10
El único recuerdo que conservo de 1969 es el de un lodazal inmenso. Un profundo lodazal, viscoso y pesado, donde cada vez que daba un paso se me hundían los pies. Y yo lo cruzaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. No veía nada, ni delante ni detrás de mí. Sólo un cenagal de tintes oscuros extendiéndose hasta el infinito.
El tiempo transcurría al ritmo de mis pasos. A mi alrededor, hacía tiempo que todos habían emprendido la marcha, y yo y mi tiempo seguíamos arrastrándonos con torpeza por aquel lodazal. A mi alrededor, el mundo estaba a punto de experimentar grandes transformaciones. John Coltrane y otros muchos habían muerto. La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a la vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y cada uno de ellos, no fueron más que pantomimas carentes de entidad y significado. Y yo me limitaba a vivir día tras día sin apenas levantar la cabeza. Lo único que se reflejaba en mis pupilas era aquel lodazal infinito. Levantaba el pie derecho, luego el izquierdo, de nuevo el pie derecho. Ni siquiera sabía con certeza dónde me encontraba. No lograba orientarme. Sólo sabía que tenía que dirigirme a alguna parte y, por ese motivo, movía los pies.
Cumplí veinte años, el otoño dio paso al invierno, pero mi vida no experimentó cambio alguno. Asistía sin interés a las clases, trabajaba tres veces por semana, de cuando en cuando releía El gran Gatsby, y los domingos hacía la colada y escribía largas cartas a Naoko. A veces quedaba con Midori para comer, íbamos al zoológico o al cine. La venta de la librería Kobayashi prosperó, y Midori y su hermana alquilaron un piso de dos dormitorios cerca de la estación de Myôgadani, adonde pronto se mudaron. Midori me dijo que cuando su hermana se casara ella se mudaría a otro apartamento. Un día me invitó a comer. El piso era bonito y soleado, y Midori parecía encontrarse mucho más a gusto en él que en la librería Kobayashi.
Nagasawa me propuso varias veces salir con él, pero yo siempre me negué aduciendo que tenía un compromiso. Me daba pereza, simplemente. No puedo decir que no me apeteciera acostarme con alguna chica. Pero me hastiaba pensar en todo el proceso: salir de noche a beber, buscar a la chica adecuada, charlar e ir a un hotel. Con todo, respetaba a alguien como Nagasawa, capaz de repetir el mismo ritual una y otra vez sin experimentar fastidio o aburrimiento. Quizá se debía a lo que Hatsumi me había comentado, pero me hacía más feliz pensar en Naoko que acostarme con chicas estúpidas de las que no sabía ni el nombre. El tacto de los dedos de Naoko conduciéndome a la eyaculación en medio de aquel prado permanecía más vivo en mi memoria que cualquier otro recuerdo.
A principios de diciembre escribí a Naoko preguntándole si podía ir a visitarla durante las vacaciones de invierno. Me respondió Reiko. En la carta me decía que estarían muy contentas de verme, que les hacía mucha ilusión. Me contestaba ella porque, al parecer, en los últimos tiempos Naoko no se sentía capaz de escribir. Esto no quería decir que su estado hubiese empeorado, no debía preocuparme. Aquello iba a rachas.
Cuando empezaron las vacaciones de la universidad, metí mis cosas en la mochila, me calcé las botas de nieve y salí para Kioto. Tal como me había anunciado aquel extraño médico, las montañas cubiertas de nieve ofrecían un panorama de una belleza extraordinaria. Igual que la vez anterior, dormí en la habitación de Naoko y Reiko y, de manera similar a la anterior, permanecí tres días en aquel lugar. Al anochecer, Reiko tocaba la guitarra y charlábamos. Durante el día, en vez de ir de excursión, los tres hacíamos esquí de fondo. Tras una hora deslizándome por las montañas sobre los esquíes, me sentía sin aliento y bañado en sudor. En mi tiempo libre ayudaba a retirar la nieve. Aquel extraño médico, el doctor Miyata, volvió a acercarse a nuestra mesa durante la cena y nos explicó por qué el dedo corazón era más largo que el índice y por qué en el pie sucedía lo contrario. El guarda, el señor Ômura, volvió a hablarme de la carne de cerdo de Tokio. A Reiko le encantaron los discos con que la obsequié y transcribió algunas melodías para tocarlas con la guitarra.
Naoko estaba mucho más callada que en otoño. Cuando estábamos los tres juntos apenas abría la boca, se limitaba a permanecer sentada en el sofá, sonriendo. Reiko hablaba por ambas.
—No te preocupes —me dijo Naoko—. Ahora estoy en esta fase. Me divierte mucho más escucharos a vosotros que hablar.
En un momento en que Reiko, con algún pretexto, salió de la casa, Naoko y yo nos abrazamos sobre la cama. Besé con dulzura su cuello, sus hombros y sus pechos, y ella, como la vez anterior, me excitó con la mano hasta llegar al orgasmo. Al abrazarla, después de eyacular, le dije que a lo largo de aquellos dos meses no había olvidado el tacto de sus dedos. Y que me había masturbado pensando en ella.
—¿No te has acostado con nadie? —me preguntó.
—No —le dije.
—Entonces acuérdate también de esto.
Se deslizó por la cama, tomó con suavidad mi pene entre los labios, lo introdujo en su cálida boca y empezó a lamerlo. La lisa melena de Naoko me caía sobre el vientre y se mecía al compás del movimiento de sus labios. Eyaculé por segunda vez.
—¿Podrás recordarlo? —me preguntó Naoko.
—Lo recordaré siempre —le dije.
La atraje hacia mi pecho, introduje los dedos bajo sus bragas y le acaricié la vagina, pero estaba seca. Naoko hizo un gesto negativo con la cabeza y me retiró la mano. Permanecimos un momento abrazados en silencio.
—Cuando acabe este curso, pienso dejar la residencia y buscarme un apartamento en alguna parte —le dije—. Ya me he hartado de vivir allí y con mi trabajo de media jornada me alcanzará el dinero. Si quieres, podríamos vivir juntos. ¿Qué te parece? No es la primera vez que te lo propongo.
—Gracias. Estoy muy contenta de que me lo hayas pedido —contestó Naoko—. Éste no es un mal sitio. Es tranquilo, Reiko es una buena persona, pero no me gustaría quedarme aquí para siempre. Se trata de un sitio demasiado especial para permanecer en él demasiado tiempo. Me da la impresión de que, cuanto más tiempo está uno aquí, más le cuesta salir.
Naoko enmudeció y dirigió la mirada al otro lado de la ventana. Fuera no se veía más que nieve. Unas nubes amenazadoras surcaban el cielo, bajas y pesadas; entre el cielo y la tierra cubierta de nieve se abría una estrecha franja.
—Piénsatelo —dije—. En todo caso, yo no me mudaré hasta marzo. Puedes venirte conmigo cuando quieras.
Naoko asintió. La abracé cariñosamente, como si fuera un frágil objeto de cristal. Ella me rodeó el cuello con los brazos. Yo estaba desnudo, ella llevaba unas bragas blancas. Su cuerpo era hermoso. Jamás me hubiera cansado de mirarlo.
—¿Por qué no me humedezco? —susurró Naoko—. Sólo me pasó una vez; aquel día de abril, cuando cumplí veinte años. Aquella noche en que tú me tomaste entre tus brazos. ¿Por qué no puedo? ¿Por qué?
—Es algo psicológico, se solucionará con el paso del tiempo. No hay por qué impacientarse.
—Todos mis problemas son psicológicos —reflexionó Naoko—. Si no logro estar húmeda en toda mi vida, si no puedo hacer el amor en toda mi vida, ¿me seguirás queriendo? ¿Podrás aguantar que te lo haga siempre con la mano y con la boca? ¿O piensas solucionarlo acostándote con otras mujeres?
—Soy una persona optimista —dije.
Naoko se incorporó en la cama, se pasó la camiseta por la cabeza, se puso la camisa de franela y los vaqueros. Yo también me vestí.
—Deja que lo piense —me pidió Naoko—. Y tú también piénsatelo bien.
—Eso haré. Por cierto, me ha gustado mucho tu felación.
Naoko se ruborizó y sonrió.
—Kizuki también me lo decía.
—Ya veo que nuestras opiniones e intereses coinciden. —Me reí.
En la cocina, mesa por medio, hablamos del pasado mientras tomábamos una taza de café. Naoko hablaba cada vez más de Kizuki. Charlaba entrecortadamente, eligiendo las palabras.
Nevó y dejó de nevar, pero el sol no salió un solo instante durante aquellos tres días.
—Creo que podré volver en marzo —le prometí al despedirnos.
Luego la abracé por encima del grueso abrigo y la besé.
—Adiós —se despidió Naoko.
Llegó 1970, un año con resonancias desconocidas que puso un definitivo punto final a mi adolescencia. Y empecé a hollar un lodazal bien distinto. Aprobé los exámenes finales con relativa facilidad. Dado que no tenía otra cosa que hacer, acudía a clase casi todos los días y, por lo tanto, aunque no estudiara demasiado, me resultaba fácil aprobar.
En la residencia hubo problemas. Los activistas de cierto partido ocultaron cascos y barras de hierro en los dormitorios y tuvieron algunas escaramuzas con los integrantes del equipo deportivo, adeptos al director, a resultas de lo cual dos estudiantes resultaron heridos y otros seis fueron expulsados. Las repercusiones del incidente se dejaron notar hasta mucho después, y se sucedieron pequeñas peleas casi a diario. En la residencia reinaba una atmósfera opresiva, y todo el mundo tenía los nervios a flor de piel. Incluso a mí estuvieron a punto de pegarme los del equipo deportivo, pero, gracias a la intervención de Nagasawa, el asunto se solucionó. Aquél era el momento de abandonar la residencia.
En cuanto acabaron los exámenes empecé a buscar piso. Una semana después encontré un lugar adecuado en las afueras de Kichijôji. Las comunicaciones no eran buenas, pero se trataba de una casita muy acogedora. Podía considerarse un verdadero hallazgo. Se hallaba en un rincón apartado de una gran propiedad, como casita del jardinero, y estaba separada de la casa principal por un jardín bastante descuidado. El propietario usaba la fachada principal, y yo, la trasera, lo que me permitiría preservar la privacidad. Contaba con un dormitorio, una cocina pequeña, un baño y un armario más amplio de lo que podía desear. Incluso tenía un porche que daba al jardín. Me lo alquilaron por una cantidad más que razonable bajo la condición de que, si al año siguiente un nieto de los dueños venía a Tokio, yo dejaría la casa. Los dueños, un anciano matrimonio muy agradable, me dijeron que hiciera lo que quisiera, que ellos no me darían problemas.
Nagasawa me ayudó en la mudanza. Alquiló una furgoneta, cargamos allí mis trastos y, tal como me había prometido, me regaló una nevera, un televisor y un termo grande. Me iban a ser muy útiles. Dos días después él también abandonó la residencia para trasladarse al barrio de Mita.
—Watanabe, no creo que nos veamos durante un tiempo. ¡Cuídate! —me dijo al separarnos—. Sin embargo, ya te conté en una ocasión que tengo la sensación de que, dentro de mucho tiempo, volveremos a encontrarnos en un lugar extraño.
—Eso espero.
—Por cierto, ¿recuerdas esa noche en que intercambiamos las chicas? Era mejor la fea.
—Estoy de acuerdo contigo. —Empecé a reírme—. Cuida de Hatsumi. Hay pocas personas tan buenas como ella, y es más vulnerable de lo que parece.
—Sí, ya lo sé —asintió—. Por eso, creo que lo mejor sería que, después de mí, fueras tú quien se hiciera cargo de ella. Apuesto a que os iría muy bien.
—¿Bromeas? —Me quedé atónito.
—Bromeo —concedió Nagasawa—. En fin, que seas feliz. Gracias por todo. Tú también eres bastante cabezota, y creo que saldrás adelante. ¿Puedo darte un consejo?
—Claro.
—No te compadezcas de ti mismo. Eso sólo lo hacen los mediocres.
—Lo tendré en cuenta —dije.
Nos dimos la mano y nos separamos. Él se dirigió hacia su nuevo mundo y yo volví a mi lodazal.
Tres días después de la mudanza le escribí una carta a Naoko. Le describí mi nueva vivienda y le conté lo aliviado que me sentía al haberme zafado de los líos de la residencia y al no tener que aguantar a tantos estúpidos.
«Aquí podré empezar una nueva vida con nuevos ánimos.
»Al otro lado de la ventana se extiende un amplio jardín, el lugar de encuentro de los gatos del vecindario. Cuando no tengo nada que hacer, me tumbo en el porche y los observo. No sé cuántos hay, pero vienen a montones. Se ponen a dormitar al sol. No parece que les guste demasiado mi presencia, pero el otro día les di un trozo de queso seco y algunos se acercaron y comieron medrosamente. Quizás acabemos haciéndonos amigos. Entre ellos hay un macho a rayas con la oreja cortada que me recuerda al director de la residencia. Incluso me hace temer que de un momento a otro vaya a izar la bandera nacional en el jardín.
»Queda más lejos de la universidad, pero, una vez empiece las asignaturas específicas de mi carrera, no tendré clases por las mañanas y no creo que haya problemas. Además, como puedo leer en el tren, tal vez aún salga ganando. Ahora trataré de buscar por aquí cerca un trabajo de media jornada que no sea muy pesado. Y así recuperaré mi vida cotidiana, volveré a darme cuerda todos los días.
»No tengo prisa, pero la primavera es una buena estación para empezar una nueva vida. Me encantaría irme a vivir contigo a partir de abril. Si quieres, podrías volver a la universidad, si todo fuera bien. Y si no quieres que vivamos juntos, puedo buscarte un apartamento por aquí cerca. Lo más importante es que estemos cerca el uno del otro. Por supuesto, no sólo estoy pensando en la primavera. Si tú prefieres el verano, también me parece bien. No hay problema. ¿Me escribirás diciéndome qué opinas sobre todo esto?
»A partir de ahora voy a trabajar más horas para cubrir los gastos del traslado. Irse a vivir solo cuesta mucho dinero. He tenido que comprar cazuelas, vajilla, un poco de todo. Pero en marzo estaré libre y te visitaré sin falta. ¿Me dirás qué días prefieres que vaya? Me ajustaré a tu calendario. Tengo muchas ganas de verte. Espero tu respuesta».
Durante los dos o tres días siguientes compré todos los utensilios domésticos que necesitaba en las tiendas de Kichijôji y empecé a cocinar en casa platos sencillos. En una carpintería, pedí que me cortaran unas maderas y me hice una mesa de trabajo. De momento, decidí comer en casa. Construí unas estanterías, reuní especias y condimentos. Una gatita blanca de unos seis meses se encariñó conmigo y venía a casa a comer. La llamé Gaviota.
Cuando me hube instalado, fui al centro del barrio, encontré trabajo en una empresa de pinturas y durante dos semanas trabajé a jornada completa de ayudante de pintor. Me pagaban decentemente, pero el trabajo era muy duro y el disolvente me provocaba mareos. Al acabar la jornada, cenaba en un restaurante barato, bebía unas cervezas, volvía a casa, jugaba con el gato y me dormía. Transcurrieron dos semanas sin que me llegara una respuesta de Naoko.
Un día, mientras estaba pintando, me acordé de Midori. Hacía casi tres semanas que no me había puesto en contacto con ella; no le había informado siquiera de mi cambio de domicilio. Le había dicho, eso sí, que pensaba mudarme pronto, a lo que ella repuso: «¿De veras?». Eso había sido todo.
Entré en una cabina telefónica y marqué su número. Contestó una chica que debía de ser su hermana y, al decirle mi nombre, me dijo:
—Espera un momento.
Por más que aguardé, Midori no se puso al aparato.
—Midori dice que está muy enfadada y no quiere hablar contigo —me informó su hermana—. Te mudaste sin avisarle. Desapareciste sin decirle siquiera adónde ibas. Ahora ella está furiosa. Y cuando se enfada, no se le pasa así como así. Es igual que un animalito.
—Puedo explicárselo. Por favor, dile que se ponga un momento.
—No quiere escuchar tus explicaciones.
—Entonces, ¿te importa si te lo explico y luego tú se lo cuentas a ella? Me sabe mal pedírtelo, pero…
—¡Ni hablar! —me espetó su hermana—. Esto se lo cuentas tú directamente. Eres un hombre. Asume tus responsabilidades.
¡Qué remedio! Le di las gracias y colgué el auricular. Midori tenía sus motivos para estar enfadada. Al mudarme, había estado tan ocupado en arreglar la casa y en trabajar para costearme los gastos que me había olvidado de ella. Y no sólo de Midori. Ni siquiera había pensado en Naoko. Aquello era muy propio de mí: cuando algo me absorbía perdía de vista el mundo que me rodeaba. Intenté imaginar cómo me hubiera sentido si Midori se hubiera mudado sin decirme nada y hubiera permanecido tres largas semanas sin ponerse en contacto conmigo. Es probable que me hubiese sentido herido. Profundamente herido. Porque, aunque no fuésemos novios, había más intimidad entre nosotros que entre muchas parejas. Al pensarlo, me sentí angustiado. No soporto herir a las personas y encima a alguien a quien quería tanto.
Al volver del trabajo, me senté al escritorio y le escribí una carta. Se lo conté todo con franqueza. Sin excusas ni explicaciones, me disculpé por mi falta de atención y por mi insensibilidad. «Tengo muchas ganas de verte. Quiero enseñarte mi nueva casa. Respóndeme, por favor», le escribí. Le pegué un sello de correo urgente y eché la carta al buzón.
Por más que esperé, no me llegó respuesta.
La primavera empezó de forma extraña. Permanecí todas las vacaciones esperando a que respondieran a mis cartas. No pude ir de viaje, no pude ir a visitar a mis padres, no pude ir a trabajar. Porque no sabía cuándo llegaría la carta de Naoko diciéndome en qué fecha podía ir a visitarla. Durante el día me iba a Kichijôji, entraba en un cine a ver una sesión doble o pasaba horas leyendo en algún jazz café. No veía a nadie, apenas hablaba con nadie. Una vez por semana le escribía a Naoko. En las cartas, jamás mencionaba que estaba esperando su respuesta. No quería presionarla. Le hablaba de mi trabajo como pintor y de Gaviota, de las flores del melocotonero del jardín, de lo amable que era la señora de la tienda de tôfu y de lo malintencionada que era la de la tienda de comida preparada; le contaba lo que cocinaba todos los días. Seguía sin responderme.
Cuando me hartaba de leer y de escuchar música, cuidaba el jardín. Le pedí prestados al dueño un escobón, un rastrillo, una pala y unas tijeras de podar y fui arrancando las malas hierbas, recortando los frondosos arbustos. Poco después el jardín quedó irreconocible. Cuando el dueño vio los frutos de mi trabajo, me invitó a tomar una taza de té. Nos sentamos en el porche de la casa grande, taza en mano, comimos galletas de arroz y charlamos. Me contó que, después de jubilarse, había trabajado durante un tiempo en una compañía de seguros, pero que, dos años atrás, se había retirado definitivamente. Ahora se dedicaba a vivir la vida. Tanto la casa como el terreno eran suyos desde hacía años, todos sus hijos se habían independizado, así que decidió pasar una vejez ociosa. Él y su mujer viajaban con frecuencia.
—Qué bien —comenté.
—No tanto —dijo él—. Los viajes me aburren. Preferiría trabajar.
Me contó que había descuidado el jardín porque había pocos jardineros por la zona, y él, en los últimos tiempos, no podía ocuparse personalmente, ya que se le había agravado una alergia nasal y no podía tocar la hierba. Después me mostró un trastero y me dijo que, aunque con ello no esperaba pagar mi ayuda, me llevara, con toda libertad, los objetos que quisiera; él no los necesitaba. Allí dentro había un poco de todo. Desde un barreño y una piscina para niños hasta bates de béisbol. Descubrí una bicicleta vieja, una mesa de cocina, un par de sillas, un espejo y una guitarra, y se los pedí prestados. Me dijo que los usara todo el tiempo que quisiera.
Invertí un día entero en quitarle el óxido a la bicicleta, ponerle aceite, hincharle los neumáticos, arreglarle el engranaje y cambiarle los cables viejos por otros nuevos que compré en una tienda. Con esto, la bicicleta quedó como nueva. Le quité el polvo a la mesa y la barnicé. Le cambié todas las cuerdas a la guitarra y fijé con cola las partes de la caja que estaban despegadas. También le quité el óxido con un cepillo y le ajusté las clavijas. Aunque no era una buena guitarra, fui capaz de afinarla. Pensándolo bien, no había tenido ninguna desde mi época del instituto. Me senté en el porche y fui punteando despacio, de memoria, Up on the Roof de The Drifters, que había aprendido tiempo atrás. Me asombró que aún recordara la mayoría de acordes.
Con la madera que sobró, me hice un buzón, que pinté de rojo, escribí en él mi nombre y lo puse delante de la puerta. Sin embargo, hasta el 3 de abril, la única correspondencia que albergó fue la de la convocatoria para una reunión de antiguos alumnos del instituto que me habían remitido desde la residencia. Aquél era el último sitio adónde me apetecía ir. Porque Kizuki y yo habíamos estado juntos en aquella clase. Arrojé enseguida la misiva a la papelera.
El 4 de abril por la tarde encontré una carta en el buzón, pero era de Reiko. En el remite de la carta constaba su nombre: «Reiko Ishida». Abrí el sobre con cuidado con unas tijeras, y me senté en el porche a leer la carta. Desde el primer instante, tuve el presentimiento de que no contenía buenas noticias; al leerla, supe que estaba en lo cierto.
Reiko se disculpaba por haber tardado tanto tiempo en responder. Naoko había hecho tremendos esfuerzos por contestarme, pero no había sido capaz de hacerlo. Reiko se había ofrecido muchas veces a escribirme en su lugar, diciéndole que no podía demorar tanto la respuesta, pero Naoko repetía que era algo muy personal, que debía ser ella quien me escribiese, y, de este modo, el tiempo había ido pasando. Lamentaba que el retraso pudiera haberme ocasionado molestias, pero tenía que perdonarla.
«Seguro que para ti ha sido muy duro estar todo este tiempo esperando su respuesta, pero este mes también ha sido muy duro para Naoko. Compréndelo. Hablando sin ambages, ahora ella no está bien. Lucha con todas sus fuerzas para mejorar, pero todavía no se aprecian los resultados.
»La primera señal de alarma fue no poder escribir. Esto ocurrió a finales de noviembre o principios de diciembre. Luego empezó a oír voces. Cuando se disponía a escribir, las voces de varias personas se lo impedían. Interferían a la hora de elegir las palabras. Hasta tu segunda visita, los síntomas fueron relativamente leves, y yo, la verdad sea dicha, no me los tomé en serio. Nosotros estamos, hasta cierto punto, aquejados por nuestros propios síntomas de manera cíclica. Pero después de tu regreso los síntomas se agravaron. Ahora tiene dificultades incluso a la hora de mantener una conversación. No sabe elegir las palabras. Y esto la confunde enormemente. La confunde y la asusta. Las alucinaciones auditivas han ido incrementándose.
»Cada día hacemos terapia con un médico. Hablamos de varias cosas (ella, el médico y yo), intentamos esclarecer qué partes de ella se han dañado. Yo propuse incluirte en alguna sesión, si ello fuera posible, y el médico estuvo de acuerdo, pero Naoko se opuso. Éstas fueron sus palabras: “Cuando me vea, quiero que me encuentre con el cuerpo limpio”. He aquí sus razones. Intenté convencerla diciéndole que lo importante era que se recuperara lo antes posible, pero ella no cambió de opinión.
»Creo que ya te lo había explicado antes, pero éste no es un hospital especializado. No es un sanatorio eficaz que cuenta con médicos especialistas; aquí no puede seguirse una terapia intensiva. El objetivo de esta institución es ofrecer un ambiente propicio para que los pacientes puedan tratarse a sí mismos y no incluye un tratamiento médico propiamente dicho. Así que, si el estado de Naoko empeora, tendrán que trasladarla a otro hospital o institución médica. Para mí esto sería muy duro, pero parece inevitable. Por supuesto, aunque fuera así, se trataría de una especie de “viaje de trabajo” temporal y quedaría abierta la posibilidad de su retorno. O, si las cosas fueran bien, tal vez se curaría definitivamente y podría abandonar cualquier hospital. Estoy haciendo todo lo que puedo, y Naoko también. Reza por su recuperación. Y sigue escribiendo como hasta ahora.
»Reiko Ishida
»31 de marzo».
Tras leer la carta, permanecí sentado en el porche contemplando el jardín, que ya había adquirido un aire primaveral. Había un viejo cerezo con las flores casi abiertas. Soplaba un suave viento y la luz confería al paisaje una extraña tonalidad difusa. Poco después Gaviota volvió de alguna parte y, tras estar un rato arañando las tablas del porche, estiró los músculos perezosamente a mi lado y se durmió.
En algo tenía que pensar, pero no sabía cómo empezar. A decir verdad, no me apetecía pensar en nada. Decidí que ya llegaría el momento en que me sentiría impelido a hacerlo y que entonces lograría pensar con calma. Ahora no quería pensar en nada.
Permanecí todo el día apoyado en una columna del porche acariciando a Gaviota y contemplando el jardín. Sentía que todas mis fuerzas me habían abandonado. Avanzó la tarde, llegó el atardecer y pronto las tinieblas azules de la noche cubrieron el jardín. Gaviota se marchó; yo me quedé contemplando las flores del cerezo. En ese crepúsculo de primavera, parecían carne desollada, al rojo vivo. El jardín estaba lleno del olor pesado y dulzón de la carne podrida. Recordé el cuerpo de Naoko. Su hermoso cuerpo yacía en la oscuridad, y de su piel brotaban innumerables tallos, pequeños y verdes, que temblaban y se mecían con el viento. «¿Por qué tiene que estar enfermo un cuerpo tan hermoso?», me pregunté. «¿Por qué no dejan a Naoko en paz?».
Entré en casa y corrí las cortinas, pero, como era de esperar, también las habitaciones olían a primavera, que cubría el mundo entero. Pero a mí, en aquellos momentos, me hacía pensar en la putrefacción. Dentro de aquella casa con las persianas cerradas, sentí un odio profundo hacia la primavera. Odié todo lo que me había traído, odié el dolor sordo que sentía en mi interior. Era la primera vez en mi vida que odiaba algo con tanta intensidad.
Pasé tres días extraños, sintiéndome como si estuviese andando por el fondo del mar. Cuando alguien me hablaba, no entendía lo que me estaba diciendo; cuando yo le hablaba a alguien, éste no me entendía. Como si me envolviera una espesa membrana. Me impedía entrar en contacto con el mundo que me rodeaba. Al mismo tiempo, la gente no podía tocar mi piel. Yo carecía de fuerzas, pero, mientras me protegiera la membrana, no tenían poder alguno sobre mí.
Contemplaba el techo apoyado en la pared; cuando tenía hambre comía cualquier cosa que tuviera a mano, bebía agua y, cuando me invadía la tristeza, bebía whisky y dormía. Sin lavarme, sin afeitarme. Así pasé tres días.
El 6 de abril recibí una carta de Midori. Me decía que el 10 de abril era el día de la matrícula y que podíamos quedar en el patio de la universidad e ir a comer juntos. Escribía:
«He tardado mucho en responderte. Creo que ahora ya estamos empatados y podemos hacer las paces. Te echo mucho de menos».
Leí la carta cuatro veces, pero no logré entender qué quería decir con ella. ¿Qué significado podía tener? Estaba confuso, era incapaz de encontrar la conexión entre una frase y la siguiente. ¿Qué tenía que ver el hecho de quedar con ella el «día de la matrícula» con estar «empatados»? ¿Por qué quería ir a comer conmigo? «Me estoy volviendo loco», pensé. Sentía la cabeza embotada, como las raíces hinchadas por la humedad de una planta que ha crecido en la oscuridad más completa. «No puedo seguir así», pensé en mi aturdimiento. «No puedo seguir así eternamente. Tengo que hacer algo». De repente, recordé las palabras de Nagasawa: «No te compadezcas de ti mismo. Eso sólo lo hacen los mediocres». «¡Bravo, Nagasawa! ¡Qué grande eres!», pensé. Y me levanté después de exhalar un suspiro.
Por primera vez en mucho tiempo hice la colada, me bañé y me afeité, limpié la casa, fui a comprar, cociné una comida decente, comí, di de comer a Gaviota, que estaba hambrienta, no bebí otra cosa más fuerte que la cerveza e hice treinta minutos de gimnasia. Al mirarme en el espejo en el momento de afeitarme, vi lo demacrado que estaba. Aquel rostro de ojos ausentes me resultó extraño.
A la mañana siguiente di un largo paseo en bicicleta y, tras volver a casa y comer, leí de nuevo la carta de Reiko. Intenté pensar qué debía hacer en el futuro. El motivo principal de que la carta de Reiko me hubiese afectado tanto estribaba en que ésta, en un segundo, había echado por tierra mis esperanzas más optimistas, mi fe en que Naoko podía recuperarse. La propia Naoko, hablando de su enfermedad, me había dicho que tenía unas raíces muy profundas; Reiko, a su vez, había reconocido que no sabía qué iba a ocurrir. Sin embargo, a pesar de ello, yo había ido a ver a Naoko dos veces, me había dado la impresión de que estaba mejorando y había decidido que el único problema que ella tenía consistía en reunir el coraje suficiente para integrarse en la sociedad. Si ella lo lograra, nosotros dos, uniendo nuestras fuerzas, podríamos salir adelante.
No obstante, el castillo que yo había construido sobre esta frágil hipótesis se había derrumbado al leer la carta de Reiko. Lo único que quedaba ahora era una superficie plana e insensible. Debía replantearme la situación. Tal vez Naoko tardara mucho tiempo en recuperarse. E incluso, suponiendo que lo lograra, saldría muy debilitada del proceso, con menos confianza en sí misma. Yo tenía que adaptarme a las nuevas circunstancias. Era consciente de que la solución a mis problemas no estribaba en fortalecerme a mí mismo, por supuesto, pero, en cualquier caso, lo único que podía hacer era mantener la moral alta. Lo único que podía hacer era esperar con paciencia a que ella se curara.
«¡Eh, Kizuki!», pensé. «A diferencia de ti, he decidido vivir como es debido. Tú debiste de sufrir, pero yo también sufro. De veras. Todo lo que está ocurriendo procede de tu muerte: abandonaste a Naoko a su suerte. Yo, en cambio, jamás podré hacerlo, porque la quiero y soy más fuerte que ella. Y aún seré más fuerte. Maduraré. Me convertiré en un adulto. Debo hacerlo. Hasta ahora había deseado permanecer eternamente en los diecisiete o dieciocho años. Pero ya no lo pretendo. Ya no soy un adolescente. Tengo sentido de la responsabilidad. Kizuki, ya no soy el que estaba contigo. He cumplido veinte años. Y debo pagar un precio por seguir viviendo».
—Watanabe, ¿qué te ha sucedido? —me preguntó Midori—. Estás en los huesos…
—¿Tú crees? —dije.
—¿No será que follas demasiado con tu amante casada?
Sonreí y negué con un gesto de la cabeza.
—Desde principios de octubre pasado no me he acostado con nadie —afirmé.
Midori soltó un silbido.
—¿Llevas más de medio año sin hacerlo?
—Sí.
—¿Por qué has adelgazado tanto?
—Me he convertido en un adulto —afirmé.
Midori me puso sus manos en los hombros y me miró fijamente a los ojos. Luego hizo una mueca y volvió a sonreír.
—Sí, es cierto. Te noto distinto. Has cambiado.
—Me he hecho mayor.
—Eres increíble. ¡Mira que pensar así! —Midori parecía admirada—. Comamos algo. Estoy hambrienta.
Decidimos ir a un pequeño restaurante que estaba detrás de la facultad de literatura. Pedimos el menú del día.
—Watanabe, ¿estás enfadado conmigo? —me preguntó.
—¿Por qué?
—Porque, como revancha, no respondí a tu carta. ¿Crees que no hice bien? Tú te habías disculpado como es debido.
—Fui yo quien se portó mal. No puedo quejarme.
—Mi hermana dice que no está bien actuar así. Según ella, es demasiado rencoroso, demasiado infantil.
—Pero tú te quedaste tranquila con tu revancha.
—Exacto.
—Entonces, ¿qué problema hay?
—¡Eres muy generoso! —exclamó Midori—. Watanabe, ¿de verdad llevas medio año sin tener relaciones sexuales?
—Exacto.
—La vez que me abrazaste en la cama debías de tener muchas ganas de hacerlo.
—Tal vez.
—Pero no lo hiciste.
—Porque tú eres ahora mi mejor amiga y no quiero perderte —dije.
—Aquel día, si tú me hubieses acosado, no me hubiera negado. Me faltaban fuerzas para ello.
—La tengo tan grande y tan dura… —bromeé.
Ella sonrió y me acarició cariñosamente la muñeca.
—Ya hacía algún tiempo que había decidido confiar en ti al cien por cien. Así que aquel día me dormí con toda tranquilidad. Sabía que contigo no podía sucederme nada malo, que podía estar tranquila. Y dormí como una bendita, ¿no?
—Pues sí.
—Si tú me hubieras dicho «Oye, Midori, acuéstate conmigo y verás como todo se arregla», quizá lo hubiera hecho. Y no creas que, con eso, estoy intentando seducirte o excitarte. Sólo trato de expresarte lo que siento.
—Lo sé —le dije.
Durante la comida nos mostramos nuestras matrículas y descubrimos que iríamos a dos clases juntos. Es decir, la vería dos veces por semana. Luego me contó cosas de su vida. Tanto a ella como a su hermana, al principio les costó acostumbrarse a vivir en el apartamento. Porque aquella vida, me contó Midori, comparada con la que habían llevado hasta entonces, era demasiado cómoda. Estaban habituadas a correr todo el día de acá para allá, cuidando a enfermos y ayudando en la tienda.
—Últimamente, ya nos hemos hecho a la idea de que ésta va a ser nuestra vida. No tendremos que privarnos de nada por nadie y podremos movernos con toda libertad. Pero esta idea, a nosotras, nos inquietaba. Nos sentíamos como si estuviéramos flotando a dos o tres centímetros del suelo. No sé, nos daba la impresión de que era mentira, de que una vida tan fácil no podía ser real. Y las dos estábamos tensas, esperando que la situación cambiara de un momento a otro.
—¡Las hermanas sufridoras! —Me reí.
—Hasta ahora, todo ha sido tan cruel… —continuó Midori—. Pero de aquí en adelante vamos a recuperar el tiempo perdido.
—Conociéndote, seguro que lo lograréis —comenté—. ¿Qué hace ahora tu hermana?
—Una amiga suya acaba de abrir una tienda de accesorios en Omotesandô, y ella la ayuda tres veces por semana. Además, aprende cocina, sale con su novio, va al cine, hace el vago. Disfruta de la vida.
Midori me preguntó por mi nueva vida y yo le hablé de la distribución de las habitaciones, de lo amplio que era el jardín, de Gaviota, mi gata, y de mi casero.
—¿Te diviertes? —me preguntó.
—No lo paso mal —dije.
—Pues a mí no me lo parece, la verdad.
—Pese a estar en primavera…
—Pese a llevar este precioso jersey que te ha hecho tu novia.
Sorprendido, miré el jersey morado que llevaba puesto.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Eran simples suposiciones, hombre! —Midori se sorprendió—. No estás bien, ¿me equivoco?
—Al menos intento animarme.
—Piensa que la vida es como una caja de galletas.
Negué varias veces con un gesto de la cabeza y me quedé mirándola.
—Quizá sea un poco tonto, pero a veces no te entiendo.
—En una caja de galletas hay muchas clases distintas de galletas. Algunas te gustan y otras no. Al principio te comes las que te gustan, y al final sólo quedan las que no te gustan. Pues yo, cuando lo estoy pasando mal, siempre pienso: «Tengo que acabar con esto cuanto antes y ya vendrán tiempos mejores. Porque la vida es como una caja de galletas».
—Eso es filosofía.
—Pero es cierto. Yo lo he aprendido de manera empírica —dijo Midori.
Mientras tomábamos una taza de café, entraron en la cafetería dos chicas, al parecer compañeras de clase de Midori, y las tres se mostraron las matrículas y estuvieron un rato charlando de todo lo imaginable: de las notas que habían sacado el día anterior en alemán, de que habían oído que una de ellas se había hecho daño, de lo bonitos que eran los zapatos de la otra, de dónde los había comprado… Yo escuchaba distraído aquella cháchara que parecía llegarme del otro extremo del planeta. Tomaba sorbos de café y miraba al otro lado del ventanal. Veía el habitual panorama de la universidad en primavera. El cielo velado por una ligera bruma, los cerezos en flor, unos estudiantes a todas luces novatos andando con libros nuevos bajo el brazo… Mientras contemplaba este paisaje, volví a quedarme absorto. Pensé en Naoko, que tampoco aquel año podría volver a la universidad. En la repisa del ventanal había un pequeño jarrón con anémonas.
Cuando las dos chicas se fueron a su mesa tras un «Hasta luego», Midori y yo abandonamos el local y paseamos por el barrio. Recorrimos las librerías de viejo y compramos varios libros, entramos en otra cafetería y tomamos otra taza de café, jugamos a la máquina del millón en un salón recreativo, nos sentamos en el parque y charlamos. En general, ella era la que hablaba; yo me limitaba a asentir. Midori me dijo que estaba sedienta y fui a una pastelería del barrio a comprar dos Coca-Colas. Mientras tanto, ella garabateó algo con un bolígrafo en un bloc. Al preguntarle de qué se trataba, me respondió que no era nada importante.
A las tres y media me dijo que tenía que irse, que había quedado con su hermana en Ginza. Los dos caminamos hasta la estación del metro y allí nos despedimos. En el instante de separarnos, ella me introdujo una hoja de papel doblada en cuatro en el bolsillo del abrigo. Me dijo que la leyera al regresar a casa. La leí en el tren.
«Te estoy escribiendo esta carta aprovechando que has ido a comprar unas Coca-Colas. Es la primera vez en mi vida que le escribo una carta a alguien que está sentado en un banco a mi lado. Pero es la única manera que he encontrado para comunicarme contigo. Porque apenas escuchas lo que digo, ¿no es cierto?
»Hoy me has hecho algo terrible. No te has dado cuenta siquiera de que me he cambiado el peinado, ¿verdad? Después del tiempo que he tardado en dejarme crecer el pelo, a finales de la semana pasada por fin logré hacerme un peinado más o menos femenino. Pero tú no te has dado cuenta. Y yo que pensaba que estaba bastante mona y que, después de estar tanto tiempo sin vernos, te sorprenderías…, pero no te has fijado. Esto es el colmo, ¿no crees? Quizá no recuerdes qué ropa llevaba puesta. Yo soy una chica. Por más cosas que tengas en la cabeza, ¡podrías prestarme un poco más de atención! Hubiera bastado con una frase del estilo: “Te sienta bien este peinado”. Te hubiera perdonado que fueras a la tuya, que pensaras en qué sé yo.
»Por esto, te he dicho una mentira. No es cierto que haya quedado con mi hermana en Ginza. Hoy pensaba pasar la noche en tu casa. Dentro del bolso llevo el pijama y el cepillo de dientes. ¡Ja, ja, ja! Parezco idiota. Si no me has invitado… En fin, te importo un rábano y, por lo visto, quieres estar solo, así que te dejaré en paz. Quémate las cejas pensando en lo que te dé la gana.
»No creas que estoy enfadada contigo. Sólo estoy triste. Porque tú has sido muy amable conmigo y, a cambio, no he sabido ayudarte. Tú siempre estás encerrado en tu propio mundo y, cuando llamo a la puerta, “toc, toc”, te limitas a levantar la cabeza antes de volver a encerrarte.
»Ahora te acercas con las Coca-Colas. Parece que tienes la cabeza en las nubes. He deseado que tropezaras, pero no te has caído. Ahora acabas de sentarte a mi lado, te estás bebiendo la Coca-Cola a sorbos. Deseaba que al volver hubieras caído en la cuenta y al fin me dijeras: “¡Anda, pero si te has cambiado de peinado!”. Pero no ha habido suerte. Si te hubieras fijado, hubiera roto esta carta y hubiera dicho: “Vámonos a tu casa. Te haré una buena cena. Y luego nos iremos a la cama los dos muy juntitos”. Pero eres tan insensible como una plancha de hierro.
»Adiós.
»P. D. A partir de ahora, aunque me veas en clase, haz el favor de no dirigirme la palabra».
La llamé por teléfono desde la estación de Kichijôji, pero no respondió nadie. Como no tenía nada que hacer, recorrí el barrio buscando algún trabajo que pudiera compaginar con las clases de la universidad. Los sábados y domingos tenía el día libre; los lunes, miércoles y jueves podía trabajar a partir de las cinco de la tarde. Sin embargo, no me fue fácil encontrar un trabajo que se adecuara a mi agenda. Desistí y regresé a casa, y cuando fui a hacer la compra para la cena, volví a telefonear a Midori. Se puso su hermana y me dijo que Midori todavía no había vuelto y que no sabía cuándo regresaría. Le di las gracias y colgué el auricular.
Después de cenar me dispuse a escribirle una carta, pero, tras intentarlo varias veces sin éxito, acabé escribiendo a Naoko.
Le conté que había llegado la primavera y que, con ella, empezaba un nuevo curso. Le dije lo mucho que la echaba de menos y que hubiera querido verla y hablar con ella. Pero había decidido ser fuerte. Éste era el único camino que se abría ante mí.
«Además, tal vez sea un problema mío y a ti te dé lo mismo, pero ya no me acuesto con nadie. Porque no quiero olvidar el tacto de tu piel. Para mí, aquellos instantes son mucho más preciosos de lo que puedas imaginarte. Siempre pienso en ellos».
Metí la carta en el sobre, le pegué un sello, me senté a la mesa y permanecí un rato con la mirada clavada en ella. La carta era mucho más breve que de costumbre, pero me dio la impresión de que, de este modo, lograría transmitirle mejor mis sentimientos a Naoko. Me serví unos tres centímetros de whisky, que bebí de dos tragos, y me dormí.
Al día siguiente encontré un trabajo para los sábados y domingos, cerca de la estación de Kichijôji. Era un trabajo de camarero en un restaurante italiano y el sueldo no era nada del otro mundo, pero el almuerzo y los desplazamientos estaban incluidos. Los lunes, miércoles y jueves, sustituiría a los camareros del turno de noche que libraban —cosa que sucedía con frecuencia—. El encargado me prometió que pasados los tres primeros meses me subiría el sueldo y que podía empezar a trabajar el sábado de la semana siguiente. Aquel hombre parecía mucho más honesto y cabal que el estúpido encargado de la tienda de discos.
Cuando telefoneé al apartamento de Midori, volvió a ponerse su hermana, y esta vez me dijo que Midori no había aparecido desde el día anterior y me preguntó si yo tenía idea de dónde podía estar. Lo único que yo sabía era que llevaba un pijama y un cepillo de dientes en el bolso.
La vi en la clase del miércoles. Vestía un jersey del color de la artemisa y las gafas oscuras que solía llevar en verano. Estaba sentada en la última fila, hablando con una chica bajita con gafas que había visto antes. Me acerqué y le dije que, después de la clase, quería hablar con ella. La chica de las gafas me miró y a continuación la miró a ella. Efectivamente, el peinado de Midori era mucho más femenino que tiempo atrás.
—He quedado. —Negó con la cabeza.
—No te entretendré mucho. Sólo serán cinco minutos —dije.
Midori se quitó las gafas y entornó los ojos. Parecía estar mirando una casa en ruinas a cien metros de distancia.
—No quiero hablar contigo. Lo siento.
La chica de las gafas me miró como diciendo: «No quiere hablar contigo. Lo siente».
Me senté en el extremo derecho de la primera fila, atendí las explicaciones del profesor (generalidades sobre la obra de Tennessee Williams y su importancia en la literatura americana) y, una vez terminó la clase, conté despacio hasta tres y me volví hacia atrás. Pero Midori ya había desaparecido.
Sin duda, abril es el peor mes para estar solo. En abril, a mi alrededor todo el mundo parecía feliz. La gente se quitaba los abrigos y charlaba en los rincones soleados, jugaba con la pelota, se enamoraba. Yo estaba completamente solo. Naoko, Midori, Nagasawa: todos se habían alejado de mí. No tenía a quien decirle «Buenos días» u «Hola». Incluso echaba de menos a Tropa-de-Asalto. Pasé el mes de abril en esta triste soledad. Intenté hablar con Midori varias veces, pero la respuesta fue siempre la misma: «Ahora no quiero hablar contigo», y, por el tono de su voz, comprendí que lo decía en serio. Casi siempre la encontraba con la chica de las gafas o, si no, con un chico alto con el pelo corto. El chico tenía las piernas muy largas y llevaba siempre botas blancas de baloncesto.
Cuando terminó abril llegó el mes de mayo; mayo fue mucho peor que abril. En mayo, en plena primavera, ya no pude evitar sentir cómo se estremecía y temblaba mi corazón. Solía ocurrirme al atardecer. En la pálida oscuridad, impregnada del suave aroma de las magnolias, mi corazón, sin previo aviso, empezaba a henchirse, a estremecerse, a temblar, atravesado por un pinchazo. En estos momentos, cerraba los ojos y apretaba los dientes con fuerza. Y esperaba a que pasara. Poco a poco, despacio, este dolor se alejaba, dejando tras de sí un dolor sordo.
Cuando esto sucedía escribía a Naoko. Le hablaba de cosas maravillosas, placenteras, hermosas. Del olor de la hierba, del agradable aire de primavera, de la luz de la luna, de las películas que había visto, de las canciones que me gustaban, de los libros que me habían emocionado. Y, al releer estas cartas, me sentía reconfortado. Creía que vivía en un mundo maravilloso. Escribí muchas cartas como ésta. Naoko y Reiko jamás respondieron.
En el restaurante donde trabajaba conocí a un chico de mi edad llamado Itô. Era un chico tranquilo y callado, estudiaba pintura al óleo en la facultad de bellas artes. Pasó bastante tiempo antes de que empezáramos a hablar, pero a partir de cierto día adoptamos la costumbre de ir, después del trabajo, a un bar del barrio a tomar una cerveza y charlar. A él también le gustaba leer y escuchar música; nuestra conversación giraba alrededor de estos dos temas. Era un chico delgado y alto, con el pelo más corto y el aspecto más pulcro de lo que en aquella época solían tener los estudiantes de bellas artes. No era muy comunicativo, pero tenía las ideas y los gustos muy claros. Le gustaban las novelas francesas, leía a Georges Bataille y a Boris Vian; solía escuchar a Mozart y a Ravel. Al igual que yo, buscaba a un amigo con quien hablar de sus aficiones.
En una ocasión me invitó a su apartamento. Era una casa de una planta, de construcción peculiar, situada detrás del parque de Inokashira, llena de útiles de pintura y de lienzos. Le pedí que me enseñara algún cuadro suyo, pero se negó diciendo que le daba vergüenza. Bebimos el Chivas Regal que había sisado de casa de su padre y asamos pescado seco en un horno de tierra, que comimos escuchando un Concierto para piano y orquesta de Mozart interpretado por Robert Casadesus.
Itô era de Nagasaki, donde había dejado a una novia. Me dijo que se acostaba con ella cada vez que volvía a su casa. Pero que últimamente las cosas no iban demasiado bien entre ellos.
—Ya sabes cómo son las chicas —me comentó—. Cuando cumplen veinte o veintiún años, de repente empiezan a pensar de una manera muy concreta. Se vuelven realistas. Todo lo que antes tenían de adorable empieza a parecerte vulgar y deprimente. Mi novia, después de hacerlo, me pregunta a qué quiero dedicarme cuando termine la universidad.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté a mi vez.
Con un trozo de pescado en la boca, sacudió la cabeza.
—¿Qué crees que puedo hacer? Los pintores de óleos no tienen nada que hacer. De eso no se come. Entonces mi novia me dice que vuelva a Nagasaki, que trabaje como profesor de arte. Porque ella piensa ser profesora de inglés… ¡Ostras!
—Tu novia ya no te gusta demasiado, ¿verdad?
—Supongo que no —admitió Itô—. Además, yo no quiero ser profesor de arte. No quiero acabar mi vida enseñando dibujo a estudiantes de bachillerato, a unos maleducados alborotando como monos.
—¿Y no sería mejor para ambos que te separaras de ella? —dije.
—Tienes razón. Pero no sé cómo decírselo. Me sabe mal. Ella está convencida de que siempre estaremos juntos. No puedo decirle: «Nos separamos. Ya no me gustas».
Bebimos Chivas con hielo y, cuando terminamos el pescado, cortamos pepino y apio a tiras finas, que comimos bañados en miso. Mientras masticaba el pepino, me acordé del padre de Midori, muerto. Y me asaltó un sentimiento de angustia al pensar en lo tediosa que era mi vida desde que había perdido a esa chica. Su existencia había ocupado un gran espacio en mi corazón sin que yo me diera cuenta.
—¿Tienes novia? —me preguntó Itô.
Tras una pausa, le respondí afirmativamente. Sin embargo, en aquel momento una serie de circunstancias impedían que estuviésemos juntos.
—Pero os comprendéis el uno al otro.
—Eso quiero pensar. Es lo único que cabe pensar —bromeé.
Me habló con voz serena de lo maravillosa que era la música de Mozart. Conocía la genialidad de Mozart de la misma manera que los aldeanos conocen los senderos de montaña. Me dijo que a su padre le gustaba Mozart y que él lo escuchaba desde los tres años. Yo no era un entendido en Mozart, pero mientras escuchaba el concierto atendí a las oportunas y apasionadas explicaciones de Itô: «Mira, este pasaje…». O esto otro: «¿Qué te parece éste?». Sentí cómo, por primera vez en mucho tiempo, me invadía un sentimiento de paz.
Contemplamos la luna en cuarto creciente, que flotaba sobre el parque de Inokashira, y tomamos el último sorbo de Chivas. Era delicioso.
Itô me propuso que pasara allí la noche, pero me excusé diciendo que tenía un compromiso, le di las gracias por el whisky y salí de su apartamento antes de las nueve. De regreso a casa, entré en una cabina y telefoneé a Midori. Cosa rara, fue ella quien respondió al otro lado de la línea.
—Ahora no quiero hablar contigo —me dijo.
—Ya lo sé. Me lo has repetido muchas veces. Pero no quiero que nuestra relación acabe de este modo. Eres una de las pocas amigas que tengo y para mí es muy duro no verte. ¿Cuándo podré hablar contigo? Es lo único que quiero saber.
—Seré yo quien te hable. Llegado el momento.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¡Pse! —exclamó. Y colgó.
A mediados de mayo recibí una carta de Reiko.
«Gracias por tus cartas. A Naoko le encantan. Me deja leerlas. ¿No te importa, verdad, que yo también las lea?
»Siento haber estado tanto tiempo sin poder escribirte. A decir verdad, estaba agotada y no había ninguna buena noticia que darte. Naoko no está bien. El otro día su madre vino de Kôbe y hablamos ella, Naoko, un médico especialista y yo. Finalmente, han optado por trasladarla a un hospital especializado donde pueda recibir una terapia intensiva y, a tenor de los resultados, decidir si podrá volver aquí. Naoko dice que preferiría quedarse; si se marcha, la echaré de menos y estaré preocupada por ella, pero la verdad es que cada vez ha sido más difícil tratarla. Normalmente no hay problema, pero de cuando en cuando su estado emocional se vuelve muy inestable y, en esos momentos, no puedo apartar los ojos de ella. Porque no sé nunca lo que puede ocurrir. Tiene unas alucinaciones auditivas muy violentas y se encierra en sí misma.
»Por todo esto, me parece que por ahora lo más conveniente es que ingrese en un centro adecuado y que allí se someta a una terapia. Es triste, pero no hay más remedio. Tal como te dije antes, hay que tener paciencia. Ir desenredando la madeja, hilo a hilo, sin perder la esperanza. Por más negra que esté la situación, el hilo principal existe, sin duda. Cuando uno está rodeado de tinieblas, la única alternativa es permanecer inmóvil hasta que sus ojos se acostumbren a la oscuridad.
»Cuando recibas esta carta, Naoko ya estará en el otro hospital. Siento no habértelo comunicado antes, pero todo ha sucedido muy deprisa. Es un buen hospital. Allí hay buenos médicos. Te anoto la dirección; a partir de ahora, envíale las cartas allí. A mí me irán informando sobre su estado, así que, si hay alguna novedad, ya te la comunicaré. Espero que sean buenas noticias. Para ti también debe de ser muy duro todo esto. ¡Ánimo! Aunque no esté Naoko, escríbeme de vez en cuando.
»Adiós».
Aquella primavera escribí muchas cartas. Una por semana a Naoko, algunas a Reiko, y también a Midori. Las escribía en clase o en casa, sentado a mi mesa de trabajo con Gaviota subida a mi regazo, o las escribía en mis ratos libres, sentado a la mesa del restaurante italiano donde trabajaba. Confiaba en que esa carta evitara que mi vida se rompiera en pedazos. Le escribí a Midori:
«Al no poder hablar contigo, estos meses de abril y mayo han sido muy duros y solitarios para mí. No recuerdo haber vivido jamás una primavera tan amarga. Hubiera preferido tres febreros seguidos. No creo que sirva de nada decírtelo ahora, pero el nuevo peinado te sienta muy bien. Estás muy guapa. Ahora trabajo en un restaurante italiano y el cocinero me ha enseñado a cocinar espaguetis. Me gustaría que los probaras».
Iba a la universidad todos los días, trabajaba en el restaurante italiano dos o tres veces por semana, hablaba con Itô de libros y música, leí varios libros de Boris Vian que él me prestó, escribía cartas, jugaba con Gaviota, cocinaba espaguetis, cuidaba del jardín, me masturbaba pensando en Naoko y veía muchas películas.
A mediados de junio Midori volvió a hablarme. Habíamos estado dos meses sin decirnos nada. Al terminar la clase, se sentó a mi lado y permaneció un rato en silencio con la mejilla apoyada en la palma de su mano. Al otro lado de la ventana llovía. Era la lluvia, vertical, sin viento, propia de la estación de las lluvias, que lo empapaba todo de manera uniforme. Aún después de que los otros estudiantes se hubieran ido, Midori seguía callada e inmóvil. Luego sacó un cigarrillo Marlboro del bolsillo de la chaqueta tejana, se lo llevó a los labios y me entregó una caja de cerillas. Yo encendí una cerilla y le prendí el cigarrillo. Midori, frunciendo los labios, lentamente, me echó una bocanada de humo a la cara.
—¿Te gusta mi peinado?
—Es precioso.
—¿Cuánto? —preguntó Midori.
—Es tan bonito que podría derribar todos los árboles de todos los bosques de la Tierra —le dije.
—¿Lo piensas de veras?
—Sí.
Midori se quedó mirándome a los ojos un momento y me tendió la mano derecha. Yo la presioné. Ella pareció sentir un alivio mayor que el que yo sentía. Tiró la colilla al suelo y se levantó.
—Comamos algo. Estoy hambrienta.
—¿Dónde?
—En el comedor de los grandes almacenes Takashimaya, en Nihonbashi.
—¿Por qué quieres ir tan lejos?
—A veces me apetece ir a esos sitios.
Así que cogimos el metro y fuimos hasta Nihonbashi. Dado que había estado lloviendo durante toda la mañana, los grandes almacenes estaban casi desiertos. Dentro olía a tierra mojada. Nos dirigimos al comedor del sótano y, tras estudiar atentamente la comida expuesta en el escaparate, nos decidimos por un maku no uchi-bentô[26]. Pese a ser la hora del almuerzo, el comedor no estaba lleno.
—Hace tiempo que no comía en unos grandes almacenes —comenté tomando un sorbo de té verde en una de esas tazas blancas y lisas que sólo se encuentran en estos comedores.
—A mí me gusta —dijo Midori—. Me da la sensación de estar haciendo algo especial. Quizá sea porque, de niña, mis padres apenas me traían.
—A mí me da la impresión de que siempre debía de estar metido en sitios así. Porque a mi madre le encantaban los grandes almacenes.
—¡Qué suerte!
—Qué quieres que te diga. A mí no me gustan demasiado.
—No, no es eso. Tuviste suerte de que se ocuparan tanto de ti.
—Soy hijo único —dije.
—Yo, de niña, pensaba que cuando fuera mayor iría sola a los grandes almacenes y comería hasta hartarme todas las cosas que me gustaran. Es patético: estar comiendo a dos carrillos tú sola en un lugar así. No es muy divertido. Tampoco puede decirse que la comida sea deliciosa. Son restaurantes tan grandes y siempre están tan llenos… Y hay ruido. Además, el aire está cargado. Con todo, a veces me entran ganas de pasarme por aquí.
—Durante estos dos meses me he sentido muy solo —tercié.
—Sí, ya me lo decías en tu carta —añadió Midori con voz átona—. En fin, será mejor que comamos. En este momento es lo único en que puedo pensar.
Terminamos toda la comida que nos sirvieron dentro de las cajas lacadas con forma semicircular, tomamos la sopa y bebimos una taza de té verde. Midori encendió un cigarrillo. Después, sin mediar palabra, se puso en pie y agarró el paraguas. Yo hice lo propio.
—¿Adónde vamos? —le pregunté.
—Hemos almorzado en el restaurante de unos grandes almacenes. El siguiente paso es ir a la azotea —dijo Midori.
En la azotea, bañada por la lluvia, no había nadie. No se veía a ningún dependiente en la sección de artículos para animales de compañía, y tanto los quioscos como las taquillas de las atracciones para niños tenían el cierre echado. Con el paraguas abierto, paseamos entre los caballos de madera, mojados, las tumbonas y las casetas. Me sorprendió comprobar que en pleno centro de Tokio existiera un lugar tan desierto y desolado como aquél. Midori quería mirar por el telescopio, así que metí una moneda en la ranura y sostuve su paraguas mientras ella miraba.
En un rincón de la azotea había un área de juegos cubierta, donde se alineaban un montón de artilugios mecánicos para los niños. Midori y yo nos sentamos, uno al lado del otro, en una especie de plataforma y nos quedamos contemplando la lluvia.
—Háblame —me rogó Midori—. Querías decirme algo, ¿verdad?
—No pretendo justificarme, pero aquel día estaba exhausto, aturdido —dije—. No percibía bien las cosas. Sin embargo, al dejar de verte, lo he comprendido. Hasta ahora, he tirado hacia delante porque tú estabas a mi lado. Sin ti me siento desesperado, solo.
—No lo sabes… No sabes lo desesperada y sola que me he sentido sin ti durante estos dos meses.
—No, no lo sabía. —Me sorprendió—. Creía que estabas enfadada y que no querías volver a verme.
—¿Serás estúpido…? ¿Cómo podía no querer volver a verte? Te dije que me gustabas, ¿no es cierto? Cuando me gusta alguien, no deja de gustarme así como así. ¿Ni siquiera sabes eso?
—Lo sabía, pero…
—Si me enfadé fue por lo siguiente. Y mira que estaba tan furiosa que te hubiera dado cien patadas. Hacía tanto que no nos veíamos, y tú, con la cabeza en las nubes, pensabas en la otra chica, sin mirarme ni un instante. Tenía todo el derecho de enfadarme. Aparte de esto, me dio la impresión de que me iría bien estar un tiempo separada de ti. Para aclarar las cosas.
—¿Qué cosas?
—Nuestra relación. En fin, yo cada vez lo paso mejor contigo. Mejor que cuando estoy con mi novio. Y eso, la verdad, no es muy normal, no es un buen síntoma, ¿no crees? Él me gusta, por supuesto. Es un poco egoísta, estrecho de miras, algo facha, pero tiene muchas cosas buenas, y es el primer chico que me ha gustado. Pero tú…, tú eres alguien muy especial. Cuando estoy contigo, siento que nos entendemos. Confío en ti, me gustas, no quiero dejarte escapar. Ese día me marché furiosa, así que le pregunté a él con toda franqueza qué creía que debía hacer. Y me dijo que no te viera más. Y que si volvía a verte, rompiera con él.
—¿Y qué hiciste?
—Rompí con él. Así de simple. —Se llevó un cigarrillo a los labios, lo encendió cubriendo la cerilla con una mano e inhaló una bocanada de humo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —gritó Midori—. ¿Estás mal de la cabeza? Sabes el modo condicional de los verbos ingleses, entiendes las progresiones, puedes leer a Marx… ¿Por qué esto no lo entiendes? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Por qué le haces decir esto a una chica? Rompí con mi novio porque me gustas más que él. Yo hubiera querido enamorarme de un chico más guapo. Pero qué vamos a hacerle… Me he enamorado de ti.
Intenté decir algo, pero se me hizo un nudo en la garganta y no pude articular palabra.
Midori arrojó la colilla en un charco.
—No pongas cara de espanto. Me deprimes. Tranquilo, ya sé que te gusta otra chica; no espero nada del otro mundo. Pero abrázame. Eso sí podrías hacerlo por mí. Durante estos dos meses lo he pasado muy mal.
Nos abrazamos en el fondo de la sala de juegos, bajo el paraguas. Nos estrechamos con fuerza el uno contra el otro; nuestros labios se buscaron. Su pelo y la solapa de su chaqueta tejana olían a lluvia. «¡Qué suave y cálido es el cuerpo de una mujer!», pensé. Percibía el tacto de sus senos contra mi pecho a través de la chaqueta. Me daba la sensación de haber estado mucho tiempo sin haber tenido contacto físico con otro ser humano.
—La última noche en que nos vimos hablé con mi novio. Y rompimos —dijo.
—Midori, me gustas mucho. No quiero que te alejes de mí. Pero es imposible. En este momento estoy atado de pies y manos.
—¿A causa de ella?
Asentí.
—Dime, ¿te has acostado con ella?
—Una vez, hace un año.
—¿Has vuelto a verla?
—Sí, en dos ocasiones. Pero no hemos hecho nada.
—¿Por qué? ¿Ella no te quiere?
—Quién sabe —reconocí—. La situación es muy compleja. Tenemos varios problemas. Todo esto hace mucho tiempo que dura, y yo, la verdad, he acabado por no entender las cosas. Ni las entiendo yo, ni las entiende ella. Lo único que sé es que, como ser humano, siento cierta responsabilidad hacia ella. Y no puedo desvincularme. Al menos así lo siento ahora. Aun en el caso de que ella no me quiera.
—Soy una mujer de carne y hueso. —Midori presionó su mejilla contra mi cuello—. Estoy entre tus brazos y confesándote que te quiero. Haré lo que tú me digas. Soy un poco alocada, pero me tengo por una chica honesta, una buena chica. Soy trabajadora, guapa, tengo los pechos bonitos, sé cocinar, tengo un depósito en fideicomiso en el banco con lo que me dejó mi padre. ¿No te parezco un buen partido? Si no te quedas conmigo, acabaré yéndome a otra parte.
—Necesito tiempo —dije—. Tiempo para pensar, para arreglar las cosas, para decidir qué es lo mejor. Lo siento, pero por ahora eso es lo único que puedo prometerte.
—Pero yo te gusto y no quieres que me aleje de ti, ¿no es cierto?
—Sí.
Midori se separó de mí y me miró a los ojos, sonriendo.
—Te esperaré. Confío en ti —accedió—. Pero cuando me elijas, quiero ser la única. Cuando hagas el amor conmigo, piensa sólo en mí. ¿Entiendes lo que trato de decirte?
—Perfectamente.
—No me hagas daño. Bastante me han herido ya a lo largo de mi vida. No quiero que me hieran nunca más. Quiero ser feliz.
La atraje hacia mí y la besé.
—Suelta este estúpido paraguas y abrázame con fuerza, con los dos brazos —me ordenó Midori.
—Sin paraguas, nos quedaremos empapados.
—¡Qué más da! No importa. Ahora quiero que me abraces sin pensar en nada. He estado aguantando durante dos meses.
Dejé el paraguas a nuestros pies y la abracé con fuerza bajo la lluvia. Nos envolvía un rumor sordo parecido al de los neumáticos de un coche circulando por la autopista. La lluvia seguía cayendo en silencio, incansable, empapándonos el pelo, rodando por nuestras mejillas como lágrimas, tiñendo de oscuro la chaqueta tejana de Midori y mi chaqueta forrada de nailon amarillo.
—¿Vamos bajo cubierto? —dije.
—Ven a casa. No hay nadie. Si no, pillaremos un resfriado.
—Y que lo digas.
—Parece que hemos cruzado un río a nado. —Midori se rió—. ¡Ah! Estoy muy contenta.
Compramos una toalla grande en la sección de ropa del hogar y entramos por turno en los servicios a secarnos el pelo. Luego tomamos el metro y fuimos hasta su apartamento, en Myôgadani. Midori me hizo entrar en la ducha; a continuación se duchó ella. Mientras se secaba la ropa, me prestó un albornoz y ella se puso un polo y una falda. Tomamos una taza de café sentados a la mesa de la cocina.
—Háblame de ti —me pidió Midori.
—¿De qué quieres que te hable?
—No lo sé… Dime cosas que detestes.
—Detesto el pollo, las enfermedades venéreas y los barberos que hablan demasiado.
—¿Y qué más?
—Las noches solitarias de abril y las fundas de los teléfonos móviles con puntillas de encaje.
—¿Y qué más?
Sacudí la cabeza.
—No se me ocurre nada más.
—Mi novio, es decir, mi exnovio, no podía soportar un montón de cosas. Odiaba que yo llevara faldas demasiado cortas, que fumara, que me emborrachara, que dijera groserías, que criticara a sus amigos… Si hay algo de mí que no te guste, dímelo con franqueza. Y si puedo corregirlo, lo haré.
—No hay nada que no me guste. —Negué con la cabeza tras reflexionar unos instantes—. Nada.
—¿De verdad?
—Me gusta la ropa que llevas, me gusta lo que haces, lo que dices, cómo andas, cómo te emborrachas. Todo.
—¿Te gusta como soy?
—No sé cómo cambiarías, así que ya me va bien como eres.
—¿Cuánto te gusto?
—Como para convertir en mantequilla todos los tigres de las junglas del mundo entero.
—¡Ah! —Midori parecía satisfecha—. ¿Me abrazas otra vez?
Nos abrazamos sobre la cama de su dormitorio. Entre las sábanas, oyendo cómo caía la lluvia, unimos nuestros labios y hablamos de todo lo imaginable, desde la formación del universo hasta cómo nos gustaban los huevos duros.
—¿Qué deben de hacer las hormigas los días de lluvia? —preguntó Midori.
—No lo sé —dije—. Tal vez hagan la limpieza del hormiguero u ordenen la despensa. Porque las hormigas son muy trabajadoras.
—Si lo son tanto, ¿por qué no han evolucionado y se han quedado tal como estaban?
—Tal vez su estructura corporal no sea apta para la evolución. En comparación con los monos, por ejemplo.
—Vaya, me sorprendes. Hay un montón de cosas que no sabes —comentó Midori—. Creía que lo sabías todo de este mundo.
—El mundo es muy grande —repuse.
—Las montañas son altas; los océanos, profundos. —Midori metió la mano por debajo del albornoz y me agarró el pene erecto. Contuvo la respiración—. Watanabe, me sabe mal, pero esto no puede ser. Una cosa tan grande y tan dura no me cabe dentro. Imposible.
—¿Bromeas? —Suspiré.
—Sí. —Midori ahogó una risita—. No hay problema. Tranquilo. Creo que me cabe. ¿Puedo mirarlo?
—Haz lo que te plazca —dije.
Ella desapareció bajo las sábanas y estuvo un rato jugueteando con mi pene. Tirando de la piel, sopesando los testículos con la palma de su mano. Luego asomó la cabeza entre las sábanas y tomó aire.
—¡Me encanta! ¡Y no es un cumplido! —exclamó.
—Gracias —agradecí educadamente.
—Pero no quieres hacerlo hasta que tengas las cosas claras.
—No es que no quiera… Me muero de ganas de hacerlo. Pero creo que no debo.
—Eres un cabezota. Yo de ti lo haría, y punto. Y una vez hubiese terminado, pensaría.
—¿Hablas en serio?
—No —susurró Midori—. Yo, en tu lugar, no lo haría. Esto es lo que me gusta de ti. Me gusta mucho, muchísimo.
—¿Cuánto te gusto? —le pregunté.
Pero ella, en vez de responder, pegó su cuerpo al mío, posó sus labios sobre mis pezones y empezó a mover despacio la mano con que me asía el pene. Lo primero que noté fue que Midori y Naoko movían la mano de forma muy distinta. Los movimientos de ambas eran dulces, maravillosos, pero diferentes.
—Watanabe, ¿estás pensando en la otra chica?
—No, no estoy pensando en ella —mentí.
—¿De verdad?
—Sí.
—En momentos así, no pienses en otras mujeres, ¿vale?
—No podría —dije.
—¿Quieres acariciarme los pechos, o ahí abajo? —me preguntó Midori.
—Me encantaría, pero creo que es mejor que no lo haga. Tantos estímulos a la vez son excesivos para mí.
Midori asintió y, entre las sábanas, se quitó las bragas y las puso en la punta de mi pene.
—Puedes echarlo aquí.
—Se te ensuciarán.
—No digas chorradas. Se me saltarán las lágrimas… —Midori puso voz lacrimosa—. Bastará con lavarlas. Así que no te reprimas y suelta todo lo que quieras. Si tanto te preocupa, me regalas unas nuevas. O quizá no quieres porque son mías.
—¡Pero qué dices!
—Córrete. ¡Vamos! ¡Adelante!
Después de eyacular, estuvo estudiando mi semen.
—¡Has sacado mucho! —exclamó admirada.
—¿Demasiado?
—No importa. Está bien así. ¡Serás tonto! Tú echa tanto como quieras. —Midori se rió y me estampó un beso.
Al atardecer se fue de compras por allí cerca y preparó la cena. Sentados a la mesa de la cocina, bebimos cerveza y comimos tempura y arroz con guisantes.
—Watanabe, come mucho y produce montones de semen —dijo Midori—. Luego haré que lo expulses con cariño.
—Gracias.
—Conozco muchas técnicas. Cuando teníamos la tienda, las aprendí leyendo revistas femeninas. Resulta que las mujeres embarazadas no pueden hacerlo, y hay suplementos especiales que enseñan qué deben hacer durante el embarazo para que el marido no se acueste con otras. Hay muchas maneras distintas. ¿No te hace ilusión?
—Sí.
Tras despedirme de Midori, en el tren de vuelta a casa, desplegué la edición vespertina del periódico que había comprado en la estación, pero no me apetecía hojearlo. No comprendí las cuatro líneas que me esforcé en leer. Con la vista clavada en una misteriosa primera página, pensé en qué haría a partir de entonces y de qué modo cambiarían las cosas. Sentía cómo el mundo latía a mi alrededor. Exhalé un profundo suspiro y cerré los ojos. No me arrepentía de ninguno de mis actos de aquel día, y estaba convencido de que, aun suponiendo que hubiese podido volver atrás, no hubiera corregido nada de lo que había sucedido. Hubiera estrechado a Midori entre mis brazos en la azotea bañada por la lluvia, me hubiera quedado empapado y, dentro de su cama, sus dedos me hubieran hecho eyacular. No dudaba lo más mínimo sobre ello. Amaba a Midori y me hacía feliz que ella hubiese vuelto a mi lado. Era probable que juntos saliéramos adelante. Y Midori, tal como me había dicho ella misma, era una mujer de carne y hueso, y su cuerpo cálido se había abandonado entre mis brazos. A duras penas había podido reprimir el violento deseo que me empujaba a desnudarla, a penetrarla y hundirme en su cálido interior. Había sido incapaz de detener aquellos dedos que rodeaban mi pene, una vez había empezado a moverlos lentamente. Lo deseaba yo y ella también lo deseaba; nos amábamos desde hacía tiempo. ¿Quién podía evitarlo? Sí, amaba a Midori. Probablemente, antes ya debía de saberlo. Pero lo había ignorado durante mucho tiempo.
El problema residía en que no podía explicarle a Naoko estas nuevas circunstancias. En otro momento, tal vez lo hubiera probado, pero ahora era imposible decirle que me había enamorado de otra mujer. Aún amaba a Naoko. Por más que aquel amor se hubiera torcido de una manera extraña, yo la amaba todavía, sin duda, y el gran espacio que ella ocupaba en mi corazón permanecía intacto.
Lo único que podía hacer era escribir a Reiko y confesárselo todo con franqueza. Llegué a casa, me senté en el porche y, contemplando el jardín en una noche de lluvia, formulé varias frases dentro de mi cabeza. Después me senté al escritorio y me puse a escribir. «Tener que escribirte esta carta me produce una gran tristeza», empecé. Le hice un somero resumen de cuál había sido mi relación con Midori hasta entonces y le expliqué lo que había surgido aquel día entre nosotros.
«Siempre he amado a Naoko, y la amo todavía. Pero lo que existe entre Midori y yo es algo definitivo. Es una fuerza a la que me cuesta resistirme, y me da la impresión de que seguirá arrastrándome en el futuro. El amor que siento por Naoko es plácido, dulce y transparente, pero mis sentimientos por Midori son de una naturaleza muy distinta. Se levantan y andan, respiran y laten. Me sacuden de los pies a la cabeza. No sé qué hacer. Me siento confuso. No pretendo excusarme, pero, a mi manera, he intentado ser lo más sincero posible y no le he mentido nunca a nadie. Siempre he tenido cuidado de no herir a nadie. No tengo la menor idea de cómo he caído en este laberinto. ¿Qué debo hacer? Tú eres la única persona a quien puedo pedir consejo».
Pegué un sello de correo urgente y envié la carta aquella misma noche.
La respuesta de Reiko llegó cinco días más tarde.
«Primero, las buenas noticias. Naoko está mejorando mucho más deprisa de lo que cabía esperar. Hablé con ella por teléfono y la noté muy lúcida. Quizá pueda volver pronto.
»A continuación, a lo tuyo.
»Creo que no deberías tomarte las cosas tan en serio. Amar a alguien es algo maravilloso y, si este sentimiento es sincero, no tiene por qué arrojar a nadie en un laberinto. Ten más confianza en ti mismo.
»Mi consejo es muy simple. En primer lugar, si Midori te atrae tanto, es lógico que te hayas enamorado de ella. Lo vuestro puede ir bien o puede ir mal. Pero el amor es así. Y cuando te enamoras, lo normal es abandonarte a este amor. Ésta es mi opinión. Creo que ésta puede ser una forma de honestidad.
»En segundo lugar, en cuanto a las relaciones sexuales con ella, disculpa que no quiera entrar en tus intimidades. Habla con Midori y sacad una conclusión que os satisfaga a los dos.
»En tercer lugar, no se lo cuentes a Naoko. Si fuera necesario decirle algo, llegado el momento ya pensaríamos la mejor manera de hacerlo. Pero, por ahora, no le cuentes nada. Déjamelo a mí.
»En cuarto lugar, hasta ahora has ayudado mucho a Naoko. En el futuro, aunque ya no estés enamorado de ella, todavía hay un montón de cosas que puedes hacer por ella. Así que intenta no tomártelo todo tan a pecho. Nosotros (con “nosotros” me refiero a la gente normal y a la que no lo somos tanto), todos nosotros somos seres imperfectos que vivimos en un mundo imperfecto. Y no debemos vivir de una manera tan rígida, midiendo la longitud con una regla y los ángulos con un transportador como si la vida fuera un depósito bancario. ¿No te parece?
»Midori me parece una chica fantástica. Leyendo tu carta, he comprendido por qué te sientes atraído por ella. También puedo entender que al mismo tiempo te sientas atraído por Naoko. Esto no es ningún pecado. Cosas así pasan todos los días en este mundo. Es igual que ir en bote por un lago en un día soleado y decir que el cielo es hermoso y que el lago es bello. Deja de atormentarte por esto. Las cosas fluyen hacia donde tienen que fluir, y por más que te esfuerces e intentes hacerlo lo mejor posible, cuando llega el momento de herir a alguien lo hieres. La vida es así. Parece que está aleccionándote, pero ya es hora de que aprendas a vivir de este modo. Constantemente intentas que la vida se adecúe a tu modo de hacer las cosas. Si no quieres acabar en un manicomio, abre tu corazón y abandónate al curso natural de la vida. Incluso una mujer débil e imperfecta como yo piensa lo maravilloso que es vivir. Intenta ser feliz. ¡Adelante!
»Por supuesto, siento mucho que lo vuestro, lo de Naoko y tú, no haya tenido un final feliz. Pero, a fin de cuentas, ¿quién puede decir lo que es mejor? No te reprimas por nadie y, cuando la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz. Puedo decirte por experiencia que estas oportunidades aparecen dos o tres veces en la vida y, si las dejas escapar, te arrepentirás para siempre.
»Cada día toco la guitarra para mí misma. Es un poco aburrido, la verdad. Detesto las oscuras noches de lluvia. Me gustaría tocar alguna vez, comiendo uvas, en una habitación donde estuvierais Naoko y tú.
»Hasta entonces, pues.
»Reiko Ishida
»17 de junio».