Un barco lento a China
Me gustaría subirte a un barco lento a China reservado solo para nosotros dos…
Canción antigua
1
¿Cuándo conocí a un chino por primera vez?
Así comienza esta historia, con una pregunta casi arqueológica. Etiquetando movimientos telúricos para luego categorizarlos, analizarlos.
En todo caso, ¿cuándo conocí a un chino por primera vez? Supongo que entre 1959 y 1960, aunque, ya fuera un año u otro, no supone una gran diferencia. Ninguna en absoluto, para ser exactos. Esos dos años son como dos gemelos desgarbados vestidos con la misma ropa descuidada. De hecho, por mucho que pudiera regresar a aquella época con una máquina del tiempo, me costaría mucho trabajo apreciar las diferencias entre ellos.
A pesar de lo cual, me armo de paciencia y sigo adelante, obstinándome en abrir la brecha para ver brotar momentos telúricos poco a poco, fragmentos de memoria.
De acuerdo. Estoy seguro de que fue el año en el que Johansson y Patterson pelearon por el título mundial de los pesos pesados. Recuerdo haber visto el combate en televisión aquel año. Lo cual quiere decir que me basta con ojear los periódicos de la época en la hemeroteca. Así lo pondré todo en orden.
Por la mañana voy a la biblioteca municipal en bici. No sé por qué, pero junto a la entrada hay un gallinero con cinco gallinas que picotean en el suelo su desayuno tardío o su comida temprana, quién sabe. Como hace bueno, decido fumarme un cigarrillo ahí al lado antes de entrar, y mientras fumo observo cómo comen. Picotean con aire de estar muy ocupadas, con tanta prisa que la escena parece sacada de uno de esos noticiarios con pocos fotogramas por segundo.
Cuando me termino el cigarrillo, algo ha cambiado dentro de mí, sin duda. Una vez más, desconozco la razón. Sin embargo, ese nuevo yo surgido a una distancia de cinco gallinas y un cigarrillo, me formula dos preguntas sin saber por qué.
Primera: ¿a quién le puede interesar la fecha exacta en la que conocí a un chino por primera vez?
Segunda: ¿qué voy a ganar por desplegar frente a mí el anuario de un periódico en esta sala de lectura iluminada por el sol?
Dos buenas preguntas. Me fumo otro cigarrillo, me subo a la bici y me despido de las gallinas y de la biblioteca. Si los pájaros vuelan por el cielo sin tener que soportar la carga de un nombre, yo liberaré a mi memoria de la pesada carga de los datos.
La mayor parte de mis recuerdos no llevan asociada una fecha, eso seguro. Mi memoria es solo una pequeña parte del total, tan poco digna de confianza que a veces pienso que con ello quiero demostrar algo. ¿Qué exactamente? En general, la inexactitud no es la clase de cosa que se pueda demostrar con precisión.
Sea como sea, más bien, siendo ese el caso, mi memoria es muy incierta. A veces confunde el orden de los acontecimientos, sustituye realidad por ficción e incluso se llega a mezclar con los recuerdos de otra persona. A eso no se le puede llamar memoria. Si me dedico a recoger fragmentos de cuando iba a la escuela primaria (aquellos seis patéticos años del apogeo de la posguerra en democracia), solo existen dos cosas: la historia del chino en cuestión y un partido de béisbol durante una tarde en las vacaciones de verano. Yo ocupaba la posición central y al final de la tercera carrera sufrí una conmoción cerebral. No sucedió así, sin más, sino porque aquel día solo nos dejaron usar un rincón del campo de deportes del instituto cercano y, mientras corría a toda velocidad tras la pelota que volaba por los aires, me di un fuerte golpe en la cara con el poste de la canasta de baloncesto.
Cuando recuperé la conciencia, estaba tumbado en un banco bajo una parra. Casi había oscurecido y el primer olor que noté fue el del agua esparcida sobre la arena del campo, junto al del cuero de un guante nuevo que me habían colocado bajo la cabeza a modo de almohada. Sentía un dolor pesado a un lado de la cabeza. Por lo visto había dicho algo mientras estaba inconsciente, aunque no recordaba nada. Un amigo que cuidaba de mí me lo contó más tarde. Al parecer dije: «No te preocupes, puedes comértelo si le sacudes el polvo».
Sigo sin entender a qué venía eso. Tal vez soñé que me caía por las escaleras con un pedazo de pan en la mano al regresar del comedor del colegio. Era incapaz de asociar la frase con una escena vivida por mí. Han pasado ya veinte años desde entonces y aún me pregunto a veces por qué dije eso.
«No te preocupes, puedes comértelo si le sacudes el polvo.»
Con esa frase en mente, pienso en mi existencia, en el camino que debo seguir en el futuro. Me concentro después en el punto al que me llevan, inevitablemente, mis pensamientos: la muerte. Pensar en la muerte es algo muy confuso, al menos para mí. Por alguna razón, la muerte me recuerda al chino.
2
Había un colegio para chinos en una colina detrás del puerto. Fui allí en una ocasión para hacer unos exámenes de aptitud. (He olvidado por completo su nombre, lo lamento, por lo que a partir de ahora le llamaré el colegio chino.) Los exámenes se podían hacer en muchos colegios y yo fui el único de mi clase al que le tocó ir allí. Nunca he sabido por qué. Quizás algún error administrativo. Todos mis compañeros fueron a uno que estaba mucho más cerca.
¿Colegio chino?
Pregunté a todo el mundo si sabían algo de ese colegio chino. Nadie había oído hablar de él. Solo averigüé que estaba a media hora en tren. En aquella época no tenía costumbre de tomar el tren, por lo que para mí fue como si me enviasen al fin del mundo.
Un colegio chino en el fin del mundo.
Dos semanas más tarde, un domingo por la mañana, afilé una docena de lápices nuevos. Resignado y atemorizado, metí la comida y unas zapatillas en la bolsa del colegio. Era un domingo de otoño demasiado caluroso para la época, y mi madre, a pesar de todo, me obligó a ponerme un jersey gordo. Me subí al tren yo solo. Me quedé de pie junto a la puerta y miraba atento el paisaje para no pasarme de parada.
Sin necesidad de mirar el mapa que me habían entregado con la documentación para los exámenes, encontré enseguida el colegio. Me bastó seguir a un grupo de estudiantes con sus bolsas llenas de comida y zapatillas, como la mía. A lo largo de una empinada cuesta, había al menos un centenar de chicos que caminaban en fila en la misma dirección. Era una escena extraña. Caminaban en silencio. No jugaban con ninguna pelota ni molestaban a los más pequeños quitándoles sus gorras. Sus figuras me recordaban una especie de movimiento eterno no uniforme. Yo subía la cuesta y sudaba bajo el jersey demasiado gordo.
Al contrario de mis vagas expectativas, aquel colegio se parecía al mío o incluso se veía más nuevo. Los pasillos largos y oscuros, el olor a moho y humedad en el ambiente…, todas esas imágenes con las que había alimentado mi imaginación durante dos semanas desaparecieron de golpe. Nada más atravesar una puerta de hierro había un camino empedrado rodeado de vegetación que describía una suave curva. Frente a la entrada principal, un estanque de agua cristalina reflejaba el sol de las nueve de la mañana. A ambos lados del edificio, hileras de árboles, cada cual con su placa identificativa en chino. Podía leer algunos caracteres, otros no. Nada más entrar en el edificio se veía un patio grande, en cada una de cuyas esquinas había un busto, además de una caja blanca con aparatos de medición meteorológica y un barra de ejercicios de gimnasia.
Me quité los zapatos nada más entrar tal como me indicaron y me dirigí a la clase que me habían asignado. Era un aula luminosa. La tapa de los pupitres podía levantarse para guardar cosas en el cajón interior. Había cuarenta en total, todos ellos numerados. El mío estaba en primera fila, cerca de la ventana. Es decir, tenía el número más bajo de la clase.
La pizarra lucía de un verde prístino. En la mesa del profesor había una caja de tizas y un florero con un crisantemo blanco. Todo estaba limpio, ordenado. En el tablón de corcho de la pared no había nada. Quizá se habían tomado la molestia de limpiarlo para que no nos distrajéramos. Me senté. Dejé el estuche encima del pupitre, apoyé el mentón en la mano y cerré los ojos. Quince minutos después entró el supervisor con un fajo de exámenes. No tendría más de cuarenta años, pero cojeaba de la pierna izquierda y se apoyaba en un bastón de madera de cerezo sin pulir, como los que se venden en las tiendas de recuerdos al pie de las montañas donde hay algún templo. Cojeaba sin disimulo, de manera que el material barato del bastón destacaba aún más. Al verle, o, más bien, al ver los exámenes, los cuarenta nos quedamos en silencio.
Subió a la tarima donde estaba su mesa y los dejó allí. Colocó el bastón al lado con un ligero golpe. Después de confirmar que todos los asientos estaban ocupados, carraspeó y miró el reloj. Por último, puso las manos en la mesa como si apoyara todo el peso de su cuerpo, levantó la cara y, durante unos instantes, miró un punto en algún lugar indeterminado del techo.
Silencio.
Pasaron quince segundos. No se oyó nada. Los chicos, nerviosos, mirábamos los exámenes conteniendo la respiración. El supervisor no apartaba la vista del techo. Llevaba un traje gris claro, camisa blanca y una corbata que era mejor obviar. Se quitó las gafas, las limpió despacio con un pañuelo y volvió a ponérselas.
—Soy su supervisor —dijo al fin—. Cuando reciban el papel de examen, deben dejarlo encima de la mesa boca abajo. No pueden darle la vuelta hasta que yo se lo indique. Pongan las manos en las rodillas, y cuando yo se lo diga, podrán empezar. Cuando queden diez minutos para acabar, les avisaré. Deberán revisar sus exámenes. Cuando diga que el tiempo ha terminado, volverán a dejarlo boca abajo y pondrán de nuevo las manos en las rodillas. ¿Entendido?
Silencio.
Miró el reloj.
—No olviden escribir en primer lugar su nombre y el número que les han asignado.
Silencio.
Otra vez miró el reloj.
—Aún faltan diez minutos. Mientras tanto, me gustaría hablar un poco con ustedes para que se relajen.
Se escucharon unos cuantos suspiros.
—Soy un profesor chino y doy clases en este colegio.
Sí. Fue así como conocí a mi primer chino.
No me pareció chino en absoluto, aunque es lógico; nunca había visto uno.
—En esta clase —siguió—, estudiantes chinos de su misma edad se esfuerzan con sus estudios como hacen ustedes. Como ya sabrán, se puede decir que China y Japón son países vecinos. Para vivir bien, los vecinos debemos llevarnos bien. ¿No les parece?
Silencio.
—En nuestros respectivos países hay cosas que se parecen y otras que no. Cosas que se pueden entender y cosas que no. ¿No ocurre lo mismo con sus amigos? Pueden ser íntimos y, a pesar de todo, no entenderse, ¿verdad? Lo mismo sucede entre nuestros dos países, pero si hacemos un esfuerzo nos podemos llevar bien. Lo creo de veras, sin embargo, para lograrlo debemos respetarnos mutuamente. Ese es el primer paso.
Silencio.
—Por ejemplo. Piénsenlo así. Van unos estudiantes chinos a examinarse a su colegio, como hacen ustedes hoy aquí. Se sientan en sus mesas. Imagínenlo.
Silencio.
—Imaginemos que es lunes por la mañana y vuelven ustedes a su clase de siempre. Se sientan a la mesa y ¿qué sucede entonces?, la mesa está llena de garabatos, de arañazos, chicles pegados en las sillas y las zapatillas de estar en clase que tienen guardadas en sus pupitres, todas desparejadas. ¿Cómo se sentirían?
Silencio.
—Por ejemplo usted —dijo señalándome a mí—. ¿Estaría usted contento?
Todos me miraban.
Me sonrojé y sacudí la cabeza aturdido.
—¿Respetaría así a los estudiantes chinos si hicieran eso en los pupitres?
De nuevo, sacudí la cabeza.
—Por lo tanto —dijo mirando de nuevo al frente mientras todos los ojos volvían a centrarse de nuevo en él—, tampoco ustedes deben garabatear las mesas, pegar chicles en las sillas o hacer travesuras con las cosas de otra persona. ¿Lo han entendido?
Silencio.
—Los estudiantes chinos siempre contestan en voz alta y clara.
Las cuarenta bocas pronunciaron un gran sí. No, más bien treinta y nueve, porque yo fui incapaz de abrirla.
—Escúchenme bien. Levanten la cara, saquen pecho.
Hicimos lo que nos decía.
—Muéstrense orgullosos.
Se me ha olvidado el resultado de aquel examen de hace veinte años. Lo único que recuerdo es la escena de los alumnos subiendo la cuesta, la charla del profesor chino, levantar la cara, sacar pecho y mostrarme orgulloso.
3
La ciudad en la que vivía cuando iba al instituto tenía puerto, de manera que había una importante colonia china. No se diferenciaban en nada de nosotros, ni tampoco tenían rasgos físicos peculiares. Eran tan distintos los unos de los otros como cualquiera, aspecto en el que sí se parecían a nosotros. Al pensar en ello, me resulta curioso comprobar cómo la singularidad de cada individuo va siempre más allá de cualquier categoría o generalización que pueda aparecer en un libro.
En mi clase del instituto había varios chinos. Algunos sacaban buenas notas, otros no. Los había simpáticos y los había callados. Uno vivía en una casa palaciega y otro en un apartamento oscuro, de una sola habitación con cocina, en un edificio del montón. Había de todo, cierto, aunque en realidad nunca tuve trato directo con ninguno de ellos. Tampoco yo era de esos que se dedican a hacer amigos a todas horas. Japoneses o chinos, para mí no había ninguna diferencia.
Conocí a uno diez años más tarde, pero quizá no debería hablar aún de eso.
Mientras tanto, la escena se desplaza a Tokio.
El siguiente chino que conocí sin contar los del instituto, acerca de los cuales no he dado demasiados detalles, fue en realidad una chica. Coincidimos en un trabajo por horas durante la primavera de mi segundo año en la universidad. Tenía diecinueve años, como yo. Era menuda y muy guapa. Trabajamos tres semanas durante las vacaciones.
Era muy diligente. Yo me esforzaba tanto como podía, supongo, pero cuando la veía darle duro a lo que tuviera entre manos, me quedaba claro que nuestra idea de la dedicación era completamente distinta. Comparado con mi idea de «si tienes que hacer algo, mejor hacerlo bien», su empuje interior estaba mucho más cerca de la raíz misma de la humanidad. Puede que no sirva como explicación, pero en ese impulso suyo se notaba la desconcertante urgencia de alguien cuya existencia apenas se mantiene atada a ese único hilo. El resto de los compañeros era incapaz de aguantarle el ritmo. Antes o después tiraban la toalla, frustrados. Yo fui el único que se las arregló para seguirla.
A pesar de todo, al principio apenas hablamos. Intenté iniciar una conversación en un par de ocasiones, pero ella no parecía demasiado interesada en conversar y terminé por renunciar. La primera vez que nos sentamos a hablar de verdad fue dos semanas después de empezar a trabajar juntos. Aquella mañana había padecido una especie de ataque de pánico que le duró media hora. Nunca había ocurrido. Fue por culpa de un ligero descuido, una insignificante operación que no procedía. Sin duda, culpa suya, su responsabilidad, si de eso se trataba, pero a mí solo me pareció un contratiempo. Un lapsus y ¡zas! Podía haberle ocurrido a cualquiera. A ella no. Fue como una fisura imperceptible en la cabeza que se ensanchó hasta convertirse en una brecha que al final se transformó en un abismo insondable. No quería dar otro paso. No podía. Se quedó helada sin moverse del sitio, sin palabras. Daba lástima verla así, como un barco hundiéndose despacio durante la noche en el mar.
Dejé lo que tenía entre manos, la obligué a sentarse, intenté que relajase los puños apretados y le ofrecí un café caliente. No había razón para preocuparse, traté de convencerla, no había nada irremediable, podía volver a empezar a partir de donde se había equivocado y no tardaría mucho en hacerlo. En caso contrario, tampoco el mundo se iba a acabar por eso. Tenía la mirada extraviada, pero asintió en silencio. Cuando se terminó el café, parecía algo más tranquila.
—Lo siento —dijo en un susurro.
En la hora del almuerzo charlamos un rato. Fue entonces cuando me dijo que era china.
Trabajábamos en el estrecho y oscuro almacén de una pequeña editorial del distrito de Bunkyo. A un lado del almacén había un río sucio. Era un trabajo fácil, aburrido y que no nos dejaba un minuto libre. Yo recibía los pedidos y llevaba los ejemplares que se me indicaban hasta la entrada del almacén. Una vez allí, ella los ataba con una cuerda y los registraba en el libro mayor. Eso era todo. No había calefacción y, para no morir de frío, no nos quedaba más remedio que trabajar deprisa. A veces hacía tanto frío que pensaba que estaríamos mejor a la intemperie quitando nieve en el aeropuerto de Anchorage.
En el descanso para el almuerzo salíamos a la calle para comer algo caliente y, durante esa hora, nos distraíamos con cualquier cosa para tratar de entrar en calor. Nuestro objetivo en ese lapso de tiempo era calentarnos, si bien a raíz del ataque empezamos a hablar poco a poco. Ella contaba las cosas a trompicones, pero al cabo de cierto tiempo terminé por enterarme de las circunstancias de su vida. Su padre tenía un pequeño negocio de importación en Yokohama y la mayoría de los artículos con los que comerciaba era ropa barata de Hong Kong para las rebajas. Aunque era china, había nacido en Japón y nunca había estado en su país de origen ni en Hong Kong o Taiwán. Había estudiado en un colegio japonés. Casi no hablaba chino, pero se le daba bien el inglés. Estudiaba en una universidad privada de mujeres de Tokio y su intención era ser intérprete. Vivía con su hermano mayor en un apartamento de Komagome, o, más bien, como decía ella, se aprovechaba de él. No congeniaba con su padre y por eso se había marchado de casa. Eso es, más o menos, lo que logré saber de ella.
Durante aquellas dos semanas de marzo no dejó de caer una llovizna mezclada con aguanieve. El último día de trabajo, después de ir por la tarde a la administración para cobrar, dudé si invitarla o no a una discoteca de Shinjuku donde había ido en alguna ocasión. Mi intención no era cortejarla. Tenía novia desde el instituto, pero, a decir verdad, ya no nos llevábamos tan bien como antes. Ella estaba en Kobe, yo en Tokio. Nos veíamos dos meses al año, tres a lo sumo. Éramos jóvenes y no nos entendíamos lo suficiente para superar la distancia y el vacío del tiempo. No tenía ni idea de cómo mantener mi relación con ella en esas circunstancias. Estaba solo en Tokio. No tenía amigos propiamente dichos y las clases de la universidad resultaban muy aburridas. La verdad es que quería tomarme un respiro, invitarla a bailar, beber algo, hablar como amigos y divertirnos. Nada más. Tenía diecinueve años, una edad perfecta para disfrutar de la vida.
Se lo pensó alrededor de cinco segundos antes de contestar.
—Pero nunca he bailado —dijo al fin.
—Es fácil. Tampoco es un salón de baile. Solo tienes que dejarte llevar por el ritmo. Eso puede hacerlo cualquiera.
Fuimos primero a una pizzería y bebimos cerveza. Habíamos terminado nuestro trabajo. Ya no había necesidad de volver a aquel almacén frío y transportar libros de un lado para otro. Nos sentíamos libres. Gasté más bromas de lo habitual y ella se rió más de lo que tenía por costumbre. Después de cenar fuimos a la discoteca y bailamos dos horas. Hacía un calor agradable y en el ambiente flotaba un olor a sudor mezclado de incienso. Una banda filipina interpretaba temas de Santana. Si sudábamos demasiado, nos sentábamos para tomar una cerveza, y cuando se nos secaba el sudor, salíamos de nuevo a bailar. Las luces parpadeaban. Iluminada por los destellos, me parecía muy distinta a cuando estaba en el almacén. En cuanto se acostumbró al movimiento, empezó a disfrutar del baile de verdad.
Salimos de allí cuando ya no podíamos más de tanto bailar. El viento de marzo aún era frío por la noche, pero ya se notaba en el aroma la insinuación de la primavera. Estábamos acalorados y caminamos sin rumbo con los abrigos en la mano. Echamos un vistazo a un game center, tomamos un café y caminamos de nuevo. Aún teníamos por delante la mitad de las vacaciones de primavera y, por encima de cualquier otra cosa, diecinueve años. Si nos hubieran obligado a caminar, podríamos haber llegado sin problemas hasta el río Tama. Recuerdo bien la atmósfera de aquella noche.
A las diez y veinte dijo que debía irse.
—Tengo que llegar a casa antes de las once.
Parecía como si se disculpara.
—Qué estricto —dije yo.
—Mi hermano es un pesado. Se cree mi protector, pero no puedo quejarme.
Por el tono de su voz entendí que le quería.
—No te olvides los zapatos —dije.
—¿Zapatos? —preguntó extrañada. Cinco o seis pasos después se rió—. ¿Cenicienta? Tranquilo, no los olvidaré.
Subimos las escaleras de la estación de Shinjuku y nos sentamos en un banco.
—¿Puedo pedirte el número de teléfono? —le pregunté—. Podríamos salir otro día.
Se mordisqueó el labio. Lo apunté en una caja de cerillas que había cogido en la discoteca. Su tren llegó y le di las buenas noches.
—Me he divertido mucho. Muchas gracias. Hasta pronto.
La puerta del tren se cerró. Me dirigí al andén de enfrente para tomar el tren en dirección a Ikebukuro. Me apoyé en un pilar y, mientras me fumaba un cigarrillo, hice un repaso mental de la noche. Del restaurante a la discoteca, de la discoteca al paseo. No estaba mal. Hacía tiempo que no quedaba con una chica. Me había divertido y ella también. Como mínimo podríamos ser amigos. Era muy callada, nerviosa. Sentía hacia ella una simpatía casi instintiva. Apagué la colilla con la suela del zapato y encendí otro cigarrillo. El rumor de la ciudad se entremezclaba con la tenue oscuridad. Cerré los ojos y respiré hondo. No ocurría nada malo, me dije, y, sin embargo, desde que me había despedido de ella tenía un nudo en la garganta. Quería tragar, hacer que desapareciese, pero estaba allí adherido. Algo no iba bien. Sentía como si hubiera cometido un grave error.
Lo comprendí cuando me bajé en la estación de Mejiro. La había hecho subir en el tren de la misma línea circular, la Yamanote, pero en la dirección equivocada. Mi casa estaba en Mejiro y podíamos haber tomado el mismo tren. No era tan difícil darse cuenta. Entonces, ¿por qué la había hecho subirse en uno que le iba a hacer perder tanto tiempo? ¿Había bebido demasiado o tenía demasiadas cosas en la cabeza? El reloj de la estación marcaba las once menos cuatro. No iba a llegar a tiempo a no ser que se diera cuenta de mi error y cambiase de tren. Sin embargo, no me parecía que eso fuera a suceder. No era el tipo de persona que presta atención a esas cosas, sino de las que siguen en el mismo tren por muy equivocado que esté si alguien les ha hecho subir en él. Tendría que haber visto desde el principio que iba en la dirección equivocada.
Cuando llegó a la estación de Komagome eran ya las once y diez de la noche. Al verme en las escaleras se quedó clavada y puso cara de no saber si reír o enfadarse. La agarré del brazo y la llevé hasta un banco para sentarnos. Agarró el bolso con las manos y se lo puso en el regazo. Estiró las piernas y miró fijamente la punta de sus zapatos blancos.
Me disculpé. Le dije que no entendía cómo había podido cometer ese estúpido error. Debía de estar distraído.
—¿De verdad te has equivocado?
—Sí, por supuesto. Si no, no habría venido hasta aquí.
—Pensaba que lo habías hecho a propósito.
—¿A propósito?
—Pensaba que estabas enfadado.
—¿Enfadado?
No entendía qué quería decir.
—Sí.
—¿Qué te hace pensar eso?
—No lo sé —respondió con una voz apagada—. Quizá te has aburrido.
—Todo lo contrario. Me lo he pasado muy bien, no te miento.
—¡Mentira! No es divertido estar conmigo. Es imposible. Lo sé perfectamente. Aunque sea verdad que te has equivocado, en realidad lo deseabas en lo más profundo de tu corazón.
Suspiré.
—No te preocupes —continuó sin dejar de sacudir la cabeza—. No es la primera vez que me pasa y estoy segura de que no será la última.
Dos lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron sobre su regazo con un pequeño ruido.
¿Qué podía hacer? Me quedé allí sentado sin decir una palabra. Varios trenes llegaron y descargaron sus pasajeros. En cuanto desaparecían, regresaba el silencio.
—Por favor, déjame tranquila —dijo con una sonrisa apartándose el flequillo—. Al principio también pensé que había sido un error y no me importó. Pero después de la estación de Tokio me quedé sin fuerzas. Me pareció que todo, absolutamente todo, había salido mal. No quiero volver a pasar por algo así.
Quería decir algo, pero no encontraba las palabras. El viento desbarató un periódico y lo arrastró por el andén.
Sonrió sin fuerzas.
—De acuerdo. Este nunca ha sido el lugar donde debía estar. No es para mí.
No entendía si se refería a Japón o a esa ingente masa de rocas que gira sin descanso en mitad de un universo oscuro. Alcancé su mano en silencio y la coloqué en mi regazo. Después la otra mano. Estaban calientes, las palmas húmedas. Forcé unas palabras.
—No puedo explicarte bien cómo soy. También yo me pierdo de vez en cuando. No me entiendo, no sé lo que pienso en realidad ni lo que quiero. No sé si tengo alguna clase de poder, y, en caso de que así sea, si puedo usarlo de algún modo. Esos pensamientos me hacen sentir miedo y entonces solo puedo pensar en mí, me convierto en un egoísta. No tengo intención de hacerlo, pero a veces hiero a los demás. No sé hasta dónde soy una persona decente.
No sabía cómo seguir y me callé. Ella no dijo nada, como si esperase lo que venía a continuación. Aún se miraba la punta de los zapatos. A lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia. Un empleado de la estación recogió el periódico y se marchó. Ni siquiera nos miró. Era tarde y la frecuencia de trenes había disminuido considerablemente.
—Lo he pasado muy bien —dije al fin—. No te miento. No solo eso. No sé cómo explicarlo bien, pero me pareces muy honesta. No sé por qué, pero es así. Después de este tiempo juntos, después de hablar, eso es lo que siento. He pensado mucho en ello.
Levantó la vista y me miró fijamente.
—No te he hecho subir a un tren equivocado a propósito. Ha sido una confusión, un despiste.
Asintió.
—Te llamaré mañana. Podríamos ir a algún sitio y hablar.
Se limpió las lágrimas con las yemas de los dedos y metió las manos en los bolsillos del abrigo.
—Gracias. Lo siento.
—No hace falta que te disculpes. El error ha sido mío.
Nos separamos. Sentado yo solo en el banco, encendí el último cigarrillo y tiré la cajetilla vacía a la papelera. El reloj casi marcaba las doce.
Nueve horas más tarde me di cuenta del segundo error que había cometido aquella noche. Una equivocación grave, más bien fatal. Había tirado la cajetilla junto con la caja de cerillas donde había apuntado su número de teléfono. Indagué mucho, fui al almacén, pero allí no tenían su número. Busqué en el listín telefónico e incluso fui a su universidad para preguntar por ella. Nada.
Nunca volví a verla. Era la segunda persona de China que conocía.
4
Ahora la historia de mi tercer chino.
Era un conocido del instituto al que ya he mencionado antes. Un amigo de un amigo con quien había hablado en algunas ocasiones.
Tenía veintiocho años. Habían pasado seis desde que me casé. En ese tiempo había enterrado tres gatos, quemado muchas esperanzas y envuelto algunos sufrimientos en gruesos jerséis para ocultarlos bajo tierra. Todo ello en esta ciudad inconmensurable.
Era una fría tarde de diciembre. No corría viento, pero el aire estaba helado y ni siquiera el sol que se colaba entre las nubes lograba disipar la capa gris oscura que cubría la ciudad. Después de ir al banco, entré en una cafetería cuyos ventanales daban a la avenida Aoyama. Mientras me tomaba el café, hojeaba una novela que acababa de comprar. Cuando me cansaba de leer, levantaba la vista y, después de contemplar un rato los coches que circulaban por la avenida, volvía al libro.
Cuando quise darme cuenta, había un hombre de pie frente a mí. Me abordó por mi nombre.
—Eres tú, ¿verdad?
Me quedé desconcertado. Dejé el libro y le dije que sí. No me sonaba su cara. Debíamos de tener la misma edad. Llevaba una chaqueta azul marino de buen corte a juego con la corbata. No obstante, daba una impresión de ajado. No porque la ropa estuviera pasada de moda, solo se notaba usada. Lo mismo que sus facciones. Aunque sus rasgos eran proporcionados, la expresión de su cara parecía una suma de fragmentos de tiempo, de experiencias, como platos dispares en una fiesta.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—Sí, por favor.
Se sentó frente a mí, sacó una cajetilla de tabaco, un mechero de oro y dejó ambas cosas encima de la mesa.
—Entonces, ¿no te acuerdas de mí?
—No —confesé abiertamente, renunciando a darle más vueltas al asunto—. Lo siento, siempre me ocurre lo mismo. No me quedo con la cara de la gente.
—Quizá prefieres olvidar el pasado. Un impulso subliminal o algo así.
—Puede que sí —admití.
Vino la camarera. Él pidió un café americano, lo más flojo posible.
—Tengo el estómago mal y el médico me ha prohibido el café y el tabaco —dijo sin dejar de juguetear con la cajetilla. Enseguida adoptó ese gesto característico de las personas que sufren del estómago cuando hablan de su dolencia—. Por cierto, volviendo a lo de antes. A mí me ocurre lo contrario que a ti y me acuerdo de todo lo del pasado. Es muy raro, ¿no crees? Me gustaría olvidar muchas cosas, pero cuanto más lo intento, más cosas recuerdo. Lo mismo que el insomnio. Intentas dormir y solo consigues desvelarte por completo. No sé por qué me ocurre eso. Incluso me acuerdo de cosas imposibles de recordar. Mi memoria es tan exhaustiva que me preocupa no tener margen para el futuro. Un verdadero problema.
Dejé el libro que tenía en las manos boca abajo y di un sorbo de café.
—Lo recuerdo todo con una claridad pasmosa: el tiempo que hacía, la temperatura, los olores, como si aún estuviera allí. A veces me pierdo y me pregunto dónde diablos vive mi auténtico yo. Las cosas del presente me parecen recuerdos. ¿Te has sentido así alguna vez?
Sacudí la cabeza distraído.
—Te recuerdo perfectamente. Caminaba por la calle, te he visto y enseguida me he dado cuenta de que eras tú. ¿Te he molestado?
—No, pero no me acuerdo de ti. Lo siento de veras.
—No lo sientas. Me he presentado así de improviso. No te preocupes, ya te acordarás. Así es la vida. La memoria es caprichosa y depende de cada persona. No solo por su capacidad, sino también por la dirección que toma. Hay un tipo de memoria que ayuda a que la cabeza funcione y otra que lo impide. No sé cuál es buena y cuál mala, pero no te preocupes. No tiene importancia.
—¿Me puedes decir tu nombre? No lo recuerdo y eso me hace sentir incómodo.
—Da igual el nombre, de verdad. Si lo recuerdas, bien; si no lo recuerdas, también. Si tanto te preocupa, piensa que esta es la primera vez que nos vemos. Eso no es un impedimento para hablar.
La camarera le sirvió el café y, al primer sorbo, dio la impresión de disgustarle. Yo no sabía en absoluto cómo manejar la situación.
—¿Te acuerdas de un libro de inglés que teníamos en el instituto en el que había una frase que decía: «Ha pasado demasiada agua bajo el puente»?
¿Instituto? ¿Le había conocido en el instituto?
—Estoy muy de acuerdo con eso. El otro día crucé un puente, miré hacia abajo y recordé de pronto esa frase. Se me vino encima la realidad con toda su solidez, sentí que el tiempo fluía como el agua de ese río.
Se cruzó de brazos, se echó hacia atrás en la silla y esbozó un gesto indescifrable. El significado de esa expresión estaba más allá de mi comprensión. Solo me pareció que la genética que determinaba sus gestos se había desgastado por muchas partes.
—¿Estás casado? —preguntó.
Asentí.
—¿Tienes hijos?
—No.
—Yo tengo uno. Tiene cuatro años y va al jardín de infancia. Su única cualidad es la energía.
En ese punto terminó la conversación sobre niños. Nos quedamos en silencio. Saqué un cigarrillo y me ofreció fuego. Un gesto natural, pero no me gusta que me den fuego o me sirvan alcohol. No obstante, en ese caso no me molestó. Ni siquiera lo tuve en cuenta.
—¿A qué te dedicas? —me preguntó.
—Trabajo en un pequeño negocio.
—¿Negocio? —preguntó boquiabierto pasados unos instantes.
—Así es. Nada del otro mundo —dije tan ambiguo como fui capaz.
Asintió sin volver a insistir. No es que no quisiera hablar del trabajo, solo que si me ponía a ello, iba a resultar demasiado largo y estaba cansado. Además, ni siquiera sabía su nombre.
—Me sorprende. No imaginaba que tuvieras un negocio. Siempre me pareció que ese tipo de cosas no se te daban bien.
Sonreí.
—Antes solías leer muchos libros —continuó con su aire de extrañeza.
—Bueno, aún leo mucho —dije con una sonrisa amarga.
—¿Enciclopedias?
—¿Enciclopedias?
—Sí. ¿Tienes una enciclopedia?
—No —negué sin entender bien a qué se refería.
—¿No lees enciclopedias?
—Si tuviera, quizá, pero no tengo sitio en casa.
—En este momento me dedico a vender enciclopedias.
Todo mi interés por él desapareció de un plumazo. ¡Un vendedor de enciclopedias! Me terminé el café frío y dejé la taza con cuidado para no hacer ruido.
—Visto así, no estaría mal tener una —dije—. Pero en este momento no tengo dinero, solo deudas que acabo de empezar a pagar.
—¡No, no! —exclamó él—. No quiero venderte una enciclopedia. Soy pobre como tú, pero no llevo las cosas a ese extremo. Además, no son para japoneses. Eso es parte del acuerdo.
—¿No vendes enciclopedias a japoneses?
—Eso es. Solo a chinos. Busco apellidos chinos en la guía telefónica del centro de Tokio, hago un listado y los visito uno por uno. No sé a quién se le ocurrió, pero la idea no está mal. Tampoco las ventas. Llamo al timbre, me presento y entrego mi tarjeta de visita. Nada más. El hecho de ser compatriotas ayuda. Lo que viene después fluye sin mayor problema.
Algo hizo clic en mi cabeza de repente.
—Acabo de acordarme —dije.
Habíamos coincidido en el instituto.
—Es extraño. Ni siquiera yo entiendo cómo he acabado vendiendo enciclopedias a los chinos —dijo como si quisiera tomar distancia de sí mismo—. Recuerdo las circunstancias, pero se me escapa cómo al final las cosas convergieron de esa manera. Cuando quise darme cuenta, simplemente estaban así.
Nunca coincidimos en clase ni tampoco llegamos a intimar. Tan solo teníamos un amigo común. No lo recordaba como el tipo de persona que acabaría vendiendo enciclopedias. De hecho, era de buena familia, sacaba mejores notas que yo y solía gustar a las chicas.
—Han ocurrido muchas cosas. Una historia corriente, larga y oscura. Ni siquiera merece la pena escucharla.
No sabía qué decir y me quedé callado.
—No fue todo culpa mía —continuó—. Se juntaron muchos factores, aunque no pretendo negar mi responsabilidad.
Traté de recordarle en la época del instituto sin demasiado éxito. En una ocasión nos habíamos sentado a la mesa de la cocina de la casa de alguien y habíamos hablado de música con una cerveza en la mano. Debió de ser una tarde de verano, pero no estaba seguro de ello. Me parecía un viejo sueño casi olvidado.
—¿Por qué me he acercado a ti? —dijo como si se lo preguntara a sí mismo sin dejar de darle vueltas al mechero encima de la mesa—. Siento haberte molestado, pero no he podido evitar un sentimiento de nostalgia.
—No me has molestado.
No decía más que la verdad. También yo sentía una extraña nostalgia sin razón aparente. Permanecimos en silencio durante un rato. No sabía qué más decir. Terminé de fumarme el cigarrillo y él se acabó su café.
—En fin. Me marcho —dijo mientras se guardaba el mechero y el tabaco en el bolsillo—. No puedo perder más tiempo. Debo volver al trabajo.
—¿No tienes un prospecto?
—¿Prospecto?
—Sobre la enciclopedia.
—¡Ah, eso! —exclamó distraído—. No llevo ninguno encima. ¿Quieres?
—Me gustaría. Solo por curiosidad, ya sabes.
—Dame tu dirección y te enviaré uno a casa.
Arranqué una página de su agenda y le anoté mi dirección. La leyó, dobló el papel en cuatro y se lo guardó en el tarjetero.
—Es una buena enciclopedia. No lo digo porque las venda yo, pero está muy bien hecha, de verdad. Tiene muchas ilustraciones en color y resulta muy útil. Yo la leo de vez en cuando. No me canso de hacerlo.
—Quizá cuando tenga un poco de margen la compre.
—Eso espero. —En su cara volvió a dibujarse una sonrisa, como en el cartel del candidato a unas elecciones—. No lo dudo, pero no creo que para entonces siga vendiéndolas. En cuanto termine con los chinos de mi lista, me quedaré sin trabajo. No sé qué haré a partir de entonces. Tal vez me dedique a vender seguros de vida para chinos o tal vez lápidas. Da igual. Algo saldrá.
Quería decir algo, pues pensé que nunca más volveríamos a vernos, algo relacionado con los chinos, pero no supe qué. Al final no dije nada. Tan solo me despedí con las palabras de costumbre. Tampoco ahora sabría qué decir, la verdad.
5
Como hombre que ya ha superado la barrera de los treinta, si fuera otra vez tras una pelota y me chocara contra el poste de una canasta, si volviera a despertarme bajo una parra con la cabeza apoyada en un guante de béisbol, me pregunto qué diría. Tal vez: «Este lugar tampoco es para mí.»
Pienso eso en un vagón del tren de la línea Yamanote. Estoy de pie junto a la puerta con el billete bien agarrado en la mano para no perderlo y contemplo el paisaje al otro lado de la ventana, la ciudad, sus calles. Me siento abatido sin saber por qué, atrapado una vez más en una oscuridad psíquica, en una especie de gelatina de café turbio que cae sobre la población. Fachadas sucias de edificios sucios, multitudes sin nombre, un ruido incesante, coches atrapados en atascos sin fin, el cielo encapotado, anuncios llenando el vacío, deseos, resignación, inquietud y estímulos. Ahí cabe todo, infinitas opciones e infinitas posibilidades reducidas todas a cero. Todo al alcance de la mano, pero al final solo conseguimos ese cero. Eso es la ciudad. De pronto, me acuerdo de las palabras de aquella chica china: «Este nunca ha sido el lugar donde debía estar».
Contemplo la ciudad de Tokio y pienso en China.
Es así como he conocido a muchos chinos. He leído docenas de libros sobre China, desde las Analectas hasta Estrella roja sobre China. Siempre he querido saber más sobre ese país, pero, a pesar de todos mis esfuerzos, solo he conocido una China particular, una China a través de la lectura que solo me envía sus mensajes a mí. Una China distinta pintada de amarillo en un globo terráqueo. Otra China distinta. Otra hipótesis, otra suposición es, en cierto sentido, una parte de mí recortada por la palabra China.
Vagabundeo por China sin necesidad de subir a ningún avión. Mi viaje errático ocurre en el asiento de atrás de un taxi o en esta misma línea de tren de Tokio. Mis aventuras tienen lugar delante de la ventanilla del banco, en la sala de espera del dentista junto a mi casa. Puedo ir a cualquier parte y, al mismo tiempo, no puedo ir a ninguna.
Tokio. Un buen día, en un vagón del tren de la línea Yamanote, la ciudad empezará a perder su realidad. El paisaje se desplomará al otro lado de la ventanilla mientras agarro fuerte el billete con la mano y observo atento. China se alzará sobre las cenizas de la ciudad de Tokio, borrará su recuerdo definitivamente. Todas las cosas se perderán. Una detrás de otra. Eso es. Mi sitio tampoco es este. Perderemos las palabras, nuestros sueños se transformarán en brumas antes de desaparecer, como desapareció en algún momento nuestra aburrida adolescencia que parecía ir a durar toda la eternidad.
Error en el diagnóstico, diría un psiquiatra. Como me sucedió con aquella chica china. Quizá nuestras esperanzas eran el camino equivocado, pero qué soy yo y qué eres tú si no un error en el diagnóstico. En ese caso, ¿existe una salida?
A pesar de todo, pondré mi pequeño orgullo de ex jugador en el fondo de la maleta y esperaré sentado en la escalera de piedra del puerto un barco lento a China cuya silueta aparecerá pronto en el vacío horizonte. Pensaré en los tejados resplandecientes de las ciudades chinas, en sus campos verdes.
Dejemos que llegue la pérdida y la destrucción. No le temo a nada. Hacerlo sería como si un bateador tuviera miedo a la pelota que se le acerca veloz antes de darle el golpe de la victoria definitivo, como si a un revolucionario entusiasta le asustara la horca. Si pudiera, si pudiera…
Amigo mío, China está demasiado lejos.