Sueño
1
Ya han pasado diecisiete días desde que no puedo dormir. No hablo de insomnio. Sé algo sobre el insomnio. Cuando estudiaba en la universidad, padecí algo parecido. Digo algo parecido, porque no estoy segura de que coincida del todo con lo que la gente suele llamar insomnio. Si hubiera ido a un hospital, sin duda me habrían aclarado de qué se trataba, pero lo cierto es que no fui. No me iba a servir de nada. Lo sabía a pesar de no tener ninguna razón especial para pensar algo así. Intuía que era inútil, por eso ni siquiera se lo dije a mi familia o a mis amigos. De haberlo hecho, me habrían recomendado ir al médico cuanto antes.
Aquella cosa parecida al insomnio duró cerca de un mes, un tiempo en el que no disfruté de nada que se pueda considerar un sueño decente. Me acostaba por la noche con el firme propósito de dormir y, al instante, como por un acto reflejo, me despertaba. Cuanto más me esforzaba, peor. Probé con el alcohol y con las pastillas sin ningún resultado.
Cuando ya estaba a punto de amanecer, dormitaba un poco, pero no era un sueño de verdad. Como mucho tenía la impresión de acariciarlo con las yemas de los dedos. Mi conciencia seguía despierta y me veía a mí misma al otro extremo de la habitación separada por un fino tabique. Mi cuerpo flotaba en la tenue luz de la mañana, a pesar de lo cual aún notaba claramente mi respiración. El mío era un cuerpo que se esforzaba por dormir dominado por una conciencia en alerta constante.
Esa especie de duermevela duraba todo el día. Tenía la cabeza envuelta en una niebla permanente. Era incapaz de calcular la distancia exacta de las cosas, la cantidad, el tacto. La somnolencia me llegaba por oleadas, a intervalos exactos. Me quedaba dormida sin querer en el tren, en el pupitre de clase, en mitad de una cena. La conciencia se alejaba de mí sin darme cuenta. El mundo empezaba a temblar sin hacer ruido. Se me caían las cosas de las manos, los lápices, el bolso, el tenedor, y provocaban un estruendo al golpear el suelo. Solo quería dormir profundamente allí donde estuviese. Sin embargo, me resultaba imposible. La vigilia rondaba siempre cerca. Sentía su gélida sombra, que en realidad era la mía. Qué extraño, me decía soñolienta. Estaba dentro de mi sombra. Caminaba, comía y hablaba medio dormida, pero por alguna razón nadie se percataba de que me encontraba en una situación límite. En ese mes adelgacé seis kilos y ni mi familia ni mis amigos se dieron cuenta. No notaron nada.
Vivía literalmente adormilada. Mi cuerpo llegó a perder la sensibilidad como el cadáver de un ahogado. Estuviera donde estuviera, todo se me antojaba turbio, sordo. Imaginaba que si se levantaba un fuerte viento, arrastraría mi cuerpo a una tierra lejana de la que no tenía noticias, en el fin del mundo. De ocurrir eso, cuerpo y conciencia se separarían para siempre. Quería agarrarme con fuerza a algo, pero no había nada donde agarrarme.
Caía la noche y regresaba la intensa vigilia ante la cual me sentía impotente, como si estuviera encerrada en su núcleo, atrapada por una enorme fuerza. Solo podía quedarme dócilmente despierta hasta el amanecer. En las horas más oscuras de la noche, yo estaba despierta. No podía pensar en nada. Tan solo escuchaba el sonido de las agujas del reloj marcando el paso del tiempo. La noche se oscurecía cada vez más y, a partir de cierto momento, empezaba a clarear.
Y un buen día, sin previo aviso, terminó todo. No hubo presagios ni nada que lo anunciara. Simplemente se terminó. Cuando estaba desayunando en la mesa de la cocina me sobrevino un sueño más grande que yo que casi me dejó inconsciente. Me levanté sin decir nada. Tal vez tiré sin querer algo de la mesa. Quizá me preguntaron algo, pero no recuerdo nada. Fui hasta mi habitación dando tumbos, me metí en la cama sin cambiarme y me quedé dormida durante veintisiete horas seguidas. Mi madre estaba muy preocupada. Trató de despertarme en varias ocasiones. Me sacudió e incluso me dio una bofetada, pero no sirvió de nada. No reaccionaba. Durante esas veintisiete horas no me desperté un solo momento, y cuando al fin lo hice, era la de siempre. La misma de antes. Quizá.
No sé qué me curó el insomnio. Es un misterio. Había aparecido como una amenazante nube negra arrastrada desde muy lejos por el viento. Estaba cargada de cosas siniestras desconocidas para mí. Nadie sabía de dónde venía y adónde se dirigía, pero ahí estaba, ocultando el cielo sobre mi cabeza, y un buen día desapareció.
De todos modos, aquello poco tiene que ver con lo que me sucede ahora. Todo es diferente. La única semejanza es que no puedo dormir un solo momento. Aparte de eso, el resto es normal. Me encuentro bien, no estoy adormilada y tengo la conciencia clara y equilibrada. Quizá más clara de lo normal. Mi cuerpo no acusa nada, siento apetito, no estoy cansada y en mi vida cotidiana no hay ningún problema. Lo único que sucede es que no puedo dormir.
Ni mi marido ni mi hijo se han dado cuenta de nada. Tampoco yo lo he mencionado. No quiero que me pidan que vaya al médico. Sé perfectamente que no serviría de nada. Lo sé. No es la clase de dolencia que se soluciona con unas pastillas. Es algo que debo solucionar por mí misma.
Por eso no sospechan nada. En apariencia, mi vida sigue como de costumbre, en paz, rutinaria. Después de despedir a mi marido y a mi hijo por la mañana, voy a comprar en mi coche. Mi marido es dentista. Su consulta está a diez minutos en coche de casa. Su socio es un compañero de la universidad y pueden permitirse tener contratada a una recepcionista y a un mecánico dentista. Cuando uno está muy cargado de trabajo, el otro le echa una mano. Son buenos profesionales y, aunque la consulta solo lleva abierta cinco años y no tenían contactos ni nada por el estilo, les va muy bien. Casi demasiado bien. Mi marido suele quejarse de que trabaja demasiado, pero enseguida se da cuenta y se calla.
Yo siempre le digo: «Es cierto, no puedes quejarte». Tuvimos que pedir un préstamo al banco para abrir la consulta, mucho mayor de lo que habíamos imaginado en un principio. Una clínica dental exige una fuerte inversión en equipos e instalaciones y la competencia es feroz. Los pacientes no aparecen de la nada el día después de abrirla. De hecho, muchas deben cerrar al no tener suficiente clientela.
Cuando la abrimos aún éramos jóvenes, pobres y con un niño recién nacido. Resultaba imposible saber si seríamos capaces de sobrevivir en un mundo tan despiadado, pero al cabo de cinco años y a pesar de todas las dificultades, puedo decir que lo hemos logrado. No podemos quejarnos. Aún quedan por devolver casi dos tercios del crédito. «Quizá los pacientes van por lo guapo que eres», suelo decirle. Es una broma habitual entre nosotros. No es guapo para nada, más bien al contrario. Tiene una cara extraña y a veces me pregunto por qué me casé con un hombre con semejante cara si yo tenía pretendientes mucho más agraciados.
No encuentro las palabras adecuadas para explicar a qué me refiero con eso de la cara extraña. No es guapo, pero tampoco feo. Tampoco es que tenga un encanto desmedido. Sinceramente, solo puedo describir su cara con una palabra: rara. Ambigua sería quizá más preciso, pero no se trata solo de eso. Hay algo que provoca esa ambigüedad. Me doy cuenta de ello, pero me siento incapaz de comprender el calado de esa rareza. En una ocasión traté de dibujar su cara. Fue inútil. Me puse delante del papel con un lápiz y no me acordaba de sus rasgos. Me asusté. Ya vivíamos juntos desde hacía mucho tiempo y, sin embargo, no me acordaba. Obviamente puedo reconocerle sin ningún problema e incluso tengo una imagen suya en mi cabeza, pero si se trata de dibujarle no hay nada que hacer. Es como si chocase contra un muro invisible. Solo recuerdo que su cara es rara.
Eso me inquieta.
No obstante, es una de esas personas a las que todo el mundo les tiene simpatía, una ventaja considerable en su profesión. Aunque no hubiera sido dentista, estoy convencida de que habría tenido éxito en cualquier profesión. Cuando hablan con él o le ven, la mayoría de las personas se tranquiliza casi sin darse cuenta. Antes de conocerle, nunca había visto un efecto semejante. Mis amigas están encantadas con él y yo también, por supuesto. Creo que le quiero, pero si tuviera que ser sincera conmigo misma diría que no me gusta especialmente.
Sonríe con la espontaneidad e inocencia de un niño. Los hombres adultos no suelen sonreír así. Tal vez sea lo lógico en su profesión, porque tiene unos dientes preciosos.
«No es culpa mía ser tan guapo», dice siempre con una sonrisa. Nuestra pequeña broma particular. Solo nosotros entendemos el sentido. Es una constatación de la realidad, del hecho de que, de un modo u otro, hemos logrado sobrevivir. Es un ritual importante.
Cada mañana a las ocho y cuarto sale con su Nissan Bluebird del garaje del bloque de pisos donde vivimos. Nuestro hijo se sienta a su lado. El colegio está de camino a la clínica. «Ten cuidado», le digo yo. «No te preocupes», contesta él. Siempre lo mismo. No puedo evitar decirlo y él no puede evitar responderme. Pone un disco de Haydn o de Mozart en el reproductor del coche, arranca canturreando y los dos se marchan agitando las manos. Es un gesto en el que se parecen tanto que casi me resulta extraño. Inclinan la cara en el mismo ángulo, levantan la palma de la mano hacia mí de la misma manera y la agitan de derecha a izquierda con un ligero movimiento, como si hubiesen aprendido una coreografía.
Tengo mi propio coche. Un Honda Civic de segunda mano. Una amiga me lo vendió casi regalado hace dos años. El parachoques está abollado, es un modelo antiguo y la carrocería está oxidada en muchos sitios. Tiene más de ciento cincuenta mil kilómetros y de vez en cuando, una o dos veces al mes, se niega a arrancar. Por mucho que gire la llave de contacto, el motor no responde, pero no hace falta llevarlo al taller. Lo mimo un poco, dejo que descanse diez minutos y luego el motor hace brum y empieza a moverse. Qué le vamos a hacer. Todos podemos sentirnos mal una o dos veces al mes. Hay muchas cosas que no marchan. El mundo es así. Mi marido se refiere a mi coche como «tu burro», pero diga lo que diga es mío.
Voy con mi Honda Civic a comprar al supermercado. Después vuelvo a casa, limpio, pongo la lavadora y preparo la comida. Procuro darme prisa y si me da tiempo preparo la cena. Así tengo las tardes libres.
Pasadas las doce del mediodía mi marido vuelve para el almuerzo. No le gusta comer fuera. Se queja de que los restaurantes están llenos, la comida es mala y la ropa coge olor a tabaco. Aunque pierda tiempo en ir y venir, prefiere comer en casa. No preparo nada que me lleve demasiado tiempo. Si hay sobras del día anterior las caliento en el microondas, y si no, comemos fideos de trigo sarraceno. Preparar la comida no me da demasiado trabajo. Yo también prefiero comer con él en lugar de hacerlo sola, en silencio.
Al poco de abrir la clínica no tenía citas a primera hora de la tarde y después de comer nos acostábamos. Era una costumbre maravillosa. Todo estaba en silencio a nuestro alrededor, la luz tranquila de primera hora de la tarde inundaba la habitación. Éramos jóvenes, éramos felices.
Ahora también somos felices. Lo creo sinceramente. No hay problemas en casa. Quiero a mi marido y confío en él. Estoy segura de que él siente lo mismo por mí. Sin embargo, a medida que pasan los meses y los años la vida cambia. Ahora tiene las tardes ocupadas. Cuando termina de comer, se lava los dientes y vuelve enseguida a la clínica. Le esperan una multitud de dientes enfermos, pero no pasa nada. Los dos sabemos que no podemos pedir demasiado.
Cuando se marcha, meto el bañador y una toalla en la bolsa de deporte y me voy al gimnasio que queda cerca de casa. Nado alrededor de media hora. Me esfuerzo mucho y no porque me guste la natación, sino para no coger peso. Siempre me ha gustado mi cuerpo. La cara no, honestamente. No es que esté mal, pero no me convence. En cambio, me gusta mirarme desnuda en el espejo, contemplar las líneas suaves del cuerpo, una vitalidad que me parece equilibrada. Me da la impresión de que contiene algo muy importante para mí. No sé qué es, pero no quiero perderlo. No debo hacerlo.
Tengo treinta años. Al llegar a esa edad, una se da cuenta enseguida de que el mundo no se acaba. No es que me alegre cumplir años, pero en muchos sentidos me alivia hacerlo. La cuestión es cómo afrontarlo, aunque una cosa está clara: si a una mujer de treinta años le gusta su cuerpo y desea mantenerlo, no le queda más remedio que esforzarse. Aprendí la lección de mi madre. Hace años era una mujer delgada, esbelta. Ahora ya no. No quiero que me ocurra lo mismo.
Después de nadar hago otras cosas en función del día de la semana. A veces voy cerca de la estación a mirar tiendas o regreso a casa y me siento a leer en el sofá, pongo la radio e incluso me quedo dormida. Mi hijo no vuelve tarde del colegio. Espero a que se cambie para darle la merienda. Luego sale a jugar un rato con sus amigos. Está en segundo de primaria y aún no tiene necesidad de ir a clase de apoyo ni a ninguna actividad extraescolar. A mi marido le parece bien que juegue. Mientras lo haga, crecerá con naturalidad. Eso dice. Antes de salir de casa, le digo que tenga cuidado y él responde: «No te preocupes», como su padre.
Al atardecer empiezo a preparar la cena. Mi hijo vuelve antes de las seis. Se sienta en el cuarto de estar a ver dibujos animados en la tele. Si no hay imprevistos, mi marido llega antes de las siete. No bebe alcohol y no le gustan las relaciones sociales. Termina el trabajo y regresa a casa directamente. Durante la cena hablamos de las cosas del día. Nuestro hijo siempre es quien más cosas tiene que contar. Es lógico. Todo cuanto le ocurre es nuevo y misterioso. Habla y nosotros le damos nuestras impresiones. Después de cenar se entretiene un rato con alguno de sus juguetes favoritos. A veces ve la televisión y a veces lee un cuento. Suele jugar con mi marido. Cuando tiene deberes, se encierra en su cuarto hasta que los termina y a las ocho y media se acuesta. Le tapo con el edredón, le acaricio la cabeza, le doy las buenas noches y apago la luz.
Después llega nuestro tiempo de pareja. Mi marido se sienta a charlar conmigo mientras hojea el periódico de la tarde. Habla de algún paciente o comenta alguna noticia. Luego escucha a Haydn o a Mozart. No me desagrada su música, pero por mucho que la escuche no soy capaz de distinguir a uno del otro. Me suenan igual. Se lo comento y él dice que dan igual las diferencias. Las cosas bellas lo son por sí mismas y nada más. Así están bien.
—Como tú —le digo yo en broma.
—Como yo —responde con una amplia sonrisa de hombre complacido.
Así es mi vida. Quiero decir, mi vida antes de no poder dormir. Una repetición de lo mismo día tras día. Llevo un diario sin grandes pretensiones, y cuando me salto un par de días, ya no puedo distinguir entre uno y otro. Si cambio ayer por anteayer, en realidad no hay ninguna diferencia. A veces me pregunto qué clase de vida es esta. No es que me sienta vacía, simplemente me sorprende ser incapaz de distinguir entre ayer y anteayer por el hecho de llevar esta vida, que me ha tragado por completo y en la que ni siquiera puedo dar media vuelta para mirar mis propias huellas antes de que las borre el viento. Cuando me siento así, me miro en el espejo del baño. Me quedo así unos quince minutos sin pensar en nada, tratando de vaciar mi cabeza. Me miro como si mi cara no fuera más que un objeto. Poco a poco el rostro se separa de mí, como si adquiriera existencia propia. En ese momento comprendo que eso solo ocurre en los momentos de presente puro. Me dan igual mis huellas. Existo en el presente y eso es lo único que importa.
Ahora no puedo dormir, y desde que no puedo hacerlo he dejado de llevar el diario.
2
Recuerdo perfectamente la primera noche que no pude dormir. Tenía un sueño muy desagradable. Un sueño oscuro, viscoso. No recuerdo qué era, solo me acuerdo de que tenía un tacto siniestro y de que en el momento álgido me desperté. Fue justo antes de pasar el punto de no retorno. Me desperté sobresaltada como si algo tirase de mí para que regresara. Respiraba muy agitadamente. Tenía las extremidades paralizadas, no podía moverme. Tumbada en la cama, escuchaba mi respiración como si estuviera encerrada en una caverna.
«Solo es una pesadilla», me dije. Me puse boca arriba y esperé hasta que se me calmara la respiración. El corazón me latía deprisa y, para ayudar a bombear la sangre, los pulmones se inflaban y desinflaban como un fuelle. La cadencia disminuyó a medida que pasaba el tiempo. Me pregunté qué hora sería. Quería mirar el reloj que había en la mesilla, pero no podía torcer el cuello. En ese instante me pareció ver algo al pie de la cama. Algo semejante a una sombra oscura, tenue. Me quedé sin respiración. El corazón, los pulmones, todos los órganos de mi cuerpo dejaron de funcionar como si se hubieran congelado. Agucé la vista.
La sombra pronto adquirió una forma concreta, como si hubiera estado esperando el momento oportuno. Los perfiles se definieron, se llenaron de una sustancia, empezaron a notarse los detalles. Era un anciano delgado, vestido con ropa negra y estrecha. Tenía el pelo corto, gris, las mejillas hundidas. Estaba de pie al borde de la cama. Me miraba fijamente con ojos penetrantes sin decir nada. Pude ver incluso las venas que atravesaban el blanco de sus grandes globos oculares. Era una cara sin expresión, vacía, como un agujero en la oscuridad.
No era un sueño, pensé. No me había despertado poco a poco sino de golpe. No, eso no era un sueño. Era la realidad. Traté de moverme. Quería despertar a mi marido, al menos encender la luz, pero por mucho que me esforzara era incapaz de mover un solo dedo. Al comprender mi situación sentí miedo. Verdadero terror. Un frío glacial que brotaba del fondo de un pozo sin memoria y que terminó por filtrarse en la mismísima raíz de mi existencia. Quise gritar. Nada. La voz no me salía del cuerpo. La lengua no respondía a los estímulos nerviosos. Mi única opción era mirar al anciano.
Llevaba algo en la mano. Un objeto fino, alargado y redondeado que desprendía un resplandor blanco. Al mirarlo fijamente empecé a distinguirlo con más claridad. Era una jarra; una jarra antigua de porcelana. Al cabo de un rato la levantó y vertió agua sobre mis pies. Sin embargo, no sentía nada. Podía ver cómo caía, escuchar el ruido, pero no sentía nada.
El anciano no dejaba de echar agua sobre mis pies. Por mucha agua que vertiera nunca se acababa. Pensé que de seguir así, mis pies terminarían por pudrirse. No era nada descabellado al ver la cantidad de líquido que caía. No aguantaba más.
Cerré los ojos y grité tan fuerte como pude, pero el grito no salió de mi interior. Las cuerdas vocales no eran capaces de hacer vibrar el aire. Fue un grito sordo que solo resonó en el vacío, un grito que recorrió mi cuerpo sin encontrar la salida. Mi corazón se detuvo. Me quedé en blanco. El grito penetró en cada una de mis células. Dentro de mí murió algo, se desintegró, como el resplandor provocado por una explosión que hubiera destruido todas las cosas de las que dependía mi existencia.
Cuando abrí los ojos, el anciano había desaparecido. Tampoco estaba el jarrón por ninguna parte. Me miré los pies. Ni rastro de agua. El edredón estaba seco. Mi cuerpo, sin embargo, estaba empapado en sudor. Nunca había imaginado que fuera capaz de sudar así. Moví un dedo detrás de otro. Después doblé el brazo, moví los pies en círculos, levanté las piernas. No lograba hacerlo con movimientos suaves, pero al menos era capaz de moverme. Me levanté despacio, con precaución. Escruté hasta el último rincón de la habitación iluminada por la luz tenue de una farola de la calle. El anciano había desaparecido.
El reloj marcaba las doce y media. Apenas había dormido una hora y media desde que me acosté. Mi marido estaba profundamente dormido. Su respiración era imperceptible, como si hubiera perdido la conciencia. En cuanto conciliaba el sueño, no se despertaba a menos que sucediera algo verdaderamente grave.
Fui al baño. Me quité el camisón, lo metí en la lavadora y me duché. Me sequé y me puse un camisón limpio que había en el armario. Encendí una lámpara en el salón y me senté para tomar un coñac. Casi nunca bebo. No porque tenga una especie de incompatibilidad, como mi marido. De hecho, antes bebía bastante, pero después de casarme lo dejé de golpe. Esa noche tenía que beber algo para calmar los nervios.
El único alcohol que había en casa era una botella de Rémy Martin olvidada en una estantería. Un regalo de no sé quién de hacía siglos. La botella estaba cubierta de polvo. Como no tenía vasos para coñac, me lo serví en uno corriente y di un sorbo.
Aún temblaba, pero el miedo se fue disipando poco a poco.
Debía de haber sido una especie de trance. Nunca había experimentado nada semejante, pero sí había oído hablar de ello a una amiga de la universidad que había sufrido uno. Me contó que todo ocurría con tal claridad, que ni siquiera podías creer que fuera un sueño. Tal cual. No creía que lo que acababa de vivir fuera un sueño, pero al parecer no podía ser otra cosa. Un sueño que no parecía un sueño.
Aunque el pánico se diluía, no dejaba de temblar. Mi piel vibraba como las ondas en la superficie del agua después de un terremoto. Un temblor visible a simple vista. El epicentro era ese terrible grito que no había encontrado la forma de salir del cuerpo.
Cerré los ojos y di otro sorbo de coñac. Sentí cómo el líquido hirviente bajaba por la garganta hasta el estómago, como si fuera un ser vivo.
Me acordé de mi hijo y el corazón me dio un vuelco. Me levanté del sofá y me apresuré a su habitación. Estaba profundamente dormido. Tenía una mano en la boca y la otra extendida hacia un lado. Dormía tranquilo, como mi marido. Le tapé bien con el edredón. No sabía qué era aquello que me había atacado con semejante virulencia, pero solo se había dirigido a mí. Ellos dos no se habían enterado de nada.
Regresé al salón y me puse a dar vueltas sin propósito. No tenía nada de sueño.
Pensé en servirme otro vaso de coñac. Quería beber más, calentarme, calmar los nervios, sentir otra vez ese olor fuerte en mi boca. Vacilé y al final decidí no tomar más para evitarme la resaca del día siguiente. Dejé la botella en su sitio y fregué el vaso. Saqué unas fresas de la nevera.
Antes de darme cuenta, el temblor había desaparecido casi del todo.
¿Quién era aquel anciano vestido de negro? Jamás le había visto. Su ropa era de lo más extraña, como un chándal pasado de moda. Era la primera vez que veía una prenda así. Igual que sus ojos rojos, que ni siquiera parpadeaban. ¿Quién era? ¿Por qué me había echado agua en los pies? ¿Por qué tenía que hacer algo así?
No entendía nada. No recordaba nada.
Mi amiga de la universidad sufrió el trance un día que dormía en casa de su prometido. Se le apareció en sueños un hombre de unos cincuenta años. Tenía un semblante serio y le dijo que se marchara de aquella casa. Fue incapaz de moverse. Estaba empapada en sudor, como yo. Pensó que era el fantasma del padre fallecido de su novio. Se le había aparecido para decirle que se marchara de allí, pero al día siguiente, cuando su novio le enseñó una foto de su padre, descubrió que su cara era completamente distinta. Lo achacó a un exceso de nervios. Yo, en cambio, no estaba nerviosa en absoluto y, encima, estaba en mi casa. No había nada amenazante. ¿A qué se debía entonces que hubiera pasado por semejante experiencia?
Sacudí la cabeza. Debía apartar esos pensamientos de mí. Eran inútiles. Solo se trataba de un sueño más real de lo normal. Quizás estaba más cansada de lo que pensaba. Quizá por el partido de tenis que había jugado dos días antes. Después de nadar, fui a jugar con una amiga que me encontré en el gimnasio. Durante un tiempo noté las piernas y los brazos cansados, era cierto.
En cuanto me terminé las fresas me tumbé en el sofá. Cerré los ojos para tratar de dormir.
Imposible.
No sabía qué hacer. No tenía sueño. Decidí leer un libro hasta quedarme dormida. Fui al dormitorio y elegí una novela de la estantería. A pesar de encender la luz, mi marido ni se inmutó. Anna Karénina. Tenía el ánimo suficiente para abordar una extensa novela rusa. La había leído hacía mucho tiempo, probablemente en la época del instituto, pero apenas recordaba nada de lo que ocurría, tan solo la primera frase y que la protagonista se suicida al final arrojándose al tren: «Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo». Algo así decía la primera frase. ¿No había una escena nada más empezar que ya sugería el desenlace del suicidio? ¿No había también una carrera de caballos, o quizá la confundo con otra novela?
Volví al sofá y abrí el libro. ¿Cuánto tiempo hacía que no me sentaba tranquilamente a leer un libro? Suelo leer media hora o incluso una hora entera cuando me sobra algo de tiempo por la tarde, pero eso no es lectura en el sentido estricto del término. Enseguida me pongo a pensar en otras cosas, por ejemplo en mi hijo, en la compra, en que la nevera no funciona bien, en qué ponerme para la boda de un pariente o en la reciente operación de estómago de mi padre. Todas esas cosas se me pasan por la cabeza y empiezan a ramificarse en todas direcciones. Cuando quiero darme cuenta, el tiempo se me ha pasado y apenas he avanzado con el libro.
Me he acostumbrado a una vida sin libros sin ser consciente de ello. Qué extraño, ahora que lo pienso. Desde niña, leer era el centro de mi vida. A partir de primaria, me leí todos los libros de la biblioteca y casi toda mi paga desaparecía en libros. Incluso me guardaba el dinero del almuerzo para comprarme algunos que deseaba tener. En secundaria y en el instituto, nadie leía tanto como yo. Era la tercera de cinco hermanos y, como nuestros padres trabajaban y estaban siempre ocupados, nadie se hacía cargo de mí. Gracias a eso leía todo lo que quería. Si había algún concurso de redacción o de ensayo, participaba con el objetivo de ganar el premio, que consistía en un vale para libros. Ganaba casi siempre. En la universidad me gradué en literatura inglesa con muy buenas notas. Mi tesis de graduación fue sobre Katherine Mansfield y me dieron una mención con honores. Mi director de tesis me recomendó que me matriculase en un posgrado, pero yo quería salir al mundo. Tenía claro que no quería dedicarme a la vida académica. Solo me gustaba leer y, de todas formas, por mucho que hubiera querido continuar con mis estudios, mi familia no disponía de medios para costeármelos. No es que fuéramos pobres, pero tenía dos hermanas pequeñas, así que al terminar la universidad tuve que marcharme de casa e independizarme. Me vi obligada a sobrevivir por mis propios medios.
¿Cuándo fue la última vez que leí un libro entero? ¿Cuál? No lo recordaba. ¿Cómo puede cambiar la vida de una persona de esa manera? ¿Adónde se había marchado mi antiguo yo que leía como un poseso? ¿Qué huella habían dejado en mí aquellos días, aquella intensa pasión? ¿Qué habían significado?
Me sentía capaz de concentrarme en la lectura de Anna Karénina sin distracciones. Pasaba las páginas sin pensar en nada más y leí sin descanso hasta la escena donde la protagonista se encuentra con Vronski en la estación de Moscú. Coloqué el punto de libro y fui a buscar de nuevo la botella de coñac. Me serví un vaso.
Cuando la leí unos años antes, no me había percatado de lo extraña que era esa novela. No sabemos nada de la protagonista femenina hasta el capítulo dieciocho. Me pregunto si también eso sorprendió a los lectores contemporáneos de Tolstói. Reflexioné sobre ello. ¿Cuál sería su reacción ante la minuciosa descripción de la aburrida vida de Oblonski hasta que, al fin, aparece la radiante protagonista? Tal vez ninguna. Tal vez la gente de entonces disponía de mucho tiempo libre. Al menos la clase social que acostumbraba a leer novelas.
Cuando quise darme cuenta, el reloj marcaba las tres de la mañana. ¿Las tres? No tenía nada de sueño. Qué podía hacer, me pregunté. Con el sueño tan lejos de mí, podía continuar con la lectura todo el rato que quisiera. Quería seguir, descubrir qué ocurría a continuación, pero también debía dormir.
Recordé entonces la época de mi anterior insomnio. Me pasaba los días envuelta en una especie de nube sin contornos definidos. No quería volver a pasar por algo así. En aquel entonces, aún estudiaba y podía permitirme vivir en ese estado. Ahora, en cambio, mi situación era bien distinta. Como esposa y madre debía cuidar de mi marido y de mi hijo, pero por mucho que volviese a la cama no iba a poder dormir, estaba segura. Sacudí la cabeza.
No había nada que hacer. Dormir me resultaba imposible y quería seguir leyendo. Suspiré. Contemplé el libro que había dejado encima de la mesa. Volví a sumergirme en la lectura hasta que empezó a despuntar la luz del alba. Anna y Vronski se habían encontrado en el baile y se habían enamorado nada más verse. Poco después, Anna se quedó trastornada al ver caer a Vronski en la carrera de caballos (¡así que había una escena de una carrera de caballos!) y después le confesaba a su marido que le había sido infiel. Yo me había subido al caballo con Vronski y saltaba los obstáculos con él sin dejar de oír los gritos de la gente. Al mismo tiempo, le miraba desde mi asiento en el graderío y veía cómo se caía del caballo. Cuando el sol entró por la ventana, cerré el libro y fui a la cocina a preparar café. Tenía la cabeza inundada con las escenas de la novela, un hambre voraz y repentina. No podía pensar en nada, como si mi conciencia y mi cuerpo no estuvieran en el mismo lugar. Corté dos rebanadas de pan. Unté mantequilla y mostaza para prepararme un sándwich de queso. Me lo comí de pie delante del fregadero. No era nada habitual en mí tener esa hambre voraz que casi llegaba a asfixiarme. Me hice otro sándwich y me serví otra taza de café.
3
No le conté nada a mi marido sobre la experiencia que había vivido, ni tampoco sobre la noche en vela. No pretendía ocultárselo, simplemente no vi la necesidad de decírselo. ¿De qué me serviría? Además, bien pensado, no era tan grave pasar una noche en blanco. Es algo que le sucede a todo el mundo de vez en cuando.
Le serví el café como de costumbre y un vaso de leche caliente a nuestro hijo. Mi marido comía una tostada y el niño sus cereales. Hojeó el periódico mientras el niño canturreaba en voz baja una canción nueva que acababa de aprenderse en la escuela. Al poco rato se marcharon en el Nissan Bluebird. «¡Tened cuidado!», dije yo. «No te preocupes», contestó él. Se despidieron de mí agitando la mano. Una mañana como otra cualquiera.
En cuanto los perdí de vista me senté en el sofá para pensar qué hacer. ¿Qué debía hacer? Me dirigí a la cocina y abrí la puerta de la nevera. No me hacía falta ir a la compra. Tenía pan, leche, huevos, bastante verdura e incluso un poco de carne congelada. Todo cuanto necesitaba hasta el almuerzo del día siguiente a mediodía.
Tenía que ir al banco, pero no era urgente. Podía dejarlo para el día siguiente.
Me senté en el sofá para continuar con la lectura. En ese momento fui consciente de que apenas recordaba nada de lo que sucedía en la obra. No me acordaba de los personajes, de las escenas, prácticamente de nada. Era como si leyera un libro distinto. Qué extraño. La primera vez que lo leí debía de haberme provocado una profunda impresión, pero apenas había dejado huella en mí. Toda la emoción que me causó, la excitación e incluso los temblores se habían desprendido de mí hasta desaparecer por completo. ¿De qué me había servido todo el tiempo empleado en la lectura?
Dejé el libro para pensar en ello. No encontré ninguna respuesta satisfactoria y poco tiempo después ni siquiera sabía qué pensaba. Cuando quise darme cuenta, contemplaba distraída un árbol de la calle. Sacudí la cabeza y retomé la lectura.
Antes de llegar a la mitad del tercer volumen encontré un trozo de chocolate pegado en la página. En la época del instituto tenía la costumbre de comer algo mientras leía. Me gustaba el chocolate, pero después de casarme lo había dejado. A mi marido no le gustaba que comiera dulces y apenas le dábamos al niño. Casi no había nada dulce en casa.
Al descubrir ese resto de chocolate medio blanquecino me dieron unas ganas terribles de comerme un trozo. Quería leer y comer chocolate como hacía antes. Todas las células de mi cuerpo me lo pedían a gritos, parecían haberse contraído como si aguantaran la respiración.
Me puse una chaqueta de punto y me metí en el ascensor. Caminé hasta la tienda más cercana y me compré dos tabletas de chocolate con leche, las que tenían aspecto de ser las más dulces de todas. Nada más salir abrí una. El sabor del chocolate estalló en mi boca. Hasta la última fibra de mi cuerpo absorbió ese dulzor. De vuelta a casa, el ascensor se impregnó de su delicioso aroma.
Volví a sentarme en el sofá para retomar la lectura de Anna Karénina mientras me terminaba el chocolate. No tenía sueño ni estaba cansada. Me sentía capaz de leer tanto como quisiera. Cuando me acabé la primera tableta, abrí la segunda y me comí la mitad. Cuando había leído casi dos tercios del tercer volumen, miré el reloj. Las doce menos veinte.
¡Las doce menos veinte!
Mi marido llegaría pronto. Cerré el libro y me metí en la cocina. Calenté agua en una cazuela para cocer tallarines. Corté cebolleta. Mientras esperaba a que hirviera el agua, cocí algas secas con vinagre en otra cazuela. Saqué tofu de la nevera y lo corté en pedazos. Cuando terminé fui al baño para lavarme los dientes a conciencia. Quería eliminar todo rastro de olor a chocolate.
Cuando el agua empezó a hervir, apareció mi marido. Había terminado antes de lo previsto. Mientras nos comíamos los tallarines, me habló de no sé qué nuevo instrumental médico que tenía intención de comprar para la clínica, una máquina que al parecer servía para eliminar la placa de los dientes, mucho más precisa que cualquiera de las anteriores y que encima requería menos tiempo. Todo ese instrumental era muy caro, me explicó, pero amortizaría la inversión en poco tiempo. Muchos de sus pacientes solo iban a hacerse una limpieza. Me preguntó mi opinión. Yo no tenía ganas de pensar en los dientes de nadie, especialmente mientras comía. Solo podía pensar en la carrera de obstáculos de Vronski. No me interesaba nada más, pero no podía decírselo a mi marido. Él se tomaba el asunto muy en serio. Fingí interés y le pregunté el precio de la máquina.
—Si la necesitas, cómprala —le dije—. Ya arreglarás lo del dinero de algún modo. No se trata de un capricho.
—Tienes razón. No es un capricho.
Terminó de comer en silencio.
En la rama de un árbol al otro lado de la ventana había dos pájaros bastante grandes que no dejaban de gorjear. Los miraba sin prestar mucha atención. No tenía sueño. No tenía ni pizca de sueño a pesar de llevar un montón de horas despierta. ¿Por qué?
Mientras fregaba los platos, mi marido se sentó en el sofá a leer el periódico. Allí estaba Anna Karénina, pero no le prestó especial atención. Si leía o no, era algo que a él no le interesaba en absoluto. Cuando terminé de recoger, dijo que tenía una buena noticia.
—¿Sabes de qué se trata?
—Ni idea.
—El primer paciente de la tarde ha cancelado su cita. No tengo que volver hasta la una y media.
Sonrió.
En un principio no entendí por qué era tan buena noticia.
Al fin comprendí que era una invitación al sexo. Se levantó y me pidió que fuéramos a la cama. No tenía ningunas ganas. No entendía por qué debíamos hacerlo precisamente en ese momento. Quería volver al libro lo antes posible. Tumbarme sola en el sofá, pasar páginas y más páginas al tiempo que comía chocolate. Mientras fregaba los platos no podía dejar de pensar en Vronski, de preguntarme cómo pudo Tolstói crear y manejar con semejante maestría a sus personajes. Los describía con tal precisión que de algún modo les negaba la redención. Su salvación era…
Cerré los ojos y me presioné las sienes con los dedos.
—Lo siento —me excusé—, tengo una jaqueca terrible desde por la mañana. Lo siento de veras.
De vez en cuando padecía migrañas y aceptó mi excusa sin necesidad de más explicaciones.
—Échate un poco para descansar —me sugirió.
—No hace falta. Tampoco es para tanto.
Volvió al sofá con el periódico y puso algo de música. De nuevo me habló de su instrumental médico. Su principal preocupación era que una máquina nueva y cara se quedaría obsoleta en dos o tres años. Había que sustituirlo todo cada cierto tiempo. El sistema estaba diseñado para que solo ganasen dinero los fabricantes. Yo asentía de vez en cuando con un ligero movimiento de cabeza, pero en realidad no le escuchaba.
Cuando se marchó, doblé el periódico, arreglé el sofá y sacudí los cojines para que volvieran a estar mullidos. Me apoyé en el alféizar de la ventana para tener una impresión general de la habitación. No entendía nada. ¿Por qué no tenía sueño? Había pasado algunas noches en vela, pero no como esa. En condiciones normales, ya me habría vencido el sueño o, como poco, estaría muerta de cansancio. No era el caso. Me sentía más despejada que nunca.
Fui a la cocina a prepararme un café. Pensé qué hacer después. Quería seguir con Anna Karénina, por supuesto, pero también ir a la piscina a nadar. Finalmente me decidí por la natación. No entendía qué me ocurría, pero sentía la necesidad de purgar mi cuerpo con el ejercicio. ¿Purgar mi cuerpo? ¿Purgarlo de qué? Lo pensé un buen rato. ¿Purgarlo de qué, de qué?
No lo sabía.
Algo, fuera lo que fuera, se restregaba en mi interior como una especie de potencial. Quería definirlo, darle un nombre, pero no encontraba las palabras adecuadas. No se me daba bien encontrar las palabras justas. Seguro que a Tolstói no le sucedía. Él sabría elegir la palabra justa en el momento preciso.
Metí el bañador y la toalla en la bolsa de deporte como de costumbre y me subí al coche para ir al gimnasio. No había nadie conocido, tan solo un joven y una mujer de mediana edad. El socorrista vigilaba aburrido.
Me puse el bañador y nadé la media hora de rigor que, por alguna razón, no me bastó. Nadé otros quince minutos. Antes de acabar hice un largo a estilo libre con todas mis fuerzas. Jadeaba por el esfuerzo, pero seguía henchida de energía. Al salir del agua noté algunas miradas indiscretas.
Faltaba un rato para las tres. Aproveché para ir al banco a solucionar las cosas pendientes. Me planteé ir al supermercado, pero renuncié y regresé a casa para seguir leyendo. Me terminé el chocolate. Cuando mi hijo volvió a las cuatro, le di un zumo y una gelatina de frutas. Después preparé la cena. Saqué la carne del congelador y corté unas verduras para un salteado. Hice una sopa de miso y cocí arroz. Lo hacía todo con una eficiencia casi mecánica.
Volví de nuevo a Anna Karénina.
No tenía sueño.
4
A las diez me fui a la cama con mi marido. Fingí dormir. Él se había quedado dormido nada más apagar la lámpara de la mesilla, como si el interruptor estuviera conectado mediante a un cable a su conciencia.
Me causaba admiración. No había muchas personas así. La mayoría de la gente sufre por no poder dormir. A mi padre le ocurría. Se quejaba siempre de un sueño demasiado ligero. Tardaba en conciliarlo y el más mínimo ruido le despertaba, cualquier movimiento ligero. Nada que ver con mi marido. En cuanto agarraba el sueño, ya no lo soltaba hasta la mañana siguiente. Daba igual lo que pasara. De recién casados me hacía gracia e incluso probé diversas maneras de despertarle por si algún día surgía la necesidad. Le salpiqué agua en la cara, le hice cosquillas en la nariz con la brocha de maquillaje, pero sin resultado alguno. Nada. Nada interrumpía su sueño. Si insistía, soltaba un exabrupto. Ni siquiera soñaba. Al menos no recordaba haber soñado. Obviamente, nunca había vivido nada parecido a un trance. Caía en un sueño profundo como si fuera una tortuga que se hunde en el océano.
Era admirable.
Después de permanecer tumbada diez minutos, salí furtivamente de la cama. Fui al salón, encendí la lámpara y me serví un coñac. Me senté en el sofá y abrí el libro. Bebía poco a poco. Cuando me daban ganas, comía un trozo de chocolate que había escondido en uno de los armarios de la cocina. Al amanecer cerré el libro, me preparé un sándwich y un café.
Los días se repetían uno tras otro.
Me apresuraba para acabar cuanto antes las cosas de la casa y dedicaba la mañana a leer. Antes del mediodía dejaba el libro para preparar la comida. Cuando mi marido se marchaba, me subía al coche para ir a nadar al gimnasio. Desde que no dormía, nadaba una hora a diario. La media hora de antes no me bastaba. En el agua solo pensaba en nadar, en nada más. Solo en mover los brazos y las piernas correctamente, en mantener una respiración regular. Aunque me encontraba con conocidas, apenas hablaba con ellas. Intercambiábamos saludos y si me invitaban a hacer algo, siempre ponía una excusa. No tenía tiempo que perder en charlas triviales. Después de nadar, solo quería volver a casa para retomar la lectura.
Compraba, cocinaba, limpiaba y jugaba con mi hijo por obligación. Mantenía relaciones sexuales con mi marido por la misma razón. En cuanto me acostumbré, no me resultaba difícil. Más bien al contrario. Me bastaba con desconectar el cuerpo de la mente. Mientras el cuerpo se movía a su ritmo, la cabeza flotaba en un espacio interior propio. Hacía las tareas de la casa, daba la merienda a mi hijo y hablaba con mi marido sin pensar en nada.
Desde que no podía dormir me daba cuenta de lo sencilla que era la realidad, lo fácil que resultaba que las cosas funcionasen. Solo se trataba de la realidad. Solo se trataba del trabajo de casa. Solo se trataba de una familia. Una vez aprendido el manejo de esas situaciones, solo quedaba repetir, repetir como haría una máquina muy elemental. Se pulsa un botón aquí, se tira de una palanca allá, se gradúa un poco, se cierra una tapa y se programa el temporizador. Puras repeticiones.
Aunque de vez en cuando se producían algunas variaciones, claro está. Venía mi suegra a cenar. Íbamos los tres al zoo algún domingo. Mi hijo tuvo una fuerte diarrea.
Ninguno de esos acontecimientos, sin embargo, lograba sacudir mi existencia. Eran una brisa tranquila a mi alrededor. Charlaba con mi suegra, cocinaba para los cuatro, me hacía una foto delante de la jaula de los osos, le puse una bolsa de agua caliente a mi hijo en la tripa y le di una medicina.
Nadie era consciente del cambio que se operaba en mí. Nadie se daba cuenta de que no dormía, de que me pasaba las noches enteras leyendo sin parar, de que mi mente se había alejado cientos de años de la realidad y desplazado a miles de kilómetros de distancia. Por mucho que despachara las cosas del día a día mecánicamente, por pura obligación, ni mi marido, ni mi suegra ni mi hijo apreciaban cambio alguno. Al contrario, los notaba más relajados de lo normal.
Pasó una semana.
Cuando mi estado de permanente vigilia cumplió su segunda semana, empecé a inquietarme. Daba igual lo que pudiera pensar. No era una situación normal. Las personas necesitamos dormir. Todo el mundo lo hace. Tiempo atrás había leído en un libro algo sobre una tortura practicada por los nazis que consistía en no dejar dormir a sus víctimas. Los encerraban en una habitación pequeña muy iluminada y, para impedirles dormir, los obligaban a mantener los ojos abiertos mediante un artilugio y ponían música a todo volumen. Al final se volvían locos y morían. No recordaba cuánto tiempo hacía falta para que se desatase la locura. Quizá solo tres o cuatro días. En mi caso habían pasado dos semanas. Demasiado. Sin embargo, mi cuerpo no se resentía. Más bien al contrario, tenía más energía de lo normal.
Un día después de ducharme me miré desnuda en el espejo. Me sorprendió descubrir que mi cuerpo parecía haber rejuvenecido, la carne estaba prieta, firme. Me examiné desde los tobillos hasta el cuello y no encontré un solo gramo de grasa de sobra, una sola arruga. No como cuando era adolescente, claro está, pero la piel se veía más lustrosa, más tersa. Me di un pellizco en la tripa. Estaba dura, elástica.
No podía negar que me veía mucho más guapa que antes, más joven. Podía pasar sin problemas por una chica de veinticuatro años. Tenía la piel suave, los ojos brillantes, los labios hidratados. La zona sombreada bajo mis prominentes pómulos (lo que menos me gustaba de mi cara) se había matizado mucho. Me senté frente al espejo durante al menos media hora. Me miré y remiré desde todos los ángulos posibles. No me equivocaba. Estaba de verdad más guapa.
¿Qué me estaba pasando?
Pensé en ir al médico.
Iba al mismo médico desde niña. Confiaba mucho en él, pero solo de pensar en cómo reaccionaría al contarle lo que me sucedía me echaba para atrás. ¿Me creería? Si le decía que no dormía desde hacía casi dos semanas, pensaría que me había vuelto loca, que padecía alguna clase de neurosis. Aunque quizá no. A lo mejor me creía y me enviaba a un hospital para un chequeo completo.
¿Qué ocurriría después?
Me mandarían de acá para allá para hacerme todo tipo de pruebas, encefalogramas, electrocardiogramas, análisis de orina, de sangre, test psicológicos…
No me sentía capaz de resistirlo. Solo quería leer tranquila, sola. Nadar todos los días una hora. Por encima de cualquier otra cosa, quería mi libertad. No quería saber nada de hospitales. ¿Qué iba a cambiar eso? Montones de pruebas con el único resultado de montones de hipótesis. No quería caer en ese círculo vicioso.
Una tarde fui a la biblioteca para consultar algún libro que hablase sobre trastornos del sueño. No había gran cosa y los pocos que trataban el tema no decían nada especial. Siempre llegaban a la conclusión: sueño igual a descanso. Nada más. Como cuando se apaga el motor del coche. Si el motor está permanentemente en marcha, terminará por romperse. Su movimiento generará un calor que terminará por fundirlo. Hay que enfriarlo de vez en cuando. Apagarlo, es decir, dejarlo dormir. En los seres humanos, ese descanso tiene un plano físico y espiritual. Nos tumbamos para que los músculos descansen, y cerramos los ojos para cortar el paso a los pensamientos. Todo lo sobrante del cerebro se descarga con naturalidad en los sueños.
Uno de los libros decía algo interesante. Para el autor, los seres humanos, por nuestra propia naturaleza, somos incapaces de escapar de nuestra peculiar forma de ser, de las tendencias físicas y psicológicas que hemos creado a lo largo del tiempo casi sin darnos cuenta. Una vez formadas, esas tendencias jamás desaparecerán a menos que suceda algo muy grave. Es decir, vivimos encerrados en la jaula de nuestras tendencias. Lo que las modula y alivia es el sueño. El autor lo comparaba con el desgaste que producimos en los zapatos. Para él, el sueño no solo arregla los desequilibrios sino que los cura. Mientras dormimos desentumecemos los músculos que usamos mal. Sucede lo mismo con los circuitos del pensamiento usados de manera incorrecta. Es así como nos enfriamos. Dormir es un acto programado en nosotros. Nadie puede escapar de ese programa. Si se rompe el sistema, la existencia pierde su base. Esa era su tesis.
¿Tendencias?, me pregunté.
Lo único que me venía a la mente al pensar en tendencias eran las tareas del hogar. Hábitos domésticos que ejecutaba sin emoción alguna, maquinalmente. Cocinar, hacer la compra, lavar la ropa, criar a mi hijo. Esas eran mis tendencias. Podría hacerme cargo de ellas con los ojos cerrados porque solo eran tendencias. Pulsar el botón, tirar de la palanca y listo. Es así como la realidad fluye hacia el futuro. Se parece a los movimientos del cuerpo que no son más que tendencias. Me consumen como una mala pisada que desgasta la suela de un zapato. Para arreglarlo, para enfriar el motor y que no se rompa, necesito el sueño.
¿Se refería a eso el autor?
Volví a leer con atención y asentí. Sí, seguro que quería decir eso.
Entonces, ¿qué clase de vida era aquella? Me consumía por culpa de mis tendencias y dormía para repararme. Mi vida no era más que una repetición constante de un mismo ciclo. ¿Iba a envejecer sin dejar de darle vueltas una y otra vez? ¿No había nada más?
Sentada a la mesa de la biblioteca sacudí la cabeza.
¡No me hacía falta dormir!, me dije. ¿Y qué si me volvía loca? ¿Qué más me daba si mi existencia perdía su fundamento? Me daba igual. No quería que me consumieran las tendencias. Si el sueño no servía más que para reparar las partes dañadas de mi ser, no lo quería. No lo necesitaba. Aunque mi cuerpo no pudiera evitar el desgaste provocado por las tendencias, el espíritu me pertenecía solo a mí. Lo guardaba todo para mí. No iba a entregárselo a nadie. No quería que me curasen. No tenía ninguna intención de dormir.
Salí de la biblioteca decidida.
5
Fue así como el insomnio dejó de atemorizarme. No había nada que temer. Me bastaba con pensar en las ventajas. Mi vida se expandía. Desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana era un tiempo reservado solo para mí. Un tiempo equivalente a un tercio del día que hasta ahora había malgastado durmiendo. Ese proceso imprescindible para la reparación, ahora me pertenecía. A nadie más que a mí. Era solo mío. Podía disponer de él a mi antojo, nadie tenía derecho a molestarme, nadie podía ordenarme nada. Eso era. Mi vida expandida en un tercio.
Tal vez para los especialistas no fuera normal desde una perspectiva biológica y quizá tuvieran razón. Puede que en el futuro debiera pagar la deuda de hacer algo que no era normal. Quizá la vida quisiera recuperar aquello de lo que me había apropiado, ese tiempo anticipado. Era una hipótesis sin fundamento, pero no había razón para negarla y, en cierta manera, me parecía correcto. Lo más probable fuera que esa incoherencia de tiempo terminase por equilibrarse.
Sinceramente, me daba igual si eso se traducía en morir joven. Lo mejor que se puede hacer con una hipótesis es permitir que tome el curso que le parezca. Al menos mi vida se había ampliado y eso era algo maravilloso. Para mí ya era una respuesta. No me consumía. Al menos no una parte de mí, de ahí esa sensación tan real de vivir. Una vida sin esa sensación no tenía ningún sentido. Así lo veía en ese momento.
Cuando constataba que mi marido se dormía, me sentaba en el sofá con mi vaso de coñac y abría el libro. Leí Anna Karénina tres veces seguidas. Cada vez descubría algo nuevo. Aquella inmensa novela estaba plagada de enigmas y respuestas. Cada una de las respuestas encerraba un nuevo enigma, como una caja china. Dentro del mundo había otro mundo más pequeño, que a su vez encerraba otro aún más pequeño. Todos juntos formaban un universo completo que existía desde siempre y solo esperaba a que el lector lo descubriera. Mi antiguo yo tan solo había arañado la superficie de esa verdad, pero ahora contemplaba el universo en toda su extensión, podía llegar al mismísimo centro. Entendía a Tolstói, lo que quería que encontrasen los lectores en sus páginas, cómo había logrado cristalizar su mensaje en una novela y, al final de todo, qué había superado el propio autor en ella. Podía verlo todo como si contemplase el paisaje desde lo alto de una colina.
Daba igual lo concentrada que pudiera estar, nunca me cansaba. Después de leer Anna Karénina a placer, empecé con Dostoievski. Leía un libro tras otro sin desconcentrarme un ápice, sin cansarme jamás. Lo entendía todo sin dificultad y, al mismo tiempo, me sentía embargada por una profunda emoción.
Ese era mi estado natural. Al abandonar el sueño me expandía. Lo importante era mantener la concentración. Una vida sin concentración es como tener los ojos abiertos y no ver nada.
El coñac se terminó pronto. Me había bebido yo sola casi una botella entera. Fui a unos grandes almacenes para comprar otra botella de Rémy Martin. De paso me compré también una botella de vino tinto, copas para el coñac, chocolate y galletas.
A veces, mientras leía, me ponía muy nerviosa. Cuando eso ocurría, dejaba el libro y trataba de hacer algo de ejercicio Me estiraba, caminaba un poco. En función de mi estado de ánimo, a veces salía a dar un paseo nocturno en coche. Me vestía, subía a mi viejo Honda Civic y deambulaba por el barrio. En ocasiones me tomaba un café en algún restaurante abierto las veinticuatro horas, pero como me molestaba la posibilidad de encontrarme con alguien, normalmente me quedaba en el coche. A veces paraba en algún lugar que parecía seguro y me quedaba pensando distraída. También iba al puerto de vez en cuando a mirar los barcos.
En una ocasión se me acercó un policía para identificarme. Eran las dos y media de la madrugada. Había aparcado bajo una farola, cerca de los muelles. Escuchaba música en la radio y miraba las luces de los barcos. El policía golpeó la ventanilla. La bajé. Era un hombre joven y guapo que se dirigió a mí con mucha educación. Le expliqué que no podía dormir. Me pidió el carnet de conducir. Lo miró detenidamente durante unos instantes.
—El mes pasado hubo un asesinato —me explicó—. Tres jóvenes atacaron a una pareja. Mataron al hombre y violaron a la mujer.
Recordaba haber oído algo sobre el incidente. Asentí.
—Por lo tanto, señora, si no tiene nada que hacer, es mejor que no ande por aquí a estas horas.
—Gracias. Ya me marcho.
Me devolvió el carnet y arranqué.
Esa fue la única ocasión en la que hablé con alguien. Lo normal era conducir alrededor de una hora sin que nadie me molestara. Después aparcaba en el garaje junto al coche blanco de mi marido. Él seguía arriba, dormido en la habitación a oscuras. Escuchaba atenta los crujidos del motor al enfriarse y, cuando se callaba, subía a casa.
Lo primero que hacía nada más entrar era asegurarme de que seguía dormido. Siempre lo estaba. Mi hijo también dormía a pierna suelta. Ninguno de los dos sabía nada. Creían que el mundo seguía como siempre, que nada había cambiado, pero estaban equivocados. Cambiaba como nunca habrían sido capaces de imaginar, muy rápido. De hecho, nunca volvería a ser el mismo.
Una noche me levanté del sofá para contemplar la cara de mi marido mientras dormía. Había oído un ruido y me apresuré hasta el dormitorio. El despertador estaba en el suelo. Debía de haberle dado un golpe. Dormía como de costumbre, totalmente ajeno a lo ocurrido. ¿Qué podía despertar a este hombre? Recogí el despertador y lo deje sobre la mesilla de noche. Me crucé de brazos y le miré. ¿Cuánto tiempo, años, habían pasado desde que no le miraba dormir?
Nada más casarnos solía observarlo a menudo. Eso me relajaba, me hacía sentir tranquila. Si dormía así me sentía a salvo y por eso le miraba tanto. Pero en algún momento dejé de hacerlo. Cuándo, me pregunté. Lo más probable es que fuera en la época en que mi suegra y yo discutíamos por culpa del nombre de mi hijo. Ella pertenecía a una secta budista y le había pedido a su monje que le diera un nombre para el niño. No recuerdo cuál era, pero yo no tenía la más mínima intención de aceptar que un monje le diera nada a mi hijo. Llegamos a tener discusiones violentas, pero mi marido nunca intervino. Como mucho se levantaba del sofá y trataba de calmarnos.
Después de eso, dejé de verle como mi protector. Me había fallado. Ya no podía ofrecerme la única cosa que le pedía. Con su actitud solo logró enfurecerme. Había pasado tiempo desde entonces y mi suegra y yo ya nos habíamos arreglado. Le puse el nombre que yo quería a mi hijo y arreglé las cosas con mi marido.
Debió de ser en esa época cuando dejé de observar cómo dormía, y ahí estaba yo ahora. Dormía tan profundamente como de costumbre. Uno de sus pies asomaba bajo el edredón en una posición extraña, tan rara que parecía de otra persona. Era un pie grande, macizo. Tenía la boca abierta, el labio inferior le colgaba. Cada cierto tiempo sus orificios nasales se movían. Tenía un lunar debajo del ojo que me disgustaba. En la expresión de sus ojos cerrados había algo vulgar. Sus párpados se veían flácidos; la carne, descolorida. Parecía un idiota. A eso debían referirse los expertos con lo de abandonar el mundo mientras se dormía. No había codicia ni tampoco ganancia. ¡Qué feo me resultaba! ¡Qué cara tan impresentable! Antes no era así. Cuando nos casamos, su expresión era mucho más viva aunque durmiera con la misma intensidad. El descuido no existía entonces en su expresión.
Intenté recordarle en aquella época, pero no fui capaz. Solo estaba segura de que no tenía esa expresión tan horrenda. ¿O acaso me engañaba a mí misma? Quizá siempre había dormido así y yo le había contemplado con indulgencia proyectando en él mis emociones. Es lo que hubiera dicho mi madre. Era la clase de razonamientos que solía hacer. «Después de casada, el enamoramiento no dura más de dos o tres años. Si su cara te resultaba encantadora entonces, es solo porque estabas enamorada.» Algo así.
Pero no se trataba de eso. Mi marido se había afeado. Su expresión había perdido nervio. Eso significaba envejecer. Había envejecido y estaba cansado, desgastado. Sin tardar mucho se afearía aún más y a mí no me quedaría más remedio que aguantarlo.
Suspiré. Un suspiro profundo, audible, que, obviamente, no le hizo inmutarse. No era la clase de persona que se despierta con un simple suspiro.
Volví al salón. Me bebí otro coñac y retomé la lectura. Sin embargo, algo me preocupaba. Dejé el libro para ir a la habitación de mi hijo. Abrí la puerta. La luz que se colaba desde el pasillo iluminaba su cara. Dormía como su padre. Le contemplé un rato. Tenía los rasgos suaves, aún sin definir. Era lógico. A pesar del parecido, notaba una gran diferencia respecto a mi marido. No era más que un niño. Su piel resplandecía. No había rastro de vulgaridad en ningún rincón de su cuerpo y, no obstante, algo en la expresión de su cara me molestaba. Nunca lo había sentido. ¿Qué era exactamente? Me quedé de pie y me crucé de brazos. Le quería muchísimo, de eso no cabía duda, pero en ese momento algo en él me irritaba.
Sacudí la cabeza.
Cerré los ojos, dejé pasar algo de tiempo y volví a abrirlos para mirarle de nuevo. Descubrí lo que me irritaba. Su expresión al dormir. Era como la de su padre y me recordaba a la de mi suegra: una expresión tozuda, pagada de sí misma, una arrogancia muy peculiar de la familia de mi marido. Él me trataba bien, cierto. Era cariñoso y se preocupaba por mí. No me engañaba y trabajaba duro. Un hombre serio y amable con los demás. Todas mis amigas me decían siempre que tenía mucha suerte. Yo misma no veía motivos para quejarme, pero esa perfección terminaba por irritarme. Había en ella algo tenso, extraño, algo que cortaba el paso a la imaginación. Eso era lo que me irritaba.
Mi hijo dormía con esa misma expresión en la cara.
Sacudí la cabeza de nuevo. Al final, era una persona ajena a mí, pensé. Por mucho que creciera, nunca me comprendería, del mismo modo que mi marido no comprendía casi ninguno de mis sentimientos. No dudaba de mi amor por él, pero tuve el presentimiento de que en el futuro no podría quererle de verdad. Una madre nunca debería pensar así. Una madre normal y corriente jamás lo haría, pero yo sí. Quizás un buen día terminase por aborrecer a mi propio hijo.
Pensar así me puso muy triste. Cerré la puerta de la habitación y apagué la luz del pasillo. Volví al salón, me senté en el sofá y abrí el libro. Después de leer unas cuantas páginas lo cerré. Miré el reloj. Eran casi las tres de la madrugada.
Me pregunté cuántos días habían pasado desde que no dormía. Fue un martes, hacía dos semanas. Ese día empezó todo. Era el décimo séptimo día. Durante todo ese tiempo no había dormido ni un minuto. Diecisiete días y diecisiete noches. Demasiado tiempo. Ya ni siquiera recordaba cómo era dormir.
Cerré los ojos para tratar de hacerlo. En mi interior solo habitaba una vigilia que me hacía pensar en la muerte.
¿Iba a morir?
En ese caso, ¿qué sentido había tenido mi vida?
No había respuesta a esa pregunta.
De acuerdo. En ese caso, ¿qué era la muerte?
Hasta ese momento siempre había pensado que el sueño era una forma de muerte, una invasión en el territorio de la vida. La muerte solo era un sueño mucho más profundo de lo normal carente de toda conciencia de sí mismo. El descanso eterno. El desvanecimiento total.
Pero ahora dudaba de mí. Quizás la muerte no tuviese nada que ver con el sueño después de todo. Quizá entraba en una categoría completamente distinta, como la profunda, infinita y oscura vigilia que padecía en ese momento.
No. Eso sería demasiado terrible. Si morir no era descansar, en ese caso, qué iba a redimir nuestras imperfectas vidas siempre al límite de la extenuación. Nadie sabe qué es la muerte. ¿Quién la ha visto? Nadie excepto los muertos. Ningún vivo sabe nada de la muerte. Solo podemos hacer suposiciones y la más acertada de todas no es más que eso, una suposición. Quizá la muerte signifique descansar, pero nuestra razón no despeja las dudas. La única respuesta es morir. La muerte puede ser cualquier cosa.
Me dominó un terror intenso. Un espasmo me recorrió el cuerpo. Aún tenía los ojos cerrados, pero había perdido el control de mí misma y no podía abrirlos. Miraba la oscuridad frente a mí, una oscuridad profunda y desesperanzada como si se tratara del universo mismo. Estaba sola. Estaba concentrada en mí misma y al mismo tiempo notaba cómo me expandía. De haber querido, habría podido contemplar las mismísimas profundidades del universo, pero decidí no hacerlo. Aún no era el momento.
Si eso era la muerte, si estar muerto significaba estar eternamente despierto, contemplando semejante oscuridad, ¿qué podía hacer yo?
Al final logré abrir los ojos y me bebí de un trago el coñac que quedaba en el vaso.
6
Me quité el camisón y me puse unos vaqueros, una camiseta y un cortavientos. Me recogí el pelo en una coleta, la oculté bajo el abrigo y me puse una gorra de béisbol de mi marido. Me miré en el espejo. Parecía un chico. Bien. Me calcé las zapatillas y bajé al garaje.
Me senté al volante del coche, giré la llave y escuché atenta el rugido del motor. El ruido de siempre. Puse las manos en el volante, respiré hondo un par de veces, metí la primera y salí del edificio. El coche marchaba mejor de lo normal, como si patinase sobre hielo. Cambié de marcha con cuidado y abandoné la ciudad para tomar la autopista de Yokohama.
Eran más de las tres de la madrugada, pero había un tráfico considerable. Enormes camiones de larga distancia que viajaban de este a oeste hacían temblar el asfalto. «Tampoco ellos duermen», me dije. «Para que todo funcione duermen de día y trabajan de noche.»
En mi caso podría haber trabajado día y noche porque no necesitaba dormir.
Desde un punto de vista biológico no era normal, pero quién sabe en realidad qué es normal. Inferimos conclusiones a partir de la experiencia. Yo estaba más allá de la inferencia, el primer espécimen de un avance evolutivo de la humanidad, un enorme salto hacia delante. Una mujer que nunca duerme, la conciencia expandida hacia el infinito.
No pude evitar una sonrisa.
El primer espécimen. Un salto evolutivo.
Encendí la radio y me dirigí hacia el puerto. Quería escuchar música clásica, pero no encontré ninguna emisora. Solo absurda música rock japonesa, canciones de amor empalagosas y cosas por el estilo. Renuncié. La música me hacía sentir en un lugar muy lejano, muy lejos de Haydn y de Mozart.
Detuve el coche en un aparcamiento enorme frente al mar delimitado por una línea blanca y apagué el motor. Había elegido el lugar más luminoso y abierto. Solo había otro coche aparcado. Un cupé blanco de dos puertas muy del gusto de la gente joven. Quizás una pareja que hacía el amor dentro porque no tenía dinero para un hotel por horas. Para evitar problemas, me calcé bien la gorra. No quería parecer una mujer. Comprobé que las puertas del coche estaban cerradas.
Miré distraída a mi alrededor y me acordé de un paseo en coche con mi novio en el primer año de universidad. Nos tocamos. Él no podía parar. Me dijo que me la quería meter. Le dije que no. No quería hacerlo en el coche. Puse las manos en el volante y me esforcé en recordar los detalles de aquel día con la ayuda de la música. Su cara se me había borrado. Tenía la impresión de que había ocurrido hacía una eternidad.
Todos los recuerdos anteriores al insomnio se alejaban de mí a una velocidad de vértigo. Era una sensación extraña, como si la persona que dormía cada noche nunca hubiera sido yo en realidad, ni sus recuerdos los míos. Así era como cambiaban las personas, pensé, solo que nadie se daba cuenta. Solo lo sabía yo. Podía intentar explicarlo, pero nadie me entendería. Nadie me creería y, en caso de que sí, nadie llegaría a entender de verdad cómo me sentía. No me creerían. Solo verían en mí una amenaza a su forma de entender el mundo.
Sin embargo, estaba cambiando. Cambiando de verdad.
¿Cuánto tiempo estuve allí sentada con las manos en el volante, con los ojos cerrados, contemplando una oscuridad privada de sueño?
De pronto noté una presencia y volví en mí. Había alguien cerca. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Alguien trataba de abrir la puerta, pero por suerte estaba cerrada. Vi dos sombras negras a ambos lados del coche. No llegaba a ver sus caras y tampoco distinguía su ropa. Solo eran dos sombras negras de pie. Entre ellas, el coche parecía muy pequeño, como una caja de repostería. Empezó a agitarse a izquierda y derecha. Un puño golpeó el cristal de la puerta derecha. Sabía que no era un policía. Un policía nunca haría eso ni tampoco se pondría a dar empellones al coche. Me quedé sin respiración. ¿Qué podía hacer? Me resultaba imposible pensar con claridad. Me sudaban las axilas. Tenía que escapar de allí. La llave. Debía arrancar el coche. La giré y el motor hizo un ruido.
No arrancaba. Me temblaba la mano. Cerré los ojos y volví a girarla. Nada. Sonaba como unas uñas arañando un muro gigantesco. Los hombres, las sombras negras, no dejaban de mover el coche. Cada vez lo hacían con más fuerza. ¡Iban a volcarlo!
Algo no iba bien. Tenía que pensar con calma. De lo contrario las cosas se iban a torcer de verdad. Tenía que pensar despacio. Algo no iba bien. Algo no iba bien, pero qué. No lo sabía.
Una intensa oscuridad se había adueñado de mi mente. No iba a llevarme a ninguna parte. Las manos me temblaban. Saqué la llave para intentar arrancar de nuevo. Temblaba tanto que no acerté a meter la llave y se me cayó al suelo. Me agaché para recogerla. No podía porque el coche se movía cada vez más. Al agacharme me había dado un fuerte golpe contra el volante.
Me resigné. Me apoyé en el respaldo del asiento y me tapé la cara con las dos manos. Rompí a llorar. Lo único que podía hacer era llorar. Las lágrimas brotaban una tras otra. Estaba sola, encerrada en esa caja y no podía ir a ninguna parte. Era la hora más oscura de la noche. Las sombras no dejaban de zarandear el coche. Iban a terminar por volcarlo.