3
Naoko me llamó el sábado y concertamos una cita para el domingo. Si es que a aquello puede llamarse una «cita». A mí no se me ocurre otra palabra.
Igual que la vez anterior, recorrimos las calles, entramos en una cafetería, tomamos una taza de café, reemprendimos la marcha, cenamos al atardecer, nos despedimos y nos separamos. Fiel a su costumbre, ella no soltó más que algunas frases sueltas, pero, como no parecía importarle, no me esforcé en mantener una conversación. Cuando nos apetecía, hablábamos de nuestras vidas cotidianas o de la universidad, pero siempre de una manera fragmentaria, sin hilvanarlo con nada. No mencionamos el pasado. Paseamos todo el tiempo. Es una suerte que Tokio sea una ciudad tan grande; por más que la recorras, siempre hay algún sitio adónde ir.
A partir de entonces, quedábamos casi todos los fines de semana, y siempre dábamos el mismo paseo. Ella iba delante, y yo la seguía unos pasos detrás. Naoko lucía pasadores en el pelo, pero siempre mostraba la oreja derecha. Puesto que siempre la veía de espaldas, ésta es la imagen que hoy mejor recuerdo. Cuando se sentía avergonzada, jugueteaba con el pasador. Y se secaba las comisuras de los labios antes de decir algo. Mirándola hacer estos gestos, poco a poco empezó a gustarme. Estudiaba en una pequeña universidad femenina en las afueras de Musashino, conocida por la enseñanza del inglés. Cerca de su apartamento discurría un canal de riego de aguas cristalinas por donde solíamos pasear.
Naoko me había invitado alguna vez a su apartamento y había cocinado para mí. No parecía sentirse incómoda estando a solas conmigo. Era una única estancia, sobria y desprovista de adornos. Si no fuera por las medias colgando en el rincón de la ventana, nadie hubiera dicho que allí vivía una chica. Llevaba una vida muy austera y sencilla, y apenas tenía amigos. Quien la conoció en el instituto no hubiera podido imaginarlo. Antes Naoko llevaba vestidos bonitos y siempre estaba rodeada de gente. Mirando su cuarto, me dio la impresión de que, al igual que yo, había querido alejarse de la ciudad y empezar una nueva vida en un lugar donde nadie la conociese.
—Elegí esta universidad porque nadie de la escuela pensaba venir aquí —me dijo Naoko sonriendo—. Todas nosotras íbamos a estudiar en universidades más elegantes.
No puede decirse que la relación entre Naoko y yo no progresara. Poco a poco, ella fue acostumbrándose a mí, y yo a ella. Cuando finalizaron las vacaciones de verano y empezó el nuevo curso, automáticamente Naoko reemprendió sus paseos a mi lado, como si fuera lo más natural del mundo. Lo interpreté como la señal de que me aceptaba como amigo; por mi parte, no puedo decir que me desagradara pasear con una chica tan guapa. Y seguimos deambulando por las calles de Tokio. Subiendo cuestas, cruzando ríos, atravesando las vías del tren… Caminamos sin rumbo, andando por andar, cual si fuera un rito para aliviar las ánimas en pena. Si llovía, paseábamos bajo el paraguas.
Llegó el otoño y el suelo del patio de la residencia se cubrió con las hojas del olmo. Al ponerme el primer jersey, me llegó el olor de la nueva estación. Gasté un par de zapatos y me compré otros de ante.
No logro recordar de qué charlábamos. Probablemente, de nada que valiera la pena. Seguimos sin mencionar el pasado. El nombre de Kizuki apenas salía en nuestras conversaciones. Hablábamos poco, pues entonces ya nos habíamos acostumbrado a estar sentados en una cafetería frente a frente en silencio.
Dado que a Naoko le gustaba oír las historias de Tropa-de-Asalto, yo se las contaba a menudo. Tropa-de-Asalto tuvo una cita con una chica (una compañera de clase de geografía, cómo no), pero regresó al atardecer con aire abatido. Sucedió en junio. «Wat-watanabe, cuando sales con una chi-chica, ¿de qué hablas?», me preguntó. No recuerdo qué le respondí. De todas formas, no era la persona más indicada para aconsejarle. En julio, mientras él no estaba, alguien arrancó la fotografía del canal de Ámsterdam y pegó otra del Golden Gate Bridge de San Francisco. He aquí la razón: querían averiguar si Tropa-de-Asalto sería capaz de masturbarse mirando el Golden Gate Bridge. Cuando les dije que «lo hizo encantado de la vida», alguien sugirió sustituirla por una de un iceberg. Cada cambio de fotografía provocaba en Tropa-de-Asalto un desconcierto terrible.
—¿Qui-quién diablos debe de hacer una co-cosa así? —dijo.
—¡Vete a saber! Pero no está mal, ¿no? Las fotos son bonitas. Sea quien sea, puedes estarle agradecido, ¿no te parece?
—Qui-quizá sí. Pero es desagradable —comentó.
Naoko se reía siempre que escuchaba las historias de Tropa-de-Asalto y, puesto que era poco frecuente verla reír, empecé a contárselas a menudo, aunque no me sentía a gusto utilizando a mi compañero como objeto de mofa. Era el tercer hijo, algo formal, de una familia que no podía calificarse de acomodada. Y hacer mapas era el único sueño que tenía en su vida. ¿Quién podía burlarse de eso?
Con todo, los chistes sobre Tropa-de-Asalto acabaron convirtiéndose en un tema de conversación indispensable en el dormitorio, y entonces, por mucho que hubiese intentado parar todo aquello, no hubiera podido. Ver a Naoko riéndose me hacía sentirme feliz. Así que seguí contándoles a todos sus historias.
Naoko me preguntó una sola vez si me gustaba alguna chica. Le hablé de la novia que había dejado. Le conté que era una buena chica, que me gustaba hacer el amor con ella y que todavía la echaba de menos, pero que jamás me había calado hondo.
—Tal vez mi corazón esté recubierto por una coraza y sea imposible atravesarla —le dije—. Por eso no puedo querer a nadie.
—¿No has estado nunca enamorado?
—No —le respondí.
No quiso saber nada más.
Al final del otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella a veces se arrimaba a mi brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela del abrigo. Me tomaba del brazo, metía la mano en el bolsillo de mi abrigo o, si hacía mucho frío, se me agarraba al brazo temblando. Pero no era más que eso. No había que darle importancia. Yo continuaba andando con las manos metidas en los bolsillos, como siempre. Como los dos calzábamos zapatos de suela de goma, nuestros pasos apenas se oían. Sólo cuando pisábamos las grandes hojas caídas de los plátanos. Cada vez que oía este crujido seco, sentía compasión por Naoko. No era mi brazo lo que ella buscaba, sino el brazo de alguien. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de alguien. Entonces sentía algo rayano en la culpabilidad por ser yo ese alguien.
Conforme iba avanzando el invierno, los ojos de Naoko parecían ir ganando en transparencia. Una transparencia ausente. Pronto, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos como si buscara algo, y, cada vez que esto ocurría, me embargaba una extraña e insoportable sensación de soledad.
Me pregunté si trataba de decirme algo. Quizás era incapaz de expresarlo con palabras. No, antes de traducirlo al lenguaje hablado, tendría que haberlo comprendido ella misma. Por eso no hallaba las palabras. En esas ocasiones, Naoko jugueteaba con el pasador del pelo, se secaba las comisuras de los labios y me clavaba su mirada ausente. De haber podido, hubiese deseado abrazarla, pero siempre me quedé con la duda y desistí. Temía herirla. Seguimos paseando por las calles de Tokio, y ella seguía buscando las palabras en el vacío.
Los compañeros del dormitorio me tomaban el pelo cada vez que recibía una llamada de Naoko o salía los domingos por la mañana. En fin, puede que fuera lo más natural que supusieran que me había echado novia. No sabía cómo explicárselo, y tampoco había ninguna necesidad de hacerlo, así que dejé que pensaran lo que quisieran. Cuando volvía al atardecer, siempre había alguno que me preguntaba en qué postura lo habíamos hecho, cómo tenía el coño, de qué color llevaba la ropa interior y demás estupideces. Yo me los sacaba de encima diciéndoles cualquier tontería.
Así pasé de los dieciocho a los diecinueve años. El sol salía y se ponía; izaban la bandera y la arriaban. Y al llegar el domingo salía con la novia de mi amigo muerto. No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni de qué vendría a continuación. En las clases de la universidad, leía a Claudel, a Racine y a Eisenstein, pero sus libros me interesaron muy poco. En clase no había hecho ningún amigo y en la residencia tenía simples conocidos. Como siempre me veían leyendo, los de la residencia pensaban que yo quería ser escritor, lo que jamás se me había ocurrido. A mí, en realidad, no se me había ocurrido ser nada.
Intenté explicarle mis sentimientos a Naoko. Tenía la sensación de que, con un grado mayor o menor de exactitud, ella podría entenderme. Pero no logré hallar las palabras. Pensé: «¡Qué extraño! ¿Se me habrá contagiado su manía de buscar las palabras?».
Los sábados por la noche me sentaba en el vestíbulo, al lado del teléfono, esperando la llamada de Naoko. Dado que los sábados por la noche casi todos salían a divertirse, el vestíbulo estaba más tranquilo que de costumbre. Analizaba mis sentimientos absorto en las motas de luz que brillaban suspendidas en el aire silencioso. ¿Qué quería la gente de mí? Pero no encontraba respuesta alguna. A veces alargaba la mano hacia las motas de luz que flotaban en el aire, pero mis dedos no tocaban nada.
Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer las obras que me habían gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburô Ôe, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. Así pues, no tenía este punto en común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me llenaban de su aroma. Sólo aspirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía feliz.
A los dieciocho años, mi libro favorito era El centauro, de John Updike, pero cuando lo hube releído varias veces, perdió su chispa y cedió la primera posición a El gran Gatsby, de Fitzgerald, obra que continuó encabezando mi lista de favoritos durante mucho tiempo. Tomar El gran Gatsby de la estantería, abrirlo al azar y leer unos párrafos se convirtió en una costumbre, y jamás me decepcionó. No había una sola página de más. «¡Es una novela extraordinaria!», pensaba. Me hubiera gustado hacer partícipes a los otros chicos de tal maravilla. Pero a mi alrededor no había nadie que leyera El gran Gatsby. Dudo que lo hubieran apreciado. En 1968 leer El gran Gatsby no llegaba a ser un acto reaccionario, pero tampoco podía calificarse de encomiable.
Pese a todo, conocí a una persona que había leído El gran Gatsby, y nos hicimos amigos precisamente por ello. Se llamaba Nagasawa y estudiaba Derecho en la Universidad de Tokio, dos cursos por encima de mí. Nos conocíamos de vista, ya que vivíamos en la misma residencia, hasta que, un día en que yo estaba leyendo El gran Gatsby en un rincón soleado del comedor, él se sentó a mi lado y me preguntó qué leía. «El gran Gatsby», le dije. «¿Es interesante?», me preguntó. Le respondí que lo había leído tres veces, pero que cuanto más lo releía más párrafos interesantes encontraba. «Un hombre que ha leído tres veces El gran Gatsby bien puede ser mi amigo», repuso como hablando para sí mismo. Y nos hicimos amigos. Corría el mes de octubre.
Cuanto más conocía a Nagasawa, más extraño me parecía. A lo largo de mi vida, me había cruzado, había encontrado o conocido a muchas personas extrañas, pero jamás a nadie que lo fuera tanto. Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía.
—No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
—¿Y qué escritores te gustan? —le pregunté.
—Balzac, Dante, Joseph Conrad, Dickens —me respondió al instante.
—No son muy actuales que digamos.
—Si leyera lo mismo que los demás, acabaría pensando como ellos. ¡El mundo está lleno de mediocres! A la gente que vale la pena le daría vergüenza hacer lo que hacen ésos. ¿No te has dado cuenta, Watanabe? Los únicos medianamente decentes de toda la residencia somos tú y yo. El resto son basura.
—¿Por qué lo dices? —Me sorprendí.
—Porque lo sé. Lo llevan escrito en la cara. Basta con mirarlos. Además, nosotros dos leemos El gran Gatsby.
Hice un cálculo mental: «Todavía no han pasado treinta años desde la muerte de Scott Fitzgerald».
—Y qué más da. ¡Por dos años! —exclamó—. A un escritor tan extraordinario como él lo adelanto, y no hay más que hablar.
Nadie en la residencia imaginaba que Nagasawa era un lector secreto de obras clásicas, aunque, de haberlo sabido, no les hubiera extrañado. Él era famoso por su inteligencia. Había entrado sin dificultad en la Universidad de Tokio, sacaba unas notas irreprochables y pensaba opositar al Ministerio de Asuntos Exteriores y ser diplomático. Su padre dirigía un importante hospital en Nagoya, y su hermano mayor se había licenciado en medicina, ¡cómo no!, por la Universidad de Tokio, y estaba destinado a suceder a su padre. Tenía una familia impecable. Siempre llevaba la cartera forrada y era distinguido. Así que todo el mundo lo respetaba; incluso el director de la residencia hacía con él una excepción y pensaba dos veces lo que le decía. Si Nagasawa pedía algo, se le obedecía sin rechistar. No podía ser de otro modo. Tenía un don innato para hechizar a los demás y lograr que le hicieran caso. Poseía la capacidad de proclamarse líder, evaluaba rápidamente una situación, daba las indicaciones precisas y conseguía que lo obedecieran dócilmente. Sobre su cabeza flotaba un aura que revelaba su poder, como la corona de un ángel. Al verlo, la gente pensaba: «Este chico es un ser excepcional», y se sentían intimidados. El que me eligiera a mí como amigo, es decir, a alguien sin nada en especial, dejó a todos boquiabiertos. Incluso me cobraron respeto personas a las que apenas conocía. Se les pasaba por alto que la razón de que me hubiera elegido era muy simple: Nagasawa me prefería a mí porque no sentía por él ni admiración ni respeto. Cierto es que me interesaba su aspecto peculiar, su complejidad, pero sentía una indiferencia absoluta hacia sus notas sobresalientes y su aura. A él esto debía de extrañarle sobremanera.
Nagasawa reunía polos opuestos. A veces era tan cariñoso que me conmovía; otras, en cambio, rebosaba mala intención. Poseía un espíritu muy noble, no exento de vulgaridad. Mientras avanzaba a paso ligero guiando a los demás, su corazón se debatía en soledad en el fondo de un sombrío cenagal. Desde el principio, percibí estas contradicciones con toda claridad sin entender por qué la gente no las veía. Aquel chico vivía llevando a cuestas su particular infierno.
En el fondo, creo que le tenía simpatía. Su principal virtud era la honestidad. No mentía jamás, siempre reconocía sus errores y sus faltas. Tampoco ocultaba lo que no le convenía. Conmigo siempre se mostraba amable. Y me ayudaba. De no ser por él, supongo que mi vida en la residencia hubiera sido mucho más complicada y desagradable. A pesar de ello, jamás le abrí mi corazón. En este sentido, nuestra relación era muy diferente de mi amistad con Kizuki. El día en que vi cómo Nagasawa, ebrio, molestaba a una chica, decidí que bajo ningún concepto confiaría en aquel individuo.
En el dormitorio circulaban muchas leyendas sobre Nagasawa. Una, que en una ocasión se había comido tres babosas. Otra, que tenía un pene enorme y se había acostado con cien mujeres.
La historia de las babosas era cierta. Al preguntárselo, me dijo:
—¡Ah, sí! Es verdad. Me tragué tres babosas enormes.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Por varias razones —comentó—. Esto ocurrió el año en que entré aquí. Había mal rollo entre los novatos y los veteranos. Era septiembre. Yo, en nombre de los novatos, fui a hablar con los veteranos, unos tíos de derechas con espadas de madera y todo. Vamos, que no estaban por la labor. Les dije: «Muy bien. Haré lo que sea. Pero espero que quede zanjado el asunto». Y ellos me respondieron: «Entonces trágate unas babosas». «De acuerdo», dije. «Me las tragaré». Por eso lo hice. Aquellos cerdos me trajeron tres babosas enormes.
—¿Y qué sentiste?
—¿Que qué sentí? Lo que siente uno al tragarse una babosa sólo puede saberlo el que se ha tragado una. Sientes la babosa deslizándose por la garganta hacia el estómago… ¡Aj! Es asqueroso. Repugnante. Está fría y te deja un regustillo en la boca que… Al recordarlo, se me ponen los pelos de punta. Me daban arcadas, pero me aguanté. Si las hubiera vomitado hubiera tenido que tragármelas igualmente. Al final me tragué las tres.
—¿Y qué hiciste después?
—Fui a mi habitación y me hinché de agua salada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Sí, claro —admití.
—Nadie más se metió conmigo. Ni siquiera los mayores. Porque yo era el único capaz de hacer una cosa así.
—Ya lo creo.
Lo del tamaño del pene fue fácil de averiguar. Bastó con entrar juntos en el baño. En efecto, lo tenía bastante grande. En cambio, el asunto de las cien mujeres era una exageración. «Serán unas setenta y cinco», dijo él tras pensárselo unos instantes. «No me acuerdo bien, pero sin duda más de setenta». Cuando le confesé que yo sólo me había acostado con una, exclamó:
—¡Pero si es lo más fácil del mundo! Un día de éstos saldremos tú y yo. Y ya verás como te acuestas con una.
No me lo creí, pero, viéndolo actuar, tuve que reconocer que tenía razón. Era tan fácil que casi carecía de interés. Entraba con él en algún bar de Shibuya o de Shinjuku (casi siempre en los mismos), buscábamos a un par de chicas que nos gustaran (el mundo está lleno de pares de chicas), hablábamos con ellas, bebíamos, íbamos a un hotel y nos acostábamos. Él era un buen conversador. Aunque no decía nada del otro mundo, las chicas caían rendidas ante sus palabras, quedaban atrapadas en la conversación, iban bebiendo sin darse cuenta, se emborrachaban y acababan acostándose con él.
Y, encima, era guapo, amable, inteligente; las chicas se sentían bien a su lado. Al parecer, a mí también me encontraban encantador por el simple hecho de acompañarlo. Cuando yo, instado por Nagasawa, contaba algo, las chicas se sentían fascinadas por mi charla y me reían las gracias igual que le sucedía a él. Todo gracias a los poderes mágicos de Nagasawa. No dejaba de sorprenderme: «¡Qué talento tiene!».
Comparado con Nagasawa, las dotes de Kizuki como conversador eran un juego de niños. Algo muy distinto. Aunque me impresionaran las malas artes de Nagasawa, añoraba a Kizuki. «Era un chico leal», me decía. «Reservaba sus habilidades para Naoko y para mí». Por el contrario, Nagasawa derrochaba su talento abrumador a diestro y siniestro. No le apetecía acostarse con las chicas que tenía delante. Para él todo era un juego.
A mí no me gustaba demasiado acostarme con desconocidas. Era una forma cómoda de satisfacer el deseo sexual y, además, disfrutaba abrazando a una chica, acariciándola. Lo que odiaba era la mañana siguiente. Al despertarme, encontraba a una desconocida durmiendo a mi lado, con la habitación apestando a alcohol y la nota chillona característica de los love hotels sobre la cama, en las lamparitas, en las cortinas, en todas partes, y sentía la cabeza embotada por la resaca. Al rato, la chica, se despertaba y buscaba la ropa interior por la habitación. Luego, mientras se ponía las medias, decía: «¿Tomaste precauciones? Porque estaba en el día del mes más peligroso…». Después se dirigía al espejo y, rezongando que le dolía la cabeza o que el maquillaje no lo arreglaba aquella mañana, se pintaba los labios y se ponía las pestañas postizas. Lo odiaba. Hubiese preferido no quedarme hasta la mañana siguiente, pero no podía cortejar a una chica pensando que cerraban la residencia a las doce de la noche (era humanamente imposible), así que pedía permiso para pernoctar fuera. Y entonces tenía que quedarme en el hotel hasta la mañana siguiente y volvía a la residencia lleno de odio hacia mí mismo, odio y desilusión, cegado por la luz de la mañana, con la boca áspera, como si la cabeza perteneciera a otra persona.
Interrogué a Nagasawa tras acostarme con tres o cuatro chicas. ¿No se sentía vacío tras haber hecho aquello setenta veces?
—Que te sientas vacío demuestra que eres un tío decente. Esto es algo positivo —dijo—. No ganas nada acostándote con desconocidas. Sólo consigues cansarte y odiarte a ti mismo. A mí también me pasa.
—¿Y por qué no dejas de hacerlo?
—Me cuesta explicarlo. Se parece a lo que Dostoievski escribió sobre el juego. Es decir, cuando a tu alrededor todo son oportunidades, es muy difícil pasar de largo sin aprovecharlas, ¿entiendes?
—Más o menos —afirmé.
—Se pone el sol. Las chicas salen, dan una vuelta, beben. Quieren algo, y yo puedo dárselo. Es algo tan sencillo como abrir el grifo y beber agua. Esto es lo que ellas esperan. Pues bien, las posibilidades están al alcance de mi mano. ¿Debo dejarlas escapar? Tengo el talento y las circunstancias idóneas para valerme de él. ¿Tengo que cerrar la boca y pasar de largo?
—No lo sé. Nunca me he encontrado en esta situación. Ni siquiera puedo imaginármelo —le dije riendo.
—Según como lo mires, es una suerte —repuso Nagasawa.
Su afición a las mujeres había sido el motivo por el que Nagasawa, que pertenecía a una familia pudiente, había llegado a la residencia. El padre, temiendo que, si vivía solo, se pasara el día corriendo detrás de las faldas, le exigió que estuviera los cuatro años en la residencia. A Nagasawa le daba igual porque allí vivía a su aire, haciendo caso omiso de las normas. Cuando le apetecía, sacaba un pase de pernoctación y salía a ligar o pasaba la noche en el apartamento de su novia. Conseguir ese permiso no era fácil, pero, por lo visto, Nagasawa tenía paso franco, y yo, si él lo pedía, también.
Nagasawa tenía una novia formal desde el primer año de universidad. Se llamaba Hatsumi y tenía su misma edad. Yo la había visto algunas veces y me había parecido una chica muy agradable. No era una belleza, sino que su aspecto era más bien anodino. Al principio me extrañó que Nagasawa saliera con una chica tan poco vistosa, pero en cuanto crucé unas palabras con ella me gustó. Era tranquila, inteligente, considerada, tenía sentido del humor y vestía siempre con elegancia. A mí me encantaba Hatsumi y pensaba que, si tuviera una novia como ella, no iría acostándome con mujeres estúpidas. Yo a ella le caía bien, e insistía en presentarme a alguna chica más joven del club de estudiantes de su universidad para que saliéramos los cuatro, pero no quería repetir los errores del pasado y siempre me zafaba con alguna excusa. La universidad donde estudiaba Hatsumi era conocida por reunir a las hijas de las familias más ricas, con quienes no creía tener nada en común.
Ella intuía que Nagasawa se acostaba con otras chicas, pero jamás se lo reprochó. Lo amaba con locura y no quería presionarlo lo más mínimo.
—No me merezco una mujer así —decía Nagasawa.
Y yo estaba de acuerdo con él.
En invierno encontré un trabajo de media jornada en una tienda de discos de Shinjuku. No pagaban demasiado, pero el trabajo era ameno y no me suponía un gran esfuerzo pasar tres noches por semana en la tienda. Además, podía comprar discos con descuento. En Navidad le regalé a Naoko uno de Henry Mancini que incluía su adorada Dear Heart. Se lo envolví yo mismo y le puse una cinta roja. Naoko, por su parte, me obsequió con unos guantes de lana que había tricotado para mí. El dedo gordo era un poco corto pero, lo que es calentar, calentaban.
—Perdona. Soy muy torpe —se disculpó sonrojándose.
—No importa. Me van perfectos —le dije enseñándole los guantes puestos.
—Al menos no tendrás que meterte las manos en los bolsillos —añadió.
Naoko no volvió a Kôbe durante las vacaciones. Yo tenía trabajo en la tienda hasta fin de año y también me quedé en Tokio. En Kôbe no tenía ninguna perspectiva interesante ni a nadie a quien me apeteciera ver. El comedor cerraba en Año Nuevo, así que comí en el apartamento de Naoko. Cocinamos unos mochi y un zôni[6] sencillo.
Entre enero y febrero de 1969 pasaron bastantes cosas.
A finales de enero, Tropa-de-Asalto cayó en cama con casi cuarenta grados de fiebre. Por esta razón tuve que anular una cita con Naoko. Había conseguido, con gran esfuerzo, dos invitaciones para un concierto y le propuse a Naoko que me acompañara. A ella le hacía mucha ilusión porque la orquesta interpretaba la Cuarta sinfonía de Brahms, su preferida. Pero Tropa-de-Asalto estaba retorciéndose de dolor en la cama, con aire de ir a morirse de un momento a otro, y no era cuestión de dejarlo en ese estado. No encontré ningún alma caritativa dispuesta a cuidarlo en mi ausencia. Total, que fui a comprar hielo, le hice una compresa apilando varias bolsas de plástico llenas, le enjugué el sudor con una toalla fría, le tomé la temperatura cada hora e incluso le cambié la camisa. La fiebre no bajó durante todo el día. Pero, a la mañana siguiente, se levantó de repente y empezó a hacer gimnasia como si nada hubiera sucedido. El termómetro marcaba treinta y seis grados y dos décimas. Era imposible creer que fuera un ser humano.
—¡Qué extraño! Jamás había tenido fiebre —me dijo como si fuese culpa mía.
—Pues ahora la has tenido —repliqué enfadado. Y le mostré las entradas desperdiciadas por culpa de su calentura.
—¡Menos mal que eran invitaciones!
Tuve el impulso de agarrar la radio y tirarla por la ventana, pero empezó a dolerme la cabeza, me metí en la cama y me dormí.
En febrero nevó en varias ocasiones.
A finales de mes tuve una pelea estúpida con uno de los alumnos mayores que vivía en la misma planta que yo. Le aticé y se golpeó la cabeza contra el muro de cemento. Por suerte, no fue grave y, además, Nagasawa intercedió por mí. De todas formas, el director de la residencia me llamó a su despacho y me soltó una reprimenda. A partir de entonces, jamás volví a sentirme a gusto en la residencia.
Así terminó el curso escolar y llegó la primavera. Suspendí algunas asignaturas. Mis notas fueron mediocres. Muchas C y D, alguna B. Naoko pasó a segundo sin suspender ninguna asignatura. Habíamos completado el ciclo de las cuatro estaciones.
A mediados de abril Naoko cumplió veinte años. Puesto que yo había nacido en noviembre, ella era siete meses mayor. No acababa de hacerme a la idea de que ella cumpliera veinte años. Me daba la impresión de que lo normal sería que, tanto ella como yo, viviéramos eternamente entre los dieciocho y diecinueve años. Después de los dieciocho, cumplir diecinueve; después de los diecinueve, cumplir otra vez dieciocho. Eso sí tendría sentido. Pero ella había cumplido veinte años. Y yo en otoño también los cumpliría. Sólo un muerto podía quedarse en los diecisiete años para siempre.
El día de su cumpleaños llovió. Después de las clases compré un pastel, subí al tren y me dirigí a su casa. «Hoy cumples veinte años y hay que celebrarlo», le dije. A mí me hubiera gustado que ella hiciera lo mismo. Debe de ser muy triste celebrar que cumples veinte años solo. El tren estaba lleno y traqueteaba, de modo que cuando llegué a su casa el pastel parecía las ruinas del Coliseo romano. Con todo, tras poner las veinte velitas que tenía preparadas, encenderlas, correr las cortinas y apagar la luz, aquello pareció un cumpleaños. Naoko abrió una botella de vino. Bebimos, comimos pastel, tomamos una cena sencilla.
—No sé por qué pero me parece estúpido cumplir veinte años —dijo Naoko—. No estoy preparada. Me siento rarísima. Parece que alguien está empujándome por detrás.
—Yo aún tengo siete meses para ir haciéndome a la idea. —Me reí.
—¡Qué suerte! Todavía tienes diecinueve años. —Naoko sintió envidia.
Durante la comida le conté que Tropa-de-Asalto se había comprado un jersey nuevo. Antes sólo tenía uno (el azul marino del uniforme del instituto). El nuevo era rojo y negro, muy bonito, con un motivo de ciervos. El jersey era precioso, pero cuando Tropa-de-Asalto lo llevaba puesto, despertaba la hilaridad general. Él no podía entender de qué se reían.
—Wat-watanabe, ¿qué te-tengo de ra-raro? —me preguntó sentándose a mi lado en el comedor—. ¿Llevo algo pegado en la cara?
—Ni llevas nada pegado, ni pasa nada raro. —Intenté mantener la compostura—. Por cierto, bonito jersey.
—Gracias. —Sonrió muy contento.
A Naoko le divirtió esta historia.
—Quiero conocerlo. Aunque sea una vez.
—No puede ser. Seguro que te partirías de risa —dije.
—¿Tú crees?
—Apostaría por ello. Incluso a mí, que vivo con él todos los días, a veces me cuesta aguantarme.
Después de comer, recogimos los platos de la mesa y nos sentamos en el suelo para escuchar música mientras bebíamos el resto del vino. En el tiempo de tomarme una copa, ella se bebió dos.
Aquel día Naoko habló mucho, algo poco frecuente en ella. Me habló de su infancia, de su escuela, de su familia. Cada relato era largo y detallado como una miniatura. Escuchándola, me quedé admirado de su portentosa memoria. De pronto, empezó a llamarme la atención algo en su manera de hablar. Algo extraño, poco natural, forzado. Cada uno de los episodios era, en sí mismo, creíble y lógico, pero me sorprendió la manera de ligarlos. En un momento determinado, la historia A derivaba hacia la historia B, que ya estaba contenida en la historia A; poco después, pasaba de la historia B a la historia C, implícita en la anterior, y así de manera indefinida. Sin un final previsible. Al principio asentía, pero pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado todos, volví a empezar por el primero. Naoko sólo tenía seis discos, el primero del ciclo era Sargeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y el último, Waltz for Debbie, de Bill Evans. Al otro lado de la ventana seguía lloviendo. El tiempo discurría despacio, y Naoko continuaba hablando sola. Aquella extraña forma de contar las cosas se debía a que al hablar sorteaba ciertos puntos. Uno, por supuesto, era Kizuki, pero no era el único. Relataba con extrema minuciosidad algo intrascendente al tiempo que eludía otros temas. No obstante, por primera vez la veía charlar con entusiasmo. Dejé que se expresara.
Cuando dieron las once empecé a sentirme intranquilo. Naoko llevaba ya más de cuatro horas hablando sin parar. Además, me preocupaban el último tren y la hora de cierre de la residencia. Esperé el momento adecuado para interrumpirla:
—Tendría que irme ya. Voy a perder el último tren. —Consulté el reloj.
Al parecer, mis palabras no llegaron a sus oídos. O, si llegaron, no las entendió. Enmudeció unos instantes y luego siguió hablando. Me conformé, volví a sentarme y bebí el vino que quedaba en la segunda botella. Así las cosas, lo mejor sería dejarla hablar cuanto quisiera. Y decidí olvidarme del último tren, de la hora de cierre del portal y de todo lo demás.
Pero Naoko no siguió hablando mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta, se detuvo. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no dejó de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente. Intentó continuar, pero ya no quedaba nada. Algo se había perdido. O quizás era yo quien lo había echado a perder. Tal vez mis palabras habían llegado finalmente a sus oídos, al fin las había comprendido y había perdido las ganas de seguir charlando. Me clavó una mirada perdida con la boca entreabierta. Parecía una máquina que hubiese dejado de funcionar al desenchufarla. Sus ojos estaban cubiertos por un velo opaco.
—Me sabe mal haberte interrumpido —le dije—, pero es tarde y…
Las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas, cayeron en grandes goterones sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba encorvada hacia delante, con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Era la primera vez que veía a alguien sollozar con tanta desesperación. Alargué la mano, la posé en su hombro. Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo, la atraje hacia mí. Continuó llorando en silencio, temblando entre mis brazos. Se me humedeció la camisa, que quedó empapada de sus lágrimas y de su aliento cálido. Los diez dedos de Naoko recorrían mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le acariciaba el pelo liso y suave con la derecha. Me mantuve en esta posición mucho rato esperando a que su llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.
Aquella noche me acosté con Naoko. No sé si fue lo correcto. Ni siquiera hoy, veinte años después, podría decirlo. Tal vez jamás lo sepa. Pero entonces era lo único que podía hacer. Ella estaba en un terrible estado de nerviosismo y confusión; deseaba que yo la tranquilizase. Apagué la luz de la habitación, la desnudé despacio, con ternura; luego me quité la ropa. La abracé. Aquella noche de lluvia tibia no sentimos el frío. En la oscuridad, exploramos nuestros cuerpos sin palabras. La besé, envolví con suavidad sus senos con mis manos. Naoko asió mi pene erecto. Su vagina, húmeda y cálida, me esperaba. Sin embargo, cuando la penetré sintió mucho dolor. Le pregunté si era la primera vez, y ella asintió. Me quedé desconcertado. Creía que ella y Kizuki se acostaban. Introduje el pene hasta lo más hondo, lo dejé inmóvil y la abracé durante mucho tiempo. Cuando vi que se tranquilizaba, empecé a moverlo despacio y, mucho después, eyaculé. Al rato, Naoko me abrazó muy fuerte y gritó. Era el orgasmo más triste que había oído nunca.
Cuando todo hubo terminado, le pregunté por qué no se había acostado con Kizuki. No debí preguntarlo. Naoko apartó los brazos de mi cuerpo y volvió a llorar en silencio. Saqué el futón del armario empotrado y la acosté. Luego me fumé un cigarrillo mientras contemplaba la lluvia de abril que caía al otro lado de la ventana.
A la mañana siguiente había escampado. Naoko dormía dándome la espalda. O quizá no había dormido en toda la noche. Despierta o dormida, sus labios habían perdido todas las palabras, su cuerpo estaba tan rígido que parecía congelado. Le dirigí varias veces la palabra, pero no obtuve respuesta. No se movió siquiera. Me quedé mucho tiempo con la vista clavada en su hombro desnudo; al final, desistí y me incorporé en la cama.
En el suelo quedaban los restos de la noche anterior: fundas de disco, copas, botellas de vino, un cenicero. Sobre la mesa, medio pastel de cumpleaños hecho migas. Como si el tiempo se hubiese detenido de repente. Recogí las cosas esparcidas por el suelo y bebí dos vasos de agua del grifo.
Encima del pupitre yacía un diccionario y una tabla de verbos franceses. De la pared de encima del pupitre colgaba un calendario. Sólo cifras, sin fotografías ni dibujo alguno. El calendario estaba inmaculado. Ni una nota, nada.
Recogí mi ropa del suelo y me vestí. La pechera de la camisa todavía estaba húmeda y fría. Acerqué el rostro; olía a Naoko. En el bloc de encima del pupitre escribí: «Cuando te tranquilices, me gustaría hablar contigo con calma. Llámame pronto. Feliz cumpleaños». Contemplé una vez más el hombro de Naoko, salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado.
Una semana después aún no me había llamado. En casa de Naoko no se podía dejar ningún recado en el contestador, así que el domingo por la mañana me acerqué a Kokubunji. Ella no estaba y la placa con su nombre había sido arrancada de la puerta. Las ventanas y contraventanas estaban cerradas. Al preguntar por ella al portero, me dijo que se había mudado tres días antes. Y que no sabía adónde.
Volví a la residencia y le escribí una larga carta a su casa de Kôbe. Pensé que, estuviera dónde estuviese, sus padres se la remitirían.
Le expresé mis sentimientos.
«Hay muchas cosas que no entiendo todavía, pero estoy tratando de comprenderlas. Necesito tiempo. No tengo la más remota idea de dónde estaré llegado ese momento. Por eso no puedo decirte palabras bonitas prometiéndote o pidiéndote nada. Todavía nos conocemos poco. Pero, si me das tiempo, haré lo imposible para que podamos conocernos mejor. Quiero volver a verte y hablar contigo. Cuando perdí a Kizuki, perdí a la única persona con quien podía sincerarme. Supongo que a ti te sucedió lo mismo. Es probable que tú y yo nos necesitemos más el uno al otro de lo que suponíamos. Y que, debido a esto, nuestra relación haya dado un rodeo, que, en cierto sentido, se haya torcido. Quizá no tendría que haber hecho lo que hice. Pero no podía actuar de otro modo. Y la intimidad y el cariño que sentí hacia ti en aquel momento no los había experimentado nunca antes. Quiero una respuesta. La necesito».
Esto decía mi carta. No obtuve respuesta.
Algo se hundió en mi interior y, sin nada que pudiera rellenar ese vacío, quedó un gran hueco en mi corazón. Mi cuerpo mostraba una ligereza anormal y una resonancia hueca. Empecé a ir a la universidad con mayor frecuencia. Las clases eran aburridas y apenas hablaba con mis compañeros, pero no tenía otra cosa que hacer. Me sentaba solo en un extremo de la primera fila y atendía a las lecciones, no cruzaba palabra con nadie, comía solo. Dejé de fumar.
A finales de mayo la universidad declaró una huelga. La llamaban «desarticulación de la universidad». Yo pensaba: «Ya ves. Desarticuladla si es eso lo que queréis. Desmontadla a piezas, aplastadla bajo vuestros pies, reducidla a polvo. No me importa lo más mínimo. Me quedaré más fresco que una rosa. Es más. Si es preciso, os echaré una mano. ¡Adelante!».
Dado que la universidad permanecía cerrada y las clases habían sido suspendidas, empecé un trabajo de media jornada en una empresa de transportes. Me sentaba en el camión en el asiento del copiloto y cargaba y descargaba trastos. El trabajo era más duro de lo que esperaba. Al principio me dolían todos los huesos y a duras penas podía levantarme por las mañanas. Pero me pagaban bien y, mientras estaba ocupado y me mantenía activo, olvidaba el vacío que sentía en mi interior. Trabajaba durante el día en la empresa de transportes y, tres noches por semana, en la tienda de discos. Las noches que libraba, leía en mi habitación y bebía whisky. Tropa-de-Asalto no probaba el alcohol y no soportaba su olor. Cuando me vio tumbado en la cama bebiendo whisky, se quejó diciendo que con aquella peste no podía estudiar. Que bebiera fuera.
—Vete tú —le espeté.
—Pe-pero en el dor-dormitorio no se puede tomar alcohol. Son las nor-normas.
—Vete tú —le repetí.
No insistió. Me había puesto de malhumor, así que subí a la azotea y me tomé allí mi vaso de whisky.
En junio volví a escribirle una larga carta a Naoko, que le envié a Kôbe. El contenido era similar al de la primera. Añadí que era muy duro estar esperando su respuesta y que sólo quería saber si la había herido. Al echarla al buzón, sentí cómo el hueco que había en mi corazón se agrandaba un poco más.
En junio salí un par de veces con Nagasawa y me acosté con otras chicas. Fue muy sencillo en ambas ocasiones. Una de las dos chicas, ya en la cama del hotel, cuando me disponía a desnudarla, ofreció una resistencia salvaje, pero cuando, harto del asunto, me puse a leer un libro en la cama, pegó inmediatamente su cuerpo contra el mío. La otra chica, después de hacer el amor, quiso saberlo todo sobre mí. Con cuántas mujeres me había acostado en mi vida, de dónde era, a qué universidad iba, qué tipo de música me gustaba, si había leído alguna novela de Osamu Dazai, a qué país del extranjero preferiría viajar, si sus senos me parecían más grandes que los de las demás chicas… Me hizo toda clase de preguntas. Le respondí como pude y me dormí. Al despertarme, me dijo que quería desayunar conmigo. Entramos en una cafetería y tomamos el menú: unos huevos malos, unas tostadas infames y un café peor todavía. Durante el desayuno ella siguió interrogándome. En qué trabajaba mi padre, si había sacado buenas notas en el instituto, en qué mes había nacido, si había comido ranas alguna vez, etcétera. Empezó a dolerme la cabeza, así que, después del desayuno, le dije que tenía que irme a trabajar.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó con semblante triste.
—Seguro que nos encontramos por ahí cualquier día —le respondí, y me fui.
«¿Qué coño estás haciendo?», me dije asqueado al quedarme solo. No tendría que actuar de ese modo. Pero no podía evitarlo. Mi cuerpo tenía un hambre y una sed terribles y necesitaba acostarme con chicas. Cuando estaba con ellas pensaba todo el tiempo en Naoko. En la blancura de su cuerpo emergiendo en la oscuridad, en sus suspiros, en el ruido de la lluvia. Y cuanto más pensaba en ella, más hambriento, más sediento me sentía. En la azotea, bebiendo whisky, pensaba: «¿Adónde quieres llegar?».
A principios de julio recibí una carta de Naoko. Era una misiva breve.
«Perdona que haya tardado tanto tiempo en responderte. Intenta comprenderme. Me ha resultado muy difícil. He escrito y reescrito esta carta cientos de veces, pero me cuesta mucho. Empiezo por las conclusiones. Por ahora he dejado mis estudios. Aunque diga “por ahora” es probable que no vuelva nunca más a la universidad. De hecho, la licencia por interrupción de estudios no ha sido más que un trámite. Quizá creas que ha sido una decisión precipitada, pero llevaba mucho tiempo pensando en hacerlo. Intenté hablarte varias veces de ello, pero me sentía incapaz de abordar el tema. Me daba miedo pronunciar estas palabras.
»No te preocupes por nada. Así han ido las cosas. No quiero hacerte daño. Si es así, lo siento. Lo único que trato de decirte es que no soporto la idea de que, por culpa mía, te reproches nada. Yo soy la única responsable. Durante todo este año lo he ido posponiendo, y esto te ha creado a ti muchas molestias. Tal vez hasta hoy.
»Abandoné mi apartamento en Kokubunji y volví a mi casa de Kôbe. Durante un tiempo he estado acudiendo al hospital. El médico dice que en las montañas de Kioto hay un sanatorio que me conviene, y estoy pensando en ingresar allí. No es un hospital en el sentido estricto de la palabra. Es una especie de institución muy abierta. Ya te lo contaré con más detalle en otra ocasión. Todavía no puedo escribir bien. Ahora lo que necesito es calmar mis nervios en un lugar tranquilo, alejado del mundo.
»A mi manera, te agradezco que hayas estado a mi lado durante este último año. Créeme. No eres tú quien me has herido. He sido yo misma. Esto lo tengo muy claro.
»Aún no estoy preparada para verte. No es que no quiera, es que no me veo con ánimos. Cuando lo esté, te escribiré enseguida. Y entonces quizá podríamos conocernos mejor. Como tú dices, tendríamos que saber más el uno del otro.
»Adiós».
Leí la carta más de cien veces. Y siempre que lo hacía me invadía una tristeza insondable. La misma que sentía cuando Naoko me miraba fijamente a los ojos. Era incapaz de soportar aquel desconsuelo, pero no podía encerrarlo en ninguna parte. No tenía contornos, ni peso, igual que un fuerte viento soplando a mi alrededor. Ni siquiera podía investirme de él. La escena discurría despacio ante mis ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaban a mis oídos.
Los sábados por la noche seguía sentándome en la silla del vestíbulo y dejaba pasar el tiempo. Nadie iba a llamarme, pero tampoco tenía otra cosa que hacer. Siempre fingía que estaba viendo en la televisión la retransmisión del partido de béisbol. El espacio inconmensurable que se abría entre el televisor y yo se dividía en dos; luego este espacio volvía a partirse por la mitad. El proceso se repetía una y otra vez, hasta que al final era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano.
A las diez apagaba el televisor, regresaba a mi habitación y me dormía.
A finales de mes Tropa-de-Asalto me regaló una luciérnaga. La había metido en un bote de café instantáneo. Dentro había unas briznas de hierba y un poco de agua; en la tapa se abrían unos pequeños agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto como los que se ven en las orillas de las charcas, pero Tropa-de-Asalto me aseguró que era una luciérnaga. «Sé mucho de luciérnagas», me dijo. Y yo no tenía razones ni pruebas para negarlo. Así que quedó en que se trataba de una luciérnaga. El bicho tenía una cara más bien somnolienta. Intentaba trepar por las resbaladizas paredes de cristal cayendo invariablemente al fondo.
—Estaba en el jardín.
—¿En éste? —le pregunté sorprendido.
—Sí. En el ho-hotel que hay aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los clientes. Y ésta ha venido a parar aquí —explicó mientras introducía algo de ropa y unos cuadernos en su bolsa de viaje color negro.
Hacía ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano y en la residencia sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a Kôbe y seguí trabajando; él había hecho unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa. A Yamanashi.
—Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará —me dijo.
—Gracias.
Al caer la noche, la residencia estaba tan silenciosa que hacía pensar en unas ruinas. La bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar pocos estudiantes, encendían la mitad de las luces. El ala derecha permanecía a oscuras. Con todo, un ligero olor a comida subía desde el comedor. Un olor a estofado.
Tomé el bote con la luciérnaga y fui a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la piel de un animal. Trepé por la escalera metálica hasta lo alto de la torre del agua. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos del sol. Me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla. Una luna blanca casi llena flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro. Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad.
Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.
Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote y lo sacudí con cuidado varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y levantó el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.
Intenté recordar cuándo había visto una luciérnaga por última vez. ¿Dónde había sido? Logré recordar la escena. Pero no el lugar ni el momento. En la oscuridad de la noche se oía el ruido del agua. Había una esclusa de ladrillo, de modelo antiguo, que se abría y cerraba al girar una manivela. El río no era una corriente tan pequeña como para que las hierbas de la orilla pudieran ocultar casi por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la penumbra. Una oscuridad tan profunda que, tras apagar la linterna de bolsillo, no me veía los pies siquiera. Y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz se reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes. Cerré los ojos y me sumergí un momento en el recuerdo. Oía el viento con una claridad meridiana. Aunque no soplaba con fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro extrañamente brillante. Abrí los ojos y comprobé que esa noche de verano era, si cabe, más oscura.
Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.
Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.
Esperé una eternidad.
Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur.
Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.