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R
ecuerdo con claridad la primera noche en que no pude dormir. Había tenido una pesadilla horrible. Un sueño muy oscuro, viscoso. No me acuerdo del contenido. Lo único que recuerdo es aquella sensación aciaga. Y en el punto álgido del sueño, desperté. Desperté en un momento a partir del cual, de haber permanecido solo un instante más sumergida en el sueño, quizá ya no hubiese podido retroceder. Me desperté súbitamente, como si algo me hubiese arrastrado de pronto hacia atrás. Después de abrir los ojos, permanecí unos instantes jadeando. Tenía las manos y los pies dormidos, paralizados. Me quedé inmóvil, oyendo cómo resonaba el eco ampliado de mi respiración, igual que si yaciera en el interior de una gruta.
«Ha sido un sueño», pensé. Aún tendida de espaldas, quieta, esperé a que mi respiración se acompasara. El corazón me latía con furia y, para enviarle sangre con celeridad, los pulmones se hinchaban y deshinchaban como un fuelle. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, la amplitud de las contracciones fue reduciéndose, poco a poco. «¿Qué hora será?», pensé. Quise mirar el reloj de la cabecera, pero no pude girar la cabeza. Tuve, en aquel instante, la sensación de que algo aparecía, de repente, a los pies de la cama. Una vaga sombra de color negro. Contuve el aliento. Mi corazón, mis pulmones se detuvieron: por un instante, todo se congeló en el interior de mi cuerpo. Agucé la vista, apunté con los ojos hacia la sombra.
En cuanto fijé la mirada, la sombra, deprisa, como si fuera incapaz de esperar un instante más, empezó a tomar una forma clara. Sus contornos quedaron definidos, su interior se materializó, se perfilaron los detalles. Era un anciano enjuto que vestía unas ropas ceñidas de color negro. Tenía el pelo gris y corto, la cara afilada. El anciano permanecía de pie, inmóvil, a los pies de la cama. Sin pronunciar palabra, mantenía su mirada penetrante clavada en mí. Sus ojos eran enormes, incluso se distinguían con claridad las venas rojas que los surcaban. Pero su rostro carecía de expresión. No intentó decirme nada. Estaba vacío como un agujero.
«Esto no es un sueño», pensé. «Del sueño ya he despertado. Y no es que esté medio dormida, he abierto los ojos de golpe. Así que esto no es un sueño. Esto es real.» Intenté moverme. Despertar a mi marido o encender la luz. Pero, por más fuerzas que acopiaba, no podía moverme. Ni siquiera logré mover un solo dedo. De pronto, al descubrir que estaba paralizada, me asaltó el terror. Era un terror ancestral, parecido a un aire frío que ascendiera en silencio desde el pozo sin fondo de la memoria. Aquel aire frío penetró hasta la raíz de mi ser. Quise gritar. Pero no logré emitir sonido alguno. Ni siquiera fui capaz de mover la lengua. Lo único que podía hacer era clavar los ojos en aquel anciano.
El anciano sostenía algo en la mano. Un objeto largo y estrecho, redondeado, que despedía destellos de color blanco. Me quedé observándolo.
Mientras lo miraba con fijeza, aquel algo empezó a tomar una forma definida. Era una jarra. El anciano que estaba a los pies de la cama sostenía una jarra. Era una jarra antigua de cerámica. Poco después la levantó y empezó a verterme agua sobre los pies. Pero yo era incapaz de sentir el tacto del agua. Veía cómo la derramaba sobre mis pies. También oía su sonido al caer. Pero, en los pies, no notaba nada.
El anciano siguió derramando indefinidamente agua sobre mis pies. Lo curioso era que, por más agua que vertiese, la jarra no se vaciaba. De pronto se me ocurrió que tal vez mis pies empezaran a pudrirse y deshacerse de un momento a otro. No sería extraño que, echándoles tanta agua, acabaran corrompiéndose. Pensar en la posibilidad de que mis pies se pudrieran y deshicieran era más de lo que podía resistir.
Cerré los ojos y grité con todas mis fuerzas.
Pero el grito no llegó a materializarse. La lengua no logró hacer vibrar el aire. El grito se limitó a reverberar sin sonido dentro de mí. Aquel grito mudo recorrió el interior de mi cuerpo, hizo que mi corazón dejara de latir. Mi mente quedó momentáneamente en blanco. El grito penetró hasta el último rincón de mis células. Dentro de mí, algo murió, algo se fundió. Como si fuera el destello de una explosión, aquella vibración vacía calcinó de raíz la mayor parte de mi existencia.
Cuando abrí los ojos, la figura del anciano ya no estaba. La jarra, tampoco. Me miré los pies. No había señales de que hubieran arrojado agua sobre la cama. La colcha estaba, como siempre, seca. Por el contrario, yo estaba anegada en sudor. Una cantidad horrorosa de sudor. Me costaba creer que una sola persona hubiera sido capaz de sudar tanto. Pero era mi sudor.
Moví un dedo de la mano y, después, otro; a continuación, traté de doblar los brazos. Luego intenté mover las piernas. Hice girar los tobillos, doblé las rodillas. Aunque tenían poca flexibilidad, logré mover cada una de las partes. Tras comprobar con grandes precauciones que podía mover todo el cuerpo, me incorporé con sigilo. Barrí con los ojos todos los rincones de la habitación, iluminada tenuemente por la luz de las farolas de la calle. El anciano no se veía por ninguna parte.
El reloj de la cabecera señalaba las doce y media. Me había acostado antes de las once, de modo que solo había dormido alrededor de una hora y media. En la cama contigua, mi marido dormía profundamente. Su sueño era tan pesado que ni siquiera se oía su respiración: parecía que hubiese perdido el sentido. Una vez conciliaba el sueño, no se despertaba con facilidad.
Salí de la cama, fui al baño, me quité las ropas anegadas en sudor, las arrojé dentro de la lavadora y me duché. Luego me sequé con la toalla, saqué un pijama limpio de la cómoda, me lo puse. Y encendí la lámpara del cuarto de estar, me senté en el sofá y me tomé un coñac. Yo apenas pruebo el alcohol. No es que me siente mal, como a mi marido. Incluso hubo una época en la que bebía bastante. Pero, al casarme, lo dejé. Solo tomaba ocasionalmente un trago de brandy cuando no podía dormir. Pero aquella noche necesitaba una copa para calmar los nervios excitados.
En el aparador había una botella de Rémy Martin. Era el único alcohol que teníamos en la casa. Alguien nos lo había regalado. Hacía tanto tiempo que ya había olvidado quién.
La botella estaba cubierta por una fina capa de polvo. Como no tenía copas de brandy, llené una copa normal y me la bebí despacio, sorbo a sorbo.
Aún seguía temblando un poco, pero la sensación de terror había ido disipándose gradualmente.
«Quizá haya sido una parálisis del sueño», pensé. Era la primera vez que experimentaba algo similar, pero una amiga de la universidad me había hablado de eso.
—Es todo muy real, no parece un sueño —me había dicho mi amiga—. En aquel momento, no me pareció un sueño en absoluto y, ahora, sigue sin parecérmelo.
«Realmente, no parecía un sueño», pensé. «Pero lo era. Un tipo de sueño que no parece un sueño.»
Sin embargo, aunque se hubiera disipado la sensación de terror, yo continuaba estremeciéndome. Mi piel seguía temblando levemente, como las ondas concéntricas en la superficie del agua después de un terremoto. Aquel ligero temblor era perceptible a mis ojos. «Es por el grito», pensé. Aquel grito que no se había materializado en sonido permanecía oculto dentro de mi cuerpo y continuaba retumbando en forma de temblor.
Con los ojos cerrados, tomé otro trago de coñac. Sentía cómo el cálido líquido se deslizaba por mi garganta e iba descendiendo hasta el estómago. Era una percepción muy real.
De pronto, con un sobresalto, me acordé de mi hijo. Al pensar en él, mi corazón volvió a latir con fuerza. Salté del sofá y fui a paso rápido hacia su habitación. Tal como cabía esperar, él también seguía profundamente dormido. Tenía una mano posada sobre la boca y la otra lanzada hacia un lado. Al parecer, mi hijo dormía a salvo igual que mi marido. Lo cubrí bien con la colcha. No sé qué era lo que me había arrancado del sueño con tanta violencia, pero, al parecer, solo me había atacado a mí. Ni mi marido ni mi hijo habían notado nada.
Volví al cuarto de estar, di vueltas por la habitación. No tenía nada de sueño. Pensé en tomarme otra copa de coñac. Lo cierto era que deseaba beber más. Quería caldear mi cuerpo más, calmar más mis nervios. Sentir dentro de la boca su fuerte y rotundo olor. Pero, tras dudar unos instantes, decidí no beber más. No quería estar borracha por la mañana. Guardé el coñac en el aparador, llevé la copa al fregadero, la lavé. Luego saqué unas fresas de la nevera y me las comí.
De pronto, descubrí que mi piel ya casi había dejado de temblar.
«¿Quién sería aquel anciano vestido de negro?», me pregunté. No recordaba haberlo visto jamás. Incluso su ropa era extraña. Un conjunto deportivo ajustado, a todas luces de modelo antiguo. Era la primera vez que veía una vestimenta parecida. Y luego estaban los ojos. Unos ojos inyectados en sangre que no pestañeaban. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Y por qué me habría echado agua sobre los pies? ¿Por qué tendría que haber hecho algo así?
La razón se me escapaba. No tenía la menor idea.
Mi amiga había sufrido la parálisis del sueño cuando estaba durmiendo en casa de su prometido. Unos quince minutos después de acostarse, se le apareció un hombre malcarado y le dijo que se marchara de aquella casa. Mi amiga, mientras, era incapaz de moverse. Y sudaba a mares. Primero creyó que se trataba del espíritu del difunto padre de su prometido que la conminaba a abandonar la casa. Pero, al día siguiente, cuando este le enseñó una fotografía de su padre, descubrió que su rostro era completamente distinto.
—Debía de estar muy tensa —me había dicho mi amiga—, Quizá por eso tuve un ataque de parálisis del sueño.
Pero yo no me encontraba sometida a tensión alguna. Además, estaba en mi casa. Allí no debía de haber nada que me amenazara. ¿Por qué habría tenido que sufrir, allí, en aquel instante, una parálisis del sueño?
Sacudí la cabeza. Desistí de seguir dándole vueltas. Era inútil. Solo había sido un sueño muy real. Quizá había ido acumulando cansancio sin darme cuenta. Seguro que la culpa la tenía el partido de tenis del día anterior. Después de la natación, una amiga que me encontré en el club me había propuesto jugar al tenis y me excedí un poco. Luego noté los miembros pesados durante un rato. Cuando acabé de comerme las fresas, me tendí en el sofá. Cerré los ojos a ver qué pasaba.
No tenía nada de sueño.
«¡Uff!», pensé. Realmente, no tenía las menores ganas de dormir.
Pensé en leer mientras me entraba el sueño. Fui al dormitorio, saqué una novela de la estantería. La busqué con la luz encendida, pero mi marido no hizo el menor movimiento. Elegí Anna Karénina. Deseaba leer una larga novela rusa. Ya la había leído antes, mucho tiempo atrás. Probablemente cuando estudiaba bachillerato. Apenas recordaba el argumento.
Solo me acordaba de las primeras líneas y de que, al final, la protagonista se suicida arrojándose al tren. «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es de un modo distinto», decía. Creo que iba así. Al principio, ya se insinuaba el suicidio de la heroína en el clímax de la obra. También había una carrera de caballos, ¿no? ¿O se trataba de otra novela?
En todo caso, volví al sofá y abrí el libro. Me pregunté cuántos años hacía que no leía sentada de un modo tan relajado. Por las tardes, durante mi tiempo libre, a veces permanecía unos treinta minutos o una hora ante un libro abierto. Pero, hablando con propiedad, aquello no era lectura. Mientras leía, siempre acababa pensando en otra cosa. En mi hijo, en las compras, en que la nevera no funcionaba bien, en qué me pondría para asistir a la boda de algún pariente, en la operación de estómago de mi padre el mes anterior: esos asuntos me venían de pronto a la cabeza y, uno tras otro, iban hinchándose y derivando en direcciones distintas. Al final, lo único que había avanzado era la hora y yo seguía estando casi ante la misma página.
Y así, sin darme cuenta, acabé acostumbrándome a una vida sin libros. Pensándolo bien, era muy extraño. Desde pequeña, mi vida había girado alrededor de la lectura. Desde la primaria, devoraba todos los libros de la biblioteca y gastaba casi toda mi paga semanal en libros. Ahorraba el almuerzo y, con ese dinero, me compraba los libros que me apetecía leer. Ni en la escuela secundaria ni en el instituto había nadie que leyera tanto como yo. Era la mediana de cinco hermanos, mis padres trabajaban y estaban ocupados, de modo que ningún
¿Cuándo había leído debidamente un libro por última vez? ¿Y qué había leído en aquella ocasión? Por más vueltas que le di, ni siquiera fui capaz de recordar el título. «¿Por qué nos cambiará tanto la vida?», pensé. ¿Adonde había ido a parar aquella persona que antes devoraba los libros con frenesí? ¿Qué representaban para mí aquellos años, aquella pasión casi enfermiza?
Pero esa noche logré concentrarme en la lectura de Anna Karénina. Volví una página tras otra, absorta, sin pensaren nada. Tras leer de un tirón hasta el instante en que Anna Karénina y Vronski se conocen en la estación de tren de Moscú, introduje el marcador entre las páginas del libro y volví a sacar la botella de coñac. Me serví una copa, tomé un trago.
Cuando la había leído tiempo atrás, no me había dado cuenta, pero, pensándolo bien, aquella novela era algo extraña. Anna Karénina, la protagonista, no aparecía ni una sola vez hasta la página 116. ¿No les resultaba eso poco natural a los lectores de aquella época? Estuve un rato dándole vueltas al asunto. ¿Soportaban ellos estoicamente la interminable descripción de la vida de un personaje tan insignificante como Oblonski mientras esperaban con paciencia la aparición de la hermosa heroína? Tal vez. Quizá en aquella época a la gente le sobrara el tiempo. Al menos, a los que formaban parte de la clase social que leía novelas.
Me di cuenta, de pronto, de que el reloj marcaba ya las tres de la madrugada. ¿Las tres? Pero yo no tenía sueño.
«¿Y qué hago ahora?», me dije. «No tengo nada de sueño. Podría quedarme tranquilamente leyendo. Me muero de ganas de ver cómo continúa. Pero debo dormir.»
De repente, me acordé de la época en que había sufrido insomnio. De cómo vivía, día tras día, con la mente en una nebulosa. «¡Qué horror!», pensé. «Entonces todavía estudiaba en la universidad. Por eso pude sobrellevarlo. Pero ahora no podría. Soy esposa, soy madre. Tengo responsabilidades. Tengo que prepararle la comida a mi marido, tengo que cuidar a mi hijo...»
Sin embargo, aunque me acostara, probablemente no pegaría ojo. Lo tenía muy claro. Sacudí la cabeza. «¡Qué le vamos a hacer!», me dije. «No creo que pueda dormir y, además, me apetece seguir leyendo.» Lancé un suspiro y dirigí la mirada hacia el libro que estaba sobre la mesa.
A fin de cuentas, permanecí absorta en la lectura de Anna Karénina hasta que salió el sol. Anna y Vronski, en el baile, no apartaban la mirada el uno del otro y se enamoraban fatalmente. Anna, en el hipódromo (tal como pensaba, salía una carrera de caballos), se trastornaba al ver cómo caía el caballo de Vronski y le confesaba a su marido su infidelidad. Yo salvaba los obstáculos subida al caballo junto a Vronski y oía el griterío de la gente. En las gradas, presenciaba la caída del caballo de Vronski. Cuando se iluminó la ventana, dejé el libro, me hice un café en la cocina y me lo tomé. Las escenas de la novela que permanecían en mi imaginación y el hambre feroz que me había entrado de repente me impedían pensar en otra cosa. Parecía que aquel desajuste que ya existía entre mi conciencia y mi cuerpo se hubiera fijado definitivamente. Corté unas rebanadas de pan, las unté con mantequilla y mostaza, me preparé un sándwich de queso. Me lo comí sin sentarme siquiera, de pie, ante el fregadero. Era excepcional que tuviera tanta hambre. Era un hambre tan atroz que casi me dejaba sin aliento. Al terminar de comer el sándwich, seguía teniendo apetito, así que me hice otro y me lo comí. Y me tomé otra taza de café.