenecemos a la alta sociedad de Nueva York. Somos unos intrusos y, por muy ricos que seamos, eso es algo que los esnobs de esta ciudad nunca nos perdonarán. Aunque tampoco es algo que nos quite el sueño.
―Bueno, ya hemos llegado. Aquí es donde vive Nathaniel ―me informa Robert, señalando con la cabeza un elegante edificio antiguo de ladrillos.
Desvío la mirada y veo a través del oscuro cristal de la limusina cómo un grupo de paparazzi se coloca en la calle, ocultándose detrás de una furgoneta azul marino. ¡Esto es genial! ¡Lo que siempre había soñado!
Al bajar del coche, tengo que abrocharme la chaqueta para protegerme del implacable aire glaciar que sopla en el Upper East Side. No nos entretenemos demasiado en la calle, Nathaniel despide a Wesley, coge mis maletas y me enseña el camino hacia su portal, bromeando mientras tanto con su hermano sobre los malos resultados que los Lakers –equipo de Robert– han obtenido frente a los Knicks –equipo de Nathaniel.
―¿Tú de qué equipo eres, Catherine? ―inquiere Nathaniel.
―Del Arsenal.
Suelta una carcajada.
―Me refería a un equipo de baloncesto, amor.
― El baloncesto no me apasiona.
―¡No me extraña! Los ingleses lo hacéis de pena.
Aunque me pica un poco la lengua, retengo con estoicismo una réplica sarcástica sobre dónde estarían los americanos sin los ingleses, y me limito a seguirlos por el lujoso vestíbulo donde, un jovencísimo portero de guante blanco, nos da la bienvenida con una larga sonrisa. La cabina del ascensor me parece cada vez más pequeña cuando los dos hermanos se colocan a mi lado, uno a mi derecha y el otro a mi izquierda, observándome con mucho interés y unas sonrisas socarronas. Trago en seco, me aferro con ambas manos a mi bolso marca Chanel y espero inmóvil a que se abran las puertas.
―Bienvenida a mi morada ―me dice Nathaniel, nada más abrir la puerta de su lujoso ático.
Alguien se toma el papel de vampiro demasiado en serio, me parece a mí.
―Sorpréndeme, ¿querrás que deje un poco de la felicidad que traigo?
Sonríe de manera encantadora, indudablemente eso es un sí, y deja mis maletas en el salón.
―Si no os importa, iré a instalarme. ¿Me quedo en la habitación de invitados de la última vez?
―Por favor, hermano. Disfruta de la estancia en mi humilde casa. Pero no disfrutes demasiado. No quiero que te acostumbres a vivir aquí.
¿Humilde casa? Su ático es enorme, el doble de grande que el mío. Frío y masculino, aunque luminoso gracias a los enormes ventanales que dejan a la vista una Nueva York absolutamente intimidante. La decoración es muy moderna, como en las casas que salen en las revistas de diseño. Lo que más destaca en el salón es la barra de bar de acero inoxidable con asientos para seis personas. Me resulta todo bastante impersonal, no hay fotos, ni plantas. Predomina el cristal y el metal, los muebles son blancos o negros, me atrevería a decir que muy caros, y el suelo es de mármol blanco. Parece un piso piloto, no un hogar. Es demasiado ordenado. ¿No sufrirá un trastorno obsesivo-compulsivo?
―¿Qué opinas? ―se acerca para ofrecerme una copa de champán de bienvenida.
―Demasiado moderno para mi gusto. Prefiero las cosas con encanto.
―Yo también. Te he contratado a ti. Por las cosas con encanto. ¡Salud! ―me guiña un ojo y yo me echo a reír con buen humor mientras levanto mi copa.
De pronto, no sé si por arte de magia o porque estaba programado, el impresionante equipo de música de Nathaniel Black, que cuenta con once altavoces que yo haya podido sumar, se enciende. Suena You shook me all night long. ¿En serio? ¿Me sacudiste toda la noche? ¡Venga ya!
―¡Qué poético! ―remarco con cierta ironía.
― AC/DC es la mejor banda del mundo ―protesta indignado y se acerca con la botella de champán para llenarme la copa―. Baila conmigo, preciosa.
Suelto una carcajada.
―Lo siento, Nate, me temo que no sé bailar rock.
Percibo su respiración alterada y cierta excitación en sus pupilas cuando se inclina sobre mí. Madre mía, ¿por qué tiene que ser tan guapo?
―Yo te enseñaré, amor ―me susurra al oído―. Hay varias cosas que quiero enseñarte durante tu estancia en esta ciudad corrupta.
Y antes de que acabe la velada, tras vaciar juntos dos botellas de Dom Pérignon, no solo aprendo a bailar rock –que básicamente consiste en sacudir la cabeza, imitar que estás tocando una guitarra y saltar cual desquiciado–, sino que admito que AC/DC es la mejor banda que este mundo jamás ha visto, que Metallica siempre mola y que Nathaniel Black es un angelito. ¿Qué me habrá echado en el champán?