Capítulo 15

 

 

Las redes sociales sueltan humo...

 

«Nathaniel Black sorprendido en compañía de una prostituta» tuitea una fan de Nathaniel Black. 

 

     «¿Quién era la mujer misteriosa con la que salía el guapísimo actor del Hilton Times Square? Desde luego que no era su novia, Catherine Collins» se pregunta otra fan en Facebook. 

 

     «¿Nathaniel Black vuelve con su ex, Anne Blunt?» quiere saber un grupo de fans en Hi5. 

 

     «Los protagonistas de «S de Siniestro» muy acaramelados en una fiesta benéfica donde la novia oficial del chico malo no participaba. Anne y Nate son almas gemelas. Volverán a estar juntos. Es cuestión de días» vaticina una fan de Anne Blunt en Instagram. 

 

     «Nathaniel Black envuelto en un nuevo escándalo sexual» cuchichea la misma Anne Blunt en Twitter. 

 

     «Impactante: una famosa modelo denuncia a Nathaniel Black por paternidad» pincha David Cooper en Instagram. 

 

     «Sí, está bien, reconozco mi adicción al sexo. Y si tanto os inquieta el asunto, os diré que no tengo intención alguna de pasar por rehabilitación, ya que esto no afecta a mi trabajo como actor, sino a mi vida personal» confiesa Nathaniel Black en Facebook. 

 

     «Nathaniel Black habla sobre su nueva novia, asegurando que están muy enamorados y que su relación pasa por su mejor momento, a pesar de haberse filtrado a la prensa un nuevo vídeo porno del actor. El mayor enigma de Nueva York ha sido desvelado después de años de especulación. Por lo visto, al guapísimo vampiro que le gustan las orgías» publica la presidenta del fan club N.B. en Facebook. 

 

     «Nathaniel Black vuelve al banquillo de los acusados tras haber sido demandado por agresión. Hace dos semanas, a la salida de un tugurio, el famoso actor –casi incapaz de mantenerse en pie según algunos testigos– ha perdido el control una vez más, y le ha arrancado la cámara del cuello a un paparazzi. Acto seguido, la ha lanzado contra un coche de patrulla, que casualmente pasaba por la zona. El actor ha explicado que él no tiene la culpa de nada, puesto que ya había advertido al paparazzi en cuestión de que si no soltaba la cámara, le iba a introducir dicho objeto por el culo. El sex symbol sinceramente piensa que el reportero debería estar muy agradecido: habría sido mucho peor si hubiera cumplido con las amenazas. Su mensaje de apoyo hacia el periodista agredido ha sido "que no sea nenaza y deje de quejarse". El chico malo de la tele no para de dar titulares» desvela la jueza Andy Wood en su blog.  

 

     «Nathaniel Black coronado, un año más, como el vampiro más sexy de la televisión. Lamentamos no poder decir lo mismo sobre su media naranja, Catherine Collins, quien fue sorprendida ayer en el Barneys sin llevar siquiera una triste BB cream. ¿Será por eso por lo que su novio estaba en el Hilton la otra noche?» insinúa maliciosamente la mejor amiga de Anne Blunt en Instagram. 

 

     «Sin ánimo de ofender a la rica heredera de Industrias Collins, pero ¿es posible que su amado necesite algo que ella no pueda darle? Por tercera vez esta semana, Nathaniel Black ha sido sorprendido por los paparazzi mientras se escabullía de su casa en plena noche...» chismorrea una ex despechada de Nathaniel Black en Hi5. 

 

¡Calumnias! 

     Durante unos breves instantes, contemplo fijamente su rostro sereno y, de verdad que intento creerle, pero no lo consigo. Como bien decía mi abuela, donde fuego se hace, humo sale.  

     ―Lo sabes, ¿verdad? ―insiste, al ver que permanezco callada.   

      Estamos cara a cara en la mesa de un bar. El sitio es enorme, superfashion, muy del estilo de Nathaniel Black, o al menos del Nathaniel que sale en las revistas rodeado de modelos. ¡La iluminación es azul! Esa es una soberana ridiculez.  

     ―¿Amor? 

     Coloca una mano encima de la mía y su caricia me hace volver. 

     ―¿Eh? Oh... Ya no sé qué creer, Nate. Desde luego que yo sí que estaba en el Barneys sin llevar una BB cream, así que no lo sé. Es confuso. Me gustaría creerte, pero hay tantos escándalos…  

     El silencio que sobreviene es muy incómodo. Le doy un sorbo a mi Martini, cruzo una pierna sobre la otra y espero pacientemente a que él rebata mis argumentos. Pero, para mi sorpresa, no hace nada de eso, sino que se saca el móvil del bolsillo y empieza a escribir un mensaje. Ni siquiera capta la mirada asesina que le echo. Sigue tecleando, con una sonrisa traviesa en las esquinas de su boca. Me gustaría tener una corneta para llamar su atención ahora mismo. También podría arrancarle ese puñetero móvil de las manos y arrojarlo a la pecera –con lucecitas azules– que hay a unos cuantos metros de nuestra mesa. Desde luego que esa idea me resulta cada vez más atractiva. Me contengo a duras penas. Al fin y al cabo, estamos en un sitio público y eso es sinónimo de un nuevo escándalo. Casi veo los chismorreos de las ex de Nathaniel Black:  

     «La rica heredera de Industrias Collins detenida por agresión. En un ataque de celos, la inglesa intentó arrojar el móvil de su novio a la pecera de un bar, pero como tiene muy mala puntería, se lo tiró a la cabeza a la camarera. La buena noticia es que el color naranja está entre las tendencias un año más.» 

     ―¿Quieres otro Martini? ―me pregunta, pasada una eternidad, guardándose el móvil en el bolsillo.  

Lo que quiero es un Colt 45, pienso de forma melodramática.  

     ―No veo por qué no. Con una buena cogorza tal vez vea las cosas de forma distinta. Incluso puede que me trague tus excusas. Pero tengo que estar muy borracha. 

     ―¿Por qué te empeñas en seguir enfurruñada?  

     Pide otra ronda con un gesto de la mano, y después se inclina sobre la mesa y me evalúa con su mirada azul.  

     ―Deberías estar ya acostumbrada a toda esta mierda. Sabes que solo son mentiras. 

     ―¿Dónde has estado estas noches, Nate? Dices que son rumores y mentiras, pero lo cierto es que me levanto en mitad de la noche y tú no estás en casa.  

     Él hace una mueca de disgusto y, acto seguido, le sonríe a la camarera que trae las bebidas.  

     ―He estado con mi hermano, amor. Por razones evidentes, no podías venir conmigo. Está enfadado contigo y no quería disgustarle. Tal vez si no hubieras intentado seducirle… 

     ―Sabes perfectamente que eso no fue lo que pasó ―le interrumpo, irritada. 

     ¿Es que ahora nos echamos en cara todo lo que hicimos en el pasado? Porque yo también puedo jugar a eso y desde luego que mi lista es mucho más larga que la suya. 

     ―¿Sabes? En el fondo no hemos hablado de ello hasta ahora, así que no, no sé cuál es tu explicación.  

     Muevo la cabeza, exasperada. 

     ―¡Sabes perfectamente cuál es mi explicación! 

     ―¿Que te gustan los tríos? Mira tú por dónde, eso es algo que tenemos en común ―me sonríe con arrogancia y se hunde en su silla con aire de absoluta despreocupación.  

     ―¿Qué quieres oír, Nathaniel? ¿Que estoy muy arrepentida y rezo ochenta Ave Marías al día para que Dios me perdone por mi crimen? Pues lo siento, pero no estoy arrepentida de nada. Prohibición, castigo, pecado… no son más que palabras aleatorias. No tienen ningún significado para mí.  

     Me observa mientras me tomo de golpe la copa de Martini. Tuerce los labios en una media sonrisa cuando la suelto ruidosamente sobre la mesa. 

     ―No estoy enfadado contigo porque hayas besado a mi hermano, Catherine.  

     ―¡Y un cuerno! 

     ―Estoy decepcionado. Pensaba que serías más creativa. Pero ¿mi hermano? Por favor, es un movimiento demasiado clásico. 

     Su sarcasmo nunca me ha resultado tan irritante como hoy. Puede que, simplemente, tenga un mal día. Será mejor que pase la tarde en un spa. 

     ―¿Sabes qué? Ya he oído bastante. Me voy. 

     ―¿Te vas? ―masculla―. ¿Adónde? 

     ―A hacer unos recados. Te veo esta noche. ¿Sigue en pie lo de la fiesta? 

     Toma el trago de whisky que le queda antes de contestar.  

     ―¿Sigues empeñada en ir?  

     ―¿De verdad hacía falta que preguntaras eso, Black? 

     Cojo mi bolso y me encamino hacia la puerta sin ni siquiera despedirme de él.  

 

***

 

¿Por qué quieres ir? 

     Me detengo en mi tarea de pintarme los labios y lo miro a través del espejo. Está apoyado negligentemente en el marco de la puerta, muy guapo, con su carísimo esmoquin negro. 

     ―¿Por qué no quieres que vaya? ―repongo, irritada. Estoy cansada de esta conversación. 

     Examina con una mirada descarada mi corto vestido de Marc Jacobs que él mismo me ha regalado.  

     ―¿Es que no es evidente? Ninguna muchacha decente debería vestir esa prenda. 

     ―Esta prenda me la has comprado tú. 

     Me miro en el espejo y no puedo sino sonreír. Por norma general, como soy muy crítica con mi aspecto, suelo montar una rabieta, lanzar la ropa por los aires y patalear el suelo varias veces. Sin embargo hoy... hoy todo es perfecto. El vestido es negro, y sí, algo ajustado, ¿pero qué culpa tengo yo de que el señor Black no entienda de tallas? 

     ―¿Eso te lo he regalado yo? ¡Jesús! Claramente me he equivocado. 

     ―O puede que no. ¿Y cómo es que vas tan elegante hoy? Pensaba que íbamos a una fiesta informal. 

     Nathaniel se coloca el cuello de la chaqueta con un gesto teatral y pone una mueca maliciosa. 

     ―Tengo una imagen que mantener. ¿Qué tal tú cabeza? ¿Sigue doliéndote? 

     Se ríe de forma suave al verme entornar los ojos con exasperación. 

     ―Ni lo sueñes ―le digo con dulzura, echándome colonia―. Estás muy mal si piensas que voy a dejar que vayas solo a esa fiesta. No confío tanto en ti.  

     Me evalúa con la mirada y, aunque sonríe, sus ojos son abrasadores. 

     ―¿Tienes celos, amor?  

     Se coloca a mis espaldas y me envuelve en un fuerte abrazo. Con la respiración visiblemente alterada, baja los labios hasta mi cuello, donde el calor y la humedad de su lengua dibujan círculos de fuego sobre mi piel. Oh, ya sé cómo va a acabar esto como sigamos así. 

     ―No intentes seducirme para hacerme cambiar de idea ―le digo, liberándome de su abrazo para ponerme el abrigo―. El golpe que me di en la cabeza no ha sido tan fuerte como para olvidar ciertas cosas. ¡Claro que tengo celos! ¡Eres Nathaniel Black, por el amor de Dios! Tú no puedes ni ir hasta la esquina de la calle sin liarla parda. Además, aún soy tu asesora de imagen. Iré y no se habla más. Cuando quieras... 

     Me mira de mala gana, pero, aun así, arrastra los pies hacia la puerta, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón y aire de infinito aburrimiento. 

     ―Si no hay más remedio… ―replica en un tono tan bajo que creo que no pretendía que yo lo escuchara.  

     El viaje en el ascensor es algo tenso, no sé muy bien por qué. Ignorándonos el uno al otro, los dos centramos nuestra atención en los móviles. Yo leo los últimos cotilleos, y él parece estar escribiendo un mensaje.  

     Salimos a la calle en silencio. Como siempre, hace un frio polar en Nueva York. Menos mal que la limusina está esperándonos. Nathaniel me abre la puerta como un auténtico caballero y me ayuda a subir. Y con ayudar me refiero a que coloca las manos en mi trasero y me empuja hacia dentro. Cosa que no era necesaria, puesto que podía subir sola. 

     ―No me mires así. Necesitabas mi ayuda ―se justifica, intentando ocultar una pícara sonrisa. 

     ―¿No será que tú necesitabas tocarme el trasero? 

     ―Es un trasero muy bonito, pero las demandas por acoso laboral no van conmigo, amor. Dijiste que esta noche ibas en calidad de asesora de imagen, por lo tanto, no pasará nada entre tú y yo. 

     ¡Ja! Eso no te lo crees ni tú, Black. Esbozo una sonrisa maliciosa para mis adentros y presiono un botón que baja el oscuro cristal que nos separa del conductor. 

     ―Dé vueltas hasta que yo le diga ―ordeno en tono autoritario.    

     Nathaniel trata de refrenar una sonrisa. 

     ―¿Mi estimable señorita Collins tiene un plan diabólico? 

     Adopto un aire severo.  

    ―Yo siempre tengo un plan, señor Black. Y la mayoría de las veces es diabólico. ¿Recuerda que ya hemos pasado por esto? 

     Me dedica una sonrisa de infarto que me deja sin aliento y con el corazón palpitando, frenético. 

     ―Algo me suena ―murmura, inclinándose sobre mí. 

     Nuestras miradas se encuentran y ninguno de los dos hace ademán de apartarla.  

     ―¿Nate?  

     Él arrastra lentamente las yemas de sus dedos sobre mis labios y, al hacerlo, una descarga eléctrica recorre todo mi cuerpo.  

     ―¿Mmmm? ―aún sosteniendo mi mirada, desliza las palmas por mi abdomen, baja por mis muslos y vuelve a subir hasta colocarlas a ambos lados de mi cadera. 

     ―Te deseo. Aquí ―murmuro y él sonríe. 

     Me atraviesa la excitación cuando agarra mi rostro entre las manos, clava las puntas de los dedos en mis mejillas y toma mi boca salvajemente. 

     ―Complacerte es mi mayor deseo ―susurra, jadeando en mi boca. 

     Ay, Señor... Definitivamente, estoy enganchada a él.       

 

***

 

¿Estás preparada? ―me pregunta Nathaniel, con los labios torcidos en una media sonrisa bastante perturbadora. 

     Le divierte ver lo abochornada que estoy. Acabo de seducirle en una limusina. ¿En qué clase de persona me estoy convirtiendo? La vieja Catherine jamás habría hecho algo así. Y ¿por qué será que siempre tengo remordimientos después de hacer alguna de las mías? Juego a la femme fatale, pero de femme fatale nada. Soy una mojigata sin lugar a dudas.  

     Me examino en un pequeño espejo que me saco del bolso. Espero tenerlo todo en su sitio. No me gustaría salir en alguna revista sin sujetador o con las bragas al aire, como muchas otras. O, peor aún, sin bragas, porque francamente, en este momento, no tengo ni la más remota idea de dónde están.  

     ―¿Nate, amor mío, sabes por casualidad dónde está mi ropa interior?  

     Nathaniel gira la cabeza y me observa con un brillo de lujuria en sus ojos. 

     ―En el bolsillo de mi chaqueta.     

     ―¿Y qué hacen mis bragas en el bolsillo de tu chaqueta?  

     ― Buena pregunta. Muy buena. ¿Bajamos? 

     Entorno los ojos con irritación y espero paciente, con el brazo extendido, a que me devuelva mis pertenencias. Lo hace de muy mala gana.  

     Una vez recuperadas las dichosas bragas, y tras asegurarme de que mi vestido está bien colocado y mi pelo igual de arreglado que al salir de casa, le doy la mano y salgo de la limusina. Miro la calle arriba y abajo, con los ojos como platos. No hay paparazzi. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Nadie nos ha seguido? Estamos en una zona desconocida de Nueva York, muy lejos del Upper East. Parece un barrio de gente trabajadora. ¿Qué fiesta puede haber aquí? ¿La de los fontaneros locos? 

     ―¿Dónde estamos? 

     ―En el Bronx. 

     Frunzo las cejas. Ese es un barrio chungo, ¿verdad? 

     ―¿Y qué hay en el Bronx? 

     ―Esto. 

     Elevo los ojos y leo el nombre del club. Se llama Gentlemen Prefer Blondes. Hago una mueca. 

     ―¿En serio que me has llevado a un sitio llamado Los Caballeros las prefieren rubias? ¿Siendo yo morena? ¿No crees que sea una ofensa? 

     A Nathaniel se le escapa la risa. Yo me cruzo de brazos, fingiendo estar indignadísima.  

     ―No es nada personal, amor. Es solo un club. Vamos. 

     Abre la puerta con elegancia y la sujeta para que yo pueda entrar. ¡Vaya! Visto desde fuera, parece un tugurio más, pero nada más entrar me doy cuenta de que el dueño de este antro tiene bastante estilo. ¡Sí, señor! Esto que es un club. El interior está adornado con suntuosidad y un impecable buen gusto, siguiendo la temática de la película. Lo que más llama mi atención es la enorme estatua de cuerpo entero que representa a Marilyn tirando un beso. ¿Cómo es que no se derrite el hielo? Debe de ser brujería. 

     ―¿Qué te parece? ―pregunta, ofreciéndome una copa de champán que le ha quitado a un camarero de una bandeja de plata. ¿Será plata autentica? 

     ―Es un sitio alucinante. ¿Qué clase de club es? ¿Para actores o algo así? 

     ―Un Gentlemen’s club. Es solo para miembros. Puedes acceder mediante invitación y es un sitio de etiqueta, como estoy seguro de que ya te has dado cuenta. 

     Miro a mi alrededor. Hombres ricos y poderosos –lo deduzco por la pinta de sus atavíos– fuman puros y beben solo Dios sabe qué clase de licor carísimo, en compañía de mujeres deslumbrantes, posiblemente unas cuantas décadas más jóvenes que ellos. ¡Oh, Dios! 

     ―¿Me has traído a un putiferio? ―digo en voz demasiado alta. 

     Algunas cabezas se giran en nuestra dirección.  

     ―¡Baja la voz! ―me ordena, irritado. 

     ―¿Me has traído a un putiferio? ―repito, esta vez en un susurro. 

     ―No es un putiferio. Como te he dicho, es un Gentlemen’s club. 

     Pongo los ojos en blanco. ¿Acaso no es lo mismo? No me da tiempo a replicar, Nathaniel se pone en marcha y yo me veo obligada a seguirle. Desde luego que no pienso quedarme sola en un burdel.  

     Se mueve por este antro del pecado con una familiaridad preocupante, apretando manos, y quedando con varios tíos para montar carreras ilegales de coches o partidas ilícitas de póker. ¿Por qué no puede jugar al golf como los niños bien?  

     ―Y dime, ¿cuál es la diferencia? ―pregunto cuando ya nos hemos sentado en un reservado, lejos de los curiosos, pero con perfecta visión sobre todas las demás mesas. 

     ―Nadie cobra. Te lo explicaré de otra manera para que lo entiendas. Es como una clase de fiesta liberal. Aquí la gente viene a cumplir sus fantasías más oscuras, sin temor al qué dirán. Todos los miembros son personas públicas, personas muy importantes. Y todos ocultan oscuros secretos. ¿Ves a ese hombre de ahí? ―señala con la cabeza a un tipo en sus cincuenta, sentado en una mesa bastante cerca de nosotros, en compañía de otro hombre, mucho más joven y bastante más atractivo. 

     ―¿Te refieres al que viste traje de Armani? 

     Nathaniel le da un sorbo a su copa de champán y me observa con una mirada entre divertida y orgullosa. 

     ―Y por eso te pago lo que te pago. Eres buena. 

     Me echo a reír. 

     ―¿Lo dices porque he sido capaz de reconocer un traje de Armani? 

     ―Sip. Yo no lo habría hecho. Y que conste que he desfilado para Armani miles de veces. Bueno, volviendo a lo que te estaba contando. El hombre que te digo es el congresista William Forbes, conocido aquí como Billy el vampiro. 

     ―¿Y por qué el vampiro? ―cuchicheo, deseando saber más. 

     ―Duerme de día, chupa de noche. Oh, perdón, he usado palabras que no son dignas para oídos tan delicados como los tuyos. No habré herido tu delicadeza femenina, ¿verdad? ―pregunta en tono burlón al ver que me quedo atónita, pestañeando con rapidez. 

    De repente me entran deseos de sacudir su cuerpo hasta borrarle esa irritante sonrisa de chico malo.  

     ―No seas estúpido. De pequeña tuve una niñera italiana. De cada tres palabras, dos eran palabrotas. Estoy acostumbrada a las vulgaridades ―replico, en tono acariciador. 

     Su risa sonora llama la atención de algunos caballeros, que nos observan indignados.  

     ―¿Y el congresista es un cliente habitual?―pregunto, cada vez más intrigada por el asunto. 

     ―Bueno, a su mujer no le hace mucha ilusión que monte orgías gay en el salón de su palacete, así que viene aquí. Y te garantizo que viene encantado, sabiendo que lo que pasa en Gentlemen Prefer Blondes, se queda en Gentlemen Prefer Blondes. 

     ―¿Y cómo es que estás tan seguro de eso? 

     Cruzo las piernas y lo miro con las cejas alzadas. Él se acerca a mí y me aparta el pelo con dos dedos. 

     ―Porque soy el dueño del club ―me susurra al oído. 

     ¡Este hombre es exasperante!  

     ―¿En serio? ¿Un putiferio? ¿Acaso no había más negocios? 

     ―¡No es un putiferio! Ya te dije que… 

     ―Nadie cobra. Sí, sí, sí. Te he oído ―le interrumpo, con los ojos en blanco. 

     ―Además, ¿qué tienes en contra de este club? Es un humilde negocio como cualquier otro. ¡Y no es que supiera hacer algo mejor! Piénsalo, Catherine. Solo sé fingir y montar fiestas. Y es lo que hacemos aquí. Montamos fiestas y fingimos que nunca ha pasado. No acabé los estudios. Dejé la Universidad en el primer año ―entorna los ojos y mira a su alrededor para asegurarse de que nadie le escucha―. A decir verdad, me echaron porque al poco tiempo se dieron cuenta de que me había matriculado solamente por las chicas y las fiestas de las fraternidades.  

     ¿Por qué será que eso no me extraña? Nathaniel Black en la Universidad. ¡Menuda imagen! Me lo imagino de camino al laboratorio de Física, con pintas de bueno y llevando la ropa de los domingos, y no soy capaz de ahogar una risita. 

     ―¿Qué es lo que te hace tanta gracia? 

     ―Me cuesta imaginarte en la uni, eso es todo. 

     Busca mis ojos, mirándome con expresión insondable y la mandíbula tensa. 

     ―Estoy acabado, Catherine. 

     Baja la mirada al suelo y suelta un suspiro, mordiéndose nerviosamente el labio. 

     ―¿Qué entiendes tú por acabado? ―pregunto, volviéndome seria de repente. 

     Él levanta el rostro y me lanza una mirada larga, desesperada. 

     ―Si no me dan el papel de Von Bon, estoy acabado. Mi carrera se va a la mierda. Cuando acabe esta temporada, no me van a renovar el contrato.  

     Mis ojos se dilatan de auténtico espanto. ¡Eso no puede ser! La serie gira a su alrededor. No pueden echarle. 

     ―¿Cómo es eso posible? Tú eres la estrella. El chico malo por el que suspiran millones de mujeres en el mundo entero. 

     Mueve la cabeza y me sonríe con amargura. 

     ―Ya no. Si antes de que acabe la temporada no he conseguido un papel importante, acabaré como figurante en CSI. Un actor de mi edad no puede optar a nada mejor. 

     Hundo la cara entre las palmas y cierro los ojos por un momento. Le van a despedir porque yo, en vez de hacer mi trabajo como es debido, me he dejado llevar por las emociones personales. En vez de ayudarle, me lo he tirado. ¿No soy una autentica profesional? Mascullo unas cuantas maldiciones para mis adentros.  

     ―Lo siento. Te prometo que moveré todos los hilos que hagan falta para conseguirte ese papel. Y si tengo que tirarme a Johnny, sabes que lo haré ―bromeo. 

     Él reprime una sonrisa al ver la determinación que hay en mi mirada.  

     ―Tranquila, no tendrás que tirarte a nadie. Además, deberías estar muy avergonzada por haberlo incluso pensado. ¡Una dama como tú! ¡Es vergonzoso! 

     ―¿Tendrías la amabilidad de dejar de mofarte de mí? Solo intentaba ayudarte. 

     ―¡Pues no lo hagas! Y, para tu información, aunque mi carrera acabe este año, sigo siendo inmensamente rico. El negocio de las fantasías da mucho dinero.  

     Suelto un suspiro y miro a mi alrededor. El club está lleno. No me sorprende que sea tan escandalosamente rico. 

     ―¿Ese no es el predicador aquel que sale por la tele condenando el adulterio y las relaciones sexuales antes del matrimonio? ―pregunto escandalizada al ver a un anciano de pelo blanco pasar por delante de nosotros, cogido de la mano de una joven mulata―. ¿El que dice que arderemos todos en el eterno fuego de Satán por adúlteros y pecadores?  

     Nathaniel se echa a reír ruidosamente.  

     ―Le gustan las ebony. Qué puedo decir, todos tenemos nuestras fantasías. 

     Me acerco a él y le rodeo el cuello con los brazos. 

     ―¿Y cuál es la suya, señor Black? Cuénteme una escandalosa ―le susurro en voz melosa. 

     Me mira con escepticismo.  

     ―Preciosa, soy un actor de treinta y seis años. ¿De verdad piensas que tengo alguna fantasía sin cumplir? 

     ―¿De veras? ¿Has cumplido todas tus fantasías? 

     Se ríe por el aire pudoroso que adopto. 

     ―La última que he tachado de la lista ha sido hacerle el amor a mi sexy asesora de imagen ―me hace un guiño.  

     ―Oh, ya veo. 

      ―Venga, vamos a bailar ―susurra. 

     Empieza una canción lenta, para mi deleite. Me gusta bailar con él. Me encanta la manera que tiene de estrecharme entre sus brazos, las palabras que me susurra al oído. Me gustan sus besos apasionados. Me gusta todo de él. Bueno, no exageremos, tiene sus defectillos como todo el mundo –básicamente que es una bestia retorcida con cientos de ex novias, extrañas adicciones y una doble vida, ¿pero quién es perfecto?–. Además, eso se lo perdono rápido porque, cuando me besa así, cuando su lengua invade mi boca con desesperación y sus manos me sujetan fuertemente el rostro, siento que no puedo pedirle más a la providencia. Solo quiero que esto dure y que no vuelva a partirme el corazón. Pero ese demonio que a veces se sienta en mi hombro derecho sabe que eso no va a pasar. 

 

Noticias de última hora

 

     «Nathaniel Black ha sido sorprendido por los paparazzi saliendo otra vez del apartamento de Judy Haley. Según él, estaba ayudándola a superar su divorcio. Eso ya lo sabemos. La pregunta es ¿cómo?» Page Six 

 

«Los hermanos Black, como siempre, rodeados de modelos, de fiesta en un yate.» Page Six 

 

«Nathaniel Black fotografiado por los paparazzi mientras cenaba con una universitaria en un famoso restaurante de los Hamptons. El actor ha declarado que solo era una fan. Ajá...» Page Six 

 

«Catherine Collins deja plantado a Nathaniel Black en una de sus famosas fiestas. Según fuentes cercanas, la morena empieza a cansarse de sus escapadas nocturnas.» Page Six 

 

***

 

Una vez más vuelvo a caer en los brazos de la soledad, que me arrastran despacio hacia un sufrimiento agobiante. Son las tres de la madrugada de un día cualquiera y aquí estoy de nuevo, acurrucada en el gélido suelo del salón, con la cabeza hundida entre las manos. Solo estamos yo y las sombras que torturan mi alma. Nathaniel ha vuelto a escabullirse en mitad de la noche. Seguro que tiene una muy buena explicación. Siempre la tiene.

     A veces me siento como si fuera una prisionera en un palacio de cristal. Puedo contemplar el mundo exterior a través de sus muros, la libertad es casi tangible, pero, por mucho que lo intento, no consigo agarrarla. Alargo la mano hacia la salvación mientras que esta se aleja de mí cada vez más, hasta convertirse en polvo en el viento. No hay salvación, solo es ceniza arrastrada por un implacable aire. No hay libertad, ni paz, sino falta de esperanza y tinieblas. Nunca podré escapar. Mi pecado ha sido enamorarme de Nathaniel Black. Esta es mi penitencia. Estar sola y consumida por los celos. Si esta fuera una película con Nathaniel Black interpretando el papel del protagonista, podría ser El Último Tango en Nueva York. Me pregunto cuál de los dos apretará finalmente el gatillo. ¿Seré yo o será él? ¿Cuál de los dos tendrá el valor de ponerle fin? 

     Me pongo de pie y empiezo a dar vueltas por la habitación. Abro las ventanas de par en par, dejando que la humedad de la noche penetre en la estancia. Pero, a pesar de que respiro hondo para saciar mis pulmones, el aire no parece suficiente, pues la angustia que siento en mis entrañas no se desvanece al respirar. Pasados unos instantes, vuelvo a sentarme en la misma postura. El reloj anclado a la pared marca el paso de los minutos. El tiempo parece moverse con una lentitud desesperante. 

     Ha debido de pasar una eternidad hasta que escucho sus fracasados intentos de meter la llave en la cerradura. Viene borracho. ¡Toda una novedad! Consigue abrir la puerta después de varios intentos, maldiciones, ruidos y toda clase de golpes. Se quita los zapatos nada más entrar, para no hacer más ruido, supongo, y suelta las llaves encima de la mesa del recibidor. Distingo su silueta ascendiendo por la escalera. 

     ―Hola, amor mío ―le digo en una voz tan fría que ni siquiera parece la mía. 

     Sorprendido por mi presencia, Nathaniel enciende la lámpara del pasillo y se encamina hacia mí. Se deja caer al suelo a mi lado, con la espalda pega a la barra de acero. La tenue luz del amanecer apenas penetra en el salón.  

     ― Ven aquí, amor ―me susurra y tira de mis brazos para acomodarme en su regazo―. No deberías estar fuera de la cama a estar horas. ¡Y con las ventanas abiertas! ¡Cristo! ¿Pretendes coger una neumonía? 

     ―Como si te importara ―replico, haciendo una mueca de dolor. Es demasiado doloroso decirlo en voz alta. 

     Nathaniel me alza el rostro y me mira a los ojos como si intentara leer mis pensamientos. 

     ―Claro que me importa ―musita, apartándome el pelo de la cara―. Eh, no. No llores, por favor. No soporto hacerte llorar. 

     Seca cada una de las gotitas que se escurren de mis ojos con sus cálidos labios. Huele a alcohol, como siempre. Y a colonia de mujer.  

     ―Pues para no soportarlo, lo haces muy a menudo. ¿Dónde has estado? 

Aún agarrando mi rostro entre sus manos, me examina con sus bonitos ojos azules que se imponen sobre el resto de sus facciones.

     ―Solo dando una vuelta. Por ahí. ¿Qué te pasa, amor? 

Mientes. Hueles a ella. Y es al pensar eso cuando me derrumbo. La imagen de él en brazos de otra mujer me atormenta como un fantasma al cerrar los ojos, y ya no encuentro las fuerzas de aguantar los arroyos de lágrimas, ni los sollozos. Él me abraza, enterrando mi cara en su pecho, y me sujeta fuertemente mientras mi cuerpo se mueve al compás del llanto. No dice nada, se limita a besar mi pelo y a acariciar mi espalda. 

     ―Eres la peor de las enfermedades ―musito, con la barbilla apoyada en su hombro―. Cuando estás conmigo no me dejas vivir, y cuando desapareces, me dejas débil y confusa. Y yo no quiero sentirme débil y confusa, Nate... 

     ―¿Tan mal va lo nuestro?―pregunta, ceñudo, y su voz tiembla de la emoción. 

     ―Es un tormento ―susurro cuando él pega su mejilla a la mía―. Mi entera existencia... esta relación... todo. No es más que un interminable tormento. No puedo más. Estoy hundiéndome y, cuando pienso que al fin mis pies van a tocar el suelo, resulta que me hundo todavía más. Y estoy muy cansada... ¡Estoy tan cansada! Esto tiene que acabar de una forma u otra. 

     ―¿Acabar? ―me pregunta en voz baja, cogiendo de nuevo mi cara entre las manos―. ¿Qué es lo que quieres que acabe? 

     Me aparto de él y me quedo con la mirada fijada en un punto del suelo. 

     ―Todo. La adición que me consume ―digo, ausente―. Hay que ponerle fin. Lo nuestro no es sano. Tú haces que me vuelva loca. Siempre que desapareces, me imagino cosas… y luego están todos los escándalos que protagonizas, y esas mujeres que te rodean y... yo... ―entierro la cara entre las manos― yo siento que me falta el aire cada vez que sales por esa puerta y... y... soy incapaz de pensar con claridad. No puedo seguir así. No puedo.... no puedo... no... 

     ―Todo eso pasa en tu mente, ¿no lo ves? ―hace una pausa para buscar las palabras. Parece torturado, desesperado por hacerme comprender algo―. Nada... es... real ―subraya cada palabra, con los ojos clavados en los míos―. Haría lo que fuera por poder arrancar esas ideas de tu cabeza, sabes que lo haría. Haría cualquier cosa por ti, princesa. Y sí pudiera borrar cada uno de tus tormentos con mis besos, lo haría. Pero no puedo. Así que necesito que entiendas que nada, salvo lo nuestro, es real. 

     ―Estoy volviéndome loca, Nate ―murmuro en tono de desesperación―. Todo lo que pasa últimamente... el mero hecho de leer las revistas...o ver la tele... me enloquece. Leer lo que dicen sobre ti duele de manera que tú ni siquiera puedes imaginar. Y si pudiera apagar el interruptor como lo haces tú... si pudiera darle al botón y acabar con todo, lo haría. Daría lo que fuera por no sentir una mierda. 

     Nathaniel coge mi cabeza entre las manos con tanta fuerza que temo que la aplaste. 

     ―No digas eso. No... No, amor ―sus palmas enjuagan mis lágrimas. 

     Noto cómo se me quiebra la voz y rompo a llorar de nuevo. 

     ―No quiero volver a sentir lo que estoy sintiendo en este momento ―musito entre lágrimas―. Te quiero y eso me consume. Tienes que dejarme marchar, Nate. Ahora sé que eso es lo correcto.  

     Su mirada se torna salvaje cuando se precipita sobre mí, me aplasta entre la barra y su pecho y ahoga mi boca con sus besos. Vuelvo a rendirme lentamente, una vez más. Ignoro las voces de mi cabeza que me dicen que salga corriendo. Enredo las dos manos en su pelo y le beso con la misma desesperación.  

     ―¿Lo correcto? ¿Cómo puede ser eso lo correcto? ―susurra, con la frente apoyada contra la mía―. Estoy perdido sin ti. Te necesito, Catherine. Te quiero en mi vida.  

     Parece turbado, pero, sobre todo, sincero.  

     ― Es lo correcto. Lo es... Sé que lo es... Lo sé... ¡He querido dejarte tantas veces! Pero siempre has conseguido hacerme cambiar de opinión. Te suplico que esta vez no lo hagas. Si alguna vez has sentido algo por mí, algo parecido al amor, me dejarás marchar. ¡Tienes que dejarme marchar, Nate! No puedes seguir siendo egoísta conmigo. Tú no puedes hacerme feliz y lo sabes. Por favor, deja que me vaya ―imploro, notando cómo mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas―. Por favor. Estar contigo duele demasiado. 

     Al oír ese murmullo de súplica, su boca choca contra la mía, arrancándomelo todo. La agonía, el dolor, los punzantes celos. Me despoja de todo eso con un simple beso. Ya ni siquiera mi instinto me dice que me aleje de él. Cada célula de mi cuerpo implora sus caricias, que se vuelven cada vez más ardientes.  

     Me arranca el camisón con un gesto demasiado brusco. Como no llevo nada más, las comisuras de su boca esbozan una pícara sonrisa. Con el aliento contenido y las manos temblorosas, desliza las palmas por mis piernas, abriéndose paso entre mis muslos. 

     ―Eres tan hermosa ―murmura distraído―. Y eres mía. ¡Mía! ―gruñe entre dientes. 

     Observo hipnotizada cómo se agacha y empieza a besarme la parte interior de las rodillas. Un agudo deseo incendia mi interior cuando su lengua empieza a subir despacio por mis muslos. Siento sus caricias por todo el cuerpo y, de nuevo, me doy cuenta de lo enganchada que estoy a él y a todo lo que él me hace sentir. Incluso los tormentos que me provoca amarle tienen algo de fascinante para mí. Es enfermizo lo mucho que disfruto peleándome con él.  

     ―Dime que no me dejarás ―me exige, levantando la cabeza para analizar mis ojos―. Nunca dejaré que te marches, ¿me has oído? ¡Nunca me dejarás! ―me grita, clavando los dedos en mis caderas―. ¡Eres mía! Dime que nunca me dejarás, por favor... ―suplica en un murmullo.  

     Me mira angustiado, con los ojos turbios, y el rostro descompuesto y pálido. Yo hago un gesto afirmativo y empiezo a desabrochar despacio los botones de su camisa. Nada más desabrochar el último botón, agarra mis manos, atrayendo de nuevo mi mirada hacia el azul de sus ojos. El brillo atormentado que percibo en ellos me sobrecoge.  

     ―Necesito que lo digas, Catherine. Por favor. 

     Nuestros labios apenas se rozan. 

     ―Nunca te dejaré ―exhalo y me apodero de su boca. 

     Mientras me besa con fuerza, me rodea la cintura con las manos y me levanta del suelo. Empieza a subir por la escalera conmigo en brazos, como si fuera una niña pequeña, llevándome directamente a su habitación. Me coloca sobre la cama con ternura.  

     ―No vuelvas a pesar en eso ¿de acuerdo? No volveré a irme, te lo prometo. Estaré aquí. Te prometo que pase lo que pase, siempre estaré aquí. Contigo. No quisiera estar en ninguna otra parte. 

     Sé que eso no es cierto, sin embargo, asiento. Él me mira abatido y callado durante un tiempo, y después se inclina para besar suavemente mis labios. Si el Nathaniel dominante es como un demonio al que no me puedo resistir, el Nathaniel tierno es un afrodisiaco embriagador que me deja indefensa. Mi cabeza da vueltas y mi mundo se detiene por unos instantes. ¿Cómo podré dejarle ir? ¿Cómo podré seguir con mi vida sin él en ella? Mierda. No voy a poder. 

     ―Hueles tan bien ―me susurra al oído, jugueteando con la lengua en el lóbulo de mi oreja.  

     Se pone de pie, con esa blanca camisa desabrochada, que deja a la vista su perfecto abdomen, y tira de mí para que lo siga. Nos abrazamos y empezamos a movernos despacio, a pesar de que no hay música, salvo por algo que Nathaniel tararea a mi oído. 

     ―Dime que los rumores no son ciertos. Dime que lo que cuentan sobre ti es una mentira. 

Jamás haría nada que pudiera perjudicarte, preciosa. Eres la persona más importante para mí. 

     Hunde las dos manos en mi pelo, sujetándome la cabeza con fuerza mientras que con un exigente beso me priva de todo autocontrol. Puede que el mundo esté moviéndose con demasiada rapidez, no lo sé. No me importa. ¿Por qué debería importarme el exterior? Sé que existe una realidad ahí fuera, un sitio donde las personas nacen, viven, se enamoran y mueren, pero yo no quiero tener nada que ver con ese mundo. Solo quiero estar entre mis cuatro paredes de cristal y contemplar esa libertad, la salvación, que se aleja de mí cada vez más, dejándome sola entre las tinieblas. Mi castigo es el amor. Esta es mi prisión y, aun así, es el único sitio del planeta donde realmente quiero estar. Aquí dentro, mi mundo es él. Es tan hermoso, tan seductor y, a la vez, tan oscuro, que no soy capaz de resistirme. Estoy condenada a amar a Nathaniel Black. Ahora lo veo con claridad. Nunca podré ponerle fin a mi adición. Supongo que al final será él quien apriete el gatillo.