5
A
sí dejó de asustarme el hecho de no poder dormir. No había razón alguna para tener miedo. «¿Y por qué no me lo tomo de un modo más positivo?», pensé. «Porque estoy ampliando mi vida.» Las horas que iban de las diez de la noche a las seis de la mañana eran solo mías. Hasta entonces, el sueño —aquello que llamaban: «acto de subsanación para el enfriamiento»— me había ocupado una tercera parte del día. Pero, ahora, ese tiempo era mío. De nadie más. Solo mío. Y yo podía utilizarlo a mi antojo. Sin que nadie me molestase, sin que nadie me pidiese nada. Sí. Mi vida se había ampliado. Yo estaba ampliando mi vida en una tercera parte.
Quizá me digas que, desde un punto de vista biológico, eso es una anomalía. Probablemente tengas razón. Y es posible que, más adelante, deba pagar la deuda que implica persistir en esta anomalía. Quizá la vida quiera recobrar esta parte ampliada —es decir, la que he tomado con antelación—. Es una hipótesis sin base alguna, pero tampoco hay ningún fundamento para rechazarla y, además, a la idea no le falta lógica. Se trataría, en definitiva, de que cuadrara el balance entre el tiempo prestado y el restituido.
Pero, a decir verdad, eso ya había dejado de importarme. Aunque tuviera que morir pronto, me daba lo mismo. Bastaba con que me dejaran recorrer a gusto aquel camino acorde con mis hipótesis. Al menos estaba ampliando mi vida. Era algo maravilloso. Y a la vista tenía el resultado. La sensación real de estar allí, viva, sin consumirme. Yo no me consumía. Como mínimo, allí estaba la parte propia que no se consumía. Y, precisamente por eso, tenía la sensación real de que vivía. «Una vida desprovista de la sensación real de que estás viviendo, por más que se prolongue, no tiene ningún sentido», me dije. «Ahora lo veo con total claridad.»
Cuando tenía la certeza de que mi marido se había dormido, me sentaba en el sofá del cuarto de estar, me tomaba un coñac a solas, abría el libro. Durante la primera semana, leí Anna Karénina tres veces seguidas. Cuanto más la releía, más cosas nuevas descubría. Aquella extensa novela estaba llena a rebosar de descubrimientos diversos, de enigmas distintos. Igual que en una caja bellamente labrada, dentro de un mundo existía otro mundo más pequeño y, dentro de ese mundo más pequeño, otro mundo más pequeño todavía. Y la suma de todos aquellos mundos constituía un universo compuesto. Y aquel universo había estado siempre allí, esperando a ser descubierto por los lectores. Mi yo de antes solo había podido comprender una mínima parte, pero mi yo de ahora era capaz de desentrañar el sentido más oculto de la obra. Qué había querido decir Tolstoi en un pasaje, qué esperaba que leyeran los lectores entre líneas, cómo cristalizaba el mensaje en forma de novela, en qué aspecto la obra había llegado a sobrepasar al mismo Tolstoi. Yo era capaz de percibirlo de un modo diáfano.
Por más que me concentrase, no me cansaba. Tras leer y releer Anna Karénina hasta la saciedad, pasé a Dostoievski. Podía leer tanto como quisiera. Por más tiempo que me concentrara, no experimentaba cansancio. Era capaz de entender sin dificultad cualquier pasaje por más complejo que fuese. Y me embargaba una profunda emoción.
Me decía que así era como debía haber sido siempre. Al abandonar el sueño había ampliado mi vida. «La fuerza de concentración es lo más importante», pensaba. «Una vida sin fuerza de concentración es como estar solo con los ojos abiertos sin mirar nada.»
Pronto se me acabó el coñac. Me había bebido casi una botella entera. Fui a unos grandes almacenes y compré allí otra botella igual de Rémy Martin. Después compré una copa de brandy de cristal de primera calidad. También compré chocolate y galletas.
A veces, mientras leía, era presa de una gran excitación. En esas ocasiones, dejaba de leer y me movía por la casa. Hacía flexiones o recorría, sin más, el interior del piso. Cuando me apetecía, salía a dar un paseo nocturno. Me cambiaba de ropa, sacaba el Civic del garaje y circulaba sin rumbo por el barrio. Alguna vez había entrado en uno de esos restaurantes que siguen abiertos toda la noche a tomar un café, pero, como me daba pereza ver a la gente, solía permanecer todo el rato dentro del coche. A veces lo detenía en algún paraje que no parecía peligroso y me quedaba pensando, distraída. Otras, iba hasta el puerto y permanecía un rato contemplando los barcos.
Una sola vez se me acercó un policía y me hizo algunas de las preguntas de rigor. Eran las dos y media de la madrugada, había detenido el coche bajo una farola cerca del muelle y contemplaba las luces de los barcos mientras escuchaba música por la radio. El policía golpeó el cristal de la ventanilla con los nudillos. Bajé el cristal. Era un policía joven. Guapo y educado. Le expliqué que no podía dormir. Me pidió el carnet de conducir y se lo mostré. Estuvo examinándolo unos instantes.
—El mes pasado hubo un asesinato aquí —me dijo—. Tres hombres jóvenes asaltaron a una pareja, asesinaron al hombre y violaron a la mujer.
Ya había oído hablar del incidente. Asentí con un movimiento de cabeza.
—De modo, señora, que es mejor que no ronde por estos parajes, sola y de madrugada. A estas horas es peligroso.
—Gracias. Ya me voy —le dije.
Me devolvió el carnet de conducir. Puse el coche en marcha.
Fue la única vez que alguien me dirigió la palabra. Normalmente, circulaba por las calles durante una hora o dos sin que nadie me molestara. Después, metía el coche en el garaje, al lado del Nissan Bluebird blanco de mi esposo, que permanecía silenciosamente dormido en la oscuridad. Luego, aguzaba el oído a los ruiditos que hacía el motor mientras se iba enfriando. Cuando enmudecía, salía del coche y subía al piso.
Lo primero que hacía al llegar era ir al dormitorio a asegurarme de que mi marido seguía durmiendo sin novedad. Siempre estaba dormido. Luego iba a la habitación de mi hijo. También él dormía profundamente. Ellos no sabían nada. Estaban convencidos de que el mundo seguía funcionando como siempre, de que no se había producido transformación alguna. Pero no era así. El mundo había ido cambiando deprisa sin que ellos lo notaran. Había cambiado tanto que ya no había vuelta atrás.
Una noche me quedé mirando fijamente el rostro dormido de mi marido. Había oído un fuerte ruido en el dormitorio y había ido corriendo a mirar. El despertador se había caído al suelo. Quizá mi marido, moviéndose mientras soñaba, lo había tirado. A pesar de eso, seguía durmiendo profundamente, como si nada hubiera pasado. ¡Uff! ¿Qué haría falta para despertar a ese hombre? Recogí el despertador y lo puse en la cabecera. Luego me crucé de brazos y le clavé la mirada en el rostro. Hacía mucho tiempo que no lo miraba así. ¿Cuántos años haría?
Poco después de casarme, tenía la costumbre de contemplar su rostro dormido. Solo con mirarlo me sentía segura y tranquila. Pensaba que, mientras su sueño fuera tan apacible, a mí no me podía ocurrir nada. Estaba protegida y a salvo. Por eso, tiempo atrás, me gustaba tanto contemplar su rostro después de que él conciliara el sueño.
Pero, a partir de un cierto día, había dejado de hacerlo. ¿Cuándo había sido? Intenté recordarlo. Quizá hubiera sido a raíz de la discusión que mantuve con la madre de mi marido por el nombre que íbamos a ponerle a mi hijo. La madre de mi marido era muy creyente y pretendía elegir el nombre de manera acorde a sus creencias religiosas. No recuerdo cuál habían elegido, pero yo no estaba dispuesta a que ellos decidieran algo así. De modo que tuve una terrible trifulca con mi suegra. Pero mi marido no abrió la boca. Se limitó a permanecer a un lado tratando de apaciguarnos.
En aquel instante dejé de sentir que mi marido me protegía. No. Él no me había defendido. Me enfadé muchísimo. Claro que ese episodio pertenecía al pasado. Mi suegra y yo hicimos las paces. A mi hijo le puse el nombre que quise. Y mi marido y yo nos reconciliamos enseguida.
Pero creo que fue a raíz de aquello que dejé de contemplarlo cuando estaba dormido.
Plantada allí, me quedé observando su rostro dormido. Su sueño era tan profundo como siempre. Por la orilla de la colcha asomaba un pie desnudo formando un ángulo extraño. Aquel ángulo casi hacía pensar que el pie pertenecía a otra persona. El pie era grande y rígido. Mi marido entreabría una boca grande, el labio inferior le colgaba con lasitud y, de vez en cuando, se le estremecían las aletas de la nariz. El lunar de debajo del ojo me pareció desmesuradamente grande y vulgar. Tampoco mostraba elegancia alguna en la manera de cerrar los ojos. Los párpados eran flácidos, parecían coberturas de carne descolorida. «¡Duerme como un imbécil!», pensé. «A eso lo llaman dormir como un bendito. ¡Qué cara tan fea tiene mientras duerme! Horrible. Antes era distinto, seguro. Cuando nos casamos, su cara no era tan blanda. Aunque durmiera tan profundamente como ahora, entonces no tenía un aire tan derrotado.»
Intenté recordar qué cara ponía antes mi marido mientras dormía. Pero, por más que me esforzaba, no lo conseguía. Lo único que recordaba era que, entonces, su rostro no era tan deplorable. ¿O quizá fuera solo la impresión que me daba a mí? Quizá su rostro, durante el sueño, no hubiera cambiado un ápice. Quizá solo fueran mis ojos los que lo veían distinto. Sabía lo que diría mi madre en esos momentos. Era su teoría favorita: «Cuando te casas, la bobería te dura, a lo sumo, dos o tres años». Siempre lo repetía. Seguro que me habría dicho: «Tú lo encontrabas mono porque estabas enamorada».
Pero yo estaba convencida de que no era así. Mi marido se había vuelto feo. Su cara había perdido firmeza. Quizá se debiera a la edad. Mi marido había envejecido, y estaba cansado. Se había ido consumiendo. Y en el futuro, sin duda, seguiría afeándose todavía más. Y yo tendría que soportarlo.
Suspiré. Lancé un suspiro muy hondo, pero no hace falta decir que mi marido no hizo el menor movimiento. Por un simple suspiro no iba a despertarse, claro.
Salí del dormitorio, regresé al cuarto de estar. Volví a beber coñac, leí. Pero había algo que me inquietaba. Dejé el libro y fui a la habitación de mi hijo. Abrí la puerta y, a la luz del pasillo, miré con fijeza el rostro del niño. Su sueño era tan pesado como el de mi marido. Como siempre. Permanecí unos instantes observando su rostro dormido. La piel de su cara era muy tersa. Muy distinta, como es natural, a la de mi marido. Todavía era un niño. Su piel era lustrosa y brillante, sin trazas de vulgaridad.
Pero en su cara había algo que me irritaba. Era la primera vez que abrigaba un sentimiento semejante hacia él. ¿Qué era lo que me producía esa irritación? Allí, de pie, crucé los brazos. Quería a mi hijo, por supuesto. Lo quería muchísimo. Pero no podía negar que allí había algo que me exasperaba.
Sacudí la cabeza.
Permanecí unos instantes con los ojos cerrados. Los abrí, volví a mirar a mi hijo. Y descubrí qué era lo que me irritaba tanto. El rostro de mi hijo era idéntico al de su padre. Y sus rostros eran idénticos al de mi suegra. Gente terca y satisfecha de sí misma. Lo llevaban en la sangre. Yo detestaba la arrogancia de mi familia política. Era cierto que mi marido se portaba bien conmigo. Era cariñoso, se preocupaba por mí. Jamás me había sido infiel, trabajaba mucho. Era serio y se mostraba amable con todo el mundo. Todos mis amigos coincidían en proclamar lo buena persona que era, que no había otro como él. Sí, no podía proferir la mínima queja. Pero el hecho de que no tuviera defectos, a veces, me irritaba. Porque esta perfección escondía cierta falta de imaginación, una extraña rigidez. Y esto a mí me sacaba de quicio.
Acababa de descubrir la misma expresión en el rostro de mi hijo dormido.
Volví a sacudir la cabeza. «En definitiva, es un extraño», pensé. «Cuando crezca, mi hijo no me comprenderá en absoluto. Igual que mi marido ahora, que apenas comprende cómo me siento.»
Amaba a mi hijo. Sobre eso no cabía la menor duda. Pero tuve el presentimiento de que, en el futuro, ya no sería capaz de amarlo con la misma intensidad. Era una idea impropia de una madre. La mayoría de madres no piensan jamás en esos términos. Pero lo sabía. Sabía que yo, algún día, despreciaría a aquel niño. Eso pensé. Lo pensé mientras miraba su cara dormida.
Al pensarlo, me entristecí. Cerré la puerta de su habitación y apagué la luz del pasillo. Me senté en el sofá del cuarto de estar, abrí el libro. Tras leer algunas páginas, lo cerré. Miré el reloj. Faltaba un poco para las tres.
Me pregunté cuántos días llevaba sin dormir. El primer día en que no había podido conciliar el sueño había sido un martes, dos semanas atrás. Es decir que hacía diecisiete días justos. Durante esos diecisiete días no había pegado ojo. Eran diecisiete días y diecisiete noches. Un tiempo muy largo. Ya casi no recordaba en qué consistía dormir.
Cerré los ojos. Y traté de evocar la sensación del sueño. Pero allí solo existían unas tinieblas despiertas. Unas tinieblas despiertas... Esas palabras me recordaron la muerte.
«¿Voy a morir?», pensé.
«Si muriera, ahora, sin más, ¿qué habría sido mi vida?»Pero eso, por supuesto, lo ignoraba.
«Entonces, ¿qué es la muerte?», me pregunté.
Hasta aquel instante, yo siempre había concebido el sueño como una especie de arquetipo de la muerte. Es decir, que imaginaba la muerte como una extensión del sueño. La muerte, en definitiva, vendría a ser como un sueño, pero en un estado de inconsciencia mucho más profundo que el del sueño normal... Un reposo eterno, un apagamiento definitivo. Eso es lo que yo siempre había creído.
Pero, de repente, pensé que tal vez no fuera así. ¿No pertenecería la muerte a una categoría totalmente distinta a la del sueño? ¿No se parecería, más bien, a aquellas tinieblas despiertas, profundas y sin fin que estaba contemplando entonces? Quizá la muerte consistiera en permanecer eternamente despierta, envuelta en aquella negra oscuridad. «Pero eso sería demasiado cruel», me dije. «Porque, si lo que llamamos muerte no representara un descanso para nosotros, ¿qué salvación tendrían nuestras vidas imperfectas llenas de cansancio? Claro que, a fin de cuentas, nadie sabe en qué consiste la muerte. ¿Quién la ha visto realmente con sus propios ojos? Nadie. Todos los que han visto la muerte ahora están muertos. Entre los vivos, nadie sabe cómo es. Son simples conjeturas. Y las conjeturas, sean del tipo que sean, no son más que eso: conjeturas. Eso de que la muerte tenga que ser un reposo tampoco llega a ser ninguna teoría lógica. Eso, hasta que mueras y lo veas, no podrás saberlo. La muerte puede ser cualquier cosa.»
Al pensarlo me invadió, de repente, un profundo terror. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, sentí cómo me ponía rígida. Continuaba con los ojos cerrados. Había perdido el poder de abrirlos. Tenía la vista clavada en las espesas tinieblas que se alzaban ante mí. Las tinieblas eran más profundas que el mismo universo, todavía más desprovistas de esperanza. Yo estaba sola. Mi mente se concentraba, expandiéndose. Me daba la sensación de que, de haberlo deseado, habría podido penetrar hasta el extremo más recóndito del universo. Pero no lo hice. «Aún es demasiado pronto», me dije.
Si la muerte fuera así, ¿qué tendría que hacer yo? Si la muerte consiste en permanecer eternamente despierta con los ojos así clavados en las tinieblas, ¿qué tengo que hacer?
Al fin, abrí los ojos y me bebí de un trago el coñac que quedaba en la copa.