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A
mi marido no le conté que había sufrido una parálisis del sueño ni que había pasado la noche en blanco. No es que pretendiera ocultárselo. Solo que no veía la necesidad de hacerlo. No habría servido de nada y, en realidad, tampoco era tan grave estar una noche sin poder dormir. A cualquiera le pasa alguna que otra vez.
Preparé café para mi marido y a mi hijo le di un vaso de leche caliente, como siempre. Mi marido se comió unas tostadas y mi hijo cereales. Mi marido hojeó el periódico, mi hijo canturreó una canción que acababa de aprender. Luego ambos subieron al Nissan Bluebird y salieron. Yo dije: «Ten cuidado». Mi marido dijo: «Tranquila». Los dos agitaron las manos. Como siempre.
Cuando se hubieron ido los dos, me senté en el sofá y me pregunté qué iba a hacer a continuación. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Qué tenía que hacer? Fui a la cocina, abrí la nevera e inspeccioné el interior. Comprobé que, aunque no hiciera la compra, por un día no pasaba nada. Había pan. Había leche. Había huevos. También tenía carne congelada. Había verduras. Contaba con comida suficiente hasta el almuerzo del día siguiente.
Tenía que ir al banco, pero no se trataba de un asunto que tuviera que resolver necesariamente aquel día. Podía esperar un poco. Me senté en el sofá y reanudé la lectura de Anna Karénina. Al releerla me di cuenta de lo poco que me acordaba de la historia. No recordaba casi nada de los personajes, ni de las escenas. Me daba incluso la sensación de estar leyendo una novela completamente distinta. «¡Qué extraño!», pensé. A pesar de lo mucho que debía de haberme impresionado al leerla por primera vez, a fin de cuentas no me había quedado nada en la memoria. La emoción y el recuerdo que debían de haber existido allí, en un momento dado, habían ido desprendiéndose suave e imperceptiblemente hasta desaparecer por completo.
¿Qué sentido tenía, entonces, la enorme cantidad de tiempo que había consumido leyendo?
Dejé de leer e intenté reflexionar sobre eso. Pero no lo entendía bien y acabé por no saber siquiera en qué estaba pensando. De pronto me descubrí contemplando distraídamente los árboles del otro lado de la ventana. Sacudí la cabeza y reanudé la lectura del libro.
Pasada la mitad del primer volumen, descubrí una viruta de chocolate entre las páginas. El chocolate estaba reseco, fuertemente adherido al papel. Me dije que, en el instituto, debía de haber estado comiendo chocolate mientras leía la novela. Me gustaba mucho mordisquear algo mientras leía. Pensándolo bien, después de casarme no había vuelto a probar el chocolate. Eso era porque mi marido detestaba que comiera dulces. Tampoco solía ofrecérselos a mi hijo. De modo que no había ningún tipo de golosina en casa.
Mirando aquel trocito de chocolate descolorido de más de diez años atrás, me entraron unas ganas irresistibles de comer chocolate. Me apetecía leer Anna Karénina comiendo chocolate, igual que antes. Sentía cómo todas las células de mi cuerpo contenían el aliento y se contraían pidiéndome chocolate.
Me eché una chaqueta sobre los hombros, entré en el ascensor y bajé. Fui a una pastelería del barrio y compré dos tabletas de chocolate que tenían la pinta de ser muy dulces. En cuanto salí de la tienda desenvolví una y empecé a comérmela mientras andaba. La boca se me llenó de olor a chocolate con leche. Percibí claramente cómo cada rincón de mi cuerpo absorbía el dulzor de forma inmediata. Dentro del ascensor, me metí el segundo trozo en la boca. El olor a chocolate inundó también el interior de la cabina del ascensor.
Me senté en el sofá y continué leyendo Anna Karénina mientras saboreaba el chocolate. No tenía nada de sueño. Tampoco sentía el menor cansancio. Podía continuar leyendo indefinidamente, sin parar. Cuando acabé la primera tableta, rasgué el envoltorio de la segunda y me comí la mitad. Cuando ya llevaba leídas dos terceras partes del primer volumen, miré el reloj. Eran las once y cuarenta minutos.
¿Las once y cuarenta minutos?
Mi marido estaba a punto de volver. Cerré precipitadamente el libro y fui a la cocina. Llené una olla de agua, encendí el gas. Piqué cebolla y preparé unos fideos soba para ponerlos a hervir. Mientras el agua se calentaba, metí unas algas wakame deshidratadas en remojo e hice pescados y verduras en vinagreta. Saqué tofu de la nevera, lo corté y aliñé con salsa de soja. Luego fui al baño, me lavé los dientes y me quité el olor a chocolate de la boca.
Justo cuando empezaba a hervir el agua, llegó mi marido.
—Hoy he terminado antes de lo previsto —me dijo.
Comimos los fideos. Mientras, mi marido me estuvo hablando de un nuevo instrumental médico que se estaba planteando introducir en el consultorio. Era un aparato que hacía posible eliminar la placa dental de un modo mucho más eficaz. También permitía ahorrar tiempo.
—Pero, claro, el precio es muy alto. Como de costumbre. Aunque creo que podríamos amortizarlo —dijo mi marido—. Últimamente, hay mucha gente que viene solo a hacerse una limpieza dental. ¿A ti qué te parece?
Yo no quería pensar en las placas de los dientes. No tenía ganas de hablar de un tema semejante durante la comida y tampoco me apetecía devanarme los sesos sobre aquello. Estaba dándole vueltas a las carreras de obstáculos. La placa dental me importaba un comino. Pero no era cuestión de decírselo a mi marido. Para él era algo muy serio. Le pregunté cuánto valía y fingí reflexionar sobre el tema.
—Si lo necesitas, mejor que lo compres, ¿no? —le dije—. Ya nos las apañaremos. Total, no es que vayas a gastarte el dinero en diversiones.
—Es verdad —dijo mi marido. Y repitió mis palabras—: Total, no es que vaya a gastarme el dinero en diversiones.
Después, siguió comiéndose los fideos en silencio.
En una rama de un árbol, del otro lado de la ventana, dos pájaros grandes trinaban a la par. Yo los miraba sin verlos. No tenía sueño. No tenía nada de sueño. ¿Por qué sería?
Mientras yo recogía la mesa, mi marido se sentó en el sofá a leer el periódico. A su lado descansaba Anna Karénina, pero él no le prestó atención. Que yo leyera o dejara de leer, a mi marido le traía sin cuidado.
Cuando terminé de lavar los platos, me dijo:
—Hoy tengo una buena noticia. ¿Adivinas qué es?
Le dije que no lo sabía.
—Mi primer paciente de la tarde ha cancelado la visita. Estoy libre hasta la una y media —me dijo, sonriendo.
Lo intenté, pero seguí sin adivinar por qué aquello era tan buena noticia. ¿Por qué sería? Hasta que se puso en pie y me invitó a ir a la cama no me di cuenta de que me estaba proponiendo tener relaciones sexuales. Pero a mí no me apetecía en absoluto. ¿Por qué tenía que hacerlo? No lo entendía. Lo que yo deseaba era volver enseguida a la novela. Tenderme sola en el sofá e ir volviendo las páginas de Anna Karénina, comiendo chocolate. Mientras lavaba los platos, estuve pensando todo el rato en el carácter de Vronski. ¿Cómo lograba Tolstoi tratar los personajes de un modo tan magistral? Sus descripciones tenían una magnífica exactitud. Pero, justamente por eso, desaparecía cualquier posibilidad de salvación. Y era esa salvación la que, en definitiva...
Cerré los ojos y me apreté las sienes con los dedos. Le dije que, desde aquella mañana, me dolía un poco la cabeza. Que lo sentía mucho. Como era cierto que, a veces, tenía terribles jaquecas, mi marido aceptó mis razones sin dar más vueltas al tema.
—Es mejor que te acuestes y descanses un poco —dijo.
—No es para tanto —repuse.
Hasta pasada la una estuvo sentado en el sofá, escuchando música y leyendo tranquilamente el periódico. Volvió a hablarme de instrumental médico. De cómo adquirían costosos aparatos de tecnología punta y, a los dos o tres años, ya habían quedado anticuados y tenían que reemplazarlos por otros nuevos; de cómo los fabricantes de instrumental médico eran los únicos que se lucraban con el asunto y de otras cosas por el estilo. Yo me limitaba a ir asintiendo de vez en cuando sin escuchar apenas lo que me decía.
Cuando mi marido hubo vuelto al trabajo, doblé el periódico, di unas palmaditas a los cojines del sofá y los ahuequé. Me recosté en el marco de la ventana y barrí la habitación con la mirada. Era incomprensible. ¿Por qué no tenía nada de sueño? Tiempo atrás, había pasado algunas noches en vela. Pero jamás había logrado permanecer tanto tiempo despierta. Lo normal hubiera sido que ya estuviese dormida desde hacía un buen rato y, suponiendo que no me hubiese dormido, tendría que estar cayéndome de sueño. Pero no sentía el menor sopor y, además, tenía la mente muy clara.
Fui a la cocina, calenté café, me lo bebí. Pensé en lo que iba a hacer a continuación. Evidentemente, me apetecía continuar leyendo Anna Karénina. Pero, al mismo tiempo, también quería ir a nadar a la piscina, como siempre. Tras mucho dudar, opté por la natación. No era capaz de explicarlo bien, pero sentía grandes deseos de nadar con todas mis fuerzas para expulsar, de este modo, algo de mi interior. Expulsar. Pero ¿qué diablos iba a expulsar yo? Intenté reflexionar sobre ello. ¿Expulsar qué?
Pero ese algo flotaba vagamente en el interior de mi cuerpo como si fuera una especie de potencialidad. Quería darle un nombre, pero no se me ocurría ninguno. Tenía poca habilidad buscando palabras. Seguro que Tolstoi hubiera sabido hallar el término preciso.
En todo caso, metí el traje de baño en una bolsa, como siempre, subí al Civic y me fui al gimnasio. En la piscina no encontré a ningún conocido. Solo había un hombre joven y una mujer de mediana edad nadando. Con aspecto aburrido, el vigilante no perdía de vista la superficie del agua.
Me puse el traje de baño, las gafas, nadé media hora, como siempre. Pero ese tiempo me supo a poco. Nadé quince minutos más. Al final, hice una calle, ida y vuelta, nadando a crol con ímpetu. Me quedé sin aliento, pero sentía cómo mi cuerpo rebosaba vitalidad. Cuando salí de la piscina, las personas que me rodeaban me miraron de hito en hito.
Como todavía faltaba un poco para las tres, pasé por el banco y resolví aquel asunto. Estuve tentada de pasar también por el supermercado a hacer la compra, pero abandoné la idea y regresé a casa. Y seguí leyendo Anna Karénina. Me acabé el chocolate que quedaba. A las cuatro, cuando volvió mi hijo, le di un zumo y una gelatina de frutas que había hecho yo misma. Luego preparé la cena. Primero saqué carne del congelador y la descongelé; corté verduras y preparé un sofrito. Hice sopa de miso, cocí el arroz. Procedí de una forma muy rápida y mecánica.
Luego seguí leyendo Arma Karénina.
No tenía sueño.