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A
las diez me acosté junto con mi marido. Fingí que iba a dormir con él. Mi marido se durmió enseguida. Concilio el sueño casi en el mismo instante de apagar la lámpara de noche. Como si el interruptor de la luz y su consciencia estuvieran conectados por un cable.
«Es fabuloso», pensé. Hay pocas personas así. Son muchísimas más las que sufren al no poder dormir. Como mi padre. Mi padre siempre se estaba quejando porque era incapaz de dormir bien. Aparte de que le costaba conciliar el sueño, se despertaba al menor ruido o movimiento.
Pero mi marido, no. Una vez cerraba los ojos, no los abría hasta la mañana siguiente. Ya de recién casados, me intrigaba mucho este hecho y, en varias ocasiones, experimenté hasta dónde podía llegar. Le dejaba caer gotitas de agua sobre la cara con un cuentagotas o le hacía cosquillas con un pincel en la punta de la nariz. Pero ni se movía. Si me ponía pesada, al final lo máximo que conseguía era un gruñido. Mi marido ni siquiera soñaba. Al menos, no recordaba nada de lo que había soñado. No hace falta aclarar que jamás había sufrido la parálisis del sueño. Sencillamente, dormía a pierna suelta, como una tortuga enterrada en el fango.
Fabuloso.
Tras permanecer unos diez minutos acostada, salí de la cama con sigilo. Fui al cuarto de estar, encendí la lámpara de pie, me serví coñac en una copa. Después me senté en el sofá y leí mientras paladeaba, sorbo a sorbo, el coñac. Cuando me entraron ganas, saqué el chocolate que tenía guardado en el aparador y me lo comí. Entre una cosa y otra, salió el sol. Al amanecer cerré el libro, hice café y me lo tomé. Luego preparé un sándwich y me lo comí.
Cada día era una repetición del otro.
Realizaba las tareas domésticas en un santiamén y me pasaba el resto de la mañana leyendo. A mediodía dejaba el libro y preparaba el almuerzo de mi marido. Cuando él volvía al trabajo antes de la una, subía al coche, me iba a la piscina y nadaba. Desde que no podía dormir, nadaba con intensidad durante una hora. No me bastaban treinta minutos. Mientras nadaba, solo me concentraba en el ejercicio. No pensaba en nada más. Únicamente pensaba en mover el cuerpo con eficacia, inspirando y espirando a un ritmo regular. Aunque me encontrase con algún conocido, apenas hablaba. Me limitaba a intercambiar un saludo rápido. Si me proponían hacer algo, me excusaba diciendo que tenía algún quehacer. No me apetecía relacionarme con nadie. No tenía tiempo para charlas banales. Después de nadar hasta el límite de mis fuerzas, quería volver pronto a casa y ponerme a leer sin perder un segundo.
Iba a la compra por obligación, hacía la comida, limpiaba la casa, pasaba el rato con mi hijo. Hacía el amor con mi marido por obligación. Una vez que me acostumbré, no me resultó difícil. Por el contrario: era muy sencillo. Bastaba con cortar la conexión entre la mente y el cuerpo. Mientras mi cuerpo se movía a voluntad, mi mente flotaba libremente por el espacio. Acababa las tareas domésticas sin pensar en nada. Le daba la merienda a mi hijo, charlaba con mi marido.
Desde que no podía dormir, me asombraba lo simple que era la realidad. Desenvolverse en la vida real era muy sencillo. Aquello no era más que la realidad. Solo eran tareas domésticas, solo era un hogar. Era igual que manejar una máquina sencilla: una vez que aprendías el modo de empleo, se trataba solo de ir repitiéndolo. Pulsabas este botón, levantabas aquella palanca. Regulabas la intensidad, cubrías con la tapa, programabas el tiempo. Una simple repetición.
A veces había algún cambio, claro está. Un día vino la madre de mi marido y cenamos todos juntos. El domingo fuimos con nuestro hijo al zoológico. El niño tuvo una diarrea terrible. Pero ninguno de esos acontecimientos sacudió mi existencia. Se limitaron a pasar por mi lado como una ráfaga de viento que sopla sin ruido. Charlé con mi suegra, preparé comida para cuatro, hice fotografías delante de la jaula de los osos, apliqué compresas calientes a la barriguita de mi hijo y le hice tomar la medicina.
Nadie se había dado cuenta de mi transformación. De que no podía pegar ojo, de que leía sin descanso, de que mi cabeza estaba a cientos, miles de años de la realidad. Nadie se había dado cuenta de nada. Por más que hiciera las cosas mecánicamente, por deber, sin amor ni sentimiento alguno, tanto mi marido como mi suegra o mi hijo siguieron tratándome como siempre. Incluso se mostraron más relajados conmigo que de costumbre.
Y, así, pasó una semana.
Cuando entré en la segunda semana de vigilia ininterrumpida, me sentí inquieta, como es lógico. Desde cualquier punto de vista, aquello era anormal. El ser humano necesita dormir. No existe una sola persona que no lo haga. Tiempo atrás, había leído algo sobre una tortura que consistía en privar a alguien del sueño. Era una tortura que practicaban los nazis. Encerraban a una persona en un cuarto pequeño y, para impedirle dormir, le enfocaban la luz directamente a los ojos para que los mantuviera abiertos y hacían que oyera ruido sin cesar. La persona acababa enloqueciendo y, poco después, moría.
No logré recordar cuánto tiempo se tardaba en perder la razón. ¿Unos tres o cuatro días quizá? Yo llevaba ya una semana sin dormir. Era demasiado tiempo. A pesar de eso, mi cuerpo no mostraba el menor signo de agotamiento. Al contrario: me sentía mejor que nunca.
Un día, al salir de la ducha, me planté desnuda ante el espejo. Me sorprendió descubrir hasta qué punto mi cuerpo rebosaba vitalidad. Me inspeccioné centímetro a centímetro, de la cabeza a los tobillos, pero no logré descubrir un gramo de grasa, una sola arruga. Mi cuerpo, claro está, no era el mismo que en mi época de adolescente. Pero la piel era aún más luminosa, más tersa. Me pellizqué la barriga. Estaba firme y conservaba una elasticidad prodigiosa.
Me di cuenta de que me había convertido en una mujer más bella de lo que nunca había creído ser. Me veía sumamente rejuvenecida. Podría haberme hecho pasar por una chica de veinticuatro años. La piel era suave, los ojos brillantes. Los labios aparecían lozanos, la sombra bajo el hueso de los pómulos (era la parte de mí misma que más odiaba) apenas se distinguía ya. Me senté ante el espejo y permanecí unos treinta minutos mirándome fijamente. Me observé desde diferentes ángulos, con mirada objetiva. No había equivocación posible. Me había convertido en una mujer muy hermosa.
¿Qué diablos me estaba ocurriendo?
Me planteé consultar a un médico.
Conocía a un doctor que me había tratado desde niña. Pero, al imaginar cuál podía ser su reacción, se me fueron enseguida las ganas. En primer lugar, ¿me creería? Cuando le dijera que llevaba una semana sin pegar ojo, ¿no dudaría de mis facultades mentales? Quizá lo dejara en un simple insomnio de origen neurótico. O quizá me tomara en serio y decidiera enviarme a algún gran hospital para que me hicieran análisis clínicos.
¿Y qué sucedería entonces?
Me encerrarían y me mandarían de aquí para allá haciéndome pruebas. Electroencefalogramas, electrocardiogramas, uroscopias, análisis de sangre, tests psicológicos, etcétera.
No me creía capaz de soportarlo. Yo quería estar sola leyendo tranquilamente. Quería nadar una hora diaria en la piscina. Y, ante todo, quería conservar la libertad. Eso era lo que deseaba. No quería que me metieran en un hospital. Además, aunque lo hicieran, ¿qué lograrían descubrir? Me harían montones de análisis, expondrían montones de hipótesis. Y nada más. Yo no quería que me encerraran en un lugar semejante.
Una tarde fui a la biblioteca y leí algunos libros sobre el sueño. No había demasiados y tampoco ponían nada del otro mundo. En definitiva, todos venían a decir lo mismo: que el sueño era un descanso. Nada más. Algo que equivalía a apagar un motor. Si un motor estaba siempre en marcha, tarde o temprano acababa averiándose. El funcionamiento de un motor generaba inevitablemente calor y ese calor acumulado acababa dañando la máquina. Por eso, para liberar ese sobrecalentamiento, tenía que dejarse reposar. Para que se enfriara. Apagar el motor: eso era el sueño. En el caso del ser humano, el sueño suponía un descanso para el cuerpo y, también, para el espíritu. Cuando nos acostábamos y dejábamos que nuestros músculos reposaran, a la vez cerrábamos los ojos e interrumpíamos los procesos mentales. Y los pensamientos sobrantes producían una serie de descargas eléctricas espontáneas en forma de sueños.
En uno de los libros encontré algo interesante. El autor decía que el ser humano, por naturaleza, no podía escapar a una serie de propensiones individuales, fijas, tanto en lo que se refería al pensamiento como al movimiento físico. El hombre, de modo inconsciente, establecía unas inercias propias en cuanto a la acción y al pensamiento y, una vez establecidas, esas inercias no desaparecían a no ser que ocurriera algo excepcional. En definitiva, que el ser humano vivía encerrado en la jaula de sus propias inercias. Y era justamente la unilateralidad de esas propensiones —según el autor, parecida al desgaste de un solo lado del tacón de los zapatos— lo que el sueño neutralizaba. Es decir, que el sueño compensaba esta unilateralidad, la subsanaba.
Durante el sueño, el ser humano desentumecía de forma espontánea los músculos que tenía propensión a usar de un modo único, descongestionaba los circuitos de pensamiento que usaba de un modo único y, además, producía descargas eléctricas. Así se producía un enfriamiento. Dormir era un acto inevitable programado por ese sistema que era el ser humano. Nadie podía desmarcarse. En caso de que lo hiciera, la existencia misma del ser en cuestión perdería su propio fundamento. Eso era lo que afirmaba el autor.
«¿Propensiones?», pensé.
Lo único que se me ocurría a mí al oír la palabra «propensiones» eran las tareas del hogar. Las diversas labores domésticas que realizaba de un modo maquinal, desprovisto de sentimiento. La cocina, la compra, la colada, el cuidado de mi hijo: ahí no había más que propensiones. Podía realizarlas con los ojos cerrados. Porque no eran más que simples inercias. Pulsar un botón, levantar una palanca. Al obrar de ese modo, la realidad iba fluyendo rápidamente hacia delante. Siempre los mismos gestos: propensiones en estado puro. Yo me iba consumiendo por inercia, igual que el tacón de un zapato se va gastando por el mismo lado, y, para subsanarlo, para enfriarme, necesitaba el sueño diario.
¿Se trataba de eso?
Releí el párrafo con gran atención. Asentí con un movimiento de cabeza. Sí, probablemente se tratara de eso.
¿Qué era, entonces, mi vida? Ir consumiéndome en mis propias inercias e ir durmiendo para contrarrestarlas. Mi vida era una simple reiteración. No iba a ninguna parte.
Ante la mesa de la biblioteca, sacudí la cabeza.
«El sueño no lo necesito», pensé. «Ni que me vuelva loca, ni que pierda ese vital “fundamento de la existencia” por culpa de no dormir. No me importa. Yo no quiero ir consumiéndome en mis inercias. Si el sueño es algo que nos visita regularmente para subsanar ese desgaste unilateral, yo no lo necesito. Tal vez mi cuerpo tenga que consumirse en sus propensiones, pero el espíritu es mío. Y quiero que continúe siendo solo mío. No quiero cedérselo a nadie. No quiero que me subsanen nada. No dormiré.»Con esa resolución, salí de la biblioteca.