7

A la mañana del día siguiente, jueves, tuve clase de educación física. En la piscina hice varios largos de cincuenta metros. Gracias al duro ejercicio, me quedé como nuevo y se me despertó el apetito. Devoré un copioso almuerzo en un establecimiento donde servían menús. Después, cuando me encaminaba a la biblioteca de la facultad de literatura para hacer unas consultas, me encontré a Midori Kobayashi. Iba acompañada de una chica bajita y con gafas. En cuanto me vio, fue a mi encuentro.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A la biblioteca —dije.

—¿Por qué no te vienes a almorzar conmigo?

—Ya he comido hace un rato.

—¿Y por qué no comes otra vez?

Al final, Midori y yo entramos en una cafetería del barrio; Midori se comió un arroz con curry, y yo me tomé una taza de café. Llevaba una camisa blanca de manga larga y un chaleco amarillo de lana con peces bordados, un fino collar de oro y un reloj de Walt Disney. Comió con apetito el arroz con curry y bebió tres vasos de agua.

—Estos días no has estado por aquí, ¿verdad? Te he llamado un montón de veces —comentó Midori.

—¿Querías algo en especial?

—No, nada. Hablar contigo.

—¡Ah! —musité.

—¿Qué coño significa ese «¡Ah!»?

—Nada. Es una expresión —respondí—. Dime, ¿ha habido algún incendio últimamente?

—No. Y mira que aquél fue divertido. Apenas hubo daños y el humo fue muy impactante. Un incendio así está bien.

Dichas estas palabras, volvió a beber agua. Luego suspiró y me miró fijamente.

—Watanabe, ¿qué te ocurre? Pareces atontado. Ni siquiera enfocas al mirar.

—Nada grave. Acabo de volver de viaje y estoy cansado.

—Parece que has visto un fantasma.

—¿Ah, sí?

—¿Esta tarde tienes clase?

—Sí, de alemán y religión.

—¿Y no puedes saltártelas?

—La de alemán, imposible. Hoy tengo examen.

—¿A qué hora terminas?

—A las dos.

—¿Quieres ir a tomar una copa cuando salgas de clase?

—¿A las dos de la tarde? —pregunté.

—No está mal para variar. Tienes mala cara. Tómate una copa conmigo y verás como te animas. Y yo lo mismo. También quiero tomar una copa contigo para ver si me animo. ¿Qué te parece?

—Vayamos de copas, pues. —Solté un suspiro—. Te espero a las dos en el patio de la facultad de literatura.

Después de la clase de alemán, subimos al autobús, fuimos hasta Shinjuku y entramos en un bar llamado DUG, situado en uno de los subterráneos de detrás de la librería Kinokuniya, donde pedimos dos vodkas con tónica.

—Vengo a veces. Aquí no te sientes incómoda bebiendo durante el día.

—¿Tienes por costumbre beber durante el día?

—No, sólo a veces. —Hizo tintinear el hielo del vaso—. A veces, cuando el mundo empieza a angustiarme, me paso por aquí y me tomo un vodka con tónica.

—¿El mundo te parece angustioso?

—A veces —dijo Midori—. Yo también tengo problemas.

—¿Cuáles son tus problemas?

—Mi familia, mi novio, las irregularidades de la regla… muchas cosas.

—¿Tomamos otra copa? —sugerí.

—Hecho.

Levanté la mano, llamé al camarero y le pedí otros dos vodkas con tónica.

—Por cierto, el otro domingo me diste un beso —terció Midori—. He pensado en eso. Me gustó mucho.

—Eso está bien.

—«Eso está bien» —repitió Midori—. Verdaderamente, hablas de una manera extraña.

—Puede ser —dije.

—Dejémoslo así. En fin, en ese momento lo pensé. Me hubiera encantado que aquél fuera el primer beso que me daba un chico. Si pudiera cambiar el curso de mi vida, haría que ése fuera mi primer beso. Sin dudarlo. Y viviría el resto de mi vida pensando: «¿Qué debe de estar haciendo ahora Watanabe, aquel chico que me dio mi primer beso una tarde en el terrado de mi casa? ¿Qué habrá sido de él ahora que ha cumplido cincuenta y ocho años?». ¿No te parece precioso?

—Debe de ser precioso —dije mientras pelaba un pistacho.

—¿Por qué estás ausente? Ya te lo he preguntado antes.

—Quizá porque aún me cuesta volver a la vida cotidiana —concedí tras reflexionar unos instantes—. Me da la impresión de que éste no es el mundo real. La gente, las escenas que me rodean no me parecen reales.

Midori, acodada sobre la barra, me miró de arriba abajo.

—Esto mismo dice una canción de Jim Morrison.

—«People are strange when you are a stranger», o sea, «la gente es extraña cuando tú eres un extraño».

—¡Cierto! —dijo Midori.

—¡Esto es! —exclamé.

—Me gustaría que me acompañaras a Uruguay. —Midori seguía acodada sobre la barra—. Dejándolo todo: la novia, la familia, la universidad…

—No estaría mal. —Me reí.

—¿No te encantaría dejarlo todo y marcharte a un lugar donde nadie te conociera? A mí, a veces me dan ganas de hacerlo. Unas ganas locas. Así que, si de pronto se te ocurre llevarme lejos, te pariré un montón de bebés fuertes como toros. Y viviremos todos tan felices… Revolcándonos por el suelo.

Volví a reírme y apuré mi segundo vaso de vodka con tónica.

—Aún no tienes ganas de tener bebés fuertes como toros, ¿es eso? —me preguntó Midori.

—No, mujer, tengo curiosidad. Me gustaría saber qué se siente —dije.

—Tranquilo. Si no te apetece, no pasa nada. —Ahora Midori comía pistachos—. Total, estoy bebiendo a primera hora de la tarde y diciendo lo primero que se me pasa por la cabeza. Te insto a que lo dejes todo y te vayas a Uruguay, nada menos. Si allí no hay más que cagajones de burro…

—Tal vez.

—Cagajones por todas partes. Una mierda si estás aquí, una mierda si vas allá. El mundo entero es una mierda. Toma, te doy éste, que está duro. —Midori me dio un pistacho que costaba pelar. Le quité la cáscara con esfuerzo—. Pero el domingo pasado me relajé muchísimo. Los dos en el terrado mirando el incendio, bebiendo y cantando. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me presionan por todas partes. En cuanto asomo la cabeza, me dicen esto y lo otro. Al menos, tú no me fuerzas a nada.

—No te conozco lo suficiente.

—¿Quieres decir que, si me conocieras mejor, tú también acabarías presionándome como todos los demás?

—Es posible —dije—. En el mundo real todos vivimos presionándonos los unos a los otros.

—Sí, pero no creo que tú lo hicieras. Yo estas cosas las adivino. En cuanto a presionar y a ser presionado, soy una autoridad. Y tú no eres así. Contigo siento que puedo bajar la guardia. ¿Sabes que en este mundo hay montones de personas a quienes les gusta forzar a los demás a hacer esto y lo otro, y que, a su vez, les gusta que las fuercen? Y montan un gran follón con todo esto. Yo te he presionado porque tú me has presionado… Les encanta. Pero a mí no. Yo lo hago porque no me queda otro remedio.

—¿Y a qué cosas fuerzas a los demás? ¿O a qué cosas te fuerzan los demás a ti?

Midori se llevó un cubito de hielo a la boca, que chupó durante un momento.

—¿Quieres conocerme mejor?

—Me gustaría —reconocí.

—Acabo de preguntarte: «¿Quieres conocerme mejor?». ¿No te parece una crueldad responderme como lo has hecho?

—Quiero conocerte mejor, Midori —repetí.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Aunque te den ganas de apartar la mirada?

—¿Tan terrible eres?

—En cierto sentido, sí. —Midori esbozó una mueca—. Quiero otra copa.

Llamé al camarero y le pedí la tercera ronda de vodkas con tónica. Hasta que nos los trajeron, Midori permaneció acodada en la barra con la mejilla sobre la palma de la mano. Yo guardaba silencio escuchando Honeysuckle Rose, de Thelonious Monk. En el bar había cinco o seis clientes, pero éramos los únicos que tomábamos alcohol. El aroma del café confería una atmósfera de tarde familiar en la penumbra de un bar.

—¿Estás libre el próximo domingo? —me preguntó Midori.

—Creía habértelo dicho antes. Los domingos siempre estoy libre. Al menos, hasta las seis, cuando voy a trabajar.

—¿Entonces me acompañarás este domingo?

—Si quieres…

—El domingo por la mañana iré a recogerte a la residencia. Pero no sé la hora exacta. ¿Te importa?

—No —le dije.

—Watanabe, ¿sabes lo que me gustaría hacer ahora?

—Ni me lo imagino.

—Quiero tenderme en una cama grande, muy mullida. Eso en primer lugar —explicó Midori—. Me encuentro a gusto, estoy borracha, a mi alrededor no hay ningún cagajón de mula, tú estás tendido a mi lado. Y entonces empiezas a desnudarme con dulzura. Como una madre desnudaría a su hijo. Suavemente.

—Y… —susurré.

—Yo al principio estoy adormilada, sintiéndome en la gloria, pero, de pronto, recobro el sentido y grito: «¡No, Watanabe! Me gustas, pero salgo con un chico y no puedo hacerlo. Yo soy muy estricta en estas cosas. ¡Basta! ¡Por favor!». Pero tú no te detienes.

—Yo me detendría.

—Lo sé. Pero esto es una fantasía —dijo Midori—. Y me enseñas tu cosita. Allí, enhiesta. Yo bajo enseguida la mirada, claro. Pero la veo de refilón y digo: «¡No, por favor! ¡No puedes meterme una cosa tan grande y tan dura!».

—No la tengo grande. La tengo normal.

—Eso no importa. Es una fantasía. De pronto, pones una cara triste. Y yo me compadezco de ti y te consuelo: «¡Pobre! ¡Pobrecillo! ¡Venga! ¡No pasa nada!».

—¿Y eso es lo que te gustaría hacer ahora?

—Sí.

—¡Vaya! —exclamé.

Salimos del bar DUG después de tomarnos cinco vodkas con tónica cada uno. Cuando me disponía a pagar, Midori me dio un golpecito en la mano, sacó de su cartera un billete de diez mil yenes sin una arruga y pagó la cuenta.

—Invito yo. No te preocupes. He cobrado uno de los trabajos que hago a tiempo parcial. Ahora bien, si eres un fascista a quien no le gusta que lo invite una mujer, la cosa cambia.

—No lo soy.

—¿A pesar de que no te he dejado metérmela?

—Porque es tan grande y está tan dura…

—Exacto —dijo Midori—. Porque es tan grande y está tan dura…

Midori estaba ebria y resbaló cuando bajaba por la escalera. Estuvimos a punto de caer los dos escaleras abajo. Al salir del bar, vimos que las nubes que cubrían el cielo habían desaparecido y que un sol crepuscular vertía una suave luz sobre las calles por las que Midori y yo vagábamos. Ella me dijo que quería subirse a un árbol, pero, por desgracia, en Shinjuku no había ninguno y a aquella hora el parque ya estaba cerrado.

—¡Lástima! ¡Me encanta subirme a los árboles! —se lamentó ella.

Mientras paseaba con Midori mirando los escaparates de las tiendas, me di cuenta de que el mundo había dejado de parecerme tan irreal como un rato antes.

—Doy gracias por haberte conocido. Tengo la sensación de que me he readaptado al mundo —afirmé.

Midori se detuvo y me miró atentamente.

—Es verdad. Ahora ya enfocas bien la mirada. Chico, ¡te sienta bien salir conmigo!

—Sí.

A las cinco y media Midori dijo que tenía que preparar la cena y que se iba a casa. Yo subí al autobús y volví a la residencia. La acompañé hasta la estación de Shinjuku y allí nos despedimos.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —soltó cuando ya nos separábamos.

—No tengo la menor idea. ¡Quién sabe qué te ronda por la cabeza! —comenté.

—Me gustaría que unos piratas nos hicieran prisioneros, que nos desnudaran y nos ataran con una cuerda.

—¿Y por qué tendrían que hacer algo así?

—Porque serían unos piratas morbosos.

—Me parece que aquí la única morbosa eres tú.

—Nos dicen que dentro de una hora nos arrojarán al mar, así que, mientras tanto, tratemos de pasarlo lo mejor posible, así, tal como estamos. Y nos meten en las bodegas.

—¿Y?

—Lo pasamos estupendamente durante una hora. Revolcándonos y retorciéndonos.

—¿Y eso es lo que te gustaría hacer ahora?

—Sí.

—¡Vaya! —Agité la mano.

El domingo Midori vino a recogerme a la residencia a las nueve y media de la mañana. Yo acababa de despertarme y aún no me había lavado la cara. Alguien aporreó la puerta gritando: «¡Eh, Watanabe! ¡Una mujer!». Al bajar al vestíbulo, vi a Midori vestida con una minifalda tejana increíblemente corta, sentada en una silla con las piernas cruzadas, bostezando. Al pasar, los chicos que iban a desayunar se comían con los ojos las piernas largas y delgadas de Midori. Tenía unas piernas muy bonitas.

—¿He llegado demasiado pronto? —preguntó ella—. ¿Te acabas de levantar?

—Voy a lavarme la cara y a afeitarme. ¿Me esperas unos quince minutos? —le rogué.

—No me importa esperarte, pero, desde hace un rato, no paran de mirarme las piernas.

—Normal, ¿no te parece? Presentándote en una residencia de chicos con una falda tan corta… Vamos, te mirarán todos.

—No hay problema. Hoy llevo unas bragas muy bonitas. De color rosa, con un encaje precioso.

—Peor aún. —Suspiré.

Me lavé la cara y me afeité lo más rápido posible. Luego me puse una camisa azul, una chaqueta de tweed gris por encima, bajé y conduje a Midori a la salida de la residencia. Estaba bañado en un sudor frío.

—¿Todos los chicos que hay aquí se masturban? —Midori alzó la vista hacia la residencia.

—Es probable.

—¿Lo hacen pensando en chicas?

—Supongo que sí —dije—. No creo que haya ningún hombre que se masturbe pensando en el mercado de valores, en la conjugación de los verbos o en el canal de Suez. Imagino que la mayoría lo hace pensando en mujeres.

—¿El canal de Suez?

—Por ejemplo.

—Es decir, piensan en una chica determinada.

—¿Por qué no se lo preguntas a tu novio? —le espeté—. No entiendo a qué viene preguntarme todas estas cosas un domingo por la mañana.

—Es simple curiosidad —contestó Midori—. Además, él se enfadaría muchísimo. Dice que las mujeres no tenemos que preguntar estas cosas.

—Es una manera de pensar muy correcta.

—Pero yo quiero saberlo. ¿Tú, cuando te masturbas, piensas en una chica concreta?

—Yo sí. Ahora bien, no tengo ni idea de lo que hacen los demás —me resigné a responder.

—¿Y has pensado alguna vez en mí? Dime la verdad. No me enfadaré.

—No, nunca, la verdad —le respondí honestamente.

—¿Y por qué no? ¿No me encuentras atractiva?

—No es eso. Eres atractiva, eres guapa, te gusta provocar.

—Entonces, ¿por qué no piensas en mí?

—En primer lugar, porque te veo como una amiga y no puedo involucrarte en mis fantasías sexuales. En segundo lugar…

—Hay otra persona que está presente en tus pensamientos.

—La verdad es que sí —reconocí.

—Eres educado incluso en esto —comentó Midori—. Me gusta esta faceta tuya. Pero, aunque sea una vez, ¿me incluirás a mí en tus fantasías sexuales o en tus obsesiones? Me gustaría aparecer. Te lo pido como amiga. ¡Vamos! Esto a otro no se lo pediría. Esta noche, cuando te masturbes, piensa en mí. No puedo pedírselo a cualquiera. Pero tú eres un amigo. Y luego quiero que me cuentes cómo ha ido.

Lancé un suspiro.

—Pero nada de penetración, ¿eh? Somos amigos. Mientras no haya penetración, puedes hacer lo que quieras. Pensar lo que quieras.

—No sé, la verdad… Nunca lo he hecho con tantas restricciones —dije.

—¿Pensarás en mí?

—Pensaré en ti.

—Escucha, Watanabe. No creas que soy una mujer lasciva, o frustrada, o provocativa. De eso nada. Simplemente, siento una gran curiosidad hacia esas cosas, tengo muchas ganas de saber más. Ya te conté que me había educado en un colegio de niñas. Así que tengo unas ganas locas de saber lo que piensan los hombres, de conocer cómo funciona su cuerpo. Y no el tipo de cosas que salen en las consultas de las revistas femeninas, sino mediante el estudio de un caso concreto.

—¡«El estudio de un caso concreto»! —murmuré desesperado.

—Pero cuando yo quiero saber algo, o hacer esto y lo otro, mi novio se pone de malhumor, o se enfada. «¡Guarra!», me dice. Otras veces me grita que estoy mal de la cabeza. Ni siquiera me deja hacerle una felación. Con lo que a mí me gustaría investigar sobre eso…

—Ya.

—¿Tú odias que te hagan una felación?

—No le tengo ninguna manía en especial.

—¿Te gusta?

—Digamos que sí —dije—. ¿Qué te parece si dejamos ese tema para la próxima vez? Hoy es una mañana de domingo muy agradable y no quiero malgastarla hablando de masturbaciones y felaciones. Charlemos de otra cosa. ¿Tu novio estudia en nuestra universidad?

—No. En otra. Nos conocimos en el instituto. En las actividades del club de estudiantes. Yo iba a un colegio de niñas, y él, a uno de niños. Nos hicimos novios después de salir del instituto. Oye, Watanabe…

—Dime.

—Con una vez es suficiente. Pero piensa en mí, ¿quieres?

—Lo intentaré —contesté resignado.

Fuimos en tren hasta Ochanomizu. Puesto que no había desayunado, al hacer el trasbordo compré un sándwich en un puesto de la estación de Shinjuku. Después tomé una taza de café negro como la tinta. El domingo por la mañana el tren estaba lleno de familias y de parejas que salían de paseo. Un grupo de estudiantes de uniforme y con bates de béisbol en la mano corrían de arriba abajo por el vagón. En el tren había muchas chicas con minifalda, pero ninguna la llevaba tan corta como Midori. Ella de vez en cuando tiraba con fuerza del dobladillo de la falda. Yo me sentía incómodo porque los hombres no apartaban la vista de sus muslos. A ella esto parecía traerla sin cuidado.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —me susurró cuando pasábamos por Ichigaya.

—Ni idea. Pero, te lo ruego, no hablemos de esto dentro del tren. A la gente no le importa.

—¡Lástima! Mira que esta vez es increíble… —se lamentó Midori.

—Por cierto, ¿qué hay en Ochanomizu?

—Tú acompáñame y verás.

Los domingos Ochanomizu se llenaba de estudiantes que iban a hacer pruebas de exámenes o que asistían a cursos en escuelas preparatorias. Midori agarró el asa de su bolso con la mano izquierda, tomó mi brazo con la derecha y se adentró en la multitud de estudiantes.

—Watanabe, ¿puedes explicarme la diferencia entre el condicional simple y el condicional perfecto de los verbos ingleses? —me preguntó de repente.

—Creo que sí —reaccioné.

—Era una simple pregunta. ¿Crees que eso sirve para algo en la vida cotidiana?

—Supongo que no —dije—. Más que servir para algo concreto, es una especie de práctica para aprender a sistematizar las cosas.

Midori estuvo reflexionando un rato con expresión seria.

—¡Qué listo eres! —exclamó—. No había caído en eso. Sólo me había preguntado qué utilidad debían de tener el modo condicional, el cálculo diferencial o los símbolos químicos. Por eso siempre había ignorado esas cosas tan complicadas. Quizás estaba equivocada.

—¿Las has ignorado?

—Sí. He hecho como si no existieran. No sé nada de senos y cosenos.

—¿Y has podido terminar el instituto y entrar en la universidad? —le pregunté sorprendido.

—¡No seas ingenuo! Si tienes intuición, puedes pasar el examen de ingreso a la universidad aunque no tengas ni idea. Y yo tengo mucha intuición. En cuanto me dicen «Elija la respuesta correcta entre las tres siguientes», ya sé qué contestar.

—Yo no tengo tanta intuición como tú y he aprendido a pensar de manera sistemática. Como un cuervo atesorando pedacitos de cristal en el hueco de un árbol.

—¿Y eso sirve para algo?

—Quién sabe —dije—. Hace que ciertas cosas te resulten más fáciles.

—¿Qué cosas?

—Por ejemplo, el pensamiento metafísico, el aprendizaje de las lenguas…

—¿Y eso es útil?

—Depende de para quién. Habrá a quien le sirvan para algo y habrá a quien no le sirvan para nada. Al fin y al cabo, es cuestión de práctica. Que sirva para algo o que no sirva para nada es otro asunto.

—¡No me digas! —exclamó Midori impresionada. Me tiró de la mano y bajamos por una pendiente—. Te explicas muy bien.

—¿Tú crees?

—Sí. Se lo había preguntado a mucha gente antes, si el condicional de los verbos ingleses servía para algo, pero nunca nadie ha sido capaz de explicármelo tan bien como tú. Ni siquiera los profesores de inglés. Cuando les hacía esta pregunta, o se quedaban desconcertados, o se enfadaban, o me tomaban el pelo. Todos. Nadie supo explicármelo. Y pensar que, si alguien me lo hubiera explicado tan bien como tú, quizá me hubiera interesado por el modo condicional…

—Entiendo.

—¿Has leído El capital de Karl Marx? —me preguntó Midori.

—Sí. Como la mayoría de la gente.

—¿Y lo has entendido?

—Algunos pasajes sí, pero otros no. Para poder leer El capital, antes es necesario haber adquirido un sistema de pensamiento. Pero, en general, entiendo el marxismo bastante bien.

—¿Crees que un estudiante de primero de universidad que no haya leído muchos libros de ese estilo puede entenderlo?

—Creo que no —dije.

—Cuando ingresé en la universidad, entré en un club de música folk porque me apetecía cantar. Pero aquel sitio estaba lleno de impostores. Cuando me acuerdo de ellos, se me ponen los pelos de punta. Al entrar allí, lo primero que te hacían leer era El capital. «Para el próximo día, lee de tal a tal página». Según el discursito que nos soltaron, la música folk estaba íntimamente ligada a la sociedad y al movimiento radical. ¡Ya ves tú! En cuanto llegaba a casa, me esforzaba en leer a Marx. Pero no entendía nada. Aquello era peor que el modo condicional. Desistí a la tercera página. En la siguiente reunión dije que lo había leído pero que no había entendido nada. A partir de entonces me trataron de imbécil: que no tenía conciencia de los problemas, que me faltaba conciencia social… No bromeo. Y todo por decir que no entendía un texto. ¿No te parece alucinante?

—Sí.

—Los «debates» también eran terribles. Todos utilizaban palabras complicadas y ponían cara de entenderlo todo. Como no me aclaraba, volví a preguntar: «¿Qué es la explotación imperialista? ¿Tiene alguna relación con la Compañía de las Indias Orientales?». O esto otro: «¡Abajo la comunidad industrial-académica! ¿Significa que al salir de la universidad uno no puede encontrar trabajo en una empresa?». Nadie supo explicármelo. Al contrario, se enfadaron ostensiblemente. ¿Puedes creerlo?

—Sí.

—Me gritaban: «¿Cómo puede ser que no entiendas estas cosas? ¿Qué tienes en la cabeza?». Y ése fue el fin. Quizás yo no soy muy inteligente. Pertenezco al pueblo. Pero ¿no es el pueblo el que hace funcionar el mundo? ¿Acaso no es el pueblo el explotado? ¿Qué revolución es ésa en que se alardea de palabras complicadas que el pueblo no entiende? ¿Qué clase de cambio social es ése? Yo también quiero mejorar el mundo. Pienso que, si alguien está siendo explotado, esto tiene que terminar. Y de ahí vienen mis preguntas. ¿Tengo razón?

—Sí, tienes razón.

—Entonces llegué a la conclusión de que todos aquellos tíos eran unos impostores. Que se sentían felices fanfarroneando con palabras complicadas, que sólo pretendían impresionar a las alumnas de primero y meterles mano bajo las faldas. Y que, al terminar cuarto, se cortarían el pelo, buscarían un empleo en Mitsubishi-Shôji, en Tokyo Broadcasting System, IBM o en el banco Fuji, se casarían con unas bellezas que no hubieran leído a Marx en su vida y les pondrían nombres repelentes a sus hijos, de esos rebuscados. ¿«Abajo la comunidad industrial-académica»? Era para llorar de risa… No te imaginas a los nuevos. Pese a no entender nada, ponían cara de sabelotodo y se reían de mí. Incluso me soltaban: «Eres tonta. Aunque no entiendas nada, tú diles “Sí, sí. ¡Y tanto!”, y ya está». Hay una cosa que aún me molestó más. ¿Quieres que te la cuente?

—Sí.

—Un día nos convocaron a una reunión política a medianoche, y a las chicas nos dijeron que lleváramos veinte onigiri[22] cada una. ¡No bromeo! ¿No te parece una discriminación sexual en toda regla? Pero, en fin, como siempre era el motivo de la discordia, decidí hacer los veinte onigiri sin rechistar. Les metí umeboshi dentro y los envolví con nori. ¿Y sabes qué me dijeron? Que dentro de mis onigiri sólo había umeboshi y que no había traído nada más. Por lo visto, las otras chicas los habían rellenado con salmón o huevas de bacalao y los habían acompañado de tortilla. Me puse tan furiosa que no me salían las palabras. ¿Aquellos tíos que se llenaban la boca hablando de la revolución protestaban por unos onigiri que iban a comerse a medianoche? ¿No era suficiente para ellos unos onigiri con umeboshi dentro y envueltos en nori? ¡Pensad en los niños de la India!

Me reí a mandíbula batiente.

—¿Y qué hiciste con el club de estudiantes?

—Dejé de ir en junio. Ya estaba harta. No aguantaba más —explicó Midori—. La mayoría de chicos en esta universidad son unos idiotas. Viven temblando de miedo de que los demás se den cuenta de que no saben algo. Todos leen los mismos libros, dicen las mismas cosas, todos se emocionan escuchando a John Coltrane y viendo películas de Pasolini. ¿Es esto la revolución?

—Jamás he visto una, así que no puedo decírtelo.

—Si esto es la revolución, yo no la quiero para nada. Me fusilarían por no meter más que umeboshi en los onigiri. Y a ti te fusilarían por entender el modo condicional.

—Es posible —dije.

—Yo eso lo sé muy bien. Porque soy del pueblo. Haya o no revolución, el pueblo seguirá sin contar para nada y tirando para adelante, día a día. ¿Qué es la revolución? No es sólo cambiar el nombre del ayuntamiento. Pero aquellos personajes no tenían ni idea. Ellos fanfarroneaban diciendo tonterías. ¿Has visto alguna vez a un inspector de Hacienda?

—No.

—Yo sí. Muchas veces. Entran tan resueltos en las casas ajenas, dándose importancia: «¿Qué es este libro de contabilidad? Veo que todo está un poco manga por hombro. ¿De verdad cree que esto es un gasto? Enséñeme los recibos. ¡Los recibos!». Nosotros estábamos agazapados en un rincón de la tienda y, al llegar la hora de comer, hacíamos traer sushi.

Mi padre jamás intentó estafar con los impuestos. Él es así. Chapado a la antigua. No obstante, el inspector de Hacienda iba protestando por todo. «Los ingresos son un poco bajos, ¿no le parece?». Los ingresos eran bajos porque ganábamos cuatro perras. Cuando nos decía eso nos sentíamos humillados. Me daban ganas de gritarle: «¡Vete a hacer eso a un sitio donde haya más dinero!». Watanabe, ¿crees que si triunfara la revolución cambiaría la actitud de los inspectores de Hacienda?

—Lo dudo muchísimo.

—Entonces yo no creo en la revolución. Yo sólo creo en el amor.

—¡Di que sí! —grité.

—¡Eso es! —exclamó Midori.

—Por cierto, ¿adónde vamos? —le pregunté.

—Al hospital. Mi padre está ingresado y hoy me toca estar con él.

—¿Tu padre? —Me sorprendió su respuesta—. ¿No estaba en Uruguay?

—Eso era mentira —dijo Midori como si tal cosa—. Él siempre amenazaba con que quería marcharse a Uruguay, pero no puede ir. A duras penas puede salir de Tokio.

—¿Cómo se encuentra?

—Hablando claro, es cuestión de tiempo.

Caminamos un rato en silencio.

—Padece la misma enfermedad que acabó con la vida de mi madre, así que lo sé bien. Tiene un tumor cerebral. Hace dos años que mi madre murió de eso. Y ahora mi padre tiene un tumor.

El interior del hospital universitario, pese a ser domingo, estaba atestado de visitas y de enfermos con sintomatología leve. Flotaba un inconfundible olor a hospital. Una mezcla de olor a desinfectante, a ramos de flores, orina y ropa de cama lo cubría todo, y las enfermeras iban de acá para allá con un seco ruido de pasos.

El padre de Midori yacía en la cama más cercana a la puerta de una habitación doble. Su figura acostada hacía pensar en un pequeño animal mortalmente herido. Permanecía inmóvil y de lado con el brazo izquierdo colgando y con la aguja del gota a gota clavada. Era un hombre pequeño y delgado, y al mirarlo daba la impresión de que iba a adelgazarse más aún, de que iba a empequeñecerse. Un vendaje blanco le envolvía la cabeza, y tenía los brazos llenos de los pinchazos de las inyecciones y de la aguja del gota a gota. Tenía la mirada fija en algún punto del espacio hasta que, al entrar, movió sus ojos inyectados en sangre y me miró. Los mantuvo fijos en mí unos diez segundos, luego volvió a dirigir su mirada hacia algún punto del espacio.

Cuando le miré a los ojos comprendí que aquel hombre moriría pronto. En su cuerpo apenas quedaba un hálito de vida. Lo único que había era un débil, apenas perceptible, vestigio de vida. Igual que una vieja casa desvalijada que espera a ser derruida. Alrededor de los labios resecos le crecía una barba rala con pelos parecidos a hierbajos. Me admiró ver que, en aquel hombre que había perdido toda la vitalidad, sólo la barba seguía creciendo vigorosamente.

Midori saludó a un hombre gordo de mediana edad que dormía en la cama de al lado. Éste, incapaz de hablar bien, se limitó a asentir con una sonrisa. Tras toser varias veces, bebió un sorbo del agua que había a la cabecera de la cama y luego, moviéndose con dificultad, se reclinó y clavó la vista al otro lado de la ventana. Fuera no se veían más que postes y cables telefónicos. Nada más. Ni siquiera las nubes surcando el cielo.

—¿Qué tal, papá? ¿Estás bien? —Midori saludó a su padre susurrándole al oído. Su manera de hablar era la misma que si estuviera probando un micrófono—. ¿Cómo te encuentras hoy?

El padre movió los labios con dificultad. Dijo:

—Mal.

Más que hablar, expulsaba el aire seco que tenía en el fondo de la garganta en forma de palabras.

—Cabeza —añadió.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó Midori.

—Sí —respondió el padre.

Por lo visto, no podía articular palabras de más de cuatro sílabas.

—¡Qué vamos a hacerle! —exclamó Midori—. Acaban de operarte, así que es normal que te duela. ¡Pobrecito! Aguanta un poco más. Por cierto, este chico se llama Watanabe. Es amigo mío.

—Mucho gusto —le saludé.

El padre abrió y cerró los labios.

—Siéntate aquí.

Midori me señaló una silla de plástico que estaba a los pies de la cama. La obedecí. Le dio a su padre un poco de agua de la botella y le preguntó si le apetecía algo de fruta o de gelatina de frutas.

—No —respondió el padre.

Pero cuando Midori le advirtió que tenía que comer algo, él le dijo:

—He comido.

A la cabecera de la cama había una mesa y, encima de la mesa, una botella, un vaso, un plato y un reloj pequeño. De una bolsa que había debajo, Midori sacó un pijama limpio, ropa interior y otras cosas, que ordenó y metió dentro de una taquilla que había junto a la puerta. En la bolsa asomaba la comida del paciente: dos pomelos, gelatina de fruta y tres pepinos.

—¿Pepinos? —exclamó Midori con estupor—. ¿Por qué ha metido pepinos? No sé qué tiene mi hermana en la cabeza, mira que le dije por teléfono lo que tenía que comprar exactamente… Y no le hablé de pepinos.

—¿No se habrá confundido con los kiwis[23]? —aventuré.

Midori hizo chasquear los dedos.

—Sí, seguro que le pedí kiwis. Pero si hubiera pensado un poco, lo habría comprendido. ¿Cómo va un enfermo a mordisquear un pepino crudo? Papá, ¿quieres un pepino?

—No —terció el padre.

Midori se sentó a la cabecera de la cama y le contó a su padre algunos pormenores de su vida cotidiana. Al parecer, la televisión se veía mal y habían tenido que hacerla reparar; su tía de Takaido iría a visitarlo en breve; el señor Miyawaki, el farmacéutico, se había caído de la bicicleta, y cosas por el estilo. El padre se limitaba a ir diciendo «Ya» por toda respuesta.

—¿Quieres comer algo, papá?

—No —respondió él.

—Watanabe, ¿te apetece un pomelo?

—No.

Al poco, Midori me propuso acompañarla a la sala de la televisión. Allí nos sentamos en un sofá y ella fumó un cigarrillo. Había tres pacientes en pijama fumando mientras veían un debate político.

—Aquel tío de las muletas no me quita los ojos de las piernas desde hace un rato. El que lleva gafas y pijama azul —dijo Midori divertida.

—Claro. Llevas una falda tan corta que te mira, todos te miran.

—¿Qué tiene de malo? Al fin y al cabo, aquí todos se aburren y no les hace ningún daño ver de vez en cuando las piernas de una chica. Quizá con la excitación se curen más rápido.

—¡Ojalá no les pase lo contrario! —comenté.

Midori se quedó un rato contemplando cómo ascendía el humo de su cigarrillo.

—Mi padre no es una mala persona. A veces dice cosas horribles, y yo me enfado con él, pero en el fondo es una persona honesta, y adoraba a mi madre. Además, a su manera, ha tenido una vida intensa. No tiene carácter, ni vale para los negocios, nunca ha sido muy popular, pero, en comparación con esos tíos astutos que van amañando las cosas como les da la gana, él es un hombre de lo más decente. Mi padre, una vez dice algo, no se echa atrás y, como a mí me ocurre lo mismo, siempre nos hemos peleado mucho. Pero no es una mala persona.

Midori me tomó la mano, como si hubiera recogido algo del suelo, y la posó en su regazo. Media mano me quedó encima de la falda, y la otra media, sobre sus muslos. Se quedó mirándome.

—Watanabe, me sabe mal tratándose de un hospital, pero ¿te importa quedarte un rato más conmigo?

—Hasta las cinco no hay problema. Me quedaré hasta entonces. Estar contigo es divertido. No tengo nada que hacer.

—¿Y qué sueles hacer los domingos?

—Lavo y plancho.

—No tienes ganas de hablarme de tu chica, ¿verdad? De la chica con la que sales.

—No. No me apetece demasiado. Es complicado y no me veo capaz de explicártelo.

—Está bien. No me lo cuentes si no quieres —dijo Midori—. Pero ¿puedo decirte lo que me estoy imaginando?

—Adelante. Debe de ser interesante. Te escucho.

—Que ella es una mujer casada.

—Ya.

—Una mujer de unos treinta y dos o treinta y tres años, guapa, casada con un hombre rico, que viste abrigos de pieles, zapatos Charles Jourdan y ropa interior de seda y, además, le gusta el sexo. Te hace cosas muy lascivas. Los días laborables, por la tarde, os devoráis el cuerpo el uno al otro. Pero los domingos, como su marido está en casa, no os podéis citar. ¿Acierto?

—Una teoría de lo más interesante —reconocí.

—Seguro que te obliga a atarla, a taparle los ojos y a lamerla por todas partes. Y luego te pide que le introduzcas cosas extrañas, se contorsiona como una acróbata y tú le haces fotos con una Polaroid.

—Parece divertido.

—Le encanta el sexo, hace de todo. Y no deja de pensar en esto, día tras día. ¡Porque no tiene otra cosa que hacer! «Cuando venga Watanabe, lo haremos así y asá». Y en la cama se derrite de deseo, lo hace en distintas posiciones, tiene tres orgasmos cada vez. Y entonces te dice lo siguiente: «¿No crees que tengo un cuerpo perfecto? Las chicas jóvenes ya no podrán satisfacerte jamás. ¿Puede una chica joven hacerte esto? ¿Qué? ¿Cómo te sientes? ¡Pero espera! ¡No acabes todavía!».

—Creo que ves demasiadas películas porno —le dije riéndome.

—Quizá tengas razón. Me encantan. ¿Qué te parece si un día de éstos vemos una?

—Cuando tengas un día libre.

—¿De verdad? Me hace mucha ilusión. Vayamos a ver una de sadomaso. De esas en que los tíos pegan con látigo y las chicas hacen pipí delante de todo el mundo. Ésas son mis favoritas.

—Como quieras.

—Watanabe, ¿sabes lo que más me gusta de las películas porno?

—No.

—Pues que cuando empieza una escena de sexo se oye cómo alrededor en la sala todo el mundo traga saliva. ¡Glups! —comentó Midori—. Me encanta ese ¡glups! ¡Es muy gracioso!

De nuevo en la habitación, Midori volvió a contarle cosas a su padre, y él la escuchó en silencio, intercalando algún «Ah» o «Ya» como respuesta. Sobre las once llegó la esposa del hombre que yacía en la cama contigua, quien le cambió el pijama y le peló algo de fruta. Era una mujer de cara redonda y expresión afable, y Midori y ella charlaron un rato, luego vino la enfermera con una botella de gota a gota nueva y se fue tras intercambiar unas palabras con Midori y la mujer. Mientras, yo, sin nada que hacer, estuve recorriendo la habitación con ojos distraídos y mirando los cables eléctricos del exterior. De vez en cuando, un gorrión se posaba sobre los cables. Midori le hablaba a su padre, le enjugaba el sudor, le limpiaba las flemas, charlaba con la mujer o con la enfermera, me dirigía la palabra a mí, vigilaba el gota a gota.

El médico hacía su ronda a las once y media, y Midori y yo salimos a esperarlo en el pasillo. Cuando salió de la habitación, Midori le preguntó:

—Doctor, ¿cómo está mi padre?

—Acabamos de operarle. Ha tomado muchos analgésicos. Está exhausto —informó el médico—. Hasta dentro de dos o tres días no se verá el resultado de la operación. Ni siquiera yo sé nada todavía. Si ha ido bien, perfecto. Si no, ya tomaremos alguna determinación en su momento.

—No volverán a abrirle la cabeza, ¿verdad?

—Aún no puedo decirte nada. ¡Vaya minifalda llevas hoy!

—Bonita, ¿verdad?

—¿Cómo te lo montas para subir las escaleras con eso? —preguntó el doctor.

—No hago nada. Lo dejo todo bien a la vista —dijo Midori y, a sus espaldas, la enfermera soltó una risita.

—Un día de éstos deberías ingresar en el hospital y te abriremos la cabeza para ver qué tienes dentro. —El médico estaba estupefacto—. Y, en este hospital, hazme el favor de subir y bajar en ascensor. No quiero que se incremente el número de enfermos. Demasiado trabajo tengo ya.

Poco después de acabar la ronda de visitas, llegó la hora del almuerzo. Las enfermeras depositaron la comida en carritos y fueron distribuyéndola de habitación en habitación. El almuerzo del padre de Midori consistía en potaje, fruta, pescado hervido sin espinas y una especie de gelatina de verduras trituradas. Midori hizo que su padre se recostara boca arriba y levantó la cama haciendo girar la manivela que había a los pies de ésta, luego le dio la sopa con una cuchara. Tras tomar cinco o seis cucharadas, el padre dijo:

—Basta.

—Tendrías que comer, aunque sólo fuera un poco —le advirtió Midori.

El padre añadió:

—Luego.

—¿Qué voy a hacer contigo? Si no comes, no tendrás fuerzas. ¿Y el pipí? ¿Todavía no?

—No —dijo el padre.

—Watanabe, ¿quieres que comamos algo en la cafetería? —me preguntó Midori.

Acepté a pesar de que, en realidad, no me apetecía tomar nada. El comedor estaba atestado de médicos, enfermeras y visitas. Mientras comían, todos hablaban a coro —probablemente de enfermedades—, y el eco de las voces resonaba como dentro de un túnel en aquel subterráneo vacío, sin ventana alguna, donde se alineaban las mesas y las sillas. De vez en cuando, una llamada por megafonía a médicos o a enfermeras dominaba este eco. Mientras yo guardaba la mesa, Midori trajo dos raciones en una bandeja de aluminio. Croquetas de crema, ensalada de patata, col troceada, nimono, arroz y misoshiru: todo servido en recipientes de plástico de color blanco, iguales que los de la comida de los enfermos. Comí la mitad y dejé el resto. Midori, que tenía apetito, terminó su plato.

—Watanabe, no tienes mucho apetito, ¿verdad? —comentó Midori bebiendo té verde caliente.

—No, no mucho.

—Es culpa del hospital. —Midori miró a su alrededor—. Os pasa a todos los que no estáis acostumbrados. El olor, el ruido, el aire cargado, la cara de los enfermos, la tensión, la decepción, el sufrimiento, la fatiga. Es debido a eso. Todas estas cosas bloquean el estómago y a uno le hacen perder el apetito. Pronto te acostumbrarás. Uno no puede cuidar a un enfermo a menos que coma bien. Yo eso lo sé porque he cuidado a cuatro personas: a mi abuelo, a mi abuela, a mi madre y a mi padre. Es muy posible que ocurra algo y no pueda tomar la siguiente comida. Así que uno debe comer lo que le pida el cuerpo.

—Ya te entiendo —intervine.

—Cuando vienen de visita mis familiares y comemos aquí juntos, todos dejan la mitad del plato. Como tú. Y cuando ven que yo lo como todo, ¿sabes qué me dicen? «Oh, Midori. ¡Qué suerte tienes de estar tan bien! Yo me siento tan conmovida que no puedo comer». ¡Pero quien cuida al enfermo soy yo! No es broma. Los demás se limitan a venir de vez en cuando a compadecerse. Y yo soy quien le quita la mierda, le saca las flemas y le enjuga el cuerpo. Si la compasión bastara para limpiar la mierda, yo me compadecería cincuenta veces más que cualquiera de ellos. Sin embargo, cuando termino la comida todos me miran reprochándome: «¡Qué suerte tienes de estar tan bien!». Quizá todos me toman por una burra de carga. Ya son mayorcitos, ¿no crees? ¿Por qué no entienden todavía de qué va el mundo? Hablar es muy fácil. Lo importante es limpiar la mierda o no hacerlo. Yo también me siento herida en ocasiones. Y también me quedo sin fuerzas. A mí también me entran ganas de ponerme a llorar. Imagínate. Pese a no tener ninguna esperanza de curación, los médicos le abren la cabeza y se la remueven, una y otra vez, y siempre empeora y va perdiendo poco a poco facultades, y yo soy testigo de ello y no puedo ayudarle en nada. ¡Esto no hay quien lo soporte! Además, ves cómo tus ahorros van fundiéndose. No sé si podré seguir yendo a la universidad los tres años y medio que me quedan, y mi hermana mayor, tal como están las cosas, no podrá casarse.

—¿Cuántos días por semana vienes? —le pregunté.

—Cuatro —contestó Midori—. Aquí en principio ofrecen una atención completa, pero en realidad las enfermeras no dan abasto. Hacen todo lo que pueden. Pero hay poco personal y tienen que encargarse de demasiadas cosas. Así que, quieras o no, la familia tiene que ocuparse hasta cierto punto. Mi hermana debe encargarse de la tienda y yo tengo que encontrar tiempo entre clase y clase. Con todo, ella viene tres días por semana, y yo, cuatro. Empleamos cualquier momento libre para una cita. Ya ves. Un programa de lo más apretado.

—Si estás tan ocupada, ¿por qué quedas conmigo?

—Porque me gusta estar contigo. —Midori jugueteaba con la taza de plástico.

—Vete a pasear durante las próximas dos horas —le dije—. Mientras, cuidaré a tu padre.

—¿Por qué?

—Porque es mejor que te alejes del hospital y descanses un rato. No hables con nadie, deja que se te vacíe la cabeza.

Midori se lo pensó un momento, pero finalmente aceptó.

—Tal vez tengas razón. Pero ¿sabes cómo cuidarlo?

—Te he visto hacerlo. Y, más o menos, ya sé de qué va. Vigilar el gota a gota, darle agua, secarle el sudor, limpiarle las flemas. El orinal está debajo de la cama, cuando tenga hambre debo darle el resto del almuerzo… Si tengo alguna duda, se lo pregunto a la enfermera.

—Con eso basta. —Midori esbozó una sonrisa—. A veces empieza a perder la razón y dice cosas raras. Cosas que no se sabe a qué vienen. Tú, si las dice, no hagas caso.

—No te preocupes por nada.

Al volver a la habitación, Midori le dijo a su padre que tenía que salir un momento y que mientras tanto lo cuidaría otra persona. Al padre no pareció importarle. O quizá no había entendido nada de lo que Midori le comentó. Yacía tendido boca arriba con la vista clavada en el techo. De no ser porque parpadeaba, uno lo tomaría por muerto. Sus ojos estaban inyectados en sangre, como si hubiera bebido, y cuando respiraba hondo las aletas de la nariz se le dilataban. Aparte de esto, permanecía completamente inmóvil, y no hizo ademán de responder a Midori. Yo era incapaz de imaginar qué pensamientos y qué sensaciones debía de haber en el fondo de aquella conciencia borrosa. Pensé que tendría que hablarle, pero no sabía qué podía decirle, ni tampoco cómo hacerlo, así que opté por permanecer callado. Poco después él cerró los ojos y se durmió. Me senté en una silla junto a la cabecera de la cama, me quedé observando cómo le temblaban las aletas de la nariz, recé para que no se muriera. Pensé en lo extraño que sería que expirara estando yo a su lado. En definitiva, acababa de conocerlo, el único vínculo entre él y yo era Midori, y la única relación que yo tenía con Midori era que ambos asistíamos a clase de Historia del Teatro II.

Pero no agonizaba. Sólo dormía profundamente. Al aplicar el oído a su rostro, pude oír su respiración. Más tranquilo, empecé a charlar con la esposa del hombre de la cama contigua. Parecía tomarme por el novio de Midori; me estuvo hablando de ella todo el rato.

—Es muy buena chica —dijo—. Se desvive por su padre, es amable, cariñosa, atenta, fuerte y, además, guapa. Tienes que cuidar de ella. No dejes que se te escape. Hay muy pocas chicas como ella.

—La cuidaré. —Le seguí la corriente.

—Yo tengo una hija de veintiún años y un hijo de diecisiete que nunca se acercan al hospital. Cuando tienen tiempo libre, practican surf, tienen citas, salen por ahí… Es terrible. Sólo sirven para desplumarte. Y luego desaparecen.

A la una y media dijo que tenía que ir de compras y salió. Los dos enfermos dormían profundamente. El sol de la tarde inundaba la habitación y yo sentí que iba a dormirme de un momento a otro, sentado en aquella silla. Sobre la mesa de al lado de la ventana, unos crisantemos blancos y amarillos metidos en un jarrón anunciaban al mundo que estábamos en otoño. El olor dulzón del pescado hervido del almuerzo, que el padre de Midori había dejado intacto, flotaba por la habitación. Las enfermeras seguían recorriendo el pasillo con un seco ruido de pasos, hablando entre ellas con voz clara y grave. De vez en cuando se acercaban a la habitación y, al ver a los dos pacientes profundamente dormidos, me dirigían una sonrisa y desaparecían. Deseé tener algo para leer, pero en la habitación no había nada: ni libros, ni revistas, ni periódicos. Únicamente un calendario colgado de la pared.

Pensé en Naoko, en el cuerpo desnudo de Naoko con el pasador del pelo puesto. Imaginé la curva de su cintura y la sombra de su vello púbico. ¿Por qué se había desnudado delante de mí? ¿Estaba sonámbula? ¿O no había sido más que una fantasía? Con el paso del tiempo, conforme iba alejándome de aquel pequeño mundo, dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían sido reales. Si pensaba que habían ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad; pero si pensaba que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser una ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos. El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.

El padre de Midori se despertó de repente y empezó a toser, así que tuve que interrumpir mis pensamientos en este punto. Le quité las flemas con un pañuelo de papel, le enjugué el sudor de la frente con una toalla.

—¿Quiere un poco de agua?

Al preguntárselo, hizo un gesto afirmativo de unos cuatro milímetros. Le di a beber el agua a pequeños sorbos de una pequeña botella de cristal. Los resecos labios le temblaron y la nuez se le movió espasmódicamente. Bebió toda el agua tibia que había en la botella.

—¿Quiere más agua? —le pregunté.

Me pareció que se disponía a decir algo y acerqué el oído.

—No —susurró con una voz aún más débil que la de antes.

—¿Quiere comer algo? ¿Tiene hambre? —insistí.

El padre esbozó un débil gesto afirmativo. Tal como había hecho Midori, giré la manivela, alcé la cama y le hice comer, a cucharadas alternas, la gelatina de verduras y el pescado hervido. Tardó una eternidad en comerse la mitad y volvió la cabeza ligeramente hacia un lado indicando que ya no quería más. Fue un gesto casi imperceptible. Al parecer, si la movía, la cabeza le dolía. Cuando le pregunté si quería fruta, me dijo:

—No.

Le sequé las comisuras de los labios con una toalla, volví a poner la cama en posición horizontal y saqué los platos al pasillo.

—¿Estaba bueno?

—Malo —respondió.

—Sí, la verdad es que no tenía muy buena pinta. —Me reí.

El padre de Midori no contestó nada y clavó en mí los ojos. Pensé que estaba dudando entre abrirlos o cerrarlos. «¿Sabe quién soy?», me pregunté de repente. Por alguna razón, parecía encontrarse más cómodo a mi lado que cuando estaba con Midori. O quizá me confundía con otra persona. De todos modos, se lo agradecía.

—Fuera hace un día espléndido —dije cruzando las piernas, sentado en la silla—. Estamos en otoño, es domingo, hace un día espléndido, vayas adónde vayas todo está lleno de gente. En días así lo mejor que se puede hacer es quedarse quieto en una habitación, tranquilo, tal como estamos ahora. Sin cansarse. Cuando uno va a esos sitios atestados de gente, lo único que consigue es cansarse, el aire está contaminado. Normalmente los domingos hago la colada. Por la mañana lavo y tiendo la ropa en la azotea de la residencia, y al atardecer la recojo y la plancho. No me molesta planchar. Me gusta que una prenda arrugada quede lisa. De hecho, soy bastante bueno con la plancha. Al principio no lo era, claro. Hacía pliegues por todas partes. Pero al cabo de un mes terminé acostumbrándome. Así que el domingo es el día de lavar y de planchar. Pero hoy no he podido. Es una lástima. Es el día idóneo para hacer la colada.

»No pasa nada. Mañana me levantaré temprano y lo haré. No se preocupe. En realidad, los domingos no tengo nada mejor que hacer.

»Mañana, después de lavar y tender la ropa, iré a la clase de las diez. Voy con Midori. Se llama Historia del Teatro II y ahora estamos estudiando a Eurípides. ¿Sabe quién es Eurípides? Un griego de la Antigüedad, uno de los tres grandes autores de la tragedia griega junto con Esquilo y Sófocles. Al parecer, se supone que murió devorado por los perros en Macedonia, pero hay quien disiente. En fin, éste es Eurípides. Yo prefiero a Sófocles, pero supongo que es cuestión de gustos. Así que no tengo nada que decir al respecto.

»La característica de su obra radica en que hay diferentes cosas que se van complicando las unas con las otras hasta que cualquier movimiento se hace imposible. Salen muchos personajes, cada uno con sus propias circunstancias, razones y quejas, todos persiguiendo, a su modo, la justicia y la felicidad. Por ello, todos acaban encontrándose en un callejón sin salida. Lógico, ¿no le parece? Es imposible que prevalezca la idea de justicia, que todos alcancen la felicidad. Y se produce el inevitable caos. ¿Entonces qué cree usted que sucede? En realidad, algo muy simple. Al final aparece un dios. Y controla el tráfico. Tú vas para allá, tú te quedas aquí. Tú te juntas con aquél, tú te quedas aquí un rato quieto. Todo se resuelve. A esto se le llama deus ex machina. En las obras de Eurípides suele aparecer casi siempre un deus ex machina, y sobre este punto la crítica está dividida.

»¡Sería tan cómodo que existiera un deus ex machina en el mundo real! ¿No le parece? Cuando alguien pensara: “¿Y ahora qué hago? ¡Estoy atrapado!”, un dios bajaría deslizándose desde lo alto y lo resolvería todo. Nada podría ser más fácil. En fin, esto es Historia del Teatro II. Éstas son las cosas que estudiamos en la universidad.

Mientras charlaba, el padre de Midori me miraba con ojos turbios, sin decir nada. Por su mirada, era imposible discernir si entendía poco o mucho de lo que le estaba contando.

—¡En fin! —exclamé.

Después de hablar me sentí hambriento. Apenas había desayunado, y no había comido más que media ración del almuerzo. Lamenté no haber comido bien al mediodía, pero el arrepentimiento no solucionaba nada. Registré el armario buscando algo, pero sólo había una lata de nori, pastillas de la tos Vicks y salsa de soja. En la bolsa de papel yacían los pepinos y los pomelos.

—Tengo hambre. ¿Le importa que coma los pepinos? —le pregunté.

El padre de Midori no dijo nada. Lavé los tres pepinos en el baño. Luego puse salsa de soja en un plato, envolví los pepinos con nori, los mojé en la salsa de soja y me dispuse a comerlos.

—Están muy buenos, ¿sabe? —comenté—. Ligeros, frescos, con olor a vida. Unos buenos pepinos, sí señor. Mucho mejor que un kiwi.

En cuanto terminé el primer pepino, le hinqué el diente al segundo. El curioso crujido que se escucha al mascar un pepino resonaba en la habitación. Al terminar el segundo, por fin descansé. Calenté agua en un hornillo de gas del pasillo y me preparé una taza de té.

—¿Le apetece agua o un zumo? —le pregunté.

—Pepino —contestó él.

Sonreí.

—Muy bien. ¿Con nori?

Un leve gesto afirmativo. Volví a alzar la cama, con un cuchillo de la fruta corté el pepino a trozos, los envolví en nori, los mojé en salsa de soja, los pinché con un mondadientes y se los acerqué a la boca. Sin alterar la expresión, el padre de Midori los masticó y se los tragó.

—Está bueno, ¿verdad? —le pregunté.

—Bueno —dijo.

—Es importante que uno encuentre buena la comida. Es una prueba de que está vivo.

Acabó comiendo todo el pepino. Después estaba sediento y volví a darle agua de la botella. Al rato, me indicó que quería orinar, así que saqué el orinal de debajo de la cama y le puse la punta del pene en la boca del orinal. Fui al baño, tiré la orina, lavé el orinal con agua. Volví a la habitación y bebí el resto de té.

—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.

—Un poco… cabeza…

—¿Le duele la cabeza?

Él hizo una mueca en señal afirmativa.

—Tenga paciencia. Acaban de operarle. Claro que a mí no me han operado nunca y no sé muy bien qué se siente.

—Billete —dijo.

—¿Billete? ¿Qué billete?

—Midori. Billete.

Enmudecí al no entender de qué me estaba hablando. Él también guardó silencio durante unos instantes. Luego añadió:

—Por favor.

O eso me pareció oír. Tenía los ojos abiertos como platos y me miraba fijamente. Parecía querer comunicarme algo, pero yo no tenía ni la más remota idea de qué podía ser.

—Ueno —dijo—. Midori.

—¿La estación de Ueno?

Él asintió haciendo acopio de todas sus fuerzas.

—Billete. Midori. Por favor. Estación de Ueno —resumí.

Sin embargo, el sentido se me escapaba. Me dije que quizás estuviera delirando, pero su mirada era mucho más lúcida que antes. Alzó el brazo en el que no tenía clavada la aguja del gota a gota y lo alargó hacia mí. Para él, esto debió de representar un esfuerzo enorme porque se le quedó la mano temblando, crispada, en el aire. Me levanté y le sujeté aquella mano vacilante. Él repitió, presionando mi mano sin fuerza:

—Por favor.

Le dije que no se preocupara, que me encargaría del billete y de Midori. Entonces él bajó la mano y cerró los ojos, exhausto. El hombre se durmió, respirando entrecortadamente. Tras comprobar que no estaba muerto, salí fuera, calenté un poco de agua y bebí otra taza de té. Reconozco que sentí simpatía por aquel hombre moribundo.

La esposa del paciente de la cama contigua volvió enseguida. Me preguntó si todo había ido bien. Le respondí que sí. Su marido continuaba sumido en un sueño apacible.

Midori regresó pasadas las tres.

—He estado paseando por el parque —dijo—. Tal como tú me habías dicho, sin hablar con nadie, dejando que se me vaciara la cabeza.

—¿Y cómo te ha sentado?

—Me siento mucho mejor. Gracias por todo. Aún estoy cansada, pero me noto el cuerpo mucho más ligero. Debía de estar más cansada de lo que suponía.

Dado que el padre estaba profundamente dormido y allí no teníamos nada especial que hacer, compramos dos cafés en la máquina expendedora y los bebimos en la sala de la televisión. Informé a Midori de todo lo ocurrido durante su esencia: el padre había estado durmiendo profundamente; al despertarse, había comido la mitad de los restos del almuerzo y, al verme mordisqueando los pepinos, le había apetecido comerse uno entero; luego había orinado y había vuelto a dormirse.

—Watanabe, eres un chico extraordinario. —Midori estaba admirada—. Con lo que nos cuesta a todos que pruebe algo…, y tú logras que coma un pepino. Es increíble.

—No sé, creo que fue porque vio que yo los comía muy a gusto —dije.

—O porque tienes un gran talento para tranquilizar a los demás.

—¡Qué dices! —Empecé a reírme—. Conozco a mucha gente que te diría lo contrario.

—¿Qué te ha parecido mi padre?

—Me gusta. No sé muy bien qué contarle, pero me da la impresión de que es una buena persona.

—¿Ha estado tranquilo?

—Mucho.

—La semana pasada fue horrible. —Midori sacudió la cabeza—. Enloqueció, se puso violento. Me tiraba los vasos y me decía: «¡Imbécil! ¡Muérete!». En esta enfermedad, a veces ocurre. No sé por qué, pero, en un momento determinado, se ponen de mal humor. A mi madre también le pasó. ¿Sabes qué me decía ella? «Tú no eres hija mía. Te odio». Al escucharla, yo lo veía todo negro. Por lo visto, es típico de esta enfermedad. Algo presiona una parte del cerebro, irrita al enfermo y lo incita a hablar de este modo. Lo sé perfectamente. Pero aun así hiere. Estoy aquí, haciendo todo lo que humanamente puedo, y me dicen estas cosas. Me siento fatal.

—Sí, ya te entiendo —comenté.

Pensé en las palabras incomprensibles que había pronunciado el padre de Midori.

—¿«Billete»? ¿«Estación de Ueno»? —repitió Midori—. ¿Qué debe de querer decir con eso?

—Y luego ha dicho: «Por favor», «Midori».

—¿Quizá te pide que me cuides?

—O quiere que vayas a Ueno a comprarle un billete —sugerí—. De todas formas, el orden de las palabras era confuso, no se entendía bien el significado. ¿Te dice algo la estación de Ueno?

—¿La estación de Ueno? —Midori reflexionó—. Lo único que me recuerda son las dos veces que me escapé de casa. En tercero y en quinto de primaria. En ambas ocasiones subí al tren en Ueno y me fui a Fukushima. Tomé dinero de la caja registradora de la tienda. Me enfadé por algo y me marché. En Fukushima vivía una tía mía que me gustaba mucho. Y allí me fui. Mi padre me llevó de regreso a casa. Vino a buscarme a Fukushima. Volvimos a Ueno en tren comiendo bentô. En estas dos ocasiones mi padre me contó muchas cosas, a ratos perdidos. Sobre el gran terremoto de Kantô[24], sobre la guerra, sobre la época en que nací. Cosas de las que no hablaba normalmente. Pensándolo bien, ésas fueron las únicas veces en que mi padre y yo hablamos largo y tendido. Mi padre, durante el gran terremoto de Kantô, pese a estar en el centro de Tokio, no se enteró de nada.

—¡No me digas! —exclamé atónito.

—Como lo oyes. Me dijo que había enganchado un remolque a la bicicleta, estaba circulando por Koishikawa y no notó nada. Cuando volvió a casa se encontró con que habían caído todas las tejas y la familia estaba agarrada a las columnas, temblando. Y entonces mi padre, sin entender nada, preguntó: «¿Qué estáis haciendo?». Éstos son los recuerdos que tiene mi padre del gran terremoto de Kantô. —Midori soltó una carcajada—. Los recuerdos de mi padre siempre son así. Nada dramáticos. Todos vistos de una manera peculiar. Escuchando sus historias, da la impresión de que en Japón no ha sucedido nada relevante durante los últimos cincuenta o sesenta años. Nada. Absolutamente nada. Ya se trate de la revuelta de los jóvenes oficiales en febrero de 1936 o de la Guerra del Pacífico, él diría: «Ahora que lo mencionas, sí, creo que ocurrió algo de eso». Es curioso, ¿no te parece?

»Me contó estas historias en el camino de vuelta de Fukushima a Ueno. Al final, siempre me decía: “Midori, vayas adónde vayas, siempre es lo mismo”. Y cuando oía eso, yo, que era una niña, pensaba que sí, que debía de tener razón.

—¿Éstos son tus recuerdos de la estación de Ueno?

—Sí. ¿Y tú? ¿Te escapaste alguna vez de casa?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no se me ocurrió.

—Mira que eres raro —dijo Midori admirada, ladeando la cabeza.

—Tal vez.

—Sea como sea, creo que mi padre intentaba decirte que cuides de mí.

—¿De verdad?

—Yo estas cosas las intuyo. Por cierto, ¿qué le has respondido?

—No entendía bien lo que me estaba diciendo, así que le he dicho que no se preocupe, que yo me encargaré del billete y de ti, que esté tranquilo.

—O sea, que le has prometido que cuidarías de mí. —Midori me miró a los ojos con expresión seria.

—No es eso. —Me afané en justificarme—. No entendía a qué venía todo aquello y…

—Tranquilo. Es broma. Te estaba tomando el pelo. —Midori se rió—. Me encanta esta faceta tuya.

Cuando acabamos de tomar el café, volvimos a la habitación. El padre de Midori seguía profundamente dormido. Al acercar el oído, podía percibirse la respiración acompasada del sueño. Conforme la tarde avanzaba, la luz del exterior fue mudando a un color suave y otoñal. Una bandada de pájaros se acercó, se posó sobre los cables del tendido eléctrico y levantó el vuelo. Midori y yo nos sentamos en un rincón, uno junto al otro, y charlamos en voz baja. Ella me adivinó el futuro por las líneas de la mano y me pronosticó que viviría hasta los ciento cinco años, que me casaría tres veces y que moriría en un accidente de tráfico. Pensé que no era una mala vida.

Pasadas las cuatro, el padre se despertó y Midori se sentó a la cabecera de la cama y le enjugó el sudor, le dio a beber agua, le preguntó si le dolía la cabeza. Vino una enfermera, le tomó la temperatura, anotó cuántas veces había orinado, comprobó el estado del gota a gota. Yo me senté en la sala de la televisión y durante un rato miré la retransmisión de un partido de fútbol.

—Debo irme —le dije a Midori a las cinco. Luego me dirigí al padre—: Tengo que ir a trabajar. De seis a diez y media vendo discos en una tienda de Shinjuku.

Él me miró e hizo un débil gesto afirmativo.

—Watanabe, no sé cómo agradecerte lo que hoy has hecho por mí, lo de hoy… —me dijo Midori en el vestíbulo.

—No he hecho nada del otro mundo. Pero si crees que te ayudo, puedo volver la semana que viene. Me apetece ver otra vez a tu padre.

—¿Hablas en serio?

—Total, en la residencia tampoco hago nada. ¡Ah! Y aquí puedo comer pepinos.

Midori, con los brazos cruzados, golpeaba el suelo de linóleo con sus tacones.

—Me gustaría tomar una copa contigo un día de éstos. —Inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Y la película porno?

—Podemos ir de copas después de la película —sugirió Midori—. Y hablaremos de guarradas, como siempre.

—Perdona, pero no soy yo quien las dice, sino tú —protesté.

—Tanto da quién sea. En cualquier caso, mientras hablamos de porquerías, beberemos una copa tras otra, nos emborracharemos, nos abrazaremos y nos iremos juntos a la cama.

—Puedo imaginarme lo que sigue. —Suspiré—. Y cuando yo lo intente, ¿tú me rechazarás?

—¡Bah! —rió Midori.

—Ven a recogerme a la residencia el domingo que viene. Podemos venir a visitar a tu padre.

—Mejor que me ponga una falda un poco más larga, ¿no?

—Sí.

Sin embargo, el domingo de la semana siguiente no fui al hospital. El padre de Midori falleció la madrugada del viernes.

Aquel día Midori me llamó por teléfono a las seis y media de la mañana para comunicármelo. Sonó el timbre anunciando que tenía una llamada, me puse una chaqueta sobre los hombros del pijama, bajé al vestíbulo y tomé el auricular. Una lluvia fría caía en el más absoluto silencio.

—Papá ha muerto hace un rato —me dijo Midori con voz tranquila.

Le pregunté si había algo que pudiera hacer por ella.

—Gracias. Pero no hay ningún problema —contestó Midori—. Ya estamos acostumbradas a los funerales. Sólo quería decírtelo —lanzó un suspiro—. No vayas al funeral. Los odio. No quiero verte en un sitio así.

—De acuerdo —accedí.

—¿Me llevarás a ver una película porno?

—Claro.

—¿Una muy guarra?

—Buscaré una de ésas.

—Ya te llamaré yo —añadió Midori. Y colgó.

Una semana después aún no había recibido noticias suyas. No la vi en las clases de la universidad, ni me llamó. Cada vez que volvía a la residencia miraba si tenía algún recado, pero no me había llamado nadie. Una noche, para cumplir mi promesa, intenté masturbarme pensando en Midori, pero no resultó. No me quedó otra solución que, a medias, sustituirla por Naoko, pero ni siquiera la imagen de Naoko fue de gran ayuda. Acabé sintiéndome estúpido y desistí. Me tomé un vaso de whisky, me lavé los dientes y me acosté.

El domingo por la mañana le escribí una carta a Naoko. Le conté que el padre de Midori había muerto. Había ido al hospital a visitar al padre de una compañera de clase y comí unos pepinos que sobraban. Entonces al padre le apeteció probarlos y comió uno entero. Pero, cinco días después, murió.

«Recuerdo con toda claridad el pequeño crujido que hacía al mordisquear el pepino. Las personas, al morirnos, dejamos atrás unos pequeños y extraños recuerdos.

»Cuando me despierto por las mañanas, todavía en la cama, te imagino a ti y a Reiko en el gallinero. Me parece ver a los pavos reales, a las palomas, a los loros y a los pavos. También recuerdo el chubasquero amarillo con capucha que os ponéis cuando llueve. Es muy reconfortante pensar en ti, yo todavía en la cama y bien tapado. Me da la sensación de que estás junto a mí durmiendo hecha un ovillo. Y pienso en lo maravilloso que sería que esto fuese cierto.

»A veces me siento muy solo, pero intento afrontar la vida con ánimo. Al igual que todas las mañanas tú cuidas de las aves del gallinero y trabajas en el campo, yo me doy cuerda a mí mismo. Antes de saltar de la cama, lavarme los dientes, afeitarme, desayunar, vestirme, salir de la residencia y llegar a la universidad, ya he dado treinta y seis vueltas a la clavija. Me digo a mí mismo: “¡Vamos! Hoy empieza otro día. ¡Ánimo!”. No me había dado cuenta de que hablo mucho solo. Puede que, mientras me doy cuerda, no pare de murmurar todo el tiempo.

»Es amargo no poder verte, pero, si tú desaparecieras, mi vida en Tokio sería mucho más dura todavía. Es pensando en ti, por las mañanas, en la cama, como me decido a darme cuerda y a vivir un nuevo día. Del mismo modo que tú luchas por seguir adelante allí, yo debo luchar por seguir adelante aquí.

»Pero hoy es domingo y esta mañana no me he dado cuerda. He hecho la colada y ahora estoy escribiendo esta carta en mi habitación. Una vez la haya terminado, cuando haya pegado el sello y la haya echado al buzón, no tendré nada más que hacer hasta la noche. Los domingos no estudio. Durante la semana ya estudio lo suficiente en la biblioteca, entre clases, así que los domingos no tengo nada que hacer. Las tardes de domingo son tranquilas, apacibles y solitarias. Leo y escucho música. A veces recuerdo, uno a uno, nuestros paseos por Tokio en domingo. Incluso me acuerdo de la ropa que llevabas puesta. Las tardes de domingo recuerdo un montón de cosas.

»Dale recuerdos a Reiko. Cuando anochece echo de menos su guitarra».

Cuando terminé de escribir la carta, la eché a un buzón que había a unos doscientos metros de la residencia, compré un sándwich de tortilla y una Coca-Cola en una panadería del barrio, me senté en un banco del parque y almorcé. En el parque había unos chicos jugando al béisbol y, para matar el tiempo, me quedé mirándolos. El cielo, conforme avanzaba el otoño, iba volviéndose más azul y más alto y, al alzar distraídamente la mirada, vi dos estelas de un avión que avanzaban en línea recta hacia el oeste, paralelas como las vías del ferrocarril. Cuando les arrojé a los chicos una pelota que habían bateado fuera del campo hasta rodar a mis pies, ellos se quitaron la gorra y me dijeron: «Muchas gracias». En aquel partido entre jóvenes abundaban los lanzamientos no válidos y el robo de bases.

Por la tarde volví a la habitación, leí un libro y, cuando ya no pude concentrarme en la lectura, me quedé mirando el techo pensando en Midori. Me pregunté si su padre realmente me había pedido que cuidara de ella. Quizá me había confundido con otra persona. En todo caso, había muerto un viernes por la mañana en que caía una lluvia fría, y ahora era imposible descubrir la verdad. Imaginé que el hombre antes de morir se había encogido todavía más. Y luego, en el crematorio, su cuerpo había ardido y no habían quedado de él más que cenizas. ¿Qué dejaba atrás? Una triste librería en un triste barrio comercial y dos hijas de las cuales al menos una era un poco excéntrica. «¿Qué tipo de vida era ésa?», pensé. ¿Qué debía de estar rumiando su cabeza abierta y confusa, en el lecho del hospital, cuando me miraba? Pensando estas cosas del padre de Midori, me entristecí tanto que descolgué la ropa de la azotea antes de que se secara del todo, me fui a Shinjuku y deambulé por el barrio para matar el tiempo. Las calles atestadas en domingo me sosegaron. Compré Luz de agosto, de Faulkner, en la librería Kinokuniya, llena como un tren en hora punta, entré en el jazz café más ruidoso que encontré y escuché a Ornette Coleman y Bud Powell mientras tomaba una taza de café amargo y leía el libro que acababa de comprar. A las cinco y media cerré el libro, salí a la calle, tomé una cena ligera. «¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?», me pregunté. «Domingos tranquilos, apacibles y solitarios», dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.